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Las llanuras de Ilión

Los troyanos masacran a los griegos. Mis alumnos de mi otra vida habrían dicho que están «diezmando» a los griegos, usando ese término para la destrucción total tan amado por los periodistas perezosos y los incultos presentadores televisivos de finales del siglo XX y principios del XXI. Pero como «diezmar» era un término exacto (los romanos mataban a uno de cada diez hombres de una aldea en respuesta a los levantamientos), que sólo implicaría un resultado del diez por ciento de bajas, es justo decir que están haciendo mucho más que diezmar a los griegos.

Los troyanos están masacrando a los griegos.

Después del ultimátum a los otros dioses, Zeus se TCea a la Tierra en su carro dorado y aterriza en las faldas del monte Ida, la montaña más alta desde la que un dios alcanza a ver Ilión y coloca su enorme trono en la cima del monte, y contempla las altas murallas de la ciudad y los cientos de navíos de guerra aqueos en la playa y anclados mar adentro. Los otros dioses están demasiado intimidados para venir a jugar después de la demostración de poder de Zeus, así que el padre de los dioses sostiene sus balanzas de oro y sopesa los destinos de los hombres que hay abajo: un peso moldeado en forma de jinete troyano, el otro de lancero argivo recubierto de bronce.

Zeus alza las sagradas balanzas, sujetándolas por el centro, y así se decide el día de perdición para los aqueos mientras la fortuna de Troya sube al cielo. Zeus sonríe al verlo, y estoy lo bastante cerca para ver que el viejo hijo de puta tiene puesto el pulgar en la balanza.

Los troyanos salen de las puertas de su ciudad como avispas de un avispero caído. El cielo está encapotado, gris, rebosante de energía oscura, y los rayos de Zeus golpean con frecuencia el campo de batalla… y siempre entre los argivos y los aqueos de largos cabellos. Viendo claramente los signos de la insatisfacción del rey de los dioses, los griegos corren a la lucha (¿qué otra cosa pueden hacer?) y las llanuras de Ilión se hacen eco del estrépito de los escudos que entrechocan piel con piel, el roce de las picas, el rumor de los carros y los gritos de hombres y caballos moribundos.

Va mal para los aqueos desde el principio. Los rayos caen sobre ellos, friendo a hombres como si fueran pollos vestidos de bronce en un asador. Héctor carga como una fuerza de la naturaleza, y el hombre valiente a quien admiré en las murallas de Ilión con su esposa e hijito desaparece, sustituido por un asesino ensangrentado que abate hombres como si fueran hojas de hierba y grita a sus seguidores por más sangre, más matanza. Sus seguidores obedecen, todo el ejército troyano y sus aliados gritan como una única garganta y se abalanzan en masa, arrasando a los aqueos que se retiran como un tsunami de bronce y cuero.

Paris (a quien desprecié por cobarde en mi descripción de su encuentro con Héctor un día antes y al que luego puse los cuernos) cabalga detrás de Héctor y actúa como una máquina de matar poseída por los demonios. La especialidad de Paris es el arco, y este día sus largas flechas no parecen fallar nunca. Aqueos y argivos caen con las largas flechas de París en la garganta, el corazón, los genitales, los ojos. Cada disparo es un acierto.

Héctor se abre paso en cada grupo de resistencia griega, cortando cuellos como si fueran tallos de margaritas, sin dar cuartel y sin escuchar ninguna súplica de piedad, sordo en su frenesí asesino. Cuando los aqueos consiguen congregarse contra el asalto troyano en un valiente nudo de resistencia aquí o allá, un rayo de energía azul de las nubes explota entre ellos como una granada cósmica y el trueno que sigue se mezcla con los gritos de los moribundos.

