NO SÉ SI TENDREMOS bastante pan —dijo Amédée—. Esta huelga de aviones nos la va a jugar. Tendrían que avisar con antelación. Todo el mundo querrá tomar el tren. Para el primer servicio, bastará. Pero ya verá, jefe, en Marsella estaremos desbordados.

Chavane no respondió. Pensaba en los seis días de descanso que iba a solicitar. Su oficio no le interesaba ya. En cuanto se ponía la chaqueta blanca, se sentía culpable. Varias veces ya, en París, había examinado sus charreteras, pero no contenían polvo. El misterioso proveedor de Niza había comprendido que el tráfico debía interrumpirse y no volvería a manifestarse. Quedaba la vergüenza. Marcaba a Chavane como un tatuaje, le hacía taciturno. «No es extraño —murmuraba Amédée—, después de la desgracia que le ha ocurrido».

Chavane se afanaba maquinalmente. Con la bandeja bien apoyada en el antebrazo, con un hábil movimiento de la muñeca derecha, tomaba el pedazo de buey, la cuchara recogía algunas gotas de jugo, regaba la carne, tomaba algunos pedazos de patata, un poco de ensalada, y al siguiente. Avanzaba por el pasillo, por un surco, sembraba en los platos, sin ver, al mirar de reojo, más que cabelleras con diversos peinados, cráneos calvos, orejas que el burdeos comenzaba a enrojecer.

A hurtadillas, una ojeada al reloj. Contaba las horas que le separaban de París. Tenía prisa por hallarse a la cabecera de Lucienne, para recomenzar obstinadamente la instrucción del caso. «Veamos. Estábamos cuando tu padre había descubierto, en las paredes del granero, inscripciones amenazadoras. ¿Tuvisteis miedo…? Claro que tuvisteis miedo… Ludovic me lo dijo. Incluso fue entonces cuando dejaste de ir a la escuela…». Así, fragmento a fragmento, iba reconstruyendo el pasado de Lucienne. Habría deseado reconstruirlo minuto a minuto, para descubrir el instante en que se había producido la fractura, en que la niña había decidido que el mundo era una ilusión horrible y se había vuelto, para siempre, hacia sí misma.

—Por favor, un poco de mostaza.

—Aquí está.

El servicio le absorbía de nuevo. Amédée preparaba los helados. De vez en cuando se distinguía el mar, de un azul muy pálido, y grúas que entrecruzaban sus brazos por encima de inconclusos muros. Se trataba de una verdadera instrucción. Ludovic hacía lo que podía para encontrar, más allá de los años, detalles olvidados.

—¿Cómo quieres que recuerde de qué modo vestía entonces? —decía—. Sí, me parece que le gustaba arreglarse. ¿Pero qué importancia puede tener ahora?

Una pequeña muchedumbre aguardaba al Mistral en Marsella. ¡Mejor así! Cuantos más clientes hubiera más deprisa pasaría el tiempo. El restaurante se llenó rápidamente. Amédée preparaba los vol-au-vent. Chavane pensó que si Lucienne moría dejaría su empleo; o pediría ser destinado a otra línea, París-Venecia, por ejemplo. El Mistral le traería malos recuerdos. Aceptaría incluso ser encargado de un coche-cama. Dispondría de todas las noches para hacer desfilar su vida y la de Lucienne, como una película montada por un loco. El segundo servicio fue muy largo; no quedaba ni un lugar libre. Luego, a partir de Aviñón, el restaurante se transformó en café. Era la hora en que las damas ancianas, balanceándose por los pasillos, atravesaban con desconfianza los fuelles de suelo móvil, vacilando ante las puertas de cristal que se apartaban en el último momento, y venían a beber una taza de té. Chavane dejaba actuar a sus subalternos. Se permitía una pequeña charla con Amédée. Era una pausa que no iba a durar mucho pues era preciso ocuparse de la cena.

