Capítulo 3

CUANDO llegaron al despacho de Caxton, Pris ya había recobrado la lucidez y el ingenio. Había sido de gran ayuda que, de regreso al Jockey Club, Dillon sólo se hubiera limitado a guiada por el codo. Incluso ese leve contacto era más de lo que ella habría deseado, pero era preferible a lo que había sucedido antes.

Esos momentos, cuando ella había yacido bajo él, de nuevo volvieron a acosarla. Con resolución, relegó esos pensamientos a lo más profundo de su mente. No podía permitirse la más mínima distracción.

Dillon la empujó al interior de la estancia, llevándola a la silla ante el escritorio, la misma que había ocupado el día antes.

Después de haberla puesto de pie en el bosque con un aire de indiferencia que, en el estado en que ella se encontraba, fue como una insultante bofetada, él le había quitado el pañuelo del cuello, y le había atado las manos con él detrás de la espalda. No con demasiada fuerza, pero sí con la suficiente para que ella no pudiera liberar las muñecas.

Pris había soportado tamaña indignidad sólo porque tenía la mente obnubilada; esos traidores sentidos aún la hacían tambalearse, dejándola débil…, demasiado débil para escapar.

Pero ese lento y pesado viaje a través del bosque le había permitido recuperar el aliento; ahora se sentía mucho más capaz.

De pie, al lado de la silla, titubeó y entrecerró los ojos mirando a Caxton.

—Tiene que soltarme las manos.

Fue la hija del conde la que habló. Caxton le sostuvo la mirada mientras lo consideraba, luego pasó a su lado y le aflojó el nudo.

Dejando que fuera ella quien se liberara las muñecas, se alejó, rodeó el escritorio y se sentó en su silla.

Pris oyó que se cerraba la puerta a sus espaldas y el clic de la cerradura. Cuando se sentó —no sin percatarse de que Caxton no había esperado a que ella tomara asiento antes que él—, miró a su amigo. Cojeaba hasta el sofá donde se dejó caer con lentitud.

Ella casi esbozó una mueca. No se había equivocado al confiar en Rus; había una magulladura en el pómulo del hombre, otra en su mandíbula, y por la manera en que se movía, las costillas no se habían librado del castigo. Parecía bastante maltrecho, pero aun así detectó una aguda perspicacia en su mirada; no había duda de que se mantenía alerta.

Se soltó el pañuelo y luego, con toda la tranquilidad del mundo se lo anudó de nuevo en el cuello. Miró a Caxton, observando que tenía el ceño fruncido, y notó entonces que la mirada masculina había bajado a sus pechos, que se habían erguido bajo la fina camisa cuando se ató el pañuelo en la nuca.

Dando gracias al cielo por no sonrojarse con facilidad, bajó los brazos.

—Y ahora que estamos aquí, ¿qué se les ofrece, caballeros?

Pris tenía intención de hacer que esa entrevista fuera más violenta para ellos que para ella.

Dillon parpadeó, luego fijó la mirada en la cara de Pris, en esos ojos fascinantes.

—Podría empezar por decimos qué hacía usted escondida en el bosque.

Los ojos color esmeralda se abrieron de par en par.

—¿Por qué? ¿Acaso es un crimen esconderse en el bosque?

Dillon no se contuvo, apretó fuertemente la mandíbula y endureció el rostro.

—Ese hombre… ¿quién es?

Ella consideró preguntar qué hombre. No obstante, se encogió de hombros.

—No tengo ni idea.

—Usted estaba allí porque lo conoce.

—Si usted lo dice.

—Es un ladrón, y ha intentado robar en el Jockey Club.

—¿De veras?

Dillon casi se hubiera podido creer la mirada inocente con que lo dijo, si no supiera que ella sabía perfectamente de qué estaba hablando.

—Lo conoce, por eso me ha distraído con absoluta deliberación, para que no pudiera acudir en ayuda de Barnaby, el señor Adair, para apresar al ladrón. Usted sabía que el intruso podría librarse de uno de nosotros, pero no de los dos. Usted, señorita, es su cómplice…, lo ayudó a escapar. Usted estaba vigilando por él.

Ella se recostó en la silla, con aparente despreocupación, tan cómoda y segura como si estuviera ataviada con el vestido esmeralda. Apoyando los brazos en los reposabrazos, le sostuvo la mirada.

—Esa, señor, es una hipótesis de lo más fascinante.

—Es la verdad, o al menos se aproxima bastante.

—Tiene usted mucha imaginación.

—Mi estimada señorita Dalling, ¿qué cree que ocurrirá si llamamos a la policía y le decimos que la hemos descubierto, así vestida, escondida en el bosque próximo al Jockey Club y que, al mismo tiempo, un hombre, que intentaba entrar en el club, huía de la escena?

