22

La costa de la planicie Chryse

—Maté a mi amigo, Orphu de Io —le dijo Mahnmut a William Shakespeare.

Los dos caminaban por los barrios situados a orillas del Támesis. Mahnmut sabía que estaban a finales del verano de 1592, aunque no sabía cómo lo sabía. El río estaba repleto de barcazas, chalanas y barcos de mástiles cortos. Más allá de los edificios Tudor y las desvencijadas casas de la orilla norte se alzaban las espiras y torres de Londres. Una bruma calurosa gravitaba sobre el río y tras los barrios, a cada orilla.

—Debería haber salvado a Orphu, pero no pude —dijo Mahnmut. Tenía que caminar rápido para mantener el ritmo del dramaturgo.

Shakespeare era un hombre fornido, de veintitantos años, habla suave, vestido de manera más digna de lo que Mahnmut habría esperado de un actor y autor teatral. El rostro del joven era un óvalo afilado, con entradas ya acusadas, patillas, un poco de barba y un fino bigote como si Shakespeare estuviera experimentando con una barba más permanente. Su cabello era castaño, sus ojos de un verde grisáceo, y llevaba un jubón negro del que sobresalían los holgados y suaves cuellos de una camisa blanca y unos cordones blancos que colgaban. Un pequeño arete de oro pendía de la oreja izquierda del escritor.

Mahnmut quería hacerle a Shakespeare un millar de preguntas: ¿qué estaba escribiendo?, ¿cómo era la vida en esta ciudad que pronto sería asolada por la peste?, ¿cuál era la estructura oculta de los sonetos? Pero de lo único que podía hablar era de Orphu.

—Intenté salvarlo —explicó Mahnmut—. El reactor de La Dama Oscura se desconectó y luego las baterías murieron a menos de cinco kilómetros de la costa. Intenté encontrar un hueco en alguna de las muchas cuevas que hay a lo largo de los acantilados… un lugar donde pudiéramos esconder el submarino.

—¿La Dama Oscura? —preguntó Shakespeare—. ¿Ése es el nombre de vuestro navío?

—Sí.

—Continuad, os lo ruego.

—Orphu y yo estuvimos hablando sobre las caras de piedra —dijo Mahnmut—. Era de noche… nos acercábamos a la costa de noche, a cubierto de la oscuridad, pero yo usaba el visor nocturno y le describía las caras. Él estaba todavía vivo. La nave proporcionaba suficiente O2 para él.

—¿O2?

—Aire —explicó Mahnmut—. Como digo, le estaba describiendo las grandes cabezas de piedra…

—¿Grandes cabezas de piedra? ¿Estatuas?

—Monolitos de unos veinte metros de altura —dijo Mahnmut.

—¿Reconocisteis el rostro de la estatua? ¿Era algún conocido vuestro, o quizás un rey o un conquistador famoso?

—Estaba demasiado lejos para que viera muchos detalles de las caras —dijo Mahnmut.

Habían llegado a un amplio puente de muchos arcos cubiertos de edificios de dos plantas. Un pasaje de unos cuatro metros de ancho corría bajo las estructuras, como una carretera a través de un túnel, y en aquel momento un abigarrado puñado de peatones esquivaba un rebaño de ovejas que alguien conducía a la ciudad. A lo largo de ese camino había cabezas humanas clavadas en picas, algunas secas y momificadas, otras simples cráneos con algún mechón de pelo o jirones de carne podrida, otras tan sorprendentemente frescas que conservaban color en las mejillas o los labios.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Mahnmut. Sus partes orgánicas sintieron náuseas.

—El Puente de Londres —dijo Shakespeare—. Decidme qué le sucedió a vuestro amigo.

Cansado de mirar hacia arriba para ver al dramaturgo, Mahnmut se subió a un muro de piedra que servía de balaustrada. Pudo ver una impresionante torre al este, y supuso que era la de Ricardo III. Sabiendo que estaba soñando o muriendo por falta de aire, Mahnmut no quiso que aquel sueño terminara antes de hacerle a Shakespeare una preguntita o dos.

—¿Habéis empezado ya a escribir vuestros sonetos, maese Shakespeare?

El dramaturgo sonrió y contempló el apestoso Támesis, luego se volvió a mirar la hedionda ciudad. Había detritos por todas partes, y cadáveres de caballos muertos y ganado pudriéndose en los charcos de barro; mientras un salvaje efluvio de sanguinolentas vísceras de pollo flotaban en los canales al descubierto y giraban en las aguas estancadas. Mahnmut casi había desconectado sus sensores olfativos. No entendía cómo aquel humano con su nariz completa podía soportarlo.

—¿Cómo sabéis que estoy experimentando con el soneto? —preguntó Shakespeare.

Mahnmut imitó un encogimiento de hombros humano.

—Una suposición. ¿Así que los habéis iniciado?

—He considerado jugar con la forma —admitió el dramaturgo.

—¿Y quién es el Joven de los sonetos? —preguntó Mahnmut, casi sin aliento por la expectativa de desentrañar ese antiguo misterio—. ¿Es Henry Wriothesley, el conde de Southampton?

Shakespeare parpadeó sorprendido y miró con atención al moravec.

—Parecéis seguirme muy de cerca en esos asuntos, pequeño Calibán.

Mahnmut asintió.

—¿Entonces es Wriothesley el Joven de los sonetos?

—Su alteza cumplirá diecinueve años este octubre y el bozo de su labio superior, se dice, se ha convertido en pelo —dijo el dramaturgo—. No es precisamente un joven.

