Atlántida y órbita terrestre
—No comprendo por qué los posthumanos llamaron «Atlántida» a ese lugar al que nos dirigimos —dijo Harman.
Savi, a los controles del reptador, contestó:
—No puedo decir que haya comprendido jamás la mayoría de las acciones de los posts.
Daeman alzó la cabeza masticando despacio su tercio de la única barra nutritiva que les quedaba.
—¿Qué tiene de extraño el nombre «Atlántida»?
—En los mapas de la Edad Perdida —dijo Harman—, el océano Atlántico es el gran cuerpo de agua que se encuentra al oeste de aquí, tras las Manos de Hércules. Estamos en la cuenca de lo que solía ser el mar Mediterráneo. No está en el Atlántico.
—¿No?
—No.
—¿Y qué? —dijo Daeman.
Harman se encogió de hombros y guardó silencio.
—Es posible que los posts pusieran ese nombre por capricho a su base de aquí —dijo Savi—. Pero creo recordar que un escritor anterior a la Edad Perdida llamado Platón habló sobre una ciudad o un reino llamado Atlántida en estas regiones, cuando aquí había agua.
—Platón —murmuró Harman—. He encontrado referencias a él en los libros que he leído. Y con un dibujo extraño, una vez. Un perro.
Savi asintió.
—Casi todo el significado de la iconografía de la Edad Perdida se ha olvidado para siempre.
—¿Qué es un perro? —preguntó Daeman. Bebió de la botella de agua de Savi. La tercera parte de la barra nutritiva no había sido suficiente para satisfacer su hambre, pero no había más comida en el reptador.
—Era un mamífero pequeño que solía ser muy común, lo tenían como mascota —dijo Savi—. No se por que los posts permitieron que se extinguieran. Tal vez el virus Rubicón atacó también a los perros.
—¿Como a los caballos? —dijo Daeman. Había creído que los enormes y aterradores animales del drama turín eran pura fantasía hasta hacía muy poco.
—Más pequeños y más peludos que los caballos —dijo Savi—. Pero igualmente extintos.
—¿Por qué recuperaron los posts a los dinosaurios y no a esos maravillosos caballos del turín y a esos perros? —preguntó Daeman, con un auténtico escalofrío.
—Como decía —repitió Savi—, gran parte de la conducta de los posts era difícil de comprender.
Habían despertado poco después del amanecer y condujeron hacia el noroeste todo el día por la carretera de barro rojo flanqueada por todo tipo de cultivos que Daeman conocía y muchos otros que no había visto jamás. Dos veces habían llegado a ríos poco profundos y una vez a un hondo canal vacío de permasfalto. El reptador los cruzó con facilidad gracias a sus enormes ruedas y sus puntales articulados.
Había servidores en los campos, y su aspecto corriente tranquilizó a Daeman hasta que se dio cuenta de que muchos de esos servidores eran enormes (algunos de tres metros y medio o cuatro de alto y la mitad de ancho, mucho más grandes que las máquinas a las que estaba acostumbrado) y, a medida que se internaban en la Cuenca, tanto los cultivos como los servidores iban volviéndose mas extraños.
El reptador avanzaba entre altas paredes verdes de lo que Savi dijo era caña de azúcar. La carretera no era lo bastante ancha para la maquina, que aplastaba los tallos verdes con las seis ruedas. Harman advirtió entonces a los humanoides gris verdoso que se deslizaban por los sembrados de ambos lados. Las formas se movían fluida y graciosamente para no perturbar las cañas, como cadáveres fantasmales que atravesaran los altos tallos.
—Calibani —dijo Savi—. No creo que nos vayan a atacar.
—¿No habías dicho que seguro que no nos atacarían? —dijo Daeman—. Ya sabes, todo eso del A de N del pelo que nos robaste a Harman y a mí.
Savi sonrió.
—Los tratos con Próspero no son nunca seguros. Pero sospecho que si los calibani fueran a detenernos, lo habrían hecho anoche.
—¿No los repelerá el campo de fuerza de la esfera? —preguntó Daeman.
La anciana se encogió de hombros.