La fatiga ascendía solapadamente por las piernas. A partir de Dijon, Chavane funcionó como un robot. Todas las mesas estaban ocupadas. Amédée, ante sus fogones, parecía el batería de un conjunto de jazz, con los brazos en todas partes a la vez, el cuerpo trepidando al ritmo de las ruedas. Chavane y el pequeño Michel se seguían, se cruzaban, rápidos, eficaces, con una mueca de amabilidad en los labios.

Y le llegó el turno al segundo servicio. Los viajeros se apretujaban en las dos entradas del vagón. Chavane, cuando vacilaban, les indicaba con rapidez los lugares que quedaban libres. De pronto, se encontró ante Dominique. Sus miradas se cruzaron y fue un momento abominable. Pero Chavane estaba tan bien adiestrado por años y más años de oficio que no dejó adivinar nada de su pánico.

—Somos tres —dijo Dominique con una extraña sonrisa en los labios.

Él extendió el brazo.

—Por aquí, por favor.

Ahora la sala estaba llena. Chavane se había refugiado en la entrada de la ante-cocina; pensaba: «No tendré fuerzas. No puedo más». Sudaba como un actor que ha olvidado su texto y ve cómo se levanta el telón. «¡Cómo debe de estar burlándose de mí! ¡El hombre del Gabón! ¡El rico colono! Pues bueno, ¡es un camarero!».

—¿Qué te pasa? —preguntó Amédée—. ¡Si te vieras! Tienes el color del camembert. ¿No te encuentras bien…? Toma. Ahí va el salmón.

Chavane apoyó la fuente en el antebrazo y comenzó la distribución. Recordó la huelga de Air-Inter. Era normal que regresara de Córcega en el Mistral; no había avión. La joven y el niño que le acompañaban eran, sin duda, sus primos. Avanzó con la frente llena de sudor. Era muy capaz de hacerle alguna observación desagradable, de humillarle públicamente, delante de su personal. O soltaría la carcajada. O le diría: «¿Qué estás haciendo aquí?». ¿Y qué responderle entonces? «Intento reciclarme. He aceptado este trabajo a la espera de algo mejor». Sabía que iba a ponerse en ridículo. Con el rabillo del ojo observaba a Dominique. Su mano nerviosa desmigajaba el pan. Llegó a su altura. Dominique volvió hacia él una mirada que le ignoraba.

—Tomaremos cordero.

Chavane acabó de vaciar la fuente. En adelante sería inútil llamar a la puerta de aquella zorruela. Y todas las preguntas que pensaba hacerle sobre Layla quedarían sin respuesta. Aquello terminaba de un modo odioso.

Valerosamente, no aminoró su ritmo. La rozaba al pasar en sus idas y venidas, esperando a cada instante ser interpelado, pues no era mujer que aguantara una afrenta y debía de estar diciéndose que le había tomado el pelo. Mientras, sirvió las chuletas de cordero con la facilidad de gesto que era su orgullo; y no ocurrió nada. El duelo se celebraría cuando pagaran la cuenta y él se detuviera más tiempo ante su mesa. Evidentemente, podía pedir que alguien le reemplazara. Pero a él le correspondía hacer el cobro y nunca había pedido a nadie que hiciera el trabajo en su lugar. «A fin de cuentas —pensó—, aquí estoy en mi casa y si quiere un escándalo lo tendrá».

Pero la procesión iba por dentro cuando les llevó el queso y, luego, los helados. Dominique, preocupada, no parecía prestarle la menor atención; pero él habría jurado que, desde el comienzo de la comida, era el centro de sus pensamientos.

Avanzó por el pasillo, llevando ante sí, como un escaparate, su caja registradora. Ya vería. Tuvo que detenerse, justo detrás de Dominique, para cambiar libras por francos en una mesa ocupada por ingleses. Estaba acostumbrado a este tipo de ejercicio, que se repetía frecuentemente y que realizaba con facilidad gracias a su tabla de cambios. Advirtió que Dominique sacaba del bolso el talonario. Se volvió.

