PRIS soltó un grito ahogado al aterrizar contra él. Dillon no necesitó ver cómo se nublaban esos ojos color esmeralda para saber que se había sentido abrumada de inmediato por el deseo. Lo mismo que él. Cerró los brazos y la apretó contra su cuerpo, luego inclinó la cabeza y cubrió esos labios plenos, ya abiertos en una boqueada de sorpresa.
Él se hundió en su boca, reclamándola, luego se dispuso a saquearla, a saborearla, hasta que ella respondió con un gemido, hasta que enredó los dedos en sus cabellos y se aferró a ellos, hasta que su cuerpo se tensó de pies a cabeza y su lengua se enlazó con la suya con todo el ardor y la pasión femeninos.
Se recordó que esta vez iba a mantener un férreo control —algo imperativo, puesto que era el propósito oculto tras ese beso, uno que iba más allá del floreciente e intenso placer— y una vez que ella se dejara llevar por el beso, una vez que ella hubiera perdido cualquier tipo de reserva que pudiera poseer acerca de coquetear con él de una manera tan peligrosa, él retrocedería mentalmente para evaluar su estado.
Si quería respuestas, necesitaba que ella se rindiera por completo, llevarla a ese punto sensual donde experimentar la siguiente caricia, la siguiente sensación, era lo único que importaba. Ella conocía los riesgos a los que se exponía estando con él y no le cabía duda de que él no tendría ninguna dificultad en conducirla hasta ese estado de vulnerable y temblorosa necesidad.
Dillon rezó para que ella no se diera cuenta de que él mismo corría ese riesgo.
Pris sintió su retirada y percibió su cautela como un tardío reconocimiento de que tanta pasión, tanto ardor, no eran buenos.
Demasiado tarde. Pris enredó los dedos en los espesos mechones oscuros de Dillon. Seducida por la sedosa textura, ahuecó la mano sobre su cabeza y con atrevimiento lo atrajo hacia ella, hasta que el duro cuerpo masculino se apretó contra sus suaves curvas femeninas. Si él pensaba que podía jugar con ella —ofrecerle una mera pincelada del placer que podría obtener para luego retirarse como si le hubiera ofrecido una zanahoria—, tendría que pensárselo dos veces.
La diminuta parte de su mente que todavía funcionaba sabía que reaccionar con tanta vehemencia era una imprudencia. A Pris no le importó. Cuando él la estrechó de nuevo entre sus brazos, ella se recreó en las sensaciones. Cuando él extendió las manos —aún vacilantes— sobre su espalda, ella lo besó con voracidad, tentándolo y ejerciendo su encanto. Y aunque él intentó contenerse, perdió el control y respondió.
Con ardor. Con una fiera pasión que la hizo encoger los dedos de los pies.
Las endurecidas palmas de las manos masculinas se apretaron contra la espalda de Pris, luego muy lentamente se deslizaron hacia abajo, hasta que amoldó sus caderas a las de él.
Los desenfrenados sentidos de Pris se regocijaron. Casi se desmayó cuando él tomó el control de ese beso con brusquedad, se apropió de sus emociones y, de manera temeraria, los condujo a ambos al ojo del huracán de la pasión.
Dillon la retuvo allí. Durante mucho tiempo dejó que los sensuales vientos la abatieran, arrasando sus nervios, su mente, dejándolos tentados y anhelantes.
Cuando él apartó la cabeza lo justo para poder hablar, su aliento fue como una cálida llama sobre los sensibles labios de Pris. Estaba apretada contra él, aferrándose a los restos de su raciocinio, todavía inmersa en la vorágine del deseo.
—¿Has encontrado la caballeriza que buscabas?
Las palabras no tenían demasiado sentido, no se relacionaban con nada que tuviera en la mente. Parpadeó, luego reconoció el ardid y respondió:
—Ah…, no.
Él la besó de nuevo, llevándola de vuelta a la conflagración hasta que cada nervio de su cuerpo crepitó, hasta que el fuego ardió en sus venas y explotó. Hasta que el mundo desapareció detrás de una niebla de deseo, y sólo quedaron ellos dos.
Levantando la cabeza, él le atrapó lentamente el labio inferior entre los dientes, mordisqueándoselo suavemente, luego lo soltó y murmuró:
—¿Estás protegiendo a tu hermano?
