13

El valle seco

Por la mañana, después de un buen desayuno preparado por los servidores de la madre de Daeman en sus apartamentos de Cráter París, Ada y Harman y Hannah y Daeman faxearon hasta el lugar del último Hombre Ardiente.

El fax-nódulo estaba iluminado, naturalmente, pero fuera del pabellón circular era noche profunda y el aullido del viento resultaba audible incluso a través del campo de fuerza semipermeable. Harman se volvió hacia Daeman.

—Éste era el código que tenía: veintiuno ochenta y seis. ¿Te parece correcto?

—Es un maldito pabellón de fax-nódulo —gimió el hombre más joven—. Todos parecen iguales. Además, está oscuro ahí fuera. Y vacío. ¿Cómo voy a saber si es el mismo lugar que visité hace dieciocho meses, de día, con una multitud de otras personas?

—El código parece correcto —dijo Hannah—. Yo seguí a otra gente, pero recuerdo que el nódulo del Hombre Ardiente tenía un numero alto, no uno al que yo hubiera faxeado antes.

—¿Y tenías qué? —preguntó desdeñoso Daeman—. ¿Dieciséis años, entonces?

—Era poco mayor —dijo Hannah. Su voz era fría. Mientras que Daeman era una masa pálida, Hannah tenía los músculos bronceados. Como reconociendo esta diferencia (aunque Daeman nunca había oído que hubiera dos seres humanos que lucharan físicamente fuera del drama del paño de turín), dio un paso atrás.

Ada ignoró la quisquillosa conversación y se acercó al borde del pabellón, presionando el campo de fuerza con sus delgados dedos. El campo onduló y se combó, pero no cedió.

—Esto es sólido —dijo—. No podemos salir.

—Tonterías —contestó Harman. Se reunió con ella y ambos empujaron y sondearon, apoyando su peso contra el elástico campo de energía, que de todas formas no cedió. No era semipermeable después de todo: o al menos no a los objetos físicos como los seres humanos.

—Nunca había oído hablar de nada igual —dijo Hannah, uniéndose a ellos para apoyar el hombro contra la pared invisible—. ¿Qué sentido tiene levantar un campo de fuerza en un pabellón fax?

—¡Estamos atrapados! —dijo Daeman, poniendo los ojos en blanco—. Como ratas.

—Idiota —dijo Hannah. Por lo visto aquel día no se llevaban bien—. Siempre puedes faxear y largarte. El portal está aquí mismo, detrás de ti, y sigue funcionando.

Como para demostrar el argumento de Hannah, dos servidores esféricos de uso general atravesaron el titilante fax-portal y flotaron hacia los humanos.

—El campo no nos deja salir —les dijo Ada a los servidores.

—Sí, Ada Uhr —dijo una de las máquinas—. Lamentamos el retraso en venir a ayudarles. Este fax-nódulo se… usa raramente.

—¿Y qué? —dijo Harman, cruzándose de brazos y mirando al servidor líder con el ceño fruncido. La otra esfera se había acercado flotando a uno de los cubículos de suministros en la columna blanca del pabellón—. ¿Desde cuándo están sellados los fax-nódulos? —continuó Harman.

—-Mis disculpas de nuevo, Harman Uhr —dijo el servidor con la voz casi-masculina utilizada por todos los servidores de uso general en todas partes—. El clima exterior es inhóspito en extremo en esta época del año. Si se aventuraran ustedes a salir sin termopieles, sus posibilidades de sobrevivir serían escasas.

El segundo servidor extrajo cuatro termopieles del cubículo y flotó hacía los cuatro humanos, para ofrecer a cada persona aquellos trajes moleculares más finos que el papel.

Daeman sostuvo el traje con ambas manos, perplejo.

—¿Es una broma?

—No —respondió Harman—. Me he puesto uno antes.

—Y yo también —-dijo Hannah.

Daeman desplegó la termopiel. Era como sujetar humo.

—Esto no me cabrá encima de la ropa.

—No es para eso —dijo Harman—. Tiene que ir pegado a la piel. Tiene capucha también, pero podrás ver y oír a través de ella.

—¿Podemos llevar nuestra ropa normal encima? —preguntó Ada.

Había un atisbo de preocupación en su voz. Después de su inútil exhibición de la noche anterior, no se sentía muy aventurera. Al menos no cuando se trataba de desnudez.

El primer servidor respondió:

—Excepto el calzado, no es aconsejable llevar otras capas, Ada Uhr. Para que la termopiel sea efectiva, debe ser plenamente osmótica. La ropa reduce su eficacia.

—Será una broma —dijo Daeman.

—Siempre podríamos faxear de vuelta a casa y ponernos nuestra ropa de invierno más gruesa —dijo Harman—. Aunque no estoy seguro de que valga para las condiciones climatológicas de ahí fuera —miró hacia la pared del campo de fuerza. El aullante viento era audible y aterrador.

—No —dijo el segundo servidor—, las chaquetas y abrigos y capas estándar no serían adecuadas aquí, en el Valle Seco. Podemos facturar ropa de clima extremo más modesta y regresar con ella dentro de treinta minutos si lo prefieren.

—Al diablo —dijo Ada—. Quiero ver qué hay ahí fuera.

Se dirigió al centro del pabellón, tras el fax-portal mismo, y empezó a desnudarse a la vista de todos. Hannah dio cinco pasos y se unió a ella, quitándose la túnica y los pantalones globo de seda.

Daeman se rio un momento. Harman se le acercó, le tocó el brazo y lo condujo al otro lado del círculo, donde también empezó a desnudarse. Mientras se desvestía, Daeman miró varias veces por encima del hombro a las mujeres: la piel de Ada brillaba rica y plena a la luz de los halógenos del techo; Hannah era esbelta y fuerte y bronceada. Hannah alzó la cabeza mientras se subía la termopiel por las piernas y miró a Daeman con el ceño fruncido. Él apartó los ojos rápidamente.

