Las llanuras de Ilión, Ilión
Me siento mal por no haber vuelto a por el pequeño robot, pero las cosas están que arden por aquí.
Los guardias me conducen hasta Aquiles, que se viste para el combate, rodeado por los caudillos que ha heredado de Agamenón: Odiseo, Diomedes, el viejo Néstor, los dos Ayax, el grupo habitual excepto los Atridas, Agamenón y Menelao. ¿Puede ser cierto, como gritaba Ares allá arriba, que Aquiles haya matado al rey Agamenón, privando así a su esposa, Clitemnestra, de su sangrienta venganza y a un centenar de dramaturgos futuros de sus argumentos? ¿Ha evitado Casandra su destino de la mañana a la noche?
—¿Quién en nombre del Hades eres tú? —ruge el ejecutor de hombres, Aquiles el de los pies ligeros, cuando el sargento me conduce a su campamento interno. De nuevo caigo en la cuenta de que están viendo a Thomas Hockenberry, cargado de hombros, sin afeitar y sucio, sin su capa y su espada y su arnés de levitación, un soldado de aspecto debilucho con un peto de bronce oscuro.
—Soy el hombre que tu madre, la diosa Tetis, dijo que te guiaría primero hasta Héctor y después a la victoria sobre los dioses que asesinaron a Patroclo —digo.
Los diversos héroes y capitanes dan un paso atrás cuando oyen esto. Aquiles, obviamente, les ha dicho que Patroclo está muerto, pero quizá no les haya contado todo su plan de declarar la guerra al Olimpo.
Aquiles me lleva rápidamente a un lado, lejos del círculo de cansados guerreros.
—¿Cómo sé que eres quien dijo mi madre, la diosa Tetis? —exige saber el joven hombre-dios. Aquiles parece hoy más viejo que ayer, como si hubieran cincelado nuevas arrugas en su joven rostro de la mañana a la noche.
—Te lo demostraré llevándote a donde debemos ir —digo.
—¿Al Olimpo? —Su mirada es un tanto demente.
—Más adelante —digo en voz baja—. Pero como te dijo tu madre, primero debes lograr la paz y hacer causa común con Héctor.
Aquiles hace una mueca y escupe en la arena.
—No soy capaz de hacer la paz hoy. Es guerra lo que quiero. Guerra y sangre divina.
—Para combatir a los dioses, primero debes poner fin a esta guerra inútil con los héroes de Troya.
Aquiles se da la vuelta y señala el lejano frente de batalla. Veo estandartes aqueos al otro lado del foso defensivo, dirigiéndose hacia donde estaban las líneas troyanas la noche anterior.
—Pero los estamos derrotando —exclama Aquiles—. ¿Por qué debería hacer la paz con Héctor cuando puedo tener sus tripas en la punta de mi lanza dentro de unas horas?
Yo me encojo de hombros.
—Haz lo que quieras, hijo de Peleo. Me enviaron aquí para ayudarte a vengar a Patroclo y reclamar su cadáver para los ritos funerarios. Si estas cosas no son tu voluntad, me marcharé.
Me doy media vuelta y empiezo a marcharme.
Aquiles cae sobre mí con rapidez, arrojándome a la arena y sacando su cuchillo de manera tan veloz que no habría podido alcanzarlo con el táser si mi vida hubiera dependido de ello. Tal vez ése es el caso, pues me coloca la hoja afilada como una navaja contra la garganta.
—¿Te atreves a insultarme?
Hablo con mucho cuidado para que la hoja no arranque sangre.
—No insulto a nadie, Aquiles. Me enviaron para ayudarte a vengar a Patroclo. Si deseas hacerlo, haz lo que yo digo.
Aquiles se me queda mirando un momento y luego se levanta, envaina el cuchillo y me ofrece la mano para ayudarme a levantarme. Odiseo y los otros capitanes observan en silencio a diez metros de distancia, obviamente rabiando de curiosidad.
