29

Candor Chasma

Durante ocho días y ocho noches marcianos, la tormenta de polvo alzó olas de diez metros de altura, aulló entre los cordajes y empujó al pequeño falucho hacia la orilla y la muerte de toda la tripulación, incluidos los dos moravecs.

Los hombrecillos verdes eran marineros competentes, pero dejaban de funcionar de noche y ahora pasaban inertes la mayor parte del día, cuando las nubes de polvo bloqueaban el sol. Para Mahnmut, cuando los HV buscaban sus rincones oscuros bajo cubierta y se acurrucaban en sus huecos para no salir rodando, era como navegar en un barco de muertos, como en el Drácula de Bram Stoker, cuando el navío llega a tierra tripulado sólo por cadáveres.

Las velas del falucho estaban hechas de un duro polímero liviano en vez de lona, pero la ferocidad del viento del sureste y las partículas y guijarros que arrastraba las hicieron jirones. La cubierta ya no era un lugar seguro, y durante un breve intervalo de luz solar, veinte HV ayudaron a Mahnmut a abrir un agujero en la cubierta y bajar a Orphu a una cubierta inferior, donde Mahnmut construyó un refugio de madera y lona para el ioniano y lo protegió del fuerte viento. El propio Mahnmut sentía la tierra metiéndose entre sus juntas y engranajes cuando pasaba demasiado tiempo ayudando a los HV en las cubiertas superiores, así que bajaba a la cubierta inferior para estar con Orphu cada vez que podía, asegurándose de que su amigo estuviera amarrado y clavado a su sitio mientras el falucho oscilaba cuarenta grados a cada lado y el agua (ahora mezclada con arena roja como la sangre) se abría paso por cada rendija. Una docena de los cuarenta hombrecillos verdes que había a bordo manejaban bombas cada hora que estaban conscientes, para achicar el agua de la sentina y las cubiertas inferiores, y Mahnmut trabajaba solo en una de las bombas durante las largas noches.

Habían aprovechado el viento antes de que las velas, los aparejos y el ancla resultaran dañados, trabajando duro, tensando duro, navegando a favor del viento, las olas estrellándose contra la proa, para internarse en el centro del mar interior, obviamente preocupados por los acantilados de un kilómetro de altura que dejaban atrás al norte, y cubriendo cientos de kilómetros en los primeros dos días de tormenta. Ahora estaban en algún sitio entre Coprates Chasma y las islas de Melas Chasma, con el enorme complejo de cañones inundados de Candor Chasma esperándolos por delante, a estribor.

Entonces las tormentas empeoraron, los cielos se volvieron más oscuros, los HV se acurrucaron y ataron en lugares seguros bajo cubierta mientras se desconectaban con la penumbra de la tormenta, y las anclas de proa y popa (dos elaboradas curvas de polilienzo que se arrastraban por cable cientos de metros bajo el navío) cedieron el mismo día. Mahnmut sabía por avistamientos anteriores que había acantilados de un kilómetro de altura al norte y, en alguna parte, la amplia abertura a los cañones inundados de Candor Chasma, pero la carga electrostática de la tormenta de polvo estaba ensordeciendo su receptor GPS, y habían pasado dos días desde la última vez que viera una estrella decente o la luz solar. Los acantilados y su perdición podían estar a media hora de distancia, por lo que sabía.

—¿Existe la posibilidad de que nos hundamos? —preguntó Orphu la tarde del cuarto día.

—Las probabilidades son buenas —dijo Mahnmut. No quería mentirle a su amigo, así que intentó formular la frase lo más ambiguamente posible.

—¿Puedes nadar con esta tormenta? —preguntó Orphu. Había comprendido que las buenas probabilidades de aquella frase eran una mala noticia para ambos.

—En realidad no —dijo—. Pero puedo nadar bajo las olas.

—Yo me hundiré como la típica roca —dijo Orphu con un suave estremecimiento—. ¿Qué profundidad dijiste que tiene aquí el Valle Marineris?

—No lo he dicho.

—Bueno, dilo ahora.

—Unos siete kilómetros de profundidad —dijo Mahnmut, que lo había sondeado hacía apenas una hora.

—¿Te aplastarías a esa profundidad?

—No. He trabajado a presiones mucho más grandes. Estoy diseñado para ello.

—¿Me aplastaría yo?

