37

Ilión y Olimpo

Al final resulta que no puedo hacerlo. No tengo las agallas ni las pelotas ni la frialdad ni, tal vez, el valor. No puedo secuestrar al hijo de Héctor, ni siquiera para salvar a Ilión. Ni siquiera para salvar al propio niño. Ni siquiera para salvar mi propia vida.

No ha amanecido todavía cuando TCeo a la enorme casa de Héctor en Ilión, Estuve aquí hace dos noches, cuando (morfeado como el ahora decapitado lancero Dolón) seguí a Héctor a casa en busca de su esposa y su hijo. Como ya conozco la distribución, TCeo directamente a la habitación del niño, no muy lejos del dormitorio de Andrómaca. El hijo de Héctor, de menos de un año de edad, está en una cuna maravillosamente tallada cubierta por una mosquitera. Cerca duerme la misma aya que estaba en las murallas de Troya con Andrómaca aquella tarde en que Héctor asustó accidentalmente a su hijo con el reflejo de su casco dorado. Ella también duerme, reclinada en un cercano diván, vestida con un fino y diáfano camisón enrollado con toda la complejidad de un diseño de Aubrey Beardsley. Incluso este camisón para dormir tiene una abertura bajo los pechos al estilo griego y troyano por la que se aprecia lo grandes y blancos que son los senos del aya, visibles a la luz de los trípodes de los guardias de la terraza. Ya había pensado antes que era ama de cría del bebé. Esto es relevante, de hecho, porque mi plan se basa en poder secuestrar al bebé con el aya, dejando a Andrómaca aquí, después de que «Afrodita» se le aparezca y le diga que el niño va a ser secuestrado por los dioses, como castigo por los innombrables fracasos de los troyanos, y que si Héctor quiere al niño, que vaya al Olimpo a rescatarlo, bla, bla, bla.

Primero tengo que hacerme con el bebé y luego con el aya (sospecho que puede que ella sea más fuerte que yo, y casi con toda certeza más ducha en la pelea, así que tendré que usar el táser, aunque no quiera), y luego los TCearé a los dos a la colina en rápida expansión demográfica de la antigua Indiana, buscaré a Nightenhelser (todavía no he decidido qué hacer con Patroclo) y convenceré al escólico de que vigile al niño y su ama hasta que yo vuelva a por ellos.

¿Estará Nightenhelser preparado para la tarea de mantener a raya a esta aya troyana durante días, semanas o meses hasta que todo esto se acabe? Si se produjera una pelea entre un profesor de clásicas del siglo XX y un ama de cría troyana del 1200 antes de Cristo, me parece que apostaría por el ama. Y le daría a mi oponente una buena ventaja. Bueno, eso es problema de Nightenhelser. Mi trabajo es buscar un medio de manipular a Héctor, una manera de convencerlo de que tiene que luchar contra los dioses, igual que la «muerte» de Patroclo fue mi mejor recurso para alistar a Aquiles en esta cruzada suicida, y ese medio duerme delante de mí ahora mismo.

El pequeño Escamandrio, a quien la gente de Ilión llama amorosamente Astianacte, «señor de la ciudad», se agita levemente en su sueño y se frota los puños diminutos contra sus rojizas mejillas. Invisible bajo el Casco de Hades, me detengo y miro al ama. Ella sigue durmiendo, aunque sé que un grito del bebé la despertará con toda certeza.

No sé por qué me quito la capucha-malla del Casco de Hades, pero lo hago, volviéndome visible. No hay nadie aquí excepto mis dos víctimas, y estarán a quince mil kilómetros dentro de unos segundos, incapaces de hacer ninguna descripción a ningún artista troyano para que haga un retrato robot de mi persona.

Me acerco de puntillas y aparto la mosquitera. Una brisa llega soplando del lejano mar y agita las cortinas de la terraza y el imperceptible tejido que rodea la cuna. Sin emitir un sonido, el bebé abre sus ojos azules y me mira directamente. Entonces me sonríe, a mí, su secuestrador, aunque yo creía que los bebes tenían miedo de los extraños, sobre todo de los extraños que aparecen en su dormitorio en plena noche. Pero, ¿qué sé yo de niños? Mi esposa y yo no tuvimos ninguno, y todos los estudiantes a los que enseñé a lo largo de los años eran adultos parcial o pobremente formados, todos larguiruchos y granujientos y peludos y socialmente torpes y de aspecto atontolinado. Yo ni siquiera habría sido capaz de decir si un bebé de menos de un año sabía sonreír.

Pero Escamandrio me está sonriendo. En un segundo empezará a hacer ruiditos y tendré que tomarlo en brazos, agarrar al ama, TCearnos de aquí pitando… ¿puedo TCear a otras dos personas conmigo? Lo descubriremos dentro de un segundo. Luego tengo que regresar y usar mis tres últimos minutos de tiempo morfeador para robar la forma de Afrodita y darle mi ultimátum a Andrómaca.