Una vez más, ella agrandó los ojos; esta vez, una sonrisa dulce y ligeramente burlona jugueteaba en sus labios.

—Pues que la policía maldecirá su suerte y además, se sentirán muy incómodos. Ya hemos dejado claro que esconderse en el bosque no es un crimen, y esa afirmación suya de que conozco a ese hombre es pura conjetura, una conjetura que, por otra parte, me niego a corroborar, y en lo que a mi atuendo se refiere, no dudo de que ya se habrá dado cuenta de que tampoco va contra la ley.

Cualquier pobre agente de policía se habría sentido fascinado al escuchar esa voz. Cuando ella decía más de dos frases seguidas, había que hacer un esfuerzo consciente para no caer bajo su hechizo. Estaba claro que, para cualquier agente, ella sólo estaría diciendo la pura y llana verdad. Recostándose en la silla, Dillon la estudió, y de manera deliberada dejó transcurrir el tiempo.

Ella le sostuvo la mirada; tenía los labios un poco curvados, lo suficiente para darle a entender que sabía lo que él pretendía hacer, pero que de ninguna manera iba a caer en su trampa y llenar el silencio.

A pesar de su intención de no apartar la mirada de esos ojos, él se encontró deslizando la vista por las ropas de la mujer. En un pueblo como Newmarket, ver a una dama vestida con pantalones, aunque no se consideraba socialmente aceptable, tampoco resultaba tan extraño. Un creciente número de mujeres —Flick entre ellas— estaban involucradas de una manera u otra en la preparación de los caballos de carreras, y montar a tales animales con faldas era demasiado peligroso. Cada vez que visitaba a Flick tenía las mismas probabilidades de encontrada vistiendo pantalones que faldas.

Fue esa familiaridad con los pantalones de montar para damas lo que aguijoneó su mente. Los de la señorita Dalling no habían sido hechos para ella; no le sentaban como un guante, eran demasiado grandes, y las perneras demasiado largas. Lo mismo ocurría con la chaqueta. Los hombros eran demasiado anchos, y los puños de la camisa le cubrían parte de las manos.

Las botas sí eran de ella —tenía los pies pequeños y delicados—, pero las ropas no. Lo más probable es que pertenecieran a un hermano.

Levantando la mirada, capturó los ojos de ella con los suyos.

—Señorita Dalling, ¿podría decirme de qué conoce a ese hombre, el hombre que el señor Adair pretendía retener?

Las finas cejas femeninas se arquearon con arrogancia.

—Mi estimado señor Caxton, no tengo intención de decirle nada.

—¿Es su hermano?

Ella pestañeó, pero le sostuvo la mirada con firmeza.

—Mis hermanos están en Irlanda.

No obstante, el tono de su voz no sonó tan firme. Dillon supo que había tocado una fibra sensible, pero también que se había topado con un muro. Ella no le iba a decir nada, nada en absoluto. Suspirando para sus adentros, se levantó de la silla, señalando la puerta con la mano.

—Le daría las gracias por ayudamos, señorita Dalling, sin embargo…

Con una mirada de frío desprecio, ella se levantó. Girándose, se detuvo para observar a Barnaby.

—Lamento que le hayan lastimado, señor Adair. Si me permite la sugerencia, unas compresas de hielo para esas magulladuras le serían de gran ayuda.

Lo saludó con un ademán cortés y luego, irguiendo la cabeza, se encaminó hacia la puerta.

Dillon la observó, percibiendo las caderas cimbreantes, y la gracia de sus pasos firmes y confiados, luego rodeó el escritorio y la siguió.

Incluso en ese momento, en especial en ese momento, no iba a permitir que vagara sola por los pasillos del Jockey Club.

—Maldita sea, Rus, ¿dónde te has metido?

Sujetando a su retozona yegua baya con rienda firme, Pris oteó la suave y ondulada campiña que lindaba con el Heath de Newmarket. Entre los árboles dispersos, los caballos eran guiados para la rutina diaria de ejercicios que los mantenía en óptimas condiciones. El aliento de los caballos se confundía con la niebla matutina. Hacía poco que había amanecido y la mañana era fría y brumosa. Más allá de las zonas de entrenamiento, que bullían de actividad, el Heath estaba casi vacío; aparte de ella misma, había pocos observadores alrededor.

Habría más gente cuando el sol estuviera en lo alto; tenía intención de irse antes de que aparecieran demasiados caballeros para observar a los corredores de las carreras de los días siguientes.

Las caballerizas que había estado observando a una distancia prudencial no eran irlandesas. Si aguzaba el oído, podía captar las órdenes y los comentarios que se lanzaban unos a otros. Ese grupo era inglés, definitivamente no era la caballeriza de lord Cromarty.

Conteniendo un suspiro de decepción, e intentando ignorar su creciente inquietud, puso la yegua al trote hacia la siguiente yeguada.

