LA IDEA SE LE OCURRIÓ mientras el Mistral flanqueaba la laguna de Berre, iluminada como una ciudad en fiestas por los altos faroles de las refinerías que alumbraban cúpulas, depósitos, torres, chimeneas coronadas por las llamas. Reflexionaba, en la entrada del vagón-restaurante, revisando una vez más los datos del problema: nadie traía la droga, nadie iba a buscarla y, sin embargo, circulaba fácilmente entre Niza y París. O Fred le había contado un cuento chino o…
Entonces lo comprendió. Claro, alguien iba y venía… ¡Él! Él era el involuntario camello. Sólo podía ser él. La droga iba oculta en alguna parte de su pequeño equipaje, cuando salía de Niza, y Lucienne solo tenía que cogerla. Pero su equipaje se reducía al maletín y el maletín solo contenía su maquinilla de afeitar, su brocha, su jabón, su dentífrico, su cepillo de dientes, su peine y sus dos chaquetas blancas… Eso era todo. Cuando llegaba, colgaba su chaqueta de paisano en la percha, pero volvía a cogerla al salir del Mistral, tanto en Niza como en París. ¿Ocultarían algo en el forro?… En ese caso, habría sido necesario descoser y volver a coser la tela, durante el viaje, con el personal pasando y volviendo a pasar ante el armario. Absolutamente imposible. ¿Habría algún escondrijo en su estuche de aseo?… No era posible en la maquinilla, ni en el jabón, ni en el tubo de pasta dentífrica, ni en el peine; ¿en la brocha o en el cepillo de dientes? ¿Una brocha hueca, un cepillo con el mango vacío? No era absurdo, pero habrían tenido que colocar una brocha o un cepillo especiales en lugar de la brocha que su mano reconocía solo con tocarla o del cepillo que cambiaba con mucha frecuencia. Hipótesis descartada.
Quedaban las chaquetas blancas. Pasaban la noche en Niza, en el vagón, y regresaban a París donde Lucienne las lavaba. Habrían podido, mirándolo bien, servir de vehículo para la droga, pero no tenían forro. Chavane se palpó rápidamente. La tela era flexible y no ocultaba escondrijo alguno. Y, sin embargo, estaba seguro de haber dado con la explicación. En Niza, cuando el tren permanecía aparcado en una vía muerta, alguien se introducía en el vagón con una copia de la llave. Alguien que Layla había conocido, sin duda, en París; un amante, un drogadicto tal vez. Entre ambos habían puesto a punto ese medio de transportar la mercancía en cantidades muy pequeñas pero cuya suma, a la larga, debía de ser importante.
Aquella era la razón de que Lucienne siguiera viviendo a su lado. Nunca habría aceptado el divorcio. Necesitaba ese marido con eclipses que le traía, a intervalos regulares, algunos gramos del polvo que ella vendía luego sin dificultad. Evidentemente, debía de compartir los beneficios con el desconocido proveedor, pero ya no era asombroso que dispusiera de tan considerables medios económicos. Los millones del oso de peluche eran solo calderilla. La mayor parte del capital debía de prestarlo, como demostraba aquel reconocimiento de deuda.
El Mistral estaba llegando a Marsella. Iba a comenzar el segundo servicio. Chavane dejó de pensar en Lucienne, pero mientras servía los canapés de salmón, sentía su humillación como un gran frío en el pecho. Él, el empleado modelo, transportaba la droga en aquel vagón que la Compañía le había confiado…
Llevaba una cesta de pan, un jarro de agua y sentía deseos de rascarse, como si estuviera cubierto de mugre. Porque la noche del accidente transportaba la droga, como de costumbre, y desde entonces debía de estar oculta junto a él, o en él incluso, porque Lucienne no había podido tomar posesión de la entrega. ¿Pero dónde? ¿Dónde…? Repetía aquellas palabras como una aberrante letanía. No en el jabón, no en la maquinilla, no en el dentífrico, no en el peine… Y ya no quedaba nada más.
