Las llanuras de Ilión
Los comandantes griegos están reunidos ante la tienda de Agamenón, hay un puñado de mirones interesados, y la discusión entre Agamenón y Aquiles está poniéndose al rojo vivo.
Debería mencionar que a estas alturas me he morfeado en la forma de Biante, no el capitán peleo del mismo nombre que lucha en las filas de Néstor, sino el capitán que sirve a Menesteo. Este pobre ateniense está enfermo de tifus y, aunque sobrevivirá para combatir en el Canto Decimotercero, rara vez sale de su tienda, que está lejos, costa abajo. Por su grado de capitán, Biante tiene peso suficiente para que los lanceros y curiosos le dejen paso, permitiéndome acceder al círculo central. Pero nadie esperará que Biante hable durante el inminente debate.
Me he perdido la mayor parte del episodio en que Calcante, hijo de Téstor y el «más claro de todos los adivinos», les ha dicho a los aqueos el verdadero motivo de la ira de Apolo. Otro capitán allí presente me susurra que Calcante ha solicitado inmunidad antes de hablar, exigiendo que Aquiles le protegiera si a los reyes y jefes congregados no les gustaba lo que iba a decir. Aquiles ha estado de acuerdo. Calcante le ha dicho al grupo lo que ya sospechaba, que Crises, el sacerdote de Apolo, había suplicado el regreso de su hija cautiva, y que la negativa de Agamenón había enfurecido al dios.
Agamenón se ha enfadado por la interpretación de Calcante.
—Suelta cagarrutas cuadradas de cabra —susurra el capitán, con risa que huele a vino. El capitán, a menos que yo esté equivocado, se llama Oro y caerá a manos de Héctor dentro de unas semanas cuando el héroe troyano empiece a masacrar aqueos a puñados.
Oro me cuenta que Agamenón ha accedido hace unos minutos a devolver a la muchacha esclava, Criseida.
«La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa», ha gritado Agamenón Atrida, pero entonces el rey ha exigido como recompensa una cautiva igualmente hermosa. Según Oro, que es un bocazas, Aquiles ha gritado: «Espera un momento, Agamenón, el más codicioso de todos los hombres.» Ha dicho que los argivos, otro nombre más para los aqueos, los dánaos, los malditos griegos con tantos nombres, no estaban dispuestos a entregar más botín a su jefe por el momento. Algún día, si la marea de la batalla se pone de nuevo a su favor, ha prometido Aquiles el ejecutor de hombres, Agamenón tendrá a su chica. Mientras tanto, le ha dicho a Agamenón que devuelva a Criseida a su padre y que cierre el pico.
—En ese punto el señor Agamenón, hijo de Atreo, ha empezado a cagar cabras enteras —ríe Oro, hablando tan fuerte que varios capitanes se vuelven a mirarnos con el ceño fruncido.
Yo asiento y miro hacia los círculos interiores. Agamenón como siempre, está en el centro de todo. El hijo de Atreo parece un comandante supremo de la cabeza a los pies: alto, la barba recogida en rizos clásicos, el ceño de un semidiós y ojos penetrantes, músculos aceitados, vestido con los atuendos más hermosos. Directamente frente a él en el círculo está Aquiles. Más fuerte, más joven, aún más hermoso que Agamenón, Aquiles desafía toda descripción. Cuando lo vi por primera vez en el «catálogo de naves», hace más de nueve años, pensé que Aquiles tenía que ser el humano más parecido a un dios entre todos estos hombres que parecían dioses, tan impresionantes eran su físico y su presencia. Desde entonces, he advertido que a pesar de toda su belleza y poder, Aquiles es relativamente estúpido: una especie de Arnold Schwarzenegger pero infinitamente más guapo.
Alrededor de este círculo interno están los héroes sobre los que me pasé décadas enseñando en mi otra vida. No decepcionan cuando uno se los encuentra en carne y hueso. Cerca de Agamenón, pero obviamente no de su parte en la discusión que ahora está en alza, se encuentra Odiseo. Es una cabeza más bajo que Agamenón, pero más ancho de torso y hombros, y se mueve entre los señores griegos como un carnero entre las ovejas; la inteligencia y la habilidad se le notan en los ojos y han marcado las arrugas de su rostro ajado. Nunca he hablado con Odiseo, pero anhelo hacerlo antes de que esta guerra se acabe y él se marche a sus viajes.