—¿Cuál es tu nombre? —exige Aquiles.
—Hockenberry —respondo, quitándome la arena del culo y frotándome el cuello allá donde lo ha tocado la hoja—. Hijo de Duane —añado, recordando el ritual de costumbre.
—Un nombre extraño —murmura el ejecutor de hombres—. Pero éstos son tiempos extraños. Bienvenido, Hockenberry, hijo de Duane.
Extiende la mano y me agarra con tanta fuerza el antebrazo que me corta la circulación. Intento devolverle el apretón.
Aquiles se vuelve hacia sus capitanes y ayudantes.
—Voy a vestirme para la batalla, hijo de Duane. Cuando termine, te acompañaré a las profundidades del Hades si es necesario.
—Sólo a Ilión, para empezar —digo.
—Ven, conoce a mis generales y camaradas ahora que Agamenón ha sido derrotado. —Me guía hacia Odiseo y los demás.
Tengo que preguntarlo.
—¿Agamenón ha muerto? ¿Menelao?
Aquiles parece sombrío cuando niega con la cabeza.
—No, no he matado a los Atridas, aunque los vencí a ambos en combate singular esta mañana, uno tras otro. Están magullados y ensangrentados, pero no malheridos. Los atiende el médico Asclepio, y aunque me han jurado alianza a cambio de sus vidas, nunca me fiaré de ellos.
Entonces Aquiles me presenta a Odiseo y todos los demás héroes a quienes he observado durante más de nueve años. Cada uno de los hombres agarra mi antebrazo por saludo y cuando termina la fila de los principales capitanes tengo la muñeca y los dedos entumecidos.
—Divino Aquiles —dice Odiseo— esta mañana te has convertido en nuestro rey y te juramos vasallaje y hemos jurado seguirte al Olimpo si es necesario para recuperar el cuerpo de nuestro camarada Patroclo tras la traición de Atenea, por increíble que eso parezca, pero tengo que decirte que tus hombres y tus capitanes están hambrientos. Los aqueos tienen que comer. Llevan toda la mañana combatiendo a los troyanos después de haber dormido poco o nada y han expulsado a las tropas de Héctor de nuestras negras naves, nuestra muralla y nuestros fosos, pero los hombres están cansados y hambrientos. Deja que Taltibo prepare un jabalí salvaje para los capitanes mientras tus hombres y tú volvéis a comer y…
Aquiles se vuelve hacía el hijo de Laertes.
—¿Comer? ¿Estas loco, Odiseo? No tengo ganas de comer hoy. Lo que realmente ansío es matar y derramar sangre y los gritos y gemidos de los hombres agonizantes y los dioses masacrados.
Odiseo inclina levemente la cabeza.
—Aquiles, hijo de Peleo, el más grande de todos los aqueos, eres más fuerte que yo, y más grande con diferencia con la lanza, pero puede que yo te sobrepase en sabiduría, sazonado como estoy por más años de experiencia y más pruebas de juicio. Que tu corazón se conmueva por lo que digo, nuevo rey. No dejes que tus leales aqueos y argivos y dánaos ataquen Ilión con el estómago vacío en este largo día, mucho menos que vayan a la guerra contra el Olimpo mientras están hambrientos.
Aquiles hace una pausa antes de responder.
Odiseo aprovecha el silencio de Aquiles para reforzar su argumentación.
—¿Quieres que tus héroes, Aquiles, dispuestos a morir por ti hasta el último hombre, ansiosos por vengar a Patroclo, encuentren la muerte no en batalla contra los dioses inmortales, sino de hambre?
Aquiles coloca su fuerte mano sobre el hombro de Odiseo y yo advierto, por primera vez, que el ejecutor de hombres es mucho más alto que el fornido estratega.