—Yo… no lo sé —dijo Mahnmut. Era verdad, pero sabía que la línea de moravecs a la que pertenecía Orphu había sido diseñada para la presión cero del espacio y para las ocasionales incursiones en las capas superiores de un gigante gaseoso o los pozos de azufre de Io, no para soportar las presiones de un mar salino de siete mil metros de profundidad. Lo más probable era que su amigo quedara aplastado, reducido al tamaño de una lata, o simplemente implotara mucho antes de llegar a tres kilómetros de profundidad.

—¿Hay alguna posibilidad de desembarcar? —preguntó Orphu.

—No lo creo —dijo Mahnmut—. Los acantilados que vi eran enormes, cortados a pico, con rocas gigantescas en la base. Las olas deben de estar rompiendo a cincuenta o cien metros de altura ahora mismo.

—Un panorama interesante —dijo Orphu—. ¿Hay alguna posibilidad de que los HV nos lleven a una bahía segura?

Mahnmut contempló el sombrío espacio de las cubiertas inferiores. Los HV estaban recogidos y atados a las cubiertas como muñecos de clorofila, los brazos y piernas verdes agitándose con las salvajes sacudidas del navío.

—No lo sé —dijo, sin ocultar su escepticismo.

—Entonces tendrás que sacarnos de ésta —dijo Orphu.

Mahnmut hizo cuanto pudo por salvarlos. Al quinto día, con el cielo convertido en una oscuridad sanguinolenta y el viento aullando entre las ajadas velas, los HV apilados como leña bajo cubierta y la doble rueda trasera atada para sujetar el timón, Mahnmut arrió lo que quedaba de las velas y sacó la cuerda y las enormes agujas que había visto usar a los HV para arreglar el polilienzo, sólo que él cosió mientras el navío daba tumbos, olas de quince metros lo golpeaban de lado y lo hacían virar mientras lamían la cubierta.

Improvisó primero un ancla más pequeña, que echó desde el cable de proa para que el barco quedara de cara al viento e intentar dejar la invisible pero siempre presente orilla, a sotavento, tras ellos. Había empezado a trabajar en la reparación de la principal vela irregular cuando los cables de la caña del timón chasquearon. El falucho se estremeció, encajó varias enormes olas de agua roja, el timón se rompió y el barco viró y corrió de nuevo impulsado por el viento, mientras las altas olas sacudían la cubierta de popa. Sólo la burda ancla había impedido que volcara cuando la caña se perdió. Mahnmut se dirigió a proa, y allí (mientras las nubes rojas se abrían un momento y el falucho se alzaba hasta la cuesta de la siguiente ola) distinguió los altos acantilados de la orilla norte del Valle Marineris a través de la espuma y la penumbra. La nave se estrellaría contra las rocas al cabo de menos de una hora si no reparaba el timón, y pronto.

Mahnmut preparó una cuerda y bajó a popa para asegurarse de que la caña estuviera todavía físicamente sujeta (lo estaba, pero giraba libre en su enorme balancín) y luego descendió por la cuerda mojada entre las olas, cruzó la cubierta media, se deslizó escaleras abajo hasta la segunda cubierta, localizó el centro de mando de emergencia (una simple plataforma con poleas desde donde los HV podían guiar el barco tirando de las cuerdas del timón si el mecanismo de arriba se estropeaba), descubrió que los dos grandes cables estaban flojos, bajó otra escalera hasta la oscuridad de la tercera cubierta, encendió las luces de su pecho y sus hombros para iluminar el camino, cambió sus manipuladores por filos cortantes y se abrió paso por la cubierta hasta donde imaginaba que se habían roto las cuerdas del timón. El moravec no tenía ni idea si era así como se aparejaban los faluchos de la antigua Tierra (suponía que no), pero aquel gran falucho marciano era dirigido por una doble rueda situada en la cubierta superior de popa que enrollaba dos gruesas maromas que se dividían y luego volvían a unirse para pasar a través de la larga vara de madera hasta la caña del timón. Durante las semanas de viaje, había recorrido la nave estudiando el trazado y el tendido de los diversos sistemas de cables. Si uno o ambos de los grandes cables se habían partido, deshechos por las tensiones de la tormenta, tal vez pudiera unirlos, pero primero tenía que alcanzarlos. Si se habían roto cerca del timón, donde no podía alcanzarlos, todos a bordo estaban condenados. ¿Saltaría en el último momento, intentaría nadar bajo las olas hasta los altos acantilados, buscando una cala tranquila en alguna parte a lo largo de los miles de kilómetros de costa de Candor Chasma para protegerse del mar? Una cosa era segura: no podría llevar consigo a Orphu de Io. Tras entrar en el hueco de la cuerda del timón, aumentó la intensidad de sus luces y miró adelante y atrás. No localizó los cables.

