35

A 12,000 metros sobre la Llanura de Tharsis

—¿Qué dice Proust sobre los globos?

—No mucho —contestó Orphu de Io—. No le gustaba viajar en general. ¿Qué dice Shakespeare sobre los globos?

Mahnmut dejó pasar el comentario.

—Ojalá pudieras ver esto.

—Ojalá pudiera verlo, sí —dijo Orphu—. Descríbemelo todo.

Mahnmut miró hacia arriba.

—Estamos tan alto que el cielo sobre nosotros es casi negro, remitiendo a un azul oscuro y luego a azul más claro hacia el horizonte, que es definitivamente curvo. Veo la bruma de la atmósfera en ambas direcciones. Debajo de nosotros sigue habiendo nubes: la luz del amanecer hace que brillen doradas y rosadas. Detrás de nosotros, la capa de nubes está completamente rota y distingo el agua azul y los acantilados rojos del Valle Marineris extendiéndose hasta el horizonte oriental. Al oeste, hacia donde viajamos, las nubes cubren casi toda la Llanura de Tharsis (arropan el suelo a lo largo de las montañas), pero los tres volcanes más cercanos sobresalen de las nubes doradas. El Monte Arsia es el más lejano, a la izquierda, luego vienen el Monte Pavonis, y el Monte Ascraeus un poco más a la derecha, al norte. Todos son de un blanco brillante, cubiertos de nieve y hielo, brillan con el sol de la mañana.

—¿Puedes ver ya el Olympus? —preguntó Orphu.

—Oh, sí. Aunque es el más lejano, el Monte Olympus es el más alto y se alza sobre la curvatura occidental del planeta. Está entre el Pavonis y el Ascraeus, pero obviamente se encuentra mucho más a la izquierda. También lo blanquean el hielo y la nieve, pero la cumbre está despejada, y se ve roja a la luz del amanecer.

—¿Puedes ver el Laberinto Noctis donde dejamos a los zeks?

Mahnmut se asomó por el borde de la barquilla que había construido y miró hacía abajo y hacia atrás.

—No, todavía lo cubren las nubes. Pero mientras nos elevábamos vi la cantera, los muelles y todo el jaleo del Noctis. Más allá del puerto y la cantera, el amasijo de cañones y acantilados desmoronados se extiende cientos de kilómetros al oeste y docenas al norte y al sur.

Había estado lloviendo durante los últimos días de su viaje en falucho, y a su llegada a los abarrotados muelles de la cantera de los HV del Laberinto Noctis, y todavía llovía cuando Mahnmut terminó de montar la barquilla, infló el globo con sus propios tanques y se elevó sobre lo que sólo podía ser llamado la ciudad de los hombrecillos verdes. Uno de los HV (o zeks, como se llamaban a sí mismos) había ofrecido su corazón para entablar comunicación, pero Mahnmut negó con la cabeza. Tal vez no morían como individuos, como argumentaba Orphu, pero la sensación de gastar a otro hombrecillo verde era más de lo que Mahnmut podía soportar. En cambio, los zeks congregados comprendieron inmediatamente lo que estaba haciendo Mahnmut con su barquilla improvisada, y se movieron rápidamente para ayudarlo a conectar cables, extender el tejido del globo de alta presión y una sola cámara mientras se inflaba lentamente, y asegurar cables a tierra contra el viento, trabajando tan eficazmente como una cuadrilla bien entrenada.

—¿Qué aspecto tiene el globo? —preguntó Orphu. El moravec del espacio profundo estaba atado en el centro de la barquilla ampliada, sujeto por muchos metros de cable y encajado en un armazón que Mahnmut había dispuesto. Cerca, protegidos y asegurados, estaban el transmisor y el pequeño Aparato.

—Es como una calabaza gigante —dijo Mahnmut.

Orphu se agitó por tensorrayo.

—¿Has visto alguna vez una calabaza de verdad?

