A PARTIR DE AQUEL MOMENTO, Chavane perdió la noción del tiempo. Tenía la impresión de estar viviendo en una burbuja, de estar siempre en otra parte con Dominique. Cada partida le era un sufrimiento, cada regreso a París, una alegría. Apenas llegado a casa, se arrojaba sobre el teléfono, dejaba que sonara mucho tiempo repitiéndose: «Está a punto de llegar. No puede estar muy lejos». Y cuando por fin descolgaban el teléfono, la invisible mano que le ahogaba soltaba su presa. «Oye, Dominique… Quería decirte buenas noches… No, nada nuevo. No, no he encontrado nada que me convenga. La Bretaña me gustaría bastante…». Le había hecho creer que estaba buscando una pequeña propiedad para invertir convenientemente su dinero y que eso le obligaba a desplazarse mucho, porque desconfiaba de los anuncios del periódico, muy engañosos a menudo. Pero, algunas veces, Dominique no respondía o, lo que era peor, le decía:
—Esta noche no es posible.
Y él no podía evitar devolver violentamente el auricular a la horquilla. Caminaba con rabia por el salón, sentía deseos de dar patadas a las sillas. Y, luego, se derrumbaba en el sillón torturándose con inaguantables visiones. Dominique en los brazos de algún Aufroy libidinoso; Dominique en éxtasis, pues ahora sabía de qué era capaz; y sabía también que nunca había conocido nada semejante. Era como una enfermedad que le corría por la sangre y, a veces, le llenaba los ojos de lágrimas. Se decía a sí mismo: «No es posible. Por fuerza tiene que pasar. A fin de cuentas, es una estupidez. ¡No tengo ya edad para enamorarme!».
Y entonces se examinaba indefinidamente, recoveco a recoveco, como un mono que se despiojara. ¿Amaba realmente a Dominique? ¿Había bastado, pues, haber hecho bien el amor, una sola vez? ¿E, inmediatamente después, el flechazo, la pasión? Las cosas no debían de ser tan simples. Sin la existencia de Layla, sin duda Dominique no le habría interesado. Dominique era solo una intermediaria, una intérprete. Y como Layla era suya, también Dominique le pertenecía… Comenzaba a perderse en extraños pensamientos. Se veía jugando a la gallinita ciega con sombras que se le escapaban burlándose… Dominique… Layla… Lucienne… Las amaba a las tres, y las odiaba alternativamente. Los días desfilaban ante él como esas estaciones abofeteadas por el rápido y que se perdían en la noche con sus carros, sus luces, sus andenes desiertos. De vez en cuando, se encontraba con Ludovic en el hospital. Un poco antes de Navidad, su tío le dijo:
—¿Sabes, pequeño?, me preocupas. Tienes un aspecto que da miedo. No creí, y no te lo tomes a mal, no creí que la amaras tanto. ¿Qué quieres? Tenemos que resignarnos. Ya nunca será como antes.
Chavane estuvo a punto de encogerse de hombros. ¡Nada era como antes! Nada ni nadie. Comenzando por él mismo.
—El doctor me ha dado a entender —prosiguió Ludovic—, que pronto podremos llevárnosla a condición, claro, de que nos ayude una enfermera para las perfusiones.
Chavane le escuchaba distraídamente. Se dirigía en silencio a su mujer. «No te estoy engañando, Lucienne… Compréndeme. En cierto sentido te estoy buscando… Dominique… ¿La recuerdas? Es tu amiga… Ella es lo que tú eras… Y yo solo soy, para ella como para ti, un hombre entre los demás…». Y cuando acababa de pronunciar el nombre de Dominique, le retorcía las entrañas el deseo de verla enseguida. Dejaba precipitadamente a Ludovic, tras una última mirada a la extraña criatura de ojos cerrados. Saltaba a un taxi y se hacía conducir a la calle Troyon. Y allí, como un gestor a quien nada desalienta, aguardaba. Cuando se abría la puerta, estrechaba a Dominique entre sus brazos. En vano pretendía ocultar sus emociones.