Cuando los cuatro se reunieron de nuevo en el centro del pabellón, con sólo las botas o los zapatos sobre la termopiel, Ada se echó a reír.

—Estas cosas revelan más que si fuéramos desnudos —-dijo.

Daeman se agitó, cortado por el acierto de la declaración, pero Hannah sonrió a través de su máscara. La termopiel era más pintura que ropa.

—¿Por qué tenemos colores diferentes? —preguntó Daeman. Ada era amarillo vivo; Hannah naranja; Harman de un azul intenso; Daeman verde.

—Para que se identifiquen unos a otros con facilidad —respondió el servidor como si le hubieran hecho la pregunta a él.

Ada volvió a reírse: aquella risa libre, tranquila, inconsciente, que hizo que ambos hombres se volvieran a mirarla.

—Lo siento —dijo—. Es que es… es bastante obvio, incluso desde lejos, quién de nosotros es quién.

Harman se acercó al campo de fuerza y colocó su mano azul contra él.

—¿Podemos pasar ahora? —les preguntó a los servidores.

Las máquinas no respondieron, pero el campo de fuerza tembló levemente, la mano de Harman lo atravesó y luego su cuerpo azul pareció moverse a través de una cascada de plata y pasó al otro lado.

Los servidores siguieron a los cuatro a la ventosa oscuridad.

—No necesitamos vuestra escolta —les dijo Harman a las máquinas. Daeman advirtió que la voz del otro hombre se perdía con el viento, pero que podía oírla claramente a través de la capucha de termopiel. Había algún tipo de aparato de transmisión auditiva y auriculares en el traje molecular.

—Pido disculpas, Harman Uhr —dijo el primer servidor, pero si que la necesitan. Por la luz.

Ambos servidores estaban iluminando el abrupto terreno con múltiples haces de luz que surgían de sus cuerpos.

—Ya he usado estas termopieles otras veces, en las montañas altas y el lejano norte. Llevan un dispositivo para ampliar la luz en las lentes de la capucha. —Se tocó la sien, palpo un instante—. Aquí. Ahora puedo ver perfectamente. Las estrellas son brillantes.

—Oh, cielos —dijo Ada mientras conectaba su visión nocturna. En vez de los pequeños círculos de luz que creaban los haces de los servidores, todo el Valle Seco era ahora visible, todas las rocas y los peñascos resplandecían. Cuando alzó la cabeza, las titilantes estrellas la dejaron sin respiración. Cuando la volvió, el pabellón de fax-nódulo iluminado brillaba, era un horno rugiente de luz.

—Esto es… maravilloso —dijo Hannah. Se apartó veinte pasos del grupo, saltando de roca en roca. Estaban en el fondo de un amplio valle rocoso, con acantilados graduales a cada lado. Sobre ellos, los campos nevados brillaban azules y blancos a la luz de las estrellas, pero el valle en sí estaba despejado de nieve. Las nubes se movían ante las estrellas como ovejas fosforescentes. El viento aullaba alrededor, agitándolos aunque estuvieran quietos.

—Tengo frío —dijo Daeman. El regordete joven se movía de un lado a otro. Sólo llevaba zapatillas.

—Podéis regresar al pabellón y dejarnos —les dijo Harman a los servidores.

—Con el debido respeto, Harman Uhr, nuestra programación para proteger a las personas no nos permite dejarlos aquí solos, corriendo el riesgo de ser heridos o de perderse en el Valle Seco —dijo uno de los servidores—. Pero nos apartaremos un centenar de metros, si lo prefieren.

—Lo preferimos —dijo Harman—. Y apagad esas malditas luces. Son demasiado brillantes para nuestras lentes de visión nocturna.

Ambos servidores obedecieron y se marcharon flotando hacia el pabellón del fax-nódulo. Hannah los guio por el valle. No había árboles, ni hierba, ningún signo de vida aparte de los cuatro seres humanos de colores vivos.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Hannah, saltando sobre lo que podría haber sido en verano un pequeño arroyo… si es que el verano llegaba alguna vez a ese lugar.

—¿Es éste el sitio del Hombre Ardiente? —preguntó Harman.

Daeman y Hannah echaron un vistazo alrededor. Finalmente, Daeman habló:

—Podría ser. Pero había, ya sabes, tiendas y pabellones y excusados y flujodomos y el campo de fuerza sobre el valle y grandes calefactores y el Hombre Ardiente y luz diurna y… era diferente entonces. No hacía tanto frío. —Saltó torpemente de un pie a otro.

—¿Hannah? —inquirió Harman.

—No estoy segura. Aquel lugar también era rocoso y desolado, pero… Daeman tiene razón, parecía diferente con miles de personas y a la luz del día. No lo sé.

Ada encabezó la marcha.

—Vamos a desplegarnos para buscar algún signo de que el Hombre Ardiente se celebró aquí… fuegos de campamento, montoncillos de rocas… algo. Aunque no creo que encontremos a vuestra Judía Errante aquí esta noche, Harman.

—Shhh —dijo Harman, mirando por encima de su hombro azul a los lejanos servidores, y advirtiendo entonces que estaban transmitiendo su conversación de todas formas—. Muy bien —dijo con un suspiro—, vamos a desplegarnos, digamos unos treinta metros, y busquemos cualquier cosa que…

Se detuvo cuando una forma grande, sólo vagamente humanoide, apareció en un cañón lateral. La criatura se abrió paso entre las rocas con gracia torpemente familiar. Cuando estuvo a diez metros, Harman dijo:

—Vuelve. No necesitamos a ningún voynix.

Uno de los servidores respondió, la voz sonando en sus oídos aunque la esfera flotaba tras ellos.

—Debemos insistir, damas y caballeros. Éste es el más remoto y hostil de todos los fax-nódulos conocidos. No podemos correr el riesgo de que algo les haga daño.

—¿Hay dinosaurios? —preguntó Daeman, nervioso.

Ada se echó a reír de nuevo y abrió los brazos y las manos a la oscuridad y el aullante frío.

