Ardis Hall
Fue la mañana del Primer Veinte de Hannah, después de acompañar a su joven amiga al fax-nódulo y ver cómo dos servidores y un voynix la escoltaban a un pabellón, cuando Ada empezó a preocuparse en serio.
Había empezado a preocuparse por Harman el segundo día tras su marcha con Daeman y Savi. En realidad no esperaba que volviera volando a recogerla en una nave espacial, tal como había prometido (ésa era una fantasía infantil y no pensaba que ni siquiera Harman la creyera), pero sí que esperaba que los tres volvieran con el sonie al cabo de dos o tres días.
Pasados cuatro días, su preocupación se convirtió en furia. A la semana, la furia se había vuelto a convertir en preocupación (la preocupación más profunda y acuciante que jamás hubiese experimentado) y empezó a tener problemas para dormir. Al cabo de dos semanas, Ada no sabía qué pensar.
La decimocuarta mañana después de la partida del trío, sin que trajeran noticias de ninguno de los tres amigos que venían de visita (y desde luego cientos y cientos de personas visitaban por entonces Ardis Hall), Ada hizo que un voynix la llevara al fax-portal en carruaje y, después de sólo un minuto de vacilación (¿qué podía tener de malo faxear?), fue a Cráter París y visitó el domi de la madre de Daeman.
La madre del joven estaba consumida de preocupación. A veces Daeman se iba de fiesta semanas seguidas (e incluso se había marchado a cazar mariposas todo un mes cuando le faltaba un año para su Primer Veinte), pero siempre le hacía saber a su madre dónde estaba y cuándo volvería a casa. Desde hacía dos semanas ya… nada.
—Yo no me preocuparía —la consoló Ada, dando una palmadita en el brazo de la mujer—. Nuestro amigo Harman cuidará de Daeman, y la mujer que hemos conocido… Savi, cuidará de ambos.
Calmó un tanto a la madre de Daeman, pero Ada se sintió más ansiosa que nunca.
Ahora, dos semanas después de su visita a Cráter París, echando ya de menos a Hannah pero sabiendo que la muchacha estaría a salvo en la fermería, Ada se encontró perdida en sus pensamientos durante el trayecto en carruaje hasta su casa.
Ardis Hall había sido invadido a lo largo del último mes. A su regreso de Cráter París, hacía dos semanas, era de noche, así que durante este paseo matutino desde la carretera que conducía a la mansión, Ada vio por primera vez los cambios habidos en las cuatro últimas semanas y se quedó con la boca abierta.
Docenas de tiendas de colores rodeaban la vieja mansión blanca de la colina. Al principio, una decena y luego una veintena de visitantes (sobre todo hombres) habían acudido para escuchar hablar a Odiseo en el gran prado situado tras la casa, pero las docenas se convirtieron en centenares y ya miles habían hecho el fax-viaje. Ardis Hall sólo tenía una docena de carruajes y droshkys, y éstos estaban agotados (como los extrañamente hoscos voynix) de transportar el constante flujo de visitantes entre el fax-nódulo y la casa a todas horas del día y la noche, de forma que algunos voluntarios de los primeros días de las enseñanzas de Odiseo se turnaban para quedarse en el fax-portal y pedir a la inacabable procesión de visitantes que recorrieran andando el kilómetro y medio que los separaba de la mansión. Así lo hacían. Y caminaban de vuelta al fax-portal para regresar días o incluso horas más tarde con más visitantes… casi todos hombres también.
Cuando el droshky de Ada se detuvo en el camino circular, ante Ardis Hall, ella advirtió que su aislada mansión se había convertido en parte de una ciudad en expansión. En la docena de tiendas levantadas por los servidores, de las que ahora se ocupaban hombres y mujeres, había cocina, pabellones para comer, tiendas que servían como excusado {Odiseo les había enseñado a los hombres cómo cavar una letrina apartada de las otras tiendas) y dormitorios. La madre de Ada la había visitado una vez durante esta locura, quedó abrumada por las docenas de personas que deambulaban por Ardis Hall como si fuera un mercado publico, e inmediatamente faxeó de regreso a su domi en Ulanbat y no volvió.