¿Se pondrá histérica la esposa de Héctor? ¿Chillará y sollozará? Lo dudo. Después de todo, en los últimos años ha visto a Aquiles matar a su padre y sus siete hermanos, ha visto a su madre convertirse en el botín de guerra de Aquiles y luego morir de enfermedad inmediatamente después de ser liberada, ha visto su hogar ocupado y destruido, y todavía ha sido capaz de engendrar… no sólo de engendrar, sino de parir un hijo sano para su marido, Héctor. Y ahora tiene que ver cómo Héctor parte a la batalla cada día, sabiendo en el fondo de su corazón que el destino de su amado ya ha sido sellado por la cruel voluntad de los dioses. No, no es una mujer débil. Incluso morfeado como Afrodita, será mejor que no aparte los ojos de las mangas de Andrómaca para asegurarme de que no tiene ninguna daga con la que recibir la noticia del secuestro de su hijo.

Extiendo las manos hacia el bebé. Mis dedos de uñas sucias están apenas a centímetros de su carne sonrosada. Las aparto.

No puedo hacerlo.

No puedo hacerlo.

Aturdido por mi propia impotencia incluso ante la condena (todo el mundo está condenado, pues incluso los griegos serán castigados por su victoria), salgo tambaleándome de la habitación, sin molestarme siquiera en ponerme el Casco de Hades.

Acerco la mano al medallón TC, pero me detengo. ¿Adónde voy? Lo que Aquiles esté haciendo ahora no importa en realidad. No puede conquistar el Olimpo por su cuenta, ni siquiera con el ejército aqueo, si los troyanos siguen todavía en guerra con ellos. De hecho, mi pequeña charada con el ejecutor de hombres puede que haya sido para nada: cabe la posibilidad de que Héctor y sus hordas derroten a los aqueos esta misma mañana mientras Aquiles sigue tirándose de los pelos y gritando de pena por el aparente asesinato de Patroclo. Ahora mismo a Aquiles le importan un comino los troyanos. Y cuando Héctor y el misterioso hombre que Tetis le prometió a Aquiles (para guiarlo hasta Héctor, le dijo, para mostrarle cómo llegar al Olimpo) no acudan a él, ¿sabrá que mi actuación fue sólo una actuación? Probablemente. Entonces la verdadera Atenea visitará a Aquiles para ver qué pasa y afirmará su inocencia ante el ejecutor de hombres de los pies ligeros, y quizá (sólo quizá) la Ilíada volverá a ser como era.

No importa.

Todo el plan idiota se ha acabado. Igual que Thomas Hockenberry, catedrático. Se terminó.

¿Pero adónde ir hasta que la violenta musa o la reanimada Afrodita me encuentren por fin? ¿Voy a visitar a Nightenhelser y al fastidiado Patroclo? ¿Voy a ver cuánto tardan los dioses en seguir mi pista cuántica una vez comprendan lo que he hecho… lo que intentaba hacer?

No. Eso sería condenar a Nightenhelser. Que se quede en la Indiana del 1200 antes de Cristo y procree con hermosas doncellas indias, quizá para fundar una universidad y enseñar cultura clásica (aunque la mayoría de los relatos clásicos no se han escrito todavía), y buena suerte para él con Patroclo, a quien no tengo ningunas ganas de volver a disparar con el táser para arrastrarlo de vuelta a la tienda de Aquiles. «¡Inocente! —podría hacer que le dijera mi Atenea morfeada en tres minutos—. Aquí tienes de vuelta a tu amigo, Aquiles. ¿Sin rencor?»

No, los dejaré en paz en Indiana.

¿Adónde voy? ¿Al Olimpo? La idea de la musa buscándome allí, de Zeus y sus ojos de radar mirándome, de Afrodita despertando… bueno, al Olimpo no. No esta noche.

Sólo se me ocurre un lugar y lo visualizo y toco el medallón TC y lo retuerzo y voy allí antes de que pueda cambiar de opinión.

Soy visible y Helena me ve de inmediato a la suave luz de las velas. Levanta un brazo de los cojines y dice:

—¿Hock-en-beee-rry?

Me quedo de pie y no digo nada. No sé por qué estoy aquí, en su dormitorio. Si llama a los guardias, o incluso sí se me acerca con esa daga, estoy demasiado cansado para luchar, demasiado cansado siquiera para huir con el TC. Ni siquiera se me ocurre pensar por qué su dormitorio está iluminado con velas a las cuatro y media de la madrugada.

Ella se me acerca, pero no con la daga. Me había olvidado de lo hermosa que es Helena de Troya: su figura suave y esbelta con el peplo transparente hace que la pechugona aya de Escamandrio parezca gorda y rechoncha en comparación.

—¿Hock-en-beee-rry? —dice en voz baja, con esa dulce pronunciación de mi nombres, tan difícil de decir en griego antiguo. Casi me echo a llorar cuando advierto que es el único ser humano en la Tierra, a excepción de Nightenhelser (que puede estar muerto a estas alturas), que conoce mi nombre—. ¿Estás herido, Hock-en-beee-rry?

—¿Herido? —consigo decir—. No. No estoy herido.

