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Ilión y Olimpo

La guerra definitiva empieza aquí, en la habitación de un niño asesinado.

Los dioses deben de haberse teleportado cuánticamente para hablar con los mortales como han hecho un millar de veces hasta ahora: Atenea, arrogante en su divinidad; Apolo, seguro de su poder; y mi musa, probablemente para identificar al escólico renegado Hockenberry. Pero hoy, en vez de encontrar deferencia y asombro, en vez de conversar con los atontados mortales ansiosos por dejarse engatusar para hallar modos más interesantes de matarse unos a otros, son atacados nada más aparecer.

Apolo me apunta con su arco.

—¡Ahí está! —señala la musa.

Pero antes de que el dios pueda colocar una de sus flechas de plata, Héctor salta, blande su espada, abate el arco, se acerca más, y le clava la espada en el vientre a Apolo.

—¡Alto! —grita Atenea lanzando un campo de fuerza, pero demasiado tarde. Aquiles el de los pies ligeros ya ha entrado dentro del círculo del campo de fuerza y corta a la diosa del hombro a la cadera con un único y poderoso tajo.

Atenea grita y el rugido es tan fuerte que la mayoría de los mortales de esta habitación (yo mismo incluido) se arrodillan doloridos, cubriéndose los oídos con las manos. Héctor no. Ni Aquiles. Los dos deben de estar sordos a todo aquello que no sea el rugido interno de su propia cólera.

Apolo grita una advertencia amplificada mientras alza el brazo derecho, para empujar a Héctor o para lanzar algún relámpago divino, pero Héctor no espera a descubrir las intenciones del dios. Blandiendo su pesada espada en un revés a dos manos que me recuerda a Andre Agassi en su mejor época, Héctor cercena el brazo derecho de Apolo en medio de un chorro de icor dorado.

Por segunda vez en mí vida, veo a un dios retorcerse en agonía y cambiar de forma, despojándose de la forma humana-divina para convertirse en un remolino de negrura. De esa negrura surge un grito que hace que las criadas salgan corriendo de la habitación y yo caiga sobre ambas rodillas. Las cinco mujeres troyanas (Andrómaca, Laódice, Teano, Hécuba y Helena) sacan dagas de sus peplos y se vuelven hacia la musa.

Atenea, su forma también temblorosa e inestable, se mira los pechos heridos y el vientre sangrante. Luego alza la mano derecha y dispara un rayo de energía coherente que debería haber convertido en plasma el cráneo de Aquiles, pero el aqueo se agacha a velocidad sobrehumana (su ADN está enriquecido con nanocélulas, fabricado por los propios dioses) y descarga la espada contra las piernas de la diosa mientras la pared que tiene detrás estalla en llamas. Atenea levita (alzándose del suelo y flotando) pero no antes de que la espada de Aquiles atraviese músculo y hueso divinos, dejando su pierna izquierda colgando en dos trozos.

Esta vez el grito es demasiado fuerte para soportarlo y me quedo un minuto inconsciente, pero no antes de ver a mi musa (el terror de mis días) tan dominada por el pánico que se olvida de su poder de teleportación y simplemente sale corriendo de la habitación, perseguida por mis cinco mujeres troyanas, las dagas en la mano.

Me recupero unos segundos más tarde. Aquiles me está sacudiendo.

—Han huido —ruge—. Los cobardes comemierdas huyeron al Olimpo. Llévanos allí, Hockenberry. —Me levanta con una mano, el puño en torno a la correa que sujeta mi coraza, me sacude a la distancia de un brazo y coloca la punta de su espada manchada de sangre divina bajo la barbilla—, ¡Ahora!

Sé que resistirme significará la muerte (los ojos de Aquiles están enloquecidos, las pupilas contraídas, convertidas en negras puntas de alfiler), pero en ese momento Héctor agarra a Aquiles por el brazo y lo obliga a bajarme hasta que mis pies tocan el suelo. Aquiles me suelta y se vuelve hacia su reciente aliado troyano, y por un instante estoy seguro de que el Hado se restablecerá y Aquiles el de los pies ligeros matará a Héctor aquí y ahora.