A la derecha de Agamenón esta su hermano menor, Menelao, el marido de Helena. Ojalá tuviera yo un dólar por cada vez que he oído a uno de los aqueos murmurar que si Menelao hubiera sido mejor amante (si hubiera tenido una polla más grande, fue como lo expresó crudamente Diomedes a un amigo hace unos tres años); en ese caso Helena no se hubiese fugado con Paris a Ilión y los héroes de las islas griegas no habrían malgastado los últimos nueve años en aquel maldito asedio. A la izquierda de Agamenón está Orestes, no el hijo de Agamenón, que se quedó en casa, malcriado, y que algún día vengará el asesinato de su padre y se ganará su propia obra teatral, sino sólo un leal lancero del mismo nombre que morirá a manos de Héctor durante la siguiente gran ofensiva troyana.
Detrás del rey Agamenón está Euríbates, el heraldo de Agamenón… que no hay que confundir con Euríbates, que es el heraldo de Odiseo. Junto a Euríbates se encuentra el hijo de Ptolomeo, Eurimedonte, auriga de Agamenón… y a quien no hay que confundir con el menos guapo Eurimedonte que es el auriga de Néstor (a veces admito que cambiaría gustoso todos estos gloriosos patronímicos por unos cuantos apellidos sencillos).
También en la mitad del semicírculo de Agamenón están esta noche Ayax el Grande y Ayax el Pequeño, comandantes de las tropas de Salamina y la Lócride. A estos dos nunca los confunden, excepto por el nombre, ya que Ayax el Grande parece un delantero de la Liga Nacional de Fútbol y Ayax el Pequeño un raterillo. Eurílao, tercero en el mando de los combatientes de Argólide, se halla junto a su jefe, Estenéleo, un hombre que cecea tanto que ni siquiera es capaz de pronunciar su propio nombre. El amigo de Agamenón y el comandante supremo de los combatientes de Argolis, el sincero Diomedes también está aquí, no muy feliz esta noche, con la vista fija en el suelo y cruzado de brazos. El viejo Néstor («el claro orador de Pilos»), se encuentra cerca de la mitad del círculo interno y parece aún menos feliz que Diomedes mientras Agamenón y Aquiles se encrespan y se insultan.
Si las cosas suceden tal como las relata Homero, Néstor hará su gran discurso dentro de unos pocos minutos, tratando en vano de avergonzar tanto a Agamenón como al furioso Aquiles para que se reconcilien antes de que su ira sirva a los troyanos, y confieso que quiero oír el discurso de Néstor aunque sólo sea por la referencia que hace a la antigua guerra contra los centauros. Los centauros me han interesado siempre y Homero hace que Néstor hable de ellos y de la guerra contra ellos de manera casual: los centauros son una de las dos únicas bestias mitológicas que se mencionan en la Ilíada. Otra es la quimera. Anhelo escucharle hablar de los centauros, pero mientras tanto me mantengo apartado de los ojos de Néstor, ya que la identidad que estoy morfeando (Biante) es uno de los subordinados del viejo, y no quiero que me haga hablar. Ahora no hay peligro: la atención de Néstor y la de todos está enfocada en el intercambio de duras palabras y rencor entre Agamenón y Aquiles.
Junto a Néstor, y obviamente sin aliarse con ningún líder, está Menesteo (que morirá a manos de París dentro de unas semanas si las cosas van como cuenta Homero). Veo también a Eumelo, líder de los tesalianos de Feras; a Polixeno, caudillo de los epeos; a Talpio, el amigo de Polixeno; a Toante, comandante de los etolos; a Leonteo y Polipetes con sus peculiares atuendos argisanos; también a Macaón y su hermano Podalirio con unos cuantos tenientes tesalios entre ambos; al querido amigo de Odiseo, Leuco, destinado a morir dentro de unos días a manos de Antifo, y a otros que he llegado a conocer bien a lo largo de los años, no sólo de vista sino por el sonido de sus voces, además de por sus formas distintas de combatir y alardear y hacer ofrendas a los dioses. Por si no lo he mencionado todavía, diré que los griegos aquí congregados no hacen nada a medias: aplican al máximo sus capacidades, cada esfuerzo convertido en lo que un erudito del siglo XXI llamó «el riesgo total del fracaso».
Frente a Agamenón y a la derecha de Aquiles se encuentran Patroclo, el mejor amigo del ejecutor, cuya muerte a manos de Héctor desencadenará la auténtica cólera de Aquiles y la mayor masacre de la historia de la guerra, y Tiepólemo, el hermoso hijo del mítico héroe Heracles, que huyó de casa después de matar al tío de su padre, que pronto morirá a manos de Sarpedón. Entre Tiepólemo y Patroclo se ha colocado el viejo Fénix (amigo querido y antiguo tutor de Aquiles); susurra al hijo de Diocles, Orsíloco, que morirá muy pronto a manos de Eneas. A la izquierda del furioso Aquiles se encuentra Idomeneo, amigo mucho más íntimo del ejecutor de lo que daba a entender el poema.
