Capítulo 18

LA tarde siguiente, Dillon dirigió su cabriolé hacia Carisbrook House. Sentía una mezcla de exasperación e incertidumbre y no estaba del todo seguro de cómo reaccionaría Pris al verlo y de qué le diría él si se dignaba a escucharlo.

La noche anterior había regresado al salón de baile para descubrir que ella no estaba por ninguna parte. Al final, había encontrado a Humphries, el mayordomo de Demonio, que le había informado de que lord Kentland se había marchado hacía diez minutos pues lady Priscilla se había encontrado repentinamente indispuesta.

En su cabeza había podido oír uno de los bufidos poco impresionados de Prue, pero la huida de Pris le había dejado una sensación de inquietud. Si ella sólo hubiera estado enfadada, se habría quedado y coqueteado con cada uno de los caballeros dispuestos a caer víctimas de sus encantos; sin duda no le habrían faltado galanes con los que entretenerse.

Pero en lugar de eso, ella había fingido sentirse mal, y había huido; debía de estar realmente disgustada.

Eso había sido lo que le había molestado en la salita, el dolor que había visto en sus ojos. Pris lo había distraído, sí, pero el dolor que había atisbado en ella había sido parte de esa distracción. Su mente se había centrado de inmediato en descubrir, en localizar qué la había lastimado para erradicarlo. Incluso aunque fuera él mismo.

Según Prue, Pris creía que él le había propuesto matrimonio porque se sentía obligado moralmente a ello. Frunció el ceño mientras apuraba a sus caballos. A pesar de todo, la obligación moral era parte del problema, o lo sería si él no hubiera decidido casarse con ella de antemano.

Él era como era; el honor formaba parte de su carácter, no era algo que pudiera negar, no podía fingir que no importaba. Puede que fuera salvaje y temerario, pero eso no le eximía de comportarse de manera honorable con ella. No obstante, a pesar de que en ese caso estaban implicados tanto el honor como la obligación moral, no eran la razón por la que quería casarse con ella.

Una larga noche pensando —algo que le resultó imposible de evitar cuando se había metido en la cama—, lo había obligado a admitir que había cometido un error, uno bien grande, al permitir siquiera por un instante que Pris pensara que la obligación moral había jugado un papel en su repentina propuesta. Aunque era bien cierto que durante unos segundos había considerado la posibilidad de dejar que lo creyera para ocultar su verdadera razón.

Y bien caro que le había costado. Al final se había comportado como un tonto.

Estaba seguro de que Prue se lo habría confirmado con su habitual mirada desdeñosa.

Por eso iba a buscar a Pris, preparado y decidido a confesarle todo a pesar de sus reticencias. Había intentado pensar en las palabras y frases que utilizaría, pero se había sentido horrorizado por lo que su mente había sugerido y se había dado por vencido.

Ya era suficientemente malo saber qué palabras iba a verse obligado a pronunciar. Darles vueltas por adelantado no iba a servirle de ayuda.

En especial cuando la confusión y la incertidumbre se cernían sobre su corazón como una fría y lóbrega nube. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si a pesar de todo lo que habían compartido, ella sólo lo veía como su primer amante? ¿Su primer amante y no el último?

La fría nube se hizo más intensa. Dejó a un lado aquel pensamiento. La casa estaba cada vez más cerca; refrenó los caballos y luego los guio al patio de los establos.

Patrick salió de uno de ellos. Lo saludó con un gesto de cabeza y se digirió a donde Dillon detuvo el cabriolé.

—Buenos días, señor. Si está buscando a lady Pris, me temo que llega tarde. Salieron después de un almuerzo temprano.

Dillon logró mantener la expresión impasible, no quería que la sorpresa asomara a su cara.

—Ya veo. —Tras un momento, vio que no le quedaba más remedio que preguntarle—. ¿Adónde fueron? ¿A Irlanda?

—No, a Londres. —Acercándose a los inquietos caballos, Patrick lo miró—. Pensé que se lo habría dicho la señora Cynster.

Dillon parpadeó. ¿Qué tenía Flick que ver con todo eso?

—No he visto a mi prima después del baile.

Pero lo haría. Ella le había besado la mejilla y lo había enviado a casa después de la velada…, y no le había dicho ni una sola palabra de que Pris y su familia se iban a marchar a la capital.

—Sí, bueno, iban a quedarse en Grillons, pero la señora Cynster les dijo que ella sólo necesitaba una excusa para ir a la ciudad. —Patrick estaba admirando los caballos, acariciándoles los morros—. Invitó a todos, a lord Kentland, a lady Fowles, a la señorita Adelaide, a lady Priscilla y a lord Russell, a hospedarse en su casa de la ciudad. En Half Moon Street, eso es.

Dillon asintió. Era donde solía quedarse él cuando iba a Londres.

Patrick señaló la casa con la cabeza.

—Yo voy a ocuparme de las cosas aquí, luego me reuniré con ellos. Lady Pris estaba deseosa de partir.

Dillon lo miró a los ojos, preguntándose cuánto habría adivinado.

—Ya veo.

—Parecía indispuesta, pero ella quería ponerse en camino igualmente.