Sus miradas se cruzaron de nuevo. Chavane puso todo su valor para no bajar los ojos. Ella fue la primera en ceder y rellenó su cheque, lentamente, con una exasperante aplicación. Luego se lo tendió con la punta de los dedos, como si temiera ensuciarse, y su sonrisa fue más insultante que un bofetón.

Impasible, Chavane verificó el cheque, leyó la firma: Léonie Rousseau. Estuvo a punto de hacerle observar que se había equivocado. Nunca había pensado tan deprisa. Lo comprendía todo, lo veía todo en una especie de trance lúcido… La prima que se empolvaba… Dominique que devolvía el talonario a su bolso… Dominique que no se llamaba Loiseleur sino, prosaicamente, Rousseau. Dominique Loiseleur era tu nombre de guerra, su nombre de zorra. Colocó el cheque bajo las monedas, en su cajón. Se alejaba ya cuando ella le llamó.

—¡Mozo!

Empujó sobre el mantel dos monedas de cinco francos.

—Olvida la propina.

De nuevo las miradas se golpearon, se desafiaron. Con mucha dignidad, Chavane se inclinó.

—Gracias, señora.

Pero tuvo que refugiarse enseguida en la cocina, con los dientes prietos de rabia. Pues estaba descubriendo, con brutales iluminaciones, como la tempestad alumbra un paisaje nocturno, todo lo que hasta entonces se le había escapado. La deudora, la que había firmado con su auténtico nombre: Léonie Rousseau, el reconocimiento de deuda; la que debía cincuenta mil francos a Layla, era Dominique… Y era también Dominique la que había empujado el Peugeot contra la farola, para desembarazarse de una rival de la que estaba celosa, que ganaba mucho más que ella y a la que tenía que devolverle su dinero. Dominique no solo había corrompido a Lucienne, iniciándola en aquel horrible oficio, sino que la había matado. Era evidente. Layla tenía miedo desde hacía algún tiempo lo había advertido. Sin duda las dos mujeres se habían peleado violentamente…

Pero había algo más, algo peor todavía. Si Dominique había provocado el accidente, supo enseguida, a la primera ojeada en el bulevar Pereire, que Layla nunca había esperado a nadie en el aeropuerto. Supo inmediatamente que el pretendido amigo de Layla, el colono recién llegado del Gabón, era solo un impostor. ¡Ah, cómo le había engañado! ¡Con que doblez! ¡Eso dolía!

—Dame algo fuerte —le dijo a Amédée—. Lo que quieras. La cabeza me da vueltas.

¡Y pensar que se había encaprichado de aquella perra! Pero no por mucho tiempo. Justo lo bastante para saber qué podía sentir un amante de Layla. Ahora se había terminado. E iba a confesar su crimen. Tendría que escupir la verdad. Bebió de un trago el licor que le abrasó la lengua.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Amédée—. Dentro de una hora estarás en casa. Una buena noche y mañana te sentirás de perlas, ya veras.

… Pero una hora más tarde, Chavane corría hacia la calle Troyon. No eran todavía las once; la puerta del edificio no estaba cerrada. Y, en efecto, entró sin dificultad, prefiriendo subir a pie para liberar el exceso de energía que le hacía temblar como una máquina pasada de revoluciones.

Un discreto timbrazo… Nadie… No había llegado todavía. La luz se apagó. Se apoyó de espaldas en la pared, con las manos en los bolsillos y, luego, en la oscuridad, caminó un poco a derecha e izquierda. Escuchó una lejana música de baile, que atravesaba grandes espacios de silencio y de noche para invitarle a la alegría. ¿Dónde estaba Dominique? Probablemente había acompañado a su prima y al chiquillo al hotel, pues su apartamento era demasiado pequeño para albergarles de un modo decente. Por lo tanto, llegaría pronto. ¿Qué le diría? ¿Y cuando hubiera confesado, qué iba a hacer? ¿La denunciaría? Lo ignoraba. Y si murmurase con ternura: «No hay que contrariar a los locos como tú. Del Gabón o de cualquier otra parte, estabas ahí y me gustabas», ¿volvería a caer en la trampa?