—¿Todo va bien? —preguntó Orphu.

Mahnmut dio un salto al oír la voz, radiada en sus oídos.

—Si —dijo—. Estoy haciendo unas cuantas reparaciones en el timón.

¡Allí estaban! Los cables gemelos se habían roto, los segmentos de popa estaban separados unos seis metros en la estrecha caja guía, los segmentos delanteros eran apenas visibles diez metros más allá. Corrió de un lado a otro, recorriendo la plancha de madera y tirando de cada pedazo de grueso cable, sacándolos de su caja y arrastrándolos hacia el centro usando cada gramo de energía de su sistema.

—¿Estás seguro de que todo va bien? —preguntó Orphu.

Retractó sus filos cortantes y extendió todos sus manipuladores, fijando el control «extra fino». Empezó a unir las hebras de grueso cáñamo tan rápidamente que sus dedos metálicos se convirtieron en un borrón bajo los haces de sus luces halógenas en medio de la oscuridad de la tercera cubierta. El agua salpicaba por todas partes mientras el barco se estremecía con cada terrible ola y luego resbalaba al remontarla, sumergiéndose en su seno. Mahnmut se preparó para la siguiente ola, que chocaría de nuevo contra la proa con el sonido y el impacto de un disparo de cañón. Y supo que cada ola significaba que el barco estaba mucho más cerca de las rocas y acantilados que lo esperaban.

—Todo va bien —dijo Mahnmut, los dedos volando, tejiendo hilos, usando los lásers de bajo voltaje de su muñeca para soldar las fibras metálicas que corrían por la maroma—. Ahora estoy ocupado.

—Te doy un toque dentro de unos minutos —sugirió Orphu.

—Sí —dijo Mahnmut, pensando: Si no puedo recuperar el control, chocaremos contra las rocas dentro de treinta minutos o así. Se lo diré quince minutos antes de que ocurra—. Sí, hazlo. Dame un toque dentro de unos minutos.

No era La Dama Oscura (el burdo falucho no tenía nombre) pero navegaba y él era marinero de nuevo. En la cubierta de popa, con las piernas y los pies sujetos para soportar las sacudidas, los arrecifes claramente visibles a menos de un kilómetro por delante, los restos del toldo que había convertido en burdas velas izados en ambos mástiles, Mahnmut agarró el timón. El cable de la caña aguantaba y el timón respondía. Hizo virar el barco contra el viento y llamó a Orphu para informarle de la situación. Le dijo al ioniano la verdad: probablemente les quedaban menos de quince minutos antes de que el navío se estrellara contra aquellas rocas, pero estaba pilotando aquella porquería de barco con todas sus fuerzas.

—Bueno, agradezco tu sinceridad —dijo Orphu—. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?

Mahnmut, apoyándose con todo su peso en el gran timón, haciendo virar el navío frente a la siguiente ola para que no volcara, dijo:

—Cualquier sugerencia será bienvenida.

La nube de polvo no mostraba ningún signo de alzarse ni el viento de menguar. Las cuerdas zumbaban, el polilienzo roto se sacudía y la proa desapareció en una nube de espuma blanca que golpeó a Mahnmut veinte metros más atrás.

—¿Otra vez? —dijo Orphu—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Lo dejamos todo y nos ahogamos? ¿Queréis que nos hundamos?

Mahnmut tardó unos segundos en situar sus palabras. Sorteando la siguiente ola casi en cero-g, mirando hacía atrás por encima del hombro y viendo los arrecifes de mil metros cada vez más cerca, el moravec recuperó La Tempestad en su memoria secundaria y gritó:

—¡Mala peste a tu lengua, perro gritón, blasfemo, desalmado!

—Entonces trabajad vos.

—¡Que te cuelguen, perro cabrón, hijodeputa escandaloso, insolente! —dijo Mahnmut, gritando por encima del viento y el estrépito de las olas, aunque la comunicación por radio no necesitaba de sus gritos—. Tenemos menos miedo que tú de ahogarnos.

—Seguro que él no se ahoga, aunque el barco fuera una cáscara de nuez e hiciera aguas como una mujerzuela incontinente… ¿Mahnmut? ¿Qué es exactamente una mujerzuela incontinente?

