Agosto de 1831
Ballyranna, Condado Kilkenny, Irlanda
—ESTOY buscando a Paddy O’Loughlin.
Parada delante de la barra del Pipe & Drum, lady Priscilla Dalloway intentó atraer la atención del tabernero deseando haber disimulado su acento. Sin embargo, por la mirada de reconocimiento de Miller, se dio cuenta de que no le habría servido de nada. Vestía un viejo traje de montar y un sombrero de ala ancha, pero no había nada que ocultara su rostro; un velo no hubiera contribuido a que se ganara la confianza de Paddy O’Loughlin.
Miller, un hombre musculoso con la cabeza redonda y calva, continuaba estudiándola como si ella resultara algún tipo de amenaza exótica. Suspirando para sus adentros, Priscilla se apoyó en el mostrador con aire inocente.
—No quiero causarle problemas… sólo quiero hablar con él. —Suavizó el leve acento irlandés, pero Miller ni siquiera pestañeó.
Priscilla infundió un tono más persuasivo a su voz.
—Paddy dejó recientemente su trabajo y mi hermano ha ocupado su puesto. Quería saber qué podía contarme sobre el lugar y las condiciones de trabajo.
Eso era todo lo que estaba dispuesta a revelar. Quería asegurarse de que Rus estaría bien, pero no pensaba airear los trapos sucios de los Dalloway ante Miller, alguien a quien, sin duda, le encantaría difundir cotilleos.
Miller frunció el ceño y echó un vistazo alrededor.
Eran las dos de la tarde; había tres personas más en el otro extremo de la barra, y otras tantas en las mesas, todas mirando disimuladamente a la dama que había entrado en su guarida. Las ventanas de la taberna eran pequeñas, con un cristal grueso y esmerilado que apenas dejaba pasar la luz del sol. La estancia era una mezcla de colores, monótonos y sombríos, donde sólo destacaban las botellas y los vasos relucientes de detrás del mostrador.
Miller echó un vistazo al resto de los clientes, luego dejó a un lado el vaso que había estado secando, se inclinó sobre la barra y bajó la voz.
—¿Está diciendo que el joven lord Russell ha aceptado el puesto de trabajo del viejo Paddy?
Pris se esforzó en no rechinar los dientes.
—Sí. Pensaba que quizá Paddy podría informarme sobre los establos de lord Cromarty. —Ella se encogió de hombros como si fuera perfectamente normal que el hijo de un conde se convirtiera en mozo de cuadras y que su hermana cabalgara dos horas campo a través para averiguar todo lo que pudiera sobre las condiciones de trabajo de otra persona—. Es sólo por curiosidad.
También quería averiguar por qué un hombre como Paddy O’Loughlin abandonaba lo que era un trabajo excelente. Era una leyenda local en lo que a caballos se refería; había ayudado a entrenar a numerosos y magníficos caballos de carreras durante años. No lo conocía, pero había descubierto que vivía a las afueras del pueblo y deducido por tanto cuál era el mejor lugar para preguntar por él.
Miller la estudió, luego señaló con la cabeza a un hombre enorme con ropa de trabajo que estaba sentado ante una pinta de cerveza en el rincón más oscuro de la taberna.
—Lo mejor es que le pregunte a Seamus O’Malley. Paddy y él eran muy buenos amigos.
Pris arqueó las cejas ante el uso del tiempo pasado. El tabernero asintió seriamente con la cabeza.
—Si alguien puede ayudarla, ese es Seamus. —Dio un paso atrás, añadiendo—: Si se tratara de mi hermano, hablaría con él.
La preocupación se transformó en inquietud. Pris se enderezó.
—Gracias.
Girándose, observó con detenimiento a Seamus O’Malley. No sabía nada de él. Se apartó de la barra y atravesó la estancia.
O’Malley estaba sentado y encorvado sobre la mesa, sosteniendo la cerveza entre unas manos ásperas por el trabajo. Deteniéndose a su lado, Pris esperó hasta que él levantó la mirada hacia ella. Parpadeó como un búho al verla. Y aunque la reconoció, no entendía qué estaba haciendo allí.
Se dirigió a él con suavidad.
—Estoy buscando a Paddy O’Loughlin… Miller me sugirió que hablara con usted.
—¿Sí? —Seamus miró hacia la barra.
Ella no se molestó. Seamus volvió a mirada con aire dubitativo tras recibir el gesto de asentimiento de Miller. Pris retiró una silla de la mesa y se sentó.
