La Cuenca Mediterránea
Savi condujo durante otra hora por la carretera de barro rojo, internando el reptador en los campos y desniveles de la Cuenca Mediterránea. Estaba oscuro y llovía, con relámpagos y truenos que hacían vibrar la esfera de cristal del habitáculo de pasajeros. Daeman señaló las cruces con sus formas humanoides a la luz de uno de los brillantes destellos.
—¿Qué son? ¿Personas?
—Personas no —respondió Savi—. Calibani.
Antes de que pudiera dar más explicaciones, Daeman dijo:
—Tenemos que parar.
Savi así lo hizo. Encendió los faros y las luces del techo y se quitó las gafas de visión nocturna.
—Estoy muerto de hambre —dijo él.
—Tengo dos barras de comida en mi mochila…
—Me muero de sed —dijo él.
—Tengo una botella de agua en la mochila. Y podemos abrir la burbuja y recoger un poco de agua de lluvia…
—Tengo que ir al baño —dijo Daeman—. Es urgente.
—Ah, bueno —-dijo Savi—. El reptador tiene un montón de comodidades, pero no un cuarto de baño. Probablemente nos venga bien hacer una paradita.
Tocó dos botones virtuales y el campo de fuerza dejó de apartar la lluvia del cristal y una pieza de la parte lateral de la burbuja se descorrió. El aire era fresco y olía a campos mojados y a cosecha.
—¿Fuera? —dijo Daeman, sin tratar de ocultar su horror—. ¿Al descubierto?
—En el campo de maíz —dijo Savi—. Allí hay más intimidad.
Buscó en su mochila y sacó un rollo de papel. Ofreció un poco a Daeman.
Él la miró con horror.
—Me vendrá bien una parada de descanso —dijo Harman, aceptando el fino papel—. Vamos, Daeman. Los hombres a la derecha del reptador. Las damas a la izquierda.
Salió por la abertura y bajó por la escalerilla. Daeman lo siguió, todavía sujetando los papeles como si fueran un talismán, y la anciana bajó tras él con más gracia de la que Daeman había demostrado.
—Tendré que ir a la derecha también —dijo Savi—. Tras una hilera diferente de maíz, tal vez, pero no demasiado lejos.
—¿Por qué? —empezó a decir Daeman, pero entonces vio la pistola negra en su mano—. Oh.
Ella se guardó la pistola en el cinturón y los tres se apartaron de la carretera, cruzaron una zanja baja, un prado fangoso y se internaron en los altos maizales. La lluvia caía ahora con fuerza.
—Nos vamos a empapar —dijo Daeman—. No he traído mi ropa autosecadora…
Savi miró al cielo mientras los relámpagos saltaban de nube en nube y los truenos resonaban por la ancha cuenca.
—Tengo vuestras dos termopieles en la mochila. Cuando volvamos al reptador, podréis ponéroslas hasta que las otras prendas se sequen.
—¿Hay algo más en esa mochila mágica de lo que quieras hablarnos? —pregunto Harman.
Savi negó con la cabeza.
—Unas cuantas barras de comida. Cartuchos. Un localizador y algunos mapas que yo misma he dibujado. Nuestras termopieles. Una botella de agua. Una sudadera de repuesto que llevo siempre. Eso es todo.
Ansioso como estaba por llegar a la intimidad del campo de maíz, Daeman se detuvo para echar un vistazo alrededor.
—¿Estamos a salvo aquí? —preguntó.
Savi se encogió de hombros.
—No hay voynix.
—¿Qué hay de esos… como los llamaste?
—Calibani —dijo Savi—. No te preocupes por ellos esta noche.
Él asintió y se internó en la primera hilera de maíz. Los tallos se alzaban dos o tres palmos por encima de su cabeza. La lluvia golpeaba con fuerza las anchas hojas. Retrocedió.
—Está realmente oscuro ahí.
Harman ya había desaparecido en el maizal y Savi caminaba en la otra dirección, pero se detuvo, se dio la vuelta, regresó y le tendió a Daeman la linterna.
—Hay suficiente luz para mí.