—Odiseo, sabio consejero —dice Aquiles—, que Taltibo, el heraldo de Agamenón, pase su daga por la garganta del jabalí más grande y coloque el animal en la espita del fuego más fuerte que tus hombres puedan encender. Y que luego sacrifiquen tantos como requiera el apetito de las filas aqueas. Ordenaré a mis leales mirmidones que se encarguen del festín. Pero no hagáis ninguna ofrenda inicial a los dioses en este día. No habrá ningún primer trozo arrojado al fuego como sacrificio. En este día les daremos a los dioses sólo los extremos afilados de nuestras lanzas y espadas. Que se lleven la peor parte para variar.
Mira alrededor y habla tan fuerte que todos los capitanes pueden oírlo.
—Comed bien, amigos míos ¡Néstor! ¡Que tus hijos, Antíloco y Trasimedes, y también Meges el hijo de Fileo, Meriones y Toas, Licoedes, el hijo de Creonte, y Melanipo también, lleven la noticia del festín al mismo frente, para que ningún guerrero aqueo se quede sin carne y vino este mediodía! Yo me vestiré para la batalla y marcharé con Hockenberry, hijo de Duane, para prepararme para la inminente guerra contra los dioses.
Aquiles se da la vuelta y entra en la tienda donde se estaba vistiendo cuando yo llegué, llamándome para que lo siga.
Esperar a que Aquiles se vista para la guerra me recuerda las veces que esperaba a que mi esposa, Susan, se vistiera cuando llegábamos tarde a alguna cena. No hay nada que hacer para acelerar el proceso: lo único que uno puede hacer es esperar.
Pero sigo mirando mi cronómetro, pensando en el pequeño robot que dejé allí arriba (Mahnmut se llamaba) y preguntándome si los dioses lo habrán matado ya. Pero él me dijo que regresara y me reuniera con él en el lago de la caldera al cabo de una hora y todavía me quedan más de treinta minutos.
Pero, ¿cómo voy a regresar al Olimpo sin el Casco de Hades para ocultarme? Fui impulsivo al darle la capucha de cuero al pequeño robot, y pagare ese impulso en cualquier momento si los dioses bajan y me localizan aquí. Pero me digo que Afrodita podrá verme de todas formas si regreso al Olimpo, con Casco de Hades o sin Casco de Hades, así que tendré que TCear allí rápido, agarrar a Mahnmut y TCear para marcharme. Lo importante ahora es lo que pasa aquí, en Ilión.
Lo que está pasando aquí es que Aquiles se está vistiendo.
Advierto que Aquiles aprieta los dientes mientras se viste para la guerra… o más bien, mientras sus sirvientes, criados y mayordomos lo ayudan a ataviarse para la guerra. Ningún caballero de la Edad Media trató jamás sus armas y armadura con mayor cuidado y ceremonia que Aquiles, hijo de Peleo, en este día.
Primero, Aquiles se cubre las piernas con grebas finamente forjadas (protectores para las espinillas que me recuerdan mis días de catcher en la Liga Infantil, aunque estas grebas no están hechas de plástico moldeado, sino maravillosamente trabajadas en bronce con cierres de plata en los tobillos).
Luego Aquiles se coloca la coraza en el amplio pecho y se cuelga la espada al hombro. La espada, también de bronce, es más brillante y pulida que un espejo, afilada como una navaja y tiene una empuñadura de plata repujada. Yo podría levantar esa espada si me agachara y usara ambas manos. Tal vez.
Entonces empuña su enorme escudo redondo, hecho de dos capas de bronce y dos capas de estaño (un metal raro en esta época) separadas por una capa de oro. Este escudo es una obra de arte pulida y brillante, tan famosa que su diseño hizo que Homero le dedicara un canto entero de la Ilíada; el escudo ha sido también objeto de muchos poemas, incluido mi favorito, de Robert Graves. Y, sorprendentemente, no me decepciona cuando lo veo en persona. Baste decir que el diseño del escudo lleva círculos concéntricos de imágenes que resumen la esencia del pensamiento de gran parte de este antiguo mundo griego. El Río Océano ocupa el borde exterior, luego vienen imágenes sorprendentes de la Ciudad en Paz y la Ciudad en Guerra, cada vez más cerca del centro, culminando con hermosas visiones de la Tierra, el mar, la Luna y las estrellas que ocupan el centro mismo de la diana. El escudo está tan pulido y resplandece tanto que incluso a la sombra de la tienda brilla como un espejo heliográfico.