—William Herbert, entonces —sugirió Mahnmut—. Sólo tiene doce años y se convertirá en el tercer conde de Pembroke dentro de nueve.

—¿Conocéis las fechas de futuros ascensos y sucesiones? —dijo Shakespeare con tono de ironía—. ¿Sabe maese Calibán navegar el mar del tiempo además de este océano de Marte del que habla?

Mahnmut estaba demasiado entusiasmado con la resolución de aquel enigma para responder a eso.

—Le dedicaréis el gran Folio de 1623 a William Herbert y su hermano, y cuando vuestros sonetos se publiquen, los dedicaréis al «Señor W. H.».

Shakespeare miró al moravec como si fuera un sueño producido por la fiebre. Mahnmut quiso decir: No, vos sois el sueño de un cerebro moribundo, maese Shakespeare. No yo. En voz alta, dijo:

—Es que me parece interesante que tuvierais a un hombre joven o a un muchacho por amante.

La reacción del poeta sorprendió a Mahnmut: Shakespeare se dio la vuelta, desenvainó una daga de su cinturón, y la colocó sobre la unidad de cabeza del moravec.

—¿Tenéis un ojo, Pequeño Calibán, donde pueda enterrar mi hoja?

Cuidando de no bajar su permicarne hasta la punta de la hoja, Mahnmut negó ligeramente con la cabeza.

—Os pido disculpas —dijo—. Soy extraño en vuestra ciudad, en vuestro país, y desconozco vuestras costumbres.

—¿Veis esas tres cabezas más cercanas, en los postes del puente? —preguntó Shakespeare.

—Sí.

—La semana pasada a esta hora desconocían nuestras costumbres.

—Comprendo —dijo Mahnmut—. Perdonad, señor.

Shakespeare volvió a guardar la daga en su vaina de cuero. Mahnmut recordó que el hombre era actor, acostumbrado a fiorituras y exageraciones, aunque la daga era puntiaguda, no como las que se usan en el teatro. Y la respuesta de Shakespeare no había sido una negativa a la pregunta de Mahnmut.

Ambos volvieron a mirar el río. El sol colgaba imposiblemente grande y anaranjado y bajo en la neblina del río, al oeste. La voz de Shakespeare, cuando habló, fue suave.

—Si escribo esos sonetos, Calibán, lo haré para explorar mis propios fallos, debilidades, compromisos, autoengaños y penosas ambigüedades, como uno busca en un hueco ensangrentado el diente que falta después de una reyerta de taberna. ¿Cómo matasteis a vuestro amigo, ese Orphu de Io?

Mahnmut tardó un segundo en contestar a la pregunta.

—No pude llevar a La Dama a la caleta que había visto en la costa —dijo—. Lo intenté y fracasé. El reactor del submarino murió de repente, la energía se apagó. La Dama se hundió en menos de cuatro brazas de agua, a tres kilómetros o así de la cueva. Intenté vaciar todos los tanques de lastre para volcarla de lado y poder soltar las puertas de la bodega y llegar a mi amigo… pero se hundió rápidamente.

Mahnmut miró al poeta. Shakespeare parecía estar prestando atención. Los edificios del puente, tras él, estaban rojos por el amanecer en el Támesis.

—Salí y pasé a O2 interno y bucee durante horas —continuó Mahnmut—. Usé palanquetas y lo que quedaba de acetileno y mis dedos manipuladores, pero no logré abrir las puertas, no pude despejar los escombros del acceso inundado a la bodega. Orphu mantuvo la conexión durante un tiempo, pero lo perdí cuando fallaron los sistemas internos. Nunca pareció preocupado, nunca asustado, sólo cansado… muy cansado. Hasta que la comunicación falló. Estaba oscuro. Debí perder el sentido. Tal vez estoy en el seno del océano marciano ahora mismo, muerto con Orphu, o muriendo, soñando esta conversación mientras las últimas células de mi cerebro orgánico se desconectan.

—Tu seno se ha enriquecido con todos los corazones —dijo Shakespeare con monotonía—, que al faltarme suponía muertos, y allí reina el amor, y todos los adorables atributos del amor, y todos los amigos que creía sepultados.

Mahnmut recuperó la consciencia y se encontró en la playa, a la luz del día marciano, rodeado de docenas de hombrecillos verdes. Estaban inclinados sobre él, observándolo con los ojillos negros de sus caras verdes y transparentes. Retrocedieron uno o dos pasos cuando Mahnmut se enderezó con un ligero zumbido de sus servos.

Eran muy pequeños. Mahnmut medía poco más de un metro. Esas… personas… eran más bajas que él. Eran de forma más humanoide que Mahnmut, pero de aspecto no completamente humano. Eran bípedos, con brazos y piernas, pero no tenían orejas, ni nariz, ni boca. No llevaban ropa y sólo tenían tres dedos en cada mano, como los personajes de los dibujos animados que Mahnmut había visto en archivos de la Edad Perdida. Carecían de sexo, advirtió Mahnmut, y su carne (si carne era), transparente, como suave plástico, dejaba ver un interior sin órganos ni venas. Los cuerpos estaban llenos de flotantes glóbulos y masas verdes, partículas y pompas, todo fluyendo y borboteando de una manera no muy distinta a como lo hacía la amada lámpara de lava de Mahnmut, ahora abandonada con el submarino roto.