—Camarada —dice Héctor, mostrando su palma vacía—. ¡Compañero enemigo de los despiadados dioses! —Aquiles contiene su ataque— ¡Escúchame! —ruge Héctor, mariscal de campo de los pies a la cabeza ahora— Nuestro deseo compartido es seguir a esos dioses heridos hasta el Olimpo y morir allí en glorioso combate, abatir al mismísimo Zeus. —La salvaje expresión de Aquiles no cambia. Sus ojos parecen casi blancos. Apenas escucha—. Pero nuestras gloriosas muertes ahora significarán la destrucción de nuestros pueblos —continúa Héctor—. Para vengarnos adecuadamente, debemos convocar a nuestros ejércitos, asediar el Olimpo y acabar con todos los dioses. ¡Aquiles, llama a tu gente!

Aquiles parpadea y se vuelve hacía mí.

—Tú —ordena—. ¿Puedes llevarme de vuelta al campamento aqueo con tu magia?

—Sí —respondo, tembloroso. Veo que Helena y las otras mujeres regresan a la habitación de la muerte, las dagas limpias de sangre dorada divina. Evidentemente, la musa ha escapado.

Aquiles se vuelve hacia Héctor.

—-Habla a tus hombres. Mata a cualquier capitán que se oponga a tu voluntad. Yo haré lo mismo con mis argivos y me reuniré contigo dentro de tres horas en esa colina que hay en las afueras de Ilión… ya sabes a cual me refiero. Vosotros la conocéis como Baticia, la colina de Espinos. Los dioses y los aqueos la conocemos como el túmulo de la ágil amazona Mirina.

—La conozco —dice Héctor—. Trae una docena de tus generales favoritos a esta conferencia, Aquiles. Pero deja a tus ejércitos a media legua hasta que acordemos una estrategia.

Aquiles muestra los dientes en lo que podría ser una mueca o una sonrisa.

—¿No te fías de mí, hijo de Príamo?

—Nuestros corazones están unidos en una cólera sin límites y una pena sin fondo en este momento —dice Héctor—. Tú por Patroclo, yo por mi hijo. Somos hermanos en la locura en este momento, pero tres horas es tiempo suficiente para que se enfríen los fuegos de la causa común. Y tú tienes al mejor estratega del mundo a tu lado, Odiseo, cuya astucia y habilidad temen todos los troyanos. Si el hijo de Laertes te aconseja que me traiciones, ¿cómo lo sabré?

Aquiles sacude impaciente la cabeza.

—Dos horas pues. Traeré a mis generales más dignos de confianza. Y los aqueos que no me sigan hoy a la guerra contra los dioses serán sombras en el Hades al anochecer.

Aparta la espada de Héctor y me agarra el brazo con tanta fuerza que casi dejo escapar un grito.

—Llévame a mi campamento, Hockenberry.

Busco a tientas el medallón TC.

El viento ha empujado la forma levitante de Orphu medio kilómetro playa abajo y hacia las olas, entre dos largas y negras naves aqueas, y tengo que dejar a Aquiles y sus capitanes para recuperar el Aparato. A causa del arnés de levitación, no hay fricción, y agarro una cuerda de los griegos que miran, la paso alrededor de uno de los cinturones de levitación y arrastro el caparazón cascado y abollado para sacarlo del agua y dejarlo en la playa delante de los asombrados héroes de la Ilíada.

Es obvio que ha habido muchas discusiones en el campamento aqueo. Diomedes le está diciendo a Aquiles que la mitad de los hombres aprestan sus barcos para zarpar, mientras que la otra mitad se están preparando para la muerte. La idea de resistirse a los dioses (mucho peor la de atacarlos) no es sólo una locura, sino también una blasfemia para todos estos hombres que han visto a los seres divinos en acción. El propio Diomedes está a punto de desafiar a Aquiles en el consejo.

