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Ilión

—Dime otra vez qué estás viendo —dijo, hablando no por tensorrayo sino a través de cable enlace-k. Mahnmut iba montado sobre la espalda del ioniano como un jockey a lomos de un elefante flotante. El enlace-k les había proporcionado suficiente banda ancha para descargar todo el lenguaje griego y las bases de datos de la Ilíada en unos segundos.

—Los líderes griegos y troyanos están reunidos en la cima de este montículo —dijo Mahnmut—. Estamos justo detrás del contingente griego: Aquiles, Hockenberry, Diomedes, Ayax el Grande y Ayax el Pequeño, Néstor. Idomeneo, Toas, Tiepolemo, Nireo, Macaón, Polipetes, Meriones y medía docena de otros hombres cuyos nombres no pillé cuando Hockenberry hizo las presentaciones.

—Pero, ¿no está Agamenón? ¿Menelao tampoco?

—No, siguen en el campamento de Agamenón, recuperándose tras el combate singular con Aquiles. Hockenberry me dijo que los atiende Asclepio, su médico. Los hermanos tienen costillas rotas y cortes y magulladuras (Menelao tiene una contusión porque Aquiles le dio en la cabeza un golpe con el escudo) pero nada que amenace sus vidas. Según el escólico, ambos podrán caminar dentro de un par de días.

—Me pregunto si Asclepio podría devolverme mis ojos y mis brazos —murmuró Orphu.

Mahnmut no tenía nada que decir al respecto.

—¿Y los troyanos? —preguntó Orphu, ansioso. Hablaba como Mahnmut había imaginado siempre a un niño humano: feliz, entusiasta, casi impaciente—. ¿Quien está representando a Ilión?

Mahnmut se puso de pie en el cascado caparazón para ver mejor las líneas troyanas por encima de las cabezas empenachadas de los héroes griegos.

—Héctor lidera el contingente, naturalmente —dijo Mahnmut—. Su penacho rojo y su brillante casco destacan mucho. Lleva también una capa roja. Es como si estuviera desafiando a los dioses para que bajen a luchar.

Mahnmut ya había transmitido a Orphu la escena que Hockenberry le había descrito antes, cuando Héctor y su esposa, Andrómaca, caminaron entre los miles de guerreros de Ilión mostrando el cuerpo mutilado de su hijo muerto, Escamandrio, todavía vestido con la ensangrentada saya real, para que todos los troyanos lo vieran. Hockenberry informó de que había miles de aqueos que seguían pensando en huir al mar en sus negras naves, pero después de la sombría procesión de Héctor y Andrómaca, todos los troyanos y sus aliados estaban dispuestos a luchar contra los dioses, a brazo partido si era necesario.

—¿Quién representa a Ilión además de Héctor? —preguntó Orphu.

—Paris lo acompaña. Y el viejo consejero, Antenor, y el mismísimo rey Príamo. Los ancianos están un poco apartados, para no estorbar a Héctor.

—Los dos hijos de Antenor, Acamante y Arquéloco, ya han muerto, creo —dijo Orphu—. Los mató a ambos Ayax Telemonio… Ayax el Grande.

—Creo que así es —respondió Mahnmut—. Debe resultarles difícil estrechar sus antebrazos en una tregua tal como hacen ahora. Veo a Ayax el Grande hablar con Antenor como si no hubiera pasado nada.

—Todos son soldados profesionales —dijo Orphu—. Saben que crían a sus hijos para la batalla y la muerte. ¿A quién más ves en el contingente de Héctor?

—Allí está Eneas —dijo Mahnmut.

—Ah, la Eneida —suspiró Orphu—. Eneas está… estaba destinado a ser el único superviviente de la casa real de Ilión. Está destinado… estaba destinado a huir de la ciudad en llamas con su hijo, Ascanio, y un grupito pequeño de troyanos; sus descendientes acabarán por fundar una ciudad que se convertirá en Roma. Según Virgilio, Eneas…

—No nos adelantemos a los acontecimientos —le interrumpió Mahnmut—. Como dice Hockenberry, ahora todas las apuestas han sido canceladas. No creo que haya ninguna parte de la Ilíada que me has descargado en la que griegos y troyanos se alíen en una cruzada contra el Olimpo.

—No —dijo Orphu—. ¿Quién más está con Héctor además de Eneas, Paris, el viejo Príamo y Antenor?

—Otrioneo —dijo Mahnmut—. El prometido de Casandra.

—Dios mío —dijo Orphu—. Otrioneo estaba destinado a morir a manos de Idomeneo esta noche o mañana. En la batalla por los barcos griegos.