Ada aceptó un refresco de uno de los voluntarios permanentes (un joven llamado Reman, que se estaba dejando la barba, como muchos de los otros discípulos) y se acercó al prado donde Odiseo hablaba y respondía a preguntas cuatro o cinco veces al día, para una multitud cada vez más nutrida. Ada casi estaba dispuesta a interrumpir las inútiles charlas del arrogante bárbaro para preguntarle, delante de todo el mundo, por qué él, Odiseo, no se había molestado en despedirse de la joven que lo adoraba.
La noche anterior, en la fiesta del Primer Veinte de Hannah (las celebraciones siempre se hacían el día antes del cumpleaños, el día antes de faxear a la fermería), Odiseo apenas había aparecido en la cena. Ada sabía que Hannah se sintió herida. La joven todavía se creía enamorada de Odiseo, aunque él parecía indiferente a los sentimientos de Hannah. Después de regresar del viaje, Hannah había sido la sombra de Odiseo, quien apenas parecía advertirlo. Cuando rechazó la hospitalidad de Ada y decidió construirse un campamento en el bosque, Hannah había intentado acompañarlo, pero Odiseo insistió en que durmiera en la gran casa. A lo largo de cada día, mientras Odiseo corría, se ejercitaba y, más tarde, practicaba la lucha con sus discípulos masculinos, Hannah siempre estaba cerca, corriendo, escalando las cuerdas de la pista de obstáculos, incluso ofreciéndose voluntaria para luchar.
En la fiesta del Primer Veinte, cada uno de la docena de invitados sentados alrededor de la mesa emplazada bajo el gran roble hizo el discurso de rigor (enhorabuena a Hannah por su primera visita a la fermería, deseos de una larga vida con salud y felicidad), pero cuando le llegó el turno a Odiseo, el viejo simplemente dijo: «No vayas.» Hannah lloró más tarde en el dormitorio de Ada, incluso pensó en no ir, en ocultarse de algún modo de los servidores que en ese momento bordaban su túnica ceremonial de los Veinte, pero naturalmente tuvo que ir. Todo el mundo iba. Ada había ido. Harman había ido cuatro veces. Incluso el ausente Daeman había ido a la fermería dos veces: una vez en su Primer Veinte y otra después del accidente con el alosaurio. Todo el mundo iba.
Así que esa mañana, cuando Hannah bajo de su habitación vestida solamente con la túnica de algodón ceremonial, adornada sólo con la pequeña y tradicional imagen bordada del caduceo (dos serpientes azules entrelazadas alrededor de una vara), Odiseo no estaba presente para despedirse de su joven amiga.
Ada estaba furiosa mientras las dos viajaban en uno de los droshkys de Ardis hasta el fax-pabellón. Hannah había llorado un poco, apartando la cara para que Ada no la viera. Hannah siempre había sido la joven más dura que Ada conocía (la artista, la atleta, la que corría riesgos, la escultora), pero esta mañana parecía una niñita perdida.
—Tal vez me preste atención cuando regrese de la fermería —había dicho Hannah—. Tal vez mañana le pareceré más mujer.
—Tal vez —dijo Ada, pero opinaba que todos los hombres eran unos cerdos insensibles; engreídos, egoístas, que sólo esperaban una oportunidad para actuar como cerdos insensibles, engreídos y egoístas aún mayores.
Hannah parecía frágil cuando los dos servidores salieron flotando del fax-pabellón para tomarla cada uno de un brazo y conducirla hasta el fax-nódulo. Era un día hermoso, el cielo estaba despejado, soplaba un viento suave de poniente, pero bien podría haber estado lloviendo en lo que hacía referencia al estado de ánimo de Ada. No tenía ni idea de por qué tenía esta sensación de desastre: había visto a docenas de amigos marcharse a sus distintos viajes a la fermería en sus Veinte y ella misma había ido, y sólo recordaba imágenes brumosas de estar flotando en un líquido cálido… pero Ada se echó a llorar cuando Hannah levantó la mano y se despidió un segundo antes de que el fax-portal se la llevara y desapareciera de la vista. Volver a Ardis Hall, sola, simplemente había aumentado la furia de Ada contra Odiseo, contra Harman, contra los hombres en general.
Así que Ada se sentía cualquier cosa menos una amante discípula cuando subió la colina posterior a Ardis Hall para escuchar la charla de Odiseo a los fieles y curiosos.