Más hombrecillos verdes bajaban por un camino abierto en la cara del acantilado. Mahnmut vio la última de las caras de piedra erigidas aproximadamente a un kilómetro al este. Otra estaba en posición horizontal sobre una larga plataforma de madera colocada sobre ruedas, muy por encima de ellos, cerca del borde del precipicio, sostenida por cuerdas. Los detalles de las caras no eran discernibles.

Al infierno con las cabezas. Mahnmut giró y escrutó el mar y la playa. Olas tibias iban llegando con la regularidad de un metrónomo. ¿Dónde está La Dama Oscura?

Allí estaba: a doscientos metros, con parte de la quilla superior y la superestructura de mando claramente visibles. El medidor de profundidad y el sonar habían muerto antes que ella, y Mahnmut había cometido tal vez la más antigua y ultrajante de todas las ofensas que un capitán pueda cometer: abandonar su nave. Había recurrido al ojo interno mientras trabajaba desesperadamente por liberar las puertas de la bodega del arenoso y fangoso fondo del mar, pero comprendió que debía haberse desmayado y había llegado a la orilla durante la noche.

¡Orphu! ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente, soñando con Shakespeare? El cronómetro interno de Mahnmut dijo que habían pasado poco menos de cuatro horas.

Puede que todavía esté vivo ahí dentro. Empezó a caminar hacia el agua, intentando caminar por el fondo hasta el sumergible varado.

Una docena de hombrecillos verdes se interpusieron entre él y el agua, bloqueándole el camino. Luego veinte. Después cincuenta. Un centenar más lo rodearon en la playa.

Mahnmut nunca había alzado una mano o un manipulador con furia, pero ahora estaba dispuesto a luchar, a golpear y herir y patalear para abrirse paso entre la multitud sí era necesario. Pero intentaría hablar primero.

—Apartaos de mi camino —dijo, la voz amplificada al máximo y resonando con fuerza en el aire marciano—. Por favor.

Los ojos negros en aquellas caras verdes lo miraron. Pero no tenían oídos para oírle ni bocas para hablar.

Mahnmut se rio sin ganas y empezó a abrirse paso entre ellos, sabiendo que por muy fuerte que fuese lo vencerían por superioridad numérica: se sentarían sobre él y lo destrozarían. La idea de semejante violencia, suya o de ellos, hizo que sus interiores orgánicos se encogieran de horror.

Uno de los hombrecillos verdes alzó la mano como para decir «alto». Mahnmut se detuvo. Todas las cabezas verdes se volvieron hacia la derecha y miraron hacia la playa. La multitud se separó como por arte de magia mientras un hombrecillo verde que parecía exactamente igual que los demás se acercaba. Se detuvo delante de Mahnmut y extendió ambas manos como si le tendiera un cuenco invisible o rezara.

Mahnmut no comprendió. Ni tampoco quería perder tiempo comunicándose mediante el lenguaje de signos. Orphu podía seguir vivo.

Dejó atrás al hombrecillo, pero otra docena cerró filas tras ese emisario, bloqueándole el paso. Mahnmut tendría que luchar o prestar atención a los gestos de la figura verde.

Dejó escapar un suspiro no muy distinto a un gemido y se detuvo, tendiendo las manos para imitar el gesto del hombrecillo.

El emisario sacudió la cabeza, tocó el brazo izquierdo de Mahnmut (los sensores orgánicos y moravéquicos le dijeron que los dedos verdes estaban fríos) y bajó el brazo de Mahnmut, luego le agarró el derecho. El hombrecillo verde se acercó la mano de Mahnmut hasta que los dedos y la palma del moravec se apoyaron contra la carne fría y transparente.

El hombrecillo verde empujó con fuerza, impulsándose hacía delante y sosteniendo la mano de Mahnmut con más y más tesón hasta que la palma del moravec marcó el pecho plano, empujó la carne hacia dentro y luego… la atravesó.

Mahnmut, sorprendido, habría apartado la mano, pero el hombrecillo verde no soltó su presa. Mahnmut vio su mano oscura entrar en el fluido del pecho del hombrecillo verde, sintió la carne transparente cerrándose con fuerza alrededor de su antebrazo en un sellado al vacío.

Todos los hombrecillos verdes se llevaron la mano al pecho.

Los dedos abiertos de Mahnmut encontraron algo duro, casi esférico. Vio una pompa verde del tamaño de un corazón humano en el centro del pecho del hombrecillo. Su palma sintió su pulso.

El hombrecillo verde tiró de nuevo y Mahnmut comprendió. Cerró los dedos orgánicos alrededor de la pompa.

¿QUÉ

NECESITAS?

Sorprendido, Mahnmut casi liberó la mano. Se obligó a dejar los dedos tal como estaban, enroscados en torno a la pompa-corazón del hombrecillo verde. Mahnmut había percibido la pregunta fluir hasta su cerebro en pulsos, latidos, vibraciones. No con palabras, desde luego no en inglés ni ruso ni francés ni chino ni primario ni en ningún idioma que Mahnmut hubiera utilizado jamás. No sabía cómo responder, así que habló.

—Tengo que salvar a mi amigo, que está atrapado en la nave de allí.

Ciento cincuenta cabezas verdes se volvieron al unísono para mirar el sumergible. Trescientos ojos negros miraron unos segundos y luego se volvieron de nuevo hacia Mahnmut.

DINOS CON TUS

PENSAMIENTOS

DÓNDE

ESTÁ.