Escuchó el ruido de las puertas del ascensor y la claridad del camarín subió hacia él. Era Dominique. Para no asustarla, apretó el botón de la luz y el rellano se iluminó.

Otra mujer hubiera retrocedido.

—¡Hombre —dijo—, eres tú! Llegas en mal momento. No tengo las más mínimas ganas de discutir.

Buscó sus llaves en el bolso y pasó ante Chavane encogiéndose de hombros.

—Me importan un bledo tus enredos. ¿Has visto la hora que es?

Abrió la puerta. Él la tomó del brazo.

—Déjame entrar —dijo.

Se soltó con un brusco movimiento.

—¡Para que sigas hablándome de tu mujercita! —exclamó—. Ya me has dado bastante la lata con ella. No es culpa mía si te ha abandonado… Reúnete con ella puesto que viajas gratis.

Rio rechazándole. Él evitó que la puerta se cerrara y entró por la fuerza en el piso.

—Me escucharás.

—¡No fastidies! ¡Si no sales, grito!

Entonces, su mano se movió sola rodeando el cuello de Dominique.

—Muy bien, grita. ¡Grita! ¿Quién te lo impide? ¡Grita, puerca!

La otra mano se puso en movimiento. Los dedos se hundían en la carne frágil. Parecían bestias que no reconocieran ya la voz de su dueño.

—¡La mataste tú, eh…! ¡Fuiste tú!

Solo era un enorme calambre y Dominique no se debatía ya desde hacía mucho tiempo cuando, uno a uno, sus músculos se distendieron. Sus manos fueron las últimas en aflojarse y Dominique cayó. Encendió las lámparas del vestíbulo, buscó su pañuelo para secarse los ojos cegados por el sudor. Luego, se arrodilló junto al cuerpo y lo volvió boca arriba.

«La he estrangulado —pensó—. No me he dado cuenta. Qué fácil es». Una inmensa fatiga le vaciaba de sus fuerzas. Se sentó en la moqueta y permaneció inmóvil mucho tiempo, incapaz de moverse. Poco a poco tomaba conciencia de la situación. No era necesario avisar a la policía. La prima de Dominique se inquietaría y haría lo necesario. Nadie se extrañaría. Una prostituta asesinada por un amante de paso, algo muy banal. Siempre que arreglara un poco la escena. Chavane se levantó y preparó dos bebidas. Tomó una, dejó los dos vasos en una mesa, tras haber borrado sus huellas. Luego vació por el suelo el bolso y esparció su contenido: ¡Eso es! Todo había terminado. Alguien había estrangulado a Dominique, pero no él.

Ni el menor remordimiento. Muy al contrario, una paz desconocida. Como si acabara de librarse de una tarea infinitamente difícil, pero necesaria. Cerró suavemente la puerta tras haber apagado todas las luces y salió sin encontrarse con nadie. Cuando llegó a su casa, Ludovic se había marchado.

—El señor Ludovic le ha esperado hasta las once —dijo la cuidadora—. Ha dejado una nota para usted.

Perdóname, leyó Chavane, pero he olvidado mi papaverina. Pasaré mañana por la mañana. No te preocupes. Todo va bien.

Chavane entró en la alcoba. Allí estaba Lucienne, como un objeto. Se detuvo a los pies de la cama. «Layla ha muerto», dijo en voz muy baja, como si ella pudiera oírle y alegrarse. Acodado en la barra de cobre, soñó durante unos instantes. La larga persecución había terminado por fin. En adelante ya solo habría ese mudo cara a cara, más rico que cualquier diálogo. Estaba tan agotado que no tenía ya fuerzas para dar un paso atrás e ir a acostarse. Miraba a Lucienne. No se cansaría ya de mirarla. Su cabeza oscilaba. Advirtió que estaba perdiendo el conocimiento y apenas tuvo tiempo de sentarse en el sillón. Dormía.

