Las llanuras de Ilión
Los dioses han venido a jugar. Más concretamente, han venido a matar.
La batalla lleva un rato en marcha con el dios Apolo atacando a los troyanos, con Atenea acicateando a los argivos y otros dioses recostados a la sombra de un árbol en la colina más cercana, riendo a ratos mientras Iris y sus otros criados les sirven vino. He visto al jefe tracio Píroo, un valiente aliado troyano, matar a Diores el de los ojos grises con una piedra. Diores, comandante del contingente epeo de los griegos, cayó sólo con un tobillo roto después de que el enardecido Píroo lanzara la piedra, pero la mayoría de los camaradas de Diores retrocedieron, Píroo se abrió paso entre los pocos que quedaron para proteger a su capitán caído, y (ahora indefenso, el tobillo aplastado) el pobre Diores tuvo que quedarse allí tendido mientras Píroo atacaba, atravesaba el vientre del tracio con su larga jabalina y le sacaba las entrañas al hombre, enganchándolas en la punta afilada y retorciéndola mientras Diores gritaba.
Éste era el sabor de la última media hora de batalla y fue un alivio cuando Palas Atenea alzó la mano, obtuvo permiso de los otros dioses y detuvo en seco el tiempo y el movimiento.
Con mi visión ampliada (ampliada por las lentes de contacto de los dioses) ahora puedo ver a Atenea cruzar la tierra de nadie y preparar al hijo de Tideo, Diomedes, como máquina de matar. Lo digo casi literalmente. Como los propios dioses, y como yo, Diomedes el hombre será ahora en parte máquina, con sus ojos y su piel y su misma sangre ampliados por las nanotecnologías de alguna era futura muy superior a mi corto lapso de vida. Tras congelar el tiempo, Atenea coloca lentes de contacto similares a las mías en los ojos del aqueo, que le permitirán ver a los dioses y, de algún modo, refrenar un poco el tiempo cuando se concentre en el meollo de la acción, lo que triplicará (a los ojos sin amplificación de los testigos) su tiempo de reacción. Homero escribió que Atenea puso «al hombre en llamas» y ahora comprendo la metáfora: usando la nanotecnología imbuida en su palma y su antebrazo, Atenea está ocupada convirtiendo el campo electromagnético latente que rodea el cuerpo de Diomedes en un verdadero campo de fuerza. En infrarrojo, el cuerpo y los brazos y el casco y el escudo de Diomedes arden de repente «con fuego incansable como la estrella que arde en la cosecha». Ahora advierto, al ver a Diomedes brillar con el denso ámbar del tiempo congelado por los dioses, que Homero debió de estar refiriéndose a Sirio, la Estrella Perro, la más brillante en el cielo griego (y troyano) a finales de verano. Está en el cielo esta noche.
Mientras sigo mirando, Atenea también inyecta miles de millones de máquinas moleculares nanotecnológicas en el muslo de Diomedes. Como siempre que se produce una nanoinvasión, el cuerpo humano la interpreta como una infección y la temperatura de Diomedes sube al menos cinco grados. Veo el ejército invasor de máquinas moleculares subir del muslo a su corazón, pasar de allí a los pulmones y brazos y piernas de nuevo; el corazón hace que su cuerpo brille todavía con más fulgor en mi visión infrarroja.
A mi alrededor, la muerte en el campo de batalla es contenida a la fuerza durante estos minutos extendidos. Diez metros a mi izquierda veo a un carro congelado en una burbuja de polvo y sudor humano y saliva equina. El auriga troyano (un hombre bajo y tranquilo llamado Fegeo, hijo del principal sacerdote troyano del culto al dios Hefesto y hermano del recio Ideo; en mis disfraces morfeados, he compartido el pan y el vino con Ideo una docena de veces en los últimos años), está petrificado en el acto de inclinarse por la parte delantera del carro, sujeto al borde con la mano izquierda, una larga jabalina en la derecha. Ideo está junto a su hermano, detenido en el acto de azuzar a los caballos inmovilizados mientras agarra las rígidas riendas con la otra mano. El carro ha sido detenido en el acto de atacar a Diomedes, todos los jugadores humanos son inconscientes de que la diosa Atenea lo ha parado todo mientras juega a las muñecas con su campeón elegido, vistiendo a Diomedes de campos de fuerza y lentes de contacto de ultravisión y nanoaumentadores como si fuera una preadolescente jugando con su Barbie. (Recuerdo a una niña pequeña jugando con muñecas Barbie, quizás una hermana de mi propia infancia. No creo que tuviera ninguna hija propia. No estoy seguro, naturalmente, pero los recuerdos que han vuelto a lo largo de los últimos meses son como añicos de cristal con reflejos nublados en ellos.)