Dillon frunció el ceño mentalmente. Pris estaba huyendo en silencio. Una pregunta que no se había atrevido a plantearse antes surgió en su mente. ¿Y si ella no estuviera huyendo porque estaba enfadada, sino porque estaba alterada?

Podía comprender su cólera; Pris había pensado que él creía que ella lo había planeado todo para obligarlo a casarse con ella, y, comprensiblemente, se había indignado. Para ella había sido una calumnia hacia su integridad; aunque él no había pensado semejante cosa, podía entenderla. Podía sentir todas aquellas emociones que la carcomían, su dolor, su pena, pero ¿qué había debajo de todas ellas?

¿Qué era lo que pensaba Pris en realidad?

¿Qué era lo que ella quería de verdad? ¿Lo quería a él o no lo quería?

Desde luego no de la manera en que él había creído que lo hacía, pero tampoco sabía si en realidad lo querría de otra manera.

Al final frunció el ceño. Le había comenzado a doler la cabeza.

Apretó la mandíbula con fuerza, miró a Patrick a los ojos y captó un indicio de sombría simpatía.

—¡Es tan condenadamente complicado —espetó, volviendo a tirar de las riendas del cabriolé— intentar pensar como una mujer!

—¡Amén! —Patrick esbozó una amplia sonrisa mientras daba un paso atrás y se despedía—. Yo jamás lo he conseguido.

Con una brusca inclinación de cabeza, Dillon azuzó a los caballos y se dirigió de regreso a Hillgate End.

Pasó la noche en blanco, dándole vueltas a lo mismo. Había sido un día atroz en el que no pudo ni pensar ni concentrarse en nada, convencido de que simplemente no podría sentarse a esperar y menos aún, dejar ir a Pris. No podía dejarla salir de su vida sin intentar recuperarla.

No estaba seguro de si podría vivir sin Pris, si su vida tenía futuro sin ella; su mente parecía haber planeado todo su futuro en torno a ella, una vida en la que ella sería su centro…, pero si Pris no estaba allí, donde le correspondía, todo su mundo se rompería en pedazos.

Cómo había ocurrido, y por qué tenía esa certeza, no lo sabía…, sólo sabía que así era como se sentía.

En su corazón. En su alma. Ese lugar al que ella y sólo ella había llegado.

Tenía que recuperarla; tenía que casarse con ella. Y tenía que resolver cómo lograrlo.

Estaban en medio de la temporada de las carreras de otoño, pero las carreras más importantes de Newmarket ya se habían celebrado, y habían resuelto el asunto de la estafa. Durante el resto de la temporada sólo se celebrarían carreras menores, así que podía dejar las riendas en manos de alguien, al menos por una o dos semanas.

Esperó hasta esa tarde, cuando estaba sentado con su padre en el estudio. Mirando fijamente el brandy que agitaba en su copa, dijo:

—A pesar de que estamos en mitad de la temporada, pienso pasar unas semanas en Londres.

Al levantar la vista, vio que los ojos de su padre chispeaban.

—No puedo decir que me sorprenda, hijo. Por supuesto que debes ir a la capital. Todos estaríamos decepcionados si no lo hicieras.

Dillon parpadeó. Su padre siguió hablando como si ya estuviera todo arreglado.

—Yo te sustituiré mientras tanto. No puedo negar que estoy deseando volver a encargarme de estos asuntos, sobre todo sabiendo que no será por mucho tiempo. Demonio me echará una mano si es necesario. Conozco a todos los empleados y a los jueces, nos quedaremos a cargo mientras vas detrás de Pris.

Dillon frunció el ceño.

—¿Cómo lo has sabido?

La sempiterna sonrisa del general se volvió sardónica.

—Flick me contó unas cuantas cosas en el baile, luego me dijo que iría a la casa de la ciudad. Me dijo que te dijera que cuando te decidieras a seguir a Pris a la ciudad, Horatia tendría preparada una habitación para ti.

Así que ya habían hecho los arreglos… Miró fijamente a su padre.

—¿Qué más cosas te dijo Flick?

El general hizo memoria, luego negó con la cabeza.

—Cosas insignificantes.

—¿Cosas insignificantes?

En respuesta, su padre se rio entre dientes.

—Lo cierto es que todos los que os conocen piensan que os merecéis el uno al otro. Es más, que tú eres perfecto para ella, y que no existe nadie mejor que ella para ti. Por lo tanto, todos creemos que deberías salir pitando hacia Londres, y convencer a Pris de que se case contigo. Además, no tiene ningún sentido que andes perdiendo el tiempo, hay más cosas que considerar.

Dillon perdió el hilo.

—¿Qué más cosas tengo que considerar?

Su padre clavó en él sus ojos sagaces y sabios.

—No puedes olvidar que Pris será blanco de cada calavera y cazafortunas que se encuentre en la ciudad. No será sólo por su hermosura, ni por su temperamento, sino por el simple hecho de que tú no estarás allí.

Un frío helado paralizó el corazón de Dillon; podía imaginarse demasiado bien el cuadro que su padre pintaba.

—Cierto. —Se acabó la copa de un trago y la dejó a un lado—. Saldré por la mañana.

—Excelente. —El general sonrió con aprobación—. Me dijeron que te informara que si necesitas cualquier ayuda, sólo tienes que pedirla. Las damas estarán más que felices de colaborar.

