Ilión, Indiana y Olimpo
Zeus está furioso. He visto a Zeus furioso antes, pero esta vez está muy, muy, muy furioso.
Cuando el Padre de los Dioses irrumpe en las ruinas de la cámara de curación del Olimpo, evalúa los daños, contempla el cuerpo de Afrodita tendido desnudo entre un nido de rebullentes gusanos verdes en el suelo húmedo y luego se vuelve a mirar en mi dirección, estoy seguro de que me ve, de que supera los poderes enmascaradores del Casco de Hermes y me ve. Pero aunque me mira directamente varios segundos y parpadea, con esos ojos grises glacialmente fríos, como si tomara alguna decisión, aparta de nuevo la mirada y yo, Thomas Hockenberry, antaño de la Universidad de Indiana y, más recientemente, del lecho de Helena de Troya, puedo seguir viviendo.
Tengo el brazo derecho y la pierna izquierda muy magullados, pero no hay nada roto, así que, todavía oculto por el Casco de Hades de la vista de las docenas de dioses que irrumpen en la sala de curación, escapo del edificio y TCeo al único lugar que se me ocurre, aparte del dormitorio de Helena, donde aún puedo descansar y recuperarme: el barracón de los escólicos al pie del Olimpo.
Por costumbre, me dirijo a mi propio cubículo, mi propia cama pelada, pero me dejo puesta y activada la capucha del Casco de Hades mientras me desplomo en ella y duermo a trompicones. Ha sido un día y una noche y una mañana largos e infernales. El Hombre Invisible duerme.
Me despierto con el sonido de gritos y truenos en el piso de abajo. Para cuando llego al pasillo, el escólico llamado Blix pasa corriendo (casi choca conmigo en realidad, pues para él soy invisible), y le explica sin aliento a otro escólico llamado Campbell:
—La musa está aquí, matando a todo el mundo.
Es cierto. Me escondo en el hueco de una escalera mientras la musa (nuestra musa, la que Afrodita llamó Melete) abate a los pocos escólicos con vida que huyen por los barracones en llamas. La diosa está utilizando descargas de pura energía que brotan de sus manos: algo exagerado, tópico, pero horriblemente efectivo con la simple carne humana. Blix está condenado, pero no hay nada que yo pueda hacer por él ni por los demás.
Nightenhelser. El grueso escólico ha sido mi único amigo de verdad en estos últimos años. Jadeando, corro hasta su habitación en los barracones. El mármol está chamuscado, la madera arde, el cristal de la ventana se ha derretido, pero no hay ningún cadáver calcinado aquí, como los hay en los pasillos y vestíbulos. Ninguno de aquellos cuerpos carbonizados era lo bastante grande para ser el grueso Nightenhelser. De repente llegan gritos de la segunda planta, y luego silencio a excepción del incesante rugir de las llamas. Me asomo a una ventana y veo a la musa pasar volando en su carro, los caballos holográficos al galope. Casi vencido por el pánico, atragantándome audiblemente con el humo (si la musa estuviera todavía aquí en los barracones me oiría) me obligo a visualizar Ilión y el restaurante donde vi por última vez a Nightenhelser. Entonces agarro y retuerzo el medallón TC, y escapo.
No está en el restaurante donde lo vi por la mañana temprano. Salto al campo de batalla: no está en su sitio de costumbre, en el parapeto sobre las líneas troyanas. Me quedo el tiempo suficiente para advertir que Héctor y Paris están liderando con éxito a las tropas troyanas en un ataque contra los argivos que huyen, y entonces TCeo hasta un lugar a la sombra, tras las líneas griegas, cerca de su foso y la hilera de picas y donde me he encontrado con Nightenhelser en el pasado.
Está aquí, disfrazado de Dólope, hijo de Clito, a quien le quedan unos pocos días si lo va a matar Héctor de tener razón Homero. Sin molestarme en morfear para tener otro aspecto que el del delgado Hockenberry, me quito la capucha del Casco de Hades y corro hacia el otro escólico.
—Hockenberry, ¿que?… —Nightenhelser se escandaliza por lo poco profesional de mi conducta y por la reacción de los otros aqueos cercanos. Llamar la atención sobre uno mismo es lo último que quiere un escólico. Excepto, tal vez, ser reducido a cenizas por una musa vengativa. No tengo ni idea de por qué nuestra musa se está cargando a todos los escólicos, pero calculo que de algún modo he causado esta matanza de inocentes.