—Por supuesto que no, pero ambos hemos visto imágenes. El globo es ovoide, naranja, más ancho que alto, de unos sesenta y cinco metros de diámetro y unos cincuenta metros de altura. Tiene franjas verticales como una calabaza… y es naranja.

—Creía que estaba recubierto de material de camuflaje —dijo Orphu, sorprendido.

—Lo está. Material de camuflaje naranja. Supongo que nuestros diseñadores moravec no tuvieron en cuenta la posibilidad de que la gente que lo pudiera detectar tuviera ojos además de radares.

Esta vez, el rumor de Orphu pareció un trueno profundo.

—Típico —dijo el ioniano—. Típico.

—Nuestros cables de buckycarbono están sujetos a la boca del globo —dijo Mahnmut— Nuestra barquilla cuelga a unos cuarenta metros bajo el tejido.

—De manera segura, espero.

—Tan segura como pude, aunque tal vez se me olvidó atar un par de nudos.

Orphu se estremeció de nuevo y guardó silencio. Mahnmut contempló el panorama durante un rato.

Cuando Orphu entabló de nuevo contacto era de noche. Las estrellas brillaban heladas, pero Mahnmut percibía más parpadeos atmosféricos de los que había visto en toda su vida. La luna Fobos cruzaba baja el cielo y Deimos acababa de salir. Las nubes y los volcanes reflejaban la luz de las estrellas. Al norte, el océano titilaba.

—¿Hemos llegado ya? —preguntó Orphu.

—Todavía no. Falta otro día, día y medio.

—¿Nos lleva el viento en la dirección adecuada?

—Más o menos.

—Define «menos», viejo amigo.

—Vamos rumbo nor-noroeste. Puede que no alcancemos el Monte Olympus por un pelo.

—Hace falta habilidad para no alcanzar un volcán del tamaño de Francia.

—Esto en un globo —dijo Mahnmut—. Estoy seguro de que Koros III planeó elevarlo cerca de la base del volcán, no a mil doscientos kilómetros de distancia.

—Espera —dijo Orphu—. Creo recordar un pequeño detalle: el Mar de Tetis queda justo al norte del Olympus.

Mahnmut suspiró.

—Nunca lo mencionaste mientras la construías.

—No me pareció relevante entonces.

Siguieron flotando en silencio un rato. Se acercaban a los volcanes de Tharsis, y Mahnmut calculó que probablemente sobrevolarían el situado más al norte, Ascraeus, al mediodía siguiente. Si el viento seguía cambiando, pasarían a diez o veinte kilómetros de sus faldas. Mahnmut ni siquiera tuvo que amplificar su visión para maravillarse de la belleza de la luz de las lunas y las estrellas sobre las cimas heladas de los cuatro volcanes.

—He estado pensando en este asunto de Próspero-Calibán —dijo Orphu tan de repente que Mahnmut dio un respingo. Había estado sumido en sus pensamientos.

—¿Sí?

—Supongo que estás pensando lo mismo que yo: que esas estatuas de Próspero y el conocimiento de los HV sobre La Tempestad son el resultado del interés de algún dictador posthumano por Shakespeare.

—Ni siquiera sabemos con seguridad que las cabezas de piedra sean de Próspero —dijo Mahnmut.

—Por supuesto que no. Pero los HV sugirieron que lo eran, y no creo que los zeks nos hayan mentido nunca. Tal vez no pueden mentir… no cuando se comunican contigo a través de paquetes de nanodatos moleculares.

Mahnmut no dijo nada, pero ésa había sido también su impresión.

—De algún modo —continuó Orphu—, esos miles de cabezas de piedra que rodean el océano norte…

—Y la inundada Cuenca de Hellas al sur —dijo Mahnmut, recordando las imágenes orbitales.

—Sí. De algún modo, esos miles de cabezas de piedra tienen algo que ver con los personajes de Shakespeare.

Mahnmut asintió, sabiendo que el ciego Orphu interpretaría su silencio como un gesto de acuerdo.

—¿Y si el dictador fuera de verdad Próspero? —dijo Orphu—. ¿No un humano o un posthumano?

—No te entiendo.