Con «las damas» se refería a las matronas Cynster y sus cohortes…, el grupo de damas más poderoso de la alta sociedad. Aunque Dillon se sintió muy agradecido también estaba confuso.

—¿Por qué?

Los ojos del general volvieron a chispear.

—Según me han dicho, casándote con Pris recibirás la eterna gratitud de todas las anfitrionas de la sociedad, así como de todas las madres, no sólo las que tengan hijas casaderas, sino también de las que tengan hijos casaderos. Al parecer, sois poco convenientes, las señoritas sólo se fijan en ti, y los caballeros en Pris, y todos se olvidan de aquellos a los que se supone que deben prestar atención. El consenso popular es que cuanto antes os caséis, y desaparezcáis del mercado matrimonial, mejor será para toda la sociedad.

Dillon se lo quedó mirando fijamente.

—¿De verdad que Flick te dijo eso?

El general sonrió.

—Lo cierto es que dijo muchas más cosas, pero todas se resumían en eso.

Dillon agradeció que se hubiera apiadado de él, y no le hubiera contado más. Sin embargo, una cosa sí le había quedado clara.

—Será mejor que parta hacia Londres cuanto antes.

—Oh, gracias, lord Halliwell. —Pris tomó la copa de champán que había olvidado que había enviado a buscar al vizconde Halliwell, y le dirigió una sonrisa agradecida.

Muy satisfecho ante esa suave aprobación, el vizconde se unió a lord Camberleigh y al señor Barton. Los tres competían por su atención, aunque ninguno lograba captar su interés.

Una tarea fútil, pero resultaba imposible explicárselo a ellos, o a cualquier otro; Pris tenía que sonreír y dejar que siguieran intentándolo.

A su alrededor, el salón de baile de lady Trenton estaba lleno de hombres ocurrentes, ricos e influyentes, y de un enorme contingente de caballeros y señoritas esperanzados. Las siguientes semanas eran las últimas del año que la sociedad permanecía en Londres; en cuanto el Parlamento se cerrara en noviembre, los miembros de la aristocracia se marcharían a sus haciendas y cualquier actividad casamentera quedaría reducida al mínimo, a las fiestas campestres de las más selectas familias que llenarían el vacío de los meses restantes hasta marzo, cuando todos regresarían de nuevo a Londres.

Así que para aquellos que estaban interesados en preparar una boda, las próximas semanas serían cruciales para determinar si lograrían sus objetivos antes de los meses de invierno, o si bien tendrían que aguardar a que llegara el momento oportuno en primavera.

Cuando había sugerido visitar Londres, Pris no se había dado cuenta de lo frenética que sería la búsqueda de consortes adecuados, ni que ocuparía el primer puesto en la lista de elegibles. Ahora que lo sabía, estaba muy consternada, pero no había nada que pudiera hacer para remediarlo, salvo sonreír. Y fingir que alguno de los caballeros que se reunían en torno a ella tenía alguna oportunidad de ganar su mano.

Por supuesto, tenían todavía menos posibilidades de conseguir eso que de captar su distraída atención. El hombre que consiguiera ganar su mano, primero tendría que ganarse su corazón, ese era el voto que se había hecho a sí misma años atrás, cuando había comprendido la realidad de los matrimonios en su círculo social. Una unión tibia, basada en el afecto y la confianza en el mejor de los casos, no serviría para ella; un matrimonio así sería potencialmente peligroso, sólo daría lugar a problemas. Sus emociones, su temperamento, eran demasiado fuertes e intensos; jamás se sentiría feliz viviendo una existencia sin pasión.

Eso era lo que había pensado antes de conocer a Dillon Caxton. Y de que le hubiera entregado su corazón.

Los caballeros que la perseguían no podrían ganar algo que ella ya no poseía. Forzando una sonrisa en respuesta a la historia que le había contado lord Camberleigh, intentó no pensar en el vacío abismal que sentía en su interior.

Era su tercera noche en la capital. Flick había persuadido al padre de Pris para que aceptara su hospitalidad y se alojara en su casa de Half Moon Street. En cuanto se habían reunido allí, Flick los había tomado bajo su ala y los había presentado a su familia más cercana, otras damas Cynster, tanto de su generación, como de la anterior. El más formidable grupo de damas que Pris hubiera visto nunca y que para su sorpresa les habían dado a Eugenia, a Adelaide y a ella una calurosa bienvenida, y les había ofrecido su ayuda para presentarlas en sociedad.

Pris se había dejado llevar por toda esa actividad, había sido presentada a esas damas, a esas grandes damas, había aceptado invitación tras invitación y había aparecido en tres bailes, tres noches seguidas. Había esperado que la actividad aliviara el frío dolor que embargaba a su corazón; había rogado que los caballeros londinenses la distrajeran de sus pensamientos, pero todo había sido en vano.

Todos eran tan… débiles. Pálidos. Insignificantes. Le parecía que no tenían fuerza suficiente para impactar en unos sentidos acostumbrados a la temeridad y el peligro, al lado salvaje y oscuro.

Pero ella no lamentaba haber rechazado a Dillon, no podía lamentar rechazar una oferta que no había llegado del corazón. Su corazón podía estar preparado —algo desconocido para ella hasta ese momento— y anhelante por aceptar el suyo, pero no había sido su corazón lo que él le había ofrecido, sino sólo su mano, su nombre.

