19

Puerta Dorada de Machu Picchu

Caminaron de glóbulo verde en glóbulo verde de la Puerta Dorada, bajaron escaleras mecánicas inmóviles y cruzaron pasillos recubiertos de verde que conectaban los cables gigantescos que sostenían la carretera situada muy por debajo. Odiseo los acompañaba.

—¿Eres de verdad Odiseo del drama turín? —preguntó Hannah.

—Nunca he visto el drama turín —dijo el hombre.

Ada advirtió que el hombre que se hacía llamar Odiseo no había confirmado ni negado realmente nada: sólo evitaba la pregunta.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Harman—. ¿Y de dónde vienes?

—Es una respuesta complicada —dijo Odiseo—. Llevo algún tiempo viajando, intentando encontrar el camino a casa. Esto es sólo una parada en el camino, un lugar donde descansar, y me marcharé dentro de unas semanas. Preferiría contar mi historia más tarde, si no os importa. Tal vez cuando cenemos, esta noche. Savi Uhr tal vez pueda ayudarme a encontrar sentido a partes de mi relato.

A Ada le pareció muy raro oír a alguien hablar inglés común como si no fuera su lengua materna: nunca había oído ningún acento hasta entonces. No había ningún acento regional en el mundo de Ada basado en el fax, donde todo el mundo vivía en todas partes… y en ninguna.

Los seis salieron a la cima de la torre donde Savi había hecho posarse antes el sonie. Lo hicieron justo cuando el sol tocaba la punta de uno de los dos afilados picos que sujetaban el puente, el situado más al sur. El viento de poniente era fuerte y frío. Caminaron hasta la barandilla que bordeaba la plataforma y contemplaron el barranco en pendiente con sus terrazas desmoronadas a más de doscientos cincuenta metros por debajo.

—La última vez que vine a la Puerta Dorada, hace tres semanas —dijo Savi—, Odiseo estaba en uno de los sarcófagos criotemporales donde suelo dormir. Su llegada, y lo que significa, es el motivo por el que finalmente contacté con vosotros: por eso dejé esas direcciones en la roca del Valle Seco.

Ada, Harman, Hannah y Daeman contemplaron a la anciana, sin comprender los términos ni el verdadero significado de su declaración. Savi no explicó nada. Los cuatro esperaron a que Odiseo dijera algo que los iluminara.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó Odiseo.

—Más de lo mismo —contestó Savi.

El hombre barbudo negó con la cabeza.

—No —señaló a Harman con un dedo ancho y recio, y luego a Daeman—. Vosotros dos. Nos queda una hora de luz, Buen momento del día para cazar. ¿Queréis venir conmigo?

—¡No! —dijo Daeman.

—Sí —dijo Harman.

—Yo quiero ir —dijo Ada, sorprendida por el ímpetu de su propia voz—. Por favor.

Odiseo la miró largamente.

—Sí —dijo por fin.

—Debería ir con vosotros —dijo Savi. Parecía dubitativa.

—Se cómo manejar tu máquina —contestó Odiseo, indicando el sonie con un gesto.

—Lo sé, pero… —Savi tocó el arma negra que llevaba en el cinturón.

—No hace falta —dijo Odiseo—. Sólo busco comida, no una guerra. No habrá voynix allí.

Savi siguió vacilante.

Odiseo miró a Ada y Harman.

—Esperad aquí. Volveré con mi lanza y mi escudo.

Harman se echó a reír antes de darse cuenta de que el hombre del torso desnudo y la pálida túnica no estaba bromeando.

Odiseo sabía en efecto pilotar el sonie. Despegaron de la cima de la torre, rodearon el alto barranco con sus ruinas que proyectaban complicadas sombras y surcaron un valle a alta velocidad.

—Creí que ibas a cazar bajo el puente —dijo Harman por encima del siseo del viento.

Odiseo negó con la cabeza. Ada advirtió que el pelo gris del hombre le caía por el cuello como una crin rizada.

—Aquí no hay más que jaguares y ardillas y fantasmas —dijo Odiseo—. Tenemos que llegar a las llanuras para encontrar caza. Y tengo en mente una presa en concreto.

Salieron de la desembocadura del cañón a gran velocidad y surcaron las praderas moteadas de altas cicadáceas y abetos. El sol se ponía, pero sobre las montañas y toda la llanura se proyectaban todavía largas sombras. Un rebaño apareció bajo ellos: grandes animales herbívoros que Ada no logró identificar, de piel marrón con los cuartos traseros a franjas blancas. Los cientos de criaturas eran parecidos a los antílopes, pero de tamaño tres veces mayor, con las patas largas y extrañamente articuladas, largos cuellos flexibles y morros colgantes como mangueras rosadas. El sonie no hizo ningún sonido mientras revoloteaba sobre ellos y ninguno de los animales levantó siquiera la cabeza.

—¿Qué son? —preguntó Harman.

—Comestibles —-dijo Odiseo. Descendió trazando círculos e hizo aterrizar el sonie bajo unos altos matorrales, a unos treinta metros a sotavento de la manada. El sol se ponía.

Además de dos lanzas absurdamente largas (cada una más larga que el sonie, cuyas astas habían sobresalido de la burbuja del campo de fuerza y la popa del aparato volador), Odiseo había traído un escudo de bronce muy trabajado con capas de piel de buey, además de una espada corta en una vaina y un cuchillo que guardaba en el cinturón de su túnica. A Ada (que había empleado el paño turín con más frecuencia de lo que le había admitido a Harman) aquella yuxtaposición de un hombre del fantástico drama turín de Troya con su propio mundo, o esta versión salvaje de su mundo, la mareaba un poco. Se levantó y siguió a Odiseo y Harman, que se alejaban del sonie.

—No —ordenó Odiseo—. Tú quédate con el vehículo.

—Y un cuerno —contestó Ada.

Odiseo suspiró y les habló en un susurro.

—Quedaos los dos aquí, tras este matorral. No os mováis. Si algo se acerca, subid al sonie y activad el campo de fuerza.

—No sé hacerlo —susurró Harman.