Mahnmut estaba confuso. Comprobó el flujo de oxígeno de los tanques situados cerca del Aparato. Tanto él como Orphu estaban bien conectados y recibiendo un chorro pleno.

—¿Qué quieres decir con eso de que el dictador fuera Próspero de verdad? ¿Que algún posthumano estaba interpretando el papel del viejo mago y se olvidó de que estaba jugando?

—No —dijo Orphu—. Quiero decir… ¿y si es Próspero realmente?

Mahnmut sintió una punzada de alarma. Orphu, lastimado y cegado, bañado por enormes cantidades de radiación iónica y magullado en la caída de la nave espacial al Mar del Norte, tal vez estuviera perdiendo la razón.

—No, no estoy loco —dijo Orphu, disgustado—. Escucha lo que te digo.

—Próspero es un personaje literario —dijo Mahnmut lentamente—. Un ser ficticio. Sólo sabemos de él por los bancos de memoria de la cultura y la historia humanas que enviaron con los primeros moravecs hace dos mil años.

—Sí —contestó Orphu—. Próspero es un personaje ficticio y los dioses griegos son mitos. Y su presencia aquí se debe sólo a que son humanos o posthumanos disfrazados. Pero, ¿y si no lo son? ¿Y si son de verdad Próspero… de verdad dioses griegos?

Mahnmut se alarmó de veras. Había sentido terror de continuar su misión solo si Orphu moría, pero nunca había considerado la alternativa aún peor de tener a un Orphu de Io cegado, lisiado y loco como compañero en la última etapa de su misión. ¿Sería capaz de dejar atrás a Orphu cuando aterrizaran?

—¿Cómo podrían los dioses, o lo que quiera que sean esos tipos con toga y carros voladores, no ser humanos o posthumanos perdidos jugando? —preguntó Mahnmut—. ¿Estás sugiriendo que son… alienígenas del espacio? ¿Antiguos marcianos que de algún modo no fueron advertidos durante la exploración de este planeta en la Edad Perdida? ¿Qué?

—Lo que estoy diciendo es: ¿Y si los dioses griegos son dioses griegos? —dijo Orphu en voz baja—. ¿Y si Próspero es Próspero? ¿Calibán, Calibán? Si nos encontramos con él, cosa que espero que no suceda.

—Ajá —dijo Mahnmut—. Interesante teoría.

—Maldición, no me des la razón como a los locos —replicó Orphu—. ¿Sabes algo de teleportación cuántica?

—Sólo en teoría —contestó Mahnmut—. Y sé también que este mundo está repleto de actividad cuántica activa.

—Agujeros —dijo Orphu.

—¿Qué?

—Son como agujeros de gusano. Cuando se mantienen acontecimientos de cambio cuántico como éstos, incluso durante unos pocos nanosegundos, se obtiene un efecto de singularidad de agujero de gusano estable. Sabes lo que es una singularidad, ¿no?

—Sí —dijo Mahnmut, irritado ahora por la manera en que le estaba hablando su amigo—. Conozco las definiciones de agujero de gusano, singularidad, agujeros negros y teleportación cuántica… y sé cómo esas condiciones, todas excepto la última, alteran el espacio-tiempo. ¿Pero qué demonios tiene eso que ver con dioses con toga y carros voladores? Estamos tratando con posthumanos, aquí, en Marte. Posiblemente posthumanos locos, auto evolucionados más allá de la cordura, pero posthumanos.

—Puede que tengas razón —dijo Orphu—. Pero contemplemos otra alternativa.

—¿Cuál? ¿Que personajes de ficción han cobrado vida de repente?

—¿Sabes por qué los ingenieros moravecs dejaron de desarrollar la teleportación cuántica como medio para viajar a las estrellas? —preguntó Orphu.

—No es estable —dijo Mahnmut—. Hay pruebas de algún accidente en la Tierra hace unos mil quinientos años o así. Los humanos o posthumanos estaban jugueteando con agujeros de gusano cuánticos y no funcionó y les salió el tiro por la culata o algo por el estilo.