Esta vez le llevó más tiempo centrarse, le resultó más difícil encontrar fuerzas para pensar. Intentó fruncir el ceño, pero sus rasgos se negaban a colaborar. Parpadeó mientras luchaba para encontrar las palabras correctas: ¿No? ¿Sí?
Fue sólo porque no pudo decidirse, porque le costaba trabajo pensar, que se dio cuenta de lo que él estaba intentando hacer. El esfuerzo que requirió liberar su mente de la trama sensual la dejó débil. Afortunadamente, él la sostenía.
—No tengo ni idea de qué hablas.
A sus palabras les faltó convicción pero fueron suficientes para provocar el exasperado suspiro de Dillon.
Pris habría sonreído, pero él la besó de nuevo. Durante un largo momento, ella permitió que la poseyera sin oponer resistencia, dejándose llevar por una gloriosa oleada de placer, luego retrocedió mentalmente. Apartó los labios lo suficiente para murmurar:
—¿Cuáles son los datos confidenciales del registro?
La única respuesta fue una maldición; Pris sonreía ampliamente cuando él la besó de nuevo. Pero ahora que ya habían medido sus fuerzas se negó a permitir que le obnubilara la mente. A regañadientes, ella se retiró una vez más, pero esta vez probó otra estratagema y se apoyó totalmente en él. Dejó que su vientre acunara su erección, y se movió sinuosamente contra su cuerpo.
Dillon contuvo la respiración y cerró los ojos. Parecía como si sintiera un profundo dolor.
Pris había descubierto otra manera de persuadirlo. Con astucia lo acarició, con lentitud, luego lo tentó seductoramente.
—¿De qué manera esos detalles confidenciales pueden evitar la sustitución de los campeones…? ¿Es algún tipo de descripción?
Ella soltó las palabras con tanta suavidad como pudo, imprimiendo a su voz un tono ronco y seductor, un tono que, según tenía entendido, despertaba la libido de los hombres. Pris nunca había utilizado antes su cuerpo —su voz— para seducir a un hombre y sintió una femenina e inmensa satisfacción cuando él le respondió con voz grave y áspera:
—Sí. —Él se interrumpió; para deleite de Pris, parecía que le costaba pensar—. No puedo decirte nada más.
Podía y lo haría. Le deslizó las manos desde la nuca a los hombros, estaba a punto de bajar las palmas por su pecho cuando él bajó la mirada.
—Este es el chal más feo que he visto nunca. —Con un tirón, desató el nudo que lo aseguraba sobre los pechos.
Antes de que ella pudiera sujetar la sedosa prenda, esta se le deslizó por los hombros y cayó al suelo.
Y la dejó —sin ninguna duda— casi expuesta con ese vestido de seda verde que tenía aquel corpiño tan atrevido. Era un traje de noche aceptable, pero a pesar de ello Pris no pudo evitar soltar un grito ahogado, sobresaltada. Alzó la vista y se quedó sin respiración.
Él la miraba —a esos pechos rebosantes por encima del borde del vestido, y la fina piel blanca ahora expuesta— y había calor en esos ojos. Aquella mirada ardiente que la acariciaba a placer amenazaba con consumirla.
Antes de que ella pudiera apartarse, él levantó las dos manos y, casi con reverencia, las cerró sobre los pechos.
Una aguda e indescriptible sensación, se abrió paso a través de ella.
Se le aflojaron las rodillas.
Dillon la rodeó con un brazo y la apretó con fuerza contra su cuerpo, sosteniéndola contra él; mientras con su otra mano la acariciaba e indagaba con sus dedos firmes a través de la seda. Pris jadeó y soltó el aliento que contenía con un gemido ronco, ardiente y carnal.
Con un gran esfuerzo, abrió los ojos y lo miró a la cara. Observó algo en la expresión de su rostro anguloso, pero bajo aquella luz débil era imposible descifrarlo.
Era mucho más fácil entender sus reacciones físicas: la tensión de los músculos de acero que la mantenían prisionera, la apretada línea de sus labios antes de que los abriera ligeramente. Los ojos de Dillon siguieron el camino que sus dedos habían trazado; esa mirada la devoraba y le provocaba una oleada de calor a lo largo de la espalda.
E incluso más fácil de descifrar era la fascinación que sentía por ella. Por su cuerpo, por la carne firme que su palma sostenía. Sus sabios dedos encontraron el pezón y ante el sonido ahogado de Pris, comenzó a juguetear con él, prestándole toda su atención.