—Los calibani son más listos que los voynix. Podrían sorprendernos.
Daeman se estremeció y contempló los campos, captando sólo atisbos de las pálidas figuras. El reptador salió del camino entre los campos de caña y escaló una baja colina. La carretera cruzaba extensos sembrados de trigo de invierno. Los tallos, de treinta o treinta y cinco centímetros, se agitaban con la brisa que soplaba del oeste. Los calibani (al menos había una docena a cada lado de la carretera) salieron de los campos de caña que dejaban atrás y trotaron entre el trigo, manteniéndose a una distancia de unos sesenta metros. Una vez al descubierto, corrieron a cuatro patas.
—No me gusta su aspecto —dijo Daeman.
—Probablemente te gustará aún menos el aspecto de Calibán —dijo Savi.
—Creí que éstos eran los calibani —dijo Daeman. La vieja nunca parecía hablar con sentido durante demasiado tiempo.
Savi sonrió, hizo que el reptador cruzara por encima de una hilera de seis tuberías que transportaban algo de este a oeste o de oeste a este.
—Se dice que los calibani son clonados a partir del Calibán único, el tercer elemento de la Trinidad Galáctica, junto con Ariel y Próspero.
—Se dice —se mofó Daeman—. Contigo todo son rumores. ¿No sabes nada de primera mano? Estas viejas historias son absurdas.
—Algunas lo son —reconoció Savi—. Y aunque llevo viva mil quinientos años o más, eso no significa que haya estado por aquí todo ese tiempo. Así que os tengo que contar cosas que no sé de primera mano, cosas que oigo y leo.
—¿Qué quieres decir con eso de que no has estado por aquí todo el tiempo? —preguntó Harman. Parecía interesado.
Savi se echó a reír, pero a Daeman le pareció que no estaba muy alegre.
—Estoy mejor nanoequipada para las reparaciones que vosotros, eloi —dijo—. Pero nadie vive eternamente. Ni durante mil cuatrocientos años. Ni siquiera mil. Me paso la mayor parte del tiempo como Drácula, durmiendo en criocunas en lugares como el Puente de la Puerta Dorada. Salgo de vez en cuando, intento enterarme de lo que pasa, trato de averiguar un modo de sacar a mis amigos del rayo azul. Luego vuelvo al congelador.
Harman se inclinó hacia delante.
—¿Cuánto tiempo llevas… despierta?
—Menos de trescientos —dijo Savi—. Y eso es más que suficiente para cansar cualquier cuerpo. Y cualquier mente. Y cualquier espíritu.
—¿Quién es Drácula? —preguntó Daeman.
Savi, sin responder, siguió conduciendo el reptador rumbo al noroeste.
Les había dicho que el sitio al que se dirigían estaba situado a unos quinientos kilómetros de la costa por donde habían entrado en la Cuenca, la tierra que se llamaba Israel, una palabra que Daeman no había escuchado nunca. Pero la expresión «quinientos kilómetros» significaba muy poco para Harman y nada en absoluto para Daeman, ya que los viajes en carruajes tirados por voynix o droshky nunca duraban más de dos o tres kilómetros. Cualquier distancia superior a ésa, y Daeman faxeaba. Todo el mundo faxeaba.
Sin embargo, habían cubierto la mitad de esa distancia a mediodía, cuando la carretera de barro rojo terminó, el terreno se volvió abrupto, y el reptador tuvo que moverse mucho más despacio, a veces desviándose kilómetros antes de regresar al rumbo que Savi mantenía usando un pequeño instrumento que llevaba en la mochila y comprobando las distancias sobre un mapa muy gastado y plegado, dibujado a mano.
—¿Por qué no utilizas la función de localización de tu palma? —preguntó Daeman.
—Lejonet y todonet funcionan en la Cuenca —dijo Savi—, pero cercanet no, y el lugar al que nos dirigimos no consta en ningún banco de datos. Estoy usando una brújula, el mapa y una cosa antigua llamada GPS. Pero funciona.
—¿Cómo funciona? —preguntó Harman.
—Magia —respondió Savi.