—Tenemos que salir de aquí —digo, gritando por encima del estrépito de los refuerzos a la carga, el relincho de los caballos y el fragor de los carros. Desde este polvoriento lugar de observación parece que todo el centro de las líneas griegas ha cedido.
—¿De qué estás hablando? Hoy es un día importante. Héctor y Paris están…
—A la mierda Héctor y Paris —digo en inglés.
La musa ha TCeado y ha cobrado forma sólida sobre las líneas troyanas donde Nightenhelser y yo solemos estacionarnos, otra musa conduce su carro volador mientras ella se inclina por el lado y escruta las tropas con su visión ampliada. Morfearnos no nos salvará hoy a los mortales escólicos.
Como para demostrarlo, la musa llamada Melete («mí» musa) alza las manos y dispara un rayo coherente de energía hacia tierra, golpeando a un soldado de infantería troyano llamado Dío, que tendría que estar vivo para recibir una reprimenda en el Canto Veinticuatro según Homero, pero que muere hoy en un destello de llamas y un remolino de humo y calor. Otros troyanos retroceden, algunos huyen hacia la ciudad y sin comprender la ira de esta diosa en un día de victoria ordenada por Zeus, pero Héctor y Paris están a medio kilómetro al sureste, liderando su ataque, y ni siquiera miran atrás.
—Ése no era Dío —jadea Nightenhelser—. Era Houston.
—Lo sé —digo yo, volviendo mi visión ampliada a modo normal. Houston era el más joven y más nuevo de los escólicos. Yo apenas había hablado con él. Probablemente estaba hoy en las líneas troyanas porque yo había desaparecido.
El carro de la musa vira bruscamente y vuela hacia nosotros. No creo que la muy zorra nos haya visto todavía (nos encontramos entre cientos de hombres y caballos arremolinados), pero lo hará dentro de unos segundos.
¿Qué hago? Puedo ponerme el Casco de Hades y correr de nuevo como un cobarde, dejando a Nightenhelser para que muera como pasó con Blix y todos los demás, a quienes fallé. No hay modo de que la capucha metálica pueda escondernos a ambos de la visión divina de la musa. O podemos correr… correr hacia las naves negras. No avanzaremos ni veinte metros.
El carro desciende más y se camufla, de modo que resulta invisible para los griegos y troyanos de abajo. Con nuestra visión nanoalterada, Nightenhelser y yo todavía lo vemos venir.
—¿Qué demonios? —chilla Nightenhelser, soltando su vara de grabación mientras lo abrazo, rodeándolo con ambos brazos y una pierna como si fuera un soldado delgaducho que intentara violar a un tiarrón de su tamaño.
Con un brazo en torno al cuello del gran escólico, agarro el medallón TC y lo retuerzo.
No sé si esto funcionará. No debería. El medallón está obviamente diseñado para transportar sólo a la persona que lo lleva. Pero mi ropa viene conmigo cuando TCeo, y más de una vez he llevado alguna otra cosa de sitio en sitio a través del espacio de Planck, así que tal vez el campo cuántico establecido por la teleportación incluye cosas con las que mi cuerpo está en contacto o lo que rodean mis brazos.
Qué demonios, va. Merece la pena intentarlo.
Cobramos existencia en la oscuridad, caemos pendiente abajo y nos separamos. Miro desesperadamente a mi alrededor, tratando de determinar dónde nos encontramos. No había tenido tiempo de visualizar ningún destino: simplemente había deseado estar en otro sitio y nos cuanto-teleporté a ambos… a otra parte.
¿Dónde?
Hay luz de luna, así que puedo ver a Nightenhelser observándome alarmado, como si yo fuera a saltarle encima otra vez de un momento a otro. Sin hacerle caso, miro al cielo (estrellas, un trozo de luna, la Vía Láctea) y luego a la tierra: árboles altos, una colina cubierta de hierba, un río cercano.
Estamos decididamente en la Tierra (la antigua Tierra de Ilión al menos), pero no parece el Peloponeso ni Asia Menor.
—¿Dónde estamos? —pregunta Nightenhelser, poniéndose en pie y sacudiéndose—. ¿Qué pasa? ¿Por qué es de noche?
El lado opuesto del mundo antiguo, pienso.