—He subido a pie —explicaba intentando recuperar el aliento.
—¡Pobre Georges! Estás tan loco como los demás.
Y se lo llevaba al salón, le ofrecía una taza de café, fuera la hora que fuese. Le examinaba de los pies a la cabeza.
—¿De dónde has sacado esta corbata? Pareces salido de tu poblado en la selva. ¿Y por qué vas siempre tan oscuro? Como si fueras un enterrador. ¿Ves cómo me preocupo por ti? Sí, comprendo. ¡Más tarde! De momento, no es eso lo que quieres. ¡Vamos, ven!
Y era la primera que entraba en la alcoba…
Pero, a menudo, la puerta no se abría. Chavane acercaba el rostro a la mirilla practicada en la madera. Tal vez estuviera allí, observándole pero negándose a abrir porque no estaba sola. Imaginaba la chaqueta en una silla, el pantalón encima, los zapatos al pie del lecho… Apretaba los puños, gruñía algunas injurias y, luego, apoyando su frente contra la puerta balbuceaba: «Layla, no tienes derecho». Por fin se alejaba volviendo, a veces, sobre sus pasos para llamar de nuevo. Tal vez no le hubiera oído.
Cierto día, aturdido, entró en el apartamento del bulevar Pereire pensando que tal vez hubiera regresado. ¿Quién? Pues bien, Layla. «Me estoy volviendo completamente tarumba, pensó. ¡Pobre estúpido, sabes muy bien dónde está Layla!». Sin embargo, miró en el buzón. Estaba vacío pero habría podido contener una nota de Fred. «Me interesaría volver a verle», se dijo.
Pasó Año Nuevo como los ramilletes de luz que huían a lo largo del Mistral. Dominique comenzó a inquietarse.
—No estaría mal avisar a la policía. Esta ausencia no es normal. Ya sé que Layla tenía sus secretillos. Pero si hubiera tenido intención de hacer un viaje, me habría avisado.
—¿La veías a menudo?
—No, a menudo no. En este oficio cada una va a lo suyo. De todos modos nos encontrábamos cada ocho o diez días, o nos llamábamos por teléfono. Tal vez le haya ocurrido algo. Y no bromeo, mi pequeño Georges. Basta dar con un tipo medio mochales para que te encuentren estrangulada.
—¿Has corrido peligro alguna vez?
—Al comienzo, sí. Luego aprendí a desconfiar. También Layla era prudente, pero por dinero habría hecho cualquier cosa. Claro que ir a la policía no me gusta. Aunque tú podrías hacerlo… Sentías afecto por Layla, ¿o no?
—Naturalmente… Pero no quiero mezclarme en sus cosas.
Chavane le daba vueltas a estas frases, y a otras muchas, durante todo el viaje. Recordaba detalladamente sus conversaciones. Recordaba también el reconocimiento de deuda descubierto en el oso de peluche. Tal vez por su causa habían atacado a Lucienne. Mientras servía a sus clientes, iba estudiando sus sospechas. Luego, a su pesar, sus pensamientos se perdían en Dominique. En cuanto estaba lejos de ella, juzgaba fríamente la situación. No tenía salida. ¿Qué podía esperar de Dominique? Lo que deseaba era tenerla solo para sí, a ella que, precisamente, era la mujer de todo el mundo. La tenía en alquiler, para una salida de vez en cuando. Ella le concedía su buen humor, sus divertidas reflexiones e impulsos amistosos que, a veces, parecían accesos de amor. Formaba parte del contrato. Pagaba por ello, y pagaba caro. Con el dinero de Layla. Era Layla la que le ofrecía esa intimidad con Dominique. Y cuando el dinero se hubiera agotado, Dominique le mandaría a paseo, y entonces…
Ignoraba lo que ocurriría pero se sentía dispuesto a todas las barbaridades. El tipo medio mochales del que le había hablado Dominique, tal vez fuera él. Después del accidente de Lucienne, los acontecimientos se habían desarrollado de tal modo que se sentía cogido en una red de ataduras que nada podía ya aflojar. Solo le quedaba la irrisoria facultad de asistir a su propia decadencia. La palabra no era demasiado fuerte. Estaba, en efecto, cayendo por la pendiente. Todo lo que hacía era feo. Antaño era una especie de aristócrata de la comida. Ahora se comportaba como un mercachifle. Su equipo, además, sospechaba algo. Seguían demostrándole la misma confianza, pero él sabía que, a sus espaldas, murmuraban. Por fortuna, el vagón-restaurante vivía la afluencia de los grandes días debido a las vacaciones de invierno y a los congresos en la Costa Azul. Chavane se absorbía en su trabajo con una sonrisa comercial pegada a sus labios. ¡Llegar pronto a París! El apartamento necesitaba una limpieza. De vez en cuando él hacía una comida rápida, lavaba la ropa, sus chaquetas blancas, a toda prisa, y volaba al encuentro de Dominique.