—Un montón de observadores moravecs piensan que les salió mal el tiro precisamente porque… funcionó —dijo Orphu.

—No comprendo.

—La teleportación cuántica es una tecnología antigua —dijo el ioniano—. Los antiguos humanos experimentaban con ella ya en el siglo XX o el XXI, antes de que los posts evolucionaran para apartarse de la especie humana. Antes de que todo se fuera a la mierda en la Tierra.

—¿Y?

—Pues que la esencia de la teleportación cuántica era que no se podían enviar objetos grandes: nada mucho mayor que un fotón, y ni siquiera eso, en realidad. Sólo el estado cuántico completo de ese fotón.

—¿Cuál es la diferencia entre el estado cuántico completo de algo o alguien y esa cosa o persona? —preguntó Mahnmut.

—Nada —dijo Orphu—. Eso es lo divertido. Teleporta cuánticamente un fotón o un caballo percherón, y obtienes un duplicado perfecto en otra parte. Un duplicado tan perfecto que, a todos los propósitos, es el mismo fotón.

—O el percherón —dijo Mahnmut. Siempre le había gustado mirar las imágenes de caballos. Por lo que los moravecs sabían, los caballos de verdad llevaban milenios extintos en la Tierra.

—Pero aunque teleportes un fotón de un lado a otro —continuó Orphu—, según las reglas de la física cuántica la partícula teleportada no puede llevar ninguna información consigo. Ni siquiera información sobre su propio estado cuántico.

—Entonces es un poco inútil, ¿no? —dijo Mahnmut. Fobos acababa de terminar su veloz cruce por el cielo nocturno marciano y se había puesto tras la lejana curva del mundo. Deimos se movía a un ritmo más pausado.

—Eso es lo que pensaron los humanos del siglo XX o XXI —dijo Orphu—. Pero luego los posthumanos empezaron a jugar con la teleportación cuántica. Primero en la Tierra y posteriormente en sus ciudades orbitales o en lo que quiera que sean esos objetos que hay cerca de la órbita de la Tierra.

—¿Y tuvieron más éxito? —preguntó Mahnmut—. Sabemos que algo salió mal hace unos mil cuatrocientos años, justo cuando la Tierra mostraba toda esa actividad cuántica.

—Algo salió mal —coincidió Orphu—. Pero no fue un fallo de la teleportación cuántica. Los posthumanos (o sus máquinas pensantes) desarrollaron una línea de transporte cuántico basada en las partículas enlazadas.

—Acción fantasmal a distancia —dijo Mahnmut. Nunca le habían interesado mucho la física nuclear ni la astrofísica ni la física de partículas (demonios, ningún tipo de física), pero siempre le había gustado la frase con que Einstein se burlaba de la mecánica cuántica. Einstein tenía una lengua afilada cuando se trataba de atacar a colegas o teorías que no le gustaban.

—Sí —dijo Orphu. Al ioniano obviamente no le gustaba ser interrumpido—. Bueno, la acción fantasmal a distancia funciona a nivel cuántico, y los posthumanos empezaron a enviar objetos más y más grandes a través de portales cuánticos.

—¿Caballos percherones? —dijo Mahnmut. No le gustaba tampoco que le dieran sermones.

—No hay registros de eso, pero los caballos de la Tierra parecen haber ido a alguna parte, así que, ¿por qué no? Mira, Mahnmut, lo digo muy en serio: he estado pensando en esto desde que dejamos el espacio de Júpiter. ¿Puedes ahorrarte el sarcasmo?

Mahnmut parpadeó metafóricamente. Orphu ya no parecía loco, sino terriblemente cuerdo… y dolido.

—Muy bien —dijo Mahnmut—. Te pido disculpas. Continúa.

—Sabemos que los posthumanos aceleraron sus investigaciones cuánticas (sus jueguecitos, en realidad) más o menos en la época en que los moravecs las abandonamos, hace unos mil cuatrocientos años terrestres. Estaban abriendo agujeros en el espacio-tiempo a diestra y siniestra.