Fue Ludovic quien, a la mañana siguiente, le despertó. Con el pensamiento aturdido, Chavane se dejó ganar por la rutina de los días. El metro, el Mistral, el tumulto del trabajo… Comenzó un período tan vago que perdió la noción del tiempo. Ya no sentía deseos de inclinarse sobre el pasado de Lucienne. Le bastaba con que estuviera allí. En algún momento se había interesado por lo que los periódicos habían llamado «el caso Loiseleur», pero como si se tratase de algo que no le concernía. La policía, avisada por la prima de Dominique, que había descubierto el cuerpo, no tenía pista alguna. Se había abierto una investigación. Interrogaban a los sospechosos, pero las relaciones masculinas de Dominique eran numerosas, ignoradas en su mayor parte, y el celo de la policía no era muy ardiente. Un periódico de la tarde publicó un artículo bastante largo que Chavane leyó en Niza. El crimen parecía haber sido cometido por un cliente de paso, tal vez por una cuestión de dinero, pues el bolso de la víctima había sido registrado. La investigación duraría, sin duda, mucho tiempo…

Chavane no se sentía amenazado en absoluto. Naturalmente, había sido visto, como otros muchos, en compañía de Dominique, pero en lugares donde solían mostrarse discretos. Y, además, nadie conocía su nombre. Por otra parte, nada de todo aquello tenía importancia. No sentía ya cólera alguna, ni celos, ni sentimiento violento. Había entrado, a su vez, en una especie de coma que mellaba sus pensamientos y amortiguaba sus recuerdos. Ya no se decía: «¿Y ahora?». Dejaba que su vida siguiera, satisfecho de partir; más satisfecho todavía de regresar. No quería saber que Lucienne estaba perdida. Lo importante era tenerla para sí, aprovechar esa fidelidad de un cuerpo, sin alma tal vez, pero que no podía ya escapársele. En cuanto llegaba a Niza, telefoneaba.

—¿Qué quieres que te diga? —respondía Ludovic que estaba perdiendo la paciencia—. Sigue igual. Tendrías que acostumbrarte de una vez…

Al bajar del tren, en París, se precipitaba;

—¿Cómo ha pasado esos dos días?

Ludovic y la enfermera intercambiaban una mirada. Entraba en la alcoba y se inclinaba sobre Lucienne. Nunca para besarla. Sencillamente para mirarla de cerca, estudiar las arrugas que, alrededor de la boca y la nariz, se convertían en finas grietas, como si la materia del rostro se hubiera transformado, lentamente, en una especie de arcilla. A veces, le tomaba la mano. Murmuraba: «¡Quédate!», como alguien que hablara en sueños.

—No eres razonable —decía Ludovic—. Antes te preocupabas menos de ella.

—Pero ahora me necesita —respondía secamente Chavane.

Adquirió la costumbre de traer de Niza un clavel o una rosa para colocarla en la almohada.

—No es higiénico —protestaba la enfermera.

—Pero me gusta… Y también a ella, estoy seguro.

Los días comenzaron a hacerse más largos. El atardecer enrojecía durante mucho tiempo la laguna de Berre. En los alrededores de Aviñón apareció el primer melocotonero en flor y Chavane, que se había detenido en mitad del pasillo con una cafetera en la mano, lo siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido. Aquella misma noche supo la noticia: por fin habían detenido al asesino de Dominique. Era un camarero que trabajaba en un establecimiento de la avenida de Wagram. Había confesado ya el asesinato de dos prostitutas y no tardaría en reconocerse culpable de la muerte de Dominique Loiseleur.