—Lo dudo, Daeman. Tendrían que ser de alguna dura raza recombinada invernal de la que nunca he oído hablar.

—Cualquier cosa es posible —dijo Hannah, señalando una gran roca próxima a la entrada de otro cañón lateral, a unos cincuenta metros a la derecha—. Eso de ahí podría ser un alosaurio esperándonos.

Daeman dio un paso atrás y estuvo a punto de tropezar con una roca.

—No hay ningún dinosaurio aquí —dijo Harman—. No creo que haya ningún ser vivo. Hace demasiado frío. Si dudáis de mí, quitaos las capuchas un segundo.

Los otros así lo hicieron. Los auriculares moleculares resonaron con sus exclamaciones.

—Quédate atrás hasta que se te llame —instruyó Hannah al voynix. La criatura retrocedió treinta pasos.

Emprendieron el ascenso del valle, hacia el noroeste, siguiendo los Indicadores de dirección de sus palmas. Las estrellas se estremecían por la fuerza del viento y de vez en cuando los cuatro tuvieron que acurrucarse al socaire de un gran peñasco para no salir volando. Cuando la furia del viento disminuyó su intensidad, volvieron a desplegarse.

—Ahí hay algo —dijo la voz de Ada.

Los otros corrieron a reunirse con la forma amarilla a una treintena de metros al sur. Ada estaba contemplando lo que a primera vista parecía una roca más, pero cuando Daeman se acercó, vio el pelo quebradizo o el pelaje, los extraños apéndices aleteantes y los agujeros negros u ojos. La cosa parecía haber sido tallada en madera ajada.

—Es una foca —dijo Harman.

—¿Qué es eso? —preguntó Hannah, arrodillándose para tocar la figura inmóvil.

—Un mamífero acuático. Las he visto cerca de las costas… lejos de los fax-nódulos. —También él se arrodilló y tocó el cadáver del animal—. Se ha secado… momificado, es la palabra. Puede que lleve aquí siglos. Milenios.

—Así que estamos cerca de una costa —dijo Ada.

—No necesariamente —respondió Harman, poniéndose en pie y echando un vistazo en derredor.

—Eh —dijo Daeman—. Recuerdo ese peñasco grande. El pabellón de la cerveza estaba situado justo debajo. —Correteó hacia el peñasco situado cerca de la pared del acantilado.

—¿Estás seguro? —preguntó Ada cuando lo alcanzaron. Sólo había una losa de roca alzándose hacia las frías estrellas ardientes y las veloces nubes. Todos miraron al suelo en busca de signos de la tienda o de las hogueras o huellas de las máquinas, pero no había nada.

—Fue hace año y medio —dijo Harman—. Los servidores probablemente limpiaron bien y…

—Oh, Dios mío —lo interrumpió Hannah.

Todos se volvieron velozmente. La joven ataviada de naranja miraba hacia el cielo. Alzaron la cabeza, justo cuando advertían el juego de luces de colores en las rocas a su alrededor.

El cielo nocturno estaba lleno de cortinas de luz danzante y titilante: bandas de azules y amarillos y rojos bailarines.

—¿Qué es esto? —susurró Ada.

—No lo sé —respondió Harman, también susurrando. La luz continuó rebulléndose en las porciones de cielo limpias de nubes. Harman se quitó la capucha de termopiel—. Dios mío, es casi igual de brillante sin la visión nocturna. Creo que vi algo parecido hace décadas cuando estuve…

—Servidores —interrumpió Daeman—, ¿qué es esta luz?

—Una forma de fenómeno atmosférico asociado con las partículas cargadas del Sol cuando interactúan con el campo electromagnético de la Tierra —dijo la voz de la lejana máquina—. Ya no disponemos de los datos concretos de la explicación científica, pero recibe varios nombres, incluyendo…

—Muy bien —dijo Harman—. Ya es suficiente… eh —había vuelto a colocarse la capucha y contemplaba la losa de roca que tenían delante.

Había complejas muescas en la roca. No parecían haber sido hechas por el viento ni por otras causas naturales.

—¿Qué es esto? —preguntó Ada—. No se parece a los símbolos de los libros.

—No —respondió Harman.

—¿Algo del Hombre Ardiente? —dijo Hannah.

—No recuerdo que hubiera muescas en la roca cerca de la tienda de la cerveza —dijo Daeman—. Pero tal vez los servidores arañaron la superficie al retirar el material después de la celebración.

—Tal vez —dijo Harman.

—¿Deberíamos seguir buscando por aquí? —-preguntó Ada—. ¿Intentamos buscar algún signo de que esa mujer que persigues estuvo aquí? ¿O de que incluso estuvo aquí el Hombre Ardiente? Tal vez queden algunas cenizas.

—¿Con este viento? —rio Daeman—. ¿Después de año y medio?

—Un pozo —dijo Ada—. Una hoguera. Podríamos…

—No —dijo Harman—. Aquí no vamos a encontrar nada. Faxeemos a algún lugar cálido y comamos algo.

Ada volvió su cabeza amarilla para mirar a Harman, pero no dijo nada.

Los dos servidores se les habían acercado flotando y el voynix se alzaba detrás.

—Nos vamos —le dijo Harman al servidor—. Podéis usar los haces de vuestras linternas para guiarnos hacia el fax-pabellón.

Era poco más de mediodía en Ulanbat y el habitual centenar de invitados se congregaba en la fiesta del Segundo Veinte de Tobi en la planta septuagésimo novena de los Círculos del Cielo. Los jardines colgantes se agitaban y susurraban con la brisa que llegaba flotando desde el desierto rojo. Un puñado de hombres y mujeres jóvenes que no habían advertido su ausencia en los últimos días saludaron a Daeman, pero éste siguió a Harman, Hannah y Ada mientras buscaban algo caliente que comer con los dedos en la larga mesa del banquete y un servidor les ofrecía vino frío. Harman los hizo apartarse de la multitud y dirigirse a una mesa de piedra cerca de la baja muralla que marcaba el perímetro del círculo. Doscientos cincuenta metros más abajo, caravanas de camellos guiadas por servidores y seguidas por voynix avanzaban por la dura Autopista de Gobi.