Estoy lo suficientemente cerca del carro para ver el júbilo del combate cincelado en el rostro bronceado de Fegeo, y el miedo petrificado en sus ojos pardos que no pestañean. Si Homero contó esto correctamente, Fegeo estará muerto dentro de menos de un minuto.
Veo a otros dioses congregándose en el lugar de la batalla como cuervos carroñeros. Allí está Ares, dios de la guerra, cobrando solidez a mi lado de las líneas de batalla, acercándose al carro detenido en el tiempo que contiene a Ideo y su hermano condenado. Las palmas de Ares abren su propio campo de fuerza tras el carro petrificado que lleva a los dos hermanos hacia la muerte.
¿Por qué le importa a Ares lo que les suceda a estos dos? Cierto, a Ares no le hacen ninguna gracia los griegos: obviamente ha aprendido a odiarlos en esta guerra y los mata a través de sus instrumentos o por su propia mano cuando puede, pero, ¿porqué esta evidente preocupación por Fegeo o su hermano Ideo? ¿Es sólo un movimiento para contrarrestar la estrategia de Atenea al proteger a Diomedes? Este juego de ajedrez con seres humanos de verdad que caen y gritan y mueren se me antoja decadente, una obscenidad. Pero la estrategia sigue intrigándome.
Entonces recuerdo que el dios de la guerra es medio hermano de Hefesto, el dios del fuego, también nacido de la esposa de Zeus, Hera. El padre de Fegeo e Ideo, Dares, ha prestado largos y fieles servicios al dios del fuego dentro de las murallas de Troya.
Esta guerra idiota es más complicada y absurda que la guerra de Vietnam que medio recuerdo de mi juventud.
De repente, Afrodita, mi nueva jefa, se TCea y cobra existencia treinta metros a mi izquierda. También está aquí para ayudar a los troyanos y disfrutar de la matanza. Pero…
En los últimos segundos detenidos antes de que el tiempo reemprenda su marcha, recuerdo que si la lucha real sigue el camino del viejo poema, la propia Afrodita resultará herida por Diomedes en la próxima hora. ¿Por qué acude a la batalla sabiendo que un mortal la herirá?
La respuesta es la misma que me han recordado contra mi voluntad durante los últimos nueve años, pero ahora el hecho me golpea con la fuerza y la luz de una explosión nuclear: ¡Los dioses no saben qué va a pasar a continuación! Parece que nadie más que Zeus puede ver la lista que tiene preparada el Hado.
Todos los escólicos somos conscientes de esto: no nos está permitido, pues lo prohíbe Zeus, discutir acontecimientos futuros con los dioses, y ellos tienen prohibido preguntarnos por los cantos futuros de la Ilíada. Nuestra tarea es sólo confirmar que el libro de Homero haya sido fiel a los acontecimientos del día que se nos encomienda observar y registrar. Muchas veces Nightenhelser y yo, mientras contemplamos a los Hombrecitos Verdes empujar sus caras de piedra hacia la orilla mientras el sol se pone en el mar, hemos comentado esta paradoja de la ceguera de los dioses respecto a los acontecimientos futuros.
Yo sé que Afrodita será herida hoy, pero la diosa misma no lo sabe. ¿Cómo puedo utilizar esta información? Si se lo dijera a Afrodita, Zeus lo sabría: no sé cómo, pero sé que lo sabría, y a mí me desintegraría y Afrodita sería castigada de una forma menor. ¿Cómo puedo usar el conocimiento de que Afrodita, la diosa que me ha dado estos regalos para que espíe, será, tal vez, herida por Diomedes en este día?
No tengo tiempo para encontrar la respuesta. Atenea termina de juguetear con Diomedes y suelta su tenaza sobre el espacio y el tiempo.
La luz real y el terrible ruido y el violento movimiento se reanudan. Diomedes se abalanza, el cuerpo y la cara y el escudo resplandecientes, la luz evidente para los otros mortales, visible para compañeros aqueos y enemigos troyanos.
Ideo completa el movimiento de azuzar los caballos. El carro se abalanza y rueda hacia la línea griega, directamente hacia el sobresaltado Diomedes.
Fegeo arroja su lanza contra Diomedes; falla por un pelo, la punta pasa por encima del hombro izquierdo del hijo de Tideo.
Diomedes, la piel arrebolada, la frente ardiendo, sudorosa y febril por el calor de la batalla, arroja su propia lanza. Vuela recta y alcanza de lleno a Fegeo en el pecho («entre las tetillas», creo que cantó Homero en griego). Fegeo cae hacía atrás, golpea el suelo y rueda varias veces, la lanza se rompe y se astilla mientras el cadáver se detiene en el polvo del carro en el que viajaba cinco segundos antes. La muerte, cuando viene, viene rápida en las llanuras de Ilión.
