16

Mar del Polo Sur

Los cuatro viajeros decidieron comer por fin.

Savi desapareció en uno de sus túneles iluminados unos minutos y regresó con platos calientes: pollo, arroz recalentado, pimientos al curry, y tiras de cordero a la parrilla. Los cuatro habían picoteado en Ulanbat unas horas antes, pero ahora comieron con entusiasmo.

—Si estáis cansados —dijo Savi—, podéis dormir aquí esta noche antes de que nos marchemos. Hay dormitorios cómodos en algunas de las habitaciones cercanas.

Todos dijeron que no estaban cansados: era sólo media tarde según la hora de Cráter París. Daeman miró alrededor, engulló el cordero a la parrilla que estaba masticando, y dijo:

—¿Por qué vives en un…? —Se volvió hacia Harman—. ¿Cómo lo llamaste?

—Un iceberg —contestó Harman.

Daeman asintió y masticó y se volvió hacia Savi.

—¿Por qué vives en un iceberg?

—Este hogar concreto mío puede que sea el resultado de… digamos… la nostalgia de una vieja. —Cuando vio que Harman la miraba intensamente, añadió—: Estaba en una especie de período sabático en un iceberg muy parecido a éste cuando el último fax se hizo sin mí, hace más de diez veces el lapso de vida que se os permite.

—Creía que todo el mundo fue almacenado durante el último fax —dijo Ada. Se limpió los dedos en una hermosa servilleta de lino pardo—. Todos los millones de humanos al viejo estilo.

Savi negó con la cabeza.

—Millones no, querida. Éramos poco más de nueve mil cuando los posts hicieron su último fax. Por lo que yo sé, ninguno, y muchos eran mis amigos, fue reconstituido después del Hiato. Todos los supervivientes de la pandemia éramos judíos, ¿sabes?, a causa de nuestra resistencia al virus rubicón.

—¿Qué son los judíos? —preguntó Hannah—. ¿O, más bien, qué eran los judíos?

—Principalmente una creación racial teórica —dijo Savi—. Un grupo genético semidistinto surgido debido al aislamiento cultural y religioso a lo largo de varios miles de años.

Hizo una pausa y contempló a sus cuatro invitados. Sólo la expresión de Harman sugería que tenía una leve idea de lo que estaba diciendo.

—En realidad no importa —dijo Savi en voz baja—. Pero por eso oíste que hablaban de mí como «la Judía Errante», Harman. Me convertí en un mito. Una leyenda. La expresión «Judía Errante» sobrevivió a su significado.

Sonrió de nuevo, pero sin humor.

—¿Cómo perdiste el último fax? —preguntó Harman—. ¿Por qué te dejaron atrás los posthumanos?

—No lo sé. Me he hecho a mí misma esa pregunta durante siglos. Tal vez para que pudiera actuar como… testigo.

—¿Testigo? —dijo Ada—. ¿De qué?

—Hubo muchos extraños cambios en el cielo y la Tierra en los siglos anteriores y posteriores al último fax, querida. Tal vez los posts consideraron que alguien (aunque fuera sólo un ser humano antiguo) debería ser testigo de esos cambios.

—¿Muchos cambios? —dijo Hannah—. No entiendo nada.

—No, querida, no lo entiendes, ¿verdad? Tú y tus padres y los padres de tus padres habéis conocido un mundo que no parece cambiar en absoluto, a excepción de la sustitución de algunos individuos… y sólo al ritmo constante de un siglo por persona. No, los cambios de los que estoy hablando no fueron visibles, desde luego. Pero ésta no es la Tierra que conocieron los humanos antiguos originales ni los primeros posts.

—¿Cuál es la diferencia? —-preguntó Daeman, y por su tono se veía lo poco que le interesaba la respuesta.

Savi lo barrió con sus claros ojos grises.

—Para empezar, una nimiedad, sin duda, algo insignificante en comparación con todo lo demás, pero importante para mí, al menos: no hay otros judíos.

Les mostró el camino a las zonas de cuartos de baño privados y sugirió que se quitaran las termopieles para el viaje.

—¿No las necesitaremos? —preguntó Daeman.

—Hará frío hasta llegar al sonie —respondió Savi—. Pero nos las arreglaremos. Y después no las necesitaréis.

