5

Ardis Hall

Una comida para una docena de personas sentadas a la mesa bajo el árbol iluminado por linternas: venado y jabalí silvestre, trucha de río, ternera de los rebaños de ganado que pastaban entre Ardis y los prados lejanos, caldos de los viñedos de Ardis, maíz fresco, calabaza, ensalada y guisantes del huerto, y caviar faxeado desde algún lugar.

—¿De quién es el cumpleaños y quién cumple Veinte? —preguntó Daeman mientras los servidores repartían la comida entre la docena de comensales de la larga mesa.

—Es mi cumpleaños, pero no celebro mis Veinte —respondió el hombre guapo y de pelo rizado llamado Harman.

—¿Disculpe? —Daeman sonrió sin comprender. Aceptó un poco de calabaza y pasó el cuenco a la dama que tenía al lado.

—Harman está celebrando su cumpleaños anual —dijo Ada desde la cabecera de la mesa. Daeman estaba físicamente agotado, pero qué hermosa estaba ella con aquel bronceado y la túnica de seda negra.

Daeman sacudió la cabeza, todavía sin comprender. Los cumpleaños anuales pasaban inadvertidos, no se celebraban.

—Así que no están celebrando un Veinte cumpleaños esta noche —le dijo a Harman, haciendo un gesto con la cabeza al servidor flotante para que volviera a llenar su copa de vino.

—Pero celebro mi cumpleaños —insistió Harman con una sonrisa—. El nonagésimo noveno.

Daeman se detuvo, asombrado, y luego miró en derredor rápidamente, pensando que se trataba de una especie de broma de aquel grupo de provincianos: desde luego una broma de mal gusto. Nadie bromeaba con sus noventa y nueve años. Daeman sonrió débilmente y esperó el remate de la broma.

—Harman habla en serio —dijo Ada animadamente. Los demás invitados guardaron silencio. Desde el bosque se oyó la llamada de las aves nocturnas.

—Yo… lo siento —consiguió decir Daeman.

—Me muero de ganas por llegar. Tengo un montón de cosas que hacer.

—Harman recorrió caminando ciento cincuenta kilómetros de la Brecha Atlántica el año pasado —dijo Hannah, la joven amiga de pelo corto de Ada.

Daeman ahora estaba seguro de que se estaban quedando con él.

—No se puede recorrer caminando la Brecha Atlántica.

—Pero yo lo hice —Harman comía maíz de la mazorca— Únicamente hice un reconocimiento. Sólo, como dice Hannah, ciento cincuenta kilómetros, y luego de vuelta a la costa norteamericana. Pero desde luego no fue difícil.

Daeman volvió a sonreír para demostrar que era un buen deportista.

—¿Pero cómo pudo llegar a la Brecha Atlántica, Harman Uhr? No hay fax-nódulos cerca.

No tenía ni idea de qué era la Brecha Atlántica, ni siquiera de qué era Norteamérica, y no estaba del todo seguro del emplazamiento del océano Atlántico, pero estaba seguro de que ninguno de los 317 fax-nódulos estaba cerca de la Brecha. Había faxceado por cada uno de aquellos nódulos más de una vez y nunca había visto la legendaria Brecha.

—Caminé, Daeman Uhr. Desde la costa oriental norteamericana, la Brecha corre directamente por el paralelo cuarenta hasta lo que los humanos de la Edad Perdida llamaban Europa. España era la última nación-estado donde llega la Brecha, creo. Las ruinas de la antigua ciudad de Filadelfia (puede que la conozca como Nódulo 124, en la mansión de Loman Uhr) está sólo a unas cuantas horas de camino de la Brecha. Si hubiera tenido valor, y hubiera llevado comida suficiente, habría podido ir caminando hasta España.