Hablando con la fina retórica por la que es famoso, Aquiles les recuerda su combate mano a mano con Agamenón y Menelao y su toma legal del mando de los ejércitos aqueos. Les recuerda el asesinato de Patroclo. Alaba su valor y su lealtad. Les dice que el saqueo de Ilión no es nada comparado con las riquezas que obtendrán cuando saqueen el Olimpo. Les recuerda que puede matar y matará a todos los que se resistan. En resumen, es un discurso convincente pero no una conferencia feliz.

Todo se ha ido a la mierda. Mi plan era que los héroes desafiaran a los dioses y pusieran fin a la guerra, que los aqueos regresaran a sus casas y que los troyanos reemprendieran sus vidas con las grandes puertas de su ciudad amurallada abiertas una vez más a los viajeros y mercaderes. Había imaginado la Ciudad en Paz, tal como está dibujada cerca del centro del escudo de Aquiles. Y había pensado, esperado, que Aquiles y Héctor se sacrificaran mansamente por el bien común, no que alistaran a decenas o centenares de miles de soldados para la batalla.

E incluso mi plan de llevar a Héctor y Aquiles al Olimpo para su fatal aristeia está condenado. Había planeado subir allá a los dos guerreros, uno a uno, sin que los dioses supieran que el peligro existía hasta que cayeran sobre ellos como una tormenta griega o troyana. Pero el ataque a Apolo y Atenea en la habitación de Escamandrio nos ha hecho perder incluso este pequeño elemento sorpresa.

¿Y ahora qué?

Consulto el reloj. Había prometido al pequeño robot que iría a recogerlo. Pero el Gran Salón de los Dioses y todo el Olimpo debe ser ahora un nido de avispas. Las probabilidades de que pueda TCear y salir de allí sin ser detectado se han reducido a cero. ¿Qué harán Héctor y Aquiles si no regreso?

Eso es problema suyo. Alzo la mano para cubrirme la cabeza con el Casco de Hades; recuerdo que se lo presté a Mahnmut, suspiro, visualizo las coordenadas de la orilla occidental del Lago de la Caldera en la cumbre olímpica y me TCeo.

Sí que es un nido de avispas. El cielo está lleno de carros que cruzan el lago volando de un lado a otro. Veo docenas de dioses en la orilla, algunos señalando, otros disparando lanzas de pura energía al lago. Kilómetros de agua hierven. Otros dioses declaran con voces amplificadas que Zeus ordena que todos se reúnan en el Gran Salón. Nadie ha reparado todavía en mí (hay demasiada confusión), pero es sólo cuestión de un minuto o menos que alguien divise a un no dios en el césped de este exclusivo club de campo.

De repente el agua hirviente entra en erupción a pocos metros de donde estoy y una forma vaga emerge, visible solamente por el agua que chorrea de su superficie invisible. Luego el oscuro robotito se aparece, se quita el Casco de Hades y me lo tiende.

—Será mejor que nos marchemos rápido —dice Mahnmut en inglés. Después de que yo tome algo aturdido el casco de cuero, extiende una mano para que se la agarre y pueda incluirlo en el campo TC. Lo tomo del antebrazo y entonces grito y lo suelto. El metal o plástico o lo que sea que componga su piel está al rojo vivo. La palma de mi mano derecha ha enrojecido y empieza a ampollarse.

Dos carros vuelan hacia nosotros. Los relámpagos destellan. El aire huele a ozono.

Agarro el hombro del robot y retuerzo de nuevo el medallón, sabiendo que ninguno de nosotros va a salir de ésta con vida, pero diciéndome que al menos he vuelto a por la pequeña máquina, tal como prometí. Al menos hice eso.