«¡Que se arregle como pueda!», pensó Chavane. Pero estuvo preocupado durante una semana, hasta el punto de que sintió la tentación de escribir a la policía una carta anónima para afirmar la inocencia del camarero. Renunció a ello porque, lentamente, en cuanto despertaba el recuerdo de Dominique, reaparecía el de Layla. Y Layla era Lucienne y él rechazaba con todas sus fuerzas esa indecente identidad que le recordaba su propio extravío; y entonces comenzaba la marcha atrás hacia Layla y Dominique, y tenía la impresión de dar vueltas sin fin en una noria que le hacía zozobrar el corazón. ¡Bueno! Callaría.

Compró un enorme ramo de mimosa y lo llevó de Niza a París.

—Cómo mima a su mujer —dijo Amédée—. Es afortunada al tener un marido como usted.

Pero Ludovic frunció las cejas.

—¿Y qué quieres que hagamos con eso? Eres un inconsciente.

Tomó el ramo y lo arrojó en la mesa de la cocina. Las bolas amarillas se esparcieron por todas partes, en el embaldosado.

—Paul… ¡Cierra la puerta…! Nadie tiene que oírnos.

Chavane se sintió bruscamente en peligro. Ludovic tenía la cara de los días malos.

—Siéntate.

Dominado, Chavane tomó una silla.

—¿Qué significan esas flores? —continuó Ludovic—. ¿Que amas a Lucienne? ¡Que te haces mala sangre por ella!

Caminaba con las manos a la espalda, buscando las palabras.

—¡Pobre Paul! Terminarás sufriendo una depresión.

—No hay para tanto —protestó Chavane.

—Tienes que saberlo, Paul. Esta mañana, el médico ha sido muy claro. Lucienne está perdida.

Se plantó ante Chavane.

—Perdida; ¿lo oyes? Según él es solo cuestión de días.

—¿Y qué sabe él? —gritó Chavane.

Ludovic le puso una mano en el hombro.

—La verdad —continuó—, es que Lucienne nos abandonó hace mucho tiempo. No querría hacerte daño… ¡ah!, qué difícil es… Antes de su accidente no estaba ya con nosotros. ¿Comprendes?

—No —murmuró Chavane. Pero bajaba ya la cabeza para ocultar su vergüenza.

—Te engañaba, mi pobre Paul. Nos engañaba a los dos.

Ludovic había recogido unas bolas de mimosa y las hacía saltar, maquinalmente, en su mano.

—Una chiquilla a la que yo… ¡Parece imposible!

Tal vez recordaba a la pequeña trepando, antaño, sobre sus rodillas. Pareció despertar y miró a Chavane.

—No me crees. Pero tengo pruebas. Una vez me crucé con ella, cerca del Lido, iba con un hombre, tomados del brazo. ¡Imaginarás mi sorpresa!

Aguardaba una respuesta. Chavane, gélido, apretaba los dientes.

—Era ella… Entonces, quise salir de dudas. La espié los días en que tú estabas de servicio… Y terminé descubriendo que ocupaba un apartamento, en el bulevar Pereire, con un nombre… Nunca lo adivinarías… ¡Ketani! El nombre de su madre. De modo que había vuelto a sus orígenes, como un pequeño fenec que regresa al desierto. Y, ¿sabes?, me pregunto si estuvo alguna vez con nosotros…

Con un gesto lanzó las bolas de mimosa en el fregadero.

—Yo soy demasiado viejo. Pero tú terminarás olvidando. ¡Espera! No he terminado. Había elegido un seudónimo bastante raro, Layla… Sin duda para ejercer su oficio con más éxito… Su oficio, Paul… No necesito precisarlo.

—Cállate —murmuró Chavane.