—Creo que estamos en casa —digo.
—¿En Indiana? —Nightenhelser se aparta otro paso.
—La Indiana del año mil doscientos y pico antes de Cristo —-digo— Siglo arriba o siglo abajo.
Me he lastimado el brazo al caer por la pendiente.
—¿Cómo hemos llegado aquí? —Nightenhelser siempre ha sido tranquilo, algo cascarrabias a su modo, pero nunca se había enfadado realmente por nada. Ahora sí que parece cabreado.
—Nos he TCeado a ambos.
—¿De qué demonios estás hablando, Hockenberry? No estábamos cerca del portal TC.
Lo ignoro y me siento sobre una roca pequeña, frotándome el brazo. No hay muchas colinas en Indiana, ni siquiera las había en mi otra vida allí, pero había zonas rocosas y boscosas alrededor de Bloomington, donde vivíamos Susan y yo. Creo que, en mi pánico, visualicé… bueno, mi casa. Deseo con todas mis fuerzas que el medallón TC nos haya trasladado a través del tiempo además del espacio y nos haya soltado en la Indiana de finales del siglo XX, pero algo en la oscuridad completa del cielo nocturno y el olor límpido y puro del aire me dice lo contrario.
¿Quién hay aquí en el 1200 antes de Cristo? Los indios. Sería irónico que el medallón nos hubiera TCeado para alejarnos de una muerte inminente a manos de nuestra musa (literalmente) sólo para llevarnos al Nuevo Mundo, donde los indios nos van a cortar la cabellera. La mayoría de las tribus no arrancaban la cabellera a sus víctimas antes de que llegaran los hombres blancos, rezonga la parte pedante de mi cerebro de catedrático. Aunque creo recordar haber leído en alguna parte que en ocasiones arrancaban orejas como prueba de sus crímenes.
Bueno, eso hace que me sienta, mejor. Siempre se puede confiar en que un asesino tenga un buen estilo al escribir, o eso se dice, y en que un catedrático diga algo deprimente cuando ya estás deprimido.
—¿Hockenberry? —-inquiere Nightenhelser, sentándose en una roca cercana (no demasiado cerca de mí, advierto), y frotándose también codos y rodillas,
—Estoy pensando, estoy pensando —digo con mi mejor voz de Jack Benny.
—Bien, pues cuando acabes —dice Nightenhelser—, tal vez puedas decirme por qué la musa acaba de matar a Houston.
Esto me hizo serenarme, pero no estaba seguro de cómo responder.
—Están pasando cosas con los dioses —digo por fin—. Planes. Intrigas. Pactos.
—No me digas —dice Nightenhelser, con ironía. Alzo ambas manos, las palmas hacia arriba.
—Afrodita estaba intentando utilizarme para que asesinara a Atenea.
Nightenhelser se me queda mirando. Consigue, a duras penas, no quedarse boquiabierto.
—Sé lo que estás pensando —digo—. ¿Por qué yo? ¿Por qué usar a Hockenberry? ¿Por qué darle el poder para TCear por su cuenta y el Casco de Hades para ocultarse? Y estoy de acuerdo: no tiene sentido.
—No estaba pensando eso —dice Nightenhelser. Un meteorito cruza el cielo sobre nosotros. En algún lugar del bosque, un búho emite un ruido que no llega a ser un ulular—. Me estaba preguntando cuál es tu nombre de pila.
Ahora me toca a mí el turno de quedarme mirándolo.
—¿Porqué?
—Porque los dioses nos instan a que no usemos nuestros nombres propios y nosotros temíamos llegar a conocernos bien porque los escólicos estábamos siempre… desapareciendo y siendo sustituidos por los dioses —dice el hombretón, parecido a un oso incluso en las sombras de la oscuridad—. Así que quiero saber cuál es tu nombre de pila.
—Thomas —digo después de un segundo—. Tom. ¿Y el tuyo?
—Keith —dice el hombre a quien conozco levemente desde hace casi un año. Se pone en pie y contempla el bosque oscuro—. Bueno, ¿y ahora qué Tom?
Insectos, ranas y otros bichos nocturnos crean un ruido de fondo en el bosque negro. A menos que sean Indios espiándonos.
—¿Sabes cómo…? Quiero decir, ¿has ido mucho de acampada…?
—¿Te refieres a si me moriré si me dejas aquí solo? —pregunta Nightenhelser… Keith.