—Te estás volviendo muy pesado —le dijo una noche.
—¿No quieres que me quede?
—Tú lo has dicho. Quiero estar sola en mi casa.
—¿Te aburro?
—Eso es. Me aburres. Vamos, no pongas esa cara. Somos buenos amigos, ¿no es cierto? Eso debiera bastarte. ¿Qué más quieres?
Y, de pronto, estalló.
—Sabía que iba a llegar este momento. ¿No puedes meterte en la cabeza que no soy propiedad de nadie? ¡Hala! ¡Aire! Ya volverás mañana.
—¡Ten cuidado!
—¿Cómo? ¿Que tenga cuidado? ¿Pero te has creído que soy tu mujer?
Fue a abrir la puerta del vestíbulo.
—¡Dominique!
—No hay Dominique que valga. Que te aguante Layla. Al fin y al cabo, es cosa suya.
Él tomó su sombrero y se detuvo en el umbral.
—¿Me echas?
—Claro que no, idiota. Solo te pido que me dejes respirar un poco. No es tan difícil comprenderlo.
—¿Podré volver?
—¡Carajo!
Le empujó fuera. Caminó bajo la lluvia hacia el Arco de Triunfo. La cólera y la pesadumbre le aturdían. Entró en un café y llamó a Ludovic.
—Perdona, padrino. Hubiera debido llamarte antes, pero el tren llevaba mucho retraso. ¿Hay alguna novedad?
—Sí. Necesitan la habitación de Lucienne. Tenemos que tomar una decisión. Para mí, lo más sencillo es lo que te he propuesto. El médico piensa también que es la mejor solución. Lo han intentado todo. De modo que, ahora, ya no podemos dudar. No te preocupes. Aquí estoy yo.
—Gracias padrino. ¿Pero cómo puede evolucionar ese coma?
—¿Cómo saberlo? Según Marie-Ange, el cerebro de Lucienne está muerto. ¡Ya conoces a Marie-Ange! No se anda con remilgos. ¿Podrías encontrar a una buena mujer para la limpieza preguntando a los comerciantes? Yo me encargaré de la enfermera, porque necesitaremos una para las noches. Nos costará muy caro, ¿pero qué vamos a hacerle? Durante algunas semanas, o algunos meses, no hay más solución. La pobre pequeña está perdida. Y, ¿sabes?, desearía que se fuera enseguida. Sería mejor para ella y para nosotros.
Chavane, atrapado en la estrecha cabina, miraba con la cabeza en otra parte las inscripciones de la pared, alrededor del teléfono. Con Lucienne en casa sería difícil salir libremente. Ludovic haría preguntas. Lo de Dominique se había terminado.
—¿Cuando tenemos que llevarnos a Lucienne? —preguntó.
—Lo antes posible.
—¿Qué quiere decir eso?
—Este fin de semana.
—¿No podríamos esperar un poco más? Este fin de semana tengo viaje.
—Si estás de acuerdo, no tendrás que ocuparte de nada. Decide.