Idomeneo y el gran rey Agamenón se dan media vuelta y corren. Los dos Ayax, veteranos de mil batallas, se acobardan y abandonan el campo. Odiseo, el «fecundo en ardides», no puede soportar esta matanza y decide que vale más la seguridad de sus naves, allá en la playa. Corre rapidísimo para tratarse de un hombre que tiene las piernas cortas. El único que no se da media vuelta y huye es el viejo Néstor, y eso es sólo porque el marido de Helena ha atravesado con una flecha el cráneo del principal caballo de tiro de Néstor, y los demás han huido de pánico. Néstor corta las correas con la espada, decidido a despejar el campo de batalla lo más rápido posible, pero el carro de Héctor aparece, los hombres que rodean a Néstor caen muertos con las flechas de Paris asomándoles en pechos y cuellos, y los caballos huyen aún más rápido que los héroes griegos a la fuga, dejando al viejo Néstor de pie en su carro sin caballos. Héctor se acerca rápidamente.

Cuando Odiseo pasa corriendo, sin mirar siquiera al viejo, Néstor, exclama:

—¿Adnde vas con tanta prisa, hijo de Laertes, oh fecundo en ardides?

Pero su sarcasmo es en vano. Odiseo desaparece en una nube de polvo en la retirada, sin detenerse a ayudar a su viejo amigo.

Diomedes, siempre con más miedo a que lo llamen cobarde que al dolor o la muerte, vuelve con su carro a la refriega, obviamente con la intención de rescatar a Néstor y hacer retroceder a Héctor. Recoge a Néstor como si fuera un saco de ropa y el viejo auriga agarra las riendas con ambas manos, dirigiendo el carro de Diomedes no para alejarse de Héctor, sino contra él. Diomedes se acerca lo suficiente para arrojarle la lanza a Héctor, pero la pesada vara mata al auriga de éste, Enipeo, hijo de Tebeo, y por un momento, mientras el cadáver del auriga cae hacia atrás entre los sorprendidos infantes y los caballos de Héctor pierden el control, todo cambia.

He leído que hay un momento como éste en muchas batallas, en que todo cuelga de la balanza. Mientras Héctor lucha por recuperar el control de sus caballos y los troyanos que lo acompañan se detienen confundidos, los griegos ven un posible cambio de fortuna y corren a la batalla, tras el viejo Néstor y Diomedes. Durante un instante los aqueos toman de nuevo la iniciativa, gritando desafíos y abatiendo a los hombres que lideran el ataque troyano.

Entonces Zeus vuelve a intervenir. Resuenan los truenos. Los rayos golpean la tierra y los caballos desaparecen en un destello de luz con hedor de azufre de los cascos quemados. Los aurigas griegos que están cerca de Diomedes y Néstor explotan en un frenesí de carne de caballo y cuerpos que vuelan. El bronce se funde y los escudos de cuero arden en llamas. Queda claro incluso para el obtuso Diomedes que Zeus no está satisfecho con él este día.

Néstor trata de hacer volver a los caballos, pero los caballos no se dejan controlar. El carro (solo de nuevo, pues los otros aqueos se han dado media vuelta y han huido) salta hacia diez mil furiosos troyanos.

—¡Rápido, Diomedes, agarra las riendas y ayúdame a hacer girar a estos caballos! —exclama Néstor—. ¡Seguir luchando hoy es morir!

Diomedes agarra las riendas pero no hace volverse el carro.

—Viejo soldado, si huyo hoy, Héctor se jactará ante sus tropas: «¡Diomedes huyó hacia sus naves, y yo lo expulsé!»

Néstor agarra a Diomedes por la musculosa garganta.

—¿Qué tienes, seis años? ¡Dale la vuelta al puñetero carro, gilipollas, o Héctor nos hará papilla antes de que en Troya sea la hora de tomar el té!

O algunas palabras por el estilo. Estoy a más de cien metros cuando esto ocurre, y el micrófono direccional puede que no funcione correctamente. Además, como me he morfeado en un soldado de infantería griego, corro con el resto y veo todo esto por encima del hombro mientras las flechas de Paris caen a nuestro alrededor y entre nosotros.

Diomedes lucha consigo mismo dos o tres segundos y luego lucha con los caballos, les hace volver la cabeza, dirige el carro hacia las negras naves y la seguridad.

—¡Ja! —grita Héctor por encima del estrépito. Tiene un nuevo auriga (Arqueptólemo, el guapo hijo de Ifito) y ataca de nuevo con el vigor del hombre que disfruta verdaderamente de su trabajo—. ¡Ja! ¡Diomedes… te he hecho huir! ¡Cobarde! ¡Nenaza! ¡Marioneta! ¡Pedo temblón!

