Olimpo
Cuando termina mi turno la noche del enfrentamiento entre Aquiles y Agamenón, me teleporto cuánticamente de vuelta al complejo escólico del Olimpo, grabo mis observaciones y análisis, transfiero los pensamientos a una piedra verbal y la llevo a la pequeña habitación blanca de la musa, que da al Lago de la Caldera. Para mi sorpresa, la musa está allí, hablando con uno de los otros escólicos.
El escólico se llama Nightenhelser y es un hombretón amigable que, según he sabido a lo largo de los cuatro años que lleva residiendo aquí, vivió y enseñó en una universidad y murió en el Medio Oeste americano a principios del siglo XX. Al verme en la puerta, la musa pone fin a su conversación con Nightenhelser y lo despide, haciéndolo salir por la puerta de bronce hacia la escalera mecánica que baja en espiral por el Olimpo hasta nuestros barracones y el mundo rojo de abajo.
La musa me indica que me acerque. Dejo la piedra verbal en la mesa de mármol que tiene delante y retrocedo, esperando ser despedido sin una palabra, como es la dinámica habitual entre los dos. Sorprendentemente, ella toma la piedra verbal mientras sigo aquí y la rodea con la mano cerrando los ojos para concentrarse. Yo espero. Confieso que estoy nervioso. Tengo el corazón desbocado y las manos, unidas a la espalda mientras permanezco de pie en una especie de parodia profesional de la posición de descanso de un soldado, sudorosas. Decidí hace años que los dioses no pueden leer la mente, que su increíble percepción de los pensamientos humanos, héroes y escólicos por igual, proviene de alguna ciencia avanzada en el estudio de los músculos faciales, movimientos oculares y demás. Pero podría estar equivocado. Tal vez son telépatas. Si es así (y si se molestaron en leerme la mente durante mi momento de epifanía y decisión en la playa después del enfrentamiento entre Agamenón y Aquiles), entonces soy hombre muerto. Otra vez.
He visto a escólicos que disgustaron a la musa, que no es en modo alguno una de los dioses más importantes. Hace unos años (el quinto año de asedio, en realidad), había un escólico del siglo XXVI, un asiático regordete e irreverente con el poco habitual nombre de Bruster Lin. Y aunque Bruster Lin era el erudito más brillante y reflexivo de todos nosotros, su irreverencia fue su final. Literalmente. Después de uno de sus comentarios más irónicos, referido al combate mano a mano entre Paris y Menelao (el vencedor se lo lleva todo) con lo que el resultado de aquel combate singular habría zanjado la guerra. La lucha a muerte entre el amante de Helena de Troya y su esposo aqueo (orquestada delante de dos ejércitos animando, con Paris hermoso con su armadura dorada y Menelao temeroso con el ojo puesto en los negocios) nunca llegó a consumarse. Afrodita vio que su amado Paris iba a ser convertido en carne picada, así que bajó y lo apartó del campo de batalla y lo llevó de vuelta con Helena, donde, como los liberales infructuosos de todas las épocas, Paris se mostró mejor guerrero en la cama que en el campo de batalla. Así que después de uno de los divertidos comentarios de Bruster Lin sobre el episodio Paris-Menelao, la musa (a quien no le hizo gracia) chasqueó los dedos y los billones y trillones de obedientes nanocitos del cuerpo del indefenso escólico se condensaron y explotaron hacia afuera en un gigantesco salto nanolemming, despedazando al todavía sonriente Bruster Lin en un millar de jirones sangrantes delante del resto de nosotros y enviando su cabeza aún sonriente a nuestros pies, mientras permanecíamos firmes.
Fue una seria lección que nos tomamos al pie de la letra. Nada de comentarios. Nada de hacer chistes con el serio asunto del deporte de los dioses. El precio de la ironía es la muerte.
La musa abre los ojos y me mira.
—Hockenberry —dice, su tono el de una burócrata de mi siglo a punto de despedir a un oficinista de rango medio—, ¿cuánto tiempo llevas con nosotros?
Sé que la pregunta es retórica, pero cuando te interroga una diosa, aunque sea una diosa menor, uno responde incluso a las preguntas retóricas.
—Nueve años, dos meses, dieciocho días, diosa.