Ideo salta del carro, gira y se pone en pie, espada en mano, preparado para proteger el cuerpo de su hermano.
Diomedes empuña otra lanza y se abalanza de nuevo, obviamente dispuesto a acabar con Ideo de la misma manera que acaba de matar al hermano del joven. El troyano se da la vuelta para huir, dejando el cuerpo de su hermano en el polvo, lleno de pánico, pero Diomedes lanza con fuerza y tino, dirigiendo la larga vara hacia el centro de la espalda del joven que corre.
Ares, el dios de la guerra, vuela hacia delante (literalmente vuela hacia delante, usando el mismo tipo de arnés de levitación que los dioses me han suministrado) y detiene otra vez el tiempo, protegiendo a Ideo de la lanza, detenida ahora a treinta centímetros de la espalda del joven. Luego Ares extiende su campo de fuerza alrededor de Ideo y reanuda el tiempo lo suficiente para que el campo de energía rechace la lanza de Diomedes. Después Ares teleporta cuánticamente al aterrado joven y lo saca por completo del campo de batalla para ponerlo a salvo en algún lugar. Para los aturdidos y aterrorizados troyanos, es como si un parpadeo de negra noche les hubiera arrebatado a su camarada.
Así que el hermano de Ares, Hefesto, el dios del fuego, no habrá perdido a sus dos sacerdotes futuros, pienso yo, pero luego doy un salto para ponerme a cubierto mientras la batalla se reanuda y más griegos siguen a Diomedes a la brecha creada por la muerte de Fegeo. El carro vacío avanza sin rumbo por las llanuras rocosas y es capturado por los jubilosos aqueos.
Ares regresa, TCeándose en semisolidez, una alta forma divina, para intentar animar a los troyanos y gritando con voz de dios para que se reagrupen y rechacen a Diomedes. Pero los troyanos están divididos: algunos corren aterrorizados ante el avance del ardiente Diomedes, otros giran para obedecer la vibrante voz del dios. De repente, Atenea cruza levitando por encima de las cabezas de griegos y troyanos, agarra a Ares por la muñeca y le susurra algo urgentemente al enfurecido dios.
Los dos se TCean y se marchan.
Miro de nuevo a mí izquierda y la diosa Afrodita (invisible para los griegos y troyanos que combaten y maldicen y mueren a su alrededor) me indica con la mano que los siga.
Me pongo el Casco de la Muerte y me vuelvo invisible para todos los dioses excepto para Afrodita. Luego pulso el medallón que llevo al cuello y me TCeo detrás de Atenea y Ares, siguiendo sus pasos a través del espacio-tiempo tan fácilmente como seguiría unas pisadas en la arena mojada.
Es fácil ser un dios. Si tienes el equipo adecuado.
No se han teleportado muy lejos, a unos quince kilómetros, hasta un lugar sombreado en las riberas del Escamandro, al que los dioses llaman Janto, el caudaloso río que atraviesa las llanuras de Ilión. Cuando cobro solidez y me TCeo a unos quince pasos de ellos, Ares vuelve la cabeza y me mira directamente. Durante un instante sé que el Casco de Hades ha fallado, que me ven, que estoy muerto.
—¿Qué pasa? —pregunta Atenea.
—Me ha parecido sentir algo. Una sacudida. Una sacudida cuántica.
La diosa vuelve sus ojos grises hacia mí.
—Aquí no hay nada. Veo en todo el espectro de cambio de fase.
—Yo también —replica Ares y aparta su mirada de mí. Dejo escapar un tembloroso suspiro lo más silenciosamente que puedo; el Casco de Hades todavía me emboza. El dios de la guerra empieza a caminar de un lado a otro por la ribera del río—. Zeus está en todas partes hoy en día.
Atenea camina junto a él.
—Sí, Padre está furioso con todos nosotros.
—Entonces, ¿por qué lo provocas?
La diosa se detiene.
—¿Provocarlo, cómo? ¿Defendiendo a mis aqueos de la matanza?
—Preparando a Diomedes para que lleve a cabo una masacre —dice Ares. Advierto por primera vez el tono rojizo del pelo rizado del alto dios, de musculatura perfecta—. Eso es peligroso, Palas Atenea.
La diosa se ríe suavemente.
—Llevamos nueve años interviniendo en esta batalla. Es el juego, por el amor de Dios. Es lo que hacemos. Sé que planeas intervenir en defensa de tu amada Ilión hoy mismo, masacrando a mis argivos como si fueran ovejas. ¿No es peligrosa… la activa intervención por parte del dios de la guerra?