Daeman se abrió paso entre los altos tallos hasta ocho o diez hileras más allá, tratando de llegar lo suficientemente lejos para ser completamente invisible. Luego avanzó otras siete u ocho hileras para estar a salvo. Encontró un surco menos fangoso que los demás, miró alrededor, apoyó la linterna contra un tallo para que el haz apuntara sólo hacia arriba (lo que le recordó la luz azul de Jerusalén), y entonces se bajó los pantalones, se agachó y cavó un agujero con las manos. ¿Cómo llamó Savi a esto?, pensó. ¿Camping?
Cuando terminó (un terrible alivio, a pesar de las primitivas condiciones) se limpió lo mejor que pudo con el papel empapado que llevaba en la mano, decidió que no era suficiente, lo tiró al agujero encharcado y palpó el bulto del bolsillo de su túnica. Sacó los sesenta centímetros de tela doblada que siempre llevaba consigo. Su paño turín. A la luz de la linterna, entre los tallos que se alzaban sobre él, estudió el fino lino y los maravillosos bordados de microcircuitos impresos que llevaban el drama turín directamente al cerebro. Contemplar a los troyanos luchar contra los aqueos había sido un hábito ocasional suyo durante años, pero después de conocer al Odiseo real (si el hombre de la barba era el Odiseo real, cosa que no parecía probable), Daeman no sentía ya mucho interés por el drama turín. Odiseo no sólo se había acostado con una de las muchachas a quienes Daeman planeaba seducir, Hannah, sino que se había marchado a Ardis Hall con su principal objetivo, Ada. A pesar de todo, sostuvo el maravilloso paño de lino, como sopesándolo.
Al diablo. Daeman lo utilizó (sintiendo un inesperado placer en tratar al arrogante Odiseo de esta forma, aunque fuera de manera diferida), lo arrojó al agujero, echó barro encima, se subió los pantalones y se colocó la túnica, intentó lavarse las manos en los tallos de maíz mojados de lluvia, y luego recogió la linterna y caminó las dos docenas de surcos para salir del campo.
Pero el campo no tenía fin. Unos treinta y cinco surcos más allá, estaba seguro de haber tomado la dirección equivocada. Se dio media vuelta, intentando encontrar el camino correcto (todo lo que tenía que hacer era seguir sus pisadas en el barro en la dirección opuesta), pero el giro lo desorientó, de modo que no supo en qué dirección caminaba. Y no veía las pisadas por ninguna parte. Los relámpagos eran más intensos ahora, la lluvia caía con más fuerza.
—¡Socorro! —gritó Daeman. Esperó un segundo, no oyó ninguna respuesta y gritó de nuevo—. ¡Socorro! ¡Me he perdido!
Los truenos apagaron ambos gritos.
Se giró de nuevo, y luego otra vez, decidió que aquella tenía que ser la buena dirección para regresar y empezó a correr por el maizal, doblando tallos, apartándolos con la pequeña linterna. Se olvidó de contar las hileras, pero había pasado cuarenta o cincuenta antes de volver a detenerse.
—¡Socorro! ¡Estoy aquí!
Esta vez ningún trueno ahogó sus gritos, pero siguió sin haber ninguna respuesta, ningún ruido excepto el golpeteo de la lluvia contra los tallos de maíz y el chapoteo de sus empapados zapatos de ciudad.
Se puso a seguir un surco, mirando a ambos lados por si veía luz o movimiento, sin pensar que así se apartaría de los otros dos. Al cabo de varios minutos tuvo que detenerse a recuperar el aliento.
Un rayo cayó a menos de un kilómetro de distancia y el trueno recorrió el alto maizal como una onda de choque. Daeman parpadeó tras las imágenes residuales del relámpago y advirtió que el maizal parecía menos denso a su derecha. Tenía que ser el borde del campo.
Corrió las últimas quince hileras y salió al claro.
No era el borde del campo por donde había entrado, pero sí un claro, de unos seis metros de ancho por tres de profundidad. En el centro del claro, sobresalía siete u ocho palmos por encima del maíz una gran cruz de metal. Daeman pasó el haz de la linterna desde la base de la cruz hasta la parte superior.
La figura no estaba colgada de la cruz, sino más bien acunada dentro de la forma hueca de metal, el torso desnudo insertado en la recta columna, los brazos pelados extendidos en el travesaño. El haz de la linterna tembló con la lluvia mientras Daeman se quedaba mirando.