—Discúlpame —dijo Mahnmut, interrumpiendo tan suavemente como pudo—. Creía que sólo los agujeros negros o los agujeros de gusano o las singularidades podían hacer eso.

—Y los túneles cuánticos que quedaron activos —dijo Orphu.

—Pero yo pensaba que la teleportación cuántica era instantánea —dijo Mahnmut. Ahora intentaba comprender con todas sus fuerzas—. Que tenía necesariamente que ser instantánea.

—Lo es. Con parejas enlazadas, sean partículas o estructuras complejas, cambiar el estado cuántico de un miembro de la pareja gemela cuántica cambia instantáneamente el estado cuántico de su compañero.

—Entonces, ¿cómo puede haber túneles activos si… el paso por el túnel… es instantáneo?

—Fíate de mí —dijo Orphu—. Cuando teleportas algo grande, digamos que una loncha de queso, la cantidad de datos cuánticos aleatorios que se transmite es suficiente para volver loco el espacio-tiempo.

—¿Cuántos datos cuánticos habría en, digamos, una rebanada de queso de tres gramos?

—Diez elevado a veinticuatro bits —dijo Orphu sin vacilación.

—¿Y cuántos en un ser humano?

—Sin contar la memoria de la persona, sino sólo sus átomos —dijo Orphu—, diez elevado a veintiocho kilobytes de datos.

—Bueno, son cuatro ceros más que una rebanada de queso —dijo Mahnmut.

—¡Madre del amor hermoso! —gimió Orphu—. Estamos hablando de órdenes de magnitud. Lo que significa…

—Sé lo que significa —dijo Mahnmut—. Estaba haciéndome el tonto otra vez. Continúa.

—Así que hace unos mil cuatrocientos años, en la Tierra, los posthumanos (tuvieron que ser los posthumanos, pues nuestras sondas en esa época confirmaban que quedaban sólo un millar o así de humanos antiguos, como animales de especies casi extintas conservados en un zoo), los posthumanos empezaron a cuantoteleportar a personas y máquinas y otros objetos.

—¿Adónde? —dijo Mahnmut—. Quiero decir: ¿adónde los enviaron? ¿A Marte? ¿A otros sistemas solares?

—No, hace falta un receptor además de un transmisor para la teleportación cuántica —dijo el ioniano—. Los enviaban de algún lugar de la Tierra a otro lugar de la Tierra o de sus ciudades orbitales, pero se llevaron una gran sorpresa cuando los objetos se materializaron.

—¿Tiene eso algo que ver con una mosca? —preguntó Mahnmut. Su vicio secreto eran las películas antiguas, desde el siglo XX a finales de la Edad Perdida.

—¿Una mosca? —dijo Orphu—. No. ¿Por qué?

—No importa. ¿Cuál fue la gran sorpresa que se llevaron cuando teleportaron esas cosas?

—Primero, que la teleportación cuántica funcionaba —dijo Orphu—. Pero, lo más importante, que cuando la persona o el animal o la cosa pasaban, llevaban información consigo. Información sobre su propio estado cuántico. Información sobre todo lo que debería tener información. Incluida la memoria en los seres humanos.

—¿No has dicho que según las leyes de la mecánica cuántica eso es imposible?

—Lo es —dijo Orphu.

—¿Otra vez magia? —preguntó Mahnmut, alarmado por la dirección que tomaba Orphu—. ¿Estamos hablando de Próspero y los dioses griegos?

—Sí, pero no a tu manera sarcástica —dijo Orphu de Io—. Nuestros científicos de esa época pensaron que los posthumanos estaban intercambiando pares enlazados con objetos idénticos… o personas… de otro universo.

—Otro universo —repitió Mahnmut, aturdido—. ¿Universos paralelos?

—No del todo —dijo Orphu—. No se trata de la antigua idea de un número infinito o casi infinito de universos paralelos. Sólo de universos muy limitados, un número finito de universos de cambio de fase cuántica que coexisten con el nuestro o cerca del nuestro.