Durante el tiempo pasado en Newmarket, de todo lo que habían hecho, de todo lo que habían compartido, su único pesar, su única pena duradera, era que se había permitido la ilusión de que se había ofrecido a él como un incentivo para que la dejara ver el registro.

Además del nombre, esa era la otra mentira que le había contado a Dillon. Era una enorme mentira, una mentira grave, pero la situación entre ellos era tal que nunca sería capaz de corregirla.

Si le confesase que lo había seducido, si le decía que le había ofrecido su cuerpo porque así lo había querido, y que había repetido porque había deseado con ardor su cercanía, la conexión que existía entre ellos, Dillon sabría la verdad, que se había enamorado de él desde el principio, y eso sólo conseguiría que estuviera aún más dispuesto a casarse con ella.

Así que no se lo diría, y dejaría que siguiera creyendo la mentira.

Se dijo a sí misma que no tenía importancia, que dentro de lo que cabía, había logrado hacer todo lo que se había propuesto antes de regresar a Irlanda. Rus estaba a salvo y era libre, se dedicaba a lo que le gustaba, su padre y él se habían reconciliado, y su familia volvía a estar unida.

Debería sentirse agradecida; debería sentir el corazón más ligero.

Pero el vacío abismal que sentía en su interior era cada vez más frío y dolía.

El chirrido de un violín lejano la sacó de su ensimismamiento, la hizo parpadear y volver a centrar su atención en el señor Barton, que había estado describiendo la última obra teatral que se había estrenado en el Teatro Royal. Los tres caballeros se estaban mirando los unos a los otros. Ella se puso alerta de inmediato, respiró hondo e intentó pensar en cualquier cosa que le pudiera ahorrar una invitación a bailar el vals.

—¿Qué opinó su hermana de la obra teatral, señor?

El señor Barton se dedicó entonces a exponer las opiniones de su hermana. Luego, inspiró hondo con la intención de invitarla a bailar cuando algo a espaldas de Pris le llamó la atención.

El señor Barton parpadeó. Abrió la boca, pero las palabras no salieron de sus labios, y se quedó mirando fijamente.

Pris miró a los otros dos que habían seguido la dirección de la mirada de Barton y que también clavaban la vista en algo aparentemente sorprendente.

Sería una descortesía —y demasiado obvia además— girarse en redondo y mirar, pero parecía que fuera lo que fuera lo que ocasionaba la consternación de esos caballeros estaba cada vez más cerca.

Luego Pris lo sintió, sintió que se estremecía, como si una mano acariciara el aire a un suspiro de su piel.

Sintió el toque, la ardiente caricia de su mirada clavada en la nuca, totalmente expuesta por su vestido de baile y el pelo recogido.

Pris contuvo el aliento y se dio la vuelta.

Su corazón dio un brinco. Sus traidores sentidos se tambalearon, y a punto estuvo de desmayarse.

Él estaba allí. Justo detrás de ella, alto, muy alto. Más moreno y más diabólicamente guapo de lo que ella recordaba.

Un paso, y ella estaría en sus brazos.

La lucha consigo misma para no dar ese paso casi la mató; literalmente se tambaleó.

Dillon le cogió la mano —Pris no era consciente de habérsela ofrecido— y se inclinó ante ella, un gesto breve que demostraba su proximidad, que indicaba que era mucho más que un mero conocido.

Los ojos de Dillon habían recorrido su cara, ahora se centraron en los de ella. Pris no pudo leer su oscura e impenetrable mirada, no podía leer nada en esa expresión tan rígida e impasible.

La sensación de esos cálidos y fuertes dedos cerrándose en torno a los suyos, la hizo ser plenamente consciente de él.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Era la única pregunta que importaba, la única pregunta de la que Pris necesitaba conocer la respuesta.

Dillon arqueó una ceja oscura. Le sostuvo la mirada.

—¿No lo adivinas?

Ella frunció el ceño.

—No.

Los violines los interrumpieron con el preludio de un vals. Dillon levantó la vista, mirando por encima de la cabeza de Pris a los otros tres caballeros a los que ella había olvidado completamente. Recordando sus modales, ella se giró para no darles la espalda al tiempo que oía a Dillon decir:

—¿Pueden disculparnos, caballeros?

No era en realidad una pregunta. Camberleigh, Barton y Halliwell parpadearon.

Pris parpadeó también ante la confianza y arrogancia de su tono.

Con el temperamento a flor de piel, ella se giró para enfrentarse a él y se lo encontró a su lado, tomándole la mano y colocándosela sobre la manga.

Y luego la condujo a la pista de baile.

Pris trató de mirarle a los ojos, pero él miraba hacia delante, guiándola entre el resto de los invitados. Intentó detenerse, pero él la tomó por el codo y retrocedió, quedando casi por detrás de ella, protegiéndola de la multitud con su cuerpo.

Sólo de pensar que se rozaría contra ese cuerpo si volvía a detenerse le hizo sentir escalofríos por la espalda, así que apartó ese pensamiento de su mente. Al parecer, resistirse físicamente, no era una opción.

—No he accedido a bailar el vals contigo —siseó Pris por encima del hombro mientras se acercaban a la pista de baile.

