Monte Olympus
A Mahnmut le resultaba extraño no tener a Orphu al alcance del tensorrayo. Esperaba que su amigo estuviera a salvo.
Los dioses irrumpieron en la habitación un segundo después de que el humano, que no había llegado a identificarse, se teleportara cuánticamente. Mahnmut no creía en otra invisibilidad que en un buen material de camuflaje, pero era obviamente invisible a los altos dioses y diosas que se apiñaron en la habitación y se arrodillaron alrededor de Hera. Mahnmut se escabulló entre las piernas bronceadas y las togas blancas y empezó a abrirse paso por el laberinto de pasillos. Descubrió que era muy difícil caminar como bípedo cuando uno es invisible (no dejaba de comprobar dónde estaban sus pies y los pies no estaban en ninguna parte), así que se puso a cuatro patas y trotó en silencio por los pasillos.
Como Orphu había frenado el paso de los dioses que los escoltaron a su celda, Mahnmut había visto dónde almacenaban el transmisor y el Aparato. La habitación estaba en un corredor lateral, tres pasillos más a la derecha de donde los habían encarcelado.
Cuando llegó al almacén, el pasillo estaba vacío (aunque con frecuencia pasaban dioses por los pasillos e intersecciones adjuntas), y Mahnmut activó su láser de muñeca de bajo voltaje para cortar la puerta. Mientras lo hacía, advirtió lo extraño que le resultaría aquello a cualquier divinidad que apareciera en aquel pasillo: ningún moravec a la vista, y un rayo rojo de veinte centímetros flotando solo, quemando lentamente un círculo en el mecanismo de cierre de la enorme puerta.
El láser no podría haber cortado nunca la puerta entera, pero abrió un círculo de cinco centímetros sobre la cerradura. Mahnmut oyó el mecanismo sólido cambiar a través de frecuencias subsónicas, y la puerta cedió hacia dentro. Mahnmut la cerró tras de sí al entrar, pues oyó pisadas en el pasillo apenas unos segundos más tarde. Pasaron de largo. Se quitó la capucha de cuero del Casco de Hades para verse las manos y los pies.
No era una celda vacía. La habitación, de al menos doscientos metros de pared a pared y cien de altura, estaba llena de lingotes de oro, montones de monedas, cofres de piedras preciosas, pequeñas montañas de objetos de bronce bruñido, estatuas de mármol de dioses y hombres, grandes conchas marinas que derramaban sus perlas en el suelo pulido, carros de oro desmantelados, columnas de cristal llenas de lapislázuli y un centenar de otros tesoros, todos brillantes a la luz que prestaban las llamas de una docena de trípodes de oro.
Mahnmut hizo caso omiso de las riquezas y corrió hasta el transmisor de chorro y el Aparato, ligeramente más pequeño. Le resultaba imposible sacar ambas cosas de allí: la invisibilidad no sirve de nada cuando van a verse dos aparatos de metal flotando en un pasillo, y Mahnmut sabía que sólo tenía segundos para actuar, así que apartó el Aparato, encontró el interruptor correcto del comunicador y lo puso en marcha con una orden estándar de bajo voltaje.
La primitiva IA del transmisor aceptó la orden y descubrió su piel de nanocarbono para mostrar complejos aparatos plegados sobre sí mismos. Mahnmut retrocedió mientras el transmisor rodaba hacia delante con la gracia de un acróbata humano, extendía las patas de su trípode y los sónicos de energía felschenmass chevkoviana, y luego desplegaba un plato de ocho metros de ancho. Mahnmut se alegró de no haberlo intentado en una habitación pequeña.
Pero se encontraba de todas formas en una habitación sin ventanas, quizá bajo toneladas de mármol y granito y piedra marciana, posiblemente demasiado gruesas para el alcance del transmisor. En cualquier caso, no estaba en un campo estelar que el plato pudiera usar como punto de orientación. Mientras el plato buscaba y zumbaba, Mahnmut sintió crecer su ansiedad, y no sólo porque hubiera más gritos en el pasillo. Aquél sería el próximo lugar donde los dioses buscarían, quizá TCeándose, después de asegurarse que Hera estaba viva. Si el transmisor no podía contactar desde allí, la misión de Mahnmut y Orphu probablemente se había acabado. Todo dependía de la sofisticación del diseño del transmisor de chorro.
El plato se agitó, zumbó, se ajustó una última vez y contactó con algo situado a unos veinte grados de la vertical. Un panel de control virtual apareció junto a los enchufes físicos y las luces verdes brillaron.