—¿Qué ocurre? —dijo Ada mientras se sentaban a comer a la sombra del jardín—. Sé que allí pasó algo.

Harman empezó a hablar, se detuvo, y esperó a que un servidor pasara flotando de largo.

—¿Os habéis preguntado alguna vez si ese servidor utilitario es el mismo que habéis visto en otro lugar? —preguntó—. Todos parecen iguales.

—Eso es absurdo —dijo Daeman. Entre bocados a un muslo de pollo, se lamía los dedos y tomaba vino helado.

—Tal vez —dijo Harman.

—¿Qué viste allí en la oscuridad? —preguntó Hannah—. ¿Aquellas marcas en la roca?

—Eran números —dijo Harman.

Daeman se echó a reír.

—No, no lo eran. Conozco los números. Todos conocemos los números. Eso no eran números.

—Eran números escritos con palabras.

—No se parecen a los galimatías de los libros —dijo Ada—. A las palabras.

—No —dijo Harman—. Creo que era el tipo de escritura que la gente hacía a mano. Las palabras estaban todas entrelazadas y conectadas y gastadas por el viento. Sospecho que las escribieron en el último Hombre Ardiente. Pero pude leerlas.

—Palabras —rio Daeman—. Hace un momento acabas de decir que eran números.

—¿Qué decían? —preguntó Hannah.

Harman miró de nuevo alrededor.

—Ocho-ocho-cuatro-nueve —dijo en voz baja.

Ada sacudió la cabeza.

—Parece el código de un fax-nódulo, pero es demasiado alto. Nunca he visto ningún código que empezara con dos ochos.

—No hay ninguno —dijo Daeman.

Harman se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero cuando acabemos aquí, voy a intentar ese nódulo central.

Ada contempló el lejano horizonte. Los anillos eran visibles por encima de ellos, dos cadenas lechosas cruzando un cielo celeste claro.

—¿Por eso conservaste las cuatro termopieles en vez de arrojarlas a la papelera de eliminación, como nos dijeron los servidores que hiciéramos?

—No sabía que te hubieras dado cuenta —dijo Harman. Sonrió y bebió vino—. Intenté hacerlo con disimulo. Supongo que no soy muy bueno con los secretos. Al menos los servidores ya habían faxeado para marcharse.

Como siguiendo una clave, un servidor se acercó flotando para volver a llenar sus vasos. La pequeña máquina esférica flotaba más allá de la muralla, a doscientos cincuenta metros por encima del terreno amarillo rojizo, mientras sus diestros brazos manipuladores servían el vino en sus copas.

Si Harman no hubiera insistido en que se pusieran sus termopieles y se las colocaran bajo la ropa antes de faxear, podrían haber muerto.

—Santo Dios —gimió Daeman—, ¿dónde estamos? ¿Qué pasa?

No había ningún pabellón de fax-nódulos. El código 8849 los había llevado directamente a la oscuridad y el caos. El viento aullaba. Había hielo bajo sus pies. Los cuatro chocaban con cosas duras a cada paso que daban en la ululante oscuridad. Incluso el fax-portal había desaparecido tras ellos.

—¡Ada! —gritó Hannah—. ¡La luz!

Sus capuchas proporcionaban luz nocturna, pero ninguno la llevaba puesta en este momento y no parecía haber luz ambiental que aumentar en aquella negrura absoluta.

—Estoy intentando encender… ¡ya!

La pequeña linterna que le había pedido prestada a Tobi derramó un fino haz en la noche, iluminando una puerta abierta cubierta de escarcha, bloques de hielo de diez centímetros de largo, olas heladas de hielo en el suelo. Ada movió la luz y tres rostros la miraron, la sorpresa claramente visible en cada uno de ellos.

—No hay ningún pabellón —dijo Harman en voz alta.

—Todo fax-nódulo tiene su pabellón —respondió Hannah—. No puede haber ningún portal sin pabellón nódulo. ¿No?

—No así en los antiguos tiempos —dijo Harman—. Había miles de nódulos privados.

—¿De qué está hablando este tío? —gritó Daeman—. ¡Salgamos de aquí!

Ada había dirigido la luz hacia el lugar por donde habían faxeado. No había ningún portal. Se encontraban en una pequeña habitación con estantes y mostradores y paredes, todo cubierto de hielo. Al contrario que todos los fax-pabellones, no había ningún pedestal en el centro de la sala, el fax-nódulo con la placa de códigos. Y eso significaba que no había ninguna salida, ninguna forma de volver atrás. Un millón de copos de hielo bailaron en el rayo de luz de la linterna. Más allá de las paredes, el viento aullaba.

—Daeman, lo que dijiste antes parece ser verdad —dijo Harman.

—¿Qué? ¿Qué dije antes?

—Que estamos atrapados, atrapados como ratas.

Los ojos de Daeman se movieron de un lado a otro y el rayo de luz de la linterna se dirigió hacia las paredes heladas. El viento aulló con más fuerza.

—Parece igual que el viento del Valle Seco —dijo Hannah—. Pero allí no había edificios, ¿no?

—No lo creo —contestó Harman—. Pero sospecho que estamos en la Antártida.

¿Dónde? —dijo Daeman. Los dientes le castañeaban—. ¿Qué es una… antártida?

—El lugar frío donde estuvimos esta mañana —dijo Ada.

Atravesó la puerta, dejando a los otros sumidos en la oscuridad durante un momento. Se apresuraron a seguirla y corrieron tras ella como patitos.

—Hay un pasillo aquí —dijo Ada—. Cuidado dónde pisáis. El suelo tiene un palmo de nieve y hielo.