Mahnmut cerró los ojos y formó una imagen de Orphu en la bodega bloqueada, una imagen de las puertas, una imagen del corredor interno. La respuesta-vibración latió en su brazo:

ESPERA.

La mano de Mahnmut quedó libre de pronto y salió de la tensa carne del hombrecillo verde con un audible sonido de succión. El hombrecillo se desplomó en la arena, rodó de costado y se quedó inmóvil: las pompas verdes de su cuerpo dejaron de fluir, sus ojos negros se nublaron y quedaron ciegos, se agitaron una vez y se quedaron quietos. Los ciento cuarenta y tantos hombrecillos restantes se volvieron y se dedicaron a la tarea de salvar a Orphu.

Mahnmut se desplomó en la arena junto a lo que era claramente el cadáver sin vida del emisario. Madre de Dios, pensó el moravec. Comunicarse los mata.

Más hombrecillos verdes siguieron bajando el empinado sendero desde el acantilado. Doscientos. Trescientos. Seiscientos. Mahnmut dejó de intentar contarlos e (ignorando la petición del emisario de que esperara) caminó y chapoteó por la orilla hasta llegar al submarino varado. Mahnmut entró por la compuerta de la torreta hasta su nicho seco para comprobar si alguna de las baterías había vuelto a funcionar. No era así. Pasó a través de la compuerta interna hasta el corredor inundado de la bodega y nadó hasta el casco destruido. No se podía llegar a Orphu por ahí. Tras regresar a la sala de control, trató de comunicarse de nuevo. Silencio. Puso a salvo su edición de los sonetos en un envoltorio impermeable y guardó algunas cosas en una mochila (el comunicador remoto que había diseñado para Orphu si podía sacarlo, los discos de bitácora de la nave, copias duras de mapas, una pistola de señales, células de energía) y se encaramó a lo alto de la torreta.

Los hombrecillos verdes habían traído grandes rollos de cable negro, el mismo con el que tiraban de las cabezas de piedra, así como docenas de ruedas con las que habían estado moviendo la enorme plataforma. Trabajaban con increíble eficacia: algunos nadaron hasta el sumergible y ataron cuerdas por encima y por debajo del agua, otros clavaron varas de metal de las ruedas en la arena y la cara rocosa del acantilado, montaron poleas y pasaron el cable de la orilla al submarino y otra vez a la orilla.

El submarino era pesado (más todavía con el reactor empapado de agua, la bodega y los corredores inundados), y a Mahnmut le costaba creer que aquellos hombrecillos consiguieran moverlo.

Pero lo hicieron.

En cuestión de veinte minutos, hubo cientos de cables tendidos entre el submarino y la orilla y muchos hombrecillos verdes en cada cable. Comprendieron que era una misión de rescate; lo primero que hicieron fue tirar con fuerza de lado (los cables se extendían como una telaraña negra hasta la playa) para volcar el submarino sobre su costado derecho.

El instinto impulsaba a Mahnmut a tirar de los cables, pero sabía que eso no tenía sentido. Esperó en el casco de La Dama Oscura, cambiando de sitio cuando el submarino se movió, y en cuanto las puertas de la bodega quedaron despejadas de barro se zambulló en las aguas poco profundas con una palanqueta energética y la lámpara del hombro a toda potencia.

Las puertas de la bodega habían quedado retorcidas y fundidas parcialmente por la entrada en la atmósfera, y Mahnmut logró abrirlas sólo unos centímetros antes de que se atascaran por completo. Con ganas de llorar de frustración, golpeando el casco con furia impotente, de repente tuvo la sensación de que no estaba solo y se dio la vuelta en el agua llena de cieno.

Media docena de hombrecillos verdes estaban de pie en el fondo del agua, observándolo. No parecían necesitar respirar.

Sin querer «comunicarse» con ellos de nuevo al precio de matar a uno, Mahnmut señaló la sección levantada de la puerta, señaló la superficie, hizo ademán de enrollar un cable alrededor del fragmento de metal y tirar de él.

Los seis hombrecillos verdes asintieron y subieron a la superficie, tres metros más arriba.

Al cabo de un minuto regresaron sesenta, algunos tirando de cables, otros con las varas negras de las ruedas que usaban para tirar de las cabezas de piedra. Trabajaron de nuevo con increíble eficiencia, algunos en equipo para hacer retroceder unos cuantos centímetros de las puertas del otro extremo de la bodega, otros pasando el cable como si ensartaran una aguja. En cuestión de minutos tuvieron docenas de fuertes cables pasados bajo las puertas atascadas. Subieron de nuevo a la superficie, tras indicar por gestos a Mahnmut que los siguiera.

De nuevo Mahnmut respiró aire, sintió la luz del sol en su polímero y su piel y se plantó en el casco de La Dama Oscura mientras cientos de hombrecillos verdes tiraban y tiraban de los cables sirviéndose del sistema de poleas instalado en el acantilado. Volvieron a tirar.

El sumergible crujió, el casco gimió, el limo los rodeó, y La Dama Oscura rodó otros treinta grados a estribor y se retorció hasta que el vientre de la nave quedó al descubierto y la popa apuntó hacia la playa. Las puertas de aleación de la bodega se combaron, pero no se abrieron.

Mahnmut atacó de nuevo las puertas con su palanqueta energética. El metal torturado y retorcido no cedió. Su soplete de acetileno se quedó sin O2 y sin energía.