Ella asiente. Soy el escólico superviviente más antiguo. O, más bien, soy el escólico que ha sobrevivido más tiempo. Ella lo sabe. Tal vez este reconocimiento oficial de mi longevidad es mi elegía antes de ser eliminado con una explosión de nanocitos.
Siempre había enseñado a mis estudiantes que había nueve musas, todas hijas de Mnemosine: Cléis, Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Urania y Calíope, cada una patrona, al menos según la tradición griega posterior, de una expresión artística como la flauta o la danza o la narración o el canto heroico. Pero en mis nueve años, dos meses y dieciocho días sirviendo a los dioses como observador en las llanuras de Ilión, he informado, visto y oído sólo a una musa: esta alta diosa que está sentada delante de mí tras la mesa de mármol. Con todo, a causa de su voz estridente, siempre he pensado que es Calíope, aunque el nombre significaba originalmente «la de la voz hermosa». No puedo decir que esta musa solitaria tenga una voz hermosa (es más un claxon que un órgano a mis oídos), pero desde luego he aprendido a saltar cuando ella dice «rana».
—Sígueme —dice, levantándose de manera fluida y saliendo por la puerta privada de su blanca habitación de mármol.
La sigo de un salto.
La musa tiene el tamaño de los dioses: es decir, más de dos metros pero perfectamente proporcionada, menos voluptuosa que algunas de las diosas pero con la constitución de una triatleta femenina del siglo XX, e incluso en la gravedad reducida del Olimpo, tengo que esforzarme para mantener el ritmo mientras ella cruza los verdes jardines entre los edificios blancos.
Se detiene ante un nexo de carro. Digo «carro» y es vagamente parecido a un carro: bajo, levemente en forma de herradura, con un hueco a un costado que permite a la musa montarse. Pero carece de caballos, riendas y auriga. Se aferra a la barandilla y me llama.
Vacilante, con el corazón latiendo salvajemente ahora, subo y me sitúo a un lado mientras la musa pasa sus largos dedos por una cuña de oro que podría ser una especie de panel de control. Las luces parpadean. El carro zumba, chasquea, es envuelto de pronto por una red de energía, y se eleva del suelo girando a medida que asciende. De repente un par de «caballos» holográficos aparecen delante del carro y galopan como si estuvieran tirando del carro a través de él. Sé que los caballos holográficos obedecen a la necesidad griega y troyana de identificación, pero la sensación de que son animales reales tirando de un carro real a través del cielo es muy fuerte. Me agarro a la barra de metal y me sujeto, pero no hay ninguna sensación de aceleración, aunque el disco de transporte se agita y se sacude, gira una vez a treinta metros sobre el modesto templo de la musa y luego acelera hacia la profunda depresión del Lago de la Caldera.
¡El carro de los dioses!, pienso y achaco el indigno pensamiento a la fatiga y la adrenalina.
He visto estos carros un millar de veces, por supuesto, volando cerca del Olimpo o sobre las llanuras de Ilión mientras los dioses corren de un lado a otro ocupándose de sus asuntos sagrados, pero siempre desde el suelo. Los caballos parecen más reales desde ese ángulo y el propio carro parece más insustancial cuando vas en él, volando a treinta metros sobre la cima de una montaña (volcán, en realidad) que ya de por sí se eleva unos veinticinco mil metros por encima del suelo del desierto.
La cima del Olimpo debería carecer de aire y estar cubierta de hielo, pero el aire aquí es tan denso y respirable como veinticinco kilómetros más abajo, donde los barracones de los escólicos se agrupan en la base de los acantilados volcánicos, y en vez de hielo, la amplia cima está cubierta de hierba, árboles y edificios blancos lo suficientemente grandes y majestuosos para que la Acrópolis parezca un excusado en comparación.
La figura en forma de ocho del Lago de la Caldera, en el centro de la cima del Olimpo, tiene cerca de cien kilómetros de diámetro y la atravesamos a velocidad casi supersónica, gracias a algún campo de fuerza o algún artilugio de magia divina que impide que el viento nos arranque la cabeza al mismo tiempo que ahoga el sonido. Cientos de edificios, cada uno rodeado de hectáreas de hierba cuidada y jardines, los hogares de los dioses, supongo, rodean el lago, por cuyas aguas azules grandes autotrirremes de tres filas de remos navegan lentamente. El escólico Bruster Lin me dijo una vez que calculaba que el Olimpo tenía el tamaño de Arizona, y que su cima cultivada era aproximadamente igual a la superficie de Rhode Island. Me resultó extraño escuchar comparar cosas de aquí con estados de ese otro mundo, de ese otro tiempo, de esa otra existencia.