Hay otros héroes en el círculo interno, por supuesto, además de incontables más en la muchedumbre que tengo detrás, pero ya captan la idea. Nadie carece de nombre, ni en el poema épico de Homero ni en la realidad diaria de estas llanuras de Ilión. Cada hombre lleva consigo el nombre de su padre, su historia, sus tierras y esposas e hijos y enseres en todo momento, en todos los encuentros marciales y retóricos.
Es suficiente para agotar a un simple intelectual.
—¡Muy bien, deiforme Aquiles, haces trampas a los dados, haces trampas en la guerra, haces trampas con las mujeres… y ahora intentas hacerme trampas a mi! —está gritando Agamenón—. ¡Oh, no, ni hablar! No vas a engañarme así. Tienes a la esclava Briseida, tan hermosa como cualquiera de las que hemos tomado, tan hermosa como mi Criseida. ¡Quieres quedarte con tu recompensa mientras yo acabo con las manos vacías! ¡Olvídalo! Prefiero entregar el mando del ejército a Ayax, aquí presente… o a Idomeneo… o al astuto Odiseo… o a ti, Aquiles… a ti… antes de dejarme engañar.
—Hazlo pues —replica Aquiles—. Ya es hora de que tengamos un caudillo de verdad.
El rostro de Agamenón se vuelve púrpura.
—Bien. Echemos una negra nave al mar y llenémosla de remeros y de sacrificios para los dioses… llévate a Criseida si te atreves… pero tú tendrás que realizar los sacrificios, oh, Aquiles, ejecutor de hombres. Pero entérate, me cobraré una recompensa… y esa recompensa será tu hermosa Briseida.
El hermoso rostro de Aquiles se contrae de furia.
—¡Insolente! ¡Vas armado de desvergüenza y cubierto de avaricia, cobarde con cara de perro!
Agamenón da un paso adelante, suelta su cetro y echa mano a la espada.
Aquiles lo imita gesto por gesto y agarra el pomo de su propia espada.
—¡Los troyanos nunca nos han hecho ningún daño, Agamenón, pero tú sí! No fueron los lanceros troyanos quienes nos trajeron a esta orilla, sino tu propia avaricia… Estamos combatiendo por ti, colosal montón de vergüenza. Te seguimos hasta aquí para recuperar tu honor de los troyanos, el tuyo y el de tu hermano Menelao, un hombre que ni siquiera puede conservar a su esposa en el dormitorio…
Menelao da un paso al frente y echa mano a su espada. Los capitanes y sus hombres gravitan en torno a un héroe u otro, así que el círculo se rompe, dividiéndose en tres campos: los que pelearán por Aquiles, los que pelearán por Agamenón, y los que están cerca de Odiseo y Néstor, que parecen lo suficientemente disgustados para matarlos a ambos.
—Mis hombres y yo nos marchamos —grita Aquiles—. Volvemos a Ptía. Es mejor ahogarse en un barco vacío de vuelta a casa, derrotado, que quedarse aquí y perder la honra llenando la copa de Agamenón y aumentando el botín de Agamenón.
—¡Bien, vete! —grita Agamenón—. ¡Adelante, deserta! Nunca te he pedido que te quedes y luches por mí. Eres un gran soldado, Aquiles, pero, ¿qué tiene eso de especial? Es un don de los dioses y no tiene nada que ver contigo. ¡Te encantan la batalla y la sangre y dar muerte a tus enemigos, así que toma a tus lánguidos mirmidones y márchate! —escupe Agamenón.
Aquiles se estremece de furia. Está claro que se siente dividido entre la urgencia por girar sobre sus talones, tomar a sus hombres y marcharse de Ilión para siempre, y el abrumador deseo de desenvainar la espada y abrir a Agamenón como si fuera una oveja sacrificada.
—Pero entérate, Aquiles —continúa Agamenón, reduciendo su grito a un terrible susurro que oyen los centenares de hombres congregados—, te quedes o te marches, renunciaré a mi Criseida porque el dios, Apolo, insiste… ¡pero me quedaré a tu Briseida a cambio, y todos los hombres sabrán cuan superior es Agamenón al niño mimado de Aquiles!