—Miller me dijo que usted conocía a Paddy muy bien. Seamus le lanzó una mirada cautelosa.
—Sí.
—¿Y… dónde puedo encontrarlo?
El hombre parpadeó, luego volvió a fijar la mirada en la jarra de cerveza que seguía casi intacta.
—No lo sé. —Antes de que Pris pudiera hacer otra pregunta, él continuó—: Nadie lo sabe. Estuvo aquí hace una semana. Se fue a casa a la hora de cerrar como solía hacer siempre. Pero nunca llegó. —Seamus la miró y le sostuvo la mirada por un instante—. El camino a su casa atraviesa los páramos.
Pris se sintió invadida por una oleada de pánico. Estaba segura de que sus palabras no podían ser malinterpretadas.
—¿Está diciendo que lo asesinaron?
Seamus se encogió de hombros, devolviendo la mirada a la Jarra.
—¿Quién sabe? Pero Paddy ha recorrido ese camino miles de veces desde que era niño y esa noche ni siquiera estaba borracho, sólo un poco achispado. Resulta difícil creer que se perdiera por ahí y muriera así sin más, pero nadie le ha visto el pelo desde entonces.
Un temor frío se asentó en el estómago de Pris.
—Mi hermano, lord Russell, ha ocupado el puesto de Paddy. —Oyó su propia voz, clara pero distante, y notó al instante el interés de Seamus—. Quería hacerle unas preguntas a Paddy sobre los establos de Cromarty. ¿Le ha comentado algo sobre el lugar, los demás empleados o el trabajo?
La expresión de la cara de Seamus era una perturbadora mezcla de preocupación y simpatía. Dio un sorbo a su cerveza y luego dijo en voz baja:
—Trabajó allí durante tres años. Al principio le gustaba bastante el lugar, dijo que los caballos eran buenos, pero hace poco… comentó que estaban pasando cosas raras que no le gustaban nada. Por eso lo dejó.
—¿Cosas raras? —Pris se inclinó un poco hacia delante—. ¿Y no dijo nada más? ¿Quizás alguna pista sobre lo que estaba ocurriendo?
Seamus hizo una mueca.
—Todo lo que dijo fue que ese Demonio de Harkness, el jefe de establos de Cromarty, estaba metido hasta el cuello, y que tenía que ver con el registro.
Pris frunció el ceño.
—¿El registro?
—Paddy nunca dijo de qué registro se trataba ni qué importancia tenía. —Seamus contempló su cerveza, luego miró a Pris—. He oído por ahí que su hermano tiene buena mano con los caballos, pero nunca oí decir que sobornara a nadie, ni que drogara a un caballo, ni que estuviera involucrado en asuntos turbios. Dios sabe que Paddy no era un santo, pero si descubrió algo en los establos de Cromarty que le revolvió las entrañas, es muy probable que su hermano no tarde en descubrirlo.
Pris clavó los ojos en él.
—Y ahora Paddy ha desaparecido.
—Sí. Creo que debería advertir a su hermano. —Seamus vaciló, luego, con más amabilidad, preguntó—: Son gemelos, ¿no?
Pris asintió con la cabeza.
—Sí. —Tuvo que aclararse la voz—. Gracias. Le contaré lo que me ha dicho sobre Paddy.
Pris se levantó. Luego se detuvo y rebuscó en el bolsillo. Deslizó seis peniques de plata sobre la mesa.
—Bébase otra pinta… a la salud de Paddy.
Seamus miró los seis peniques, luego gruñó por lo bajo.
—Gracias. Dígale a su hermano que mantenga los ojos bien abiertos.
Pris se giró y salió deprisa de la taberna.
Dos horas más tarde, entró en la salita de Dalloway Hall.
Su tía paterna, Eugenia, que era viuda y llevaba siete años viviendo con la familia, desde la muerte de la madre de Pris, estaba sentada en el sofá con su labor de encaje. Acurrucada en el asiento junto a la ventana, Adelaide, la ahijada huérfana de Eugenia y ahora su pupila, leía con interés una novela.
Era una chica bonita con brillante pelo castaño, dos años más joven que Pris, que tenía veinticuatro. Levantó la vista del libro y la miró.
—¿Has descubierto algo?
Quitándose los guantes, Pris se dirigió con premura hacia el escritorio junto a la ventana.
—Tengo que escribir a Rus de inmediato.
Eugenia dejó la labor.