—Todas las apuestas han sido canceladas —repitió Mahnmut— parece que no va a haber ninguna batalla por los barcos esta noche.

—¿Quién más?

—Deífobo, otro hijo de Príamo. Su armadura pulida brilla tanto que he tenido que colocarme más filtros polarizadores sólo para mirarlo. Junto a Deífobo está ese tipo de Pedeo, el cuñado de Príamo, cómo se llama… Imbrio.

—Oh, vaya. Imbrio estaba destinado a morir a manos de Teucro dentro de unas horas…

—¡Ya basta! —dijo Mahnmut—. Va a oírte alguien.

—¿Oírme por tensorrayo o enlace-k? —dijo Orphu con un estremecimiento—. No es probable, viejo amigo. A menos que los griegos y troyanos tengan un poco más de tecnología de lo que me has contado.

—Bueno, es desconcertante —dijo el moravec más pequeño—. La mitad de la gente que está aquí en la Colina de Espinos se supone que va a estar muerta dentro de un día o dos, según tu estúpida Ilíada.

—No es mi estúpida Ilíada —replicó Orphu—. Y además…

—Todas las apuestas han sido canceladas —terminó Mahnmut—. Oh-oh.

—¿Qué?

—Las negociaciones han terminado. Héctor y Aquiles dan un paso al frente, se agarran por el antebrazo ahora… ¡santo Dios!

—¿Qué?

—¿Oyes eso? —jadeó Mahnmut.

—No.

—Lo siento, lo siento —-dijo Mahnmut—. Lo siento. No lo decía literalmente. Sólo quería decir…

—Venga —insistió el ioniano—. ¿Qué es lo que no he oído?

—Los ejércitos, griego y troyano por igual, están rugiendo. Santo Dios, es un sonido abrumador. Cientos de miles de aqueos y troyanos juntos, vitoreando, agitando estandartes, alzando sus espadas y lanzas y banderas al aire… La muchedumbre se extiende hasta las murallas de Ilión. La gente que está en las murallas (puedo ver a Andrómaca Y Helena y las otras mujeres que señaló Hockenberry) grita también. Los otros aqueos (los que estaban indecisos, esperando junto a sus navíos) han vuelto a los fosos griegos y vitorean y gritan también. ¡Qué ruido!

—Bueno, no hace falta que tú también grites —dijo Orphu secamente—. El enlace-k funciona bien. ¿Qué pasa ahora?

—Bueno… no mucho —-respondió Mahnmut—. Los capitanes se estrechan la mano por toda la colina. Suenan campanas y gongs en la ciudad amurallada. Los ejércitos se congregan, soldados de infantería de cada bando cruzan la tierra de nadie para darse palmadas en el hombro o intercambiar nombres o lo que sea… y todos parecen dispuestos a combatir, pero…

—Pero no hay nadie a quien combatir.

—Exacto.

—Tal vez los dioses no bajen a luchar —dijo el ioniano.

—Lo dudo.

—O tal vez el Aparato haga volar el Olimpo en mil millones de pedazos —dijo Orphu.

Mahnmut guardó silencio pensando en aquello. Había visto a los dioses y diosas, allá arriba, seres sentientes a millares, y no tenía ningún deseo de convertirse en un asesino de masas.

—¿Cuánto tiempo falta para que el disparador que preparaste active el Aparato? —preguntó Orphu, aunque debía saberlo.

—Cincuenta y cuatro minutos —dijo.

En el cielo, se formaron de repente unas nubes oscuras. Parecía que los dioses iban a bajar, después de todo.

Cuando Mahnmut se zambulló en el Lago de la Caldera, en el Monte Olympus, tenía pocas esperanzas de escapar. Necesitaba un minuto aproximadamente para preparar el Aparato (¿para que detonara?), y pensó que un poco de profundidad y presión podrían concederle ese tiempo.

Así fue. Mahnmut se zambulló a ochocientos metros, sintiendo la familiar y agradable sensación de la presión en cada milímetro cuadrado de su armazón, y encontró un saliente en el lado occidental de la empinada pared de la caldera donde pudo descansar, asegurar el Aparato y prepararlo. Los dioses no lo persiguieron bajo el agua. Mahnmut no sabía, ni le importaba, si se debía a que no sabían nadar o a si pensaban estúpidamente que sus rastreos con lásers y microondas de la superficie lo harían subir.