Aquí Aquiles pierde el control y desenvaina su espada. Así podría haber terminado la Ilíada, con la muerte de Agamenón o la muerte de Aquiles, o la de ambos; los aqueos hubiesen regresado a casa, Héctor hubiese disfrutado de su vejez e Ilión hubiese permanecido en pie durante un millar de años y tal vez rivalizado con la gloria de Roma. Pero en este instante la diosa Atenea aparece tras Aquiles.
La veo. Aquiles se da la vuelta, el rostro torcido, y obviamente la ve también. Nadie más puede verla. No comprendo esta tecnología de capas de invisibilidad, pero funciona cuando yo la uso y les funciona a los dioses.
No, advierto inmediatamente, esto es algo más. Los dioses han detenido otra vez el tiempo. Es su forma favorita de hablar a sus humanos favoritos sin que los demás los oigan, pero yo lo he visto unas cuantas veces. Agamenón tiene la boca abierta (veo su saliva flotando en el aire), pero no se oye ningún sonido, no hay ningún movimiento de mandíbula ni muscular, ningún parpadeo de esos ojos oscuros. Lo mismo sucede con todos los hombres del círculo: están congelados, embelesados o abstraídos, petrificados. En el cielo, un ave marina se sostiene inmóvil en pleno vuelo. Las olas se encrespan pero no rompen en la orilla. El aire es tan denso como jarabe y todos nosotros estamos inmovilizados como insectos en ámbar. El único movimiento en este universo detenido proviene de Palas Atenea, de Aquiles y (aunque sólo se note porque me inclino hacia delante para oír mejor) de mí.
La mano de Aquiles reposa todavía en el pomo de su espada, extraída a medias de su hermosa vaina repujada, pero Atenea lo ha agarrado por el largo pelo y lo ha obligado a volverse hacia ella, así que él no se atreve a desenvainarla del todo. Hacerlo sería desafiar a la misma diosa.
Pero los ojos de Aquiles arden, más locos que cuerdos, grita en medio del denso y viscoso silencio que acompaña estas paradas temporales:
—¿Por qué? ¡Maldición, maldición, por qué ahora! ¿Por qué vienes a mí ahora, diosa, Hija de Zeus? ¿Has venido a ser testigo de mi humillación ante Agamenón?
—¡Cede! —dice Atenea.
Si nunca han visto ustedes a un dios o a una diosa todo lo que puedo decir es que son más grandes que la vida (literalmente, ya que Atenea debe medir dos metros diez), y más hermosos y sorprendentes que ningún mortal. Supongo que sus laboratorios nanotecnológicos y de ADN recombinante los hicieron así. Atenea combina cualidades de belleza femenina, presencia divina y poder puro de un modo que yo ni siquiera sabía que fuese posible antes de encontrarme devuelto a la existencia a la sombra del Olimpo.
Su mano sigue engarfiada en el pelo de Aquiles, y lo obliga a inclinar la cabeza hacia atrás y a apartarse del petrificado Agamenón y sus lacayos.
—¡Nunca cederé! —grita Aquiles. Incluso en este aire congelado que atenúa y apaga todo sonido, la voz del ejecutor de hombres es fuerte—. ¡Ese cerdo que se cree rey pagará su arrogancia con la vida!
—Cede —dice Atenea por segunda vez—. Hera, la diosa de blanca armadura me envía desde los cielos para detener tu cólera. Cede.
Puedo ver un destello de vacilación en los ojos enloquecidos de Aquiles. Hera, la esposa de Zeus, es la aliada más fuerte de los aqueos en el Olimpo y protectora de Aquiles desde su extraña infancia.
—No luches ahora —ordena Atenea—. Aparta la mano de la espada, Aquiles. Maldice a Agamenón sí quieres, pero no lo mates. Haz lo que ordenamos ahora y te prometo una cosa: sé que ésta es la verdad, Aquiles, veo tu destino y conozco el futuro de todos los mortales: obedécenos ahora y un día serán tuyos deslumbrantes regalos como recompensa por esta afrenta. Desafíanos y muere ahora mismo. Obedécenos a ambas, a Hera y a mí, y recibe tu recompensa.
Aquiles hace una mueca, se zafa, parece hosco pero vuelve a envainar la espada. Contemplarlos a Atenea y a él es como contemplar dos formas vivas entre un campo de estatuas.
—No puedo desafiaros a ambas, diosa —dice Aquiles—. Es mejor que un hombre se someta a la voluntad de los dioses, aunque su corazón se rompa de cólera. Pero es justo entonces que los dioses oigan las plegarias de ese hombre.