En Niza se demoró con el pretexto de terminar sus cuentas y, cuando todo el mundo se hubo marchado, se puso a registrar el vestuario, vació luego el maletín, examinó sus paredes, el fondo, la tapa con la atención de un especialista en el descubrimiento y desactivación de minas. En vano. Se quitó la chaqueta blanca y, de pronto, pensó en las charreteras. Un grueso entorchado dorado estaba cosido en una plaquita azul que le servía de zócalo. ¿Y si el entorchado estuviera hueco?
Quitó las charreteras fijadas con cierres a presión, siguió con el dedo los entremezclados lazos de la pasamanería y descubrió, a un lado, una especie de minúsculo tapón de plástico que le costó mucho quitar. El entorchado formaba una especie de tubo. Dentro había un polvillo blanco. Lo hizo caer en la palma de su mano. Cocaína, sin duda. Solo unos pellizcos. También la segunda charretera reveló su contenido. En total una decena de gramos. Pero a razón de dos viajes por semana eso hacía casi un kilo al año. ¡Y al precio que tenía cada gramo…! ¡Oh! Fred tenía razón. Se trataba de un pequeño negocio artesanal. ¡No importaba! Él era su cómplice. Abrumado, metió las chaquetas en el maletín y, tras haber entregado las cuentas y el dinero en la oficina de la estación, fue a acostarse en el local reservado para los agentes de la Compañía.
Allí, en la oscuridad, en el silencio, hizo que Lucienne compareciera ante él. Pero en la pantalla de su memoria solo vio a una mujer sorda, muda y ciega. Nunca podría justificarse. Él tendría que imaginar sus auténticas razones. Estaba el dinero. Pero para qué tanto dinero si, en el fondo, lo gozaba tan poco. El apartamento del bulevar Pereire no era suyo. Sus vestidos, sus pieles estaban muy lejos de suponer un gran capital. La mitad de la semana vivía muy modestamente. Durante la otra mitad, sin duda, hacía algunas locuras. Pero si iba a los restaurantes, a los espectáculos no pagaba ella. Y, además, aunque lo hubiera querido, no habría podido comprar a voluntad, ni invertir, pues se habría visto obligada, de vez en cuando y según la naturaleza de sus compras, a revelar su verdadera identidad. De modo que tenía prohibido el gasto como otros tienen prohibida la entrada a los casinos. ¿Por qué, entonces, entregarse a tan mezquino tráfico de droga?
Chavane no comprendía nada. Que Lucienne, alentada por el ejemplo de Dominique, hubiera cedido a la tentación del dinero fácil, podía concebirse. Pero también ahí se planteaba, con toda su fuerza, una objeción: ¿por qué Lucienne acumulaba sus ganancias? La vida galante, para ella, era solo un medio. Según sus propios amantes, no estaba especialmente dotada para este oficio. ¿Por qué perseveraba…? Y se hacía inconcebible que se le hubiera ocurrido la idea de multiplicar sus beneficios gracias a la droga. A menos que se lo hubiesen insinuado. Pero Chavane, ahora, tendía a creer que se le había ocurrido a ella sola. Lo probaba que ninguno de los hombres que la frecuentaban sabía que estaba casada. De modo que nadie había podido sugerirle que utilizara como escondrijo las charreteras de su marido.
Había en ese detalle una especie de refinamiento en la doblez que asustaba a Chavane. ¿Era Lucienne una neurótica, una paranoica? ¿Por qué no, a fin de cuentas? Tal vez sentía un intenso placer burlándose de todos los que estaban a su alrededor. Tal vez deseaba estar sola en un mundo donde recuperaba sus juguetes y la infancia que le habían robado. Pues, al fin y al cabo, aquellos juguetes ocultos en el armario debían de tener algún significado. Chavane percibía, al final del túnel, como una especie de verdad infinitamente lejana todavía, que Lucienne tal vez no fuera un monstruo, sino una niña extraviada entre seres que no le prestaban atención alguna, que transitaban sin verla por su rudo camino de hombres. Por primera vez. Chavane sintió compasión por ella y advirtió hasta qué punto le había fallado.