El pasillo congelado conducía a una cocina helada, la cocina helada a un salón helado con sofás volcados cubiertos de nieve. Ada pasó el rayo de luz de la linterna por una pared de ventanas triplemente cubiertas de hielo.

—Creo que sé dónde estamos —susurró Harman.

—Eso no importa ahora —dijo Hannah—. ¿Cómo salimos de aquí?

—Esperad —dijo Ada, dirigiendo el rayo de la linterna al suelo para que las caras de todos quedaran iluminadas por la luz reflejada desde abajo—. Quiero saber dónde crees que estamos.

—Según la historia que he oído, la mujer que estoy buscando… la Judía Errante, tenía una casa, un domi, en el monte Erebus, un volcán de la Antártida.

—¿En el Valle Seco? —preguntó Daeman. El joven no paraba de mirar por encima del hombro la oscuridad que tenía detrás—. ¡Dios, me estoy congelando!

Hannah se movió tan rápidamente sobre el hielo hacia Daeman que éste se tambaleó y casi resbaló.

—Tonto, tienes que ponerte la capucha de la termopiel —dijo ella—. Todos tenemos que hacerlo. Nos vamos a congelar si no lo hacemos. Además, estamos perdiendo un montón de calor corporal a través del cuero cabelludo.

Le sacó de la camisa la capucha verde de termopiel y se la colocó.

Todos se apresuraron a imitarla.

—Esto está mejor —dijo Harman—. Ahora puedo ver. Y oigo mucho mejor… los auriculares del traje reducen el aullido del viento.

—Estabas diciendo antes que esta mujer tenía una casa en un volcán… ¿cerca del Valle Seco? ¿Lo suficientemente cerca como para que caminemos hasta el fax-pabellón que hay allí?

Harman hizo un gesto de indefensión con las manos.

—No lo sé. Me preguntaba si es así como apareció en el Hombre Ardiente, caminando sin más, pero no conozco la geografía de este lugar. Puede que esté a mil kilómetros de aquí.

Daeman contempló las ventanas negras y heladas donde el viento agitaba las hojas a prueba de rotura.

—Yo no voy a salir de aquí —dijo llanamente—. Por nada del mundo.

—Por una vez, estoy de acuerdo con Daeman —dijo Hannah.

—No comprendo nada —dijo Ada—. Dijiste que la mujer vivió aquí hace mucho tiempo, hace siglos y más siglos. ¿Cómo pudo…?

—No lo sé —contesto Harman. Tomó la linterna de Ada y empezó a recorrer el siguiente pasillo. Se detuvo ante lo que parecían ser barrotes blancos. Mientras los otros observaban, volvió al salón, asió el trozo de mueble más pesado que pudo encontrar (una pesada mesa cuyas patas se rompieron al liberarla), y regresó para aplastar los trozos de hielo uno tras otro, abriendo un camino en el pasillo cubierto.

—¿Adónde vas? —llamó Daeman—. ¿De qué va a servir salir de aquí? Nadie ha estado ahí fuera en un millón de años. Sólo vamos a congelarnos cuando…

Harman abrió de una patada la puerta situada al fondo del pasillo. La luz escapó. Y el calor. Los otros tres se movieron tan rápidamente como les fue posible sobre la traicionera superficie.

Era muy parecida a la habitación en la que habían faxeado, un espacio sin ventanas y de unos seis metros cuadrados. Pero al contrario de la otra habitación, ésta era cálida, iluminada, y estaba libre de nieve y hielo. Y al contrario que la otra habitación también, ésta estaba casi ocupada por un disco metálico circular de más de tres metros de diámetro. La cosa flotaba silenciosamente a tres palmos del suelo de hormigón, y un campo de fuerza titilaba como un dosel de cristal sobre la superficie superior del círculo plateado. En esa superficie había seis marcas rodeadas de un suave material negro: cada marca tenía la forma de un ser humano con dos asideros o controladores donde deberían estar las manos.

—Parece que alguien esperaba a dos personas más —le susurró Hannah.

—¿Qué es esto? —dijo Daeman.

—Creo que es un sonie… también llamado un AFV —respondió Harman, la voz apagada.

¿Qué? —preguntó Daeman—. ¿Qué significa eso?

—No lo sé —dijo Harman—. Pero la gente de la Edad Perdida solía volar en ellos.

Tocó el campo de fuerza: se dividió como azogue bajo sus dedos, fluyó alrededor de su mano, engulló su muñeca.

—¡Cuidado! —dijo Ada, pero Harman ya se había puesto de rodillas y luego se tumbó sobre el estómago, colocándose sobre el disco y el material negro. Su cabeza y su espalda se alzaron levemente sobre la curvada superficie superior de la máquina.

—Se está bien —dijo—. Es cómodo. Y cálido.

Eso fue suficiente para los demás. Ada fue la primera en subirse al aparato, tenderse sobre el estómago y agarrar las dos asas.

—¿Son algún tipo de control?

—No tengo ni idea —dijo Harman, mientras Hannah y Daeman subían al disco y ocupaban las impresiones exteriores, dejando vacías las dos formas del centro.

—¿No sabes cómo pilotar esta cosa? —preguntó Ada, un poco más nerviosa esta vez—. ¿Por los libros? ¿Por tus lecturas?

Harman negó con la cabeza.

—Entonces, ¿qué estamos haciendo? —preguntó Ada.

—Experimentando. —Harman retorció la parte superior de su asa derecha. Allí había un solo botón rojo. Lo pulsó.

La pared ante ellos desapareció como si la hubieran hecho volar hacia la noche antártica. El frío viento y la nieve revoletearon a su alrededor en una cegadora implosión, como si el aire de la habitación hubiera sido barrido y la tormenta hubiera venido a ocupar su lugar.

Harman abrió la boca para decir: «¡Agarraos!» Pero antes de que pudiera hablar, el disco saltó de la habitación a una velocidad imposible, presionando las suelas de sus botas contra el metal y haciendo que todos ellos se aferraran salvajemente a las asas.