—No tan peligrosa como armar a un bando u otro con nanotecnología. No tan peligroso como dotarlos de campos de cambio de fase. ¿En qué estás pensando, Atenea? Intentas convertir a estos mortales en dioses como nosotros.
Atenea vuelve a reírse, pero se pone seria cuando advierte que su risa enfurece más a Ares.
—Hermano, mi ampliación de Diomedes es breve, lo sabes. Sólo quiero que sobreviva a este encuentro. Afrodita, tu querida hermana, ya ha instado al arquero troyano Pándaro para que hiera a uno de mis favoritos, Menelao, e incluso mientras hablamos susurra al oído del arquero: Mata a Diomedes.
Ares se encoge de hombros. Sé que Afrodita es su aliada y su instigadora. Como un niño pequeño caprichoso (un niño pequeño y caprichoso de tres metros de altura con un campo de energía pulsante), encuentra una piedra plana y la lanza al agua.
—¿Y qué importa si Diomedes muere hoy o el año que viene? Es mortal. Morirá.
Ahora Atenea ríe abiertamente.
—Por supuesto que morirá, mi querido hermano. Y por supuesto que la vida o la muerte de un simple mortal no tienen ninguna consecuencia para nosotros… ni para mí. Pero debemos jugar al Juego. No dejaré que esa perra de Afrodita impida la voluntad de los Hados.
—¿Cual de nosotros conoce la voluntad de los Hados? —replica Ares, todavía haciendo un puchero, los brazos cruzados sobre su poderoso pecho.
—Padre lo hace.
—Eso dice él —dice el dios de la guerra con una mueca.
—¿Dudas de nuestro amo y señor? —el tono de Atenea es casi burlón.
Ares mira alrededor rápidamente y, por un segundo, temo haberme descubierto al hacer ruido donde estoy, de pie, en un peñasco plano, pues temo dejar mis huellas en la arena. Pero la mirada del dios de la guerra pasa de largo.
—No demuestro ninguna falta de respeto hacia nuestro Padre —dice Ares por fin, y su voz me recuerda a la de Richard Nixon cuando hablaba al micrófono oculto del Despacho Oval que sabía que estaba allí. Poniendo sus mentiras on the record—. Mi respeto y lealtad y amor son todos para Zeus, Palas Atenea.
—A lo cual sin duda nuestro Padre responde recíprocamente —comenta Atenea, sin ocultar ya el sarcasmo.
De repente, Ares alza la cabeza.
—¡Maldita seas! —exclama—. Me has traído aquí para apartarme del campo de batalla mientras los malditos aqueos siguen matando a más troyanos míos.
—Por supuesto. —Atenea pronuncia las dos palabras en tono de burla, y fugazmente creo que voy a ser testigo de algo que no he visto en todos los años que llevo aquí: una batalla cuerpo a cuerpo entre dos dioses.
En cambio, Ares da una patada a la arena en una muestra final de petulancia y se TCea. Atenea se ríe, se arrodilla junto al Escamandro y se echa agua fría en la cara.
—Idiota —susurra, para sí misma, supongo, pero lo tomo como una declaración dirigida hacia mí, protegido únicamente por el campo de distorsión del Casco de Hermes. «Idiota» me parece una valoración muy adecuada de mi estupidez.
Atenea se TCea de vuelta al campo de batalla. Al cabo de un minuto dedicado a temblar por mi propia estupidez, cambio de fase y la sigo.
Los griegos y troyanos siguen matándose unos a otros. Qué noticia.
Busco al otro escólico visible en el campo. Para el ojo inexperto, Nightenhelser no es más que otro soldado de infantería troyano que se mantiene apartado de lo peor de la lucha, pero veo el delator brillo verde con el que los dioses nos han marcado a los escólicos cuando estamos morfeados, así que me quito el Casco de Hades, me morfeo en Falces (un troyano que morirá a manos de Antíloco y tal y tal), y me reúno con Nightenhelser, que se encuentra en un promontorio bajo contemplando la matanza.
—Buenos días, escólico Hockenberry —me dice cuando me acerco. Hablamos en inglés. Ningún otro troyano está lo bastante cerca para oírnos por encima del estrépito del bronce y el rumor de los carruajes, y los miembros de ambas coaliciones están acostumbrados a extraños lenguajes tribales y dialectos.
—Buenos días, escólico Nightenhelser.
—¿Dónde has estado durante la última media hora o así?
—Me he tomado un descanso —digo. Suele pasar. A veces la carnicería llega a ser demasiado incluso para nosotros los escólicos y nos TCeamos lejos de Troya para pasar una horita tranquilos o para tomar un buen vaso de vino—. ¿Me he perdido mucho?