¡Lucienne en casa! ¡El hospital a domicilio! ¡Siempre con una enfermera en medio! ¡Sin hablar de Ludovic! ¡No habría modo de telefonear sin ser oído! «¡Pero qué les he hecho, Dios mío!», pensó.
—Oye —dijo Ludovic. ¿Estás ahí?
—Sí, sí. Pensaba. Bueno, de acuerdo. ¡No tenemos elección!
Colgó y, antes de marcharse, se bebió un coñac. Fuera, la noche sabía a infortunio.
El traslado tuvo lugar el sábado, mientras Chavane servía la juliana de verduras, cerca de Sens. Al regresar, la casa se había transformado. Había en el salón una cama plegable. Allí dormiría él en sus días de descanso, mientras Ludovic regresaría a su casa. Y cuando estuviera de servicio, Ludovic le reemplazaría. El mejor sillón había sido colocado en la alcoba, para la vela, y Ludovic se había procurado una mesa que, colocada junto a Lucienne, serviría de mesa para todo. Lucienne seguía tan horriblemente inmóvil, con el rostro tan blanco como la almohada. Ya solo había un frasco colgado del soporte que, en el familiar decorado de la alcoba, adquiría un siniestro significado.
—Se vacía cada cuatro horas —explicó Ludovic—. Después, se cambia. Lo he apuntado todo en una libreta; allí está. El doctor ha precisado muy bien los detalles; pero la enfermera se encargará de todo.
—¿Dónde está?
—En la farmacia. Se llama Françoise. Ya verás, está muy bien. Ella nos proporcionará una colega para las noches. Pero tranquilízate; no es necesario que vigilemos constantemente a Lucienne. Cuando los cuidados de higiene han terminado, basta con lanzar una ojeada de vez en cuando y cambiar el frasco.
Ludovic tomó a Chavane del brazo y le apartó un poco.
—Entre nosotros —dijo en voz baja—; tomaremos todas las precauciones, claro, pero la cuidemos o no el resultado será el mismo. Lo que está aquí no es ya Lucienne. ¡Pobre pequeña! Te dejo, Paul.
Y Chavane se quedó solo, al pie de la cama, mirando a su mujer dormida. Hacía tiempo ya que habían retirado las vendas que le cubrían la frente. Los cabellos volvían a crecer. Ya no eran del mismo color que los otros sino menos negros y rebeldes. Solo ellos vivían en aquella cabeza parecida a una figura moldeada. El rostro tenía ahora algo de infantil y enfurruñado al mismo tiempo, como si Lucienne se hubiera apartado de este mundo para refugiarse en otra parte, en un lugar que solo ella conocía, donde estaban sus juguetes y sus osos de peluche. Y ahora, ella, con su sola presencia, iba a vigilarle, a ser testigo de sus salidas nocturnas y sus vergonzosos regresos. ¿Cómo podría, tras haber hecho las paces con Dominique y apenas separado de sus brazos, comparecer ante Lucienne, tocarle la mano y, tal vez, bajo la atenta mirada de la enfermera, darle un beso en la frente? ¿Cómo podría, ante la una, dejar de pensar en la otra? Aquí desearía terminar con Dominique y allí esperaría, con todas sus fuerzas, que Lucienne muriese. Y cuando las hubiera perdido a ambas —lo que sin duda sucedería algún día— seguiría viviendo con el fantasma de Layla que le hablaría al oído, con las palabras de la una a veces, a veces con las de la otra. ¿Y entonces? ¿Intentaría recuperar su sueño corriendo tras las faldas de mujeres más o menos ligeras de cascos? Comprendió que el apartamento del bulevar Pereire iba a servirle de refugio cuando no pudiera ya soportar esta habitación.
Tres días más tarde pasó allí la noche, tras haber telefoneado a Dominique.
—¿Podemos vernos?
—Esta noche no, amorcito. Lo siento.
—¿Mañana por la noche?
—Imposible. Estaré con un argentino muy exigente, pero muy guapo, agradable y todo. Me gustaría que le conocieras.