Esa fue respuesta suficiente para Daeman.
Siguieron descendiendo, dejando la Cuenca por encima y por detrás de ellos, las ordenadas hileras de cultivos sustituidas por pedregales, barrancos y esporádicos grupos de bambúes o altos abetos. Los calibani ya no estaban a la vista, pero había empezado a llover poco después de que llegaran a la zona más escarpada, y era posible que las criaturas estuvieran ocultas por la cortina de agua.
El reptador dejó atrás extraños artefactos: los cascos de numerosos barcos hechos de madera y acero, una ciudad de columnas jónicas caídas, viejos objetos de plástico que brillaban en el sedimento gris, los huesos blanqueados de numerosas criaturas marinas, y varios tanques enormes y oxidados a los que Savi llamó «submarinos».
Por la tarde la lluvia amainó un poco y los tres vieron aparecer una meseta al noroeste. Era alta, ancha y redondeada en la cima, más montaña que meseta, verde en el pico, irregular en las faldas, con acantilados empinados y estriados.
—¿Es ahí donde vamos? —preguntó Daeman.
—No —respondió Savi—. Eso es Chipre. El martes que viene hará mil cuatrocientos ochenta y dos años que perdí allí la virginidad.
Daeman intercambió una mirada de disimulo con Harman. Ambos hombres tuvieron el sentido común de no decir nada.
A última hora de la tarde el terreno se hizo más llano y suave y los campos de cultivo reaparecieron a ambos lados de una burda carretera de barro rojo. Servidores de extrañas formas trabajaban en los campos, pero ninguno alzó la cabeza para ver pasar al reptador. La mayoría de las máquinas parecían no tener ojos. Una vez les bloqueó el camino un río de al menos doscientos metros de anchura y además profundo. Savi selló la puerta corredera, aislándolos del aire fresco que habían estado respirando, se aseguró de que el campo de fuerza de la esfera estuviera activado y acercó el reptador a la orilla. El agua era profunda (dieciocho metros o más en el centro), y ni siquiera los faros del reptador alcanzaban a iluminar a través del sedimento y la penumbra. La corriente era más fuerte de lo que Daeman esperaba en un río tan ancho y profundo, y el reptador se agitó tan violentamente que Savi tuvo que hacerse con los controles virtuales y obligar a la máquina a recuperar el rumbo. Daeman supuso que una máquina con ruedas más pequeñas, puntales menos flexibles o menos potencia en los motores habría sido arrastrada por la corriente.
Cuando emergieron en la orilla norte, con el reptador arrojando barro a diez metros por detrás y el agua chorreando de los puntales de araña como una cascada, Harman dijo:
—No sabía que el reptador pudiera avanzar bajo el agua.
—Ni yo tampoco —contestó Savi. Enfiló rumbo al noroeste y siguió conduciendo.
Los primeros aparatos energéticos aparecieron poco después y Harman fue el primero en reparar en ellos.
El primer aparato titilaba y se agitaba treinta metros a la izquierda de la carretera de barro, en un claro, tras un macizo de bambúes. Savi se detuvo para que pudieran salir a ver, aunque a Daeman no le apetecía en absoluto salir del reptador, a pesar de que hacía varias horas que no veían ningún calibani. Pero a Harman se le antojó verlo y Daeman no quería quedarse solo en la esfera, así que acabó siguiendo a los otros dos por la escalerilla y cruzando el campo hacia el brillante objeto. A Daeman se le hizo extraño caminar de nuevo después de pasar tantas horas sentado.
La primera construcción energética era pequeña, de unos cinco metros de largo por unos dos de alto, amarillo y naranja con venas verdes móviles, un burdo esferoide con pseudópodos en la parte superior, reabsorbidos por la masa central. La cosa flotaba a unos dos metros del suelo y Daeman no quiso acercarse a menos de veinte pasos, aunque Savi y Harman se encaminaron directamente hacia ella.
—¿Qué es? —preguntó Harman, su cabeza y sus hombros desaparecieron un minuto bajo la cosa que flotaba lentamente.