Agarrado a la fina barandilla con ambas manos, miro más allá de la cima de la montaña. El espectáculo es sobrecogedor.
Estamos a tanta altura que puedo ver la curvatura del mundo. Al noroeste, el gran océano azul se prolonga en ese cuerno invertido del horizonte. Al noreste se extiende la costa, y se me antoja que incluso desde esta distancia puedo ver las grandes cabezas de piedra que marcan el límite entre tierra y mar. Al norte está la guadaña del archipiélago sin nombre, apenas visible desde la orilla de nuestros barracones escólicos, y luego nada más que azul, todo el camino hasta el polo. Al sureste diviso otras tres altas cumbres volcánicas recortadas sobre el horizonte, obviamente más bajas que la del Olimpo pero, al contrario que éste, con su clima controlado, blancas de nieve. Una de ellas, supongo, debe ser el Helicón, hogar de mi musa y sus hermanas, sí es que las tiene. Al sur y suroeste, durante cientos de kilómetros, distingo una sucesión de campos cultivados, y luego bosques salvajes, y luego desierto rojo más allá, luego quizás otra vez bosques, hasta que la tierra se funde con las nubes y la neblina y por mucho que parpadee o me frote los ojos no distingo ningún detalle.
La musa hace virar nuestro carro y desciende hacia la orilla oeste del Lago de la Caldera. Ahora veo que las motas blancas que advertí al cruzar el lago son enormes edificios blancos con columnas y escalinatas al frente, adornadas con gigantescos pies y decoradas con estatuas. Estoy seguro de que ningún escólico ha visto esta parte del Olimpo… o al menos no la ha visto y ha vivido para contárnoslo a los demás.
Descendemos cerca del más grande de los gigantescos edificios, el carro toca tierra y los caballos holográficos desaparecen de la existencia con un parpadeo. Hay varios cientos más de carros celestes aparcados en la hierba.
La musa saca de su túnica lo que parece ser un medallón.
—Hockenberry, me han ordenado que te lleve a un sitio donde no puedes estar. Una de las deidades me ha ordenado que te entregue dos artículos que podrían impedir que te aplasten como a un insecto si te detectan. Póntelos.
La musa me tiende dos objetos: un medallón con una cadena y lo que parece ser una capucha de cuero. El medallón es pequeño pero pesado, como si estuviera hecho de oro. La musa extiende la mano y desliza una parte del disco en el sentido de las agujas del reloj con respecto a la otra.
—Es un teleportador cuántico personal como el que utilizan los dioses —dice en voz baja—. Puede teleportarte a cualquier lugar que visualices. Este disco TC en concreto te permite seguir el rumbo cuántico de los dioses cuando cambian de fase a través del espacio de Plank, pero nadie (excepto la deidad que me lo entregó) puede ver tu rumbo, ¿Comprendes?
—Sí —digo; la voz casi me tiembla. Yo no tendría que tener este objeto. Será mi muerte. El otro «regalo» es peor.
—Esto es el Casco de la Muerte —dice ella, colocando el casco de cuero repujado sobre mi cabeza, pero dejándolo envuelto alrededor de mi cuello como si fuera una capucha—. El Casco de Hades. Lo fabricó el propio Hades y es la única cosa en el universo que puede ocultarte de la visión de los dioses.
Parpadeo estúpidamente al oír esto. Recuerdo vagas notas eruditas sobre «el Casco de la Muerte», y me acuerdo de que el propio nombre de Hades (Äides en griego) significaba «el invisible». Pero por lo que sé, Homero menciona el Casco de la Muerte de Hades sólo una vez, cuando Atenea se lo pone para ser invisible al dios de la guerra, Ares. ¿Por qué demonios me prestaría una cosa así una diosa? ¿Qué esperan que haga por ellos? Las rodillas me flojean sólo de pensarlo.
—Ponte el casco —ordena la musa.
Torpemente, tiro del grueso cuero. Hay aparatos insertados en el tejido, chips de circuitos, máquinas nanotecnológicas. El casco tiene un visor transparente y flexible y una malla que cubre la boca; cuando tiro de la capucha, el aire parece ondear extrañamente a nuestro alrededor, aunque mi visión sigue clara.