Diomedes se vuelve de nuevo en el carro, encendido de furia y vergüenza, pero es Néstor quien lleva las riendas y los caballos han descubierto por sí mismos dónde ponerse a salvo. El carro rueda sobre peñascos, surcos y soldados griegos en fuga hacia la playa y la seguridad, y la única forma en que Diomedes puede ahora combatir a Héctor es saltando del carro y luchando contra miles de troyanos a pie. Decide no hacerlo.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro, había dicho Helena la mañana que estuve con ella.

Me había preguntado entonces por mi conocimiento de la Ilíada (aunque lo consideraba como mi sentido-oráculo del futuro) y me acució para que encontrara el fulcro de los acontecimientos, el punto único en la guerra de diez años sobre el que giraba todo. La bisagra del destino, como si dijéramos.

Yo le había dado largas esa mañana, distrayéndola a ella y distrayéndome con un último acto amoroso, pero no había dejado de pensar en esa cuestión en las locas horas que habían pasado desde entonces.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.

Apostaría mi puesto como erudito homérico que el fulcro de este trágico relato se acercaba rápidamente: la embajada ante Aquiles.

Hasta ahora, los acontecimientos siguen (más o menos) el poema, incluso con Afrodita y Ares heridos. Zeus ha impuesto la ley y ha intervenido en el bando de los troyanos. Yo no tengo ninguna intención de TCear de vuelta al Olimpo a menos que sea preciso, pero adivino que la narración de Homero se está cumpliendo allí también: la reina Hera, preocupada porque sus argivos están siendo masacrados, trata de persuadir a Poseidón para que intervenga en su favor, pero al «dios que mece la tierra» le escandaliza la sugerencia, pues no tiene ningún deseo de enfrentarse a Zeus. Luego, cuando los griegos estén completamente derrotados hoy, Atenea se desnudará, después se pondrá su mejor armadura de batalla y su resplandeciente coraza (bueno, confieso que podría merecer la pena TCear de vuelta al Olimpo para ver eso); pero la mensajera de Zeus, Iris, la detendrá. El mensaje de Zeus será sucinto:

«Si Hera y tú os oponéis a mí con las armas, mi niña de ojos grises, mutilaré a tus caballos en sus yugos, os haré caer del carro, lo aplastaré y os golpearé tan terriblemente con mis rayos que estaréis en los tanques de curación diez largos años antes de que los gusanos azules puedan uniros de nuevo.»

Atenea se quedará en el Olimpo. Los griegos, después de unas cuantas horas de contraataques con éxito, sufrirán pérdidas más grandes y se replegarán tras sus fortificaciones (una trinchera excavada hace diez años poco después de su desembarco, mil estacas afiladas, todas las defensas ampliadas hace poco y edificadas siguiendo las órdenes de Agamenón), pero, incluso tras su propia muralla, los asustados aqueos perderán la esperanza y votarán por regresar a casa.

Agamenón intentará animarlos celebrando un gran festín para sus comandantes. Mientras, Héctor y sus miles de hombres se organizan para el último ataque que saben que terminará con el incendio de las negras naves de los aqueos y zanjará esta guerra de una vez por todas. En el banquete del rey griego, Néstor argumentará que su única esperanza es que Agamenón haga las paces con Aquiles.

Agamenón estará de acuerdo en pagar a Aquiles el rescate de un rey (más que el rescate de un rey): siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, siete hermosas mujeres, y no puedo recordar qué mas: un tarrito de miel, tal vez. Lo más importante: el soborno incluirá a Briseida, la hija de Briseo, la esclava que estaba en el centro de toda la discusión. Para envolver el regalo con un lazo rojo, Agamenón también jurará que nunca se ha acostado con Briseida. Como incentivo final, también incluye en el lote siete ciudadelas griegas: Cardámila, Enope, Hira, Feras, Antea, Epea y Pédaso. Agamenón no posee ni gobierna esas ciudadelas, naturalmente: está regalando las tierras de sus vecinos, pero supongo que es la idea lo que cuenta.