Era la segunda mañana que se acercaba al Heath. El día anterior la había acompañado Adelaide, pero su amiga no era una buena amazona; Pris se había pasado más tiempo vigilándola a ella que escudriñando el césped. Ese día, se había levantado más temprano, se había puesto su traje de amazona color verde esmeralda, y había salido a hurtadillas de la casa al amparo de la oscuridad, dejando a Adelaide durmiendo y soñando.

Con Rus, sin duda. Adelaide y ella tenían en común la absoluta devoción que sentían por él, pero por motivos diferentes.

Dos noches antes, le había dicho a Caxton que sus hermanos estaban en Irlanda y no había mentido. Rus no era su hermano, era su gemelo. Compartían todo menos el alma. No saber dónde estaba, y al mismo tiempo tener la certeza de que él se enfrentaba a un peligro indefinido, le llenaba el corazón de miedo.

Y cada día que pasaba ese miedo crecía más.

Tenía que encontrar a Rus, tenía que ayudarle a liberarse de cualquier cosa que lo amenazara. Nada más importaba, no hasta que supiera que estaba a salvo.

Al ver otra caballeriza, giró la yegua en esa dirección. Su yegua aún estaba fresca; Pris inició un galope suelto, pero dado que montaba de lado sobre un terreno desconocido, mantuvo las riendas tensas.

El frío aire le quemaba las mejillas. Entusiasmada, se detuvo en medio de una pequeña loma y miró por encima del hombro a la yeguada que se ejercitaba.

Tranquilizó a la yegua y entrecerró los ojos para distinguir a los jinetes distantes. No podía acercarse demasiado; podría no reconocer a Harkness, pero dado que él había estado trabajando con Rus, no le cabía duda de que él sí la reconocería a ella.

Tenía que localizar las caballerizas de lord Cromarty, pero hasta que supiera algo más, no quería que ninguno de los empleados de su señoría, aparte de Rus, supiera que ella estaba en Newmarket.

Agudizó el oído y escuchó, pero estaba demasiado lejos. Tirando bruscamente de las riendas de la yegua, trotó hasta el montículo más cercano al equipo que se ejercitaba y que estaba a favor del viento.

Otra vez se detuvo y escuchó. Esta vez sí oyó algo. Cerró los ojos y se concentró.

El familiar acento irlandés, suave y cantarín, comenzó a inundar sus sentidos.

Conteniendo el aliento, abrió los ojos y escudriñó esperanzada a los hombres que se desplegaban ante ella. Se concentró en el hombre enorme que dirigía los ejercicios. Harkness. Moreno, grande y temible. Su mente no le estaba jugando una mala pasada… ¡Había encontrado las caballerizas de lord Cromarty!

Con el corazón en vilo, estudió a los dos hombres que rodeaban a Harkness; ninguno de ellos era Rus. Estaba a punto de dirigir su atención a los jinetes —mucho más difíciles de observar mientras galopaban sobre sus caballos— cuando el movimiento de una sombra en la arboleda que quedaba a su derecha atrajo su atención.

Un jinete, montando un poderoso purasangre negro, permanecía inmóvil al abrigo de los árboles. No observaba los ejercicios de los caballos, sino que la miraba a ella.

Pris maldijo entre dientes. Incluso antes de poder apreciar la constitución delgada, los hombros anchos o el pelo oscuro, alborotado por la brisa, supo quién era.

Con brusquedad, hizo girar a la yegua, presionó el talón contra el flanco lustroso y se lanzó al galope. Dio rienda suelta a la yegua, y voló, con los cascos pisando fuerte sobre el terreno, lejos del Heath.

Estaba segura de que la estaba siguiendo. Ese maldito hombre debía de llevar, sin ninguna duda, toda la mañana vigilándola, quizás había hecho lo mismo el día anterior. A esas alturas, él ya debía de saber que ella estaba buscando una yeguada en particular. Gracias al cielo que se había percatado de su presencia antes de haber dado alguna indicación de que eran las caballerizas de Cromarty las que había estado buscando.

Una mirada por encima del hombro le confirmó que el enorme semental negro la estaba persiguiendo.

La yegua era veloz, y mucho más ligera que el semental, pero este, al igual que su jinete, era implacable. Por el retumbar de esos pesados cascos, sabía que él acortaba distancias con rapidez y le ganaba terreno.

Inclinándose sobre las crines de la yegua, la arreó, en una carrera veloz por la exuberante campiña verde. El viento le alborotaba los rizos, los hacía ondear sobre sus hombros. Cambió de peso sobre el caballo mientras giraba hacia un bosquecillo e intentó pensar en qué le diría cuando la alcanzara.