—Increíble —dice la musa. Mira más allá de mí. Me doy cuenta de que he conseguido el objetivo de todo muchachito adolescente: auténtica invisibilidad, aunque no tengo ni idea de cómo el casco oculta todo mi cuerpo a la vista. Mi impulso es salir corriendo como alma que lleva el diablo y esconderme de la musa y de todos los dioses. Me reprimo. Tiene que haber alguna pega. Ningún dios ni diosa, ni siquiera mi musa menor, le daría a un simple escólico tal poder sin salvaguardas.
—Este aparato evitará que te vean todos los dioses excepto la diosa que me autorizó a dártelo —dice suavemente la musa, mirando el aire vacío a la derecha de mi cabeza—. Pero esa diosa puede verte y localizarte en cualquier parte, Hockenberry. Y aunque el medallón apaga el sonido, el olor e incluso los latidos, los sentidos de la diosa están por encima de tu comprensión. Quédate cerca de mí en los próximos minutos. Camina con cuidado. No digas nada. Respira lo más livianamente que puedas. Si te detectan, ni yo ni tu divina patrona podremos protegerte de la ira de Zeus.
¿Cómo respira uno liviana y suavemente cuando está aterrado? Pero asiento, olvidando que la musa no puede verme ahora. Ella espera, todavía mirando con la cabeza un poco ladeada como si me buscara con su visión divina Croo:
—Sí, diosa.
—Pon tu mano en mi brazo —ordena ella bruscamente—. Quédate junto a mí. No pierdas el contacto. Si lo haces, serás destruido.
Pongo la mano sobre su brazo como una tímida debutante escoltada a una fiesta de pedida. La piel de la musa está fría.
Una vez estuve en el edificio de montaje de vehículos del Centro Espacial Kennedy, en cabo Cañaveral. La guía dijo que a veces se formaban nubes bajo el tejado situado a docenas de metros por encima del suelo de asfalto. El edificio de montaje cabría perfectamente en un rincón de esta inmensa sala donde ahora nos encontramos y nunca repararías en él: parecería los bloques de un juego de construcción infantil en una catedral.
Uno dice «dioses» y piensa en los dioses importantes, los principales: Zeus, Hera, Apolo y unos cuantos más. Pero hay cientos de dioses en esta sala y la mayor parte de la habitación está vacía. A lo que parecen ser kilómetros de altura, una cúpula dorada (los griegos no descubrieron los principios de la cúpula, así que esto contrasta con la arquitectura clásica de los otros grandes edificios que he visto en el Olimpo), dirige acústicamente la conversación a todos los rincones del espacio.
El suelo parece hecho de oro pulido. Los dioses se apoyan en barandas de mármol y se asoman desde entresuelos que forman círculos. Las paredes albergan cientos y cientos de nichos en arco, cada uno con una escultura de mármol blanca. Las estatuas de los dioses presentes aquí ahora.
Hologramas de aqueos y troyanos fluctúan aquí y allá, muchos de ellos de tamaño natural, a todo color, imágenes tridimensionales de los hombres y mujeres mientras discuten o comen o hacen el amor o duermen. Cerca del centro de la sala, el suelo de oro baja hasta un hueco más grande que cualquier combinación de piscinas de tamaño olímpico, y en este espacio fluctúan y flotan más imágenes en tiempo real de Ilión: amplias vistas aéreas, primeros planos, barridos, imágenes múltiples. Pueden oírse los diálogos como si los griegos y los troyanos estuvieran en esta misma sala. Alrededor de esta piscina de visión, sentados en tronos de piedra y acomodados en cojines y de pie con sus togas como de caricatura, están los dioses. Los dioses importantes. Los peces gordos, los dioses conocidos por los eruditos.
Los dioses menores se apartan mientras la musa se acerca a esta piscina central, y yo me apresuro para seguir su paso, mi mano invisible temblando en su brazo dorado, mientras trato de que mis sandalias no chirríen, de no tropezar, estornudar ni respirar. Ninguna de las deidades parece reparar en mí. Sospecho que sabré muy pronto si alguna de ellas lo hace.
La musa se detiene a unos pocos metros de Palas Atenea y yo me quedo tan cerca que me siento como un niño de tres años agarrado a la falda de su madre.