Los hombrecillos verdes lo apartaron amablemente de su infructuosa labor. Mahnmut se soltó y se dejó resbalar hacia la bodega de nuevo, dispuesto a tirar de las puertas retorcidas y atascadas hasta que sus propias células de energía murieran, pero entonces vio que los HV no habían acabado su trabajo.

Ataron y cortaron cables, convirtiendo los cincuenta hilos en uno, que subieron luego por la cara del acantilado a través de una serie de enormes poleas conectadas a un entramado de varas de apoyo que de algún modo habían clavado en la piedra. Finalmente, llevaron el cable hasta la enorme cabeza de piedra y envolvieron los extremos en torno al cuello de la figura unas cuantas veces antes de terminar de atarlo.

Cinco de los hombrecillos verdes se acercaron y empujaron a Mahnmut al agua, apartándolo del submarino.

Mahnmut no podía creer lo que estaba viendo. Había dado por supuesto que las grandes cabezas de piedra eran sagradas para los hombrecillos verdes, y que su trabajo de arrastrarlas y colocarlas a lo largo de la costa era una exigencia imperativa religiosa o psicológica a la que dedicaban todo su tiempo, energía y devoción, puesto que las cabezas de piedra eran única prioridad. Evidentemente estaba equivocado.

Cientos de figuras verdes movieron la cabeza en su plataforma hasta darle la vuelta, se pusieron detrás, empujaron y la tiraron por el acantilado.

La cabeza de piedra, de cara al acantilado ahora, cayó sesenta metros, golpeó las rocas de la base del acantilado y se partió en una docena de trozos. Pero el cable corrió en las poleas, las varas saltaron de la piedra, y los extremos atados arrancaron las puertas de la bodega de carga y las hicieron volar cincuenta metros antes de llevarse el metal retorcido acantilado arriba y luego de nuevo abajo.

Cientos de hombrecillos verdes nadaron hacia el submarino, pero Mahnmut lo alcanzo primero y conectó de nuevo sus linternas.

Allí estaban los tres objetos que había dejado en la bodega, incluido el gran Aparato que tenían que llevar al Monte Olympus. Y encajado en el hueco, ajado y cascado y silencioso, estaba Orphu de Io.

Mahnmut usó la energía que quedaba en su palanqueta para soltar las pestañas de contención y las ataduras. La enorme masa de Orphu se liberó y cayó salpicando al agua. Pero la bodega estaba ahora abierta hacia el cielo, el submarino boca abajo, y no había forma de que Mahnmut pudiera sacar al ioniano del pozo parcialmente inundado en el que se había convertido la bodega.

Una docena más de hombrecillos verdes saltaron con Mahnmut y encontraron puntos de sujeción en el caparazón agujereado y resquebrajado de Orphu para apoyar brazos y piernas verdes bajo la forma desmañada del moravec de durovac. Juntos, hicieron palanca y lo levantaron. Trabajando en silencio, sin resbalar nunca ni soltarlo, alzaron a Orphu, pasaron con cuidado más cables a su alrededor, lo deslizaron por la curva del casco de La Dama Oscura, lo bajaron al agua, colocaron rodamientos bajo él, lo depositaron en una balsa y, suavemente, impulsaron el cuerpo del ioniano hasta la playa.

Los hombrecillos verdes (ahora había al menos un millar de ellos en la playa) retrocedieron para hacer sitio a Mahnmut mientras éste intentaba averiguar sí Orphu estaba muerto o vivo. El ioniano yacía inerte en la playa de arena roja, como un enorme trilobites golpeado por las tormentas que hubiera sido arrastrado a la orilla en una de las oscuras épocas prehistóricas de la Tierra.

Sin dejar de estudiar el cielo en busca de los carros volantes que, Mahnmut estaba seguro, vendrían tarde o temprano, vació su mochila y las bolsas impermeables del material que había rescatado de La Dama Oscura. Primero sacó cinco de las pequeñas pero potentes células de energía, las conectó en serie y llevó el cable hasta uno de los conectores que le quedaban a Orphu. No hubo respuesta por parte del gran ioniano, pero el señalizador virtual indicaba que la energía fluía hacia alguna parte. A continuación, Mahnmut recorrió la curva del caparazón de Orphu (asombrado de ver los daños físicos claramente por primera vez, allí, al sol de la mañana) y encajó el receptor de radio en su enchufe. Comprobó la conexión (recibió un zumbido de onda portadora) y activó su propio micrófono.

—¿Orphu?

No hubo respuesta.

—¿Orphu?

Silencio. Las docenas de hombrecillos verdes observaban, impasibles.

—¿Orphu?

Mahnmut pasó cinco minutos ocupado en la tarea, llamando una vez cada diez segundos, usando todas las frecuencias y comprobando una y otra vez las conexiones del receptor. La unidad de comunicación estaba recibiendo su transmisión. Era Orphu quien no respondía.

—¿Orphu?

No había silencio, exactamente. Con sus receptores externos, Mahnmut oía más ruido ambiental que en toda su vida: las olas lamiendo la arena, el siseo del viento contra el acantilado tras él, la suave sacudida de los hombrecillos verdes cuando cambiaban de posición de vez en cuando y los mil detallitos de las vibraciones en una atmósfera planetaria tan densa. Sólo estaban muertos la comunicación y Orphu.