Lo único que no ofrecerá Agamenón a Aquiles es una disculpa. El hijo de Atreo es demasiado orgulloso para inclinar la cabeza.

—¡Que se incline él ante mí! —les gritará a Néstor, Odiseo, Diomedes y a los otros capitanes dentro de unas cuantas horas—. Soy un rey más grande, soy mayor en edad y, además, soy más hombre.

Odiseo y los otros verán una salida a pesar de la arrogancia de Agamenón. Se dan cuenta de que, si llevan el mensaje del regreso de Briseida y todos estos maravillosos regalos (y no mencionan lo de «soy más hombre»), existe la posibilidad de que Aquiles vuelva a unirse a la lucha. Al menos esta embajada ante Aquiles ofrece un rayo de esperanza.

Pero ahora la cosa se complica… aquí el fulcro está todavía por descubrir.

Como erudito, sé que la embajada a Aquiles es el corazón de la Ilíada. Las decisiones de Aquiles tras escuchar los términos de la embajada decidirán el curso de los acontecimientos futuros: la muerte de Héctor, la subsiguiente muerte de Aquiles, la caída de Ilión.

Pero ahora viene lo peliagudo. Homero escoge sus palabras muy cuidadosamente, quizá más cuidadosamente que ningún otro narrador en la historia. Nos dice que Néstor nombrará a cinco hombres para la embajada ante Aquiles: Fénix, Ayax el Grande, Odiseo, Odío y Euríbates. Los dos últimos son meros heraldos, un adorno protocolario, y no entrarán en la tienda de Aquiles con los verdaderos embajadores ni tomarán parte en la discusión.

El problema es que Fénix es una elección extraña: no ha aparecido en la historia hasta ahora y es más bien un tutor mirmidón y consejero de Aquiles que un comandante; tiene poco sentido que sea enviado a persuadir a su amo. Para remate, cuando los embajadores caminan a lo largo de la orilla del océano «donde la línea de batalla de rompientes estalla y arrastra», camino de la tienda de Aquiles, la forma verbal que Homero utiliza en griego siempre se refiere a dos personas, en este caso Ayas y Odiseo. Homero usa otras siete palabras que, en el griego de su época, de hoy, se refieren a dos hombres, no a tres.

¿Dónde está Fénix durante este paseo del campamento de Agamenón a la zona donde está Aquiles? ¿Está de algún modo ya en la tienda de Aquiles esperando la embajada? Eso tiene poco sentido.

Un montón de estudiosos, antes y durante mi época en la tierra, argumentaron que Fénix fue un torpe añadido al relato, un personaje incorporado siglos más tarde, lo cual explica la forma dual, pero esta teoría ignora el hecho de que Fénix expondrá el más largo y más complejo argumento de los tres embajadores. Su discurso es tan maravillosamente retórico y complicado que apesta a Homero.

Es como si el poeta ciego se hubiera confundido respecto a si había dos o tres emisarios ante Aquiles y sobre cuál era, exactamente, el papel de Fénix en la conversación que decidiría los destinos de todos.

Tengo unas cuantas horas para pensar en esto.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.

Pero eso será dentro de horas en mi futuro. Aquí todavía es media tarde, y los troyanos se detienen ante el foso aqueo mientras los griegos se mueven como hormigas tras sus murallas de roca y estacas afiladas. Todavía morfeado como sudoroso lancero aqueo, consigo acercarme a Agamenón mientras el rey arenga a sus hombres y luego suplica la ayuda de Zeus en esta hora oscura.

—¡Qué vergüenza de todos vosotros! —grita el hijo de Atreo a su desolado ejército. Sólo un centenar de hombres pueden oírlo, por supuesto, siendo como es la antigua acústica, pero Agamenón tiene una voz potente y los que están delante pasan el mensaje a los demás.— ¡Vergüenza! ¡Desgracia! ¡Os vestís como espléndidos guerreros, pero es pura fachada! Jurasteis quemar esta ciudad y os atiborráis de carne de buey… ¡comprada a mis expensas! Y bebéis hasta el fondo esas rebosantes cráteras de vino… ¡comprado y traído hasta aquí a mis expensas! ¡Y ahora miraos! ¡Escoria vencida! Os jactasteis de que cada uno de vosotros podría enfrentarse a cien troyanos, a doscientos… y no podéis ni con un hombre mortal, Héctor.