Tal vez… Sólo podía, aún, formular aquellos tal vez… Pero una evidencia comenzaba a imponérsele: había realizado su investigación en pleno rencor, con la intención de confundir a Lucienne, para poder desprenderse de ella y despreciarla, y, a través de ella, odiar a las mujeres como ella, a riesgo de caer en la trampa de una zorra como Dominique. Había creído enseguida que era culpable, que había decidido engañarle, ensuciarle… Pero, sin duda, no había tenido otra elección.
Chavane advertía que estaba expresando mal lo que sentía y que las palabras le traicionaban porque deformaban un poco lo que, penosamente, estaba adivinando.
Aquel local tenía demasiada calefacción. Se levantó para beber un vaso de agua y, repentinamente lúcido, advirtió que había soñado a medias. ¡Vamos! ¡Admitir que, en cierto modo, Lucienne era inocente! ¡Imposible! Las dos de la madrugada. Tenía que dormir. Y la primera cosa que haría, en París, sería registrar a fondo, como no lo había hecho todavía, el apartamento de Layla, un nombre sobre el que le hubiera gustado escupir, para asegurarse de que no había una pequeña reserva de droga.
Chavane, que no estaba acostumbrado a pensar tanto, se durmió de madrugada y tenía la cabeza vacía cuando, en París, abandonó el Mistral. Ludovic echaba una cabezada en el salón, junto a una taza vacía.
—Te estaba esperando —farfulló.
—¿Nada nuevo?
—Nada. Ayer vino el médico. Se encoge de hombros cuando le pregunto su opinión. Es de la escuela moderna y piensa que es cruel mantener en vida a los enfermos que duermen ya su muerte. Son sus palabras.
—¿No estás muy cansado?
—Sí, un poco. Llevamos una vida muy extraña, mi pobre Paul. No sé si podré resistirlo mucho tiempo. Buenas noches. Intentaré regresar a casa. Y digo que lo intentaré porque el coche está como yo. Ya no puede más.
Chavane entró en la alcoba. La enfermera leía. Le impidió levantarse y se acodó al pie de la cama, mirando a Lucienne como si la viera por primera vez. Sus huesos abultaban. Los entreabiertos labios descubrían sus dientes. Pensó en la joven del cuadro. ¿Cuál era la auténtica? Para disimular ante la enfermera, dio la vuelta a la cama y posó sus labios en los cerrados párpados, que no reaccionaron. Luego acarició la mano izquierda, abandonada, y advirtió que Lucienne no llevaba ya la alianza. ¿Desde cuándo? ¿Desde su accidente?… ¿Hasta este punto se había distraído? ¿O la había perdido antes? Era muy capaz de haber vivido junto a ella sin advertir nada. Tal vez si hubiera estado menos ocupado…
—Vaya a descansar —le dijo a la enfermera—. Yo velaré un poco.
—Dentro de un rato. Cuando haya cambiado el frasco.
Era muy sencillo, se quitaba la alianza cuando se convertía en Layla y luego se la volvía a poner. Pero la noche del accidente la metamorfosis no había concluido todavía y el anillo debía de estar guardado en algún sitio. Tendría que buscarla Chavane sintió deseos de fumar, de caminar, para alejar aquella impresión de velorio fúnebre. El cuerpo tendido sin movimiento, la lamparita de cabecera. Solo faltaban las flores. Chavane intentó recuperar los pensamientos de la noche anterior; recordaba que, en algún momento, se había dicho que Lucienne era tal vez, en cierto modo, inocente pero el hilo del razonamiento se había roto. Había entrevisto algo importante, que habría podido devolverle la paz, y ahora tanteaba de nuevo entre tinieblas. Terminó durmiéndose, con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y la boca abierta, como un muerto.