—Dejé activada la IA —dijo Odiseo—. Tendeos y decid: «Conecta campo de fuerza.»

Sosteniendo ambas lanzas, Odiseo se internó en la llanura, caminando lenta y silenciosamente entre las bestias que pastaban. Ada oía los anímales de nariz colgante gruñir y masticar, oía la hierba que arrancaban con los dientes y su fuerte hedor. No corrieron alarmados cuando el hombre se acercó, y en el momento en que los animales situados en el perímetro de la manada finalmente alzaron la cabeza, Odiseo estaba a doce metros. Se detuvo, soltó una lanza y el escudo y empuñó la otra lanza.

Los animales habían dejado de masticar y miraban al extraño bípedo fijamente, pero no parecían alarmados.

El poderoso cuerpo de Odiseo se encogió, se arqueó y se tensó. La lanza voló recta, hasta alcanzar el animal más cercano por encima del pecho y casi atravesar su largo y grueso cuello. El animal se agitó, soltó un gruñido estrangulado y cayó pesadamente.

Los otros animales bufaron, balaron y echaron a correr, cada uno de ellos zigzagueando a un lado y a otro de una manera que Ada no había visto nunca, pues sus extrañas patas les permitían cambiar casi instantáneamente de dirección, hasta que toda la manada se alejó y se perdió de vista un par de kilómetros al norte.

Odiseo se apoyó en una rodilla junto al animal muerto y sacó el cuchillo corto y curvo de su cinturón. Con unos cuantos rápidos tajos le abrió la cavidad abdominal, sacó órganos y entrañas, que arrojó a la hierba (excepto lo que parecía el hígado, que guardó en un pequeño tarro de plástico que había colocado a un lado), y luego separó la piel de un cuarto trasero y cortó una gruesa tajada de carne roja, que también guardó en el tarro. Después rebanó la garganta del animal muerto, manchando de más sangre la hierba, y liberó su lanza cuidando de no romperla. Limpió el asta y la punta de bronce en la hierba.

Todavía de pie junto a los matorrales, Ada sintió una oleada de mareo inundarla y decidió sentarse en la hierba para no desmayarse. Nunca había visto a un ser humano matar a un animal, mucho menos abrirlo y desollarlo parcialmente con tanta habilidad. Fue terriblemente… eficaz. Avergonzada de su reacción, pero intentando no desmayarse, colocó la cabeza entre las rodillas hasta que los puntos negros dejaron de bailar alrededor del círculo de su visión.

Harman le tocó la espalda, preocupado, pero cuando ella le indicó que la dejara, empezó a caminar hacia el cadáver.

—Quédate ahí —ordenó Odiseo.

Harman se detuvo, confundido.

—Se han ido. ¿Necesitas ayuda para cargar…?

Odiseo alzó una mano para indicar a Harman que se quedara donde estaba.

—No es esto lo que quiero cazar. Esto es… ¡No te muevas!

Harman y Ada volvieron el rostro hacia el oeste. Dos formas bípedas, blancas, negras, y rojas, se acercaban a gran velocidad, más rápido aún de lo que habían huido los herbívoros. Ada sintió que la respiración se le atascaba en la garganta y vio a Harman quedarse paralizado.

Las criaturas corrían hacia el cadáver ensangrentado del herbívoro y el arrodillado Odiseo a más de noventa kilómetros por hora. Se detuvieron en medio de una nube de polvo. Ada reconoció las aves que habían visto desde el sonie: Aves Terroríficas, las había llamado Savi. Pero lo que había resultado extrañamente divertido desde las alturas, esas criaturas parecidas a avestruces que corrían como pollos torpes, era en realidad aterrador.

Las dos Aves Terroríficas se habían detenido a cinco pasos del cadáver del otro animal, los ojos fijos en Odiseo. Cada ave medía más de metro ochenta de altura. Plumas blancas cortas recubrían sus cuerpos musculosos, plumas negras sus alas residuales, y sus patas eran poderosas y tan gruesas como el torso de Ada. Los picos de las aves, de por lo menos doce centímetros, perversamente retorcidos, rojos alrededor de la boca (como manchados de sangre), eran controlados por unos poderosos músculos de las mandíbulas que abultaban bajo la media docena de largas plumas rojas que sobresalían de la parte posterior del cráneo. Sus ojos eran de un terrible y malévolo color amarillo rodeado de círculos azules, bajo un ceño de saurio. Además de sus imponentes picos de depredador, las aves tenían poderosas zarpas delanteras (cada una tan larga como el antebrazo de Ada) y una garra de aspecto aún más terrible en la curvatura de cada ala residual.

Ada supo de inmediato que aquel monstruo no era un carroñero, sino un terrible depredador.

Odiseo se puso en pie, una larga lanza en la mano izquierda y la lanza ensangrentada en la mano derecha. Las cabezas de las Aves Terroríficas se volvieron al unísono, los ojos amarillos parpadearon, y la pareja de cazadores se separó. Parecían bailarines ejecutando una coreografía a la perfección y preparándose para atacar a Odiseo por ambos lados. Ada olió el hedor a carroña de los monstruos. No le cabía duda de que aquellas poderosas patas desnudas podían impulsar a cada Ave Terrorífica unos cinco metros o más hacía su presa (Odiseo) de un solo salto, con las garras extendidas y agitándose mientras el monstruo de una tonelada de peso aterrizaba. Estaba claro que la pareja trabajaba a la perfección como equipo asesino.

Odiseo no esperó a que tomaran posiciones y atacaran. Con letal elegancia lanzó su primera lanza (en línea recta y firme) contra el musculoso pecho del Ave Terrorífica que tenía a la izquierda, y luego giró para enfrentarse a la segunda. La primera ave dejó escapar un alarido terrible que petrificó los pulmones de Ada. Un segundo más tarde, Odiseo, con un rugido y un aullido similar, saltó sobre el cadáver del herbívoro, se pasó la lanza de la mano izquierda a la derecha y lanzó la punta de bronce contra el ojo derecho de la segunda Ave Terrorífica.