Durante un instante él no contestó, luego su aliento le acarició la oreja.

—No, no lo has hecho…, ni lo harás.

Pris contuvo el aliento; luchó por contener un temblor, un estremecimiento de puro placer y anticipación. Estaba claro que discutir con él tampoco era una opción. No si deseaba mantener la cordura, y tenía la impresión de que la iba a necesitar y mucho.

Algo que quedó confirmado en el mismo momento en que él la atrajo hacia sus brazos y la introdujo en el mar de parejas que atestaba la pista. La velada había llegado a su ecuador y estaba en todo su apogeo; deberían haber pasado desapercibidos entre la multitud.

Pero por supuesto no había sido así. Si cuando estaban solos, atraían todas las miradas, juntos incluso hacían detenerse a los bailarines que los rodeaban.

No es que estuviese ciega, sorda o fuera tan tonta como para no darse cuenta.

Dillon bajó la mirada hacia ella, su expresión y sus ojos eran ilegibles. Estaba bailando el vals correctamente, sin aprovecharse de su cercanía para robarle los sentidos y obnubilar su mente.

Aunque Dillon ya le había robado los sentidos, al menos su mente permanecía intacta.

Manteniendo una expresión serena, se permitió el lujo de fruncir el ceño.

—No has contestado a mi pregunta.

—¿Qué me has preguntado?

El tono de Dillon —arrastrado y arrogantemente masculino— parecía pensado para inflamar su temperamento. Sospechando que quizás esa era su intención, Pris le sostuvo la mirada con firmeza.

—¿Qué haces aquí?

Él le respondió, no con ese tono irritante, sino con su habitual voz profunda, como si fuera la cosa más obvia del mundo.

—Vine a por ti.

Ella clavó los ojos en él, cayendo prisionera de esa atrayente oscuridad; el mundo daba vueltas, y Pris no estaba segura de que fuera debido sólo al baile.

—¿Por qué?

—Porque no hemos terminado… Quiero más de ti.

Pris sintió que la sangre le huía de la cara, pero se obligó a seguir sosteniendo la mirada de esos ojos oscuros.

—No. Lo que tuvimos en Newmarket, terminó allí. Se acabó. No deberías haber venido, no deberías haberme seguido.

—Lo hice. Tenía que hacerlo.

Había algo —algo indefinido en su voz, un brillo esquivo en sus ojos oscuros— que hizo sonar las alarmas de Pris.

Dillon pareció darse cuenta y en medio de un giro brusco, inclinó la cabeza y le murmuró al oído:

—Déjame decirte que este no es el lugar ni el momento adecuados para demostrar que no me quieres.

Pris giró la cabeza. Sus caras estaban ahora muy cerca, sus labios separados por tan sólo unos centímetros. Lo miró directamente a los ojos, negros e insondables.

—¿Qué estás haciendo?

Dillon curvó los labios ligeramente. De improviso, la mirada de Pris bajó hacia ellos. Cuando se dio cuenta, volvió a mirarle a los ojos.

—Como tan diligentemente me recordaste, fuiste tú la que me sedujo. —Le sostuvo la mirada—. Ahora es mi turno.

Los pulmones de Pris habían dejado de funcionar; tuvo que hacer un esfuerzo para tomar aliento y susurrar:

—No quiero ser seducida.

Dillon alzó una ceja. Enderezándose mientras daban vueltas por la pista, le indicó con serenidad:

—No tienes elección.

En esas circunstancias dejarse llevar por el temperamento era muy útil; dejó que la cólera la invadiera, que asomara a sus ojos, a su mirada, mientras mantenía el resto de su expresión serena.

—Pues vas a descubrir que te equivocas.

Dillon alzó la otra ceja; esa maldita arrogancia masculina tan confiada reapareció.

—¿Estás dispuesta a retarme?

¡No! Su innata cautela saltó para contenerle la lengua, para mantener bajo llave ese vivo temperamento que él casi había conseguido descontrolar.

—Creo —respondió ella con su tono más arrogante y frío—, que podré vivir sin esa diversión en particular.

En ese momento, sonaron los acordes finales del vals. La hizo girar antes de detenerse, y sonrió cuando llevó su mano a los labios.

—Ya veremos.

Luchando por ignorar el calor que se extendió ante el contacto, ante la persistente caricia de sus labios en sus dedos, una sutil seducción en sí misma, ella se apartó y miró a su alrededor.

—Debería regresar con Eugenia.

Él miró por encima de las cabezas.

—Allí está.

Para su sorpresa, Dillon la condujo directamente hasta su tía, que estaba sentada en una chaise a un lado del salón de baile con lady Horatia Cynster y la hermosa e intrigante duquesa viuda de St. Ives. Pris miró a las tres damas con alivio; en su compañía, estaría a salvo.

La primera indicación de que eso no iba a ser así la obtuvo cuando las tres damas la vieron con Dillon a su lado. Eugenia le lanzó una mirada aprobadora; lady Horatia y la duquesa viuda le dieron la bienvenida efusivamente. De pie al lado de Dillon, Pris oyó los azuzadores comentarios, ligeramente pícaros y tuvo que contenerse para no quedarse mirándolas fijamente.

¡Lo estaban alentando!