Ada se quitó la termopiel y estaba de vuelta en la habitación principal, tendida en el sofá, contemplando las paredes de hielo y reflexionando sobre todo aquello, cuando Savi salió de una recámara distinta. La mujer mayor llevaba unos pantalones más gruesos que antes, botas más fuertes y más altas, una capa forrada, una gorra encasquetada, el pelo recogido en una cola de caballo gris, a la espalda una ajada mochila caqui que parecía pesada. Ada nunca había visto a ninguna mujer vestirse así y se sintió fascinada por el estilo de la anciana. Advirtió que le fascinaba Savi en general.

Harman también estaba fascinado, al parecer, pero por el arma que aún era visible en el cinturón de Savi.

—¿Sigues pensando en matarnos? —preguntó.

—No —dijo Savi—. Al menos de momento. Pero hay otras cosas a las que hay que disparar de vez en cuando.

El trayecto desde el interior del iceberg y por la superficie hasta el sonie fue frío, en efecto (el viento seguía ululando y la nieve arremolinándose), pero la máquina estaba cálida bajo la burbuja de su campo de fuerza. Savi ocupó el puesto principal que Harman había ocupado durante el vuelo de llegada y Ada se situó a su derecha. Cuando Savi pasó la mano por la capucha negra bajo el asa apareció un panel de control holográfico.

—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Harman desde su lugar a la izquierda de la anciana. Una marca de ocupante seguía vacía entre Daeman y Hannah.

—Habría sido un desastre si hubieras intentado pilotar el sonie de camino hacia aquí —dijo Savi. Se aseguró de que todos estuvieran bien colocados y sujetos en posición tendida; luego giró el mando, la máquina zumbó gravemente y se alzaron verticalmente doscientos metros o más sobre el hielo, hicieron una pirueta invertida (el campo de fuerza los mantuvo sujetos en su sitio pero pareció que no había nada más que aire entre ellos y la terrible muerte si caían al hielo azul y el mar negro tan por debajo), y entonces la máquina se enderezó, osciló a la izquierda, y ascendió firmemente hacia las estrellas.

Cuando la máquina volaba hacia el noroeste a gran velocidad y una altitud respetable, Harman preguntó:

—¿Puede esto ir hasta allí?

Señaló con el brazo izquierdo, los dedos apretando el campo de fuerza elástico que tenía encima.

—¿Adónde? —dijo Savi, todavía concentrada en las imágenes holográficas. Alzó los ojos—. ¿Al anillo-p?

Harman estaba casi de espaldas, contemplando el anillo polar que se movía de norte a sur sobre ellos, las decenas de miles de componentes individuales resplandeciendo en el aire fino y límpido a esa altura.

—Sí —dijo.

Savi negó con la cabeza.

—Esto es un sonie, no una nave espacial. El anillo-p está alto. ¿Para qué querrías ir hasta allí arriba?

Harman ignoró la pregunta.

—¿Sabes dónde podríamos encontrar una nave espacial?

La anciana volvió a sonreír. Observando a Savi con atención, Ada advirtió la diversidad de expresiones de la mujer: las sonrisas verdaderamente cálidas, las que no tenían ningún calor, y ésta, amable, que sugería frialdad o ironía.

—Tal vez —dijo, pero su tono no daba pie a más preguntas.

—¿Conociste de verdad a los posthumanos? —preguntó Hannah.

—Sí —dijo Savi, alzando levemente la cabeza para hacerse oír por encima del zumbido del sonie mientras avanzaban hacia el norte—. Sí que conocí a algunos.

—¿Cómo eran? —La voz de Hannah era un poco triste.

—En primer lugar, todos eran mujeres.

Harman parpadeó.

—¿Si?

—Sí. Muchos de nosotros sospechábamos que sólo unos cuantos posts bajaban a la Tierra, pero que usaban formas diferentes. Todas femeninas. Tal vez no había ningún posthumano varón. Tal vez no conservaron el género mientras controlaban su propia evolución. ¿Quién sabe?

—¿Tenían nombres? —preguntó Daeman.

Savi asintió.

—La que conocí mejor… bueno, la que vi más… se llamaba Moira.

—¿Cómo eran? —volvió a preguntar Hannah—. Su personalidad. Su aspecto.