La primera ave retrocedió tambaleándose, agarró la lanza que asomaba por su pecho y rompió la gruesa vara de roble. La segunda esquivó el empellón de Odiseo echando la cabeza hacia atrás como una cobra. Sorprendida del ataque de aquel pequeño bípedo sin plumas, el ave saltó dos veces (retrocediendo tres metros) y tiró de la lanza que pretendía herirla.

Odiseo tenía que apartar la lanza rápidamente después de cada amago, por temor a que se la arrancara de las manos. Todavía gritando, el hombre retrocedió y pareció resbalar con el ensangrentado cadáver del bípedo. Rodó de costado.

El Ave Terrorífica, ilesa, vio su oportunidad y la aprovechó, saltando dos metros en el aire y lanzándose sobre Odiseo con los espolones y las zarpas extendidas.

Todavía rodando, Odiseo se incorporó sobre una rodilla con un único movimiento fluido y plantó la lanza en el suelo un segundo antes de que el Ave Terrorífica cayera sobre ella con todo el peso de su cuerpo y se clavara la punta de bronce, que atravesó el musculoso pecho y le llegó al horrible corazón. Odiseo tuvo que rodar de nuevo para apartarse mientras la enorme criatura se desplomaba sin vida donde él había estado arrodillado.

—¡Cuidado! —gritó Harman, y empezó a correr hacia la refriega.

La primera Ave Terrorífica, sangrando por la herida de lanza y con el asta rota todavía clavada en el pecho, corría a espaldas de Odiseo. La cabeza del ave se abalanzó sobre dos metros de cuello serpentino cubierto de plumas y el enorme pico chasqueó en el lugar donde habría estado la cabeza de Odiseo si éste no se hubiera apartado. Pero el guerrero se lanzó hacia delante en vez de hacerlo hacia atrás, rodando de nuevo, con las manos vacías esta vez mientras el Ave Terrorífica pasaba de largo y luego giraba, retorciéndose y volviéndose de manera casi tan imposiblemente rápida como los herbívoros de extrañas patas.

—¡Eh! —gritó Harman, y le lanzó una piedra al ave gigante.

El animal alzó la cabeza molesto por la impertinencia, los ojos amarillos parpadearon y el enorme depredador se abalanzó hacia Harman, que resbaló en la tierra, dijo «¡Mierda!» con voz aguda y echó a correr por donde había venido. De repente Harman advirtió que no podría dejar atrás al monstruo, y se volvió, las piernas separadas, los puños levantados, dispuesto a enfrentarse a la carga del Ave Terrorífica con las manos desnudas.

Ada buscó una piedra, un palo, algún arma. No había nada a su alcance. Se puso en pie de un salto.

Odiseo alzó su escudo y, usando el cadáver del herbívoro como trampolín, saltó hacia la espalda del Ave Terrorífica, desenvainando su espada corta mientras lo hacía.

El ave siguió corriendo hacia Harman y Ada, pero ahora tenía el cuello vuelto, la cabeza torcida; su gigantesco pico rojo golpeaba el escudo circular de Odiseo. Cada vez que las enormes mandíbulas golpeaban, Odiseo era empujado hacia atrás, pero sus piernas apretaban con fuerza el cuerpo del animal, a tres metros del suelo, y aunque se doblaba igual que un falso jinete del drama turín, no llegó a caer. Entonces, cuando la cabeza del Ave Terrorífica se volvió para buscar a Harman con sus ojos amarillos, Odiseo se abalanzó hacia delante y atacó con la espada el cuello de plumas blancas de la gigantesca ave, cercenando la yugular.

Saltó, cayó de pie y corrió hacia Harman mientras el Ave Terrorífica se desplomaba en el suelo y se quedaba inmóvil a tres metros escasos de ellos. La sangre borboteaba a metro y medio en el aire; la roja fuente disminuyó y dejó de manar cuando el enorme corazón paró de latir.

Jadeando, cubierto de sangre de herbívoro y Aves Terroríficas y hierba y barro, sujetando con fuerza la espada ensangrentada y el escudo, Odiseo sonrió con los dientes apretados y dijo:

—Sólo quería una para cenar, pero nos quedaremos con la segunda para las sobras.

Ada se acercó a Harman y le tocó el brazo. Él no se volvió a mirarla. Tenía los ojos desorbitados.

Odiseo se acercó al ave más cercana, le seccionó la enorme cabeza y pasó el cuchillo por su pecho, pelando piel y plumas con la facilidad con la que alguien ayuda a quitarse un grueso abrigo.

—Necesitaré más bolsas de plástico —les dijo a Harman y Ada—. Hay algunas en el compartimento de popa del sonie. Decid a la máquina: «Abre la taquilla.» Se abrirá. Deprisa.

Harman había iniciado ya el camino hacia el sonie, pero se volvió.

—¿Deprisa? ¿Por qué?

Odiseo se limpió la sangre de la barba con el dorso de la mano y les dedicó una blanca sonrisa.

—Estas aves huelen la sangre a diez leguas de distancia… y hay centenares de parejas de Aves Terroríficas que salen de caza por las llanuras al anochecer.

Harman se volvió y echó a correr hacia el sonie para traer las bolsas.

Ada advirtió que Savi y Daeman estaban borrachos antes de empezar la cena.

Sirvieron la comida en una sala de cristal adjunta al soporte más alto del costado de la torre sur. Savi estaba calentando comida precocinada en una burbuja de microondas corriente, pero a Ada le fascinó: nunca había visto una comida preparada exclusivamente por un ser humano. La ausencia de servidores en las áreas de residencia de la Puerta Dorada resultaba aún más notoria durante las comidas.

Odiseo estaba fuera, en la ancha viga de apoyo del puente. Había levantado una burda estructura de metal y piedra donde quemaba la madera traída de las llanuras. Se había puesto a llover y Odiseo tenía que conseguir que la hoguera no se apagara. Las llamas iluminaban la pintura oxidada y ajada de la torre.

Mientras observaba a través de la pared transparente verde y bebía una copa de ginebra, Harman preguntó:

—¿Es una especie de altar a sus dioses paganos?