Helena me conduce al cuarto de baño adyacente a su dormitorio. Es aquí donde la vi por primera vez aquella noche. Hay velas encendidas aquí también, hay agua en un cuenco, y veo mi reflejo: los ojos rojos, la barba sin afeitar, exhausto. Advierto que llevo sin dormir… ¿cuánto tiempo? No puedo recordarlo.

—Siéntate —dice Helena, y me desplomo en el borde de una bañera de mármol—. ¿Por qué has venido, Hock-en-beee-rry?

Atropellándome con las palabras, digo:

—Intenté encontrar el fulcro.

Y sigo explicando mi inútil charada con Aquiles, el secuestro de Patroclo, mi plan para volver a los héroes de la guerra contra los dioses para salvar… a todos, a todo.

—¿Pero no mataste a Patroclo? —dice Helena, sus oscuros ojos intensos.

—No. Sólo lo llevé… a otro lugar.

—Usando el método de viajar de los dioses.

—Sí.

—¿Pero no pudiste llevarte a Astianacte, el hijo de Héctor, de esa forma?

Niego con la cabeza, aturdido.

Veo pensar a Helena, sus hermosos ojos oscuros perdidos en su concentración. ¿Cómo puede creer mis explicaciones? ¿Quién demonios cree que soy? ¿Por qué me ha ofrecido su amistad antes («ofrecer su amistad» es un eufemismo para esa larga noche de pasión) y que hará conmigo ahora?

Como en respuesta a esa última pregunta, Helena se levanta con expresión sombría y sale del cuarto de baño. La oigo llamar a alguien en el pasillo y sé que los guardias volverán con ella dentro de menos de un minuto, así que dirijo mi mano al pesado medallón TC.

No se me ocurre ningún sitio al que ir.

Me queda carga en mi bastón táser, pero no lo empuño mientras Helena regresa acompañada. No son guardias: son criadas. Esclavas.

Un minuto después me están desnudando, amontonando mis sucios ropajes junto a la pared mientras otras jóvenes traen altos jarrones de humeante agua caliente para el baño. Dejo que me quiten el brazalete morfeador, pero me quedo con el medallón TC. No debería mojarlo, pero no lo quiero fuera de mi alcance.

—Vas a bañarte, Hock-en-beee-rry —dice Helena de Troya. Alza una corta y brillante cuchilla—. Y luego yo voy a afeitarte. Toma, bebe esto. Restaurará tu energía y tu espíritu.

Me tienden una copa con un denso líquido.

—¿Qué es?

—La bebida favorita de Néstor —ríe Helena—. O lo era cuando el viejo loco solía visitar a mi marido, Menelao. Revigoriza.

La huelo, sabiendo que estoy siendo quisquilloso.

—¿Qué es?

—Vino, queso gratinado y cebada —dice Helena, acercando la copa a mis labios, empujándome las manos hacia arriba. Sus dedos se ven muy blancos contra mi piel sucia y oscurecida por el sol—. Pero también he añadido miel para endulzarla.

—Igual que Circe —digo, riendo estúpidamente.

—¿Quién, Hock-en-beee-rry?

Sacudo la cabeza.

—No importa. Sale en la Odisea. No importa. Irreli… irrele… irrelevante e inmaterial.

Bebo. El líquido tiene la fuerza de una coz de mula de Missouri. Me pregunto tontamente si hay mulas en Missouri hacia el 1200 antes de Cristo.

Las jóvenes criadas me han desnudado, poniéndome en pie para quitarme la túnica y la ropa interior. Ni siquiera se me ocurre sentirme cohibido. Estoy demasiado cansado y la bebida ha producido en mi cerebro un curioso zumbido.

—Báñate, Hock-en-beee-rry —dice, y me ofrece su brazo para sujetarme mientras me sumerjo en el profundo y humeante baño— Te afeitaré en el baño.

El agua está tan caliente que doy un respingo como un chiquillo. Me agacho despacio, vacilando ante la idea de permitir que el agua humeante alcance mi escroto. Pero lo hago (estoy demasiado cansado para combatir la gravedad) y cuando me apoyo en el mármol inclinado de la bañera y las criadas de Helena cubren de jabón mis mejillas y cuello, ni siquiera me preocupa que Helena sostenga la cuchilla tan cerca de mis ojos y mi yugular. Confío en ella.

Sintiendo que la bebida de Néstor me ha vuelto a dar energías, decido que si Helena me ofrece su cama le pediré que la comparta conmigo en esta última hora que falta hasta el amanecer. Cierro los ojos durante un instante. Sólo unos segundos.

Cuando me despierto es media mañana, como poco, y la luz entra con fuerza por las pequeñas ventanas situadas en lo alto de la pared. Voy limpio y afeitado, incluso perfumado. También estoy tendido en el frío suelo de piedra de una habitación vacía, no en el alto tálamo de Helena. Y estoy desnudo: completamente desnudo, sin ni siquiera el medallón TC a la vista. Mientras la consciencia de la realidad fluye a mi cerebro como agua reacia a un cubo con un agujero, advierto que estoy atado por múltiples correas de cuero a unas anillas de hierro que hay en el suelo y la pared. Las correas corren de mis muñecas (unidas por encima de mi cabeza) a la pared. Las correas de mis tobillos, que separan mis piernas, se extienden unos cuantos centímetros hasta otras dos anillas de hierro en el suelo.