—Sí, me callaré; pero antes… Bueno, voy a decírtelo todo. En el punto a que hemos llegado… El 6 de diciembre es una fecha que nunca podré olvidar… Fue por la noche. La vi entrar en el bulevar Pereire con un cliente… Me veo obligado a utilizar esta palabra… Iba vestida como una princesa… Esperé en mi coche. Sé ser paciente cuando hace falta… El tipo se largó en plena noche… ¿Y a quién veo salir algo más tarde? A Lucienne, transformada, vestida como de costumbre. ¡Tu mujer en persona! Hacía algún tiempo que se había vuelto desconfiada. De modo que mira a derecha y a izquierda, toma vuestro Peugeot y se pone en marcha, todo tan deprisa que no tuve tiempo de sacar mi coche. Pensé enseguida: «¡No te librarás tan fácilmente, pequeña!». Y comencé a perseguirla.

—No es cierto —balbuceó Chavane herido en el corazón—. No vas a decirme que fuiste tú quien…

—Sí, fui yo. Intenté arrinconarla contra la acera para obligarla a detenerse. Me reconoció y debió ser presa del pánico. Perdió la dirección. Quise detenerme para ayudarla si todavía estaba a tiempo. Y, luego, pensé en el escándalo, en nuestra perdida reputación, en ti, mi pobre Paul. Preferí avisar a la policía sin decir quién era. Y después, cuando la vi tan gravemente herida, consideré más adecuado no aumentar tu dolor. Pero ahora no, ya no puedo soportar que seas desgraciado. Naturalmente, cuidaremos lo mejor posible a Lucienne, pero cumpliendo con nuestro deber y nada más.

—Fuiste tú quien…

—Sí. ¡Fui yo!

Ludovic extendió la mano hacia Chavane, que retrocedió con presteza.

—¡No me toques!

—¡Oh, Paul! Me apenas. Bastante horrible es que nos haya engañado. Pero si, ahora, nos separara…

Entre ambos hombres se hizo el silencio. Al cabo de un instante, Ludovic se acercó a la puerta.

—¿Prefieres que me vaya?

—Sí.

—Perdóname, Paul. Te debía la verdad.

—Sí, sí —gritó Chavane—. Pero déjame, Dios mío, déjame.

Ludovic salió. Chavane se frotó los ojos largo rato. Luego hizo una taza de café y se la bebió de un trago. Sobre todo no debía pensar, vacilar. ¡La verdad! Allí estaba, ante él. Ludovic tenía razón. Eso no podía seguir así.

Regresó al salón, hojeó el listín y descolgó el teléfono.

—Oiga… ¿La comisaría?

Susurraba para que la enfermera no le oyese.

—Oiga… Quisiera hablar con un inspector… Eso es… Tengo una declaración que hacer. Sobre el asesinato de Dominique Loiseleur. Sí, ya sabe, el crimen de la calle Troyon… Fui yo… Me llamo Paul Chavane; vivo en el 33 de la calle de Rambouillet… No, es verdad. No estoy de humor para contar historias… Yo soy el asesino… ¡Oh, no tengo intención de huir!; es evidente… Tómese el tiempo que quiera. Les espero… Segundo piso, derecha…

Colgó el auricular. Nunca había conocido una paz semejante. Se reunió con la enfermera que dormitaba en la alcoba y le murmuró al oído.

—Váyase a dormir ahí al lado. No tengo sueño. Yo velaré. Y si oye el timbre, no se moleste. Yo abriré. Espero a alguien.

La enfermera ahogó un bostezo.

—El frasco está casi lleno. Cuando se vacíe, llámeme. Colocaré otro. Es orden del médico. Encuentra que nuestra enferma se ha debilitado mucho.

—No tema —dijo Chavane—. Estaré atento.

Y cerró la puerta tras ella. Qué fácil se volvía todo de pronto. Se acercó a la cama, se sacó, no sin dificultades, la alianza y la puso en el dedo de Lucienne. El anillo era demasiado grande, el dedo demasiado flaco. Con una mano impidió que cayera; con la otra, lleno de infinita dulzura, desconectó el tubo unido al frasco.

Luego, esperó a la policía.