Logró evitar quedarse con la boca abierta. Observando las calculadoras miradas que las tres damas les dirigían, los sutiles codazos y las réplicas agudas, a Pris le quedó claro que con ellas no estaría a salvo.

Echando un vistazo alrededor, vio a Rus de pie no muy lejos de donde ellos se encontraban, con Adelaide, como siempre, a su lado. Pris había salvado a su gemelo, ahora debería ser él quien la salvara a ella.

Deslizando la mano del brazo de Dillon —algo que captó su intención de inmediato— se obligó a esbozar una sonrisa dulce e inocua, y a efectuar una educada reverencia ante las tres damas.

—Debo hablar con mi hermano.

No había dado ni dos pasos cuando Dillon ya se había excusado y se había pegado a sus talones. Ella no había esperado menos, pero esa rapidez confirmaba que las damas estaban a favor de Dillon.

¿Cómo había logrado Dillon sacarle ventaja con ellas, ganarse su apoyo y todo antes de que Pris supiera siquiera que él estaba en la ciudad? ¿Qué les había dicho?

Aunque su mente estaba confusa, se obligó a pensar. Dillon no podía haberles contado todo…, hubiera sido demasiado escandaloso; ellas no le habrían dado una aprobación tan evidente. Quizá Dillon les había dejado ver que entre ellos había algo más que una simple amistad, sin especificar qué… Pris hizo una mueca para sus adentros. Sabía lo suficiente de la vida de la alta sociedad para saber que él quizá no habría tenido que hacer ni siquiera eso.

No cabía duda de que Dillon y ella harían una pareja excelente. Y juntar parejas excelentes era la principal actividad de las matronas de la alta sociedad.

Cuando llegó junto a su hermano, Pris sonrió, y señaló con un gesto a la figura que la seguía.

—Ha llegado Dillon.

Rus esbozó una amplia y diabólica sonrisa y le tendió la mano.

—Excelente.

Hubo algo en la mirada que intercambiaron Dillon y su hermano que le puso los nervios de punta, y que le hizo observar muy atentamente a los dos hombres.

Pero no, se tranquilizó a sí misma. Dillon, no podía haber corrompido también a su gemelo.

Dos minutos fueron suficientes para comprobar que sí lo había hecho.

Adelaide, claro está, sonreía a Dillon, feliz de que Rus no se apartara de su lado. Por su parte, Rus se había dado cuenta de que en ese terreno, él no necesitaba proteger a Adelaide, pero que ella podía y debería protegerlo a él. Y su hermano, por supuesto, se habría apresurado a valerse de esa protección.

Si Pris no hubiera tenido razones para creer que el interés de Rus, hasta ahora predeciblemente inconstante, llevaba camino de convertirse en un compromiso permanente, se habría sentido preocupada por Adelaide. Pero al existir esas razones, lo único que podía hacer era sentirse feliz por ellos. Lo que más la sorprendía era que incluso Rus y Adelaide parecían creer que podía haber algo entre Dillon y ella.

Tenía que hablar con Rus y explicárselo todo.

Pero antes de que pudiera arrastrar a su hermano a un lado, aquellos condenados músicos se pusieron a tocar de nuevo. Rus miró a Adelaide, y con los ojos chispeantes, la invitó a bailar con él.

Adelaide aceptó, y sonriéndose mutuamente se alejaron rápidamente. Pris los observó cómo se marchaban con el ceño fruncido. Su hermano estaba fascinado. Cautivado. Entregado. Comprometido en una empresa que ella no tenía deseos de interrumpir o desequilibrar.

Estaba segura de que podía, a pesar de su aprecio por Dillon, convencer a Rus de que por el bien de ella, lo mejor sería evitarle, ¿pero quería realmente hacerle notar en ese momento a su impredecible gemelo que ella no era tan feliz como él creía?

Dillon había permanecido a su lado; podía sentir que la miraba a la cara. No le había pedido que bailara con él, algo que agradeció. Si fuera la personificación de Sir Roger de Coverly (Sir Roger de Coverly es un personaje de ficción creado por Joseph Adisson a mediados del siglo XVIII que es considerado la quintaesencia del gentleman moderno), la haría girar vertiginosamente entre sus brazos, y ella sabía sin ninguna duda que lo dejaría hacer, que sus defensas caerían y que sería su final. Algo que Dillon también sabía… Levantó la vista hacia él y lo miró con suspicacia.

Él le devolvió una mirada inexpresiva y señaló con la cabeza el otro extremo de la estancia.

—Tu padre está allí.

«¿Su padre?». No podía creérselo, pero tenía que descubrir qué hacía allí. Aceptando el brazo de Dillon con una actitud regia, lo dejó guiarla entre el alegre gentío.

Lord Kentland se separó de los caballeros con los que había estado conversando cuando ellos se acercaron. Al verlos, su sonrisa se volvió radiante.

—¡Caxton! —Le tendió la mano a Dillon, sonriendo con alegría cuando él se la estrechó. Luego miró a Pris, el placer y el orgullo que sentía por su hija, por su aspecto, su presencia, por todo lo que tenía que ver con ella, era obvio.

Dillon no había estado seguro de cómo reaccionaría el conde ante esa escena. Tras un momento, Kentland lo miró de manera directa y desafiante.