La postura y situación serían embarazosas y levemente alarmantes si estuviera solo, pero no lo estoy. Hay cinco mujeres a mi alrededor, contemplándome. Ninguna parece divertida. Tiro de las correas y por instinto trato de cubrirme los genitales, pero las correas son cortas y mis manos ni siquiera pueden bajar más allá de mis hombros. Ni las correas de mis tobillos me permiten cerrar las piernas. Ahora veo que todas las mujeres sostienen dagas, aunque algunas de las hojas son lo suficientemente largas para que se las pueda considerar espadas.

Conozco a las mujeres. Además de Helena, en el centro, están Hécuba, la reina del rey Príamo y la madre de París, canosa pero atractiva. Junto a Hécuba está Laódice, hija de la reina y esposa del guerrero Helicaón. A la izquierda de Helena está Teano, hija de Ciseo, esposa del jinete troyano Antenor, y sobre todo (posiblemente lo más relevante para mi situación actual) la principal sacerdotisa de Atenea de Ilión. Me imagino que a Teano no le hará ninguna gracia oír que este simple mortal ha tomado la forma y usado la voz de la diosa a la que ha servido toda la vida. Contemplo la sombría expresión de Teano y deduzco que ya sabe la noticia.

Finalmente está Andrómaca, la esposa de Héctor, la mujer cuyo hijo yo iba a secuestrar y llevarme al exilio en Indiana. Su expresión es la más severa de todas. Da golpecitos en su palma con una larga daga de hoja afilada y parece impaciente.

Helena se sienta en un diván cerca de mí.

—Hock-en-beee-rry, tienes que contarnos a todas la historia que me contaste a mí. Quién eres. Por qué has estado observando la guerra. Cómo son los dioses y qué intentaste hacer durante la noche.

—¿Me liberaras primero? —Siento la lengua pastosa. Me ha drogado.

—No. Habla ahora. Di sólo la verdad. Teano ha recibido de Atenea el don de distinguir la verdad de la mentira, incluso de alguien cuyo acento es tan bárbaro como el tuyo. Habla ahora. No dejes nada por decir.

Vacilo. Tal vez mi mejor posibilidad sería mantener la boca cerrada.

Teano se arrodilla junto a mí. Es una joven hermosa con ojos gris claro, como su diosa. La hoja de su daga es corta, ancha, de doble filo y está muy fría. Sé que está fría porque acaba de colocar la hoja bajo mis testículos, alzándolos como si fuera a ofrecerlos con un cuchillo de sacrificios. La punta de la daga arranca sangre de mi sensible perineo y todo mi cuerpo intenta contraerse y alejarse, aunque consigo no gritar.

—Cuéntalo todo, no mientas en nada —susurra la alta sacerdotisa de Atenea—. A la primera mentira, te haré comer tu pelota izquierda. A la segunda, te comerás la derecha. A la tercera, les daré de comer a mis sabuesos lo que quede.

Así que, claro, lo cuento todo. Quién soy. Cómo me han revivido los dioses para mi trabajo escólico. Mis impresiones sobre el Olimpo. Mi revuelta contra mi musa, mi ataque a Afrodita y Ares, mi plan para volver a Aquiles y Héctor contra los dioses… todo. La punta de la daga nunca se mueve y el metal nunca se calienta.

—¿Tomaste la forma de la diosa Atenea? —susurra Teano—. ¿Tienes ese poder?

—Las herramientas que llevo lo hacen —dijo—, O lo hacían.

Cierro los ojos y rechino los dientes, esperando el corte, el tajo, la salpicadura.

Helena interviene.

—Cuéntale a Hécuba, Laódice, Teano y Andrómaca tu visión del futuro cercano. Nuestros destinos.

—No es un vidente a quien los dioses hayan dado ese don —dice Hécuba—. Ni siquiera es civilizado. Escuchad cómo habla. Bar bar bar.

—Admite que viene de muy lejos —dice Helena—. No puede evitar ser un bárbaro. Pero escucha lo que ve en nuestro futuro, noble hija de Dimas. Cuéntanos, Hock-en-beee-rry.

Me lamo los labios. Los ojos de Teano son transparentes, grises como el mar del Norte, los de una auténtica creyente, los ojos de un hombre de las Waffen SS. Los ojos de Hécuba son oscuros y menos inteligentes que los de Helena. La mirada de Laódice es sombría; la de Andrómaca es brillante y feroz y peligrosamente intensa.

—¿Qué queréis saber? —digo. Todo lo que diga será sobre las vidas de estas personas y sus maridos y la ciudad y sus hijos.

—Todo lo que sea cierto. Todo lo que creas que sabes —dice Helena.

Vacilo sólo un segundo entonces, intentando no prestar atención a la hoja feminista de Teano contra mis regiones inferiores.