Sin olvidarse de acariciar la delicada piel que sobresalía del escote.
Luego, inclinó la cabeza y buscó sus labios de nuevo. La llevó de vuelta a la vorágine del deseo, al fuego que de manera tan tentadora amenazaba con consumirla y que la instaba a rendirse y olvidar cualquier pensamiento racional.
Sólo tenía que dejarse llevar.
Pero no podía permitírselo, sabía que no podía, que no se atrevería a hacerlo. Que no podía arriesgarse.
El beso se convirtió en una batalla de voluntades, de ingenios, en un duelo flagrante de los sentidos. Si Dillon presionaba, ella respondía, luchando por apartar de su mente las sensaciones que creaban esa mano en sus pechos y el evocador empuje de sus caderas contra las de ella. Pero entonces, él deslizó la mano por su espalda hasta su trasero, y se detuvo allí, amasándolo provocativamente, mientras seguía presionando sus caderas contra las de ella.
Él era diabólico, experimentado, no daba opción a negarse. Tenía más armas en su arsenal de las que ella habría creído posible, pero aun así se percató de que él no estaba tan lejos de perder el control como la había hecho creer, y sentía, por la renuencia que mostraba al utilizar esas armas tan potentes, que él también caminaba por una línea fina como ella; esa línea entre la conquista y la rendición, no de sí mismo o de ella, sino de la pasión.
Pris alzó las manos y las ahuecó sobre su cara, se aferró a él mientras la besaba, saliendo al encuentro de cada envite de su lengua y abandonándose a él con temeridad.
El control de Dillon se tambaleó.
De repente, ella descubrió que ambos estaban al borde del precipicio y de que muy pronto caerían por el acantilado.
Ella no tenía fuerzas suficientes para impedirlo. Y por lo que parecía, él tampoco.
Las manos masculinas, que se aferraban a su cuerpo con firmeza, se tensaron bruscamente, exigiendo más.
—Sí, Mildred…, te aseguro que los bordes de esos pétalos son de color púrpura.
El tono arrogante de lady Kershaw consiguió lo que ninguno de los dos había podido: hacer que recuperaran la cordura. Ambos se quedaron paralizados. Los dos tiraron de las riendas y se reprimieron. En silencio, sin apenas moverse, interrumpieron el beso, vacilantes y jadeantes, luego separaron las cabezas y se miraron.
—Está ahí, en la ventana del fondo.
Ninguno de los dos se movió. Estaban en un pasillo alejado del corredor central que dividía en dos el invernadero. Los enérgicos taconeos y el frufrú de las faldas confirmaban que con lady Kershaw había otra dama.
Pris contuvo el aliento, sintiendo que las manos de Dillon se cerraban en su cintura y se tensaban, como si quisiera hacerla desaparecer detrás de él, pero las damas —lady Kershaw y la señora Elcott— estaban inmersas en una acalorada discusión sobre una flor en particular y llegaron al fondo del corredor central sin verlos.
Ella miró a Caxton…, a Dillon. Llegados a ese punto podían llamarse por el nombre de pila. Él le sostuvo la mirada y se llevó un dedo a los labios.
Luego se inclinó y recuperó el chal.
Ella lo cogió y lo sostuvo con una mano mientras él señalaba el final del pasillo en el que se encontraban. Tomándola de la mano, la instó a seguirlo; Pris caminó de puntillas para que sus tacones no resonaran en el suelo.
Dillon giró a la derecha al final del pasillo, y siguió la cristalera exterior en dirección a la casa. Antes de que llegaran al fondo, el cristal se convirtió en ladrillo. Él se detuvo ante una puerta. La abrió y asomó la cabeza para echar un vistazo, entonces salió y la instó a seguirlo, luego se giró y cerró la puerta.
Estaban en un pequeño vestíbulo que conectaba una puerta exterior con el corredor que conducía al salón de baile. Pris se dijo a sí misma que debía alegrarse de que la puerta no hubiera conducido a una habitación privada. Aún tenía el pulso acelerado y la piel ardiente. Sería mucho más seguro retirarse ahora, a pesar de lo que decían sus traidores deseos.
Sacudiendo el chal se lo puso sobre los hombros y de nuevo ató los extremos sobre los pechos, cubriendo el espectacular y elegante corpiño.
Levantó la vista y se sorprendió ante la mirada de disgusto de Dillon Caxton.