—Preferían flotar a caminar —dijo Savi, críptica—. Les gustaba hacer fiestas para nosotros, los antiguos. Solían hablar en acertijos deíficos.

Hubo un minuto de silencio sólo interrumpido por el viento que corría sobre el casco de policarbono y la burbuja del campo de fuerza. Finalmente, Ada dijo:

—¿Bajaban mucho de sus anillos?

Savi volvió a negar con la cabeza.

—No mucho. Muy raramente, hacia el final, en los últimos años antes del último fax. Pero se rumoreaba que tenían algunas instalaciones en la Cuenca Mediterránea.

—¿La Cuenca Mediterránea? —preguntó Harman.

Savi sonrió y Ada pensó que era una de sus sonrisas de diversión.

—Mil años antes del último fax, los posts secaron un mar que había al sur de Europa: hicieron una presa entre una roca llamada Gibraltar y la punta del norte de África, y nos lo prohibieron. Convirtieron gran parte en granjas, o eso nos dijeron los posts, pero un amigo mío se coló allí antes de que lo descubrieran y expulsaran, y dijo que había… bueno, ciudades podría ser la mejor descripción, si algo de estado sólido puede ser llamado una ciudad.

—¿Estado sólido? —dijo Hannah.

—No importa, hija.

Harman se tumbó de nuevo, apoyándose en los codos. Sacudió la cabeza.

—Nunca he oído hablar de esa Cuenca Mediterránea. Ni de Gibraltar. Ni… ¿cómo dijiste? El norte de África,

—Sé que has descubierto unos cuantos mapas, Harman, y has aprendido a leerlos… más o menos —dijo Savi—. Pero eran mapas pobres. Y antiguos. Los pocos libros que los posthumanos dejaron y que subsisten en esta época analfabeta son inconcretos… inofensivos.

Harman volvió a fruncir el ceño. Volaron hacia el norte en silencio.

El sonie los llevó de la noche polar a la luz de la tarde, lejos del oscuro océano, y a través de una tierra que desde las alturas sólo podían imaginar y a una velocidad que sólo podían soñar. El anillo-p se desvaneció a medida que el cielo se fue haciendo azul y el anillo-e apareció al norte.

Sobrevolaron tierra oculta por nubes altas y blancas, luego vieron picos elevados cubiertos de nieve y valles glaciares muy por debajo. Savi hizo descender al sonie al este de los picos y volaron a unos pocos cientos de metros por encima de bosques tropicales y sabanas verdes, todavía moviéndose tan rápidamente que aparecieron más picos como puntos en el horizonte para convertirse en montañas en segundos.

—¿Esto es Suramérica? —preguntó Harman.

—Solía serlo.

—Y eso, ¿qué significa?

—Significa que los continentes han cambiado un poco desde que se dibujaron los mapas que has visto —dijo la anciana—. Y han tenido varios nombres desde entonces también. ¿Mostraban los mapas que viste una masa de tierra conectada a la llamada Norteamérica?

—Sí.

—Ya no existe.

Tocó los símbolos holográficos, retorció el mando, y el sonie voló más bajo. Ada se apoyó en los codos, el pelo contra la burbuja, y miró alrededor. En silencio, a excepción del roce del aire sobre la burbuja de fuerza, el sonie volaba por encima de las copas de los árboles: cicadáceas, helechos gigantescos y antiguos árboles sin hojas pasaron de largo. Al este se alzaban colinas que se convertían en altos picos. Grandes animales avanzaban como borrones móviles cerca de ríos y lagos. Pastaban animales con morros improbables, veteados de blanco, marrón, pardo, rojo. Ada no pudo identificar ninguno de ellos.

De repente, un rebaño de herbívoros echó a correr a treinta metros bajo el sonie. Llevados por el pánico, los animales intentaban salvar la vida. Tras ellos corrían seis criaturas parecidas a aves, enormes, de dos metros y medio de altura o más, calculó Ada, con un plumaje salvaje que partía de los picos más grandes y las caras más feas que Ada hubiese visto. Los herbívoros corrían rápido, a cincuenta o sesenta kilómetros por hora, calculó Ada en los pocos segundos que pasaron antes de que el sonie los perdiera de vista, pero las aves se movían más rápido, quizás a ochenta kilómetros por hora, cuatro veces más rápido que cualquier droshky o carruaje en el que Ada o los otros tres hubieran viajado jamás.