¿Le preguntaría por qué había escapado? ¿Adivinaría Caxton que la verdadera razón de esa huida era que lo quería lejos de la yeguada que había estado observando? Su último encuentro, en especial aquellos momentos en el límite del bosque, era razón suficiente para que ella huyera de él. Y él lo sabía, ¡maldito fuera! Pris se acordaba demasiado bien del instante previo a la llegada de su amigo, cuando él había decidido probar determinado método de persuasión que, para su inmensa sorpresa, le había puesto el corazón en vilo.

Con una clase de miedo que nunca antes había sentido y una impía anticipación.

No. Tenía una buena razón para no volver a querer caer en sus manos.

Pero tampoco quería que él pensara en esa última caballeriza.

Que la recordara lo suficiente como para regresar más tarde a inspeccionar. Tenía que convencerlo de que sólo era una yeguada más, como todas las otras que había estado observando, no la que estaba buscando.

Miró hacia atrás. Estaba incluso más cerca de lo que ella había imaginado. Reprimiendo una maldición, volvió a mirar hacia delante, casi no quedaba césped por delante de ella. Los árboles se acercaban con rapidez; se dirigía a la zona más arbolada.

La alcanzaría pronto, pero antes se aseguraría de que la atrapara donde ella quería. Para cerciorarse de que él no se fijaba en esa última caballeriza… Podía no querer caer en sus brazos, pero al menos poseía un arma que, por experiencia, garantizaría que él no pensara en nada más, que le nublaría la mente y le enturbiaría los recuerdos.

No le entusiasmaba la idea de esgrimir esa arma ni creía que fuera seguro hacerla, pero estaba desesperada.

Lo último que ella quería, lo último que necesitaba Rus, era que el señor Caxton, el responsable del Registro Genealógico, comenzara a investigar las caballerizas de lord Cromarty.

Con un tirón de riendas, cambió la dirección de la yegua, dejando a Caxton en su flanco derecho.

Al cabo de un momento, dio otro brusco viraje y rodeó tres inmensos árboles. El semental era más difícil de maniobrar; el rápido cambio de dirección le hizo coger ventaja de nuevo.

Oyó una retahíla de maldiciones a sus espaldas cuando Caxton tuvo que forcejear con su caballo. Pero para cuando ella pasó junto al bosque, llegando con rapidez al otro extremo, lo rodeó de nuevo y regresó al lugar de donde había partido, él había entendido su jugada y la esperaba al otro lado.

Tras tirar de las riendas y detener a la yegua, Pris se deslizó de la silla y aseguró las riendas en una rama, se recogió las faldas y echó a correr entre los árboles.

Corrió bajo las frescas sombras del bosque, agradeciendo la seguridad de los árboles. Encontró lo que estaba buscando en el centro del bosque, un viejo árbol con un tronco ancho y grueso. Jadeando, se escondió con rapidez detrás de él, se recogió las faldas y se apoyó contra el tronco.

Cerró los ojos, intentando recobrar el aliento. Caxton podía encontrarla o no.

Pasaron los minutos. No podía oír nada por encima de los latidos de su corazón. Había luz suficiente para ver los rayos del sol que se filtraban entre las copas de los árboles y moteaban el suelo de luces y sombras; el aire era frío, impregnado con el dulce aroma de la madera y las hojas.

Su corazón se fue tranquilizando. Intentó escuchar. Todo parecía en silencio. No parecía haber nada amenazador.

Oyó que se rompía una ramita cerca, al otro lado del árbol.

Un segundo más tarde él surgió de manera amenazadora por encima de su hombro. Era realmente un hombre fuera de lo común, y el doble de guapo que cualquier otro. Poseía un pecaminoso atractivo, enigmático y peligroso.

Él bajó la vista hacia ella, que estaba recostada contra el árbol y se agarraba las faldas con las manos. Entonces Caxton arqueó las cejas, un gesto arrogante que denotaba lo poco impresionado que se sentía.

Pris no se detuvo a pensar. Incorporándose, levantó una mano hacia la nuca masculina, apoyó allí los dedos y acercó sus labios a los de ella.

Y lo besó.

Los pensamientos de Dillon se detuvieron en el mismo momento en que sus labios tocaron los de ella. Fue como si parpadeara mentalmente, y al abrir los ojos en su mente no hubiera nada…, salvo la fascinante dulzura de esos labios que se movían de manera tentadora contra los de él. Delicados, deliciosos, y ligeramente provocativos.

Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. Intentó enfocar la vista, pero no pudo. Así que cerró los párpados, se rindió y aceptó que estaba atrapado, que había estado atrapado desde el momento en que ella lo abordó con aquel inesperado ataque, que lo había cogido desprevenido y lo había hecho caer en la trampa.

Los labios de Dillon se amoldaron a los de ella con suavidad; comenzó a responder a la descarada invitación, y levantó los brazos para rodearla, luego reaccionó por instinto y se contuvo. Intentó retroceder, liberarse, pero no tuvo voluntad para hacerlo.