Cuando sus miradas se cruzaron, él se la sostuvo un momento, luego sacudió la cabeza.
—No importa.
Le señaló el corredor. Sin una palabra más, regresaron al salón de baile.
Poco antes de cruzar el umbral, él la sujetó por el codo y la detuvo.
Arqueando las cejas, ella levantó la vista hacia él. Él le sostuvo la mirada y le dijo en voz baja:
—Dime por qué necesitas saberlo y responderé a todas tus preguntas.
Ella lo miró durante un largo rato, y luego en el mismo tono quedo contestó:
—Lo pensaré.
Y dándose la vuelta, entró en el salón de baile.
A lomos de su yegua baya, Pris cruzó el Heath envuelta en la tenue niebla de primera hora de la mañana, esquivando a los jinetes de las diversas caballerizas que se ejercitaban en ese lugar. Disfrazada otra vez de muchacho, con el sombrero de ala ancha, la bufanda sobre la barbilla y manteniendo la cabeza gacha, se dirigía a medio galope hacia la zona que solía utilizar la yeguada de Cromarty.
Había descubierto que el Heath era propiedad del Jockey Club y que estaba a disposición de todas las caballerizas que hubieran inscrito algún caballo en las carreras de Newmarket. Aunque los observadores no eran bien recibidos en los entrenamientos, los que paseaban a caballo eran otra cosa. En medio de la niebla, vislumbró una extraña figura envuelta en una capa que observaba el entrenamiento de los caballos.
Continuó su paseo rogando que fuera Rus quien, bajo la protección de la niebla, estuviera espiando a Harkness y a los caballos de lord Cromarty.
Cada vez tenía más problemas. Cuando Dillon Caxton se había ofrecido a responder a todas sus preguntas si le decía por qué necesitaba saberlo, ella había sabido que él se estaba refiriendo al registro. Durante un instante, había deseado que él hubiera estado hablando de otras cosas. Cosas de una naturaleza más privada.
—Lo último que necesito es encapricharme con un maldito inglés, en especial con uno que es todavía más guapo que yo.
En especial cuando él albergaba el evidente objetivo de interrogarla bajo el influjo de la pasión.
Había personas que emborrachaban a la gente para sonsacarle información. Él había intentado embriagarla de deseo y de un placer sensual. Menudo bastardo. Ahora, él había pasado a formar parte de sus preocupaciones también. No entendía por qué era tan susceptible a su «persuasión». Esa oscura apariencia tan abiertamente sensual debería de haberla endurecido ante sus encantos; por lo general los hombres atractivos la aburrían. Pero en lugar de eso…
Se sentía cada vez más inquieta y temía que si él no cejaba en su empeño de tentarla, no podría resistirse, no podría luchar contra él ni contra sus propios e impulsivos deseos.
La próxima vez…
Se le tensaron los nervios. Cuanto más permaneciera en Newmarket, cuanto más le costara encontrar a Rus, una «próxima vez» sería inevitable. Caxton la presionaría una y otra vez, hasta que ella fuera incapaz de resistirse a sus preguntas. Y a él.
No era tan inexperta como para no saber que la lujuria con la que él ofuscaba su mente era absolutamente real.
Una que alteraba sus sentidos. Si era con una febril anticipación o con un miedo febril no lo sabía. Mascullando otra maldición, cerró la mente a tales improductivos pensamientos y miró con atención hacia delante. Se estaba acercando al lugar correcto.
A través de la bruma, detectó a otra caballeriza ejercitándose, el sordo ruido de los cascos reverberaba de manera extraña en el aire húmedo. Los bufidos de los caballos se mezclaban con instrucciones y respuestas rápidas, distorsionados por la niebla. Deteniéndose a una distancia prudencial para no llamar la atención, agudizó el oído para intentar captar el acento de las conversaciones. Al instante, distinguió la suave cadencia de su lengua materna.
En lugar de relajarse, sus nervios se tensaron aún más. Tirando de las riendas de la yegua, urgió en silencio a su montura a seguir a paso lento y rodeó el área donde los caballos de Cromarty trotaban y galopaban.
Se desplazó con lentitud para no llamar la atención; el ruido de los cascos de su yegua quedaba disimulado por el incesante galope de los caballos de carreras. La niebla era a la vez una ayuda y una desventaja, hasta el punto de que cuando esta se difuminó un poco, se dio cuenta de que se había aventurado demasiado cerca de los caballos. Manteniendo la cabeza gacha, ajustó su trayectoria para rodear un bosquecillo.