—Estamos en el extrarradio de Atlántida —dijo Savi—, aunque aún nos faltan unos setenta y cinco kilómetros para llegar. Los posts construyeron sus estaciones terrestres con este material.
—¿Qué material es? —Harman extendió la mano hacia el ovoide amarillo—. ¿Puedo tocarlo?
—Algunas de las formas dan descargas. Otras no. Ninguna mata. Inténtalo. No te derretirá la mano.
Harman apoyó los dedos en la curvatura de la brillante forma. Su mano desapareció dentro. La sacó rápidamente; gotas amarillas y naranjas cayeron de sus dedos y volaron de vuelta a la forma.
—Es frío —dijo—. Muy frío. —Flexionó los dedos y se estremeció.
—En esencia es una gran molécula —explicó Savi—. Aunque no sé cómo es eso posible.
—¿Qué es una molécula? —preguntó Daeman. Había retrocedido unos cuantos pasos cuando la mano de Harman desapareció, y tuvo que gritar para hacerse oír. Además, no dejaba de mirar por encima del hombro. Savi tenía la pistola en el cinturón, pero el bosque de bambú estaba demasiado cerca para que Daeman se sintiera cómodo. Casi había oscurecido.
—Las moléculas son las cosas pequeñitas de las que todo está compuesto —dijo Savi—. No se pueden ver sin lentes especiales.
—No me cuesta nada ver ésa —dijo Daeman. A veces, pensó, hablar con Savi era como hablar con una niña pequeña, aunque Daeman nunca había tratado con ninguna niña pequeña.
Los tres regresaron al reptador. La luz de la tarde se reflejaba en la esfera de pasajeros y hacía que las altas patas articuladas brillaran. Los estratocúmulos, al este, en la lejanía, hacia la montaña llamada Chipre, captaban la luz dorada.
—Atlántida está compuesta principalmente por esta gélida energía macromolecular —dijo la anciana—. Forma parte de la manipulación cuántica que los posts se traían entre manos. Hay aquí materia real (algo que los científicos de la Edad Perdida llamaban «materia exótica»), pero no sé en qué proporción, ni cómo funciona. Sólo sé que hace que sus ciudades… o estaciones, lo que sea, sean una especie de cambiaformas que entran y salen de nuestra realidad cuántica.
—No lo entiendo —dijo Harman, liberando a Daeman de la necesidad de decirlo.
—Lo verás por ti mismo dentro de poco. Deberíamos poder ver la ciudad cuando remontemos ese promontorio que está en el horizonte. Y llegar antes de que oscurezca del todo.
Subieron al reptador y ocuparon sus asientos. Pero antes de que Savi pudiera poner la gran máquina en marcha, Harman dijo:
—Ya habías estado aquí. —No era una pregunta.
—Sí.
—Pero dijiste que nunca habías estado en los anillos orbitales. ¿Fue ese el motivo por el que ya viniste?
—Sí —dijo Savi—. Sigo convencida de que la respuesta para liberar a mis amigos del rayo de neutrinos se encuentra allá arriba. —Indicó con la cabeza el brillo de los anillos e y p en el crepúsculo.
—Pero no lo has conseguido hasta ahora —continuó Harman—. ¿Por qué?
Savi se giró en su asiento y los miró.
—Os diré por qué y cómo fracasé si tú me dices por qué quieres realmente subir allá arriba. Por qué has pasado años intentando encontrar un modo de subir a los anillos.
Harman sostuvo largamente su mirada y Luego apartó los ojos.
—Soy curioso —dijo.
—No —respondió Savi. Esperó.
Él volvió a mirarla y Daeman advirtió en el rostro del otro hombre que estaba más emocionado que nunca.
—Tienes razón —contestó Harman—. No es curiosidad morbosa. Quiero encontrar la fermería
—Para poder vivir más tiempo —dijo Savi en voz baja.
Harman cerró los puños.
—Sí. Para vivir más tiempo. Para poder continuar viviendo más allá de este jodido Veinte Final. Porque siento ansia por la vida. Porque quiero que Ada tenga un hijo mío y quiero estar aquí para verlo crecer, aunque los padres no hacen esas cosas. Porque soy un hijo de puta sediento… sediento de vida. ¿Estás satisfecha?