—¿Orphu? —Mahnmut comprobó su cronómetro. Llevaba trabajando más de treinta minutos. Reluctante, a cámara lenta, se bajó del caparazón de su amigo, caminó quince pasos hasta la playa y se sentó en la arena mojada, al borde del agua. Los hombrecillos verdes le hicieron sitio y luego lo rodearon de nuevo a respetuosa distancia. Mahnmut miró la pared de diminutos cuerpos verdes, rostros sin expresión y ojos negros que no parpadeaban.

—¿No tenéis trabajo que hacer? —preguntó, y su voz sonó extraña y ahogada a sus propios receptores auditivos, quizá debido a la acústica de la atmósfera marciana.

Los HV no se movieron. La cabeza de piedra se había convertido en un montón de escombros en la base del acantilado, pero los hombrecillos verdes la ignoraron. Una docena de cables todavía se extendían hasta el sumergible, que yacía inerte en la marea baja.

Mahnmut sintió una súbita e inconmensurablemente profunda oleada de pérdida y añoranza. Había tenido tres relaciones íntimas en sus tres décadas jupiterinas de existencia, más de trescientos años marcianos. Primero con La Dama Oscura, sólo una máquina semisentiente, pero para la que había sido diseñado y en la que encajaba a la perfección: la Dama estaba muerta. Segundo con su compañero de exploración, Urtzweil, muerto hacía quince años-J, la mitad de la existencia de Mahnmut. Ahora Orphu.

Se encontraba a cientos de millones de kilómetros de casa, solo, desentrenado, falto de preparación para esta misión a la que había sido enviado. ¿Cómo iba a recorrer los más de cinco mil kilómetros que lo separaban del Monte Olympus para plantar el Aparato? Y, si lo hacía, ¿qué? Koros III tal vez supiera lo que había que hacer, en qué consistía realmente su misión, pero el infeliz Mahnmut, el de La Dama Oscura, no tenía ni puñetera idea.

Deja de sentir pena de ti mismo, idiota, pensó. Miró a los HV. Tenían que ser imaginaciones pero parecían abatidos, incluso tristes. No habían llorado la muerte de uno de los suyos, ¿cómo podían emocionarse por el fin de un moravec, una máquina sentiente cuya existencia nunca habían imaginado?

Mahnmut sabía que tendría que comunicarse de nuevo con los hombrecillos verdes, pero odiaba la idea de meter la mano en el pecho de una de las criaturas, de matarlas a través de la comunicación. No, no lo haría hasta que fuera imperioso hacerlo.

Se puso en pie, regresó junto al cadáver de Orphu y empezó a desconectar las células de energía.

—Eh —dijo Orphu en la banda de comunicación—. Todavía estoy comiendo.

Mahnmut se sobresaltó tanto que cayó hacia atrás en la arena.

—Jesús, estás vivo.

—-Tanto como podamos estar «vivos» los moravecs.

—Maldito seas —dijo Mahnmut, con ganas de reír y llorar, pero sobre todo de golpear al grande y ajado cangrejo—. ¿Por qué no me respondiste cuando te llamé, y te llamé y te volví a llamar?

—¿Qué querías? —dijo Orphu—. Estaba en hibernación. Llevo así desde que el aire y la energía de La Dama Oscura se agotaron. ¿Esperabas que hablara contigo mientras estaba en hibernación?

—¿Qué mierda es eso de la hibernación? —dijo Mahnmut, caminando alrededor de Orphu—. Nunca había oído que los moravecs entraran en hibernación.

—¿Los vecs de Europa no lo hacéis? —preguntó Orphu.

—Obviamente, no.

—Bueno, ¿qué puedo decir? Al trabajar solos en el toro de radiación de Io, o en cualquier lugar del espacio jupiterino, los moravecs de durovac a veces nos topamos con situaciones que nos obligan a desconectarlo todo un tiempo hasta que alguien pueda llegar a repararnos y recargarnos. Pasa. No muy a menudo, pero pasa.

—¿Cuánto tiempo podrías haber permanecido en esta… hibernación? —preguntó Mahnmut, su furia convertida en algo parecido al mareo.

—No mucho —dijo Orphu—. Unas quinientas horas.

Mahnmut extendió los dedos a través de sus sensores manipuladores, agarró una piedra, y golpeó el caparazón de Orphu.

—¿Has oído algo? —preguntó el ioniano.

Mahnmut suspiró, se sentó en la arena cerca del extremo de Orphu que solía albergar sus ojos y empezó a describir su situación actual.

Orphu convenció a Mahnmut de que tendrían que comunicarse otra vez con los HV mediante un intérprete. Al ioniano le repugnaba la idea de causar la muerte a uno de los hombrecillos verdes tanto como a Mahnmut (sobre todo puesto que los HV los habían rescatado), pero argumentó que la misión dependía de que se comunicaran y rápido. Mahnmut había intentado hablarles de nuevo, había probado el lenguaje de signos, había intentado dibujar en la arena el mapa de la costa donde estaban y el del volcán al que tenían que llegar, incluso había intentado usar la versión de tonos de un idioma extranjero gritando. Los HV lo miraban muy tranquilos, pero no respondían. Finalmente, un hombrecillo verde tomó la iniciativa: avanzó un paso tomó la mano de Mahnmut y se la acercó al pecho.

—¿Debo hacerlo? —le preguntó Mahnmut a Orphu a través del comunicador.

—Tienes que hacerlo.

Mahnmut dio un respingo mientras su mano atravesaba la carne que cedía, cuando sus dedos rodeaban y luego asían lo que sólo podía ser un corazón verde y latiente en el fluido cálido y pegajoso del cuerpo del hombrecillo.