La presión de la mano femenina en su nuca se incrementó; ella se acercó más, tanteando con los labios. Rozó su cuerpo contra el de él, sinuosa como una sirena. Luego Pris levantó la otra mano, extendiendo los dedos sobre el torso masculino, y deslizándolos lentamente hacia arriba, por el hombro, hasta curvarlos en su cuello cuando se acercó todavía más.

Dillon sintió la transformación en su propio interior, la repentina oleada que reconoció como deseo, aunque no fuera algo que quisiera sentir. Y ese deseo creció de una manera intensa y poderosa, nacido de la lujuria que sentía por esa increíble belleza, junto con una primitiva necesidad de dominar, de subyugar, de vencer, que ella alimentaba con ese frío desprecio, despertando en él una amalgama de pasiones más profundas, pasiones que ella parecía estar dispuesta a desatar.

Lo estaba desafiando.

Pero si eso era lo que quería… él respondería.

Dillon dio rienda suelta a su deseo, levantó los brazos, y los cerró en torno a ella. Estrechándola con firmeza entre sus brazos, sintió el jadeo de ella, pero era aún más consciente de la pura necesidad que lo hacía arder. La necesidad de conquistar, de poseer. De aceptar el reto de Pris, y salir vencedor.

Para ponerla en su lugar, que no era otro que estar bajo él otra vez. Dillon hizo lo que deseaba, y le devolvió el beso. Durante largos momentos, jugó con ella, un toma y daca que se mantuvo al mismo nivel que ella había iniciado, sin aumentar ni disminuir de intensidad, sin ser amenazador, pero que prometía un mundo de sensualidad donde las provocaciones sexuales y sus respuestas le pertenecían.

Ella se encontraba cómoda en esa situación, por ahora tenía el control. Era su igual.

Dillon sonrió mentalmente y asumió el mando con brusquedad, la empujó contra el tronco del árbol, le abrió los labios y penetró en su boca, reclamándola. Chocó contra las aparentes defensas de Pris y las derribó, saboreándola, no con dulzura sino con sensualidad, buscando una intimidad que hasta ese momento ella había contenido.

Pris, horrorizada, intentó retirarse para sentir que los brazos de él la estrechaban con más fuerza. Como dos barras de acero, se cerraron en torno a ella y la aprisionaron; el árbol era una sólida pared a su espalda, y por delante, el cuerpo de Caxton, un muro todavía más intimidante. Un muro inamovible e impenetrable. Como para demostrárselo, él extendió las manos sobre la espalda de Pris, luego la atrajo aún más hacia él, hacia un cuerpo mucho más duro, mucho más fuerte que el de ella. Un cuerpo muy masculino y que quitaba el aliento.

Atrapado entre sus brazos, fuertes y poderosos, el cuerpo de Pris reaccionó, pero no como ella deseaba. En lugar de luchar por liberarse, sus miembros se derritieron, sus músculos se convirtieron en jalea. Agarrándose a los hombros de Dillon, hundió los dedos en sus hombros fornidos, intentando resistir, intentando mantener el control, o al menos parte de él, pero Dillon no se lo permitió. Inclinando su cabeza sobre la de ella, saqueó su boca sin piedad y la hizo flaquear.

Una parte de Pris siguió intentando luchar, buscando con frenesí una salida a pesar de que sus sentidos se tambaleaban, de que, en su mente abrumada, cualquier pensamiento racional estaba siendo barrido por las oleadas de sensualidad que la atravesaban.

Intentó buscar un apoyo al que agarrarse —cualquier cosa a la que aferrarse para no hundirse en ese mar de sensualidad hacia el que se veía arrastrada—, pero Dillon, con una crueldad implacable, aniquiló cualquier resistencia y la condujo a aguas más profundas. Unas aguas en las que nunca antes había metido un pie.

Los labios de Dillon eran los que mandaban, los que exigían, los que la obligaban a suplicar alivio. Su lengua se batió en duelo con la de ella, y la conquistó, con caricias, expertas y explícitas, hasta que Pris sintió que unos estremecimientos de placer le recorrían la espalda.

Ella estaba jadeante, indefensa en sus brazos, incapaz de retirarse. De detenerse, de distanciarse de eso que ella misma había empezado, de escapar de lo que había provocado.

Él era puro fuego; y teniéndolo tan cerca no había equivocación posible. No podía ignorar la rígida prueba de su deseo estampada de manera tan flagrante contra su vientre. Pero a pesar de eso, había frialdad en todo lo que él hacía; de algún modo mantenía las distancias a pesar de los esfuerzos de ella, de sus vanas esperanzas de conmoverlo.

Y mientras la seducía, despertando y abrumando sus sentidos, él la observaba. La manipulaba.

Él no estaba perdido en ese mundo tan poco familiar. No era él quien acataba las reglas, las imponía.