—¡Puerca! —dijo Chavane entre dientes.
Cortó la comunicación con gesto seco. A la mañana siguiente, a las siete, regresó a su domicilio. La enfermera de noche le miró reprobadora pero no hizo ningún comentario.
—¿Nada nuevo?
—No. Nada.
Entró en la habitación y se acercó a la cama. Se sentía furioso y destrozado.
—He dormido en tu casa —murmuró como si ella pudiera oírle—. Y lo haré de nuevo. ¡Y no serás tú quien me lo impida!
Pero cuando, dos horas más tarde, tuvo que ayudar a Françoise a lavar a Lucienne, ante aquel cuerpo descarnado que se abandonaba blandamente, como el de una muñeca de trapo, sintió que iba a llorar. ¿Por quién? No lo sabía. Habría querido estar solo y no escuchar los dulzones comentarios de Françoise: ¡Tan joven! ¡Qué lástima! ¡Realmente no somos nada!
—¡Y una mierda, vejestorio! —aulló silenciosamente Chavane—. ¡Es que nunca vais a dejarme en paz!
El día transcurrió con nauseabunda lentitud. Fue a buscar un paquete de cigarrillos, salía con el menor pretexto, se detenía un instante junto a la cama. Cuando la enfermera de noche reemplazó a Françoise, él huyó. Regresó al bulevar Pereire. Estaba cansado y se prometió una buena noche de sueño en la redonda cama de Layla… Bueno, no iba a comenzar de nuevo a torturarse.
En el buzón había un papel. Lo leyó. No puedo más. Era la caligrafía de Fred, una caligrafía temblorosa como si hubiera escrito a tientas.
Chavane vaciló. Los estados de ánimo de Fred le importaban muy poco. Pero se dijo que Layla habría sabido por qué el antiguo jockey le dirigía aquella extraña frase, que se parecía a una petición de auxilio. ¿Acaso Fred necesitaba dinero? Pero en ese caso se habría expresado de otro modo. Era el momento de salir de dudas. Chavane contó los billetes que llevaba en la cartera; tenía de sobras.
Un taxi le llevó a Chez Milord. Eran casi las once y el bar no estaba muy animado. Chavane distinguió a Fred, al fondo, sentado ante un licor verde. Se le plantó delante. Fred levantó la cabeza.
—¿No me reconoce? —preguntó Chavane.
—Espere —dijo Fred con voz enronquecida por el tabaco.
Y, de pronto, sus ojos se animaron.
—El amigo de Layla.
Se levantó a medias.
—¿Dónde está? ¿Le envía ella?
—¿Podemos hablar?
Chavane hizo una señal al camarero que le trajo lo mismo mientras se sentaba junto a Fred.
—No —continuó—. No me envía porque no ha regresado todavía.
—¡Tanto tiempo fuera! Entonces es que la han pillado.
—¿Pillado? ¿Quién?
Fred bebió un trago de licor para darse el tiempo de examinar a Chavane. Tenía los ojos inyectados en sangre y su mano libre se abría y se cerraba como si hubiera escapado a su control.
—Si lo es —dijo—, ya puede llevárseme.
—Pero… No comprendo —protestó Chavane—. Soy el amigo de Layla, eso es todo. Encontré su nota en el buzón y vengo a ver lo que va mal. ¿Necesita dinero?
Fred sonrió con tristeza.
—Es cierto que estoy con el agua al cuello —dijo—. ¿De modo que no es de la pasma?
—Claro que no.
—¿Y no sabe lo que Layla me pasaba, bajo mano, cada semana?
—No.
—Pues bueno, me soltaba unas pocas rayas, ¡eso es todo! Muy pocas. Las necesarias para empalmar, porque tengo otro proveedor.
—¿Rayas? ¿Quiere decir… cocaína?
—¡Shtt! Claro… Y de la superior. Pero no tengo suerte. Mi proveedor ha desaparecido y Layla me abandona… Siento que la cosa acabará mal. Si sabe dónde esta Layla, sea bueno. Avísela enseguida.