Finalmente Aquiles se coloca el casco empenachado sobre la cabeza hasta cubrir su rostro. La leyenda dice que el dios del fuego Hefesto en persona colocó la cresta de pelo de caballo (no sólo los troyanos llevan cascos con alta cresta en esta guerra, sino también los aqueos), y es cierto que las altas plumas doradas del borde del casco titilan como llamas cuando Aquiles camina.
Ahora que sólo le falta la lanza para ir completamente armado, Aquiles se pone a prueba como un delantero de la Liga Nacional de Fútbol que se asegura de que sus hombreras están bien puestas. El ejecutor de hombres gira sobre sus talones para comprobar que sus grebas estén bien atadas y su coraza ajustada pero no tan apretada con para impedirle volverse y girar y esquivar y lanzarse hacia delante con facilidad. Luego corre unos pasos, asegurándose de que todo, desde sandalias a su casco, está en su sitio. Por último empuña su escudo, alza la mano por encima del hombro y saca la espada, todo en un movimiento tan fluido que es como si lo hubiera estado haciendo desde que nació.
Vuelve a envainar la espada y dice:
—Estoy listo, Hockenberry.
Los capitanes nos siguen mientras conduzco a Aquiles de vuelta a la playa donde dejé el caparazón. Los guardias no se han acercado a la criatura-cangrejo, que todavía flota gracias a mi arnés de levitación, un hecho que no ha pasado por alto a los soldados que se han congregado para verlo. He decidido hacer un pequeño número de magia, para impresionar a Odiseo, Diomedes y los otros capitanes y ganarme su respeto. Además, sé que a estos otros aqueos, no cegados por la furia como Aquiles, puede no entusiasmarlos demasiado la idea de rebelarse contra los dioses inmortales a quienes han adorado, obedecido y hecho sacrificios desde que tienen uso de razón. Teóricamente, cualquier cosa que yo haga ahora para reforzar el dominio de Aquiles sobre su nuevo ejército debería sernos de utilidad a ambos.
—Agarra mi antebrazo, hijo de Peleo —digo en voz baja. Cuando Aquiles así lo hace, retuerzo el medallón con la mano libre y los dos desaparecemos.
Helena había dicho que nos reuniéramos en el vestíbulo de la habitación del bebé Escamandrio, en casa de Héctor. He estado allí, así que no es problema visualizarla y TCear en una habitación vacía. Llegamos unos cuantos minutos antes de la hora prevista: el cambio de guardia en las murallas de Ilión no tendrá lugar hasta dentro de otros cuatro o cinco minutos. Hay una ventana en este vestíbulo y ambos vemos que estamos en el centro de Ilión. El tráfico (carros de bueyes, caballos de reparto), los gritos en el mercado, el roce de cientos y cientos de pies sobre el empedrado llega a través de la ventana abierta como un reconfortante ruido de fondo.
Aquiles no parece asombrado por la teleportación cuántica. Advierto que la vida del joven ha estado llena de magia divina. Fue criado y educado por un centauro, por el amor de Dios. Ahora (sabiéndose en el vientre de la bestia enemiga en Ilión), pone la mano en el pomo de su espada, sin desenvainarla, y me mira como preguntando: «¿Y ahora qué?»
El «ahora qué» es un hombre que llora de dolor en la habitación de al lado, la del niño. Reconozco la voz del hombre que grita como la de Héctor, aunque nunca lo he oído gritar y gemir de esta forma. También hay mujeres sollozando y lamentándose. Héctor vuelve a gritar, como lleno de un dolor mortal.