Esto, se percató ella de repente, era una lección, una advertencia. Como si hubiera percibido la súbita comprensión de Pris, él movió las manos, hasta entonces extendidas sobre la espalda femenina. Levantó una ligeramente, para apretarla contra sí, y deslizó la otra lentamente sobre sus caderas, y luego más abajo.

Incluso a través del terciopelo del vestido, ella sintió la sensualidad de sus caricias, la descarada posesión.

Lejos de reaccionar con una furia desafiante, su cuerpo traidor y sus sentidos, más traidores todavía si cabe, se debilitaron. El ardor se extendió por su piel, hormigueando bajo la palma de su mano cuando él la acarició, luego esa caricia se volvió más atrevida.

Dillon inclinó su cabeza sobre la de ella, sus labios se apretaron contra los suyos con más insistencia; el envite implacable pero lánguido de su lengua se hizo más íntimo, más devastador y erótico.

Pris no podía oponerse a él, no podía oponerse a sí misma, a esa parte de su ser con la que él había conectado y sobre la que ahora no ejercía control alguno. La parte que él había despertado y que había puesto en contra de ella.

Todas sus defensas se vinieron abajo, cualquier resistencia —ya fuera física o mental— sencillamente se desvaneció. Con un gran suspiro entrecortado, que casi fue un gemido torturado, Pris se rindió.

Dillon lo supo al instante y tuvo que luchar consigo mismo para no reaccionar. Para no alzarla contra el árbol, levantarle las faldas y enfundarse en ese atrayente y sensual calor.

Cerró los ojos con fuerza, se hundió en su boca y luchó para dominar a sus demonios, a la necesidad casi abrumadora de tenerla, allí y ahora. Intentó convencerse de que lo que ya había tomado, de que lo que ya había disfrutado, era suficiente. Al menos por ahora.

Había ganado, había triunfado, pero no había esperado que la batalla se hubiera tornado tan intensa. Una vez que él había reconocido su estratagema y, dado el calor del momento, había respondido de la única manera que había estimado posible, contraatacando. Pero no había esperado que ella reconociera sus acciones como lo que eran y que le hubiera correspondido con igual maestría, no había esperado que se defendiera con tanta vehemencia, con tanta temeridad, hasta el extremo de haber llegado a este momento crucial en el baile de la pasión; había esperado que ella se hubiera doblegado hacía un buen rato. No había esperado tener que presionarla tanto, ni tener que esgrimir sus armas sensuales con tanta pasión, no hasta ese punto.

Hasta ese punto donde él se estremecía por dentro y había sido atrapado por un deseo volcánico pero no saciado, había sido atrapado por las garras de la pasión.

Una parte de sí mismo que no reconocía, una que había sido despertada por el deseo más ardiente, le recordó que había sido ella la que había iniciado todo aquello. Él había aceptado su apuesta, así que ¿no debería ser ella quien pagara el precio?

Con Pris apretada contra él, su cuerpo delgado y su exuberante boca rendidos por completo a él, la tentación de raptarla —de acabar lo que había iniciado de una manera más apropiada—, irrumpió misteriosamente en su mente.

Incluso ahora que ella se había rendido y ya no oponía resistencia, había una sutil inocencia en sus respuestas; ahora que no estaba protegida tras el escudo de determinación que la impulsaba a enfrentarse a él, la mujer que había en ella, parecía muy vulnerable.

Y si bien una parte de él —la parte más dura y oscura— quería dejarse llevar por sus deseos, la otra parte, la más noble, no podía ni quería hacerle daño.

Interrumpir el beso requirió más esfuerzo del que había supuesto; había llegado demasiado lejos en el camino de la pasión para simplemente detenerse y apartarse. Tenía que llevarla de regreso al mundo de manera gradual, tenía que obligarse a sí mismo a alejarse poco a poco de ese precipicio al que nunca debería haberse asomado.

Y fue la certeza de ese último pensamiento lo que en verdad le ayudó.

Con lentitud, Dillon levantó la cabeza y luego bajó la mirada a esos labios hinchados y levemente magullados; no había sido suave con ella. La miró a los ojos y observó cómo ella inspiraba, parpadeaba y levantaba la vista, revelando unos ojos brillantes y oscuros, de un verde más intenso que el verde esmeralda, y donde el velo de la pasión comenzaba a desvanecerse lentamente.

Él estudió esos ojos, intentando ignorar el compulsivo latir de su sangre que aún reaccionaba ante la visión de ella, y fue dolorosamente consciente del subir y bajar de sus pechos bajo la chaqueta de terciopelo mientras ella luchaba por recobrar el aliento.

Había comprensión en los ojos que le devolvieron la mirada, ojos que, como los de él, jamás se verían distraídos por la belleza superficial, sino que mirarían más allá, buscarían en lo más profundo y llegarían hasta la propia esencia.