No era un hombre. Al menos no se parecía a ningún hombre que Daeman hubiera visto. La cosa-hombre estaba desnuda y era lampiña, con escamas y verdosa: no verde como un pez, sino del verde que Daeman siempre había imaginado que sería el color de los cadáveres antes de que la fermería acabara con esas barbaridades. Sus escamas eran pequeñas y numerosas y brillaban con la luz de la linterna. La cosa era musculosa, pero desgarbada: los brazos demasiado largos, los antebrazos demasiado flacos, las muñecas demasiado poderosas, los nudillos demasiado grandes, garras amarillas en vez de uñas, muslos demasiado desarrollados, los pies con tres dedos y extrañamente separados. Era un macho: el pene y el escroto eran obscenamente visibles y chillonamente rosados bajo el estómago plano y el musculoso abdomen. De nuevo algo antinatural, como una tortuga o un tiburón con genitales casi humanos. La parte superior del torso, el cuello como de serpiente y la cabeza sin pelo eran los aspectos menos humanos de la criatura. La lluvia resbalaba por los músculos y las escamas y los ligamentos hasta gotear por el áspero metal negro de la cruz.
Los ojos estaban hundidos bajo un ceño a la vez de simio y de pez; la cara tenía algo más parecido a un morro o unas agallas que a una nariz. Bajo el morro, la boca de la cosa estaba levemente entreabierta. Daeman contempló los largos dientes amarillos (ni humanos ni animales, más parecidos a los de un pez si los peces fueran monstruos), y una lengua demasiado larga y azulada que se sacudía mientras Daeman miraba. Apuntó más arriba con la linterna y estuvo a punto de saltar.
Los ojos de la cosa-hombre se habían abierto (oblongos ojos amarillos de gato, sin la fría conexión de un gato con la humanidad), con diminutas hendiduras negras en el centro. La cosa… ¿cómo la había llamado Savi?, ¿calibani?, se agitó en su cruz-nicho, abrió las manos extendiendo los dedos y las largas garras reflejaron la luz; las piernas y el torso se agitaron como si la criatura estuviera despertando y desperezándose.
No había nada que la detuviera. No había nada que le impidiera abalanzarse sobre Daeman en ese mismo instante.
Daeman intentó correr, pero descubrió que no podía darle la espalda a la criatura, que se sacudió de nuevo y liberó la mano derecha y la mayor parte del brazo de la cruz-nicho. En los pies, advirtió Daeman ahora, también tenía garras amarillas al final de unas extensiones parecidas a aletas.
Hubo un rugido y un estrépito detrás de Daeman (más calibani, libres ya de sus cruces, estaba seguro) y el pobre se dio media vuelta para afrontar su ataque, alzando la linterna como una porra y perdiendo la luz que ésta le ofrecía.
Resbaló, o le fallaron las piernas, y Daeman cayó de rodillas en el barro del claro. Quiso llorar, pero le pareció que no lo hacía en los dos o tres segundos que transcurrieron hasta que el reptador apareció entre el maíz, cerniéndose como una araña monstruosa sobre él y el maizal y la cruz y el inmóvil calibani. Los ocho faros del reptador se encendieron, cegándolo. Daeman se cubrió el rostro con el brazo, pero, advirtió más tarde, más para ocultar sus lágrimas que para proteger sus ojos de la luz.
Vestidos con termopieles, los dos hombres recostados en los ajados asientos de cuero y la anciana apoyada en la curva interior de la estera de cristal, comieron sus barras nutritivas, fueron pasándose la botella de agua, y contemplaron la tormenta en silencio un rato. Daeman le había pedido a Savi que se alejara del campo, de la cruz y de la criatura, así que ella había conducido durante dos o tres kilómetros por la carretera de barro rojo antes de aparcar a un lado y desconectarlo todo menos el campo de fuerza y los tenues paneles virtuales del reptador.
—¿Qué era esa cosa? —dijo Daeman por fin.
—Uno de los calibani —respondió Savi. Parecía cómoda apoyada en la pared de cristal, la mochila tras la cabeza.