Tras bordearlo, levantó la vista.
Al otro lado de la arboleda, medio oculto en la niebla, había una solitaria figura a caballo. Tenía el pelo negro y una actitud vigilante sobre su montura. ¿La estaba mirando a ella, o quizás estaba siguiendo las maniobras de los caballos a través de la arboleda?
El hombre estaba demasiado lejos y no podía adivinar su estatura ni su constitución, pero…
En el mismo momento en que su corazón dio un brinco esperanzado, el individuo giró la cabeza y la vio.
La sangre se le heló en las venas.
El hombre maldijo y levantó un brazo.
Tragándose un grito, se agachó y, a la vez, hincó furiosamente los talones en los flancos de la yegua. Sintió un silbido por encima de la cabeza, algo amenazador siseó en la niebla. Un abrir y cerrar de ojos más tarde, el estallido de un disparo sonó sobre ella.
Espoleada por el sonido, por el miedo y la urgencia, la yegua salió disparada, cruzando el césped paralelo al bosquecillo.
El hombre la siguió, pero estaba a suficiente distancia para que Pris no viera nada más que una forma borrosa entre los remolinos de la niebla. Una forma borrosa a caballo que sostenía una pistola.
Con el corazón en la garganta, instó a la yegua a rodear de nuevo la arboleda, forzando al hombre a que, entre maldiciones, girara de nuevo el caballo antes de poder entender su jugada.
Pris se dirigió directa hacia la yeguada, los caballos trotaban y galopaban con desorden a causa del disparo, y los mozos intentaban refrenarlos.
Inclinándose sobre la testuz de la yegua, con las negras crines azotándole las mejillas, Pris cruzó a toda velocidad entre los mozos, dirigiéndose hacia el otro lado del Heath.
El hombre —con un caballo mucho más pesado— se lanzó en pos de ella.
Era Harkness. Parecía el mismo diablo y tenía un temperamento acorde a su estatus.
Pris sintió un nudo en la garganta; tragando saliva, instó con las manos y las rodillas a su pequeña yegua a un galope veloz.
La yegua era ágil y era capaz de girar a bastante velocidad. Habían pasado años desde que Pris había montado a esa velocidad, con tal imprudencia y desesperación, pero según transcurrían los minutos percibió que el otro caballo, más pesado, se iba quedando atrás. Aflojando el paso, se volvió y se arriesgó a echar una mirada por encima del hombro.
Harkness estaba todavía ahí, siguiéndola con tenacidad. El caballo, aunque más robusto, tenía más aguante que su yegua, y el Heath era inmenso.
Volviendo la cabeza hacia delante, Pris refrenó un poco a la yegua y se obligó a pensar a pesar del temor.
No podría superar a Harkness, por lo que tendría que despistarlo.
En el paisaje que se extendía ante ella no había ningún bosque lo suficientemente grande para ocultada.
El mapa de la biblioteca tomó forma en su mente. Recordó la hacienda arbolada que bordeaba el Heath por el sudeste, un denso bosque donde no había campo abierto. Era Hillgate End, la casa de Caxton.
Era el lugar más cercano en el que podría despistar a Harkness.
Dejar que la alcanzara estaba fuera de consideración.
La valiente yegua respondió cuando viró hacia el sudeste y la obligó a apresurar el galope, instándola de nuevo a una carrera veloz. Unas rápidas miradas por encima del hombro le indicaron que Harkness, que hasta hacía un momento estaba ganando terreno, se volvía a quedar atrás.
Casi podía oír sus maldiciones.
Volviendo su mirada al frente, con los pulmones a punto de estallar, espoleó a la yegua.
Antes de lo que esperaba, surgió ante ella un grupo de árboles.
Se dirigió hacia ellos, buscando el camino de herradura.
Un montículo, una zona de setos, le señalaba la entrada que estaba buscando. Enfiló hacia el lugar.
Estaba a unos cincuenta metros cuando un hombre a caballo surgió del bosque, bloqueando la entrada.
Pris lo reconoció al instante.
En el mismo momento que él la reconoció a ella.
Su corazón brincó de nuevo. Maldiciendo, viró para alejarse de los árboles, dirigiendo la yegua de regreso al Heath.