Daeman asintió y sonrió y siguió sin tener absolutamente ni idea de qué hablaba aquel tipo. Primero la obscenidad de alardear de sus noventa y nueve años, luego toda esta cháchara sobre paralelos y ciudades de la Edad Perdida y caminar. Nadie caminaba más de unos cientos de metros. ¿Para qué hacerlo? Todo lo que era de interés humano se encontraba cerca de un fax-nódulo y las pocas rarezas lejanas (como la Ardis de Ada), se podían alcanzar en carruaje o en droshky. Daeman conocía a Loman, naturalmente: recientemente había celebrado el Tercer Veinte de Ono en la cara mansión de Loman, pero todo el resto del soliloquio de Harman eran paparruchas. El hombre obviamente se había vuelto loco en sus últimos días. Bueno, el último fax a la fermería y la Ascensión pronto se encargarían de eso.

Daeman miró a Ada, su anfitriona, con la esperanza de que ella interviniera para cambiar de tema, pero Ada sonreía como si estuviera de acuerdo con todo lo que Harman había dicho. Daeman contempló la mesa en busca de ayuda, pero los otros invitados habían estado escuchando amablemente (incluso con aparente interés), como si aquella cháchara fuera parte de su regular conversación provinciana a la mesa.

—La trucha está bastante buena, ¿verdad? —le dijo a la mujer que tenía a su izquierda— ¿Estaba buena la suya?

Una mujer sentada al otro lado de la mesa, una fornida pelirroja probablemente entrada ya en su Tercer Veinte apoyó su más que prominente papada en el puño y le dijo a Harman:

—¿Cómo era? La Brecha, quiero decir.

El hombre del pelo rizado y el profundo bronceado se hizo de rogar, pero los otros miembros de la mesa (incluida la joven rubia por cuya trucha había inquirido Daeman y que había ignorado groseramente la pregunta) le pidieron a Harman que hablara. Por fin él accedió con un gracioso movimiento de la mano.

—Si nunca han visto la Brecha, es una visión fascinante desde la orilla. Tiene unos ochenta metros de ancho: una grieta que se extiende al este hasta donde alcanza la vista, estrechándose más y más hacia el horizonte hasta que parece sólo una franja brillante que se pierde allí donde el océano se encuentra con el cielo.

Caminar por ella es… un poco extraño. La arena de la playa no está húmeda al borde de la Brecha. No hay olas que la alcancen. Al principio toda tu atención se centra en uno u otro de los bordes… al internarte en sus profundidades, te das cuenta de pronto del brusco corte del agua, como una pared de cristal que separara al caminante de los vaivenes de la marea. Hay que tocar la barrera: nadie podría resistirlo. Esponjosa, invisible, cede levemente a la presión, fría por el agua que hay al otro lado, pero impenetrable. Sigues caminando sobre la arena seca… a lo largo de los siglos el fondo del mar sólo ha sentido la humedad de la lluvia, y por eso la arena y la tierra son sólidas, las criaturas y plantas marinas se han secado, disecadas hasta el punto de parecer fosilizadas.

»Una docena de metros más adelante, las paredes contenidas de agua a ambos lados se alzan por encima de tu cabeza. Las sombras se mueven en el interior. Ves peces pequeños nadando cerca de la barrera entre el aire y el mar, y luego la sombra de un tiburón, y luego el pálido brillo de una anémona, cosas flotantes que no puedes identificar del todo. A veces las criaturas marinas se acercan al borde de la Brecha, la tocan con sus frías cabezas, y luego se dan la vuelta rápidamente, como alarmadas. Un kilómetro más allá y el agua está tan por encima de tu cabeza que el cielo se vuelve más oscuro. Una docena o más de kilómetros y las paredes de agua a cada lado se alzan más de treinta metros sobre ti. Las estrellas salen en la rebanada de cielo que puedes ver, incluso de día.

—¡No! —dijo un hombre delgado de pelo rubio que estaba al extremo de la mesa. Daeman recordó su nombre: Loes—. Estás bromeando.

—No —respondió Harman—. No bromeo —sonrió de nuevo—. Caminé unos cuatro días. Dormía de noche. Volví cuando me quedé sin comida.

—¿Cómo sabías sí era de día o de noche? —preguntó la amiga de Ada, la atlética joven llamada Hannah.