Ambos sabían que lo sucedido, lo que acababa de ocurrir, era algo que ya estaba decidido de antemano. La intención de ella había sido desafiarle, se había arriesgado a hacerla a sabiendas de que al menos así se descubriría quién de los dos era el más fuerte en esa liza.

Pris había esperado doblegarlo, deslumbrarlo y hechizarlo, con todo un arsenal de encantos. Había lanzado los dados y había perdido como él muy bien pudo leer en sus ojos.

Dillon no pudo contener la cínica y arrogante sonrisa que le curvó los labios.

—Creo que esto deja las cosas claras. —Los ojos verdes de Pris brillaron de furia, pero contuvo su temperamento y no respondió. Él siguió mirándola a los ojos un momento más, luego, lentamente, la soltó—. Si me permite la sugerencia, creo que lo más sabio sería regresar con los caballos.

Lo que sería definitivamente más sabio sería poner distancia entre ellos.

Ella apartó la mirada y la dirigió hacia donde se encontraban los caballos.

Dillon se obligó a dar un paso atrás y la dejó deslizarse entre él y el árbol; en silencio y, como él pudo juzgar, ligeramente aturdida, emprendió el camino hacia la linde del bosque.

Sin decir una palabra, él acomodó su paso al de ella.

Pris avanzó con dificultad, obligando a sus piernas a moverse, obligando a su mente, que intentaba asimilar todo lo que había ocurrido y todo lo que no había ocurrido, a seguir funcionando. Había habido un momento… No, lo mejor era cortar de lleno esos pensamientos. Si ella hubiera sospechado lo que iba a sentir, jamás se le hubiera pasado por la cabeza desafiarlo…, jamás lo hubiera provocado de esa manera.

Él caminaba a su lado con paso firme; Pris ni siquiera se atrevió a mirarle, era demasiado consciente de él, de la impresión de ese cuerpo contra el suyo, de la insidiosa y peligrosa emoción de estar atrapada entre sus brazos, de esos labios sobre los suyos, de esa lengua batiéndose en un duelo feroz contra la de ella, estremeciéndola…

«¿Estremeciéndola?». ¿Qué le pasaba? Que él la hubiera besado obviamente le había perturbado la mente.

Frunció el ceño cuando se acercaron a la arboleda, y lo frunció aún más cuando, mirando a su alrededor, se percató de que no había ningún tronco caído a la vista, ningún tocón que pudiera utilizar para encaramarse a su silla de montar.

Él ya lo había notado. Con un gesto brusco, Dillon le indicó que se acercara a su caballo y la siguió, sin decir palabra. Tensa, se detuvo al lado de la yegua y se giró de cara a él.

Sus ojos tropezaron con el pulcro nudo de su corbata, y se obligó a levantar la mirada a esos ojos oscuros, mientras él deslizaba las manos en su cintura para alzarla.

Y ocurrió de nuevo. Una llamarada de calor se extendió desde donde él la tocaba y el deseo volvió a surgir en su interior, inundándola como una oleada. Y no sólo a ella. Mientras lo miraba a la cara, a esa expresión adusta, todos esos ángulos duros y esos planos severos, perfectamente cincelados, clásicos y bellos, le indicaron con claridad que la deseaba. Pero…

El deseo que ardía en esos ojos de color castaño oscuro era seguro y controlado. Caxton la estudió por un momento, luego, con voz fría y monótona dijo:

—Le sugeriría, señorita Dalling, que si tiene el más mínimo instinto de conservación, no vuelva a intentar manipularme utilizándose usted misma como cebo. —Eso inflamó el temperamento de Pris. Con arrogancia, ella arqueó las cejas. Los rasgos masculinos parecían de piedra—. A pesar de que es obvio que ha doblegado a muchos hombres a su voluntad, no se imagine que eso le funcionará conmigo. Si se me ofrece otra vez, la tomaré.

Requirió un esfuerzo considerable sostenerle la mirada y no bajar la vista; le costó cada gramo de voluntad no reaccionar ante la nada sutil amenaza. No hacía falta que se lo dijera, si algo había aprendido en los últimos minutos era que Caxton era un caballero al que sería prudente evitar.

Y tenía intención de hacerla, en cuanto le fuera posible. Con frialdad, señaló a la yegua con la cabeza.

Con los labios apretados, él la subió. La sentó en la silla de montar y le sostuvo el estribo como si estuviera acostumbrado a ayudar a las damas en esas lides.

Ella se preguntó entonces a cuántas de ellas había ayudado, después con resolución apartó esas innecesarias preguntas de su mente.

—Gracias. —Con una fría inclinación de cabeza, recogió las riendas e hizo girar a la yegua.