La burbuja del campo de fuerza que se cerró sobre sus cabezas los mantuvo vivos mientras el sonie, el AFV, el platillo, salía volando del volcán blanco con sus edificios ajados y cubiertos de hielo aferrados a la vertiente que daba al mar. Las lentes de visión nocturna de las capuchas de termopiel les mostraron el bosque de abetos a lo largo de la costa que había vuelto al hielo y la muerte, el equipo robótico abandonado y olvidado en la curvatura de la bahía, y luego el mar blanco: el mar congelado.

El disco se niveló a unos trescientos metros sobre ese mar congelado y se alejó de la tierra.

Harman soltó una de las asas el tiempo suficiente para activar el indicador de dirección de su palma.

—Noreste —les dijo a los demás a través de los comunicadores de sus trajes.

Ninguno respondió. Todos estaban agarrándose y temblando demasiado para comentar la dirección hacia la que se encaminaba la máquina mientras los llevaba a la muerte.

Lo que Harman no dijo en voz alta fue que si los antiguos mapas que había estudiado eran correctos, no había nada en esa dirección a lo largo de miles de kilómetros. Nada.

Diez minutos de vuelo y el disco empezó a perder altitud. Habían dejado atrás el hielo y ahora volaban sobre agua negra cuajada de icebergs.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Ada. Odiaba el temblor de su voz—. ¿Se está quedando esta cosa sin energía… combustible… lo que sea que utilice?

—No lo sé —respondió Harman.

El disco se estabilizó a menos de treinta metros sobre el agua.

—¡Mirad! —exclamó Hannah. Soltó una mano de su asidero para señalar ante ellos.

De repente la espalda de algo enorme, vivo, cuajado de edad, la carne dura y arrugada, rompió el frío mar, su cabeza mamífera irradiando como sangre latiente en su visión nocturna amplificada. Un chorro de agua se abalanzó hacia ellos y Harman olió a pescado en el aire fresco que permitía pasar el campo de fuerza.

—¿Qué…? —empezó a decir Daeman.

—Creo que se llamaba… ballena, así es como se pronunciaba…

Pero creí que se habían extinguido hacía milenios, antes del último fax.

—Tal vez los posthumanos la trajeron de vuelta durante el último fax —dijo Ada a través de los intercomunicadores.

—Tal vez.

Siguieron surcando el mar, siempre en dirección este-noroeste, y al cabo de unos cuantos minutos más el disco mantuvo su altitud y los cuatro pasajeros empezaron a relajarse un poco, adaptándose, como han hecho siempre los humanos desde tiempo inmemorial, a una situación nueva y extraña. Harman se había tendido de costado y contemplaba las brillantes estrellas visibles entre las nubes dispersas. Ada lo sobresaltó al gritar.

—¡Mirad! ¡Ahí delante!

Un gran iceberg había cobrado forma en el oscuro horizonte y el disco se abalanzaba directamente hacia él. La máquina había pasado de largo o por encima de otros icebergs, pero ninguno tan ancho (se extendía kilómetros de lado a lado como una centelleante muralla blanquiazul en su visión nocturna), ni tan alto: estaba claro que la cima de aquella cosa monstruosa superaba su altitud actual.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ada.

Harman sacudió la cabeza. No tenía ni idea de la velocidad a la que iba el sonie (ninguno de ellos había viajado más rápido que en un droshky tirado por voynix), pero iba lo bastante veloz, lo sabía, para que el impacto los destruyera.

—¿Tienes otros controles en tu asidero? —preguntó Hannah. Su voz era extrañamente tranquila.

—No —respondió Harman.

—Podríamos saltar —dijo Daeman desde atrás, a la izquierda de Harman. El disco se ladeó un poco cuando Daeman se apoyó en las rodillas y codos, la cabeza dentro de la burbuja del campo de fuerza.

—No —dijo Harman, en tono imperativo—. No durarías ni treinta segundos en ese mar, aunque sobrevivieras a la caída… cosa que no harías. Túmbate.

Daeman se tumbó de nuevo sobre el vientre.

El disco no redujo la velocidad ni cambió de rumbo. La cara del iceberg (Harman calculó que tendría al menos cuatro kilómetros de diámetro) se abalanzó hacía ellos y se hizo más alta. Harman calculó que se alzaba al menos noventa metros sobre el agua. Lo golpearían a dos tercios de su fría cara.

—¿No hay nada que podamos hacer? —dijo Ada, convirtiendo la pregunta en una declaración.

Harman se quitó la capucha y la miró. El aire frío no era tan malo dentro de la cabina del campo de fuerza.

—No lo creo —respondió—. Lo siento.

Tendió la mano derecha para tomar la mano izquierda de ella. Ada se quitó la capucha de la termopiel para mirarlo a los ojos. Entonces los dos entrelazaron los dedos unos breves segundos.

Escasos cientos de metros antes de la feroz colisión, el disco volador redujo de nuevo velocidad y ganó altitud. Rozó la cúspide del iceberg apenas a tres metros y viró a la derecha hasta volar con rumbo sur sobre la superficie helada. Volvió a frenar, gravitó, y se posó sobre la superficie, la nieve siseando bajo su calentada parte inferior.

Harman y los demás permanecieron un instante en silencio donde estaban, aferrados a las asas, sin compartir sus pensamientos.

La burbuja del campo de fuerza desapareció y de repente el terrible frío y el viento le quemaron la cara a Harman. Se puso la capucha a toda prisa, mirando a Ada mientras ella hacía lo mismo.

—Deberíamos bajarnos de esta cosa antes de que decida llevarnos a otro lugar —dijo Hannah en voz baja por el comunicador.

Así lo hicieron. El viento les hizo perder el equilibrio, se aplacó, los volvió a empujar. La nieve que revoloteaba les cubrió las ropas y las capuchas.

—¿Y ahora qué? —susurró Ada.

Como respuesta, una doble hilera de bengalas de ultrarrojos se encendió, perfilando un sendero de tres metros de ancho que se extendía durante un centenar de metros a partir del disco, hacia la nada.