—Una mujer menstruando —dijo Mahnmut, luchando contra el timón a babor, apoyado en él. Toneladas de agua lo bañaban. Ya no podía ver los acantilados a causa de la bruma roja y las olas, pero lo sentía tras él.

—Oh —dijo Orphu—. Qué embarazoso. ¿Por dónde iba?

—Ceñid el viento —apuntó Mahnmut.

—¡Ceñid el viento, ceñid! ¡Ahora con las dos velas, con las dos velas! ¡Mar adentro! ¡Mar adentro!

—¡Todo perdido! —recitó Mahnmut—. ¡A rezar, a rezar! ¡Es el fin!… ¡Espera un momento!

—No recuerdo eso de espera un momento —dijo Orphu.

—No, espera un momento. Hay una brecha en los arrecifes… una abertura en la costa.

—¿Lo bastante grande para navegar por ella? —preguntó Orphu.

—¡Si es la entrada a Candor Chasma, tiene más agua que Conamara Caos en Europa! —dijo Mahnmut.

—No recuerdo qué tamaño tiene Conamara Caos —admitió Orphu.

—Es más grande que los tres grandes lagos de Norteamérica con la bahía de Hudson incluida —dijo Mahnmut—. Candor Chasma es esencialmente otro enorme mar interior que se abre al norte… tendría que haber miles de kilómetros cuadrados para maniobrar. ¡Ningún sotavento!

—¿Es eso bueno? —preguntó Orphu, obviamente poco dispuesto a abrigar falsas esperanzas.

—Es una oportunidad de sobrevivir —dijo Mahnmut, tirando de las cuerdas para llenar de viento lo que quedaba de la vela mayor. Esperó hasta que remontaron la siguiente ola y desplazó el timón haciendo que el pesado barco se volviera a estribor y dirigiendo la proa hacia la abertura en los arrecifes—. Es una oportunidad de sobrevivir —repitió.

Terminó la tarde del octavo día. Una hora las nubes de polvo estaban todavía bajas y opresivas, el viento seguía enfurecido y los mares dentro de la gran cuenca de Candor Chasma seguían siendo blancos y salvajes; a la hora siguiente, después de una última lluvia sangrienta, los cielos eran azules, los mares se apaciguaron, y los hombrecillos verdes salieron de sus nichos y subieron a cubierta como niños que despiertan de un sueño reparador.

Mahnmut estaba agotado. Incluso con el cosquilleo de la recarga de las células solares portátiles y las ocasionales descargas de sus cubos de energía, estaba exhausto orgánica, metal, cibernética y emocionalmente.

Los HV parecieron maravillados ante lo que quedaba de las velas remendadas, los cables unidos del timón y las otras reparaciones que Mahnmut había efectuado en los tres últimos días. Se pusieron a trabajar achicando agua, vaciando las cubiertas de sangre roja, reparando más toldos, calafateando el casco y las tablas de los mamparos, reparando los mástiles astillados, desenredando cabos y pilotando el navío. Mahnmut, en la cubierta central, supervisó el traslado de Orphu desde la cubierta inferior inundada, ayudó a asegurar a su amigo a la cubierta y a colocar el toldo sobre él, y luego encontró un lugar cálido y soleado en cubierta, apartado, con una pared de madera tras él y una cuerda delante que le aliviaba un poco la agorafobia, y se permitió flotar en un semiestupor. Cuando desconectaba los ojos, todavía veía las altas olas acercándose, sentía la cubierta inclinada debajo y oía el aullido del viento, a pesar del mar en calma que los rodeaba ahora. Echó un vistazo.

El barco se dirigía de nuevo al sur, capeando el suave viento sudeste, hacia la ancha abertura donde Candor Chasma se abría al Valle Marineris en el lugar llamado Meles Chasma. Mahnmut desconectó de nuevo su visión y se permitió dormir.

Algo le tocó el hombro y lo despertó. Uno a uno, los cuarenta HV desfilaron ante él; cada figura verde lo tocó en el hombro al pasar. Informó de esto a Orphu, usando el canal subvocal.

—Quizás estén expresando su agradecimiento por salvarlos —dijo el ioniano—. Sé que yo lo haría si tuviera brazos o piernas con los que darte palmaditas.

Mahnmut no dijo nada, pero no creía que ése fuera el motivo del contacto. No había detectado ninguna emoción en los HV (ni siquiera cuando sus intérpretes se habían marchitado después de comunicarse con él), y le costaba creer que todos estuvieran agradecidos, aunque los HV eran marinos lo bastante buenos para advertir que la nave se hubiese hundido de no ser por la intervención de Mahnmut.