—Me alegra que estés aquí, muchacho. Ahora puedes velar tú por ella. —Le echó un vistazo a la multitud, a los calaveras, a los canallas y a los lobos de la sociedad esparcidos entre el gentío, todos los cuales habían tomado nota de la presencia de Pris, luego volvió a mirar a Dillon—. Yo ya tengo suficientes canas.

Dillon curvó los labios, pero no llegó a esbozar una sonrisa.

—Lo haré lo mejor que pueda, señor.

Kentland le dio una palmadita en el hombro.

—No me cabe ninguna duda.

Miró a su hija; Dillon no necesitó volver la vista para saber que Pris miraba a su padre incrédula y boquiabierta. Para ella, aquella era una deserción en toda regla.

Kentland, sin embargo, estaba bastante curtido. Ignorando la incipiente ira y el «Et tu, Brute?», acusatorio que brillaba en los ojos de Pris, el conde sonrió e inclinó la cabeza.

—Te veré más tarde. Pásalo bien, querida. —Miró detrás de ellos, y le hizo un gesto a un conocido—. Sí, Horacio, ya voy.

Tras despedirse con una reverencia formal, Kentland se dirigió hacia el cuarto de juegos.

Dillon lo observó marcharse. A su lado se hizo el silencio. Un completo y profundo silencio.

Como sin duda Pris sospechaba ahora, él había tenido un día ajetreado. Después de viajar desde Newmarket, había dejado sus baúles y sus caballos en Berkeley Square, en manos de Highthorpe, el mayordomo de Horatia, y se había dirigido a Half Moon Street. Como había esperado, las damas estaban fuera almorzando, pero lord Kentland y su heredero habían estado allí. Dillon se había entrevistado con el conde.

Sin abandonar el principio de que la mejor arma era la verdad, le había contado lo que consideró pertinente al conde. A pesar de que no había llegado a indicar con palabras la relación íntima que había mantenido con Pris, el conde era un hombre con el suficiente mundo a sus espaldas para rellenar los espacios vacíos, y, como rápidamente había quedado patente, su señoría estaba familiarizado con el carácter de su hija, con sus actitudes impetuosas, salvajes y apasionadas.

Para el conde fue todo un alivio poder entregar a su hija a los cuidados de alguien que la comprendía tan bien; cuando Dillon abandonó el estudio donde había tenido lugar la entrevista, tenía la certeza de que contaba con el conde para vencer cualquier resistencia; para que, de una manera u otra, convenciera a su terca hija de veinticuatro años de que se casara con él. El conde había comprendido que el camino hacia el éxito podía implicar encuentros de una naturaleza que la sociedad no aprobaría; había confiado en las buenas intenciones de Dillon y había considerado tales riesgos como algo necesario para la causa.

Había conseguido la aprobación paternal y su ayuda incondicional.

Luego se habían reunido con Rus en el vestíbulo. El conde se había despedido de ellos, y mientras él se dirigía a White’s, Rus había deseado visitar Boodle’s, un club del que Dillon era miembro. Por el camino, Dillon le había explicado la situación entre Pris y él, al igual que había hecho con su padre. Rus había aceptado el compromiso con su hermana, y le había ofrecido su ayuda.

Fue más tarde, cuando estaba vistiéndose para la velada, que Dillon se había dado cuenta de que la aceptación de Rus significaba mucho más. Rus y Pris compartían ese vínculo tan especial que poseían los gemelos, y Rus había tenido el convencimiento antes de que Dillon abriera la boca siquiera de que Pris le pertenecía solamente a él.

Se había mostrado dispuesto a ser su confidente en la ciudad. Y ahora Dillon contaba con todos los elementos necesarios para llevar a cabo su estrategia.

Planear un buen asedio era el primer requisito para cortar cualquier vía de escape.

Cuando bajó la mirada hacia Pris, no le sorprendió observar un sombrío ceño en su cara; ella se giró lentamente y con los ojos entornados clavó su mirada afilada en él.

Hubo un momento cargado de tensión, luego, con una calma fría, ella le indicó:

—¿Me disculpas?

Un hielo glacial cubría sus palabras. Con una brusca inclinación de cabeza, ella se giró para marcharse.

Él extendió la mano y la sujetó con fuerza por la muñeca. Reconoció el fuego verde de la mirada furiosa que ella le dirigió cuando se volvió para afrontarlo, dispuesta a aniquilarlo.

—¿Adónde vas?

Con los labios apretados, respiró hondo, con sus pechos subiendo ominosamente bajo el escotado corpiño de su vestido de seda color agua.

—A una salita privada para damas. —Ella espetó las palabras teñidas de una cólera ardiente.

Era el único lugar al que él no podría seguirla.

Con toda intención, ella bajó la mirada a la mano que le apresaba la muñeca. Él aflojó su presa y la soltó.

Sin dirigirle otra mirada, ella hizo susurrar sus faldas y se deslizó, con gracia letal, hacia la puerta más próxima.

Dillon la observó mientras se alejaba. Cuando ella abandonó el salón de baile, curvó los labios lentamente, y esta vez, sí con una sonrisa.

Pris no tenía necesidad de usar la salita privada, no tenía ninguna cenefa suelta, ni nada que fijar con alfileres. Había un buen número de espejos en la estancia, y ella se detuvo delante de uno, fingiendo colocarse los tirabuzones que le caían desde el recogido en lo alto de su cabeza.