—No es una visión del futuro, sino más bien mi recuerdo de una historia que se cuenta en vuestro futuro, que es mi pasado.

Sabiendo que lo que acabo de decir no tiene ningún sentido para ellas, y preguntándose si se debe a mi acento bárbaro (¿acento?, creo que no hablo este griego con acento) les hablo de los días y meses por venir.

Les cuento que Ilión caerá, que la sangre correrá por las calles, y que todos sus hogares serán pasto de las llamas. Le digo a Hécuba que su esposo, Príamo, será asesinado al pie de la estatua de Zeus en su templo privado. Le digo a Andrómaca que su marido, Héctor, morirá a manos de Aquiles cuando nadie de la ciudad tenga valor para salir a luchar junto a su amor, y que el cadáver de Héctor será arrastrado alrededor de la ciudad por el carro de Aquiles y que luego será llevado al campamento aqueo para que los soldados le meen encima y lo mordisqueen los perros griegos. Luego le cuento que dentro de sólo unas semanas, su hijo, Escamandrio, será arrojado desde el punto más alto de la muralla de la ciudad, y que sus sesos se desparramarán sobre las piedras de abajo. Le digo a Andrómaca que su dolor no terminará entonces, porque será condenada a vivir y la llevarán como esclava a las islas griegas, y como terminará sus días sirviendo comidas a los hombres que mataron a Héctor e incendiaron su ciudad y mataron a su hijo. Que acabará sus días escuchando sus chistes y sentada en silencio mientras los viejos héroes aqueos cuentan historias sobre aquellos gloriosos días de violaciones y saqueos.

Le describo a Laódice y Teano la violación de Casandra, y la violación de miles de mujeres y niñas troyanas y cómo miles más elegirán la espada en vez de la deshonra. Le cuento a Teano como Odiseo y Diomedes robarán la sagrada piedra de Paladión del templo secreto de Atenea y luego regresarán victoriosos para profanar y destruir el templo mismo. Le cuento a la sacerdotisa que sujeta su cuchillo bajo mis pelotas que Atenea no hace nada, nada, para detener esta violación, este saqueo y esta profanación.

Y le repito a Helena los detalles de la muerte de Paris y su propia esclavitud a manos de su antiguo esposo, Menelao.

Y entonces, cuando les he contado todo lo que sé de la Ilíada y explico de nuevo cómo no sé que todo esto vaya a pasar, pero les digo cuánto del poema ha pasado ya durante mis nueve años de servicio aquí, me detengo. Podría hablarles de los vagabundeos de Odiseo, del asesinato de Agamenón tras su vuelta a casa, e incluso de la Eneida de Virgilio con el triunfo final de Troya en la fundación de Roma, pero eso no les interesaría.

Cuando termino mi letanía de condenación, guardo silencio. Ninguna de las cinco mujeres está llorando. Ninguna de las cinco muestra ninguna expresión que no estuviera ya en su rostro cuando empecé a describir sus destinos.

Agotado, vacío, cierro los ojos y espero mi propio destino yo también.

Me permiten vestirme, aunque Helena hace que sus sirvientas me traigan ropa interior y un peplo nuevo. Helena toma cada herramienta (el medallón TC, el bastón táser, el Casco de Hades y el brazalete morfeador) y pregunta si es parte de «mi poder prestado de los dioses». Me pasa por la cabeza mentir (quiero recuperar sobre todo el Casco de Hades), pero al final digo la verdad respecto a cada artículo.

—¿Funcionará si una de nosotras intenta usarlo? —pregunta Helena.

Aquí vacilo, porque la verdad es que no lo sé. ¿Hicieron los dioses que el bastón y el brazalete morfeador dependieran de una huella dactilar para impedir que el arma caiga en manos griegas y troyanas si nosotros caíamos en el campo de batalla? Muy posiblemente. Ninguno de los escólicos lo ha preguntado jamás. El aparato morfeador y el medallón TC, al menos, requerirán cierto entrenamiento, y así se lo digo a las mujeres. El Casco de Hades casi con toda seguridad funcionará para cualquiera, ya que es un artefacto robado. Helena se queda con todas las herramientas, dejándome sólo con la armadura de impacto que está tejida en mi capa y el peto de cuero. Guarda los inapreciables regalos de los dioses en una pequeña bolsa bordada, las otras mujeres asienten y salimos.

Dejamos la casa de Helena (las cinco mujeres y yo) y caminamos por las calles de la ciudad hasta el Templo de Atenea.

—¿Qué va a pasar? —pregunto mientras recorremos las calles y callejones abarrotados, cinco mujeres de rostro sombrío con túnicas negras no muy distintas a los burkas musulmanes del siglo XX y un hombre confundido. No dejo de mirar hacia los tejados, esperando que la musa aparezca en su carro de un momento a otro.

—Silencio —susurra Helena—. Hablaremos cuando Teano proyecte seguridad a nuestro alrededor para que ni siquiera los dioses puedan oírnos.