¿CÓMO

PODEMOS

AYUDAROS?

Mahnmut quería hacer un centenar de preguntas, pero Orphu le ayudó a establecer un orden de prioridades.

—El submarino —dijo Orphu—. Tenemos que ocultarlo de la vista antes de que llegue un carro volador.

Con una combinación de lenguaje e imágenes Mahnmut comunicó la idea de trasladar el sumergible un kilómetro al oeste, a la cueva oceánica del acantilado que asomaba al mar desde tierra firme.

SÍ.

Docenas de hombrecillos verdes empezaron a trabajar mientras Mahnmut se quedaba allí, la mano hundida en el pecho del traductor. Empezaron a hundir varas en la tierra, a pasar más cables hasta La Dama Oscura y a tirar de poleas. El traductor esperó con la mano de Mahnmut cerrada en torno a su corazón.

—Quiero preguntarle por las cabezas de piedra —dijo Mahnmut a través del comunicador—. Preguntarle quiénes son, por qué están haciendo esto.

—No hasta que encontremos un modo de llegar al Olympus —insistió Orphu.

Mahnmut suspiró y comunicó la petición de ayuda para llegar al gran volcán. Transmitió imágenes del Monte Olympus tal como lo había visto desde la órbita y preguntó si había algún modo de que los HV pudieran hacerlos viajar por tierra a través de las montañas de Tempe Terra, o al este a lo largo de la costa del Tetis durante más de cuatro mil kilómetros, y luego al sur a lo largo de la costa de Alba Patera hasta el Monte Olympus.

ESO

NO

ES

POSIBLE.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Orphu cuando Mahnmut transmitió la respuesta—. ¿Quiere decir que no es posible ayudarnos, o viajar al este de esa forma?

Mahnmut había sentido algo parecido al alivio cuando el HV traductor declaró que su misión había terminado, pero de todas formas formuló la aclaración que solicitaba Orphu.

NO

ES

POSIBLE

QUE

VIAJÉIS

HASTA

EL

ESTE

EN

SECRETO

PORQUE

LOS

HABITANTES

DEL

OLYMPUS

OS

VERÍAN

Y

OS

MATARÍAN.

—Pregúntale si hay otro modo —dijo Orphu—. A lo mejor podríamos seguir por tierra, por el Valle Kasei.

NO.

IRÉIS

AL

LABERINTO

NOCTIS

EN

FALUCHO.

—¿Qué es un falucho? —preguntó Orphu cuando Mahnmut transmitió la respuesta—. Suena a payaso italiano.

Es un barco de vela latina, de dos mástiles —dijo Mahnmut, cuya formación en los negros fondos submarinos de Europa había incluido todo lo que podía descargarse sobre los líquidos mares de la Tierra—. Solían recorrer el Mediterráneo hace milenios.

—Pregúntales cuándo podemos partir —envió Orphu.

—¿Cuándo podemos partir? —preguntó Mahnmut, sintiendo la pregunta como una vibración a través de sus dedos y un cosquilleo en la mente.

LA

BARCAZA

DE

LAS

PIEDRAS

LLEGA

POR

LA

MAÑANA.

EL

FALUCHO

VENDRÁ

CON

ELLA.

PODRÉIS

PARTIR

EN

ÉL.

—Necesitaremos rescatar algunas otras cosas de nuestro sumergible —dijo Mahnmut. Envió las imágenes del Aparato y las otras dos piezas de carga de la bodega, imaginó que las llevaban a la orilla y las transportaban a la cueva. Luego envió la imagen de los HV llevando a Orphu a la misma cueva.

En respuesta, docenas de hombrecillos verdes empezaron a chapotear y nadar hacia la nave. Otros se acercaron a Orphu y empezaron a colocar los rodamientos en una plataforma del tamaño de Orphu.

—Creo que no podré seguir sujetando el corazón de este hombre más tiempo —le dijo Mahnmut a Orphu a través del comunicador—. Es como agarrar un cable eléctrico.

—Suéltalo, entonces —dijo el ioniano.

—Pero…

—Suéltalo.

Mahnmut le dio las gracias al intérprete (les dio las gracias a todos) y soltó su presa. Igual que el primer intérprete, este hombrecillo verde cayó a la arena, se retorció, siseó, se secó y murió.

—Oh, Dios —susurró Mahnmut. Se apoyó contra el caparazón de Orphu. Los hombrecillos verdes estaban ya levantando la masa del ioniano, colocando ruedas bajo él.

—¿Qué están haciendo?

Mahnmut describió el cadáver del intérprete y el trabajo que hacían a su alrededor, los preparativos para transportar a Orphu y el Aparato y otros objetos que ya habían sacado de la nave, los cables que sujetaban el submarino, los cientos de HV que tiraban de ellos desde la orilla arrastrando ya La Dama Oscura hacia el oeste, hacia la cueva donde estaría a salvo de las miradas del cielo.

—Iré contigo a la cueva —dijo Mahnmut, sombrío. El cadáver del intérprete era como un pellejo seco, encogido y marrón sobre la arena roja. Todos los órganos internos se habían secado y el fluido se había derramado, convirtiendo el charco de lodo que creaba en algo parecido a sangre roja. Los otros hombrecillos verdes, sin prestar atención al cadáver, empezaban ya a hacer rodar a Orphu por la arena, hacia el oeste.

—No —protestó Orphu—. Sabes lo que tienes que hacer.

—Ya te describí las caras cuando las vi desde el mar.