—Más bien no —dijo Savi—. Así es como cocina su comida.

La anciana llevó platos y cuencos a la mesa redonda donde esperaban los demás.

—Dile que entre, ¿quieres? —le dijo a Harman—. Nuestra comida se enfría mientras la suya se quema, y una tormenta viene de camino. No es buena idea estar en la superestructura del puente durante una tormenta.

Cuando por fin se sentaron, Odiseo colocó los platos de madera llenos de humeante carne en una encimera cercana para que nadie tuviera que ver la ennegrecida comida, y Savi fue pasando una jarra de vino. Se sirvió la última. Ada oyó a la anciana susurrar:

Baruch atah adonai, eloheno melech ha olam, borai pri hagafen.

—¿Qué es eso? —preguntó Ada en voz baja. Todos los demás se reían por algo que había dicho Daeman y nadie pareció reparar en los murmullos de Savi. La única vez que Ada había oído otro idioma era en el drama turín; allí los hombres que batallaban hablaban en un extraño galimatías, pero de algún modo el turín traducía cada palabra, de modo que todos los que estaban bajo el paño comprendían el significado sin tener que escuchar en realidad.

Savi negó con la cabeza, aunque Ada no supo si era para decir que no conocía el significado de las extrañas palabras o que no estaba dispuesta a revelárselo.

—Exploré todos los niveles del puente y las burbujas situadas alrededor del puente —estaba diciendo Hannah, entusiasmada—. El metal del puente es viejo y oxidado pero… sorprendente. Y hay extrañas formas de metal en algunas de las salas de abajo. Están sueltas, no forman parte de ninguna estructura. Algunas tienen forma de hombres y mujeres.

Savi ladró una risa. Volvía a llenar su vaso de vino. Ninguna palabra extraña acompañó ahora esta acción.

—Son estatuas —-dijo Odiseo—. Esculturas. ¿Nunca has visto esas cosas?

Hannah negó lentamente con la cabeza. Aunque la muchacha se había pasado años aprendiendo a calentar y verter metal, según sabía Ada, la idea de hacer cosas con la forma de seres humanos y otras criaturas vivientes era sorprendente. A Ada también le parecía extraña.

—No tienen arte —le dijo bruscamente Savi a Odiseo—. Ni escultura, ni pintura, ni artesanía, ni fotografía, ni holografía, ni siquiera manipulación genética. Ni música, ni danza, ni ballet, ni deportes, ni canto. Ni teatro, ni arquitectura, ni kabuki, ni no-obras, ni nada. Son tan creativos como… pájaros recién nacidos. No, retiro eso: incluso los pájaros saben cantar y construir un nido. Estos eloi modernos son cucos silenciosos que habitan los nidos de otros pájaros sin dar siquiera una canción como pago. —Savi empezaba a pronunciar sus palabras muy despacio.

Odiseo miró a Hannah, Ada, Daeman y Harman, pero su expresión era ilegible. Mientras tanto, los cuatro invitados miraban a Savi, preguntándose por qué su tono era tan furioso.

—Pero claro —continuó la anciana, mirando a los ojos solamente a Odiseo—, tampoco tienen literatura. Ni tú tampoco.

Odiseo sonrió a la mujer. Ada reconoció la sonrisa de cuando el hombre estaba cortando carne del flanco del herbívoro caído. Odiseo se había bañado antes de la cena, incluso se había lavado el pelo gris rizado, pero Ada todavía imaginaba sus brazos y sus manos y su barba tal como estuvieron antes: manchados de sangre y vísceras. No era asunto suyo, pero le pareció que era poco inteligente por parte de Savi reprenderlo así.

—El preletrado se encuentra con los posletrados —continuó Savi, abriendo los brazos como para presentar a Odiseo a los otros cuatro. Luego alzó un dedo—. Oh, me olvidaba de nuestro amigo Harman, aquí presente. Es el Balzac y el Shakespeare de la actual basura de la humanidad antigua. Lee como un niño de seis años de la Edad Perdida, ¿verdad, Harman Uhr? Mueves los labios cuando lees las palabras, ¿eh?

—Sí —dijo Harman, sonriendo levemente—. Mis labios se mueven cuando leo. No sabía que hubiera otra forma de hacerlo. Y tardé más de cuatro Veintes en llegar a ese grado de eficiencia.

A Ada le pareció que el hombre de noventa y nueve años estaba siendo insultado, pero no le importaba; sólo le interesaba lo que Savi diría a continuación.

Ada se aclaró la garganta.

—¿Qué animal… mataste… hoy? —le preguntó a Odiseo, la voz aguda y quebradiza—. No me refiero a las Aves Terroríficas, sino al otro.

—Lo llamo el bicho de la nariz ondulante —dijo Odiseo—. ¿Quieres probar un poco?

Se volvió hacia la encimera y alzó el plato del fuego y lo plantó ante Ada.

Queriendo ser amable, Ada tomó el trocito más pequeño del plato, maneándolo torpemente con sus utensilios.

El plato fue pasando. Hannah y Daeman fruncieron el ceño ante la carne, la olisquearon, sonrieron amablemente, pero no tomaron nada. Cuando el plato llegó a Savi, ésta se lo pasó a Odiseo sin decir palabra.

Ada mordisqueó el bocado más pequeño que pudo cortar. Estaba delicioso: como filete, sólo que más fuerte y más rico. El humo de la madera le daba un sabor diferente a las cosas de microondas que había probado hasta entonces. Cortó un trozo más grande.

Odiseo estaba comiendo con un cuchillo corto y afilado que había traído a la mesa consigo, cortando las tiras finas y masticándolas mientras las sujetaba con la punta del cuchillo. Ada intentó no mirar.

Macrauchenia —dijo Savi entre bocado y bocado de su ensalada de arroz al microondas.

Ada alzó la cabeza, preguntándose si sería parte del extraño ritual lingüístico de la mujer.

—¿Cómo dices? —preguntó Daeman.