Antes de entrar en el templo, Teano saca una túnica negra e insiste en que me la ponga. Ahora parecemos mujeres encapuchadas que entran en el templo por una puerta trasera y recorren pasillos vacíos, aunque una de las seis mujeres lleva sandalias de combate.

Nunca he estado en el templo, y lo que veo de la nave principal a través de las puertas abiertas no me decepciona. El espacio es enorme, oscuro, iluminado por candelabros que cuelgan y velas votivas. Huele igual y se me antoja igual que una iglesia católica: el olor a incienso en un espacio cavernoso donde incluso los ecos son silenciosos. Pero en vez de un altar católico y estatuas de la Virgen María y el Niño, este espacio está dominado por una enorme estatua central de Atenea de diez metros de altura, al menos, tallada en piedra blanca pero pintada de manera algo chillona, con labios rojos, mejillas rubicundas, piel rosa. Y sostiene un elaborado escudo de oro auténtico, lleva un peto de cobre pulido trenzado de oro, un cíngulo de lapislázuli y una lanza de doce metros de auténtico bronce. Es impresionante y me detengo ante la puerta abierta, mirando el santuario. Allí, justo ante las sagradas sandalias de Atenea, atrapará y violará Ayax el Grande a Casandra, la hija de Príamo.

Helena vuelve, me agarra por el brazo y me empuja bruscamente por el pasillo. Me pregunto si soy el primer hombre que ve el santuario interior del templo de Atenea en Ilión. ¿No están la estatua Paladión y el templo mismo guardados por jóvenes vírgenes? Alzo la cabeza y veo a la sacerdotisa Teano mirándome, y me apresuro en alcanzarlas. Teano no es virgen: es la feroz esposa de Antenor y un elemento que hay que tener en cuenta.

Sigo a las mujeres por una escalera en sombras hasta un amplio sótano, iluminado sólo por unas pocas velas. Aquí Teano mira alrededor, aparta un tapiz, saca una llave de extraña forma de un bolsillo de su peplo, la desliza en lo que parece una sólida pared y una plancha gira, dando paso a una escalera más empinada iluminada por antorchas. Teano nos hace entrar rápidamente.

Un pasillo conduce a cuatro habitaciones en este sótano bajo el sótano, y me llevan hasta la última, un lugar pequeño para el templo, de poco menos de seis metros por seis, amueblado sólo con una mesa de madera en el centro y cuatro trípodes que apenas brillan, uno en cada esquina. Hay una sola estatua de Atenea, más burda y más pequeña que todas las esculturas de arriba. Esta Atenea mide menos de metro veinte de altura.

—Éste es el auténtico Paladión, Hock-en-beee-rry —susurra Helena, refiriéndose a la sagrada escultura tallada a partir de una piedra que cayó del cielo un día, símbolo de la bendición de Atenea a la ciudad de Ilión. Cuando el Paladión sea robado, así cuenta la antigua historia, Troya caerá.

Teano y Hécuba miran a Helena en silencio. Mi antigua amante (bueno, mi antiguo rollete de una noche) vacía el contenido de la bolsa en la mesa y todos nos sentamos en taburetes de madera, contemplando el Casco de Hades, el brazalete morfeador, el bastón táser y el medallón TC. Sólo el medallón parece tener algún valor. El resto del material probablemente sería rechazado en un baratillo.

Hécuba se dirige a Helena.

—Dile a este… hombre… que tenemos que ver si su historia puede ser cierta. Si estos juguetes suyos tienen algún poder. —La madre de Héctor y París alza el brazalete morfeador.

Sé que ella no puede activarlo, pero de todas formas digo:

—Sólo le quedan minutos de poder. No juegues con eso.

La mujer me dirige una mirada terrible. Laódice recoge el bastón táser y lo hace girar en sus pálidas manos.

—¿Ésta es el arma que utilizaste para aturdir a Patroclo? —pregunta. Es la primera vez que ha hablado en mi presencia.

—Sí.

Le digo cuáles son los tres puntos que tengo que pulsar y retorcer para activar la vara. Estoy seguro de que el aparato está diseñado solo para funcionar cuando yo lo empuño. Sin duda los dioses no serian tan tontos como para permitir que el arma pueda ser usada por otros si yo la pierdo, aunque el doble botón y el movimiento en giro sean una especie de mecanismo de seguridad. Empiezo a explicarles a Laódice y las demás que sólo yo puedo usar las herramientas de los dioses.

Laódice me apunta al pecho con el táser y pulsa de nuevo el mango de la vara.

Una vez, cuando estaba de excursión con Susan por Brown County, Indiana, cruzábamos un prado en una altiplanicie cuando un rayo cayó a diez metros de mí, derribándome, cegándome y dejándome semiinconsciente varios minutos. Solíamos bromear al respecto (sobre las probabilidades en contra de una cosa así), pero el recuerdo de la descarga me dejaba siempre la boca seca.

Esta andanada es peor.

Parece que alguien me ha golpeado en el pecho con un atizador caliente. Salgo volando de mi taburete, aterrizo aturdido sobre el suelo de piedra y recuerdo haberme contraído con espasmos como un epiléptico, los brazos y piernas sacudiéndose salvajemente, antes de perder el conocimiento.