A la mañana siguiente, tras haber ayudado a Françoise a cuidar a Lucienne, se hizo llevar al bulevar Pereire. Había una carta para Layla o, mejor dicho, una tarjeta de visita lacónicamente redactada.
Estaré varios días en París. Pasaré a verla el jueves por la tarde, hacia las cuatro. Me interesa saber si le gusta el nuevo juguete. Amistosamente.
El nombre y la dirección del remitente eran sorprendentes: Félix Dehaene, Mechelsesteenweg 120. Antwerpen.
Chavane abrió el buzón de los impresos. Había un pequeño paquete plano. Examinó los sellos. Un tipo que enviaba juguetes desde Bélgica. ¿Qué significaba ese nuevo misterio? Chavane estaba tan nervioso que comenzó a desgarrar la envoltura del paquete en el ascensor y lo destripó en cuanto llegó a la cocina. Era un juego rompecabezas. Cada puzzle, cuyas piezas tenían forma de volutas finamente ajustadas, representaba un paisaje nórdico. Salvajes fiordos, sol de media noche en el glaciar, bosque siberiano cubierto de nieve… ¿Por qué el tal Dehaene le pedía a Layla su opinión? ¡Y hoy era jueves, el día en que iba a venir! Chavane tenía tiempo, hasta las cuatro, de telefonear a Dominique. ¡Un rompecabezas! No podía creerlo. Antes de marcar el número de Dominique, siguió pensando. Jamás Lucienne había mostrado el menor interés por ese tipo de diversiones. Tampoco le gustaban las cartas, ni el dominó, ni el chaquete. Y entonces, ¿cómo un belga podía consultarla, dando a entender que era especialmente competente en materia de juegos? Perplejo, llamó a Dominique y escuchó al otro extremo del hilo una voz desconocida, una voz de mujer.
—¿Puedo hablar con Dominique? —preguntó.
—La señora no está.
—¿Quién es usted?
—La mujer de la limpieza. Vengo a limpiar cuando la señora está ausente.
—¿Y se ha marchado por mucho tiempo?
—Una semana.
—¿Sabe dónde está?
—En Córcega, en casa de su prima.
Chavane, furioso, colgó. ¡Al diablo la prima! De pronto, se sentía impaciente por hacer mil preguntas sobre Lucienne. Le parecía que, hasta entonces, lo había hecho mal; porque había deseado, sobre todo, torturarse en vez de comprender. Ludovic sabía menos que Dominique sobre la infancia de Lucienne. La primera confidente había sido Dominique, su compañera de escuela. Antes de pervertir a Lucienne e inventarse a Layla, había jugado con aquella niña desconocida. ¿Era feliz Lucienne? ¿Se llevaban bien sus padres? ¿Habría sido rica si la revolución no hubiera estallado? ¿Acaso…? ¿Acaso…? Saberlo todo antes de que fuera demasiado tarde. Si Lucienne moría…
Chavane descubrió que ese pensamiento le hacía sufrir. Y aquello era tan nuevo que quedó atónito y vagamente sorprendido. ¡Después de todo lo que le había hecho! Resumió: el cuadro, aquella doble vida, aquellos juguetes que se burlaban de él y, por fin, la droga de la que había sido el imbécil transportista. Pero tal vez, puesto que había llegado demasiado lejos, no era culpable del modo que había imaginado.
Aguardó al visitante con huraña impaciencia. Sin duda era un antiguo amante. ¡Forzosamente! Adivinaba que, entre Dehaene y Layla, existía una amistad vieja, confiada, exactamente el tipo de amistad que Lucienne le había negado. Cuando, por fin, el hombre llamó a la puerta, se sentía desbordante de rencor.
Dehaene se extrañó.
—¿No está la señora Layla?
—Está enferma.
—¿No será grave?
—Por desgracia, sí. Pase.