Nightenhelser se encoge de hombros.
—Diomedes atacó hace unos veinte minutos y fue alcanzado por una flecha. Justo según lo previsto.
—La flecha de Pándaro —digo yo, asintiendo. Pándaro es el mismo arquero teucro que hirió antes a Menelao.
—Vi a Afrodita incitar a Pándaro —dice Nightenhelser. El hombretón tiene las manos en los bolsillos de su burda capa. Las capas troyanas no tienen bolsillos, naturalmente, así que Nightenhelser se los ha cosido.
Esto sí que era noticia. Homero no cantó que Afrodita instara a Pándaro a disparar a Diomedes, sólo que hiriera a Menelao para que la guerra continuara. El pobre Pándaro es literalmente un muñeco de los dioses este día… su último día.
—¿Una herida grave la de Diomedes? —pregunto.
—En el hombro. Esténelo estaba presente y le sacó la flecha, que no estaba envenenada. Atenea se TCeó en la lucha un minuto antes, tomó a su mascota Diomedes y puso energía en sus miembros, «sus pies y sus manos luchadoras».
Nightenhelser estaba citando alguna traducción de Homero con la que no estoy familiarizado.
—Más nanotecnología —digo—. ¿Ha encontrado Diomedes al arquero y lo ha matado ya?
—Hace unos cinco minutos.
—¿Soltó Pándaro ese interminable discurso antes de que Diomedes lo matara? —pregunto. En mi traducción favorita, Pándaro se lamenta por su destino en unos cuarenta versos, mantiene un largo diálogo con un capitán troyano llamado Eneas (sí, ese Eneas), y los dos atacan a Diomedes en un carro, arrojando lanzas al herido aqueo.
—No —dice Nightenhelser—. Pándaro sólo dijo «carajo» cuando la flecha falló su objetivo. Luego saltó al carro con Eneas, disparó una flecha que atravesó el escudo y la coraza de Diomedes (pero no le hirió), y dijo «mierda» un segundo antes de que la lanza de Diomedes le diera entre los ojos. Otro caso, supongo, de licencia poética de Homero en los discursos.
—¿Y Eneas? —Ese encuentro es crucial para la historia, además de para la Ilíada. No puedo creer que me lo haya perdido.
—Afrodita lo salvó hace un minuto —confirma Nightenhelser. Eneas es el hijo mortal de la diosa del amor y ella lo cuida con mimo—. Diomedes aplastó el hueso de la cadera de Eneas con una roca, igual que en el poema, pero Afrodita protegió a su chico herido con un campo de fuerza y se lo está llevando del campo. Diomedes se quedó bien jodido.
Me cubro los ojos con la mano.
—¿Dónde está ahora Diomedes?
Pero veo al guerrero griego antes de que Nightenhelser pueda señalármelo, a unos cien metros de distancia, en el centro de una refriega, muy por detrás de las líneas troyanas. Hay una bruma de sangre en el aire alrededor del brillante Diomedes y un montón de cadáveres a cada lado del aqueo, que se sacude, golpea, apuñala. El aumentado Diomedes parece abrirse paso a través de oleadas de carne humana para alcanzar a Afrodita, que se aparta lentamente.
—Jesús —digo en voz baja.
—Sí —responde el otro escólico—. En los últimos minutos ha matado a Astinoo e Hipirón, Abante y Poliido, Janto y Toon, Equemón y Cromio… todos los Pares capitanes.
—¿Por qué de dos en dos? —pregunto, pensando en voz alta.
Nightenhelser me mira como si yo fuera un alumno algo torpe de una de sus clases de 1890.
—Iban en carro, Hockenberry. Dos hombres por carro. Diomedes los mató cuando los carros lo atacaron.
—Ah —digo, cortado. Mi atención no está centrada en los capitanes teucros asesinados, sino en Afrodita. La diosa acaba de detenerse en su retirada de las líneas troyanas, todavía llevando al herido Eneas, y ahora se vuelve a un lado y a otro, claramente visible para los asustados troyanos que huyen del ataque de Diomedes. Afrodita obliga a los combatientes troyanos a volver a la lucha con puñaladas de electricidad y titilantes empujones de campo de fuerza.
Diomedes ve a la diosa y, enloquecido, se abre paso a través de una última línea protectora de troyanos para enfrentarse a la diosa misma. No habla, sino que prepara su larga lanza. Afrodita levanta un campo de fuerza como si nada, todavía llevando al herido Eneas, y está claro que no le preocupa el ataque de un simple mortal.
Ha olvidado las modificaciones que le ha hecho Atenea a Diomedes.