La nueva trayectoria la llevaba en dirección a Harkness; Maldijo para sus adentros; ya no le quedaba aliento para pronunciar las palabras. Aguijoneó a la yegua con desesperación, y se preguntó cuánto tiempo más podría durar esa persecución campo a través, su montura no aguantaría mucho más.
El duro resonar de los cascos del caballo a sus espaldas le recordó que tenía un nuevo perseguidor.
Una mirada al negro semental bastó para que lo único en lo que pensara fuera en huir de él. Sus hermanos habrían descrito al negro corcel como «un purasangre noble, elegante y poderoso, implacable e incansable».
Igual que su jinete.
Si él la alcanzaba y se detenían, ¿se arriesgaría Harkness a disparar de nuevo? Peor aún, se acercaría descaradamente y la acusaría…
No tenía oportunidad de evaluar sus opciones; el semental negro estaba casi a su par, unos metros más y su yegua se daría de bruces con… Harkness.
Presa del pánico, Pris juró y tiró de las riendas con dureza —el animal relinchó y bufó— hasta detenerse.
Con un exquisito control, el caballo negro frenó y la rodeó. Pris miró hacia Harkness, pero el hombre estaba ahora oculto por una pendiente.
Dillon detuvo a Salomón en paralelo a la yegua, quedando separados por medio metro. Miró a Priscilla —Pris— con el ceño fruncido y no le gustó nada lo que vio.
La yegua estaba a un paso del colapso, y también la mujer. Aspiraba aire con desesperación, sus pechos subían y bajaban bajo la delgada chaqueta de montar con la que se había disfrazado. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada un poco perdida; mientras la observaba, el pelo resbaló de debajo del sombrero y cayó en una cascada de rizos enredados sobre la espalda femenina.
El terror la envolvía como un aura, yeso a él no le gustó en absoluto.
—¿Qué diantres estás haciendo?
Esos ojos verdes, que hasta ese momento miraban fijamente por encima de su hombro, le miraron a la cara. Pris tragó saliva.
—Nada.
Al ver la irritación de Dillon, ella contuvo el aliento un momento, como buscando fuerzas, luego exhaló y añadió:
—Sólo montaba a caballo, como puedes ver. —Hizo un gesto con la mano—. Me gusta cabalgar.
—¿Y siempre cabalgas como alma que lleva el diablo?
Pris se levantó el sombrero y se secó la frente húmeda con la manga.
—Yo… La yegua necesitaba hacer un poco de ejercicio. Le gusta correr.
Dillon contuvo una réplica desdeñosa, luego la sangre se le heló en las venas.
Estirando el brazo, le arrancó el sombrero.
Pris levantó la vista con la boca abierta. Con una maldición extendió la mano e intentó recuperar el sombrero.
Él se anticipó a su maniobra y la evitó con facilidad, instando al negro semental a dar un paso atrás.
Dillon no la miraba, tenía los ojos clavados en el sombrero. Ella frunció el ceño.
—¿Qué pasa?
Él se llevó el borde del sombrero a la nariz y olfateó. Luego clavó la mirada en Pris.
Ella sintió que se quedaba sin aliento. No podía respirar. Esa mirada sombría, los perfectos rasgos clásicos estaban desprovistos de cualquier barniz de glamour social, todo rastro de civilización había sido dejado a un lado para revelar… algo voraz, que la acosaba, atrapaba, devoraba y poseía.
Había algo en esos ojos oscuros, algo primitivo, cruel y embrujador.
Y esa mirada estaba centrada por entero en ella.
Lentamente, sin dejar de mirada, él levantó el sombrero, y lo inclinó para que el ala fuera más visible.
Ella inspiró y bajó la vista… Un profundo agujero había perforado el ala del sombrero, un agujero bordeado por una quemadura de color óxido.
El miedo le congeló la sangre en las venas. Él introdujo el dedo índice en el agujero, atrayendo la mirada horrorizada y fascinada de Pris a la muesca que había estropeado el ala del sombrero.
Pris se estremeció. El disparo de Harkness no se había desviado tanto de su objetivo como había pensado.
El mundo se volvió negro de repente.
Oyó que Dillon maldecía y sintió que la oscuridad se volvía más profunda, mientras él se acercaba a ella.
Entonces oyeron el sonido distante de unos cascos. Pris parpadeó y los dos miraron hacia el lugar de donde provenía el ruido.