»De un momento a otro Héctor vendrá con sus hordas, destruirá nuestras naves por el fuego, y este ultrajado ejército… héroes —Agamenón escupe la palabra— huirá a casa con sus esposas y sus hijos… ¡a mis expensas!

Agamenón da a su ejército por perdido y alza las manos al cielo, hacia el monte Ida, al sur, de donde han venido las tormentas y rayos y truenos.

—Padre Zeus, ¿cómo puedes privarme así de mi gloria? ¿En qué te he ofendido? Ni una vez, lo juro, ni una sola vez he pasado de largo ante un altar tuyo, ni siquiera en nuestro viaje por el océano hasta aquí, sino que me detuve a quemar la grasa y los muslos de los bueyes a tu gloria. Nuestro ruego era sencillo: arrasar las murallas de Ilión, matar a sus héroes, violar a sus mujeres, esclavizar a su pueblo. ¿Es mucho pedir?

»Padre, cumple este ruego: deja escapar a mis hombres con vida, al menos eso. ¡No dejes que Héctor y esos troyanos nos golpeen como si fuéramos una mula alquilada!

He oído a Agamenón dar discursos más elocuentes (demonios, todos los discursos que le he oído han sido más elocuentes que éste, y entiendo la necesidad de Homero de reescribir todo esto), pero en ese segundo preciso ocurre un milagro. O al menos los aqueos lo toman por un milagro.

De ninguna parte surge un águila que vuela desde el sur, un águila enorme que lleva en sus garras un cervatillo.

La muchedumbre que corría hacia sus naves y la seguridad del mar y que se había detenido solamente a escuchar el discurso de Agamenón, frena al punto al ver esto.

El águila vuela en círculos, desciende y deja caer el cervatillo que aún patalea a treinta metros de un montículo arenoso, en la base de un altar de piedra que los aqueos habían levantado en honor a Zeus tras su desembarco, hace tantos años.

Eso es suficiente. Después de quince segundos de aturdido silencio, un rugido brota de los hombres: hombres derrotados y cobardes diez minutos antes, ahora una turba luchadora, los corazones y las manos reforzadas por este claro signo de perdón y aprobación por parte de Zeus, y sin más prolegómenos, cincuenta mil aqueos y argivos y todo el resto regresan en formación tras sus capitanes, los caballos vuelven a ser uncidos a sus carros, los carros cruzan los puentes de tierra que aún cubren los fosos defensivos, y la batalla se reanuda.

Es la hora del arquero.

Aunque Diomedes lidera el contraataque, seguido de cerca por los atridas Agamenón y Menelao, seguidos a su vez por Ayax el Grande y Ayax el Pequeño, y aunque estos héroes se cobran su tributo en los troyanos con lanzadas y tajos de espada, la lucha se centra ahora alrededor del arquero aqueo Teucro, hijo bastardo de Telamón y hermanastro de Ayax el Grande.

Teucro siempre ha sido considerado un maestro arquero, y lo he visto abatir a docenas de troyanos a lo largo de los años, pero éste es su día de gloria. Ayax y él fijan un ritmo: Teucro se agacha bajo la muralla del escudo de su hermanastro (Ayax usa un gigantesco escudo rectangular que los historiadores militares dicen que ni siquiera existía en la época de la Guerra de Troya), y cuando Ayax alza el escudo, Teucro dispara desde debajo a las filas troyanas situadas a unos sesenta metros de distancia. Hoy parece que no falla un tiro.

Primero mata a Orsíloco, atravesando el corazón del hombre con una flecha. Luego mata a Ofelestes, clavándole una punta en el ojo derecho cuando el capitán troyano se asoma por encima de su escudo de piel. Luego Détor y Cromio caen mortalmente heridos por dos flechas rápidas y perfectamente colocadas. Cada vez que Teucro dispara, los troyanos arrojan sus flechas y lanzas en un vano intento por matar al arquero, pero Ayax se interpone y su enorme escudo desvía todos los proyectiles.