Macrauchenia. Ése es el nombre del animal que nuestro amigo griego mató, y que nuestros otros dos amigos están comiendo como si no hubiera segundo plato. Cubrieron estas llanuras suramericanas hace un millón de años, pero se extinguieron antes de que la humanidad apareciera en Suramérica. Fueron recuperados por los ARNistas durante los locos años posteriores al rubicón, antes de que los posthumanos pusieran fin a la reintroducción de especies extintas a la buena de Dios. Una vez que recuperaron el Macrauchenia, sin embargo, algunos ARNistas pensaron que sería inteligente recuperar el Phorushracos.

—¿Foru qué? —dijo Daeman.

Phorushracos. Las Aves Terroríficas. Los genios ARNistas se olvidaron de que esas aves fueron el principal depredador en Suramérica durante millones de años, hasta que llegaron los Smilodontes desde Norteamérica, cuando el nivel de las aguas bajó y emergió el puente de tierra entre los continentes. ¿Sabíais que el istmo de Panamá está de nuevo bajo el agua? ¿Que los continentes han vuelto a separarse?

Miró alrededor, obviamente embriagada, beligerante y segura de que ninguno de ellos tenía ni idea de lo que estaba diciendo.

Harman tomó un sorbo de vino.

—¿Queremos saber qué es un Smilodonte?

Savi se encogió de hombros.

—Solo un gato jodidamente grande con unos dientes de sable jodidamente grandes. Se comía las Aves Terroríficas para almorzar y se hurgaba los dientes de sable con las garras que sobraban. Los idiotas ARNistas recuperaron a los dientes de sable, pero no aquí. En la India. ¿Alguien sabe dónde está… estaba? ¿Debería? Los posthumanos lo soltaron en Asia y lo llevaron al maldito archipiélago.

Los cinco la miraron.

—Gracias por recordármelo —dijo Odiseo con acento cargado, y se levantó y se acercó a la encimera—. El siguiente plato, Ave Terrorífica.

Llevó a la mesa el plato más grande.

—Llevo bastante tiempo esperando para probar esta exquisitez, pero nunca tuve tiempo de cazar una hasta hoy. ¿Quién quiere?

Todos menos Daeman y Savi se ofrecieron voluntarios para probar una rodaja. Todos se sirvieron más vino. En el exterior, la tormenta había llegado con furia y los destellos de los relámpagos se dibujaban en la estructura del puente, iluminando el barranco y las ruinas de abajo además de las nubes y los entrecortados picos a cada lado.

Ada, Harman y Hannah intentaron probar cada uno un poco de carne y luego bebieron copiosamente agua y vino. Odiseo comía tajada tras tajada de la punta de su cuchillo.

—Me recuerda al… pollo —dijo Ada en medio del silencio.

—Sí —dijo Hannah—, decididamente parece pollo.

—Pollo con un sabor extraño, fuerte y amargo —-dijo Harman.

—Buitre —dijo Odiseo—. Me recuerda al buitre —-dio otro gran bocado, lo engulló y sonrió—. Si volviera a cocinar Ave Terrorífica, usaría un montón de salsa.

Cinco de ellos comieron arroz al microondas en silencio mientras Odiseo disfrutaba de más trozos de Ave Terrorífica y Macrauchenia, engulléndolos con grandes tragos de vino. La pausa en la conversación habría sido incómoda de no ser por la tormenta. Se había levantado viento, los relámpagos eran casi continuos, iluminaban la burbuja con estallidos de luz blanca, y los truenos habrían ahogado cualquier conversación. La burbuja verde donde cenaban parecía bambolearse lentamente cuando el viento aullaba y los cuatro invitados se miraban entre sí con ansiedad apenas oculta.

—No pasa nada —dijo Savi, sin parecer ya furiosa ni embriagada, como si sus palabras hubieran venteado parte de la presión de su amargura—. El pariglás no conduce la electricidad y estamos firmemente sujetos… mientras el puente aguante, no nos caeremos. —Savi apuró su vino y sonrió con tristeza—. Naturalmente, el puente es más viejo que los dientes de Dios, así que no puedo garantizar que vaya a permanecer en pie.

Cuando lo peor de la tormenta pasó y Savi ofrecía café y té calentado en contenedores de cristal de extraño aspecto, Hannah dijo:

—Prometiste contarnos cómo llegaste aquí, Odiseo Uhr.

—¿Quieres que cante todas mis idas y venidas, desviándome de mi rumbo y una otra vez, desde los días en que mis camaradas y yo saqueamos las sagradas alturas de Pérgamo? —repuso éste en voz baja.

—Sí —dijo Hannah.

—Lo haré —contestó Odiseo—. Pero primero, creo que Savi Uhr tiene algo que discutir con todos vosotros.

Miraron a la anciana y esperaron.

—Necesito vuestra ayuda —dijo Savi—. Durante siglos he evitado exponerme a vuestro mundo, a los voynix y otros vigilantes que me quieren mal, pero Odiseo está aquí por un motivo, y sus fines sirven a los míos. Os pido que lo llevéis de vuelta, a uno de vuestros hogares, donde otros puedan visitarlo y que le permitáis reunirse y hablar con vuestros amigos.

Ada, Harman, Daeman y Hannah intercambiaron miradas.

—¿Por qué no faxea a donde quiera? —preguntó Daeman.

Savi negó con la cabeza.

—Odiseo no puede faxear, y yo tampoco.

—Eso es una tontería —dijo Daeman—. Todo el mundo puede faxear.

Savi suspiró y sirvió el vino que quedaba en su copa.

—Muchacho —dijo—, ¿sabes lo que es faxear?

Daeman se echó a reír.

—Por supuesto. Es cómo vas de donde estás a donde quieres estar.

—Pero, ¿cómo funciona? —preguntó Savi.

Daeman sacudió la cabeza ante la testarudez de la anciana.

—¿Qué quieres decir con «cómo funciona»? Funciona y ya está. Como los servidores o el agua corriente. Usas un portal fax para ir de un sitio a otro, de un fax-nódulo al siguiente.

Harman alzo la mano.

—-Creo que Savi Uhr quiere decir cómo funciona la máquina que nos permite faxear, Daeman Uhr.