Chavane tenía la impresión de estar borracho. ¿Layla se dedicaba al tráfico de droga? Claro, debía de pertenecer, por alguna inconfesable conexión, al mundo paralelo del hampa. Hubiera debido sospecharlo. Una moza que hace la carrera pronto es descubierta, sufre presiones y, sin duda, también amenazas que la obligan a portarse bien, a obedecer sin discutir. Y si tiene la osadía de no ser lo bastante dócil, se la manda contra una farola. Todo comenzaba a aclararse.
—¿Para quién trabajaba? —preguntó Chavane.
—Pero… Para nadie.
—¿Cómo? ¿No pertenecía a alguna organización?
—Claro que no. Es muy independiente. Es como un pequeño comercio que se ha montado sola. Cómo se ve que no la conoce bien. ¡Nunca habría trabajado por cuenta de otro! ¡De ningún modo! Por lo que he podido deducir, en Niza hay alguien que le hace llegar, cada semana, una pequeña cantidad de nieve. Luego, se las arregla para venderla aquí. Debe de tener algunos clientes fijos, muy discretos. ¡Todo queda en familia! No hay casi riesgos.
—De todos modos, los hay.
—Por fuerza.
—Necesita un proveedor, o algún cómplice, que le traiga la droga a París.
—Como imaginará, se lo pregunté. Para ponerla en guardia. Se rio. Me dijo que, por ese lado, estaba absolutamente tranquila.
—Veamos, hay dos posibilidades. O alguien viene de Niza a París o ella va a buscar la droga.
—No. Ninguna de las dos. Me dijo que utilizaba un truco.
—¿Cuál? ¡La droga no puede venir sola!
—Me pareció increíble.
Chavane revisó rápidamente algunas hipótesis. Ninguna resistía el menor análisis. Estaba seguro de que Lucienne, cuando él descansaba, no salía de casa. ¿Viajaba regularmente en avión cuando él estaba de servicio? ¿A riesgo de que la descubrieran? Era impensable.
—¿Y le habló de un truco?
—Esa es, exactamente, la palabra que empleó. Añadió que nadie podría sospechar nunca la verdad.
—¡Qué curioso! Créame, me aturde lo que me está diciendo. Dejé a una jovencita tímida, reservada; ¿y qué encuentro cuando regreso a Francia? Pues a una persona que se dedica a la vida galante y trafica con droga. No puedo creerlo.
Fred agitó la cabeza.
—No es eso exactamente —dijo—. Tampoco es fácil explicarlo. En primer lugar, Layla no es lo que usted cree. ¡No es una furcia que se acueste con todo dios! Vive con mucha libertad, como otras mujeres. Eso no me escandaliza. Y, luego, pone a disposición de ciertos amigos algunas rayas.
—Gramo a gramo, una vez tras otra, la cosa puede significar mucho dinero.
—Bastante, sí. Pero, una vez más, Layla no es una profesional. Y lo prueba que las pocas rayas que me proporciona, me las regala. Le he hecho algunos favores; es su modo de agradecérmelo. ¡Layla es una chica estupenda! Si no vuelve pronto, me hará mucha falta… Pero, ahora que lo pienso… Recuerdo que, la última vez, me pareció un poco preocupada… Inquieta no… Pero tampoco tranquila. Tal vez se haya marchado por eso. ¿No advirtió usted nada en el aeropuerto?
Chavane estuvo a punto de preguntar: ¿en qué aeropuerto? Estaba hundido hasta el cuello en sus mentiras y en las de Lucienne.
—No —dijo.
Y, para terminar con la conversación, añadió tomando su cartera:
—Digamos que es de parte de Layla… Para que se procure algunas dosis.
Contó algunos billetes de quinientos francos. Era dinero del trafico que pagaba las confidencias de Fred. Chavane estrechó la mano al antiguo jockey y se marchó. «Tenía un truco —pensó—. ¡Un truco infalible!». ¿De qué podía tratarse?