—Eso significa que has averiguado algo perturbador. ¿De qué se trata?
Pris soltó los guantes sobre el escritorio, se recogió las pesadas faldas del vestido, y se sentó en la silla delante del mismo. Eugenia y Adelaide sabían adónde había ido y por qué.
—Esperaba averiguar que Paddy se había peleado con el jefe de establos o algo por el estilo. Que el motivo de que abandonara Cromarty se debiera a algo simple e inocuo. Desafortunadamente, no es así.
Por encima de la espléndida alfombra Aubusson, Pris se encontró con la sabia mirada de Eugenia.
—Paddy le comentó a un amigo que en Cromarty sucedían cosas que no le gustaban nada, por eso se fue. Y ahora está muerto… o por lo menos eso piensan sus amigos.
Eugenia agrandó los ojos.
—¡Santo cielo!
—¡Oh, cariño! —Llevándose la mano a la garganta, Adelaide la miró fijamente.
Inclinándose sobre el escritorio, Pris abrió un cajón.
—Voy a escribir a Rus para decirle que deje de inmediato el trabajo de Cromarty. Si está ocurriendo algo horrible con los caballos…, bueno, ya sabéis cómo es Rus, se involucrará para solucionarlo. Y no quiero que corra peligro, no cuando la gente está desapareciendo por ello. Si no puede soportar volver a casa y arreglar las cosas con papá, tendrá que buscar trabajo en otro sitio.
Para su horror, la voz comenzó a temblarle. Hizo una pausa para respirar hondo y tranquilizarse.
Rus siempre había sido un apasionado de los caballos. Su gran ambición era entrenar un campeón para el Derby de Irlanda. Aunque no compartía su entusiasmo, Pris comprendía sus sueños. Por desgracia, su padre, Denhan Dalloway, conde de Kentland, tenía otra opinión al respecto. Su hijo y heredero debía hacerse cargo de las propiedades familiares. Criar y entrenar caballos era una buena ocupación para las personas de clases inferiores, pero no para el próximo conde de Kentland.
De los tres hijos varones del conde, Rus era al que menos satisfacía el papel de hacendado del condado como única ocupación en su vida. Como Pris, se parecía a su madre —más irlandesa que inglesa—, una mujer apasionada, intensa y vivaz. La administración de la hacienda era algo que no atraía en absoluto a ninguno de los dos. Por fortuna, su hermano pequeño, Albert, que ahora tenía veintiún años, y se parecía a su padre, era firme, responsable y ecuánime. Sabía cómo manejar la hacienda y disfrutaba con ello.
Pris, Rus y Albert siempre se habían llevado muy bien, como todos los hijos de los Dalloway, pero los otros tres, Margaret, Rupert y Aileen, eran demasiado pequeños —de doce, diez y siete años, respectivamente— y no podían apoyarlos en su plan. Antes de la muerte de su madre, los tres hermanos mayores habían llegado a un acuerdo: Rus acataría los deseos de su padre y dirigiría la hacienda hasta que Albert volviera de la universidad de Dublín. Luego revelarían el plan a su padre. Albert se encargaría de manejar las propiedades en nombre de Rus mientras este cumplía su sueño de entrenar caballos de carreras.
Para los tres hermanos era un buen plan.
Albert había regresado de Dublín dos meses antes, tras finalizar sus estudios. Una vez que se había puesto al corriente de los asuntos de la hacienda, los tres habían informado al conde de sus intenciones, pero este se había opuesto enseguida.
Rus debía continuar dirigiendo la hacienda. Y si Albert así lo deseaba, podía ayudarle. Al margen de eso, ningún Dalloway se rebajaría jamás a entrenar caballos de carreras.
Y no había nada más que discutir.
Su hermano había explotado, lo que era totalmente comprensible. Durante siete años, Rus había dejado a un lado sus deseos, sólo para hacer lo que su padre había querido, y ahora sentía que merecía la oportunidad de vivir la vida tal como él quería.
El conde había fruncido los labios, negándose en redondo a considerarlo ni siquiera un segundo.
Entre padre e hijo se habían dicho cosas muy duras e hirientes.
Harto de todo, Rus había salido violentamente de Dalloway Hall llevado por una furia salvaje. Había metido todo lo que le cabía en las alforjas y se había largado.
Siete días después, hacía de ello unas tres semanas, Pris había recibido una carta suya en donde le decía que había encontrado trabajo en los establos de lord Cromarty, considerado uno de los más importantes establecimientos de carreras en el condado limítrofe de Wexford.