—Sí.
—No lo sé. Probablemente. Pero sospecho que mis posibilidades son muchísimo más altas aquí que en las llanuras de Ilión. Al menos mientras la musa siga en pie de guerra…
Supongo que Keith está pensando también en los indios.
—Además, tengo mis jueguecitos escólicos y demás. Puedo hacer fuego, usar el arnés de levitación para volar si es preciso, morfearme en Toro si es necesario… Así que supongo que puedes TCear a donde tengas que ir y hacer lo que tengas que hacer —dice Nightenhelser—. Infórmame después sobre los detalles… si hay un después.
Asiento y me pongo en pie. Parece extraño… equivocado, dejar al otro escólico aquí, solo, pero no veo otra opción.
—¿Puedes encontrar el camino de regreso? —pregunta—. Aquí, quiero decir. Para recogerme.
—Eso creo.
—¿Eso crees? ¿Eso crees? —Nightenhelser se pasa la mano por el pelo hirsuto—. Espero que no fueras jefe de tu departamento, Hockenberry.
Supongo que el momento de llamarse por el nombre propio ha pasado.
No hay ningún lugar en el universo donde menos me gustaría estar que en el Olimpo. Cuando llego, los habitantes de ese monte están reunidos en el Gran Salón de los Dioses. Tras asegurarme de que el Casco de Hades está en su sitio y de que no proyecto ninguna sombra, me deslizo hasta el gran edificio estilo Partenón.
En mis nueve años y pico como escólico, nunca he visto tantos dioses juntos. A un lado de la larga piscina holográfica se sienta Zeus, en lo alto de su trono de oro, más imponente que nunca. Como he mencionado, los dioses suelen tener dos metros y medio o más de altura, excepto cuando adoptan forma mortal, y Zeus normalmente es quince o veinte centímetros más alto, un adulto divino para sus hijos cósmicos. Pero hoy Zeus mide siete metros, cada uno de sus musculosos antebrazos es tan largo como mi torso. Me pregunto cómo se conjuga esto con la conversión de masa y energía de la que intentó hablarme el otro escólico hace años, pero ahora no tiene importancia. Me apoyo contra la pared, lejos de los otros dioses y sin hacer ningún ruido ni movimiento que traicionen mi presencia a los refinados sentidos de todos estos superhéroes… eso sí que importa.
Yo creía conocer por su nombre a todos los dioses y diosas, pero aquí hay docenas a los que no reconozco. Los que sí conozco, los dioses y diosas que han estado más implicados en la lucha en Troya, se alzan en la multitud como estrellas de cine en un mitin de políticos menores, pero incluso el menor de estos dioses es más alto, más fuerte, más guapo y más perfecto que ninguna estrella del cine que yo recuerde de mi otra vida. Junto a Zeus, al otro lado de la piscina holográfica (que divide ahora la sala como un largo foso) distingo a Palas Atenea, el dios de la guerra Ares (obviamente ya ha salido de su tanque de curación, que no resultó dañado cuando destruí el de Afrodita), los hermanos más jóvenes de Zeus: el dios marino Poseidón (que rara vez viene al Olimpo), y Hades, señor de los muertos. El hijo de Zeus, Hermes, se encuentra cerca de la piscina, y el guía y ejecutor de gigantes es tan esbelto y hermoso como las estatuas que he visto de él. Otro hijo de Zeus, Dionisos, el dios del placer, habla con Hera y (en contraste con su imagen pública) no sostiene ninguna copa de vino en la mano. Para ser el dios del placer Dionisos parece pálido, débil y amargado: como un hombre que está solo en la tercera semana de un programa de doce pasos. Tras ellos, con aspecto de ser más viejo que el tiempo, está Nereo, el auténtico dios del mar, el Viejo del Mar. Los dedos de sus manos y pies están unidos por membranas y tiene agallas visibles bajo los sobacos.