—O tal vez piensan que eres afortunado e intentan tocarte para conseguir parte de esa suerte —añadió Orphu.

Antes de que Mahnmut pudiera expresar su opinión acerca de esta idea, el último de los HV de la fila lo había alcanzado. En vez de dar una palmadita en el hombro de fibra de carbono del moravec y seguir de largo, el hombrecillo verde se puso de rodillas, tomó la mano derecha de Mahnmut y la colocó contra su pecho.

—Oh, no —gimió Mahnmut—. Quieren volver a comunicarse.

—Eso está bien —dijo Orphu—. Tenemos cosas que preguntarles.

—Las respuestas no merecen la muerte de otro de estos hombrecillos verdes —dijo Mahnmut. Intentaba apartar la mano con todas sus fuerzas, mientras el HV la acercaba hacia su pecho.

—Puede que merezca la pena —dijo Orphu—. Aunque la unidad HV experimente algo similar a nuestra idea de la muerte, cosa que dudo. Además, es iniciativa suya. Déjalo que entre en contacto.

Mahnmut dejó de debatirse y permitió que el HV acercara la mano a su pecho… y que la metiera dentro de su pecho.

Una vez más aquella sorprendente y mareante sensación de que sus dedos se deslizaban atravesando la carne y se sumergían en la cálida y densa solución salina, de su mano tocando y luego rodeando aquel órgano latiente del tamaño de un corazón humano.

—Trata de apretarlo un poco menos fuerte esta vez —dijo Orphu—. Si la comunicación es en efecto a través de paquetes moleculares de nanobytes orgánicos, menos área superficial de contacto podría reducir el volumen de sus pensamientos.

Mahnmut asintió, advirtió que Orphu no podía ver su gesto, pero entonces se concentró solamente en la extraña vibración que pasaba desde su mano a su brazo y a su mente mientras el hombrecillo verde iniciaba la conversación.

TE OFRECEMOS

NUESTRA GRATITUD

POR SALVAR

NUESTRO NAVÍO.

—No hay de qué —dijo Mahnmut en voz alta, concentrando sus pensamientos en el lenguaje hablado al mismo tiempo que compartía la conversación con Orphu por la banda de tensorrayo—. ¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Cómo os llamáis?

ZEKS.

La palabra no significaba nada para Mahnmut. Sentía el órgano de comunicación del HV latir en su mano y sintió la imperiosa necesidad de soltarlo, de apartar la mano del pecho de aquella persona condenada… pero eso no le habría servido ya de nada a ninguno.

¿Conoces esa apalabra, «zeks»?, le preguntó Mahnmut a Orphu.

Espera un momento, envió Orphu. Accediendo a la memoria de tercer nivel. Aquí está, de Un día en la vida de Iván Denisovitch. Era un término de argot relacionado con la palabra rusa sharashka: «El científico o el instituto técnico cuyo personal estaba sometido a internamiento suave a cambio de trabajo intelectual en una sharashka se conocían como zeks.»

Bueno, envió Mahnmut, no creo que estos HV verdes basados en la clorofila sean prisioneros de un breve régimen terrícola, de hace más de dos mil años. Toda la conversación con Orphu había durado menos de dos segundos.

—¿Quieres decirnos de dónde sois? —le preguntó al hombrecillo.

Esta vez la respuesta no fue con palabras, sino con imágenes: prados verdes, un cielo azul, un sol mucho más grande que el del cielo marciano, una distante cadena de montañas perdidas en la bruma del aire denso.

—¿La Tierra? —dijo Mahnmut, sorprendido.

NO, LA ESTRELLA DEL CIELO NOCTURNO AQUÍ.

UNA TIERRA DIFERENTE.

Mahnmut reflexionó sobre esto pero no se le ocurrió otra pregunta clarificadora que:

—¿Qué Tierra, entonces?

El hombrecillo verde respondió con las mismas imágenes de campos verdes, montañas lejanas, una vista terrestre del sol. Mahnmut notó que la energía del HV menguaba, el órgano parecido a un corazón latía con menos vitalidad. Lo estoy matando, pensó lleno de pánico.

Pregúntale por las caras de piedra, dijo Orphu a través del comunicador.

—¿Quién es el hombre representado en las caras de piedra? —preguntó Mahnmut diligentemente.

EL MAGUS.

EL DE LOS LIBROS.