Hay una feroz discusión en curso, mientras Hebe, una de las diosas menores, se mueve entre los demás, sirviendo alguna especie de néctar dorado en sus copas divinas. Zeus está sentado en su trono y me basta con mirarlo para tener claro que aquí es el rey, el que impulsa las nubes de tormenta, dios de dioses. No es ninguna, caricatura, este Zeus, sino una realidad imposiblemente alta cuya presencia barbuda, ungida y palpablemente regia hace que la sangre se me convierta en líquido viscoso y asustado.
—¿Cómo podemos controlar el curso de esta guerra? —exige a todos los dioses mientras mira a su esposa, Hera, con ojos asesinos—. O el destino de Helena, si diosas como Hera de Argos y Atenea, guardiana de los soldados, siguen interviniendo, como al detener la mano de Aquiles cuando iba a derramar la sangre del hijo de Atreo.
Vuelve su mirada tormentosa hacia una diosa recostada sobre un montón de cojines púrpura.
—Y tú, Afrodita, con tu risa constante, siempre defendiendo a ese niño bonito de París, espantando a los espíritus malignos y desviando lanzas bien arrojadas. ¿Cómo puede la voluntad de los dioses —y, lo más importante, la voluntad de Zeus— manifestarse si las diosas seguís mediando y protegiendo a vuestros favoritos a expensas del Hado? A pesar de todas tus maquinaciones, Hera, Menelao puede llevarse a Helena a casa… o quizá, quién sabe, Ilión prevalecerá. No es cosa de unas cuantas diosas decidir esos asuntos.
Hera cruza sus finos brazos. Con tanta frecuencia en el poema Hera es nombrada como «la diosa de los níveos brazos» que casi espero que los suyos sean más blancos que los de las otras diosas, pero aunque la piel de Hera es bastante lechosa, no lo es más en apariencia que la de Afrodita o que la de su hija Hebe o que la de ninguna otra diosa de las que veo desde mi punto de observación próximo a la piscina de imágenes… a excepción de la de Atenea, claro está, curiosamente bronceada. Sé que estos párrafos descriptivos son una característica de la poesía épica de Homero: Aquiles es mencionado repetidamente como «el de los pies ligeros», Apolo como «el que mata desde lejos», y el nombre de Agamenón suele ir precedido por «el Atrida» o «rey de hombres»; los aqueos son «de fuertes brazos» y sus naves «negras» o «cóncavas», y así sucesivamente. Estos epítetos se repiten para responder a las exigencias del hexámetro dactílico más que para describir. De ese modo, el bardo, al cantar, respetaba la medida utilizando frases-fórmula. Siempre he sospechado que algunas de esas frases rituales (como la de la «aurora de rosáceos dedos») eran también muletillas que proporcionaban al bardo unos cuantos segundos para recordar, si no inventar, los siguientes versos de acción.
Con todo, mientras Hera responde a su mando, le miro los brazos.
—Hijo de Cronos, temida Majestad —dice, los blancos brazos cruzados—, ¿de qué demonios estás hablando? ¿Cómo te atreves a considerar que todos mis esfuerzos son estériles? Me está costando sudores, sudores inmortales, lanzar los ejércitos aqueos, regalar los egos de estos héroes varones lo suficiente para impedir que se maten unos a otros antes de matar a los troyanos, y me cuesta grandes dolores (mis dolores, oh, Zeus) causar dolores aún mayores al rey Príamo y los hijos de Príamo y la ciudad de Príamo.
Zeus frunce el ceño y se inclina hacia delante en su incómodo trono, abriendo y cerrando sus enormes manos blancas.
Hera descruza los brazos y alza exasperada las manos al cielo.
—Haz lo que quieras, siempre lo haces, pero no esperes que ninguno de los inmortales te alabemos por ello.