—El cielo es negro y las estrellas se ven en el cielo diurno —dijo Harman—, pero las franjas de océano a cada lado contienen todo el espectro de luz, de azul brillante arriba a negro oscuro en el fondo de la Brecha.

—¿Encontraste algo exótico? —preguntó Ada.

—Algunos barcos hundidos. Antiguos. De la Edad Perdida y anteriores. Y uno que podría ser… más nuevo. —Sonrió otra vez—. Fui a explorar uno de ellos: un casco enorme y oxidado que emergía de la pared norte de la Brecha, tendido sobre su costado. Entré aprovechando un agujero en el casco, subí por las escalerillas, me abrí paso por los suelos ladeados iluminándome con una pequeña linterna que llevaba, hasta que de pronto, en un espacio grande (creo que se llamaba bodega) allí estaba la Brecha, desde el techo hasta el suelo, una pared de agua, repleta de peces. Acerqué la cara a la fría pared invisible y vi mejillones, moluscos, serpientes de mar y formas de vida cubriendo todas las superficies, alimentándose unas de otras, mientras que en mi lado sólo había sequedad, óxido viejo, y los únicos seres vivos éramos yo y un pequeño cangrejito blanco que obviamente había emigrado, como yo, desde la orilla.

Se alzó viento y agitó las hojas del alto árbol que los protegía. Las linternas se bambolearon y su rica luz se esparció por el mantel de seda y algodón y los peinados y las manos y las caras cálidamente iluminadas alrededor de la mesa. Todos estaban embelesados. Incluso Daeman sintió interés, a pesar de que aquello no eran más que tonterías. Las antorchas en sus pebeteros a lo largo del camino fluctuaron y chisporrotearon con la súbita brisa.

—¿Qué hay de los voynix? —preguntó una mujer sentada junto a Loes. Daeman no recordaba su nombre. ¿Emme, tal vez?—. ¿Hay más o menos que en tierra? ¿Centinelas o móviles?

—No hay voynix.

Todos los comensales parecieron tomar aire. Daeman sintió la misma súbita inquietud que había experimentado cuando Harman anunció que cumplía noventa y nueve años. Sintió un arrebato de vértigo. Tal vez el vino era más fuerte de lo que pensaba.

—No hay voynix —repitió Ada en un tono no tanto de asombro como de tristeza. Alzó su copa de vino— Un brindis —dijo. Los servidores se acercaron flotando para llenar las copas. Todos alzaron las suyas. Daeman parpadeó para espantar el mareo y se obligó a mostrar una sonrisa agradable y sociable.

Ada no pronunció ningún brindis, pero todos (incluso, después de un instante, Daeman) bebieron el vino como si lo hubiera hecho.

El viento había arreciado al final de la cena, las nubes se movían para oscurecer los anillos p y e, y el aire olía a ozono y a las cortinas de lluvia que cubrían las oscuras montañas al oeste, así que el grupo se trasladó al interior y luego se dividió mientras las parejas se encaminaban a sus dormitorios o a diversas alas y habitaciones para divertirse. Los servidores reprodujeron música de cámara en el conservatorio sur, la piscina cubierta de la parte trasera de la mansión atrajo a unas cuantas personas, y había un buffet de medianoche servido en el mostrador curvo del porche de observación de la primera planta. Algunas parejas se fueron a sus habitaciones privadas para hacer el amor, mientras que otras encontraron un lugar tranquilo para desplegar sus turín e irse a Troya.

Daeman siguió a Ada, que había acompañado a Hannah y al hombre llamado Harman a la biblioteca del segundo piso. Si Daeman quería que su plan para seducir a Ada antes de que terminara el fin de semana tuviera éxito, tenía que pasar con ella cada minuto disponible. Sabía que la seducción era a la vez una ciencia y un arte: una mezcla de habilidad, disciplina, proximidad y oportunidad. Sobre todo de proximidad.