SEÑOR DEL HIJO DE SICORAX, QUE NOS

TRAJO AQUÍ.

EL MAGUS ES AMO INCLUSO DE SETEBOS,

EL DIOS DE LA MADRE

DE NUESTRO SEÑOR.

¡Magus! envió Mahnmut a Orphu.

Significa mago, hechicero… como en los tres reyes ma

Maldición, envió Mahnmut, furioso: estaba malgastando el tiempo de aquella criatura moribunda. El órgano-corazón latía más débilmente a cada segundo que pasaba. Sé lo que significa magus, pero no creo en la magia ni tú tampoco, Orphu.

Pero parece que nuestros HV sí, respondió Orphu. Pregunta por los habitantes del Olympus.

—¿Quiénes son las personas de los carros del Olympus? —preguntó Mahnmut diligente, con la sensación de estar haciendo las preguntas equivocadas. Pero no se le ocurría ninguna otra.

MEROS DIOSES.

El hombrecillo verde pensaba con estallidos de imágenes de nanobytes que se decodificaban en palabras.

SUJETOS AQUÍ EN CASTIGO

POR UN AMARGO CORAZÓN QUE DEJA PASAR EL

TIEMPO Y MUERDE.

—¿Quién es…? —empezó a decir Mahnmut, pero ya era demasiado tarde. El hombrecillo había caído hacia atrás, y la mano del moravec no sostenía más que un envoltorio disecado en vez de un corazón latiente. El HV empezó a deteriorarse y contraerse en cuanto su cuerpo golpeó la cubierta. Un claro fluido corrió por las tablas mientras los ojos de antracita de la pequeña criatura se hundían en su rostro verde, luego marrón, mientras la piel cambiaba de color y se arrugaba hacia adentro y dejaba de tener forma de hombre. Otros HV se acercaron y se llevaron el consumido pellejo marrón.

Mahnmut empezó a temblar de manera incontrolable.

—Tenemos que encontrar otro comunicador y terminar esta conversación —dijo Orphu.

—Ahora no —respondió Mahnmut entre estertores.

Un corazón amargo que deja pasar el tiempo y muerde —citó Orphu—. Tienes que haberlo reconocido.

Mahnmut negó aturdido con la cabeza, recordó la ceguera de su amigo y dijo:

—No.

—¡Pero si tú eres el experto en Shakespeare!

—Eso no es de Shakespeare.

—No —reconoció Orphu—. Browning. Calibán de Setebos.

—Nunca he oído hablar de él —dijo Mahnmut. Consiguió ponerse en pie y se acercó tambaleándose hasta la amura. El agua que se congregaba en torno al falucho era más azul que roja. Mahnmut sabía que de ser humano, estaría vomitando por la borda.

—¡Calibán! —casi gritó Orphu a través de la línea de tensorrayo—. Un corazón amargo que deja pasar el tiempo y muerde. La criatura deforme, parte bestia marina, parte hombre, tenía una madre que era una bruja, Sicorax, y su dios era Setebos.

Mahnmut recordó al moribundo HV usando esas palabras, pero no pudo concentrarse en su significado. Toda la conversación había sido como colgar perlas de sangre en un seno de tejido vivo.

—¿Podrían los HV habernos oído recitar La Tempestad hace tres días, cuando recuperaste el control del falucho por primera vez? —preguntó Orphu.

—¿Oírnos? —repitió Mahnmut—. No tienen orejas.

—Entonces somos nosotros, no ellos, quienes repiten esta extraña realidad nueva. —El ioniano se estremeció, pero su risa fue más ominosa que de costumbre.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Mahnmut. Habían aparecido acantilados rojos al oeste. Se alzaban setecientos u ochocientos metros sobre el agua del gran delta de Candor Chasma.

—Parece que estamos en un sueño surrealista —dijo Orphu—. Pero tiene lógica… a su modo.

—¿De qué estás hablando? —repitió Mahnmut. No estaba de humor para juegos.

—Ahora conocemos la identidad de las caras de piedra —le dijo Orphu.

—¿La conocemos?

—Sí. El magus. El de los libros. El señor del hijo de Sicorax.

La mente de Mahnmut no quería trabajar para conectar estos puntos obvios. Su sistema seguía lleno del extraño arrebato de nanobytes, una claridad pacífica pero moribunda ajena a Mahnmut pero bienvenida… muy bienvenida.

—¿Quién? —le preguntó a Orphu. Le daba igual que su amigo lo considerara tonto.

—Próspero —respondió Orphu.