—Las viste de noche y a través de la boya periscopio —dijo Orphu—. Tenemos que ver una o dos a plena luz del día.

—La que hay en la base del acantilado está hecha pedazos —dijo Mahnmut, con ganas de llorar—. La siguiente está a un kilómetro hacia el este. En lo alto de los acantilados.

—Ve tú —dijo Orphu—. Permaneceré en contacto por el comunicador mientras ellos me llevan a la cama. Podrás ver cómo manejan La Dama Oscura durante la mayor parte de tu paseo.

Mahnmut accedió a regañadientes y caminó hacia el este, alejándose de la multitud de HV que tiraban de su submarino muerto por la costa y de Orphu y del frescor y la sombra de la cueva.

La cabeza caída estaba rota en demasiados pedazos para distinguir ningún rasgo, Mahnmut subió con esfuerzo el empinado sendero por el que los hombrecillos verdes habían descendido aparentemente con tanta facilidad. El sendero era estrecho y aterradoramente empinado y resbaladizo.

En la cima, Mahnmut se detuvo un segundo para recargar sus células y mirar alrededor. Al norte, el Mar de Tetis se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Al sur, tierra adentro, la piedra roja daba paso a montañas bajas también rojas y, varios kilómetros más al sur, Mahnmut distinguió bosques verdes al pie de las montañas. Había algo de hierba en el sendero que siguió hacia el este a lo largo del borde del precipicio.

Mahnmut se detuvo para mirar el promontorio y el agujero preparado para la cara de piedra que los hombrecillos verdes habían sacrificado lanzándola desde lo alto del acantilado para abrir las puertas de la bodega de carga. Había sido preparado cuidadosamente y Mahnmut pudo ver que la base del cuello de las grandes cabezas de piedra encajaba en el agujero y se sostenía así en su sitio. Estos hombrecillos verdes eran artesanos y hábiles picapedreros.

Mahnmut caminó hacia el este. Veía la siguiente cabeza del horizonte oriental. El moravec no estaba diseñado para caminar (su función consistía básicamente en estar sentado en un sumergible de exploración, y a veces nadar) y cuando se cansaba de ser bípedo, alteraba el funcionamiento de sus articulaciones y columna y caminaba como un perro durante un rato.

Cuando llegó a la siguiente cabeza de piedra se detuvo junto a su ancha base. El agujero donde encajaba el cuello había sido rellenado con algo parecido a cemento. Miró el sendero que los rodamientos y miles de HV habían creado a lo largo de la cima del acantilado, y al oeste, donde la multitud verde había tirado del submarino y empujado a Orphu ya casi hasta la cueva.

—¿Has llegado? —dijo la voz de Orphu.

—Sí. Estoy apoyado contra ella.

—¿Cómo es la cara?

—Es un mal ángulo desde abajo —dijo Mahnmut—. Casi todo labios y barbilla y nariz.

—Llégate otra vez a la playa, estas caras están hechas para ser vistas desde el mar por algún motivo.

—Pero… —empezó a decir Mahnmut, contemplando el empinado acantilado que caía al menos un centenar de metros hasta la arena. Había un leve sendero en las rocas cubiertas de hierba, igual que en el otro lado—. Si me rompo el cuello tratando de bajar —envió—, será por tu culpa.

—Entendido —dijo Orphu—. Percibo la vibración mientras me mueven, pero no tengo ni idea de cuánto nos falta para llegar a la cueva. ¿Puedes verlo tú?

Mahnmut amplificó su visión mientras miraba hacia el oeste.

—Estáis a sólo un par de cientos de metros de la entrada —dijo— Voy a bajar. ¿Estás seguro de que quieres que compruebe también la siguiente cabeza? Es otro kilómetro y todas las cabezas parecían iguales desde la órbita.

—Creo que deberíamos comprobarlo —dijo Orphu.

—Dijo el vec sin patas —murmuró Mahnmut. Empezó el largo y empinado descenso hasta la playa.

Se alejó cuanto pudo, retrocediendo hasta que las olas le lamieron las patas. El rostro era absolutamente identificable. Sin decir nada, caminó otro kilómetro hasta el este por el borde del agua. La siguiente cara era idéntica a la primera: orgullosa, imperiosa, imponente, su rostro contemplaba ferozmente el mar, la piedra esculpida representaba el rostro de un anciano, con la coronilla casi calva pero con melena que caía a cada lado del arrugado rostro, los ojos pequeños bajo cejas duras y de curva descendente, arrugas en las comisuras, pómulos altos tallados en la piedra, una barbilla pequeña pero firme, labios finos convertidos en una mueca y el mismo semblante severo.

—Es un viejo —dijo Mahnmut por el comunicador—. Definitivamente, un varón humano mayor, pero no lo reconozco por los bancos de datos de historia.

Sólo hubo estática durante unos segundos.

—Fascinante —dijo Orphu—. ¿Por qué se merecería un viejo de la Tierra miles de estas cabezas de piedra en la costa marciana?

—No tengo ni idea —dijo Mahnmut.

—¿Es uno de los que iban en el carro? —preguntó Orphu—. ¿Parece un dios?

—Un dios griego no —respondió Mahnmut—. Más parece un viejo poderoso pero dispéptico. ¿Puedo volver ya, antes de que uno de esos tipos con toga y barba gris venga en su carro volador y me vea aquí de pie mirando embobado como un turista?

—Sí —dijo Orphu—. Creo que deberías volver.