Caminando junto a ella, Daeman notó el calor de su piel a través de la seda negra y marrón que llevaba. Su labio inferior, advirtió de nuevo después de una década, era enloquecedoramente carnoso, rojo, hecho para ser mordido. Cuando alzó el brazo para mostrar a Harman y Hannah la altura de los estantes de la biblioteca, Daeman contempló el sutil y suave movimiento de su pecho derecho bajo su fina vaina de seda.

Había estado en una biblioteca otras veces, pero nunca en una tan grande. La sala debía de tener más de treinta metros de largo y la mitad de esa altura, con un entresuelo que ocupaba tres paredes y escalerillas deslizantes en ambos niveles para alcanzar a los volúmenes más altos e inaccesibles. Había alcobas, huecos, mesas con grandes libros abiertos sobre ellas, zonas para sentarse aquí y allá, e incluso estantes de libros sobre el gran ventanal de la pared del fondo. Daeman sabía que los libros físicos aquí almacenados tenían que haber sido tratados con nanoquímíca no-descompositiva muchos, muchos siglos antes, probablemente hacía milenios (aquellos artilugios inútiles estaban hechos de cuero y papel y tinta, por el amor del cielo), pero la sala con sus paneles de caoba y sus charcos de luz, los antiguos muebles de cuero y las paredes de libros acechantes seguía oliendo a viejo y a deterioro a la sensible nariz de Daeman. No era capaz de imaginar por qué Ada y los otros miembros de su familia mantenían aquel mausoleo en Ardis Hall, o por qué Harman y Hannah querían verlo esta noche.

El hombre del pelo rizado, que decía estar en su último año y que sostenía haber caminado por la Brecha Atlántica, se detuvo asombrado.

—Es maravilloso, Ada.

Subió por una escalerilla, la deslizó a lo largo de una estantería, y tendió una mano para tocar un grueso volumen de cuero.

Daeman se echó a reír.

—¿Cree que la función lectora ha regresado, Harman Uhr?

El hombre sonrió, pero pareció tan confiado que, por un segundo, Daeman casi esperó ver el dorado tropel de símbolos correrle por el brazo mientras la función lectora señalaba el contenido. Daeman nunca había visto en acción la función perdida, naturalmente, pero había oído a su abuela describirla y a otra gente mayor describiendo lo que disfrutaron sus tatarabuelos.

Ninguna palabra fluyó. Daeman apartó la mano.

—¿No desearía tener la función lectora, Daeman Uhr?

Daeman se oyó reír una vez más aquella extraña velada y fue agudamente consciente de que las dos mujeres jóvenes lo miraban con expresiones a caballo entre la diversión y la curiosidad.

—No, por supuesto que no —dijo por fin—. ¿Para qué? ¿Qué podrían decirme estas cosas viejas que tuviera importancia alguna para nuestra vida actual?

Harman siguió subiendo por la escalerilla.

—¿No siente curiosidad acerca del motivo por el cual ya no se ven posthumanos en la Tierra y por saber adonde fueron?

—En absoluto. Volvieron a sus ciudades en los anillos. Lo sabe todo el mundo.

—¿Porqué? —preguntó Harman—. Después de moldear nuestros asuntos durante milenios, de vigilarnos, ¿por qué se marcharon?

—Tonterías —dijo Daeman, quizás un poco más refunfuñón de lo que había pretendido—. Los posts siguen vigilándonos desde arriba.

Harman asintió, como iluminado, y deslizó la escalerilla unos metros por su guía metálica. La cabeza del hombre casi tocaba ahora la parte inferior del entresuelo de la biblioteca.

—¿Y los voynix?

—¿Qué pasa con los voynix?

—¿Se ha preguntado alguna vez por qué estuvieron inmóviles durante tantos siglos y están tan activos ahora?

Daeman abrió la boca, pero no tenía nada que decir a ese respecto. Al cabo de un momento, consiguió farfullar:

—Esa historia de que los voynix no se movían antes del fax final es una tontería absoluta. Mitos. Cuentos populares.

Ada avanzó un paso.

—Daeman, ¿te has preguntado alguna vez de dónde vienen?