Diomedes da un salto hacia delante, el campo de fuerza de la diosa chisporrotea y cede, el aqueo avanza con su larga lanza y la vara y la punta atraviesan el campo de fuerza personal de Afrodita, el peplo de seda y la carne divina. La punta de la lanza, afilada como una navaja, corta la muñeca de la diosa de modo que asoman el músculo rojo y el hueso blanco. Icor dorado, más que sangre roja, chorrea en el aire.
Afrodita contempla la herida durante un segundo y entonces grita: un chillido inhumano, algo enorme y amplificado, un rugido femenino surgido de una batería de amplificadores de un concierto de rock del infierno.
Retrocede, todavía gritando, y suelta a Eneas.
En vez de continuar su ataque a Afrodita, Diomedes desenvaina la espada y se dispone a decapitar al inconsciente Eneas.
Febo Apolo, señor del arco plateado, se TCea y solidifica entre el enloquecido Diomedes y el teucro caído y mantiene al aqueo a raya con un pulsante hemisferio de campo de plasma. Cegado por la sed de sangre, Diomedes acomete contra el campo de fuerza, su propio campo de energía choca contra el escudo defensivo amarillo de Apolo. Afrodita sigue mirándose la muñeca herida y parece a punto de desmayarse y quedarse allí tirada, indefensa, delante del airado Diomedes. La diosa es incapaz de concentrarse lo suficiente para TCearse mientras siente tanto dolor.
De repente su hermano Ares llega en un ardiente carro volador, apartando a troyanos y griegos por igual mientras ensancha la huella de plasma del navío para que aterrice junto a su hermana. Afrodita farfulla y gime de dolor, intentando explicar que Diomedes se ha vuelto loco.
—¡Sería capaz de combatir con el Padre Zeus! —chilla la diosa, desplomándose en los brazos del dios de la guerra.
—¿Puedes pilotar esto? —inquiere Ares.
—¡No! —Afrodita se desmaya. Cae en brazos de Ares, todavía acunándose la mano izquierda herida con la mano derecha, ensangrentada… o icoriada. Verlo es extrañamente perturbador. Los dioses y las diosas no sangran. Al menos no lo han hecho en los nueve años que llevo aquí.
La diosa Iris, la mensajera personal de Zeus, aparece en el campo de batalla entre el carro y el campo de fuerza de Apolo, donde el dios sigue protegiendo al caído Eneas. Los troyanos han retrocedido con los ojos desorbitados de espanto y los campos de energía solapados mantienen a raya a Diomedes. El aqueo irradia calor y furia en visión infrarroja, como un guerrero de lava latiente.
—Llévala con su madre —ordena Ares, colocando a la inconsciente Afrodita en el suelo del carruaje sin caballos. Iris alza el vehículo de energía hacia el cielo y lo cambia de fase fuera de la vista.
—Sorprendente —dice Nightenhelser.
—Jodidamente fantástico —digo yo. Es la primera vez en mis más de nueve años aquí que he visto a un griego o un troyano atacar con éxito a un dios. Me vuelvo hacia Nightenhelser, que me mira escandalizado. A veces me olvido de que el escólico pertenece a un siglo anterior al mío—. Bueno, pues lo es —digo a la defensiva.
Quiero seguir a Afrodita al Olimpo y ver qué ocurre entre ella y Zeus. Homero escribió al respecto, naturalmente, pero ya ha habido suficiente disparidad entre el poema y los acontecimientos reales de hoy para picar mi interés.
Empiezo a separarme de Nightenhelser (quien contempla los acontecimientos tan embelesado que no advierte mi marcha) y me preparo para colocarme el Casco de Hades y girar los controles del medallón TC personal. Pero algo sucede en el campo de batalla.
Diomedes deja escapar un grito de guerra tan fuerte como el grito de dolor de Afrodita, que todavía resuena, y entonces el aqueo aumentado ataca de nuevo a Apolo y Eneas. Esta vez, el cuerpo nano-reforzado de Diomedes y su espada en fase atraviesan las capas exteriores del escudo de energía de Apolo.
El dios permanece inmóvil mientras Diomedes ataca y se abre paso a través del titilante campo de fuerza, como un hombre que empuja nieve invisible.
Entonces la voz de Apolo resuena con una amplificación que debe ser audible a cuatro o cinco kilómetros.
—¡Piensa, Diomedes! ¡Retrocede! Ya basta de esta locura mortal… guerrear con los dioses. No somos de la misma raza, humano. Nunca lo fuimos. Nunca lo seremos.
Apolo aumenta de tamaño, de sus imponentes tres metros de altura pasa a convertirse en un gigante de más de seis.
Diomedes detiene su ataque y retrocede, aunque es imposible decir si lo hace por miedo o por puro agotamiento.