Y en cuanto lo hizo, espoleó a su yegua. Cualquier cosa con tal de perder de vista a Caxton tan pronto como fuera humana, o equinamente, posible.

Pris cabalgó como el viento, permitiendo que la euforia física apaciguara su mente y aplacara sus sentidos todavía temblorosos. Estaba cerca de la casa solariega que habían alquilado cuando se sintió lo suficientemente serena para pensar.

—No debería sorprenderme haber tardado tanto en tranquilizarme —masculló, refrenando a la yegua para que anduviera al paso—. No todos los días corre una el riesgo de ser raptada.

Sabía que Caxton lo había considerado, y luego, con toda deliberación, había retrocedido y se había apiadado de ella.

Al recordar ese momento, al recordar cómo se había sentido —cómo había sido reducida a una simple masa temblorosa— siseó entre dientes:

—Ese hombre debería ser declarado un proscrito. Si puede hacer eso conmigo, que soy inmune a los encantos físicos, ¿qué efectos tendrá en otras señoritas más susceptibles?

La yegua bufó y continuó al paso.

Pris maldijo para sí. Con independencia de todo eso, Caxton le había concedido un indulto. Como el caballero que era, se había negado a aprovecharse de ella a pesar del desafortunado intento de manipularlo. Ella debería haber sabido que él resultaría inmune a sus encantos. La parte más juiciosa de Pris había sabido que no podía descartar esa posibilidad, pero había tenido que comprobarlo… y ahora se preguntaba cuál había sido el motivo de haber iniciado todo aquello.

Arqueando las cejas, lo consideró; si no recordaba mal, las razones por las que lo había besado eran que él olvidara qué caballerizas había estado observando ella antes de instarlo alegremente a que la persiguiera.

Bien. De hecho, ¡excelente! Esa había sido su intención desde el principio, y había tenido éxito.

Sin embargo, ella había perdido la oportunidad de fijarse en las caballerizas de Cromarty; ni siquiera había tenido tiempo de ver si era su hermano Rus uno de los entrenadores. Y todo por culpa de Caxton, qué no dejaba de ser una molestia, en especial dada la creciente inquietud que sentía —y que no dejaba también de ser molesta— por la seguridad de Rus.

Al menos ahora sabía en qué área trabajaba Cromarty. Volvería a salir y los localizaría de nuevo, encontraría a Rus, y eso sería todo. Si no lo encontraba, bueno, siempre podía idear otro plan.

En cuanto a todo lo demás, ella esperaba sinceramente poder evitar a Caxton, a ese canalla arrogante. Su advertencia la irritaba; peor aún, siendo su carácter como era, y teniendo en cuenta su ardiente naturaleza, advertirla de que no hiciera algo, era siempre la manera más rápida de conseguir que hiciera justo lo contrario y se lanzara a correr el riesgo con independencia de los resultados.

Al alcanzar la casa, dirigió la yegua al establo. Había algo en la advertencia de Caxton que no le parecía veraz. Volviendo a recordar sus palabras, sus inflexiones, intentó leer las emociones que subyacían debajo. El deseo que contenían y que ella recordaba con claridad.

Se apeó de la yegua en el patio del establo, pasó la mano distraídamente sobre su montura y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta lateral de la casa cuando se dio cuenta de la discrepancia.

Caxton no había tenido ninguna razón veraz para advertirla. Él había sabido que ella había notado el peligro. Si estaba tan convencido de sus órdenes como ella pensaba —como había fingido estar…, como le había hecho creer—, si él era tan inteligente como ella sospechaba que era, sencillamente debería haberla dejado ir.

Se detuvo.

Si ella no lo había podido manejar con sus artes sensuales, ¿para qué molestarse en advertirla?

Caxton quería que ella le dijera lo que sabía, si él era tan inmune a ella, ¿por qué no dejar que lo volviera a intentar y, sencillamente, aprovechar el momento para obligarla a decir lo que quería saber? Ese tipo de manipulación servía para los dos, algo que él, de entre todos los hombres, debía de saber sin lugar a dudas.

Allí de pie, bajo el radiante sol de la mañana, barajó todas las posibilidades en su mente. Sólo había una que la convenciera.

Él no era tan inmune a sus encantos como había parecido.

No quería que ella volviera a intentar extender sus redes sobre él porque, la próxima vez, podría tener éxito y llevarle hasta el borde del precipicio, podría llegar a obtener el suficiente control sobre él para tener la sartén por el mango.

O al menos un arma con la que negociar.

—Bueno, bueno, bueno. —Entrecerrando los ojos, Pris lo consideró todo, luego asintió mentalmente y continuó su camino. Era algo a tener en cuenta, en especial si, como se temía, evitar al señor Caxton fuera algo imposible.

Había encontrado la yeguada de Cromarty, y había descubierto el punto débil de Caxton. A su parecer, esa mañana había sido de lo más provechosa.