No siento ningún deseo de entrar en esa habitación, pero Aquiles actúa por mí, avanzando, la mano todavía en el pomo de la espada a medio desenvainar. Lo sigo.
Mis mujeres troyanas están todas aquí (Helena, Hécuba, Laódice, Teano y Andrómaca), pero ni siquiera se vuelven cuando Aquiles y yo entramos en la habitación. Héctor está aquí, con su armadura de batalla ensangrentada y polvorienta, pero ni siquiera mira a su archienemigo cuando Aquiles se detiene y contempla lo que todo el mundo, horrorizado, está viendo.
La cuna tallada a mano del bebé está volcada. La sangre salpica la madera de la cuna, el suelo de mármol, la mosquitera. El cuerpo del pequeño Escamandrio, también amorosamente conocido como Astianacte, que todavía no tiene un año, yace en el suelo… descuartizado. Falta la cabeza del bebé. Los brazos y piernas han sido cercenados. Una manita regordeta sigue en su sitio, pero la otra ha sido cortada por la muñeca. La ropa del bebé, con el blasón de la familia de Héctor tan delicadamente bordado en el pecho, está empapada de sangre. Cerca yace el cuerpo del ama de cría que vi en la muralla y durmiendo aquí pacíficamente hace una noche. Parece que ha sido despedazada por algún enorme gato de la jungla, sus brazos muertos todavía tendidos hacia la cuna volcada como si hubiera muerto intentando proteger al niño.
Las criadas gimen y chillan al fondo, pero Andrómaca está hablando con voz apagada pero casi aterradoramente calma.
—Fueron las diosas, Atenea y Afrodita, quienes hicieron esto, mi marido y señor.
Héctor alza la cabeza y su rostro bajo el casco es una terrible máscara de conmoción y horror. Se queda boquiabierto, babeando. Tiene los ojos desorbitados y enrojecidos.
—¿Atenea? ¿Afrodita? ¿Cómo puede ser?
—Llegué a la puerta desde mi recámara hace una hora cuando las oí hablar con el ama —dice Andrómaca—. La mismísima Palas Atenea me dijo que este sacrificio de nuestro amado Escamandrio es voluntad de Zeus. «Un ternero añojo para el sacrificio», es la frase que empleó la diosa. Traté de discutir, sollozando, implorando, pero la diosa Afrodita me ordenó callar, diciendo que la voluntad de Zeus es una voluntad que no puede contravenirse. Afrodita dijo que los dioses estaban descontentos con la manera en que se desarrollaba la guerra y con tu fracaso en quemar las negras naves anoche. Y que harían este sacrificio como advertencia. —Señala al niño masacrado en el suelo—. Envié a las servidoras más veloces a rescatarte del campo de batalla, y llamé a estas mujeres, mis amigas, para que me consolaran en mi pena hasta que tú llegaras, oh, esposo mío. No hemos vuelto a entrar en esta habitación hasta que has llegado.
Héctor vuelve su salvaje rostro hacia nosotros, pero su mirada pasa por encima del silencioso Aquiles. No creo que hubiera visto una cobra a sus pies en este momento. Está ciego por la conmoción. Lo único que puede ver es el cadáver de Escamandrio: decapitado, ensangrentado, un pequeño puño cerrado. Entonces exclama, con voz entrecortada:
—Andrómaca, esposa mía, amada mía, ¿por qué no estás muerta en el suelo junto al ama, caída igual en el intento por salvar a nuestro hijo de la cólera de los inmortales?
Andrómaca baja la cabeza y llora en silencio.
—Atenea me retuvo en la puerta tras una muralla de fuerza invisible mientras su divino poder hacía esto —dice, las lágrimas cayendo sobre su peplo. Ahora veo que el peplo está manchado de sangre allá donde debió de arrodillarse y abrazar los restos de su hijo asesinado. Irrelevante como es ahora, pienso en la televisión y en Jackie Kennedy aquel lejano día de noviembre, cuando yo era adolescente.