Caminaron juntos, apoyándose unos en otros para oponerse al viento. Si las bengalas no hubiesen brillado tanto en su visión nocturna, le habrían dado la espalda al viento y se habrían perdido en cuestión de segundos… perdido hasta caer por el borde del iceberg que se encontraba en algún lugar de su derecha.

El camino terminaba en un agujero en la superficie. Habían tallado escalones en el hielo que desaparecían hacia otro brillo rojo, mucho más abajo.

—¿Vamos? —dijo Hannah.

—¿Qué otra opción tenemos? —gruñó Daeman.

Los escalones estaban resbaladizos, pero habían colocado una especie de cuerda de escalada en la pared derecha, con ganchos metálicos y lazos, y los cuatro se agarraron a la cuerda mientras descendían. Harman llevaba contados cuarenta escalones cuando la escalera pareció terminar en una pared de hielo. No, los escalones continuaban a la derecha, hacia abajo (cincuenta escalones esta vez), y luego a la izquierda y de nuevo hacia abajo cincuenta más, todo el descenso iluminado por espaciadas bengalas infrarrojas colocadas en el hielo.

Al pie de los escalones, un corredor se internaba en las profundidades del iceberg, el camino iluminado ahora por bengalas verdes y azules además de rojas. De vez en cuando se encontraban con encrucijadas, pero una opción estaba siempre a oscuras, la otra iluminada. Una vez tuvieron que subir por un corredor que ascendía lentamente; en otra ocasión descendieron un centenar de metros o más. Los giros y encrucijadas y opciones se volvieron demasiado laberínticos para llevar la cuenta.

—Alguien nos está esperando —susurró Hannah.

—Cuento con ello —contestó Ada.

Salieron a un amplio salón, quizá de unos veinte metros en su punto más ancho, el techo de hielo a diez metros sobre ellos con varias entradas salpicando las paredes y conectadas por escaleras de hielo, el suelo graduado en distintos niveles. Los calentadores fijos en pedestales brillaban anaranjados y había diversas fuentes de luz clavadas en las paredes, suelos y techos. En una de las plataformas bajas había lo que parecían ser pieles de animales, cojines, y una mesita baja con cuencos de comida y jarras y copas para beber. Los cuatro se congregaron en torno a la mesa pero contemplaron dubitativos su contenido. Nadie se sentó en los cojines ni en las pieles.

—Está bien —dijo una voz de mujer tras ellos—. No está envenenada.

Había salido de una puerta alta situada cerca de la plataforma y ahora descendía en zigzag por las escaleras hacia ellos. Harman tuvo tiempo de apreciar el pelo de la mujer (gris y blanco, una opción casi inaudita excepto entre unos cuantos excéntricos) y su cara: marcada con arrugas como había dicho Daeman. Aquella mujer era vieja de una manera que ninguno de ellos (excepto Daeman en el último Hombre Ardiente) había visto jamás, y el efecto inquietó incluso a Harman, con sus noventa y nueve años.

Aparte de su evidente vejez, la mujer era bastante atractiva. Su paso era firme y vestía una túnica azul corriente, pantalones de cordón y botas recias. El único toque de excentricidad era la capa de lana roja que llevaba sobre los hombros. El modelo de la capa era complicado, no se sabía sí un cuadrado o un trenzado. Mientras bajaba la plataforma para acercarse a ellos, Harman advirtió el oscuro objeto metálico que llevaba en la mano derecha.

Como si advirtiera ella misma el objeto por primera vez, la mujer lo alzó hacia ellos.

—¿Sabe alguno que es esto?

—No —dijeron Daeman, Ada y Hannah a coro, en voz baja.

—Sí —dijo Harman—. Es una especie de arma de la Edad Perdida.

Los otros tres lo miraron. Habían visto armas en los dramas del paño turín (espadas, lanzas, escudos, arcos y flechas), pero nada tan parecido a una máquina como esa cosa negra y roma.

—Correcto —dijo la mujer—. Se llama pistola y sólo hace una cosa: mata.

Ada avanzó un paso hacia la anciana.

—¿Vas a matarnos? ¿Nos has traído hasta aquí para matarnos?

La anciana sonrió y depositó el arma sobre la mesa, junto a un cuenco de naranjas.

—Hola, Daeman —dijo—. Me alegro de volver a verte, aunque no estoy segura de que me recuerdes de nuestro último encuentro. Estabas en un estado bastante avanzado de ebriedad.

—Te recuerdo, Savi —dijo Daeman con frialdad.

—Y todos vosotros —continuó la anciana—. Harman, Ada, Hannah… bienvenidos. Has sido persistente siguiendo las pistas, Harman.

Se sentó sobre las pieles, hizo un gesto, y uno tras otro los cuatro se sentaron alrededor de la mesa con ella. Savi tomó una naranja, la ofreció y empezó a pelarla con una afilada uña cuando los demás la rechazaron.

—No nos conocemos —dijo Harman—. ¿Cómo sabes mi nombre… nuestros nombres?

—Has dejado una buena estela tras tu paso… ¿cuál es el título honorario que usáis ahora? Harman Uhr.

—¿Estela?

—Caminar lejos de los fax-nódulos para que los voynix tuvieran que seguirte. Aprender a leer. Buscar las pocas bibliotecas que quedan en el mundo… incluida la de Ada Uhr —asintió en dirección a Ada y la joven asintió a su vez como respuesta.

—¿Cómo sabes que los voynix me siguieron a alguna parte? —preguntó Harman.

—Los voynix te vigilan —dijo Savi. Partió la naranja en gajos, puso de dos en dos en cuatro paños de lino y se los ofreció. Los cuatro aceptaron esta vez—. Yo te vigilo —terminó de decir, mirando a Harman.

—¿Por qué? —Harman miró los gajos y recogió el paño—. ¿Por qué me espías? ¿Y cómo?

—Son dos preguntas distintas, mi joven amigo.