Dehaene era un tipo alto, de unos cincuenta años, con un rostro rubicundo lleno de pecas y ojos azules sin malicia alguna. Chavane colgó en el vestíbulo su abrigo de piel de camello y su sombrero de curvadas alas, mientras le contaba el accidente. Dehaene inclinó la cabeza.
—Lo siento, lo siento mucho… ¿Podría visitarla?
—De momento es imposible.
—¿Es usted pariente suyo?
—Su primo hermano… ¿Qué le sirvo?
—Un whisky sin hielo, por favor.
Chavane sirvió el licor tomándose tiempo para pensar. Con Dehaene el cuento del Gabón era inútil. Al contrario, era preciso demostrar que estaba al corriente de algunas cosas para darle confianza. Le tendió el vaso.
—Layla me pidió que la reemplazara —dijo—, pero no estoy al corriente de todos sus asuntos. Naturalmente, conozco la naturaleza de sus ocupaciones. Cada uno vive como quiere, ¿verdad? Pero ahora tengo que ser curioso si deseo serle útil. Ya ve, he abierto su paquete. Y no comprendo nada. ¿Cómo puede interesarle a mi prima este rompecabezas?
Dehaene ofreció a Chavane un robusto cigarro holandés y encendió otro para sí.
—Primero tiene usted que saber cómo la conocí —dijo.
Su acento flamenco daba un tono extraño a sus palabras y, con sus espesas cejas pelirrojas y su boca que se redondeaba para expeler el humo, se parecía a un personaje de teatro.
—Nos presentó un amigo —continuó—. Yo dirijo una fábrica de juguetes, en Amberes. Desde hace algunos años, la demanda ha aumentado mucho, sobre todo en lo referente a juguetes miniaturizados que interesan cada vez más a los coleccionistas… Layla y yo hablamos mucho…
—¿Se convirtió usted en su…?
—Oh no, en absoluto —dijo Dehaene agitando su cigarro en signo de protesta—. No. Solo es una excelente amiga a la que visito cuando paso por París. Invirtió bastante dinero en mi negocio.
—¿Cuánto?
—¡Perdóneme! —dijo Dehaene levantando la ceja de un modo voluntariamente cómico—. Tal vez no le gustara que fuese demasiado comunicativo. Todo lo que puedo decirle es que es una mujer con muy buena cabeza. Enseguida confié en sus juicios. Y suelo enviarle nuestras muestras para saber qué piensa de ellas.
—¡Ah, de modo que es eso!
—¿Perdón?
—¡Nada, nada! Mire, me preguntaba por qué la atrajeron precisamente los juguetes. Si buscaba una buena inversión, podía hacerla en inmobiliarias, por ejemplo. Entonces, ¿por qué los juguetes?
—Yo lo sé —dijo Dehaene—. Conmigo hablaba muy libremente. ¿Puedo serle franco?
—Por supuesto.
—Es una mujer maltratada por la vida y, al mismo tiempo, una chiquilla que no ha salido de la infancia. Al menos eso es lo que deduje escuchando sus confidencias.
—Le confieso que no comprendo muy bien. En su infancia sufrió aquel drama, pero…
—Me lo contó. Quedó muy marcada. Y, precisamente hay en ella algo que no se ha desarrollado. Quedó bloqueado en aquel instante. Lo he advertido muy a menudo, hablando con ella. No soy médico, pero creo que no me equivoco. Mire, le daré una prueba: cierto día me dijo que nunca desearía tener un hijo, que dar vida era un crimen.
—¿Eso le dijo? —murmuró Chavane pensativamente.
—Sí, pero, al mismo tiempo, le gustan los juguetes. Es muy curioso. Por un lado se nota que está de vuelta de todo, como una anciana; y por el otro la he visto palmear ante un conejito tocando el tambor. ¿Le sorprende…? Y, sin embargo, debe usted de conocerla un poco.
—¡Tan poco!
—¿Nunca le habló de sus proyectos? No dejaba de hacer proyectos.
—Viajo mucho, ¿sabe?