—Sí —dijo Savi. Miró a Daeman—. ¿Y cuáles son tus motivos para venir a este viaje, Daeman Uhr?
Daeman se encogió de hombros.
—Si hubiera un fax-portal cerca, me volvería a casa en un segundo.
—No lo hay —dijo Savi—. Lo siento.
Él ignoro el sarcasmo.
—¿Por qué nos has traído, vieja? —preguntó—. Conoces el camino. Supiste encontrar el reptador. ¿Por qué nos trajiste?
—Buena pregunta —dijo Savi—. La última vez que vine a Atlántida, vine a pie. Desde el norte. Hace siglo y medio, y traje a dos eloi conmigo… Lo siento, es un término insultante. Traje a dos mujeres jóvenes conmigo. Sentían curiosidad.
—¿Qué ocurrió? —dijo Harman.
—Murieron.
—¿Cómo? —preguntó Daeman—. ¿Los calibani?
—No. Los calibani mataron y se comieron al hombre y a la mujer que vinieron conmigo la vez anterior a ésa, hace casi tres siglos. Entonces yo no sabia como contactar con la logosfera Próspero, ni lo del ADN.
—¿Por qué siempre venís de tres en tres? —le preguntó Harman. A Daeman le pareció una pregunta rara. Quería saber más detalles sobre todos aquellos compañeros de viaje muertos. ¿Quería decir permanentemente muertos o sólo muertos para ser reparados en la fermería?
Savi se echó a reír.
—Haces buenas preguntas, Harman Uhr. Pronto lo verás. Verás por qué he venido con otros dos más después de aquella primera visita en solitario a Atlántida hace más de un milenio. Y no sólo a Atlántida… sino a algunas de sus otras estaciones. En el Himalaya. La isla de Pascua. Una del Polo Sur. Esos sí que fueron viajes divertidos, ya que un sonie no puede llegar a quinientos kilómetros de ninguna estación.
Daeman se perdió. Quería oír más sobre las personas muertas y devoradas.
—¿Pero nunca has encontrado una nave espacial, una lanzadera, para subir allá arriba? —preguntó Harman—. ¿Después de todos esos intentos?
—No hay ninguna nave espacial —dijo Savi. Activó los controles virtuales, puso el reptador en marcha y los guio rumbo noroeste mientras la puesta de sol pintaba de rojo todo el cielo.
La ciudad de los posthumanos se extendía a lo largo de kilómetros del lecho marino seco. Brillantes torres de energía se alzaban y caían a trescientos metros de altura. El reptador se abrió paso entre obeliscos de energía, esferas flotantes, rojas escaleras energéticas que no iban a ninguna parte, rampas azules que aparecían y desaparecían, pirámides que se plegaban sobre sí mismas, un gigantesco toro azul que se movía adelante y atrás con pulsantes varas amarillas e incontables cubos y conos de colores.
Cuando Savi se detuvo y abrió la puerta corredera, incluso Harman pareció reacio a bajar. Savi ya se había asegurado de que se pusieran las termopieles y sacó tres máscaras de osmosis del compartimiento de herramientas del reptador.
Estaba bastante oscuro ya, las estrellas se unían a los anillos rotatorios en el cielo negro-púrpura, sobre ellos. El brillo de la ciudad de energía iluminaba el lecho marino y los campos de cultivos en un radio de un kilómetro. Savi los condujo hasta una escalera roja y los hizo subir: los escalones macromoleculares soportaron su peso, aunque a Daeman se le antojó que caminaba sobre esponjas gigantescas.
A treinta metros sobre el lecho marino, la escalera terminó en una plataforma negra de un metal opaco y oscuro que no reflejaba ninguna luz. En el centro de la plataforma cuadrada había tres sillones de madera de aspecto antiguo con altos respaldos y cojines rojos. Los sillones estaban colocados de manera equidistante alrededor de un agujero negro en la plataforma negra, separados unos diez metros, mirando hacia afuera.