—¿Qué…? —empezó a decir Hannah.

—Aves Terroríficas —dijo Savi—. Phorushacos. Después del rubicón, los ARNistas tuvieron unos cuantos siglos locos para jugar. Es adecuado, ya que las auténticas Aves Terroríficas deambularon por estas llanuras y montañas hace unos dos millones de años, pero esa clase de mierda, como vuestros dinosaurios al norte, crea el caos en la ecología. Los posts prometieron limpiarlo todo durante el Hiato del último fax, pero no lo hicieron.

—¿Qué es un arnista? —preguntó Ada. Los animales (las aves terroríficas de pico rojo y las presas por igual) se habían perdido ya de vista tras ellos. Rebaños mayores de animales más grandes eran visibles ahora al oeste, acechados por seres parecidos a tigres. El sonie remontó el vuelo y se dirigió al pie de las colinas.

Savi suspiró, como si estuviera cansada.

—Artistas del ARN. Independientes de la recombinación. Rebeldes sociales y bromistas graciosos con tanques regen-piratas y secuenciadores.

Miró a Ada, luego a Harman, luego a Daeman y Hannah.

—-No importa, hijos —dijo.

Volaron otros quince minutos sobre bosques brumosos y luego giraron al oeste para aproximarse a una cadena montañosa. Las nubes se movían en torno a los picos de las montañas, bajo ellos, y la nieve se agitaba alrededor del sonie, pero de algún modo el campo de fuerza mantenía los elementos a raya.

Savi tocó la imagen brillante, el sonie perdió velocidad y viró al oeste, hacia el sol poniente. Iban a mucha altura.

—¡Oh, cielos! —exclamó Harman.

Ante ellos, dos afilados picos se alzaban a cada lado de una estrecha horquilla cubierta de terrazas de hierba y ruinas verdaderamente antiguas, muros de piedra sin techo.

Un puente (también de la Edad Perdida pero obviamente no tan antiguo como las ruinas de piedra), corría desde uno de los afilados picos en forma de diente hasta el otro, por encima de las ruinas. No había ninguna carretera más allá del puente colgante (la autopista terminaba en una pared de roca a ambos lados) y los cimientos estaban hundidos en la roca entre las ruinas.

El sonie sobrevoló el lugar.

—Un puente colgante —susurró Harman—. He leído sobre ellos.

Ada era buena estimando el tamaño de las cosas, y supuso que el puente medía casi kilómetro y medio de longitud, aunque la pasarela se había roto en una docena de sitios; dejaba ver sus tripas oxidadas y el vacío. Supuso que las dos torres (con restos de antigua pintura naranja pero casi por completo cubiertas de óxido) medían más de doscientos cincuenta metros. La cima de cada una de ellas sobrepasaba las montañas de los extremos. Las torres dobles estaban verdes debido a algo que parecía ser hiedra desde la distancia, pero cuando el sonie se acercó, Ada vio que era artificial: burbujas verdes y escaleras y parches de material flexible parecido al cristal se enroscaban en torno a las torres y los pesados cables de suspensión, incluso en torno a los cables de apoyo, y colgaban libres sobre la carretera destrozada. Las nubes bajaban desde el alto pico y se mezclaban con la bruma que se alzaba de los profundos cañones bajo las ruinas de la cima, enroscándose y rebulléndose en torno a la torre sur y oscureciendo la carretera y los cables colgantes de allí.

—¿Tiene nombre este lugar? —preguntó Ada.

—La Puerta Dorada de Machu Picchu —dijo Savi, mientras tocaba los controles para acercarse.

—Y eso, ¿qué significa? —preguntó Daeman.

—No tengo ni idea —respondió Savi.

El sonie circundó la torre norte (naranja oscuro y óxido viejo bajo la brillante luz de sol más allá de las nubes) y flotó lenta, cuidadosamente, hasta la cima, donde se posó sin ningún sonido.

El campo de fuerza se apagó. Savi asintió y todos salieron, se desperezaron, miraron alrededor. El aire era frío y muy ligero.