—Ah, por eso nunca me habló de usted.
—¿Qué proyectos?
—Bueno, le habría gustado tener una tienda de juguetes. Incluso le había buscado algo, en Amberes.
—¿En Amberes?
—Sí. Decía que nada la retenía ya en Francia.
—¡Ah caramba! —dijo Chavane herido.
—Claro que, seguramente, no habría seguido adelante. En fin, no lo sé. Con ella, nunca se sabe lo que es cierto o lo que es falso. Vive en una especie de sueño. Salvo en lo que respecta al dinero. Le juro que en eso tiene los pies bien plantados en el suelo.
—¿Es avara? —preguntó Chavane.
Dehaene, con el dedo meñique, echó en el cenicero la larga ceniza de su cigarro.
—¿Avara? ¡No! Es más complicado que todo eso. A mi entender tiene siempre una enorme necesidad de seguridad. El dinero es como un capullo a su alrededor, una protección, una defensa, la calidez. Se abriga con el dinero como alguien que tuviera frío y se abrigara con una manta. ¿Me comprende?
—Me parece que sí.
—A mi entender, lo cierto es que siempre ha vivido con miedo. El miedo nunca la ha abandonado. Pero no un miedo ordinario… Un miedo vivo, que lleva en su vientre como si fuera un feto.
—Cállese —dijo Chavane—. Parece que la ame.
—Es cierto —dijo Dehaene—. Se lo merece. Está tan sola.
Soltó una carcajada que le congestionó.
—Pero no se haga ideas equivocadas… Estoy casado… Tengo hijos… Layla…
Intentó precisar su pensamiento y concluyó, en un tono repentinamente grave:
—¡Layla es Layla! Se salvará, ¿no es cierto?
—Lo dudo —dijo Chavane.
—¡Es terrible! Una muchacha tan afectuosa… Y tan bonita. Me apena mucho. Me marcho pasado mañana… ¿Puedo llamarle para preguntar por su estado?
—También yo estaré de viaje —dijo Chavane con frialdad.
Dehaene aplastó su cigarro y se levantó.
—Si le sucediera algo, y espero que no sea así, sería necesario arreglar algunas cosas. Me hablaba muy poco de su familia. No tiene notario. Confiaba totalmente en mí y tenía razón. Pero ahora…
—Si muere —dijo Chavane—, le avisaré. Tengo su dirección.
Tras la marcha de Dehaene, permaneció mucho tiempo en el salón, caminando con la cabeza baja alrededor de la mesa. Colocaba uno junto a otro los elementos del problema y la auténtica Lucienne comenzaba a tomar forma. Lo que descubría le oprimió el pecho. Nunca había dejado de huir, no solo de él —que no había contado demasiado para ella— sino también de algo vago y lacerante que le costaba imaginar, como si hubiera sido una pequeña bestia acosada buscando un refugio perdido. El gran Dehaene lo había adivinado. «Decía que nada la retenía en Francia». Esta frase vibraba como un cuchillo en la herida. Pero lo cierto es que nada la retenía ya en parte alguna. Y tal vez, al final de la carrera, había decidido soltar el volante como una sonámbula atraída por el vacío. Nunca lo sabría. Nunca acabaría de buscar nuevos indicios, de vagabundear tras de sus huellas.
Sintió de pronto necesidad de volver a verla y, precipitadamente, regresó a su casa como si temiera no encontrarla ya. Allí estaba, tendida de espaldas en la posición en que la había dejado. La enfermera hacía calceta. Solo se escuchaba el ligero tintinear de las agujas y sus labios se movían al contar los puntos. Chavane se sentó junto al lecho y murmuró al oído de su mujer.
—Soy yo, Lucienne… Te prometo que no volveremos a separarnos.
Se levantó, contempló los cerrados párpados del color de las violetas ajadas. Sentía deseos de apoyarse en la pared y llorar sobre su doblado brazo, como antaño, cuando era niño.