Atenea esboza la más leve de las sonrisas y desaparece de la existencia (TCeándose de vuelta al Olimpo) y el tiempo continúa su marcha.
Agamenón está terminando su arenga.
Con la espada envainada, Aquiles se planta en el centro del círculo.
—¡Tú, pellejo borracho! —exclama el ejecutor de hombres—. Tú con tus ojos de perro y tu corazón de ciervo. Tú, «caudillo» que nunca nos has guiado a la batalla ni has puesto emboscadas con los mejores aqueos; tú, que careces del valor para saquear Ilión y por eso debes saquear las tiendas de su ejército; tú, «rey» que gobierna sólo a los más abyectos de nosotros. Te prometo, te juro solemnemente que este día…
Los cientos de hombres que me rodean toman aire como si fueran un solo hombre, más sorprendidos de esta promesa de maldición que si Aquiles hubiera simplemente atravesado a Agamenón como a un perro.
—Te juro que algún día todos los aqueos echarán de menos a Aquiles —grita el ejecutor de hombres, tan fuerte que detiene los juegos de dados a un centenar de metros en el campamento—. ¡Todos ellos, todos tus ejércitos! Pero entonces, Atrida, por mucho que te aflijas, no podrás hacer nada para socorrerlos, aunque muchos sucumban y perezcan a manos de Héctor, ejecutor de hombres. Y ese día desgarrarás tu corazón y te lo comerás, desesperado, pesaroso por haber deshonrado al mejor de todos los aqueos.
Y con eso Aquiles se vuelve sobre su famoso talón y sale del círculo, internándose en la oscuridad entre las tiendas y levantando la grava de la playa. Tengo que admitirlo: es un mutis cojonudo.
Agamenón se cruza de brazos y sacude la cabeza. Otros hombres comentan su sorpresa. Néstor se adelanta para pronunciar su discurso de en-los-días-de-la-guerra-con-los-centauros-todos-permanecimos-juntos. Esto es una anomalía (Homero hace que Aquiles esté todavía presente cuando Néstor habla), y mi mente escólica toma nota de ello, pero mi atención está muy, muy lejos.
Es entonces, al recordar la mirada asesina que Aquiles le ha lanzado a Atenea justo antes de que ella, tirándole del pelo, lo obligara a someterse, que se me ocurre el plan de acción más audaz, más obviamente condenado al fracaso, más suicida y maravilloso. Por un instante me cuesta respirar.
—Biante, ¿te encuentras bien? —pregunta Oro, a mi lado.
Miro al hombre, desconcertado. Momentáneamente no puedo recordar quién es él ni quién es «Biante», olvidada mi propia identidad morfeada. Sacudo la cabeza y me aparto del círculo de gloriosos guerreros.
La grava cruje bajo mis pies sin el heroico eco del mutis de Aquiles. Camino hacia el agua y lejos de miradas indiscretas me despojo de la identidad de Biante. Si alguien me viera ahora vería al maduro Thomas Hockenberry, con gafas y todo, lastrado por el absurdo atuendo de un lancero aqueo, con lana y piel cubriendo mi equipo morfeador y mi armadura de impacto.
El océano está oscuro. Oscuro como el vino, pienso, pero no me hace gracia.
Tengo la abrumadora necesidad, no por primera vez, de usar mi capacidad de invisibilidad y mi arnés de levitación para salir volando de aquí, para revolotear sobre Ilión una última vez, para contemplar sus antorchas y sus habitantes condenados, y luego volar hacia el sureste a través del mar oscuro como el vino (el Egeo), hasta llegar a las islas y el continente griegos que todavía no lo son. Podría ver cómo están Clitemnestra y Penélope, y Telémaco y Orestes. El profesor Thomas Hockenberry, de niño y de hombre, siempre se llevó mejor con las mujeres y los niños que con los varones adultos.
Pero estas mujeres y niños protogriegos son más asesinos y están más sedientos de sangre que ningún varón adulto que Hockenberry conociera en su otra vida incruenta.
Dejo el vuelo para otro día. De hecho, lo descarto por completo.
Las olas llegan una tras otra, con su tranquilizadora cadencia familiar.
Lo haré. La decisión llega con la felicidad del vuelo, no, no del vuelo, sino con la excitación de ese breve instante de gravedad cero que uno pasa cuando se lanza de un lugar elevado y sabe que no va a volver a terreno sólido. Hundirse o nadar, caer o volar.
Lo haré.