Mahnmut no entendía una palabra de lo que estaba diciendo su amigo, pero no dijo nada.

—-No sólo universos cuánticos coexistentes —continuó el moravec del espacio profundo—, sino universos creados.

—¿Creados? —repitió Mahnmut—. ¿Por Dios?

—No —dijo Orphu—. Por obra de genios, por genios.

—No comprendo.

Deimos se había puesto. Los volcanes marcianos eran visibles ahora a la luz de las estrellas, las masas de nubes arrastrándose por sus largas faldas como amebas gris pálido. Mahnmut comprobó su cronómetro interno. Faltaba una hora para el amanecer marciano. Tenía frío.

—Sabes lo que los investigadores humanos descubrieron cuando estaban estudiando la mente humana, hace milenios —dijo Orphu—. Mucho antes de que los posthumanos fueran siquiera un factor. Nuestras propias mentes moravec están construidas de la misma forma, aunque nosotros usamos materia cerebral artificial además de orgánica.

Mahnmut trató de recordar.

—Los científicos humanos usaban ordenadores cuánticos allá en el siglo XXI —dijo—. Para analizar las cascadas bioquímicas de las sinapsis humanas. Descubrieron que la mente humana (no el cerebro, sino la mente) no era como un ordenador, no era como una máquina de memoria química, sino que era exactamente igual que…

—Una onda estable de estado cuántico —dijo Orphu—. La consciencia humana existe principalmente como onda estable cuántica, igual que el resto del universo.

—¿Y tú estás diciendo que la consciencia misma creó esos otros universos? —Mahnmut seguía su lógica, si podía definirse como tal, pero se sentía abrumado por las absurdas implicaciones.

—No sólo la consciencia —dijo Orphu—. Tipos excepcionales de consciencia que son como singularidades desnudas en tanto pueden doblar el espacio-tiempo, influir en la organización del espacio-tiempo y las ondas de probabilidad colapsadas en alternativas discretas. Estoy hablando de Shakespeare ahora. De Proust. Homero.

—Pero eso es tan… tan… tan… Es… —tartamudeó Mahnmut.

—¿Solipsista?

—Estúpido —dijo Mahnmut.

Siguieron flotando en silencio varios minutos. Mahnmut supuso que había herido los sentimientos de su amigo, pero eso ahora no tenía importancia. Al cabo de un rato, dijo por tensorrayo:

—¿Entonces esperas encontrar los fantasmas de los dioses griegos reales cuando lleguemos al Monte Olympus?

—Fantasmas no —respondió Orphu—. Ya has visto las lecturas cuánticas. Quienesquiera que sean esos tipos del Olympus, han abierto agujeros cuánticos por todo este mundo, todos centrados en o cerca del Monte Olympus. Van a alguna parte. Vienen de algún otro lugar. La realidad cuántica de esta zona es tan inestable que puede que implote y se lleve consigo un pedazo de nuestro sistema solar.

—¿Crees que para eso se construyó el Aparato? —preguntó Mahnmut—. ¿Para hacer implotar los campos cuánticos de aquí antes de que alcancen la masa crítica?

—No lo sé. Tal vez.

—¿Y crees que eso es lo que se cargó la Tierra y envió a los posthumanos a sus ciudades orbitales hace mil cuatrocientos de sus años? ¿Algún tipo de fallo cuántico?

—No —dijo Orphu—. Creo que lo que sucedió en la Tierra, fuera lo que fuese, fue el resultado de un éxito de teleportación cuántica, no de un fracaso.

—¿Qué quieres decir? —Por un instante, Mahnmut no estuvo seguro de querer oír la respuesta.

—Creo que abrieron túneles cuánticos hacia una o más de esas realidades alternativas —dijo Orphu—. Y dejaron que algo entrara por ellas.

Continuaron flotando en silencio hasta el amanecer.