Cuando me recupero, dolorido, los oídos zumbando, la cabeza estallándome, las cuatro mujeres me ignoran. Están mirando a la nada en un rincón.

¿Cuatro mujeres? Creía que eran cinco. Me siento en el suelo y sacudo la cabeza, tratando de aclarar mi visión. Falta Andrómaca. Tal vez haya ido a buscar ayuda, a traer un curandero. Tal vez las mujeres pensaron que me había muerto.

De repente Andrómaca se hace visible en el espacio vacío hacia donde miran las otras. La esposa de Héctor retira de sus hombros la capucha del Casco de Hades y la muestra.

—El Casco de la Muerte funciona, tal como cuentan las viejas historias —dice Andrómaca—. ¿Por qué se lo darían los dioses a alguien como él? —asiente en mi dirección y deja caer el casco-capucha metálico sobre la mesa.

Teano recoge el medallón TC.

—No podemos hacer que esto funcione —dice—. Enséñanos.

Tras un momento de desconcierto advierto que la sacerdotisa me está hablando a mí.

—¿Por qué debería hacerlo? —digo, poniéndome en pie y apoyándome en la mesa—. ¿Por qué debería ayudaros?

Helena rodea la mesa y apoya la mano en mi antebrazo. Yo me aparto.

—Hock-en-beee-rry —ronronea—. ¿No sabes que los dioses te han enviado a nosotras?

—¿De qué estás hablando? —Contemplo la habitación.

—No, los dioses no pueden oírnos aquí dentro —dice Helena—. Las paredes de esta habitación están recubiertas de plomo. Los dioses no pueden ver ni oír a través del plomo sólido. Eso se sabe hace siglos.

Miro en derredor, los ojos entornados. Qué demonios. ¿Por qué no? La visión de rayos-X de Superman tampoco funcionaba con el plomo. Pero, ¿por qué hay una habitación a prueba de dioses en el templo de Atenea?

Andrómaca se acerca un paso.

—Amigo de Helena, Hock-en-beee-rry, nosotras, las mujeres de Troya y Helena, llevamos años planeando acabar con esta guerra. Pero los hombres (Aquiles, los argivos, nuestros propios padres y maridos troyanos) tienen poder sobre nosotras. Ellos sólo responden ante los dioses. Ahora los dioses han oído nuestras más secretas plegarias y te han enviado como nuestro instrumento. Con tu ayuda y nuestra planificación, cambiaremos el curso de los acontecimientos, salvando no sólo a nuestra ciudad, nuestras vidas y las vidas de nuestros hijos, sino también el destino de la humanidad, liberándonos del dominio de deidades crueles y arbitrarias.

Niego otra vez con la cabeza y me echo a reír con ganas.

—Hay un pequeño fallo en tu lógica, señora. ¿Por qué iban los dioses a enviarme como instrumento vuestro si vuestro objetivo es derrocar a los dioses? Eso no tiene sentido, mujer.

Las cinco mujeres troyanas me miran durante un momento. Entonces Helena dice:

—Hay más dioses que sueños en tu filosofía, Hock-en-beee-rry.

Me la quedo mirando durante un segundo, y luego decido que tiene que ser una coincidencia. Eso, o no he oído bien. Me duele todavía el pecho y los músculos por los espasmos del táser.

—Dadme las herramientas —digo, por probar.

Las mujeres me acercan el Casco de Hades, el bastón táser, el brazalete morfeador y el medallón TC. Alzo el bastón como para mantenerlas a raya.

—¿Cuál es vuestro plan? —pregunto.

—Mi marido nunca me habría creído si le hubiera dicho que la diosa Afrodita se había aparecido y se había llevado a Escamandrio y su aya para pedir rescate —dice Andrómaca—. Héctor ha servido a estos dioses toda su vida. No es un egomaníaco como el ejecutor de hombres Aquiles. Héctor habría pensado que todo lo que hubieran hecho los dioses era sólo para probarlo. A menos que Afrodita u otro dios matara a nuestro hijo delante de testigos, delante del propio Héctor. En ese caso, su cólera no conocería límites. ¿Por qué no mataste a mi hijo?

No tengo palabras para responder a eso. Así que Andrómaca responde por mí.

—Eres un tonto sentimental —replica ella—. Dices que Escamandrio morirá arrojado contra las piedras si no cambias los planes de los dioses.

—Sí.

—Y sin embargo te negaste a matar a un niño que ya está condenado a morir, aunque todo tu plan para terminar con esta guerra y ganar tu propia batalla con los dioses dependan de ello. Eres débil, Hock-en-beee-rry.

—Sí.

Hécuba me llama, pero yo sigo en pie, el bastón táser en la mano.

—¿Cuál es vuestro plan para acabar con esta guerra? —pregunto. Casi tengo miedo de preguntarlo. ¿Mataría Andrómaca a su propio hijo para salirse con la suya? La miro a los ojos y siento aún más temor.