Había sido negligente por su parte no configurar un mecanismo de disparo remoto antes de que Orphu y él iniciaran su breve viaje en globo, así que lo hizo ahora, a ochocientos metros de profundidad, en el lago, iluminando con las lámparas de su pecho el ovoide Aparato macromolecular. Tras quitarse la tapa de acceso del caparazón de transaleación, Mahnmut canibalizó parte de sí mismo; una de sus cuatro células de energía proporcionó la necesaria señal disparadora de 32 voltios; soldó uno de sus tres receptores redundantes de radio/tensorrayo a la placa del disparador con su láser de muñeca, así como un temporizador obtenido a partir de su cronómetro externo; por último, colocó un burdo sensor de contacto consistente en uno de sus propios sensores, de modo que el Aparato se activara solo a esta profundidad si alguien que no fuera él lo tocaba.

Si esos dioses de antaño vienen por mí ahora, dispararé el Aparato manualmente, pensó mientras esperaba sentado en el saliente, a ochocientos metros bajo la superficie del lago. Pero no quería autodestruirse (sí destrucción era, en efecto, el propósito del Aparato) y no quería ocultarse bajo el agua todo el día. Pero el humano Hockenberry le había prometido TCear de vuelta para recogerlo, así que esperaría. Quería volver a ver a Orphu. Además, su misión (la misión de los difuntos Koros III y Ri Po, en realidad) era llevar el Aparato al Monte Olympus y dar parte de su colocación a través del comunicador. Ambos objetivos habían sido cumplidos. En cierto modo, Mahnmut y el ioniano habían llevado a cabo con éxito su misión.

Entonces, ¿por qué estoy escondiéndome a ochocientos metros bajo la superficie de este imposible Lago de la Caldera? Pensó en el agua que hervía sobre él mientras los dioses descargaban su cólera y sus rayos caloríficos en el lago, y no pudo menos que reírse a su estilo moravec: aquella agua tendría que haber salido volando, de todas formas, ya que la cima del Monte Olympus estaba casi en el vacío.

Entonces llegó la hora de que el humano llamado Hockenberry regresara a por él y, sorprendentemente, lo hizo.

—Descríbeme la Tierra —dijo Orphu en la Colina de Espinos. Mahnmut se había bajado de su caparazón y guiaba a su amigo tirando de la cuerda que había atado al arnés de levitación—. ¿Y estás seguro de que estamos en la Tierra? —añadió.

—Bastante seguro —respondió Mahnmut—. La gravedad es la que corresponde, el aire también, el Sol tiene el tamaño adecuado y las formas de vida vegetal encajan con las imágenes de los bancos de datos. Oh, y también los seres humanos… aunque todos estos hombres y mujeres parecen miembros del mejor club deportivo del sistema solar.

—Guapetones, ¿eh? —dijo Orphu.

—Para como son los humanos, yo diría que sí. Pero como son los primeros Homo sapiens que veo en persona, ¿quién sabe? Sólo Hockenberry, de todos los hombres que he conocido, parece tan corriente y moliente como los hombres y mujeres de las fotos y vids y holos que tú y yo tenemos en nuestros bancos de datos.

—¿Qué piensas que…? —empezó a decir Orphu.

Shhh, respondió Mahnmut por tensorrayo. Había desconectado el enlace-k para no tener que montar más en el caparazón de Orphu. Las nubes continuaban arracimándose sobre el campo de batalla. Aquiles se está dirigiendo a las tropas… troyanas y aqueas.

¿Puedes comprenderlo?

Por supuesto que puedo. Los archivos se descargaron bien, aunque tengo que deducir por el contexto algunos coloquialismos y maldiciones.

¿Pueden oírlo los otros humanos sin un sistema de megafonía?

Ese hombre tiene pulmones de hierro, dijo Mahnmut. Metafóricamente hablando. Su voz debe llegar hasta el mar por un lado y hasta las murallas de Troya por el otro.

¿Qué está diciendo?, preguntó Orphu.

Os desafío dioses, bla, bla, bla… y ahora invoco al caos y desato los perros de la guerra, bla, bla, bla…, recitó Mahnmut.

Espera, dijo Orphu. ¿Ha usado de verdad esa cita de Shakespeare?

No, dijo Mahnmut. Estoy traduciendo libremente.

Fiuuu, dijo el ioniano por tensorrayo. Pensé que teníamos un plagio sorprendente entre manos. ¿Cuánto falta para que se active el Aparato?

Cuarenta y un minutos, dijo Mahnmut. ¿Pasa algo con tu

Se detuvo.

¿Qué?, dijo Orphu.

En medio del desafiante grito de Aquiles contra los dioses, apareció el Rey de los Dioses. Aquiles dejó de hablar. Doscientos mil rostros masculinos se volvieron hacia el cielo en las llanuras de Ilión.

Zeus descendió de las nubes negras en su carro de oro, tirado por cuatro hermosos caballos holográficos.