El sol tocó primero la parte superior del globo, tiñendo el tejido naranja de una luz irreal y haciendo que cada cable brillara. Luego alcanzó los tres volcanes de Tharsis, hizo destellar el hielo, bajó dorado por las vertientes de los tres volcanes como magma lento. Luego bañó las nubes de rosa y oro e iluminó el mar interior del Valle Marineris hasta el horizonte oriental como una grieta de nitrato de plata en el mundo. El Monte Olympus captó la luz del sol un minuto más tarde y Mahnmut contempló cómo el gran pico parecía alzarse por encima del horizonte occidental como un galeón que avanzara con velas doradas y rojas.

Entonces el sol hizo brillar algo más cercano y más alto.

—¡Orphu! —transmitió Mahnmut—. Tenemos compañía.

—¿Uno de los carros?

—Todavía está demasiado lejos para asegurarlo. Incluso con la ampliación visual, se pierde con el resplandor del amanecer.

—¿Hay algo que podamos hacer si son los tipos de los carros? ¿Has encontrado algún arma sin decírmelo?

—Todo lo que tenemos para lanzarles son palabrotas —dijo Mahnmut, todavía contemplando la mota brillante. Se movía muy rápido y pronto la tendrían encima—. A menos que quieras que dispare el Aparato.

—Podría ser un poco pronto para eso.

—Parece extraño que Koros III viniera a esta misión sin armas.

—No sabemos qué habría traído consigo de la cápsula de mando —dijo Orphu—. Pero eso me recuerda algo en lo que he estado pensando.

—¿Qué?

—¿Recuerdas que estuvimos hablando sobre la misión secreta de Koros al cinturón de asteroides, hace unos cuantos años?

—Sí. —El sol seguía iluminando el aparato volador que se acercaba, pero ahora Mahnmut ya veía que se trataba de un carro, con sus caballos holográficos a pleno galope.

—¿Y si no era una misión de espionaje?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que los rocavecs tienen una cosa que los tipos de las Cinco Lunas nunca nos molestamos en cultivar.

—¿Agresividad? —dijo Mahnmut—. ¿Belicosidad?

—Exactamente. ¿Y si Koros III no fue enviado como espía; sino como…?

—Discúlpame —interrumpió Mahnmut—. Pero nuestro invitado esta aquí. Un humanoide grande en un carro.

Explosiones sónicas restallaron alrededor de Mahnmut, sacudiendo el tejido del enorme globo. El carro continuó frenando. Trazó un círculo alrededor del globo, a una distancia de cien metros.

—¿El mismo hombre que nos recibió en órbita? —preguntó Orphu. Parecía muy tranquilo. Mahnmut miró al indefenso caparazón atado a la cubierta, sin ni siquiera un ojo con el que ver lo que estaba pasando.

—No —respondió—. Aquel dios griego tenía barba gris. Éste es más joven, y lampiño. Alto, mide unos tres metros. —Mahnmut levantó una mano con la palma hacia fuera, el antiguo signo de saludo, para que viera que no llevaba armas—. Creo que…

El carro se acercó más. El conductor cerró el puño de la mano derecha y descargó un puñetazo de derecha a izquierda.

El globo explotó sobre ellos. El helio escapó y el tejido ardió. Mahnmut se agarró a la barandilla de madera de la barquilla para no caer mientras la retorcida masa de tela ardiente, los cables de buckycarbono y la propia barquilla caían en picado hacia la Llanura de Tharsis, situada trece kilómetros más abajo. El pequeño moravec estaba en g-negativa, los pies por encima de la cabeza, unido a la barquilla sólo por su feroz tenaza sobre la barandilla mientras la plataforma empezaba a volcarse en caída libre.

El carro con sus fantasmales caballos atravesó volando la tela en llamas del globo. El hombre (dios) extendió la mano y agarró un negro buckycable con un enorme puño. Increíblemente, en vez de quedarse sin brazo, la barquilla se detuvo con una sacudida mientras el hombre sujetaba varias toneladas con una sola mano. Soltó las riendas de los caballos con la otra.

Arrastrando la barquilla y su contenido cuarenta metros por detrás y por debajo, el carro viró y voló hacia el oeste, hacia el Monte Olympus.