—Te contaremos nuestro plan —dice la vieja reina Hécuba—, pero primero tienes que demostrarnos que esos dos últimos juguetes divinos funcionan.

Indica el brazalete morfeador y el medallón.

Sin dejar de observarlas, me pongo el brazalete. Según el indicador quedan menos de tres minutos de tiempo morfeador. Uso la función de escaneo para mirar a Hécuba, luego disparo la función morfeadora.

La auténtica Hécuba desaparece mientras yo ocupo su espacio de onda de probabilidad cuántica.

—¿Me creéis ahora? —digo con la voz de Hécuba. Alzo la muñeca (la muñeca de Hécuba) y les muestro el brazalete. Saco el bastón táser de debajo de su túnica. Las cuatro mujeres restantes, incluida Helena, se quedan boquiabiertas y retroceden un paso, tan sorprendidas como si hubiera atravesado a la vieja matrona con mi espada corta. Más sorprendidas, probablemente: la muerte por la espada es demasiado bien conocida por todas.

Salgo del morfeado y Hécuba cobra existencia en su lado de la habitación. Parpadea, aunque sé que no tiene sensación de que haya pasado tiempo ninguno, y las cinco mujeres se reúnen. Compruebo el indicador virtual del brazalete. Quedan dos minutos veintiocho segundos de tiempo morfeador.

Me cuelgo al cuello el medallón TC. Al menos este aparato no parece tener límite de energía.

—¿Queréis que me TCee fuera de aquí y luego vuelva para mostraros como funciona? —pregunto.

Hécuba ha recuperado la compostura.

—No —dice—. Todos nuestros planes, los tuyos y los nuestros, dependerán de tu habilidad para viajar al Olimpo sin ser detectado y regresar. ¿Puedes llevarnos allí a alguna de nosotras?

Vuelvo a vacilar.

—Puedo —digo por fin—, pero el Casco de Hades proporciona invisibilidad sólo a una persona. Si llevo a una de vosotras al Olimpo conmigo, la verán.

—Entonces debes traernos algo que demuestre que has viajado al Olimpo —dice Hécuba.

Alzo las manos, las palmas hacia arriba.

—¿Qué? ¿El orinal de Zeus?

Las cinco mujeres vuelven a retroceder un paso, como si hubiera dicho alguna obscenidad. Recuerdo que (por buenos motivos) la blasfemia no es el deporte casual que era en mi época, a finales del siglo XX. Estos dioses son muy reales, e insultarlos tiene sus consecuencias. Miro las paredes y espero que el plomo nos proteja en efecto de la mirada del Olimpo… no por el chiste a costa de la escupidera, sino por lo que parece que planeamos decidir aquí.

—Cuando estuve con Afrodita durante el juicio de los dioses —dice Helena en voz baja—, vi a la diosa cepillarse el brillante cabello con un hermoso peine de plata forjado por algún dios de la artesanía. Ve a sus habitaciones en el Olimpo y tráelo.

Empiezo a recordarles lo que les he dicho ya, que Afrodita está ahora mismo flotando en una tina de curación, pero de pronto caigo en la cuenta de que eso da igual. Su peine no estará en el tanque con ella.

—Muy bien —digo, agarrando el medallón y recogiendo el Casco de Hades—. No os vayáis a ninguna parte mientras estoy fuera.

Me pongo la capucha antes de disparar el medallón, así que mi voz debe de llegarles desde el vacío en el segundo o dos que transcurren antes de que me TCee.

No sé con seguridad dónde están las habitaciones privadas de Afrodita (probablemente ocupa una de esas casas blancas del tamaño de un templo situadas a lo largo del cráter del lago de aquí arriba), pero recuerdo que en el momento en que me llevó aparte, casi seduciéndome, cuando me dijo que tenía que matar a Atenea, la musa me había llevado a ver a Afrodita a una cámara situada a la salida del gran salón de los dioses. Si no eran sus habitaciones privadas, mantenía por lo visto un apartamento en el gran salón, una especie de pied-à-terre olímpico.

Aparezco en el gran salón y contengo el aliento.

Los muchos niveles están vacíos, el salón casi oscuro y en la gigantesca piscina de visión holográfica sólo hay estática tridimensional. Pero varios dioses están aquí, incluido Zeus, a quien yo imaginaba lejos, sentado en el monte Ida contemplando la matanza en el campo de batalla de Troya. El rey de los dioses está sentado en su alto trono dorado. Cerca hay otros dioses varones, entre ellos Apolo. Todos son altos, de tres metros o más. Estoy a doce metros de distancia y soy invisible bajo el Casco de Hades, pero casi contengo el aliento, temeroso de que me oigan respirar. Pero su atención está fija en otra cosa.

Ante el trono, en el centro del círculo de dioses, incongruentes por decirlo de manera suave, se encuentran lo que parece ser un gigantesco cangrejo metálico, cascado y abollado, del tamaño de un Ford Expedition, un par de aparatos de aspecto futurista y un pequeño y brillante robot humanoide. El robot está hablando… en inglés. Los dioses lo escuchan, pero no parecen contentos.