Zeus se pone en pie. Si los otros dioses miden dos metros y medio o tres, Zeus debe medir tres metros y medio. Su ceño está más que fruncido y no empleo ninguna metáfora cuando digo que truena:
—¡Hera… mi querida, amada, insaciable Hera! ¿Qué te han hecho Príamo y los hijos de Príamo para que estés tan furiosa, seas tan implacable y quieras hacer caer la ciudad de Ilión? —Hera permanece en silencio, las manos a los costados, con lo que parece aumentar la furia real de Zeus—. ¡Es más apetito que furia, diosa! —ruge—. No quedarás satisfecha hasta que derribes las puertas de Troya, rompas sus murallas y te los comas crudos. —La expresión de Hera no contribuye a desmentir esta acusación—. Bueno… bueno… —truena Zeus, casi rezongando, de una manera demasiado familiar en los maridos a lo largo de los siglos—, haz lo que quieras. Pero una cosa más, y recuérdalo bien, Hera: cuando llegue el día en que yo decida destruir una ciudad y consumir a sus habitantes, una ciudad que tú ames, como yo amo Ilión, entonces ni siquiera se te ocurra intentar oponerte a mi furia.
La diosa avanza en tres rápidos pasos y me recuerda un depredador saltando, o a un ajedrecista viendo su oportunidad y aprovechándola.
—¡Sí! Las tres ciudades que más amo son Argos, Esparta y Micenas de los anchos caminos, de calles tan amplias y regias como las de la aciaga Ilión. Puedes saquearlas todas para contento de tu corazón de vándalo, mi señor. No me opondré a ti. No me enfrentaré a tu voluntad… de poco me serviría de todas formas, ya que eres el más fuerte de los dos. Pero recuerda esto, oh, Zeus: aunque soy tu consorte, también nací de Cronos y por tanto merezco tu respeto.
—Nunca he sugerido lo contrario —murmura Zeus, ocupando de nuevo su duro asiento.
—Entonces dejémonos en este punto —dice Hera, ahora con más dulzura—. Yo a ti y tú a mí. Los dioses menores obedecerán. ¡Rápido ahora, esposo mío! Aquiles ha dejado el campo por el momento, pero una tregua inestable apacigua los terrenos de batalla entre troyanos y aqueos. Encárgate de que los troyanos rompan esta tregua y causen los primeros daños, no sólo a sus juramentos, sino a los afamados aqueos.
Zeus reflexiona, gruñe, se agita en su asiento, pero ordena a la atenta Atenea:
—Baja rápidamente a los campos de batalla entre troyanos y aqueos. Te ordeno que te encargues de que sean los troyanos los primeros en romper la tregua y causar daño a los afamados aqueos.
—Y humillar a los argivos en su triunfo —apunta Hera.
—Y humillar a los argivos en su triunfo —ordena Zeus, cansado.
Atenea desaparece en un relámpago de TC. Zeus y Hera abandonan la sala y los dioses empiezan a dispersarse, hablando en voz baja entre si.
La musa me indica que la siga con un sutil gesto con el dedo y me guía fuera del salón de encuentros.
—Hockenberry —dice la diosa del Amor, reclinada en los cojines de su diván, mientras la gravedad (leve como es) da énfasis a toda su blanca y sedosa voluptuosidad.
La musa me ha conducido a esta otra sala del Gran Salón de los Dioses, esta habitación oscura en la que sólo brillan un brasero que arde lentamente y algo que se parece sospechosamente a una pantalla de ordenador. Me ha susurrado que me quitara el Casco de la Muerte y me he sentido aliviado al quitarme la capucha, pero aterrado de volver a ser visible.
Entonces ha entrado Afrodita, se ha aposentado en el diván y ha dicho:
—Eso será todo hasta que te llame, Melete.
Y la musa se ha marchado por una puerta secreta.
Melete, he pensado. No una de las nueve musas, sino un nombre de una época anterior en que se creía que las musas eran tres: Melete de «la práctica», Mneme del «recuerdo», y Aoide de…
—Hockenberry, te he visto en el Salón de los Dioses —dice Afrodita, sacándome de mi ensimismamiento erudito— y si te hubiera delatado a nuestro señor Zeus, ahora serías menos que cenizas. Ni siquiera tu medallón TC te habría permitido escapar, pues yo podría seguir tu rumbo de cambio de fases a través del tiempo y el espacio. ¿Sabes por qué estás aquí?
Afrodita es mi patrona. Es la que ordenó a la musa que me entregara estos artilugios. ¿Qué hago? ¿Me arrodillo? ¿Me postro en el suelo en presencia de la divinidad? ¿Cómo me dirijo a ella? En mis nueve años, dos meses y dieciocho días aquí, mi existencia nunca había sido reconocida por otro dios que mi Musa.