—Yo me he preguntado eso mismo unas cuantas veces —dijo Hannah—. Sé construir un horno para derretir metal. Pero, ¿cómo se construye un portal fax que nos envíe de aquí para allá sin tener que… recorrer el camino intermedio?

Savi se echó a reír.

—No lo hace, amables chiquillos. Vuestros portales fax no os envían a ninguna parte. Os destruyen. Os descomponen átomo a átomo. Ni siquiera envían los átomos a cualquier parte, sólo los almacenan hasta que los necesita la siguiente persona que faxea. No vais a ninguna parte cuanto faxeáis. Morís y permitís que otro yo vuestro sea construido en otra parte.

Odiseo se bebió el vino y contempló la tormenta que se alejaba: al parecer no estaba interesado en las explicaciones de Savi. Los otros cuatro se la quedaron mirando.

—Vaya —dijo Ada—, eso es… es…

—Una locura —dijo Daeman.

Savi sonrió.

—Sí.

Harman se aclaró la garganta y soltó su taza de café.

—Si somos destruidos cada vez que faxeamos, Savi Uhr, ¿cómo es que lo recordamos todo cuando… llegamos… a otro lugar? —Levantó la mano derecha—. Y esta pequeña cicatriz. Me la hice hace siete años, cuando tenía noventa y dos. Normalmente, estos pequeños problemas se resuelven cuando vamos a la fermería cada Veinte, pero… —se detuvo como si él mismo viera la respuesta.

—Sí —dijo Savi—. Las mentes-máquina de los fax-portales recuerdan vuestras pequeñas imperfecciones, igual que hacen con vuestros recuerdos y la estructura celular de vuestras personalidades y envían la información (no vosotros, sino la información) de fax-nódulo en fax-nódulo. Os actualizan y rejuvenecen vuestras células cada veinte años (lo que llamáis visitas a la fermería). Pero, ¿por qué crees que desapareces al cumplir los cien años, Harman Uhr? ¿Por qué dejan de renovaros cuando llegáis a esa edad? ¿Y adónde irías en tu próximo cumpleaños?

Harman no dijo nada, pero Daeman intervino.

—A los anillos, mujer loca. Al Quinto Veinte, todos vamos a los anillos.

—Para convertiros en posthumanos —dijo Savi, sin poder evitar una mueca—. Para subir al cielo y sentaros a la derecha de… alguien.

—Sí —dijo Hannah, pero sonó como una pregunta.

—No —respondió Savi—. No sé qué les ocurre a las pautas de memoria que la logosfera conserva de vosotros hasta que cumplís los cien años, pero sé que no envían los datos a los anillos. Puede que los almacenen, pero sospecho que los destruyen. Que los desintegran.

Por segunda vez aquel largo día, Ada creyó que iba a desmayarse. Con todo, fue la primera en recuperar el habla.

—¿Por qué no podéis tu y Odiseo Uhr usar los fax-nódulos, Savi Uhr? ¿O es que decidís no hacerlo?

Elegir no ser destruido, que no arranquen los átomos de tu cuerpo como la carne de los cadáveres del herbívoro y el Ave Terrorífica que hemos comido esta noche. Ada metió los dedos en su vaso de agua y se tocó la mejilla con las yemas.

—Odiseo no puede faxear porque la logosfera no tiene ningún registro suyo —dijo Savi en voz baja—. Su primer intento de faxear sería el último.

—¿Logosfera? —repitió Hannah.

Savi volvió a negar con la cabeza.

—Es un tema complicado. Demasiado complicado para una vieja que ha bebido demasiado.

—¿Pero lo explicarás pronto? —insistió Harman.

—Os lo enseñaré todo mañana —dijo Savi—. Antes de que volvamos a separarnos.

Ada miró a Harman a los ojos. Él apenas podía contener su entusiasmo.

—Pero esta logosfera… sea lo que sea —dijo Hannah—, ¿tiene un registro tuyo? ¿Para los fax-nódulos? ¿Y podrías faxear?

Savi esbozó su triste sonrisa.

—Oh, sí. Me recuerda a hace más de mil años, cuando faxeaba cada día de mi vida. La logosfera me está esperando como un Ave Terrorífica invisible… me reconocería al instante si intentara probar uno de vuestros fax-portales corrientes. Pero ese sería también mi último intento.

—No comprendo.

—Dejemos toda esta charla tecnológica —dijo Savi—. Aceptad que ni Odiseo ni yo podemos utilizar vuestros preciosos fax-portales. Y que si yo visitara vuestra maravillosa sociedad volando hasta allí, me costaría la vida.

—¿Por qué? —preguntó Harman—. No hay violencia en nuestro mundo. Sólo en el drama turín. Y ninguno de nosotros cree que sea real —miró fijamente a Odiseo, pero el hombre del pelo gris no respondió de ninguna manera.

Savi tomó un sorbo de vino.

—Creedme cuando digo que si me muestro abiertamente estaría muerta. También creed que es imperativo que se permita a Odiseo conocer a gente, hablar con ella, hacerse oír. SI os devuelvo a casa volando, ¿alguno de vosotros lo podría alojar en su casa unas cuantas semanas? ¿Un mes?

—Tres semanas —interrumpió Odiseo, brusco, como si le molestara oír hablar de él como sí no estuviera presente—. No más.

—Muy bien —dijo Savi—. Tres semanas. ¿Ofrecerá alguno de vosotros tres semanas de hospitalidad a este forastero en tierra extraña?

—¿No correrá Odiseo peligro, igual que tú? —preguntó Daeman.

—Odiseo Uhr sabe cuidar de sí mismo —dijo Savi.

Los cuatro permanecieron en silencio un minuto, tratando de comprender la petición y sus circunstancias.

—-Me gustaría acoger a Odiseo —dijo por fin Harman—, pero también quiero visitar ese lugar donde dijiste que podría haber naves espaciales, Savi Uhr. Mi objetivo es llegar a los anillos. Como señalaste, me acerco a mi Veinte final: no tengo tiempo que perder. Preferiría pasar el tiempo buscando ese mar seco donde dices que los posthumanos mantenían sus naves para volar a los anillos e y p. Tal vez si me enseñaras a pilotar tu sonie…

Savi alzó las cejas como si le doliera la cabeza.