—Sé cómo los llamaste —replicó Daeman—. ¿Qué es lo que son?
Savi suspiró.
—Si empiezo a explicar una cosa, entonces, tendré que explicar el resto. Hay un montón de cosas que los eloi no sabéis… casi nada, en realidad.
—¿Por qué no empiezas por explicar por qué nos llamas eloi? —dijo Harman. Su voz era dura.
—Supongo que empezó como una especie de insulto —dijo Savi. Los relámpagos destellaban, iluminando las arrugas de su rostro, pero la tormenta se había alejado tanto que el trueno llegó tarde, de muy lejos—. Aunque para ser justos, llamaba a mi gente así antes de llamaros así a vosotros.
—¿Qué significa? —exigió Daeman.
—Es un término de una historia muy antigua de un libro muy antiguo —dijo Savi—. Trata de un hombre que viaja a través del tiempo hasta el lejano futuro y descubre que la humanidad ha evolucionado en dos razas: una amable, perezosa, sin sentido, que disfruta al sol, los eloi, y la otra fea, monstruosa, productiva, tecnológica, pero oculta en las cavernas y la oscuridad, los morlocks. En el libro, los morlocks proporcionaban comida, refugio y ropa a los eloi, hasta que estos engordaban a base de bien. Y entonces los morlocks se los comían.
Los relámpagos destellaron de nuevo entre los campos, pero era una luz pálida y lejana.
—¿Así es nuestro mundo? —preguntó Daeman—. ¿Nosotros somos los eloi y los calibani y los voynix son los morlocks? ¿Nos comen?
—Ojalá fuera tan sencillo —dijo Savi. Se rio en voz baja, pero sin rastro de alegría.
—¿Qué son los calibani? —preguntó Harman.
En vez de responder, la anciana dijo:
—Daeman, muéstrale a Harman uno de los trucos de tu palma.
Daeman vaciló.
—¿Cuál? ¿Cercanet o lejonet?
—Sabemos dónde estamos, querido —dijo la anciana con sarcasmo—. Muéstrale lejonet.
Daeman frunció el ceño, pero así lo hizo. Le dijo a Harman que pensara en tres cuadrados azules en el centro de tres círculos rojos y de repente un óvalo azul empezó a flotar sobre las palmas de ambos.
—Piensa en alguien —dijo Daeman, sintiéndose extraño. Nunca le había enseñado nada a nadie, si no se contaban las técnicas sexuales—. En cualquiera —añadió—. Sólo visualízalo.
Harman parecía dubitativo pero concentrado. Una representación aérea de Ardis llenó el óvalo de Harman, y luego un diagrama del trazado de Ardis Hall. Una estilizada figura femenina se encontraba junto a un grupo de estilizados hombres y mujeres en el porche delantero
—Ada —dijo Daeman—. Estabas pensando en Ada.
—Increíble —dijo Harman. Contempló la imagen un instante—. Voy a visualizar a Odiseo.
La imagen se agitó, cambió de tamaño, buscó, pero no encontró nada.
—Lejonet no tiene datos sobre Odiseo, según Savi —dijo Daeman—. Pero vuelve con Ada. Mira dónde está.
Harman frunció el ceño pero se concentró. El estilizado dibujo de Ada se hallaba en un campo de unos cien metros detrás de Ardis Hall. Había docenas de figuras humanas sentadas delante y alrededor de un vacío. Ada se unió a la multitud.
Daeman miró la imagen de la palma de Harman.
—Me pregunto qué está pasando allí. Si Odiseo está en ese punto vacío, parece que el viejo bárbaro se está dirigiendo a la multitud.
—Y Ada lo está escuchando o lo está viendo actuar —dijo Harman. Apartó la mirada del óvalo de su palma—. ¿Qué tiene esto que ver con mi pregunta, Savi? ¿Quiénes son los calibani? ¿Por qué intentan matarnos los voynix? ¿Qué está pasando?
—Unos cuantos siglos antes del último fax —dijo ella, uniendo las manos—, los posthumanos se pasaron de listos. Su ciencia era impresionante. Huyeron de la Tierra y se fueron a sus anillos orbitales durante la terrible epidemia rubicón. Pero seguían siendo dueños de la Tierra. Creían que eran los dueños del universo.