Daeman se acercó al oxidado borde de la cima de la torre y se asomó. Como había nacido y había crecido en Cráter París, no tenía miedo a las alturas.

—Yo en tu lugar procuraría no caerme —dijo Savi—. Aquí no hay ninguna fermería de rescate. Si te mueres lejos de los fax-nódulos, te quedas muerto.

Daeman retrocedió apresuradamente, tanto que casi se cayó en su prisa por apartarse del borde.

—¿Qué dices?

—Digo lo que digo —respondió Savi, echándose la mochila al hombro—. Aquí no hay ninguna fermería. Intenta permanecer vivo hasta que vuelvas.

Ada miró hacia arriba, donde ambos anillos eran visibles en el cielo azul.

—Creía que los posthumanos podían faxearnos desde cualquier parte si nosotros… nos metíamos en problemas.

—A los anillos —dijo Savi, la voz monótona—. Donde la fermería os cura.

—Sí —dijo Ada débilmente.

Savi negó con la cabeza.

—No hay ninguna fermería en los anillos. Y no son los posts los que os faxean cuando sucede algo malo para reconstruiros. Es todo un mito. Propaganda. O, con más franqueza: caca de la vaca.

Harman abrió la boca para hablar pero fue Daeman quien lo hizo.

—Yo estuve allí —dijo furioso—. En la fermería. En los anillos.

—En la fermería, sí —dijo Savi—. En los anillos, no. No te curaron los posthumanos. Si están allí arriba, les importas un rábano. Y no creo que estén allí ya.

Los cuatro se encontraban en la oxidada cima de la torre, a más de doscientos metros sobre la carretera destruida, a trescientos metros por encima de la garganta verde y las ruinas de piedra.

El viento que llegaba de los picos más altos los azotaba y les agitaba el pelo.

—Después de nuestro último Veinte, subimos a unirnos a los posts… —empezó a decir Hannah, con un hilo de voz.

Savi se echó a reír y los condujo hacía un irregular glóbulo de cristal situado en el extremo oeste de la cima de la antigua torre.

Había habitaciones y antesalas y escaleras que descendían y escaleras móviles petrificadas y habitaciones más pequeñas a la salida de las cámaras principales. A Ada le pareció extraño que el cielo y las torres anaranjadas y los cables colgantes y los retazos de jungla y carretera de abajo no se vieran teñidos de verde a través del material y que la luz del sol no se filtrara verdosa, pues el cristal verde, de algún modo, dejaba pasar bien los colores.

Savi los condujo de un módulo verde a otro, de un lado de la torre bifurcada a otro, a través de finos tubos que tendrían que haberse agitado con la fuerte brisa, pero no lo hacían. Algunas de las cámaras se extendían nueve o diez metros más allá de la torre, y Ada no tenía ni idea de cómo el glóbulo verde estaba unido al acero y el hormigón.

Algunas de las habitaciones estaban vacías. En otras había… artefactos. Una serie de esqueletos de animales se recortaban contra las montañas en una sala. En otra, lo que parecían ser réplicas de máquinas ocupaban mostradores y colgaban de alambres. En otra más, cubos de plexiglás contenían fetos de un centenar de criaturas, ninguna de ellas humana, aunque inquietantemente parecidas a los humanos. En otra sala, deslucidos hologramas de campos estelares y anillos se movían a través de los observadores.

—¿Qué es esto? —preguntó Harman.

—Una especie de museo —dijo Savi—. Creo que faltan las exposiciones más importantes.

—¿Creado por quién? —preguntó Harman.

Savi se encogió de hombros.

—No creo que por los posts. No lo sé. Pero estoy segura de que el puente (o el original de este puente, puede que sea una réplica) se alzó una vez sobre las aguas cerca de una ciudad de la Edad Perdida en lo que era entonces la costa oeste del continente situado al norte de aquí. ¿Has oído alguna vez algo parecido, Harman?

—No.

—Tal vez lo he soñado —dijo Savi con una risotada triste—. La memoria me juega malas pasadas después de todos estos siglos de sueño.

—Mencionaste antes que habías dormido durante siglos —dijo Daeman, en un tono que a Ada le pareció brusco—. ¿A qué te referías?

Savi los había conducido por una larga escalera de caracol dentro del tubo de cristal verde sujeto entre los cables de suspensión, y ahora indicó una hilera de algo que parecían ser ataúdes de cristal.