—¿La Cuenca Mediterránea? No se puede volar hasta allí, Harman Uhr.

—¿Quieres decir que está prohibido?

—No. Quiero decir que no se puede volar allí. Los sonies y otras máquinas voladoras no funcionan sobre la Cuenca. —Savi hizo una pausa y contempló a los presentes—. Pero es posible caminar o conducir hasta la Cuenca. Nunca he estado allí, no en todos estos siglos, pero puedo llevarte. Si uno de tus amigos accede a acoger a Odiseo durante tres semanas.

—Yo quiero ir contigo y con Harman —dijo Ada.

—Y yo también —dijo Daeman—. Quiero ver esa Cuenca como-se-llame.

Harman miró al joven, sorprendido.

—Al demonio —dijo Daeman—. No soy ningún cobarde. Apuesto a que soy el único de los presentes que ha sido devorado por un alosaurio.

—Brindaré por eso —dijo Odiseo, y apuró su vino.

Savi miró a Hannah.

—Eso te deja a ti, querida.

—Me gustaría alojar a Odiseo —dijo la joven—. Pero yo no faxeo mucho ni voy a fiestas. Vivo con mi madre y ella no acoge a grupos con frecuencia tampoco.

—No, me temo que eso no sirve —dijo Savi—, Odiseo sólo dispone de tres semanas y tenemos que empezar con un lugar bien conocido y donde pueda alojarse mucha gente durante semanas seguidas. Lo cierto es que Ardis Hall sería perfecto —miró a Ada.

—¿Qué sabes de Ardis Hall, Savi Uhr? —preguntó Ada—. Y ya puestos, ¿cómo sabes lo de las lecturas de Harman o todo lo que pasa en el mundo, si no puedes caminar entre nosotros ni emplear los fax-nódulos?

—Observo —dijo la anciana—. Observo y espero y a veces vuelo a sitios donde puedo mezclarme con vosotros.

—El Hombre Ardiente —dijo Hannah.

—Sí, entre otras cosas —respondió Savi. Miró a los presentes— Parecéis agotados. ¿Os acompaño a vuestras habitaciones para que podáis dormir? Continuaremos la conversación por la mañana. Dejad los platos, yo los recogeré y los fregaré más tarde.

La idea de recoger o fregar los platos nunca se les había ocurrido a los invitados. Una vez más, Ada miró alrededor y sintió la ausencia de servidores y voynix.

Ada quiso protestar contra aquella imposición de irse a la cama (todavía no habían escuchado el relato de Odiseo), pero miró a sus amigos: Hannah estaba consumida por la fatiga; Daeman, borracho, apenas era capaz de mantener erguida la cabeza; el rostro de Harman denotaba su edad, y sintió que el cansancio también actuaba en ella. Era hora de dormir.

Odiseo se quedó sentado a la mesa mientras Savi y los demás abandonaban el salón y la anciana los conducía a través de pasillos iluminados sólo por los lejanos relámpagos. Subieron una escalera mecánica cubierta de cristal que rodeaba la torre de la Puerta Dorada y bajaron por un largo corredor hasta una serie de habitaciones-burbuja situadas en el punto más alto de la torre norte. Los dormitorios no estaban físicamente unidos a la cima de la torre, sólo al corredor de cristal que tenía el puente de acero como pared sur, y los cubículos mismos se asomaban precariamente al espacio, como racimos de uvas.

Savi les ofreció a todos burbujas separadas, e indicó a Hannah la primera habitación del corredor. La joven vaciló en la entrada del diminuto lugar. Dentro del cubículo incluso el suelo era transparente, así que Hannah dio un paso y luego saltó de regreso a la relativa solidez del pasillo de acceso, cubierto por una alfombra.

—Es perfectamente seguro —dijo Savi.

—Muy bien —dijo Hannah, y lo intentó otra vez. La cama estaba situada contra la pared del fondo y había un lavabo y un inodoro separados, cerca de la pared del pasillo, que guardaban la intimidad desde el punto de vista de las otras burbujas de sueño, pero por todas partes las paredes curvas y el suelo eran tan claros que se veían las piedras iluminadas por los relámpagos y la falda de la colina situada directamente debajo, a doscientos cincuenta metros.

Hannah caminó insegura por el suelo transparente y se sentó agradecida en la forma sólida de la cama. Los otros tres rieron y aplaudieron.

—Si tengo que ir al baño por la noche, puede que no tenga valor para volver a cruzar ese suelo —dijo Hannah.

—Te acostumbrarás. Hannah Uhr —dijo Savi— Puedes abrir y cerrar la puerta con una orden de voz. Sólo te responderá a ti.

—Puerta, ciérrate —dijo Hannah.

La puerta se cerró como un iris. Savi los fue dejando uno a uno en sus cubículos: primero Daeman, que se desplomó en la cama sin ningún temor aparente al espacio vacío bajo sus pies, luego a Harman, que se despidió de las dos antes de ordenar a su puerta que se cerrara, y después a Ada.

—Duerme bien, querida —dijo Savi—. Los amaneceres aquí son bastante hermosos y espero que disfrutes del espectáculo por la mañana. Te veré en el desayuno.

Había un camisón de seda sobre la cama. Ada fue al baño, se dio una rápida ducha caliente, se secó el pelo, dejó la ropa sobre la encimera, junto al lavabo, se puso el camisón y regresó a la cama. Una vez tapada, volvió el rostro hacia la pared y contempló los picos de las montañas y las nubes. La tormenta se dirigía ya hacia el este, los relámpagos iluminaban desde dentro las nubes que se alejaban y los picos y el barranco cercano estaban inundados de luz de luna. Ada contempló la carretera y las ruinas de piedra de abajo. ¿Qué había dicho Odiseo sobre aquel lugar? ¿Que estaba habitado sólo por jaguares, ardillas y fantasmas? Al contemplar las antiguas piedras gris pálido a la luz de la luna, Ada casi creyó en fantasmas.