Los Hados y las Furias están aquí a la fuerza, chocando por accidente o capricho entre los dioses y diosas. Son dioses (más o menos) pero a veces tienen poder regulador sobre los otros dioses. No son de aspecto humano como los dioses y diosas normales, y confieso que casi no sé nada de ellos, excepto que no viven en el Olimpo, sino en uno de los tres volcanes situados al sureste, cerca de donde residen las musas. Mi musa, Melete, está aquí, junto a sus hermanas, Menemo y Aoide. Las musas más «modernas» también: las verdaderas Calíope, Polimnia, Urania, Erato, Cleis, Euterpe, Melpómene, Terpsícore y Talía. Justo tras las musas se encuentran los dioses de la lista principal. Afrodita no está entre ellos: eso es lo primero que advierto. Si estuviera, me vería con tanta facilidad como veo yo a estas divinidades. Pero su madre, Dione, sí que asiste, y está hablando con Hera y Hermes y parece bastante seria. Cerca de ese grupo están Deméter (la diosa de las cosechas) y su hija Perséfone, la esposa de Hades. Tras ellas distingo a Pasitea, una de las Gracias. Más atrás, como corresponde a su inferior rango, están las Nereidas, desnudas hasta la cintura, hermosas y de aspecto traicionero.
La metadiosa llamada Noche permanece apartada. Su peplo y velo son de un púrpura tan oscuro que parece negro, e incluso los otros dioses y diosas se alejan de ella. No sé nada sobre Noche, excepto que hay rumores de que Zeus la teme. Nunca la había visto en el Olimpo hasta hora.
Me siento como uno de esos aficionados al cine que se plantan entre la multitud en la entrega de los premios de la Academia, intentando separar los dioses-alfa de los menores. Hebe, por ejemplo, está allí, cerca de los varones (la diosa de la juventud, la hija de Zeus y Hera, es sólo una criada de los dioses), y allí, el pelo rojo como el fuego, está Hefesto, el gran artificiero, hablando con su esposa, Caris, que es sólo una de las Gracias. Establecer un orden entre los dioses y las diosas, advierto ahora, no por primera vez, es complicado.
De repente la diosa Iris, la mensajera de Zeus, vuela hacia delante (sí, vuela) y da una palmada.
—El Padre hablará —dice, la voz tan clara y nítida como un solo de flauta.
Inmediatamente las docenas de conversaciones entre murmullos cesan y el gran salón queda en silencio.
Zeus se pone en pie. El brillo de su trono de oro y los escalones de oro que conducen hasta él lo baña en luz divina.
—Oídme todos, dioses y diosas —dice Zeus, con suavidad. Pero su voz es tan potente que noto su vibración en las altas paredes de mármol—. Alguna deidad ha intentado hoy herir a Afrodita, irrumpiendo en nuestro salón de curación y, aunque sigue viva, estuvo a punto de morir y necesitará muchos más días de curación. Alguna deidad intentó matar a una inmortal hoy… intentó matar a uno de nosotros, que no tenemos la muerte por destino.
Los murmullos y conversaciones escandalizadas dan comienzo como un zumbido y se convierten en un rugido en la enorme sala.
—¡¡SILENCIO!! —truena Zeus, y esta vez su voz es tan fuerte que me derriba y me hace resbalar por el suelo de mármol como si fuera una bala de heno en un tornado. Por fortuna, no choco con ninguno de los dioses ni diosas al resbalar, y el ruido que hago es ahogado por los ecos del grito de Zeus.
—Oídme ahora, dioses y diosas —continúa, su voz amplificada como si llegara del sistema de megafonía definitivo—. Que ninguna hermosa diosa, ni ningún dios tampoco, intente desafiar mi estricto decreto. Os someteréis a mi voluntad… ¡AHORA!
Esta vez estoy preparado para la fuerza huracanada de su voz y me agarro a una columna hasta que la oleada ha pasado.
—Escuchadme —dice Zeus, casi susurrando ahora, su poder aún más terrible por el tono suave—. Cualquier dios que viole mi dictado ayudando a los troyanos o a los aqueos como he visto hacer este mes, volverá al Olimpo golpeado por mi rayo y masacrado por mi trueno, caerá en eterna desgracia, y será desterrado. Desafiadme, y descubriréis lo que es ser arrojado a las sombras del Tártaro a medio universo de distancia en el espacio y el tiempo, a la sima más profunda que se abre bajo nuestras entidades cuánticas.
Mientras habla, el largo pozo holográfico hierve y borbotea, se vuelve completamente negro y se convierte en algo distinto a un holograma: el pozo rectangular (que parece una docena de piscinas de tamaño olímpico puestas una junto a la otra, bullendo llenas de aceite negro) suelta de repente un rugido propio y se convierte en un agujero que da a un lugar oscuro y feroz y terriblemente profundo. El hedor del azufre se expande y los dioses y diosas que están cerca del borde retroceden.