Decido inclinar levemente la cabeza, evitando mirar su belleza, los pezones sonrosados que se notan a través de la fina seda, la suave curva del vientre que proyecta sombras en ese triángulo de tejido oscuro donde se encuentran sus muslos.
—No, diosa —digo por fin, pero he olvidado la pregunta.
—¿Sabes por qué fuiste escogido como escólico, Hockenberry? ¿Por qué tu ADN quedó exento de disrupción nanocítica? ¿Por qué, antes de ser elegido para la reintegración, tus escritos sobre la guerra fueron añadidos al simplex?
—No, diosa.
¿Mi ADN está exento de disrupción nanocítica?
—¿Sabes qué es un simplex, sombra mortal?
¿El virus del herpes?, pienso.
—No, diosa —digo.
—El simplex es un sencillo objeto matemático, un ejercicio de lógica, un triángulo o trapezoide plegado sobre sí mismo —dice Afrodita—. Sólo que combinado con múltiples dimensiones y algoritmos que definen nuevas áreas nocionales, creando y descartando regiones posibles de espacio-n, los planos de exclusión se convierten en contornos inevitables. ¿Lo entiendes ahora, Hockenberry? ¿Comprendes cómo se aplica esto al espacio cuántico, al tiempo, a la guerra de abajo, a tu propio destino?
—No, diosa. —La voz me tiembla esta vez. No puedo evitarlo.
Hay un roce de seda y alzo la mirada lo suficiente para ver a la hembra más hermosa que existe acomodando sus bellos miembros y sus suaves muslos sobre el diván.
—No importa —dice—. Tú, o el mortal que fue tu molde, escribió un libro hace varios miles de años. ¿Recuerdas su contenido?
—No, diosa.
—Si dices eso una vez más, Hockenberry, voy a abrirte desde la entrepierna al cuello y usaré literalmente tus tripas para hacerme unas ligas. ¿Entiendes eso?
Es difícil hablar sin saliva en la boca.
—Sí, diosa —consigo decir, oyendo el seco ceceo.
—Tu libro, de 935 páginas, trataba de una sola cosa: Menin. ¿Recuerdas ahora?
—No, di… Me temo que no recuerdo eso, diosa Afrodita, pero estoy seguro de que tienes razón.
Levanto la cabeza lo suficiente para ver que ella está sonriendo, la barbilla apoyada en la mano izquierda, el dedo alzado a lo largo de la mejilla hasta una perfecta ceja oscura. Sus ojos son del color del coñac caro.
—Cólera —dice ella en voz baja—. Menin aede thea… ¿Sabes quién ganará esta guerra, Hockenberry?
Tengo que pensar rápido. Sería un escólico muy malo si no supiera cómo termina el poema (aunque la Ilíada acaba con los ritos funerarios por Patroclo, el amigo de Aquiles, no con la destrucción de Troya, y no hay ninguna mención a ningún caballo gigantesco excepto en los comentarios de la Odisea, que es otro poema distinto), pero si finjo saber cómo acabará esta guerra, y está claro por la discusión que acabo de oír que el edicto de Zeus de que no debe informarse a los dioses del futuro como se dice en la Ilíada sigue vigente… quiero decir, si los propios dioses no saben qué pasará a continuación, ¿no estaría yo poniéndome por encima de los dioses, incluyendo el Hado, al decírselo? La soberbia no ha sido nunca un tributo que estos dioses recompensen. Además, Zeus (el único que sabe la historia completa de la Ilíada) ha prohibido a los otros dioses que pregunten y a todos los escólicos que discutan otra cosa que no sean los acontecimientos ya pasados. Fastidiar a Zeus no es un buen plan para sobrevivir en el Olimpo. A pesar de todo, parece que estoy exento de la disrupción nanocítica. Por otro lado, creo por completo a la diosa del Amor cuando dice que convertirá mis tripas en ligas.
—¿Cuál era la pregunta, diosa? —es todo lo que consigo decir.
—Sabes cómo termina el poema de la Ilíada, pero desafiaría la orden de Zeus si te lo preguntara —dice Afrodita, su pequeña sonrisa desaparece, sustituida por algo parecido a un puchero—. Pero puedo preguntarte si ese poema predice esta realidad en concreto. ¿Lo hace? En tu opinión, escólico Hockenberry, ¿gobierna Zeus el universo, o lo gobierna el Hado?