—Una forma de criosueño —dijo—. Sólo que no es frío… lo cual es una estupidez, porque eso es lo que significa «crio» originalmente. Algunas de estas crisálidas todavía funcionan, todavía congelan el movimiento molecular. No mediante frío, sino mediante una especie de microtecnología que extrae energía del puente.

—¿Del puente? —dijo Ada.

—Todo esto es un receptor de energía solar —explicó Savi—. O al menos las partes verdes lo son.

Ada contempló los polvorientos ataúdes de cristal y trató de imaginar dormirse dentro de uno de ellos y esperar… ¿qué? ¿Años antes de despertar? ¿Décadas? ¿Siglos? Se estremeció.

Savi la estaba mirando y Ada se sonrojó. Pero Savi sonrió. Una de sus sonrisas sinceramente divertidas, pensó Ada.

Subieron a un largo cilindro de cristal verde que colgaba de un ajado y oxidado cable de suspensión, más grueso que la altura de Harman. Ada caminó con cuidado, tratando de sostenerse por pura fuerza de voluntad, temerosa de que su peso combinado hiciera caer el cilindro, el cable, el puente entero. De nuevo vio a Savi mirándola. Esta vez no se ruborizó, sino que frunció el ceño, cansada del escrutinio de la anciana.

Los cuatro se detuvieron al cabo de un minuto, alarmados. Parecía que habían entrado en una sala de reuniones llena de gente: había gente de pie en el perímetro de la sala, hombres y mujeres con extraños atuendos, gente sentada a las mesas y de pie ante paneles de control, gente que no se movía ni se volvía a mirar a los recién llegados.

—No son reales —dijo Daeman, aproximándose al hombre más cercano, vestido con un traje azul oscuro y con una especie de tela en la garganta. Daeman le tocó la cara.

Los cinco caminaron de figura en figura, mirando a los hombres y mujeres vestidos con ropa extraña, con extraños peinados e inusitados adornos personales: tatuajes, joyas raras, pelo y piel secos.

—Leí que en otros tiempos los servidores tuvieron forma humana… —empezó a decir Harman.

—No —respondió Savi—. Esto no son robots. Sólo son maniquíes.

—¿Qué? —dijo Daeman.

Savi explicó la palabra.

—¿Sabe quiénes se supone que son? —preguntó Hannah—. ¿O por qué están aquí?

—No —dijo Savi. Se apartó mientras los otros exploraban.

Al fondo de la cámara, colocada en un hueco de cristal, como si ocupara un lugar de honor, la figura de un hombre reposaba en un adornado sillón de madera tapizada de cuero. Incluso sentado, no cabía duda de que era más bajo que la mayoría de los otros maniquíes masculinos de la sala. Iba ataviado con una especie de túnica parda que parecía un vestido corto, sujeta con un cinturón hecho de basta lana o algodón. Los pies de la figura estaban calzados con sandalias. El hombre debería haber sido cómico, pero sus rasgos (el pelo gris, rizado y corto, la nariz aguileña y los feroces ojos que miraban osadamente desde debajo de unas pobladas cejas) eran tan poderosos que Ada tuvo que acercarse al maniquí con cautela. Los antebrazos del hombre, musculosos, con muchas cicatrices, los dedos gruesos, que asían con tranquilidad pero con fuerza el brazo del sillón de madera, todo en la figura daba la impresión de fuerza contenida, fuerza de voluntad además de física, tanto que Ada se detuvo a dos metros de la figura. El hombre era bastante mayor de lo que los humanos decidían parecer en esta época: entre el Segundo Veinte de Harman y la ancianidad de Savi. La túnica del hombre era lo suficientemente escotada para que Ada pudiera ver el vello gris de su ancho y bronceado pecho.

Daeman se abalanzó hacia delante.

—Conozco a este hombre —dijo, señalando—. Ya lo había visto.

—En el drama turín —dijo Hannah.

—Sí, sí —dijo Daeman, chasqueando los dedos en un intento por recordar—. Su nombre es…

—Odiseo —dijo el hombre de la silla. Se levantó y avanzó un paso hacia el sobresaltado Daeman—. Odiseo, hijo de Laertes.