Las descargas troyanas cesan, Ayax alza su escudo y Teucro abate a Licofontes, príncipe de su lejana ciudad, pero sólo lo hiere. Cuando los capitanes de Licofontes corren en su ayuda, Teucro clava una segunda flecha en el hígado del hombre caído.

El hijo de Pobermón, Amopaón, cae a continuación, y la flecha de Teucro le atraviesa la garganta. Fuentes de sangre se alzan treinta centímetros de altura y el poderoso Amopaón intenta levantarse, pero la flecha lo ha clavado al suelo y se desangra en menos de un minuto, su cuerpo patalea y se sacude con espasmos cada vez más débiles. Los aqueos vitorean. Yo conozco… conocía… a Amopaón. El troyano solía comer en el pequeño restaurante donde a Nightenhelser y a mí nos gustaba reunirnos, y habíamos hablado muchas veces de cosas triviales. Una vez me contó que su padre, Pobermón, había conocido a Odiseo en tiempos más amistosos, y una vez, cuando viajó a Itaca y se unió a los amistosos griegos para ir de caza, Pobermón mató a un jabalí salvaje que había herido profundamente en la pierna a Odiseo y lo habría matado si la lanza de Pobermón hubiera fallado el tiro. Odiseo lleva esa cicatriz todavía hoy.

Ayax se agacha, manteniendo su enorme escudo sobre él y su hermanastro como si fuera un techo, y las flechas troyanas redoblan sobre él. Ayax se levanta, alza el escudo, y Teucro mata a Menalipo (a ochenta metros de distancia) con una flecha que entra por la ingle del hombre y sale por su ano cuando el troyano cae. Sus camaradas se retiran y maldicen mientras Menalipo se retuerce en el suelo y muere. Los aqueos vuelven a aplaudir.

Agamenón se baja del carro y grita dando ánimos a Teucro, prometiendo al arquero una segunda entrega de trípodes o caballos de pura raza (si Zeus y Atenea le permiten alguna vez saquear los tesoros de Troya, dice), y entonces le promete también a Teucro una hermosa mujer troyana con la que acostarse, quizá la esposa de Héctor, Andrómaca.

Teucro se enfurece por la oferta de Agamenón.

—Hijo de Atreo, ¿crees que lo intentaré con más fuerzas de lo que ya lo hago, acicateado por tu promesa de botín? Disparo lo más rápida y precisamente que puedo. Ocho flechas… ocho muertes.

—¡Dispárale a Héctor! —exclama Agamenón.

—Le he estado disparando a Héctor —grita Teucro, la cara roja—. Todo este tiempo Héctor ha sido mi objetivo. ¡Pero no puedo alcanzar al hijo de puta!

Agamenón guarda silencio.

Como respondiendo al desafío, Héctor planta de pronto su carro al frente de las líneas troyanas, tratando de animar a sus hombres, que han perdido el valor a causa de la matanza del arquero.

Ayax no se molesta en alzar el escudo esta vez, porque Teucro está de pie, toma una flecha, apunta con cuidado a Héctor y dispara.

La flecha pasa a un palmo del corazón de Héctor y alcanza a Gorgitión mientras ese hijo de Príamo se sitúa tras el carro de Héctor. El grandullón se detiene, parece sorprendido, mira la flecha y las plumas que sobresalen de su pecho como si fuera el blanco de una broma de barracón, pero entonces la cabeza de Gorgitión parece volverse demasiado pesada para su enorme cuello y cae flácida sobre su hombro mientras el peso del casco la hace caer. Luego Gorgitión cae muerto en la arena manchada de sangre.

—¡Maldición! —dice Teucro, y vuelve a disparar. Héctor es el más cercano de todos los troyanos ahora, con el torso vuelto hacia Teucro.

La flecha alcanza en el pecho a Arqueptólemo, el auriga de Héctor. El caballo (entrenado como está para la guerra) retrocede y salta mientras la sangre de Arqueptólemo se derrama sobre sus flancos, y el joven cae hacia atrás y se hunde en el polvo.