Oh, mierda, pienso. Cualquier respuesta acabará conmigo sin tripas y con esta hermosa mujer (diosa) usándolas como ligas viscosas.
—Tengo entendido, diosa, que aunque el universo se doblega a la voluntad de Zeus y debe obedecer los caprichos de la fuerza divina llamada Hado, el kaos todavía tiene algo que ver en las vidas de dioses y hombres.
Afrodita emite un sonido suave y divertido. Todo en ella es tan suave, apetecible, excitante…
—No esperaremos a que el caos decida esta competición —dice, la voz despojada de todo regocijo—. ¿Viste a Aquiles retirarse de la batalla hoy?
—Sí, diosa.
—¿Sabes que el ejecutor de hombres ya le ha rezado a Tetis para que castigue a sus amigos aqueos por la vergüenza que Agamenón le ha hecho pasar?
—No he sido testigo de esa oración, diosa, pero sé que sigue el rumbo del… del poema.
Esto sí puedo decirlo. Es un acontecimiento ya pasado. Además, la diosa marina Tetis es la madre de Aquiles y todo el mundo en el Olimpo sabe que él ha pedido su intervención.
—En efecto —dice Afrodita—. Esa perra gorda de pechos húmedos ya ha estado en el Gran Salón, y se arrojó a los pies de Zeus en cuanto el viejo loco regresó de su encuentro con los etíopes del río Océano. Le suplicó, por el bien de Aquiles, que garantizara victoria tras victoria a los troyanos, y el viejo carcamal accedió, poniéndose así en ruta de colisión con Hera, campeona principal de los argivos. De ahí la escena de la que fuiste testigo.
Permanezco de pie con los brazos extendidos, las palmas hacia abajo, la cabeza levemente inclinada, mientras contemplo a Afrodita como si fuera una cobra, pero sabiendo que si ella decide atacarme, el golpe será mucho más rápido y más letal que el de ninguna cobra.
—¿Sabes por qué has sobrevivido más que ningún otro escólico? —pregunta Afrodita.
Incapaz de hablar sin condenarme, niego levemente con la cabeza.
—Todavía estás vivo porque he previsto que ejecutes un servicio para mí.
El sudor que corre por mí frente me hace cosquillas y me pica en los ojos. Más sudor me empapa las mejillas y el cuello. Como escólicos, nuestro deber jurado (mi deber durante los últimos nueve años, dos meses y dieciocho días) es observar la guerra en las llanuras de Ilión sin intervenir jamás, observar sin cometer ningún acto que pudiera cambiar el resultado de la guerra o la conducta de sus héroes de ninguna forma.
—¿Me has oído, Hockenberry?
—Sí, diosa.
—¿Te interesa oír cuál será este servicio, escólico?
—Sí, diosa.
Afrodita se levanta del diván y ahora inclino la cabeza, pero oigo el roce de su túnica de seda, incluso la suave fricción de sus suaves muslos blancos frotándose levemente mientras se aproxima; puedo oler el aroma a perfume y hembra limpia mientras permanece tan cerca. Había olvidado por un momento lo alta que es una diosa, pero me acuerdo de nuestras respectivas alturas cuando se alza sobre mí, sus pechos a centímetros de mi cabeza gacha. Por un instante debo combatir la necesidad de enterrar mi cara en el valle perfumado entre esos pechos, y aunque sé bien que eso sería mi último acto antes de una muerte violenta, sospecho en este momento que bien merecería la pena.
Afrodita coloca la mano sobre mi tenso hombro, toca el duro cuero repujado del Casco de la Muerte y luego pasa las yemas de sus dedos por mi mejilla. A pesar de mi miedo, siento una poderosa erección sacudiéndose, alzándose, reafirmándose.
El susurro de la diosa, cuando se produce, es suave, sensual, levemente divertido, y estoy seguro de que ella sabe el estado en que me encuentro, lo espera como es debido. Baja la cabeza y se inclina tan cerca que noto el calor de su mejilla irradiando contra la mía mientras me susurra dos sencillas órdenes al oído.
—Vas a espiar a los otros dioses para mí —dice suavemente. Y entonces, apenas audible por el redoble de mi corazón—: Y cuando sea el momento adecuado, vas a matar a Atenea.