—Contemplad el Tártaro —exclama Zeus—, las profundidades más bajas de la Morada de Hades, un lugar tan por debajo del infierno como está el hogar de Hades por debajo de la tierra misma. ¿Os acordáis, los dioses y diosas más veteranos entre nosotros, de cuando me seguisteis a aquella guerra de diez años contra los Titanes, que gobernaban antes que nosotros? ¿Os acordáis de que expulsé a Cronos y Rea, mis propios padres, más allá de estas puertas de hierro y estos umbrales de bronce, ay, y a Japeto también, pese a todo su poder?
Todos en el salón guardan silencio. Sólo se oyen los ahogados rugidos y gritos y chillidos que llegan del pozo del Tártaro abierto. No tengo ninguna duda de que es un agujero al infierno, no un holograma, lo que se abre a tres metros escasos de donde me acurruco.
—SI LANCÉ A MIS PADRES A ESTE POZO DE POZOS POR TODA LA ETERNIDAD —RUGE ZEUS—, ¿DUDÁIS QUE ENVIARÉ VUESTRAS ALMAS AULLANTES EN UN SEGUNDO?
Los dioses y diosas no responden, sino que retroceden varios pasos alejándose del horrible vacío.
Zeus sonríe, terrible.
—Venga, intentadlo, inmortales, para que todos puedan aprender.
Un enorme cable dorado cae del techo del salón, dividiendo el pozo del infierno. Los dioses y diosas corren para apartarse de su caída. Golpea el mármol con estrépito. La cuerda, es más gruesa que la maroma de un barco y parece tejida con miles de hilos de auténtico oro de dos centímetros de grosor. Debe pesar muchas toneladas.
Zeus baja sus escalones dorados y alza el cable, sujetándolo con facilidad con sus manos gigantescas.
—Agarrad vuestro extremo —dice, casi alegremente.
Los dioses y diosas se miran unos a otros y no se mueven.
—¡AGARRAD VUESTRO EXTREMO!
Cientos de inmortales y sus inmortales sirvientes corren a obedecer y agarran el largo cable, como niños en un juego de tirar de la cuerda. En un minuto Zeus está solo a un lado del pozo del Tártaro, sujetando la cuerda con indiferencia, y la incontable turba de dioses y diosas está al otro, sujetando con fuerza el cable de oro con sus poderosas manos divinas.
—Arrastradme —dice Zeus—. Arrojadme del cielo a la tierra y al Hades y más abajo, a las apestosas profundidades del Tártaro. Arrastradme, digo.
Ni un solo dios mueve un músculo de bronce.
—¡ARRASTRADME, OS LO ORDENO!
Zeus agarra el cable dorado y empieza a tirar. Las sandalias de los dioses resbalan y chirrían sobre el mármol. Varios cientos de dioses y diosas arrastrados hacia el pozo, algunos tropiezan, otros caen de rodillas.
—¡TIRAD, MALDITOS SEÁIS! —AÚLLA ZEUS—. ¡TIRAD O SERÉIS ARRASTRADOS AL HEDIONDO TÁRTARO HASTA QUE EL TIEMPO MISMO SE PUDRA EN LOS HUESOS DEL UNIVERSO!
Zeus tira de nuevo y veinte metros de cable dorado se enroscan tras él. La hilera de dioses y diosas y gracias y furias y nereidas y ninfas y lo que queráis del otro lado (todos tirando excepto Noche con su peplo púrpura) resbala y chirría más cerca del pozo. Atenea, que va en cabeza está sólo a diez metros del borde cuando grita:
—¡Tirad, dioses! ¡Haced caer al viejo hijo de puta!
Ares y Apolo y Hermes y Poseidón y el resto de los más poderosos dioses ponen manos a la obra. Dejan de resbalar. El cable se tensa, crujiendo y pelándose por la tensión. Las diosas gritan y tiran al unísono; Hera (la esposa de Zeus) tira todavía con más fuerza que los demás. El cable de oro se estira y gruñe.
Zeus se ríe. Los mantiene a todos a raya con una sola mano en la cuerda. Luego agarra el cable con la otra mano y vuelve a tirar.