—Sentaos —dijo Savi.
—¿Esto es una broma? —dijo Daeman.
Savi negó con la cabeza y se sentó en el sillón que miraba al oeste. Harman ocupó su asiento. Daeman recorrió de nuevo la negra plataforma, regresó al único sillón vacío.
—¿Qué pasa a continuación? —preguntó—. ¿Tenemos que esperar algo?
Miró la alta torre amarilla cercana, que se alzaba docenas de metros, el material energético reagrupándose como una nube amarilla rectangular.
—Siéntate y lo averiguarás —dijo Savi.
Daeman ocupó torpemente su asiento. El respaldo del sillón y los gruesos brazos estaban ricamente tallados. Había un círculo blanco en el brazo izquierdo del sillón y un círculo rojo en el brazo derecho. No tocó ninguno.
—Cuando yo cuente tres —dijo Savi—, pulsad el botón blanco. Es el que tienes a la izquierda si no distingues los colores, Daeman.
—Soy capaz de distinguir los colores, maldición.
—Muy bien —dijo la anciana—. Una, dos…
—¡Espera, espera! —dijo Daeman—. ¿Qué va a pasarme si pulso el círculo blanco?
—Absolutamente nada. Pero tenemos que pulsarlo al mismo tiempo. Lo descubrí cuando vine aquí sola. ¿Preparados? Uno, dos, tres.
Todos pulsaron sus círculos blancos.
Daeman saltó de su silla y corrió hasta el borde de la plataforma negra y luego hasta la plataforma roja situada treinta pasos más allá antes de volverse a mirar atrás. El estallido de energía había sido ensordecedor.
—¡Mierda! —gritó, pero los otros dos, todavía en sus sillones, no le oyeron.
Era como un rayo, pensó. Un caliente chorro de energía entrecortada, de un metro de diámetro, manaba del agujero negro en el centro del triángulo de sillones hacia el cielo oscuro. Se alzaba más, más… luego se curvaba hacia el oeste como un imposible hilo al rojo blanco, se arqueaba hasta que el extremo desaparecía de la vista en el cielo, pero la parte superior del arco era visible y se movía, como si el rayo estuviera conectado a…
Estaba conectado. Lo estaba. Daeman tuvo un arrebato de miedo que casi le hizo vaciar las entrañas. Estaba conectado al anillo-e que se movía a miles de kilómetros por encima. Conectado a una de las estrellas, una de las luces móviles, que ahora pasaban de oeste a este en aquel anillo.
—¡Vuelve! —le gritaba Savi por encima del estrépito y el crepitar del hilo relámpago.
Daeman tardó varios minutos en volver, en caminar hasta aquel vacío sillón de madera, cubriéndose los ojos, su sombra y la sombra del sillón proyectados a quince metros sobre el techo rojo y negro por la luz cegadora y restallante. Nunca podría explicar más tarde, ni siquiera a sí mismo, cómo o por qué regresó a aquel sillón, ni por qué hizo lo que hizo a continuación.
—A la cuenta de tres, pulsad el círculo rojo —gritó Savi. El pelo gris de la anciana se agitaba alrededor de su cabeza como serpientes cortas. Tenía que gritar por encima del rugido energético para hacerse oír— Una, dos…
No puedo hacerlo, se repetía Daeman. No puedo hacerlo.
—¡Tres! —gritó Savi. Pulsó el círculo rojo. Harman pulsó su círculo rojo.
¡No!, pensó Daeman. Pero pulsó con fuerza su círculo rojo.
Los tres sillones de madera salieron disparados hacia el cielo. Dando vueltas alrededor del chisporroteante y cambiante cordón de luz, fueron lanzados hacia arriba tan rápidamente que un estallido sónico sacudió el lecho marino y el reptador saltó sobre sus cojinetes. Un segundo más tarde, menos de un segundo más tarde, los tres sillones se perdieron de vista en las alturas mientras el hilo de pura energía blanca se retorcía y agitaba y arqueaba para seguir los veloces puntos de luz del anillo orbital ecuatorial.