Mahnmut conectó y descargó todo lo que había en sus bancos de memoria de todo el viaje: cada conversación con Orphu, cada diálogo con Koros III, Ri Po o los dioses, cada imagen que había visto y grabado desde el momento en que salieron del espacio de Júpiter. Con la banda ancha del transmisor conectada, tardó menos de quince segundos en completar la descarga.
Los sensores de Mahnmut detectaron el campo de energía y antimateria chevkoviana que se acumulaba en el transmisor de chorro, y se preguntó si los dioses podrían sentirlo. De un modo u otro lo encontrarían en cuestión de minutos, si no antes. Y no podía salir de aquella sala y del edificio cargando el Aparato. Podía dispararlo ahora, o más tarde. Fuera como fuese, estaría en el centro de lo que sucediera.
Pero no era por el Aparato por lo que tenía que preocuparse, se recordó Mahnmut. Era por aquel transmisor de chorro.
Varios indicadores del comunicador parpadearon en verde, de lo que Mahnmut dedujo que la fuente de energía ya estaba al máximo, con los datos codificados y el objetivo (probablemente el espacio de Júpiter, posiblemente incluso Europa) localizado. O eso esperaba.
Alguien golpeó las puertas.
¿Por qué no entran teleportándose cuánticamente?, pensó Mahnmut. No tenía tiempo para averiguarlo. Buscando indicadores metálicos, encontró el puerto definitivo y transmitió la carga de treinta y dos voltios modulados.
El plato disparó un rayo amarillo de once metros de diámetro. La columna de pura energía chevkoviana abrió un agujero en el techo y tres plantas más antes de lanzarse a las estrellas. Luego se apagó y el transmisor se autodestruyó. Quedó de él una masa derretida.
Los filtros polarizadores de emergencia de Mahnmut se habían activado en nanosegundos durante la transmisión, pero quedó cegado unos segundos. Cuando miró por la serie de agujeros escalonados y humeantes y vio el cielo, se atrevió a tener esperanza por primera vez.
Los dioses hicieron volar la puerta hacia dentro y la cámara del tesoro de Mahnmut se llenó de humo y vapor.
Mahnmut usó los pocos segundos de cobertura que le ofrecía el humo para agarrar el Aparato (que habría pesado sólo unos diez kilogramos en la gravedad terrestre y pesaba apenas tres allí, en Marte), se encogió, contrajo los muelles y estabilizadores de sus patas traseras cuanto pudo, sin tener en cuenta la tolerancia de diseño, y saltó por los agujeros humeantes, volando y atravesando quince metros de mármol destrozado y granito goteante.
El tejado de aquella parte del Gran Salón era plano, y Mahnmut corrió por él lo más rápido que pudo a dos patas, jubiloso de estar al aire libre, con el Aparato bajo su brazo izquierdo.
El cielo sobre la cumbre del Monte Olympus era azul, lleno de docenas de carros voladores guiados por dioses y diosas. Una de las máquinas descendió y revoloteó a diez metros del tejado, evidentemente intentando aplastar a Mahnmut con sus ruedas. Demasiado tarde, Mahnmut advirtió que se había olvidado de ponerse la capucha del Casco de Hades sobre la cabeza. Era visible para todos y cada uno de los dioses que lo buscaban.
Usando hasta la última gota de energía acumulada en su sistema, dejando cualquier preocupación por recargarse para más tarde, Mahnmut se encogió y saltó de nuevo, pasó a través de los caballos holográficos y le dio una patada en el pecho a la sorprendida diosa, que cayó del carro agitando los brazos blancos y aterrizó con fuerza en el tejado del Gran Salón de los Dioses.
Mahnmut pasó tres décimas de segundo estudiando los mandos virtuales desplegados ante la baranda del carro. Luego metió sus manipuladores en la matriz e hizo virar el vehículo a la derecha. Otros carros y dioses vociferantes aparecieron de todas direcciones para cortarle el paso. No se podía escapar del espacio aéreo del Olympus, pero Mahnmut no pretendía escapar por ahí.
Cinco carros se acercaban y el aire se llenó de flechas de titanio (¡flechas!) cuando Mahnmut cruzó por encima del borde del enorme lago de la caldera. Agarró el Aparato y saltó justo cuando la primera flecha de Apolo golpeaba su carro. La máquina explotó a pocos metros sobre él y Mahnmut cayó al agua entre llameantes cubos de energía y oro fundido. Del aire llovieron microcircuitos en los segundos anteriores al impacto contra la superficie. El sonar de largo alcance indicó a Mahnmut que la caldera, bajo la superficie del lago, tenía más de dos mil metros de profundidad.
Puede que sea suficiente, pensó el pequeño moravec. Entonces golpeó el agua, activó sus aleteadores, sujetó con fuerza el Aparato con una mano y se sumergió.