El sol matutino había despejado la niebla, mientras Harkness, ahora visible, coronaba la cima de una colina a unos cien metros.
Él los vio y se detuvo en seco al mismo tiempo que giraba su montura. Pris lo miró, a través de la distancia, observando cómo daba media vuelta y se iba por donde había venido, desapareciendo de inmediato de su vista.
Entrecerrando los ojos, Dillon la miró.
—¿Quién es? —La dura amenaza se apreciaba en su tono. Ella bajó la vista.
—No lo sé.
La palabra que él soltó estaba lejos de ser educada.
Tras un momento cargado de tensión, él habló con voz cortante:
—Ese hombre te ha disparado. ¿Por qué?
La pregunta le hizo levantar la vista, pensativa.
—Pues…, ah, no lo sé.
Harkness la había confundido con Rus, a quien había estado esperando siguiendo el mismo proceso deductivo que ella.
Por la mirada de Dillon, Pris dedujo que sabía que ella conocía la respuesta a ambas preguntas. Girando la cabeza, siguió a Harkness con la mirada.
¿Se había dado cuenta de la equivocación? A Pris no se le había soltado el pelo hasta que se detuvo; Harkness no podía haberlo visto, y desde lejos, a caballo y de espaldas, vestida como estaba, sería fácil confundida con Rus.
Harkness no esperaba encontrada allí, por lo que lo más probable era que la hubiera confundido con su hermano gemelo.
Pero si él había pensado que ella era Rus… Pris miró a Dillon.
Conocía la reputación de Harkness, era un hombre atrevido y despiadado. ¿Por qué había decidido abandonar la persecución?
Dillon había estado de cara a Harkness. Pris deslizó la mirada por el caballo de Dillon. Aquel purasangre negro era un espécimen excepcional, alto, de líneas largas y elegantes, y completamente negro.
—¿Montas a menudo este caballo?
Dillon la miró a la cara.
—Sí.
—¿Lo conocen en el pueblo?
Él no contestó inmediatamente, pero después de un momento dijo:
—¿Estás insinuando que ese hombre me reconoció por Salomón?
Esa era la única explicación para la abrupta retirada de Harkness. Pris se encogió de hombros, se inclinó y agarrando su sombrero, tiró de él para recuperarlo.
Dillon cerró los dedos por instinto y lo retuvo un momento, luego lo soltó. Con los ojos todavía entrecerrados, la observó recogerse el pelo, luego se puso el sombrero. El resultado, aunque algo inestable, era aparentemente satisfactorio. Pris agarró las riendas, lo miró y lo saludó con la cabeza.
—Buenos días, señor Caxton.
Él bufó.
—Dillon. Y te acompañaré a tu casa.
Pris alzó la barbilla y le lanzó una mirada aguda cuando él acercó el flanco de Salomón al de la yegua.
—No es necesario.
—No obstante, te acompañaré. —Y no pudo evitar añadir con cierto retintín—: Ya has tenido suficientes aventuras por un día.
Ella miró hacia delante y no se dignó a responder.
Él sólo quería aguijonearla. La estaba tentando al decir cualquier cosa que despertara su temperamento irlandés. La certeza de que lo único que quería era tener una excusa para discutir con ella —para deshacerse de la turbadora e imperiosa necesidad de reaccionar, actuar y ejercer un derecho que una parte de él había decidido que le correspondía—, lo detuvo.
Jamás había tenido antes esa reacción, nunca había sido susceptible, ni siquiera vagamente, a algo parecido. Por qué ella —que despertaba en él tales emociones, y con tanta facilidad— provocaba esa respuesta tan poderosa, esa reacción casi violenta cuando veía que se dejaba llevar por la imprudencia y hacía cosas —cosas temerarias— que la ponían en peligro y…
La turbia oleada siguió creciendo, inundando sus pensamientos. Él la cortó de plano, cerrando de golpe la puerta a sus deseos; el hombre primitivo que había en él sabía que era improbable que en esa cuestión pudiera adoptar otra actitud que no fuera arrogante y desafiad ora.
Apretando los dientes, la miró; cabalgaba con agilidad a su lado. Tras un momento de vacilación, Dillon miró hacia delante.
Quería conseguir que ella confiara en él. Una vez que hubiera descubierto los secretos de Pris podría centrarse en ese lado tan contradictorio de sí mismo que ella, y sólo ella, evocaba.
Provocaba.