El hombre de la barba iba vestido con su túnica y sandalias, la espada al costado, y estaba sentado contra un árbol muerto que él mismo había talado. A su alrededor y cubriendo la colina hacia la casa, sentados y de pie, había varios centenares de hombres y mujeres. Muchos de los hombres llevaban ahora túnicas similares a las de Odiseo, sujetas con el mismo tipo de ancho cinturón de cuero. La mayoría parecía estar dejándose la barba, algo que no había estado de moda desde que Ada vivía.
Odiseo respondía preguntas en ese momento. Ada sabía que lo habitual era que hablara durante unos noventa minutos, una hora después del amanecer. Luego se mantenía apartado durante horas, respondía preguntas poco antes del almuerzo, volvía a hablar de nuevo sin interrupción a media tarde, y respondía más preguntas en el largo crepúsculo hasta la puesta de sol. Ahora estaban en la reunión previa al almuerzo.
—Maestro, ¿por qué debemos averiguar quiénes son nuestros padres? Nunca le hemos dado importancia. —Era un joven nuevo quien había levantado la mano.
Cuando Odiseo hablaba, según había advertido Ada a lo largo del mes, normalmente extendía las manos en ángulo recto, estirando los dedos cortos y fuertes como si eso sirviera para recalcar sus argumentos. Sus brazos y piernas eran bronceados y poderosos. Por primera vez, Ada se dio cuenta de que algunos de los hombres barbudos del público también se estaban bronceando y desarrollaban músculos. Odiseo había creado una pista de obstáculos (cuerdas y troncos y fosos de barro) en el bosque colina arriba, y exigía que todos los que le escuchaban más de una vez se ejercitaran al menos una hora al día en la pista. Muchos de los hombres (y algunas de las discípulas) se habían reído la primera vez que lo intentaron, pero ahora pasaban largas horas en la pista, o corriendo, cada día. Ada no lo entendía.
—Si no conoces a tu padre, ¿cómo puedes conocerte a ti mismo? —respondía Odiseo con aquella voz grave, tranquila pero firme, que parecía llegar siempre a todas partes—. Yo soy Odiseo, hijo de Laertes. Mi padre es rey, pero también hijo de la tierra. Cuando lo vi por última vez, el viejo estaba de rodillas en el barro, plantando un árbol allí donde había caído otro viejo árbol gigantesco (talado finalmente por su mano), después de ser alcanzado por un rayo. Si no conozco a mi padre, y a su padre antes que él, y lo que valieron esos hombres, para qué vivieron y por qué estuvieron dispuestos a morir, ¿cómo puedo conocerme a mí mismo?
—Háblanos de nuevo sobre el areté —dijo una voz en la primera fila. Ada reconoció al hombre que hablaba como Petyr, uno de los primeros visitantes. Petyr no era ningún muchacho (Ada creía que estaba en su Cuarto Veinte), pero su barba era ya casi tan poblada como la de Odiseo. Ada no creía que el hombre hubiera salido de Ardis desde que oyó hablar a Odiseo aquel segundo o tercer día, cuando los visitantes se podían contar con dos manos.
—El areté es simplemente la excelencia y la búsqueda de la excelencia en todas las cosas —dijo Odiseo—. El areté simplemente significa el acto de ofrecer todas las acciones como un tipo de sacramento a la excelencia, de dedicar tu vida a la búsqueda de la excelencia, identificándola cuando se ofrece, y consiguiéndola en tu propia vida.
Un recién llegado de la décima fila, un hombre grueso que a Ada le recordaba un poco a Daeman, se echó a reír y dijo:
—¿Cómo se puede conseguir la excelencia en todas las cosas, Maestro? ¿Por qué querría uno hacerlo? Parece terriblemente agotador.
El hombretón miró alrededor, seguro de que arrancaría unas risas, pero los demás lo miraron en silencio y luego se volvieron hacia Odiseo.
El griego sonrió tranquilamente (sus fuertes dientes blancos destellaron en contraste con sus mejillas bronceadas y su barba corta y gris), y dijo:
—No se puede conseguir la excelencia en todas las cosas, amigo mío, pero hay que intentarlo. ¿Y cómo podrías no quererlo?
—Pero hay tantas cosas por hacer… —rio el hombre grueso—. No se pueden practicar todas. Hay que tomar decisiones y concentrarse en las importantes.