»Los posts habían cubierto toda la Tierra con la forma limitada de transmisión y recuperación de datos que vosotros llamáis faxear, y estaban experimentando (jugando en realidad) con el viaje en el tiempo, la teleportación cuántica y otras cosas peligrosas. Muchos de sus juegos se basaban en antiguas ciencias que se remontaban al siglo XIX (la física de los agujeros negros, la teoría de los agujeros de gusano, la mecánica cuántica), pero sobre todo se basaban en el descubrimiento del siglo XX de que, en el fondo, todo es información. Datos. Consciencia, materia energía. Todo es información.
—No lo comprendo —dijo Harman. Parecía enfadado.
—Daeman, le has enseñado a Harman la función de lejonet. ¿Por qué no le muestras todonet?
—¿Todonet? —repitió Daeman, alarmado.
—Ya sabes, cuatro triángulos azules sobre tres círculos rojos sobre cuatro triángulos verdes.
—¡No! —dijo Daeman. Desconectó su propia función palmar. El brillo azul se apagó.
Savi miró a Harman.
—Si quieres empezar a comprender por qué estamos aquí esta noche, por qué los posthumanos dejaron la Tierra para siempre, y por qué los calibani y los voynix están aquí, visualiza cuatro triángulos azules sobre tres círculos rojos sobre cuatro triángulos verdes. Es más fácil con la práctica.
Harman miró receloso a Daeman, pero cerró los ojos y se concentró.
Daeman se concentró en no visualizar esas figuras. Se obligó a recordar a Ada desnuda cuando adolescente, a recordar la última vez que practicó el sexo con una muchacha, a recordar a su madre reprendiéndolo…
Daeman miró al otro hombre. Harman se había puesto en pie, tambaleándose, y estaba girando, sacudiendo la cabeza, mirándolo todo boquiabierto.
—¿Qué ves? —preguntó Savi en voz baja—. ¿Qué oyes?
—Dios… Dios… —gimió Harman—. Veo… Jesucristo. Todo. Todo. Energía… las estrellas están cantando… el maíz de los campos está hablando con la Tierra y la Tierra le responde. Veo… El reptador está lleno de pequeños microbios que lo reparan, lo enfrían… Veo… ¡Dios mío, mi mano!
Harman estaba estudiando su mano con expresión de total horror y revelación.
—Ya es suficiente para la primera vez —dijo Savi—. Piensa en la palabra «apagado».
—Todavía… no… —jadeó Harman. Se desplomó contra la pared de cristal de la esfera de pasajeros y la arañó débilmente como intentando abarcarla—. Es tan… tan hermoso… casi puedo…
—¡Piensa en «apagado»! —rugió Savi.
Harman parpadeó, cayó contra la pared y volvió un rostro pálido y demudado hacia ella.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. Lo he visto… todo. Lo he oído… todo.
—Y no has comprendido nada —dijo Savi—. Pero tampoco lo comprendo yo cuando estoy en todonet. Quizá ni siquiera los posthumanos lo comprendían todo.
Harman se acercó tambaleándose a su asiento y se desplomó en él.
—¿Pero de dónde procede?
—Hace milenios —dijo Savi—, los verdaderos humanos antiguos tenían una burda tecnología de información llamada Internet. Con el tiempo decidieron domar Internet y crearon una cosa llamada Oxígeno: no el gas, sino inteligencias artificiales que flotaban dentro y sobre y más allá de Internet, dirigiéndola, conectándola, marcándola, guiando a los humanos a través de ella cuando buscaban personas o información.
—¿Cercanet? —dijo Daeman. Sus manos temblaban y ni siquiera había accedido a lejonet ni todonet esa noche.
Savi asintió.
—Lo que condujo a cercanet. Con el tiempo, Oxígeno evolucionó en la noosfera, una logosfera, una esfera de datos de todo el planeta. Pero eso no fue suficiente para los posthumanos. Conectaron esta noosfera, esa superinternet, con la biosfera, los componentes vivos de la Tierra. Toda planta y animal y gota de energía del planeta conectados con la noosfera. Crearon una ecología de información completa y total que carecía sólo de consciencia de sí misma e identidad. Entonces, los posthumanos, estúpidamente, le dieron consciencia de sí misma, diseñando no sólo una inteligencia artificial abrumadora, sino permitiendo también que desarrollara su propia personalidad. Esta supernoosfera se llamó a sí misma Próspero. ¿Os suena ese nombre a alguno?