Héctor no se mueve para abrazar o consolar a su esposa. Los gemidos de las sirvientas aumentan, pero Héctor permanece en silencio un minuto hasta que alza el brazo, musculoso y lleno de cicatrices, cierra un poderoso puño y ruge al cielo.
—¡Entonces os desafío, dioses! A partir de este momento, Atenea, Afrodita, Zeus… todos los dioses a los que he servido y honrado, incluso con mi vida, durante todos estos años… A partir de este momento sois el enemigo. —Y agita el puño.
—Héctor —dice Aquiles.
Todas las cabezas se vuelven. Las criadas aúllan de terror. Helena se lleva las manos a la boca en una perfecta simulación de sorpresa. Hécuba grita.
Héctor desenvaina su espada y ruge con una expresión que casi se parece al alivio. Aquí hay alguien sobre quien descargar mi furia. Aquí hay alguien a quien matar. Leo lo que piensa en su rostro.
Aquiles alza ambas palmas.
—Héctor, hermano en la pena. Vengo aquí hoy para compartir tu dolor y ofrecerte mí brazo derecho en la batalla.
Héctor se ha tensado para abalanzarse contra el ejecutor de hombres, pero ahora el héroe troyano se detiene, el rostro convertido en una máscara de confusión.
—Anoche —dice Aquiles, sus palmas callosas todavía alzadas para mostrar sus manos vacías—, Palas Atenea vino a mi tienda en el campamento mirmidón y mató a mi amigo más querido, Patroclo, con su propia mano, y llevó su cadáver al Olimpo para que fuera pasto de las aves carroñeras que hay allí.
Todavía empuñando la espada, Héctor dice:
—¿Tú lo viste?
—Hablé con ella y fui testigo yo mismo —dice Aquiles—. Fue la diosa. Mató a Patroclo entonces igual que ha matado a tu hijo hoy… y por los mismos motivos. Ella misma me lo dijo.
Héctor mira la espada como si su arma y su brazo lo hubieran traicionado.
Aquiles da un paso al frente. La multitud de mujeres se aparta para dejarle paso. El ejecutor de hombres aqueo extiende la mano derecha de forma que casi toca la punta de la espada de Héctor.
—Noble Héctor, enemigo, hermano de sangre —dice Aquiles en voz baja—, ¿te unirás a mí en esta nueva batalla que debemos librar para vengar nuestra pérdida?
Héctor deja caer la espada de modo que el bronce resuena en el suelo de mármol y el mango acaba en un charco de sangre de Escamandrio. El troyano no puede hablar. Avanza casi como para atacar, pero agarra con fuerza el antebrazo de Aquiles (si hubiera sido mi brazo, me lo habría arrancado) y sigue agarrando el brazo del otro hombre como si se aferrara a él para no caer.
Mientras todo esto sucede, lo confieso, no dejo de mirar a Andrómaca, que todavía llora en silencio, y a las demás, que ponen cara de sorpresa y aturdimiento.
¿Tú hiciste esto?, pienso mirando a la esposa de Héctor. ¿Le hiciste esto a tu propio hijo para salirte con la tuya en esta guerra?
Mientras lo pienso, apartándome de Andrómaca lleno de repulsión, sé que era la única manera. La única manera. Pero entonces miro los restos masacrados de Astianacte, «el señor de la ciudad», el asesinado Escamandrio, y retrocedo otro paso más. Si viviera mil años, diez mil, nunca comprendería a esta gente.
En este instante, la verdadera diosa Atenea, acompañada por mi musa y por el dios Apolo, se TCean en la mitad vacía de la habitación del niño.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —exige saber Palas Atenea, de dos metros y medio de altura y arrogante en pose, tono y mirada.
La musa me señala.
—¡Ahí está! —dice.
Apolo empuña su arco de plata.