El hombre apretujó a la joven que estaba a su lado, obviamente su compañera, y ella se rio con fuerza, pero fue la única en hacerlo.
—Si —dijo Odiseo—, pero insultarás todas esas acciones si no honras el areté. ¿Comer? Come como si fuera tu última comida. ¡Prepara la comida como si no hubiera más comida! ¿Sacrificios a los dioses? Debes hacer cada sacrificio como si las vidas de tus familiares dependieran de tu energía y devoción y concentración. ¿Amar? Sí, ama como si fuera lo más importante del mundo, pero haz que sea una sola estrella en la constelación de excelencia que es el areté.
—No comprendo el agón, Odiseo —dijo una joven de la tercera fila. Ada sabía que se llamaba Peaen. Era inteligente, y muy escéptica en todo, pero ése era su cuarto día.
—El agón es simplemente la comparación de todas las cosas entre sí —dijo Odiseo, en voz baja pero claramente—, y el juicio de esas cosas como iguales, más grandes o más pequeñas. Todas las cosas del universo forman parte de la dinámica del agón.
Odiseo señaló el árbol muerto en el que estaba sentado.
—¿Era este árbol más grande, más pequeño o simplemente igual que… ese árbol? —Señaló un árbol alto y vivo colina arriba, en el perímetro del bosque. Los voynix esperaban de pie a la sombra de sus ramas. Los voynix no se acercaban a Odiseo.
—Ese árbol está vivo —dijo el hombre grueso que había hablado antes—. Debe ser superior al árbol muerto.
—¿Son todas las cosas vivas superiores a todas las cosas muertas? —preguntó Odiseo—. Muchos de vosotros habéis usado el paño turín y habéis visto la batalla que se libra allí. ¿Es un mercader de estiércol hoy mejor que Aquiles entonces, aunque Aquiles esté ahora muerto?
—Eso es comparar cosas distintas —chilló una mujer.
—No —-dijo Odiseo—. Ambos son hombres. Ambos nacieron. Ambos morirán. Importa poco si uno respira y el otro reside sólo en las sombras impotentes del Hades. Uno tiene que poder comparar hombres, o mujeres, y por eso necesitamos conocer a nuestros padres. A nuestras madres. Nuestra historia. Nuestras narraciones.
—Bueno, ese árbol en el que estás sentado sigue muerto, Maestro —dijo Petyr. Esta vez la gente se rio por toda la colina.
Odiseo se unió a la risa. Señaló un gorrión que acababa de posarse en una de las pocas ramas que Odiseo no había podado del árbol caído.
—No sólo sigue muerto —dijo—. Acaba de morir, pero ya su utilidad (en términos del agón) sobrepasa la del agón de ese árbol vivo de la colina. Para este pájaro. Para los insectos que ahora perforan la corteza de este gigante caído. Para los ratones y ratoncillos y criaturas mayores que pronto se convertirán en los habitantes de este árbol muerto.
—¿Quién será entonces el juez último del agón? —preguntó un hombre serio y mayor de la quinta fila—. ¿Los pájaros, los gusanos o los hombres?
—Todos —respondió Odiseo— Cada uno en su momento. Pero el único juez que cuenta eres tú.
—¿No es eso arrogancia? —preguntó una mujer a la que Ada reconoció como una de las amigas de su madre—. ¿Quién nos eligió como jueces? ¿Quién nos dio el derecho a hacer juicios?
—El universo os eligió a través de quince mil millones de años de evolución —dijo Odiseo—. Os dio ojos para ver. Manos para sostener y sopesar. Un corazón para sentir. Una mente para aprender las reglas del juicio. Y una imaginación con la que considerar el juicio de los pájaros y los insectos, e incluso los otros árboles, en este asunto. Y debes abordar este juicio con el areté como guía… créeme que los insectos y los pájaros y los árboles ya lo hacen. No tienen tiempo para la mediocridad en su mundo. No se preocupan por la arrogancia del juicio, ya sea para elegir una pareja, un enemigo… o un hogar.
Odiseo señaló el agujero del tronco del árbol; el gorrión había saltado desapareciendo en el hueco.
—Maestro —dijo un joven situado al fondo—, ¿por qué nos pides que luchemos al menos una vez al día?