Daeman negó con la cabeza y miró a Harman, pero aunque el otro hombre sabía leer libros, también negó.
—No importa —rio Savi—. De repente los posthumanos tuvieron un… oponente que no pudieron controlar. Y la cosa no acabó aquí. Los posthumanos estaban usando programas autoevolutivos y proyectos de otro tipo también, permitiendo que sus ordenadores cuánticos persiguieran sus propios fines. Por increíble que parezca, consiguieron agujeros de gusano estables, consiguieron el viaje temporal, y transportaron a personas… a humanos antiguos, como conejillos de indias, pues nunca arriesgaron sus propias vidas inmortales, a través de puertas tempoespaciales vía teleportación cuántica.
—¿Qué tiene eso que ver con los calibani? —insistió Harman, todavía intentando despejar de su cabeza las imágenes de todonet.
—La entidad noosférica Próspero o bien tiene un sentido del humor muy avanzado o no tiene ninguno. A la biosfera sentiente la llamó Ariel, una especie de espíritu de la Tierra y, juntos, Ariel y Próspero crearon a los calibani. Hicieron evolucionar una rama de la humanidad (no antigua, ni post, ni eloi) para convertirla en el monstruo que visteis en la cruz esta noche.
—¿Por qué? —preguntó Daeman. Apenas fue capaz de pronunciar las sílabas.
—Para detener a los voynix —dijo la anciana—. Para expulsar a los posthumanos de la Tierra antes de que pudieran causar más daño. Para hacer cumplir cualquier capricho que las puntas de la trinidad noosférica de Próspero y Ariel quieran que se cumpla.
Daeman trató de comprender esto. No lo consiguió. Finalmente, dijo:
—¿Por qué estaba esa cosa en la cruz?
—No estaba en la cruz —dijo Savi—. Estaba dentro de la cruz. Es un nicho recargador.
Harman estaba tan pálido que Daeman creyó que el otro hombre iba a vomitar.
—¿Por qué crearon los posts a los voynix?
—Oh, ellos no crearon a los voynix —dijo Savi—. Los voynix vinieron de otro lugar, sirviendo a otra gente que tenía sus propios planes.
—Siempre he pensado que eran máquinas —dijo Daeman—. Como los otros servidores.
—No —respondió Savi.
Harman contempló la noche. La lluvia había cesado y los rayos y truenos se habían trasladado al horizonte. Se veían unas cuantas estrellas entre los jirones de nubes.
—Los calibani mantienen apartados a los voynix de esta Cuenca.
—Son una de las cosas que mantienen alejados a los voynix —-reconoció Savi. Parecía complacida. Hablaba como una profesora uno de cuyos alumnos hubiera resultado no ser un completo idiota.
—¿Pero por qué no nos han matado los calibani? —le preguntó Harman.
—Por nuestro ADN.
—¿Nuestro qué? —dijo Daeman.
—No importa, queridos. Os basta con saber que tomé un poco de vuestro pelo y que eso, junto con un rizo propio, nos ha salvado a todos. Hice un trato con Ariel. Permítenos pasar esta vez y te prometo salvar el alma de la Tierra.
—¿Has visto a la entidad terrestre Ariel? —preguntó Harman.
—Bueno, no lo he visto exactamente —dijo Savi—. Pero he charlado con él a través del interfaz biosfera-noosfera. Hicimos un trato.
Daeman supo entonces que la anciana estaba completamente loca. Vio la mirada de Harman y supo que éste había llegado a la misma conclusión.
—No importa —dijo Savi. Ahuecó su mochila como si fuera una almohada y cerró los ojos—. Dormid un poco, queridos. Mañana tendréis que estar descansados. Mañana, con un poco de suerte, volaremos arriba, arriba, arriba, hasta la capa orbital.
Se quedó dormida y empezó a roncar antes de que Harman y Daeman pudieran intercambiar otra mirada de preocupación.