—¡Cebrión! —exclama Héctor, agarrando las riendas y llamando a su hermano (otro bastardo del prolífico Príamo) para que sea su auriga. Cebrión salta al carro justo cuando Héctor se baja. Enfurecido, fuera de sí por la rabia y la pena de ver muerto a su fiel Arqueptólemo, Héctor corre en tierra de nadie, un claro blanco para Teucro, y agarra la piedra más grande y afilada que puede alzar con una mano.

Héctor parece haber olvidado toda la delicadeza de la guerra de la que ha alardeado tantas veces y vuelve a las tácticas de los cavernícolas. Alza la piedra y echa atrás el brazo izquierdo, como si fuera Sandy Koufax (o eso me parece) dispuesto a lanzar una bola con efecto. No había advertido hasta hoy que Héctor es ambidextro.

Teucro ve su oportunidad, carga otra flecha y apunta al corazón de Héctor, seguro de que podrá alcanzarle una vez, quizá dos, antes de que Héctor dispare.

Se equivoca. Héctor lanza la piedra con fuerza y precisión.

Alcanza a Teucro en la clavícula, junto a la garganta, un instante antes de que el arquero suelte la flecha. Los huesos se rompen. Los tendones se desgarran. La mano de Teucro queda flácida, la cuerda del arco se rompe, y la flecha se entierra en el suelo, entre las sandalias del arquero.

Héctor se abalanza hacia delante, dispersando aqueos como si fueran moscas, y los arqueros troyanos disparan flecha tras flecha al caído Teucro, pero Ayax el Grande no abandona a su hermano: lo cubre con la pared de su escudo mientras otros aqueos combaten a la infantería troyana. A la llamada de Ayax (al mugido, en realidad), Macisteo y Alastor llegan corriendo y se llevan al gimoteante y semiinconsciente arquero aqueo a través del puente en la trinchera hasta la relativa seguridad, a la sombra de las cóncavas naves.

Pero los quince minutos de fama de Teucro se han acabado.

Las cosas empeoran para los griegos muy rápidamente después de esto. Héctor ve su supervivencia como otro signo del amor y la aprobación de Zeus y lidera a sus hombres una carga tras otra contra los aqueos, que se retiran faltos de ánimo.

Agamenón, Menelao y los otros señores que habían conducido alegres a sus hombres al combate unas horas antes, están ahora realmente abatidos. Los aqueos están demasiado derrotados para atender sus defensas a lo largo del foso y la muralla de estacas, y lo único que impide a los troyanos quemar las naves ahora mismo es la puesta del sol y la súbita llegada de la oscuridad.

Mientras los aqueos se agrupan llenos de confusión, algunos aprestando ya sus naves para zarpar, otros sentados, aturdidos y con los ojos en blanco, Héctor hace su número a lo Enrique V, rugiendo incansable arriba y abajo de las líneas troyanas, instando a sus hombres a continuar la matanza al amanecer, enviando a soldados de vuelta a la ciudad para que traigan bueyes para sacrificarlos y comer, ordenando que se traigan raciones de vino con miel y carretas de pan recién horneado que los hambrientos troyanos atacan como si fueran el mismísimo Agamenón, y da la orden de plantar cientos de hogueras de vigilancia justo más allá de las defensas aqueas, para que los temerosos griegos no duerman esta noche. Me pongo mi Casco de Hades y camino invisible entre los troyanos.

—Mañana —grita Héctor a sus alegres hombres— destriparé a Diomedes como si fuera un pez delante de sus hombres si no decide huir esta noche. ¡Le romperé el espinazo con la punta de mi lanza y clavaremos la cabeza de ese maricón sobre las Puertas Esceas!

Los troyanos rugen. Las hogueras envían chispas hacia las estrellas. Invisible a hombres y dioses, vuelvo a cruzar el puente de la trinchera, me abro camino entre las afiladas estacas y camino de nuevo entre los desanimados griegos.

Para mí, es la hora de la verdad o de las consecuencias. Agamenón ya ha convocado la reunión de sus capitanes y están discutiendo cursos de acción inmediata: ¿huir o enviar una embajada a Aquiles?

Ya no hay vuelta atrás. Me morfeo en Fénix, el fiel amigo y tutor mirmidón de Aquiles, y camino por la fresca arena para unirme al consejo.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.