El abismo entre su padre y su hermano era ahora más profundo que nunca. Pris había intentado reconciliarlos, pero las heridas tardarían mucho tiempo en curar y no podía hacer nada más al respecto. Sin embargo, con Rus lejos de casa por primera vez en su vida, se sentía muy sola y vacía, como si su hermano se hubiera llevado consigo una parte de sí misma. Ese sentimiento de vacío era incluso más intenso que cuando su madre había muerto ya que entonces había tenido a Rus a su lado.
Había ido en busca de Paddy para intentar tranquilizarse, para apaciguar la creciente inquietud que sentía por la seguridad de su hermano. Pero, por el contrario, había descubierto que Rus podía estar en peligro.
Sacando un papel del cajón, lo colocó sobre el secante.
—Si le escribo ahora mismo una nota, Patrick puede coger el caballo y entregársela esta tarde.
—Pris, cariño, antes de escribirle creo que deberías leer esto.
Pris vio que Eugenia sacaba una carta de debajo de su interminable labor de encaje.
Eugenia le tendió la misiva.
—Es de Rus. La recibimos después del almuerzo. Al no encontrarte, Bradley me la entregó a mí en vez de dejarla en la bandeja del vestíbulo, donde su padre podría haberla visto.
Bradley era el mayordomo; como la mayoría de los sirvientes de la casa, sus simpatías estaban con Rus.
Levantándose, Pris cogió la carta. Tras regresar al escritorio, rompió el lacre de su hermano. Luego se hundió en la silla, desdobló las hojas, las alisó y las leyó.
Lo único que se oía en la estancia era el sonido repetitivo de las agujas de tejer de Eugenia, que se contraponían al tictac del reloj de la repisa de la chimenea.
—¡Oh, no!
—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Las inquietas preguntas de Adelaide trajeron a Pris de vuelta al presente. Mirando a Adelaide y luego a Eugenia, se dio cuenta de sus expresiones de preocupación, percatándose de que debían de reflejar su propio y creciente horror.
—Rus está en Inglaterra, en Newmarket, entrenando a los caballos de carreras de Cromarty. —Se humedeció los labios, repentinamente secos, y miró de nuevo las páginas que sujetaba en la mano—. Dice… —Hizo una pausa para que su voz sonase tranquila—. Dice que piensa que Harkness, el jefe de establos, planea alguna estafa con los purasangres mientras estén en Newmarket. Oyó sin querer cómo Harkness le daba instrucciones a uno de los mozos, un rufián según Rus, sobre un trabajo ilícito que tenía que ver con el registro. Rus no escuchó lo suficiente para saber en qué consistía el plan, pero piensa que el registro al que Harkness hacía referencia era el de los purasangres que participan en las carreras inglesas.
Pasó a la siguiente página, y luego añadió:
—Rus dice que no conoce los detalles del registro, pero dado que planea convertirse en criador de caballos de carreras, tiene intención de informarse e investigar ese registro que se guarda en el Jockey Club de Newmarket. —Pasó a la última página, luego hizo un sonido de desagrado—. El resto no son más que perogrulladas sobre que estará a salvo y que todo irá bien. Que si se tropieza con algo ilícito, se lo dirá a lord Cromarty para que tome cartas en el asunto, que no me preocupe… Y luego firma «Tu cariñoso hermano, ¡en plena aventura!».
Dejando la carta sobre el escritorio, miró a Eugenia y a Adelaide.
—Tengo que ir a Newmarket.
Adelaide alzó la barbilla en un gesto terco.
—Las tres iremos a Newmarket, no puedes ir sola.
Pris le dirigió una fugaz sonrisa, luego miró a Eugenia.
Su tía la estudió, luego asintió con la cabeza y, con serenidad, dobló su labor de encaje.
—De hecho, cariño, no veo otra alternativa. Todas queremos a Rus, y no podemos permitir que se ocupe él solo de lo que sea que esté investigando. Si hay algo ilícito en todo esto, no puedes arriesgarte a enviarle una carta de advertencia que pueda caer en manos equivocadas. Tienes que hablar con él en persona.
Entrelazando las manos sobre la labor de encaje en su regazo, Eugenia miró con expresión interrogativa a Pris.
—¿Qué historia le vamos a contar a tu padre para explicar esta repentina necesidad de pasar una temporada en Inglaterra?