Cabalgando en silencio a su lado, Pris era muy consciente del temperamento que él contenía con rienda firme, chocaba con el suyo como una caricia a contrapelo. También había calor allí, acechando tras la cólera que actuaba como una pantalla. La tentaba a contraatacar, a desatar su temperamento y a embarcarse en un duelo de voluntades, pero estaba demasiado cansada, demasiado exhausta, para arriesgarse a un acto tan temerario y descabellado en ese momento.
No importaba lo tentada que se sintiera. Era como montar al lado de un tigre, pero…
Harkness le había disparado pensando que ella era Rus, y había tirado a matar. Esa certeza la atravesó y la sintió cada vez más fría, más gélida y más afilada a cada kilómetro que recorrían.
La yegua caminaba a paso lento. Dillon sujetaba a su semental para que fuera al mismo ritmo. El caballo era precioso y estaba bien entrenado. A pesar de querer correr, seguía las órdenes, y como un caballero amoldaba sus pasos a los de la exhausta yegua. Casi como si la protegiera.
Igual que su dueño.
Ese conocimiento intensificaba el frío que se extendía en su interior. No podía permitirse el lujo de apoyarse en Dillon Caxton, no ahora, todavía no, quizá nunca. No sabía si podía confiar en él. Los acontecimientos de esa mañana habían demostrado que su hermano se hallaba metido en un asunto muy serio. Su gemelo estaba en graves aprietos.
El frío le caló hasta los huesos. Estaba temblando por dentro, pero luchó para ocultado. Encogió los hombros, apretando los brazos contra el cuerpo.
A su lado sonó una ahogada maldición. Dillon cambió de posición en la silla de montar y antes de que ella pudiera reunir la energía para mirado, sintió algo cálido que le envolvía los hombros.
Se puso rígida, alzó la cabeza incluso cuando sus dedos sujetaron agradecidos el cálido abrigo cerca de su cuerpo.
—¡Por el amor de Dios, ni se te ocurra discutir!
Ella le dirigió una mirada airada.
Dillon se la devolvió con creces.
—No seas desagradecida.
Pris crispó los labios. Mirando hacia delante, se envolvió en el abrigo, disfrutando del calor, de ese calor que el cuerpo de Dillon había dejado en el forro de seda. Sin mirado, ella inclinó la cabeza, y le dijo con rigidez:
—Gracias.
Los caballos siguieron al paso. El frío helado que sentía desapareció.
Por tácito acuerdo, habían tomado el camino que bordeaba el pueblo, no había necesidad alguna de que nadie la viera tan temprano. Cuando llegaron a Carisbrook House, se detuvieron a unos cincuenta metros de los establos. Para entonces, ella ya había entrado en calor y había recuperado las fuerzas y su temperamento habitual.
Quitándose el abrigo de encima, se lo devolvió.
—Gracias.
Dillon le respondió con una mirada oscura. Tomando el abrigo, se lo puso sobre los hombros. Ella se obligó a apartar la vista de la imagen cautivadora de los músculos de ese pecho tensándose bajo la fina tela de la camisa.
Aquel hombre debería tener tatuada la señal de peligro en la frente.
Él se arrellanó en la silla de montar y tomó las riendas. Ella le miró con serenidad.
—Buenos días, señor… —Se interrumpió, sonrió y añadió—: Dillon.
Él no le devolvió la sonrisa; alto, delgado y relajado en su silla de montar, le sostuvo la mirada con una intensidad que ella encontró perturbadora. Tras un momento, él le dijo con un ronco susurro lleno de sensualidad.
—¿Cuándo vas a decirme la verdad?
Ella no apartó los ojos de esa mirada oscura repleta de tácitas promesas. Tras un largo silencio ella le respondió al tiempo que arqueaba ligeramente las cejas.
—¿Cuándo vas a decirme lo que quiero saber?
Pasó un buen rato mientras se retaban el uno al otro con la mirada, aún seguían en bandos opuestos.
—Priscilla, estás jugando a un juego muy peligroso.
Las palabras sólo fueron un ronco murmullo, pero aun así, la hicieron estremecerse.
Su temperamento se inflamó. La arrogante terquedad la llevó a alzar las cejas ligeramente; luego, tomando las riendas, Pris hizo que la yegua enfilara hacia los establos, mirándolo por encima del hombro con una seducción deliberada.
—Hasta la próxima…, Dillon.