Los dioses gritan como niños en una montaña rusa. Atenea y los que están cerca de ella siguen deslizándose por el mármol como si fuera hielo, cada vez más y más cerca del rugiente pozo del Tártaro, mientras docenas de inmortales menores se rinden y se sueltan. Pero Atenea no suelta su presa. La diosa de los ojos grises es acercada implacablemente hacia el borde de la humeante puerta al infierno. Toda la hilera de esforzados y sudorosos inmortales que maldicen está cediendo.
Zeus se ríe y suelta el cable. Los dioses vuelan hacia atrás y aterrizan sin más ceremonias sobre sus inmortales culos.
—Dioses y diosas, hermanos, hermanas, hijos, hijas, primos y sirvientes… no podéis arrastrarme —dice Zeus. Regresa a su trono y se sienta—. Ni aunque os arrancarais los brazos de las articulaciones, si tiraseis hasta la muerte, podríais arrastrarme si yo decido no moverme. Soy Zeus, el más grande, el más poderoso de los reyes.
Alza un enorme dedo.
—Pero… si decido arrastraros a vosotros, os expulsaré de este Olimpo, os haré colgar en el negro espacio sobre el Tártaro, ataré también el mar y la tierra, engancharé el extremo en la cima de esta montaña llamada Olimpo, y os dejaré allí colgando en la oscuridad hasta que el Sol se enfríe.
Si yo no acabara de ver lo que he visto, pensaría que el viejo hijo de puta se estaba tirando un farol. Ahora sé que no.
Atenea se pone en pie, a menos de un metro del borde del pozo del Tártaro, y dice:
—Padre Nuestro, hijo de Cronos, que estás en el más alto trono del cielo, conocemos tu poder, Señor. ¿Quién puede alzarse contra ti? Nosotros no…
Todos los inmortales parecen estar conteniendo la respiración. El temperamento de Atenea es legendario, sus habilidades diplomáticas a menudo son escasas: si ahora dice algo equivocado…
—Incluso así —dice la hija de Zeus de mirada gris—, nos compadecemos de esos pobres mortales, yo y mis condenados lanceros argivos, que representan sus pequeños papeles en su pequeño escenario, muriendo sus terribles muertes, ahogándose en su propia sangre al final de sus pequeñas vidas.
Da otros dos pasos, de modo que las puntas de sus sandalias cuelgan sobre el borde del negro pozo. En algún lugar a cientos de metros por debajo, en la oscuridad surcada de relámpagos del Tártaro, algo enorme aúlla de dolor y miedo.
—Sí, Zeus —continúa Atenea—, nos mantendremos apartados de la guerra como ordenas. Pero concédenos, al menos, permiso para ofrecer a nuestros mortales favoritos tácticas que puedan salvarlos, para que no todos caigan bajo el rayo de tu inmortal cólera.
Zeus mira a su hija un largo instante y, por una vez, no puedo leer sus pensamientos: ¿Furia? ¿Humor? ¿Impaciencia?
—-Tritogeneia, querida hija tres veces nacida —dice Zeus—, tu valor siempre me ha dado dolor de cabeza. Pero no te acobardes, pues nada de la lección que os he dado hoy fluye de mi cólera, sino que sólo pretende demostrar a todos los aquí congregados las consecuencias de su desobediencia.
Y tras haber hablado, Zeus baja de su trono y su carro personal llega volando entre las gigantescas columnas. Su par de caballos de cascos de bronce (reales, veo, no hologramas) aterrizan a su lado, sus crines doradas al viento. Tras ponerse su armadura dorada y empuñar el látigo, Zeus sube al carro de batalla, hace restallar el látigo, y el tiro y el carro corren por el mármol y luego despegan trazando un círculo sobre el salón a treinta metros por encima de las cabezas de los dioses y diosas, antes de volar entre las columnas y desaparecer en un temblor de trueno cuántico.
Poco a poco, los dioses y diosas y demás entes menores abandonan el salón, murmurando y planeando entre sí. Ninguno (estoy seguro) tiene pensado obedecer a su amo y señor.
Y yo me quedo aquí un rato, invisible y alegre de serlo. Tengo la boca abierta y respiro entrecortadamente, como un perro vapuleado un día de calor. Me parece que estoy babeando un poco y todo.
Algunas veces, aquí arriba, en el Olimpo, es difícil creer por completo en causa y efecto y en el método científico.