Haciendo una pausa, miró su reflejo, se observó de manera desapasionada y consideró qué veían los demás. Una dama de estatura media de aspecto atractivo, el pelo negro y brillante, los labios rojos y llenos, una figura delgada pero muy curvilínea embutida en un vestido de seda color agua, que centelleaba con cada movimiento como si fuera un mar embravecido.

Haciendo una mueca ante la imagen, observó su pecho rebosante por encima del escote del corpiño, apropiado pero atrevido. Cuando había llegado a Londres había pensado resucitar su imagen de marisabidilla. Eso al menos habría mitigado el efecto que ocasionaría su aparición en los salones de baile de la sociedad, le habría ahorrado la imagen de joven superficial, de ser nada más que una cara y un cuerpo bonitos a los ojos de los caballeros.

Ciertamente la miraban, pero no la veían.

La miraban y sólo veían sus rasgos perfectos. La miraban y sólo veían sus pechos suntuosos, las líneas provocativas y graciosas de sus caderas y muslos, y sus largas piernas.

No la veían a ella. No como la veía Dillon…

Durante un largo momento clavó los ojos en el espejo, luego apretó los labios con fuerza y se dio la vuelta. No iba a rendirse ante eso; no iba a cambiar de opinión, ni siquiera por él. Si no podía encontrar la manera de endurecer su corazón contra Dillon, entonces, sencillamente, tendría que endurecer la mente, y ser más lista y más rápida que él.

Observó las miradas de las demás damas, muchas de las cuales habían entrado después que ella. No podía esconderse allí eternamente, y era demasiado notable para pasar desapercibida, incluso en el cuarto de juegos de cartas.

Consideró que si esperaba mucho tiempo, Dillon le pediría a Adelaide que fuera a averiguar qué le pasaba. Y eso sería embarazoso.

Se encaminó hacia la puerta con resolución. Tenía que encontrar algún otro sitio donde ocultarse.

Cerrando la puerta tras ella se detuvo en el pasillo poco iluminado, luego observó hacia delante, a veinte metros, la luz y la alegría se derramaban por las puertas del salón de baile que daban al vestíbulo desde donde partía la escalinata central.

No había nadie a la vista. Una situación que no duraría mucho.

Podía oír las voces de las damas en la salita privada, pronto saldrían y regresarían al baile.

Pris se dio media vuelta. Más allá de la salita privada el pasillo estaba en penumbra. Un poco más adelante, este doblaba hacia una de las alas de la casa.

Mirando por encima del hombro, confirmó que aún seguía sola en el pasillo. El sonido de las damas acercándose a la puerta a sus espaldas hizo que tomara una decisión. Levantó las faldas y se alejó corriendo del salón de baile. La puerta de la salita se abrió, y la cháchara de las damas resonó en el pasillo mientras ella doblaba la esquina.

Hacia la oscuridad, y la paz.

Se encontró recorriendo lo que supuso que sería un ala de dormitorios. A sus espaldas, las voces de las damas se desvanecieron. Miró hacia atrás… y se detuvo.

Sonrió.

Apenas podía creer en su suerte. Al otro lado del ala, tras cruzar el pasillo principal por el que había llegado, había una habitación que no era visible desde el pasillo principal. Tenía la puerta abierta, y una luz tenue brillaba en su interior.

Tales habitaciones eran a menudo preparadas por si acaso alguna dama necesitaba retirarse un rato a un sitio tranquilo.

Una dama como ella, por ejemplo. Dadas las circunstancias cumplía todos los requisitos.

Volviendo sobre sus pasos, miró a hurtadillas al pasillo principal. Esperó a que dos señoritas que reían tontamente salieran de la salita privada, luego atravesó a toda velocidad el pasillo hasta la puerta, y se acercó a su refugio.

En silencio, por si había otra dama allí, Pris entró. Era una sala pequeña con dos enormes sillones situados ante el hogar de la chimenea. Protegido por la reja, había un fuego, más como un elemento decorativo que otra cosa. En una mesita auxiliar junto a la pared, había una lámpara encendida con la llama baja; derramaba la luz suficiente para ver que los sillones no estaban ocupados.

Exhaló un suspiro de alivio y cerró quedamente la puerta. Vio que había una llave en la cerradura y la giró. Al hacer clic, se alivió parte del pánico que la había invadido.

Sintiéndose extrañamente sola, se acercó al fuego de la chimenea, luego, más por hábito que por una necesidad real, se inclinó para calentarse las manos ante las llamas.

Pris lo sintió acercarse un instante antes de que ahuecara su trasero con la palma de la mano y se lo acariciara.

Con un juramento ahogado, se incorporó de golpe… y cayó directamente en sus brazos.

Él le sonrió como si ella fuera su siguiente comida.

—Me estaba preguntando cuánto tiempo tardarías.

Le hizo dar la vuelta en sus brazos. Medio atontada, Pris apoyó las manos contra su pecho, y aspiró profundamente.

Antes de que pudiera soltar la acalorada perorata que se merecía, él inclinó la cabeza y selló sus labios. Y la besó hasta hacer desaparecer cualquier pensamiento de su cabeza.