Ada ya había oído bastante. Apuró su refresco y regresó a la casa, deteniéndose en el porche para contemplar el largo patio donde docenas más de visitantes (discípulos) caminaban y conversaban. La seda de las tiendas se agitaba con la cálida brisa. Los servidores pasaban de un visitante a otro, pero pocos aceptaban sus ofrecimientos de comida o bebida. Odiseo había pedido que todo aquel que le oyera hablar más de una vez no permitiera que los servidores trabajaran para él, ni que los voynix le sirvieran. Eso había hecho que al principio se marcharan muchos, pero cada vez eran más los que se quedaban.
Ada miró el cielo azul, advirtió los círculos claros de los dos anillos que orbitaban, y pensó en Harman. Se había enfadado tanto con él cuando habló de que las mujeres escogían el esperma de los hombres meses o años o décadas después de la relación… era algo que simplemente no se discutía, excepto entre madres e hijas, y sólo una vez. Y esa tontería sobre los genes de las polillas, como si las mujeres humanas no hubieran elegido así a los padres de sus hijos permitidos desde tiempo inmemorial. Había sido tan… obsceno por parte de Harman mencionar eso.
Pero era la declaración de su nuevo amante de que quería ser el padre de su hijo… no sólo ser aquel cuya semilla fuera elegida en alguna fecha futura, sino estar presente, ser reconocido como padre… Eso había enfurecido e irritado tanto a Ada que había permitido que Harman se marchara a su inocua aventura con Savi y Daeman sin una palabra amable. De hecho, con palabras y miradas hostiles.
Ada se acarició la parte inferior del vientre. La fermería no le había notificado a través de los servidores que había llegado su momento de quedarse embarazada, pero claro, tampoco había pedido que la pusieran en la lista. Se alegraba de no tener que elegir pronto entre… ¿cómo lo había llamado Harman? Paquetes de esperma. Pero pensó en Harman (sus ojos inteligentes y amorosos, sus caricias amables y luego firmes, su cuerpo viejo pero ansioso) y se volvió a acariciar el vientre.
—Aman —susurró para sí—, hijo de Harman y Ada.
Sacudió la cabeza. La cháchara de Odiseo de las últimas semanas estaba empezando a llenarle la cabeza de tonterías. El día anterior, harta, después de anochecer, después de que docenas y docenas de individuos se hubieran marchado al fax-pabellón o a las tiendas para dormir (más a las tiendas que al pabellón), le había preguntado rudamente a Odiseo cuánto tiempo planeaba quedarse en Ardis Hall.
El viejo le sonrió casi con tristeza.
—No mucho más, querida.
—¿Una semana? —insistió Ada—. ¿Un mes? ¿Un año?
—No tanto —dijo Odiseo—. Hasta que el cielo empiece a caer, Ada. Sólo hasta que nuevos mundos aparezcan en tu patio.
Furiosa por su arrogancia, tentada de ordenar a los servidores que expulsaran de inmediato al peludo bárbaro, Ada se marchó a su dormitorio (su último refugio de intimidad en aquel súbitamente público Ardis Hall) donde permaneció despierta y furiosa con Harman, añorando a Harman, preocupada por Harman, en vez de ordenar a los servidores que hicieran algo respecto a Odiseo.
Ahora se dio la vuelta para entrar en la casa, pero un extraño movimiento llamó su atención y la hizo girarse de nuevo. Al principio pensó que eran sólo los anillos rotando, como siempre, pero miró de nuevo y vio otra línea: como un diamante que trazara una raya en el perfecto cristal azul del cielo. Luego otra raya, más ancha, más brillante. Luego otra más, tan brillante y tan clara que Ada vio claramente las llamas que se extendían tras aquel trazo de luz. Al cabo de pocos segundos, tres sordas explosiones resonaron en el prado, haciendo que los discípulos que paseaban se detuvieran y alzaran la mirada, y que incluso los servidores y los voynix se detuvieran en seco.
Ada oyó gritos y chillidos en la colina, tras la casa. La gente del prado señalaba hacia el cielo.
Había docenas de líneas marcando el cielo azul: líneas rojas brillantes y encendidas que se cruzaban y entrecruzaban, cayendo de oeste a este, algunas con columnas de color, otras con rumores y aterradoras explosiones.
El cielo estaba cayendo.