—¿Quiénes, querida?

—Los voynix.

Daeman se rio sinceramente y con ganas.

—Por supuesto que no, señora mía. Los voynix siempre han estado aquí. Son permanentes, fijos, eternos… se mueven, a veces no están a la vista, pero siempre siguen presentes, como el sol o las estrellas.

—¿O los anillos? —preguntó Hannah con su suave voz.

—Exactamente. —A Daeman le complació que ella lo comprendiera.

Harman sacó un pesado libro de las estanterías.

—Daeman Uhr, Ada me ha contado que es usted todo un experto en lepidópteros.

—¿Cómo dice?

—Un experto en mariposas.

Daeman sintió que se ruborizaba. Siempre era agradable que reconocieran las habilidades de uno, incluso los desconocidos, incluso aquellos desconocidos que no estaban del todo en sus cabales.

—Un experto no, Harman Uhr, solamente un coleccionista que ha aprendido un poco de su tío.

Harman bajó la escalerilla y llevó el pesado libro a la mesa de lectura.

—Entonces esto debería interesarle.

Abrió el volumen. Página tras página aparecieron pintorescas representaciones de mariposas.

Daeman se acercó, sin habla. Su tío le había enseñado los nombres de unos veinte tipos de mariposas y él había aprendido de otros coleccionistas los nombres de unas cuantas de las mariposas que había capturado. Extendió la mano para tocar la imagen de una Cola de Golondrina Tigre Occidental.

—Cola de Golondrina Tigre Occidental —dijo Harman, y añadió—: Pterourus rutulus.

Daeman no comprendió las dos últimas palabras, pero se quedó mirando al hombre mayor, sorprendido.

—¡Usted las colecciona también!

—¡Qué va! —Harman tocó una imagen familiar, dorada y negra—. Monarca.

—Sí —dijo Daeman, confundido.

—Almirante Rojo, Fritilaria Afrodita, Campo de Media Luna, Azul Común, Dama Pintada, Febo Parnasiana —dijo Harman, tocando una imagen cada vez. Daeman conocía dos o tres nombres.

—Entiende usted de mariposas —dijo.

Harman negó con la cabeza.

—Nunca se me había ocurrido que los tipos distintos de mariposa tuvieran nombre, hasta ahora.

Daeman miró la mano gruesa del hombre.

—Tiene usted la función lectora.

Harman volvió a negar con la cabeza.

—Nadie tiene ya esa función palmar. Como tampoco nadie tiene la función comunicadora o de la geoposición ni los accesos de datos ni puede autofaxearse en los nódulos.

—Entonces… —empezó a decir Daeman, y se detuvo confundido. ¿Se estaba burlando de él aquella gente por algún motivo? Había venido a pasar el fin de semana en Ardis Hall con buenas intenciones (bueno, con la intención de seducir a Ada, pero todo por diversión), y ahora este… ¿juego malicioso?

Como si notara su creciente furia, Ada le puso los delgados dedos sobre la manga.

—Harman no tiene la función lectora, Daeman Uhr —dijo suavemente—. Recientemente ha aprendido a leer.

Daeman se la quedó mirando. Aquello no tenía más sentido que celebrar el nonagésimo noveno cumpleaños o farfullar sobre la Brecha Atlántica.

—Es una habilidad —dijo Harman en voz baja—. Como aprender los nombres de las mariposas o sus fabulosas técnicas como… conquistador de damas.

Esta última frase hizo que Daeman parpadeara. ¿Tan conocida es mi otra afición?

Hannah intervino.

—Harman ha prometido enseñarnos este truco… a leer. Podría sernos útil. Tengo que aprender a moldear antes de hacer más y quemarme.

¿Moldear? Daeman no imaginaba qué tenía eso que ver con quemarse o adquirir la función lectora. Se lamió los labios y dijo:

—No tengo ningún interés en estos juegos. ¿Qué quieren de mí?

—Necesitamos encontrar una nave espacial —dijo Ada—. Y hay motivos para creer que puedes ayudarnos.