Harman tuvo que sonreír. Nadie que conociera lo había llamado joven desde hacía mucho tiempo.

—Entonces responde a la primera —dijo—. ¿Por qué me espías?

Savi terminó el segundo gajo de naranja y se lamió los dedos. Harman advirtió que Ada estudiaba a la anciana con fascinación, mirando sus dedos arrugados y sus manos manchadas por la edad. Si Savi se dio cuenta de la inspección, la ignoró.

—Harman… ¿puedo dejar el Uhr? —No esperó ninguna respuesta, sino que continuó—. Harman, ahora mismo eres el único ser humano de la Tierra, en una población de más de trescientas mil almas… el único ser humano aparte de mí, que sabe leer un lenguaje escrito. O que quiere hacerlo.

—Pero… —empezó a decir Harman.

—¿Trescientas mil personas? —interrumpió Hannah—. Somos un millón. Siempre hemos sido un millón.

Savi sonrió pero negó con la cabeza.

—Querida, ¿quién te ha dicho que hay un millón de seres humanos vivos en la Tierra hoy?

—Bueno… nadie… Quiero decir, todo el mundo lo sabe…

—Exactamente —dijo Savi—. Todo el mundo lo sabe. Pero no hay ningún mecanismo para contar la población.

—Pero cuando alguien pasa a los anillos… —continuó Hannah, mostrando su confusión.

—Se permite que nazca otro niño —terminó Savi—. Sí, Eso he advertido durante el último milenio o así. Pero no sois una población de un millón. Sois bastantes menos.

—¿Por qué iban a mentirnos los posts? —preguntó Daeman.

Savi alzó una ceja.

—Los posts. Ah, sí… los posts. ¿Has hablado con algún posthumano recientemente, Daeman Uhr?

Daeman debió considerar que la pregunta era retórica, porque no contestó.

—Yo sí que he hablado con posthumanos —dijo Savi en voz baja.

Esto hizo que los otros guardaran silencio. Esperaron, expectantes. Una idea semejante era (al menos para Hannah y Ada) literalmente sobrecogedora.

—Pero eso fue hace mucho tiempo —dijo la anciana, hablando en voz tan baja que los otros se inclinaron hacia delante para oírla mejor—. Hace mucho, mucho tiempo. Antes del último fax. —Sus ojos, de un azul sorprendente un segundo antes, ahora parecían nublados, distraídos.

Harman negó con la cabeza.

—Yo fui el que oyó la historia que se cuenta sobre ti: la judía Errante, la última de la Edad Perdida. Pero no lo comprendo. ¿Cómo puedes vivir más allá de tu quinto Veinte?

Ada parpadeó por la rudeza de Harman, pero a Savi no pareció importarle.

—En primer lugar, este lapso de vida de cien años es un añadido relativamente reciente a la humanidad, queridos míos. Es algo que se les ocurrió a los posts sólo después del último fax. Sólo después de que lo estropearan todo, nuestro futuro, el futuro de la Tierra, en aquel desastroso fax final. Sólo siglos después de que mis nueve mil ciento trece compañeros humanos postrubicón fueran faxeados a la corriente de neutrinos para nunca regresar (aunque los posts prometieron que lo harían), sólo después de ese… genocidio, vuestros preciosos posthumanos reconstruyeron la población nuclear de vuestros antepasados y se les ocurrió la idea de cien años y una población rebaño teórica de un millón de personas…

Savi se detuvo y tomó aliento. Obviamente estaba agitada. Tomó aire de nuevo e indicó las jarras que había sobre la mesa.

—Tengo té, por si os interesa. O un vino muy fuerte. Yo voy a tomar vino.

Así lo hizo, sirviéndolo con manos temblorosas. Indicó las copas. Daeman negó con la cabeza. Hannah y Ada tomaron té. Harman aceptó una copa de vino tinto.

—Harman —empezó a decir la anciana de nuevo, más controlada ahora—, hiciste dos preguntas antes de que me desviara de la respuesta. Primero, por qué he reparado en ti. Segundo, por qué he sobrevivido tanto tiempo.

»La respuesta a la primera pregunta es que me interesa todo aquello en lo que están interesados los voynix y lo que les alarma, y ellos están interesados en ti y les alarma tu conducta a lo largo de las últimas décadas…

—Pero, ¿por qué van los voynix a reparar en mí o a preocuparse por mí…? —empezó a decir Harman.

Savi alzó un dedo.

—A tu segunda pregunta, puedo decir que he vivido todos estos siglos durmiendo gran parte del tiempo y ocultándome cuando estoy despierta. Cuando me muevo es, o bien con un sonie (habéis disfrutado de un viaje en uno) o a través de faxes secretos, moviéndome entre los muros de los nódulos actuales, usando las antiguas matrices de campofaxes.

—No comprendo —dijo Ada—. ¿Cómo puedes faxear en secreto?

Savi se puso en pie. Los otros la imitaron.

—Comprendo que ha sido un día muy ajetreado para vosotros, mis jóvenes amigos, pero tenéis muchas cosas por delante si decidís seguirme. Si no, el sonie os devolverá al pabellón de fax-nódulos más cercano… en lo que solía ser Sudáfrica, creo. Es vuestra elección —miró a Daeman—. Cada uno de vosotros debe elegir.

Hannah apuró su té y soltó la copa.

—¿Y qué vas a mostrarnos si te seguimos, Savi Uhr?

—Muchas cosas, hija mía. Pero ante todo, os enseñaré a volar y faxear a dos lugares de los que nunca habéis oído hablar… dos lugares con los que nunca habéis soñado.

Los cuatro se miraron unos a otros. Harman y Ada asintieron, acordando que seguirían a la mujer.

—Sí, cuenta conmigo —dijo Hannah.

Daeman pareció sopesar su decisión en silencio un instante. Luego dijo:

—Iré. Pero antes, quiero un poco de ese vino fuerte, después de todo.

Savi le llenó la copa.