Apolo se agacha y vuelve opacos los campos de fuerza a su alrededor y alrededor del caído Eneas. Cuando la niebla negra desaparece, un minuto más tarde, el dios se ha ido, pero Eneas sigue allí tendido, herido, con la cadera rota, sangrando. Los guerreros troyanos corren a formar un círculo en torno a su líder caído y abandonado antes de que Diomedes lo mate.
No es Eneas. Sé que Apolo ha dejado un holograma táctil tras él y se ha llevado al auténtico príncipe herido a las alturas de Pérgamo (la ciudadela de Ilión), donde las diosas Leto y Artemisa, la hermana de Ares, usarán su medicina divina nanotecnológica para salvarle la vida a Eneas y restañar sus heridas en cuestión de minutos.
Me dispongo a regresar al Olimpo cuando de repente Apolo se TCea de vuelta al campo de batalla, oculto a la visión de los mortales. Ares, que todavía arenga a los troyanos tras su casco defensivo, alza la cabeza cuando llega el otro dios.
—Ares, destructor de hombres, asaltante de murallas, ¿vas a dejar que ese puñado de mierda te insulte de esa forma? —Invisible a los aqueos, Apolo señala al jadeante Diomedes, que se recupera.
—¿Insultarme a mi? ¿Cómo me ha insultado?
—Idiota —truena Apolo con frecuencias ultrasónicas audibles solamente a los dioses y los escólicos y los perros de Troya, quienes responden con un terrible aullido—. Ese… ese mortal acaba de atacar a la diosa del amor, tu hermana. Le ha seccionado los tendones de su muñeca inmortal. Diomedes incluso me ha atacado a mí, uno de los dioses más poderosos de los posthumanos. ¡Atenea lo ha transformado en una especie de suprahumano para convertir en el hazmerreír de todos a Ares, dios de la guerra, hediondo de sangre!
Ares vuelve la cabeza hacia el jadeante Diomedes, que ha estado ignorando al dios desde que fracasó en su intento por atravesar el campo de fuerza.
—¿Se burla de mi? —chilla Ares con un grito que todos pueden oír desde aquí al monte Olimpo. He advertido a lo largo de los años que Ares es bastante estúpido para tratarse de un dios. Lo está demostrando hoy—. ¿¡Se atreve a mofarse de mí!?
—Mátalo —exclama Apolo, todavía hablando en ultrasonidos—. Córtale la cabeza y cómetela.
Y el dios del arco plateado se TCea.
Ares se está volviendo loco. Decido que no puedo marcharme todavía. Quiero desesperadamente TCear de vuelta al Olimpo y ver hasta qué punto está malherida Afrodita, pero esto es demasiado interesante para perdérmelo.
Primero, el dios de la guerra se morfea en el corredor Acamas, príncipe de Tracia, y corre de un lado a otro entre los teucros congregados, instándolos a volver a la batalla y expulsar a los griegos del saliente que han creado al seguir a Diomedes hasta las líneas troyanas. Luego Ares se morfea en Sarpedón y tienta a Héctor: el héroe se contiene de luchar con extraña reticencia. Avergonzado por lo que piensa que son acusaciones de Sarpedón, Héctor se reúne con sus hombres. Cuando Ares ve que Héctor está arengando al cuerpo principal de combatientes troyanos, el dios se vuelve él mismo y se une al círculo de luchadores que mantienen a los griegos alejados del holograma del inconsciente Eneas.
Confieso que nunca he visto una lucha tan feroz en los nueve años que llevo aquí.
Si Homero nos enseñó algo, es que el ser humano es un receptáculo débil, un envoltorio carnoso de sangre y tripas sueltas a punto de ser desparramadas.
Se están desparramando ahora.
Los aqueos no esperan a que Ares tenga una nueva oportunidad, sino que atacan con carros y lanzas siguiendo el salvaje liderazgo de Diomedes y Odiseo. Los caballos relinchan. Los carros se astillan y vuelcan. Los jinetes conducen sus monturas hacia una muralla de lanzas y brillantes escudos. Diomedes arde de nuevo en primera línea, llamando a sus hombres a la batalla mientras mata a todo troyano que se pone a su alcance.
Apolo vuelve al campo de batalla en un remolino de bruma púrpura y suelta al curado Eneas (el Eneas auténtico) en la refriega. El joven ha sido sanado y más que eso: fluye con luz igual que hizo el modificado Diomedes cuando Atenea terminó con él. Los troyanos, que atacan ya siguiendo a Héctor, sueltan un alarido conjunto al ver a su príncipe resucitado y contraatacan.