El maestro arquero aqueo, Teucro, de pie junto a Aquiles y Odiseo, apuntó y lanzó una flecha hacia el cielo, pero el carro estaba demasiado alto y (Mahnmut estaba seguro) rodeado de un potente campo de fuerza. La flecha trazó un arco y cayó, perdiéndose en los matorrales más espesos de la base del risco donde se encontraban los generales.

—¿OS ATREVÉIS A DESAFIARME? —resonó la voz de Zeus a lo largo y ancho de los campos y la costa y la ciudad donde se congregaban los ejércitos—. ¡CONTEMPLAD LAS CONSECUENCIAS DE VUESTRO ORGULLO DESMEDIDO!

El carro ascendió y aceleró hacia el sur, como si Zeus dejara el campo en dirección al monte Ida, apenas visible en el horizonte meridional. Quizá sólo Mahnmut, con su visión telescópica, vio el pequeño esferoide plateado que Zeus dejó caer del carro cuando se encontraba a quince kilómetros de ellos.

¡Abajo! —rugió Mahnmut a toda potencia, gritando las palabras en griego—. ¡Por vuestras vidas, agachaos ahora! ¡No miréis al sur!

Pocos obedecieron su orden.

Mahnmut agarró la correa de Orphu y corrió hacia el escaso refugio que ofrecía un gran peñasco en la cima de la colina, a treinta metros de distancia.

El destello, cuando se produjo, cegó a millares. Los filtros polarizantes de Mahnmut pasaron de valor 6 a valor 300. No se detuvo en su loca carrera, arrastrando a Orphu consigo como si fuera un juguete gigantesco.

La onda de choque golpeó segundos después del destello, procedente del sur: una muralla de polvo que producía visibles ondas de tensión a través de la atmósfera. El viento pasó de cinco kilómetros por hora desde poniente a cien kilómetros por hora desde el sur en menos de un segundo. Centenares de tiendas se soltaron de sus anclajes y volaron. Los caballos relincharon y abandonaron a sus amos. Las olas se retiraron de la tierra.

El rugido y la onda de choque derribaron al suelo a todos los que estaban de pie, a todos menos Héctor y Aquiles. El ruido y la enorme presión eran tremendos, hacían vibrar los huesos humanos y los interiores de estado sólido de los moravecs, además de las partes orgánicas de Mahnmut. Era como si la Tierra misma estuviera rugiendo y aullando de furia. Cientos de soldados aqueos y troyanos, situados a unos dos kilómetros al sur de la colina estallaron en llamas y saltaron por los aires, y sus cenizas cayeron sobre miles de hombres que huían hacia el norte.

Una sección de la muralla sur de Ilión se desmoronó y cayó, llevándose consigo a docenas de hombres y mujeres. Varias de las torres de madera de la ciudad ardieron, y una alta torre (la misma desde donde Hockenberry había visto a Héctor despedirse de su hijo hacía sólo unos días) cayó a la calle con estrépito.

Aquiles y Héctor se llevaron las manos a la cara, cubriendo sus ojos del terrible resplandor que proyectaba sus sombras un centenar de metros por detrás en la Colina de Espinos. Tras ellos, los grandes peñascos que se habían alzado firmes en el túmulo de la amazona Mirina vibraron, resbalaron y cayeron, aplastando por igual a aqueos y troyanos. El casco pulido de Héctor permaneció sobre su cabeza, pero su orgulloso penacho de crines rojas voló arrancado por los fuertes vientos que siguieron a la onda de choque inicial.

¿Ha sucedido algo?, tensorrayó Orphu.

, susurró Mahnmut.

Noto una especie de vibración y de presión a través de mi caparazón, dijo Orphu.

Si, susurró Mahnmut. El único motivo por el que el ioniano no había sido arrastrado por los vientos y el estallido era que Mahnmut había atado la cuerda en torno a la roca más grande que pudo encontrar a sotavento de su peñasco.

¿Qué…?, empezó a decir Orphu.

Espera un momento, susurró Mahnmut.

La nube en forma de hongo se alzaba a diez mil metros de altura. Humo y toneladas de residuos radiactivos subían hacía la estratosfera. El suelo vibraba de un modo tan terrible que incluso Aquiles y Héctor tuvieron que apoyarse en una rodilla para no ser derribados como las decenas de miles de soldados.

La nube atómica se convirtió en una cara.

—¿QUERÉIS GUERRA, MORTALES? —gritó el rostro barbudo de Zeus en la nube que se alzaba y rugía y se desplegaba lentamente—. LOS DIOSES INMORTALES OS ENSEÑARÁN LO QUE ES GUERRA.