Llamaron suavemente a la puerta.

Ada se levantó de la cama, caminó de puntillas sobre el frío suelo y colocó las yemas de los dedos sobre el metal irisado.

—¿Quién es?

—Harman.

El corazón le dio un vuelco a Ada. Tenía el deseo no formulado de que Harman se reuniera con ella esta noche.

—Puerta, ábrete —susurró, dando un paso atrás, advirtiendo en el reflejo de la pared la blancura lechosa de sus brazos y su fino camisón a la luz de la luna.

Harman entró y se detuvo mientras Ada le susurraba a la puerta que volviera a cerrarse. Harman llevaba sólo un pijama de seda azul. Ella esperaba que él la abrazara, la tomara en brazos y la llevara a la suave cama junto a la pared transparente y curva. ¿Cómo sería, se preguntó, hacer el amor como si estuvieras flotando sobre estas nubes, estas montañas?

—Necesito hablar contigo —dijo Harman en voz baja.

Ada asintió.

—Creo que es importante que Odiseo esté en el lugar adecuado las próximas semanas —dijo él—. Y no creo que el cubículo de la madre de Hannah lo sea.

Sintiéndose como una tonta, Ada se cruzó de brazos. Le pareció que podía notar el frío aire nocturno de las montañas a través del cristal bajo sus pies.

—No sabes lo que quiere hacer Odiseo, ni por qué.

—No, pero si es realmente Odiseo, puede que sea muy importante. Y Savi tiene razón… Ardis Hall es el lugar perfecto para que se encuentre con gente.

Ada sintió la ira hervir en su interior. ¿Quién era aquel hombre para decirle lo que tenía que hacer?

—Si crees que es tan importante que se aloje en algún sitio —-dijo—, ¿por qué no le invitas a tu casa?

—Yo no tengo casa —dijo Harman.

Ada parpadeó, intentando comprender. No pudo. Todo el mundo tenía una casa.

—Llevo muchos años viajando —dijo Harman—. Sólo poseo lo que llevo conmigo, a excepción de los libros que he reunido y que guardo en un cubículo vacío, cerca de Cráter París.

Ada abrió la boca para hablar pero no pudo decir nada. Harman se acercó, tanto que Ada captó su olor a hombre y jabón. También se había duchado antes de ir a su habitación. ¿Haremos el amor después de esta conversación?, pensó Ada, sintiendo que su furia se desvanecía con la misma rapidez con la que había venido.

—Necesito ir con Savi a la Cuenca Mediterránea —dijo Harman—. Llevo más de sesenta años intentando encontrar un medio de llegar a los anillos e y p, Ada. Estar tan cerca… bueno, tengo que ir.

Ada sintió que la furia volvía a arder.

—Pero yo quiero ir con vosotros. Quiero ver esa Cuenca… encontrar una nave espacial, ir a los anillos. Por eso te he ayudado estas últimas semanas.

—Lo sé —susurró Harman. Le tocó el brazo—. Y quiero que vengas conmigo. Pero este asunto de Odiseo puede que sea importante.

—Lo sé, pero…

—Y Hannah no conoce a tanta gente. Ni tiene espacio para visitas.

—Lo sé, pero…

—Y Ardis Hall sería perfecto —susurró Harman. Su suave contacto con el brazo de Ada cesó, pero mantuvo firme su mirada. Ada fue consciente de las estrellas más allá del techo claro y transparente, sobre sus cabezas.

—Se que Ardis Hall sería perfecto —dijo Ada. Se sentía triste y dividida entre imperativos y personas—. Pero ni siquiera sabemos qué quiere este Odiseo… ni quién es realmente.

—Cierto —susurró Harman—. Pero la mejor manera de averiguarlo sería que tú lo albergaras mientras yo busco una nave espacial en la Cuenca Mediterránea. Te prometo que si encuentro una que pueda llevarnos a los anillos, iré a buscarte antes de ir allí.

Ada vaciló antes de volver a hablar. Tenía el rostro ligeramente alzado hacia el de Harman, y tuvo la sensación de que, si no hablaban, él la besaría.

De repente, un relámpago destelló y un trueno de la tormenta lejana sacudió la estructura de cristal verde.

—Muy bien —susurró Ada—. Alojaré a Odiseo y haré que Hannah me ayude en Ardis Hall durante tres semanas. Pero sólo si me prometes llevarme a los anillos si encuentras un modo de hacerlo.

—Lo prometo —dijo Harman. La besó entonces, pero sólo en la mejilla, y sólo como podría haberlo hecho un padre, pensó Ada, si hubiera conocido alguna vez un padre.

Harman se volvió para marcharse, pero antes de que Ada pudiera ordenar a la puerta abrirse, se volvió otra vez hacia ella.

—¿Qué opinas de Odiseo?

—¿Qué quieres decir? ¿Si creo que es realmente Odiseo? —Ada se sentía confundida por la pregunta.

—No. Quiero decir, qué opinas de él. ¿Te interesa el hombre?

—¿Si estoy interesada en su historia, quieres decir? Es intrigante. Pero tendré que escuchar lo que diga antes de decidir si está diciendo la verdad.

—No, yo… —Harman se detuvo y se frotó la barbilla. Parecía cortado—. Quiero decir, ¿lo encuentras interesante? ¿Te sientes atraída por él?

Ada no pudo menos que reírse. En algún lugar al este, los truenos hicieron eco.

—Idiota —dijo por fin y, sin esperar más, se acercó a Harman, lo abrazó y lo besó en los labios.

Harman respondió pasivamente unos segundos y luego le devolvió el beso y el abrazo. A través de la fina seda que los separaba, Ada sintió crecer su excitación. La luz de la luna fluía sobre la piel de sus rostros y brazos como leche blanca derramada. De repente una poderosa ráfaga de viento golpeó el puente y la burbuja del cubículo dormitorio se bamboleó.

Harman tomó a Ada en brazos y la llevó a la cama.