Ahora son Eneas y Diomedes quienes lideran la lucha en bandos opuestos, matando capitanes enemigos a puñados, mientras Apolo y Ares instan a más troyanos a unirse a la pelea. Veo como Eneas mata a los descuidados gemelos aqueos, Orsíloco y Cretón.
Ahora Menelao, recuperado de su herida, hace a un lado a Odiseo y acomete contra Eneas. Oigo reírse a Ares. Al dios de la guerra le encantaría que el hermano de Agamenón, el verdadero marido de Helena, el hombre que inició esta guerra al maltratar a su esposa, cayera muerto este día. Eneas y Menelao se detienen a la distancia de un brazo, los otros combatientes se apartan para respetar su aristeia, las lanzas de los dos guerreros fintan y avanzan, fintan y avanzan.
De repente, Antíloco, el hermano de Néstor, buen amigo del casi olvidado Aquiles, salta para colocarse hombro con hombro junto a Menelao, obviamente temeroso de que la causa griega muera con su capitán si él no interviene.
Enfrentado a dos ejecutores legendarios en vez de a uno, Eneas retrocede.
A doscientos metros al este de esta confrontación, Héctor ha atacado la línea aquea con tal ferocidad que incluso Diomedes retrocede con sus hombres. Con su visión aumentada, Diomedes ve a Ares (invisible a los demás) luchando al lado de Héctor.
Todavía quiero marcharme, para ver cómo está Afrodita, pero no puedo irme ahora. Veo que Nightenhelser toma notas frenéticamente en su ansible grabador. Esto me da risa, ya que los miles de nobles troyanos y argivos que combaten aquí son todos tan analfabetos como niños de dos años. Si descubrieran las anotaciones de Nightenhelser, incluso en griego, no significarían nada para ellos.
Todos los dioses intervienen en la acción ahora.
Hera y Atenea cobran existencia con un parpadeo, la esposa de Zeus obviamente insta a Atenea a que participe en la lucha. Atenea no se resiste. Hebe, la diosa de la juventud y servidora de los dioses mayores, aparece en un carro volador. Hera toma el control, y Atenea también salta a bordo, dejando caer su peplo mientras se ciñe la loriga. La camisa de batalla de Atenea brilla. Levanta un chispeante escudo de energía de amarillo brillante y pulsante rojo, y su espada envía rayos de luz a la Tierra.
—¡Mira!
Es Nightenhelser que me grita por encima del fragor. Cae un relámpago auténtico proveniente del norte, una alta capa de oscuros estratocúmulos se alza a doce mil metros o más en el cálido cielo de la tarde. La nube de pronto cobra la forma del rostro de Zeus.
—ADELANTE PUES, ESPOSA E HIJA —ruge el trueno de la tormenta—. ATENEA, A VER SI ERES RIVAL PARA EL DIOS DE LA GUERRA. ¡ABÁTELO SI PUEDES!
Nubes negras gravitan sobre el campo de batalla mientras la lluvia y los truenos golpean a troyanos y argivos por igual.
Hera hace descender el carro sobre las cabezas de los griegos, más abajo todavía para abatir a los troyanos como alfileres de cuero y bronce.
Atenea salta a un carro real junto al agotado Diomedes y su fiel auriga, Estenelo.
—¿Has acabado por hoy, mortal? —le grita a Diomedes; la última palabra rezuma sarcasmo—. ¿No le llegas a tu padre ni a la suela de los zapatos que te detienes cuando tus oponentes mantienen así el terreno?
Indica el lugar donde Héctor y Ares barren a los griegos con su carga.
—Diosa —le jadea Diomedes—, el inmortal Ares protege a Héctor y…
—¿NO TE PROTEJO YO A TI? —ruge Atenea, de cuatro metros y medio de altura y creciendo, alzándose sobre el brillo en extinción de Diomedes.
—Sí, diosa, pero…
—¡Diomedes, alegría de mí corazón, mata a ese troyano y al dios que lo protege!
Diomedes parece sobresaltado, incluso horrorizado.
—Los mortales no podemos matar a los dioses…
—¿Dónde está escrito eso? —truena Atenea y se inclina sobre Diomedes, inyectándole algo nuevo, transfiriéndole energía de su campo divino personal. La diosa agarra al indefenso Estenelo y lo arroja a diez metros del carro. Atenea empuña las riendas del carro de Diomedes y fustiga los caballos, dirigiéndose hacia Héctor y Ares y todo el ejército troyano.
Diomedes apresta su lanza como si en efecto planeara matar un dios: a Ares.
Y Afrodita quiere utilizarme a mí para que mate a la propia Atenea, pienso, el corazón desbocado de terror y excitación. Las cosas puede que pronto sean muy distintas de lo que Homero predijo, aquí, en las llanuras de Troya.