CUANDO CHAVANE llegó al Grand Vefour, Mancelle estaba tomando un aperitivo con un hombre canoso que parecía mucho mayor que él. Terminadas las presentaciones. Chavane se sentó frente a ellos. Mancelle se inclinó.
—Podemos hablar con mucha libertad —dijo—. Mi amigo Aufroy está al corriente de lo de Layla.
—¡Ah! Él también…
—Sí —intervino Aufroy—, pero se acabó hace mucho tiempo. Y quisiera darle un buen consejo. No la trate. Mancelle me ha contado su historia mientras esperábamos. Le decepcionaría.
—Exageras —dijo Mancelle—. Aunque lo tuyo no funcionara…
Y, dirigiéndose a Chavane:
—El pobre Aufroy se encaprichó de ella.
—¡Nunca!
—¡Vamos, sé franco! No hay ningún mal en ello.
—Esa moza —dijo Aufroy con amargura—, es el egoísmo personificado…
—¿Y si comiéramos primero? —propuso Mancelle.
Estudió el menú con las cejas fruncidas, como un diplomático que analizara un tratado. En un aparte, Aufroy murmuró:
—Según tengo entendido acaba de llegar del Gabón. ¿No le perjudicó el clima?
—No —respondió Chavane—. Vivía al aire libre, en la selva.
—Supongo que se dedicaba al ocume.
La llegada de Raymond Oliver le impidió a Chavane seguir mintiendo. Se estrecharon las manos. Estaba claro que Mancelle era un cliente habitual. Se inició una discusión bizantina acerca del gratinado de cangrejos y, luego, Oliver propuso, con su cálida voz que prometía maravillas, un jamón de jabato al estilo montero que fue aceptado enseguida. Llegó el sommelier para anotar el pedido.
—Tú eliges las armas —le dijo Mancelle a su amigo.
—¡Ah, demonios! —exclamó este—. Esa es la madre del cordero.
Había adoptado una voz risueña de penosa vulgaridad. Chavane miró sus manos y, luego, las de Mancelle… Manos que habían corrido como bestias por la piel de Lucienne. Tenía que haber arrojado la servilleta en la mesa y marcharse, pero una inconfesable y ardiente curiosidad le mantenía inmóvil, como encadenado.
—¿Comenzamos con un blanco de Alsacia? Es una cosita que no está mal —dijo Aufroy imitando el acento de un payaso—. ¿Qué le parece, mister Mattei?
«Si sigue así, le planto el puño en la cara», pensó Chavane. Se encogió de hombros.
—Como quiera —murmuró exasperado por el buen humor de sus compañeros.
Por fin hicieron el pedido.
—Lo que le reprochas a la pequeña —prosiguió Mancelle— es ser demasiado seria.
—Exactamente.
—Necesitas cortesanas como las de antaño, para que toquen el laúd a tus pies.
Aufroy puso por testigo a Chavane.
—¡Será estúpido! —dijo—. En fin, señor mío, cuando usted les hacía una visitita a sus negras no era, ciertamente, para discutir el precio de la madera. Layla pretendía que yo le hablara de mis negocios como si fueran cosa suya.
—Pues bueno —intervino Mancelle—, a mí no me disgusta. E incluso, a veces, créame, Mattei, le pido consejos. ¡Ni más ni menos! Tiene un gran sentido comercial.
—Está absolutamente turulato —exclamó Aufroy, adoptando esta vez el acento marsellés.
Mancelle, en tono confidencial, dijo inclinándose hacia Chavane.
—Sentimos curiosidad por saber cómo era cuando la conoció usted.
Chavane, horriblemente molesto, reflexionó.
—Razonable —dijo por fin.
—¡Ah, lo ves —triunfó Aufroy—, razonable! Una mujer cerebral. Y eso es lo que le reprocho.
—Una mujer cerebral —repuso Mancelle—; eso depende. ¡Sí, les juro que depende del momento!
Rio con aire goloso y llenó el vaso de Chavane.
—Aunque en su cabecita de pájaro —continuó—, hay mucho lugar para las cifras.
—¡Oh! Si te refieres a eso —dijo Aufroy—, sé muy bien lo que me ha costado. Si la hubiera dejado hacer, ahora estaría arruinado.
Chavane, con la ayuda del vino, no sabía ya muy bien de quién estaban hablando. Recordó los millones en el oso de peluche.
—¿Gana mucho dinero? —preguntó.
Mancelle adoptó el rostro de un conspirador.
—Ahí —dijo—, está usted metiendo la nariz en pleno misterio. No es que lleve un tren de vida extraordinario, pero tiene cosas buenas, y las cosas buenas cuestan caras. Sin embargo, estoy seguro de que recibe a muy pocos hombres. ¿Cómo se lo hace? Porque, al revés de lo que afirma el farsante que está sentado a mi lado, nunca ha intentado desplumarme. A veces he calculado, oh, no por celos, como puede suponer, sino porque me gusta saber las cosas. Por término medio, está libre tres días a la semana. Por la mañana me recibe a mí, y eso es todo porque se levanta tarde; y no termina nunca de emperifollarse. En resumen, eso nos lleva a mediodía. Pongamos que reciba luego a dos o tres visitantes, no más, porque detesta la prisa. Pues bueno, saquen la cuenta.
Chavane sacaba la cuenta y no podía tragar bocado.
—Es una mantenida —dijo Aufroy—. Forzosamente tiene, entre bastidores, a alguien que suelta la pasta. Cuando desaparece debe de estar con él. Yo imagino una hermosa propiedad, en provincias… Con un jardinero…, tal vez monta a caballo…
Chavane se atragantó, se cubrió el rostro con la servilleta. Aufroy se levantó para golpearle la espalda.
—Perdónenme —murmuró Chavane.
Se secó los ojos llenos de lágrimas. Llegó el jamón, en una larga fuente, cubierto con una salsa espesa como sangre.
—Beautiful! —exclamó Aufroy—. Sírvase más; eso le compensará de la trompa de elefante y la fritada de serpiente.
—¿Y qué va a hacer usted ahora? —preguntó Mancelle—. ¿Tiene intención de volver a la normalidad? Para arrancarse la espina…
—Todavía no lo sé.
—¿Ha vendido el negocio o está de vacaciones?
—He vendido.
—Explíqueselo todo —dijo Aufroy con la boca llena—. Ábrale sus libros de contabilidad y ella le abrirá su corazón… ¡Ese jabato no es una tontería!, ¿verdad?
Raymond Oliver se detuvo ante ellos y se inició una larga conferencia sobre el modo de preparar las carnes de caza. Chavane, a hurtadillas, miró su reloj. Estaba harto de aquella odiosa comida y, sin embargo, no se había saciado todavía de detalles innobles. Durante muchos años se había visto privado de aquella mujer que los otros se disputaban y, ahora, necesitaba saberlo todo sobre ella, convertirse en su familiar al no poder ser su amante. Cuando Raymond Oliver se hubo alejado, formuló la pregunta que le atormentaba desde hacía mucho tiempo.
—¿Pero no es un oficio peligroso…? Porque puede telefonearle cualquiera. —Recordó la misteriosa llamada—. Y si saben que es rica…
—Tiene ciertos riesgos —admitió Mancelle—. Pero, a su nivel, no son tan graves. Sin embargo, me recuerda usted algo. Siempre tomaba grandes precauciones, por ejemplo, cuando salíamos juntos. Miraba a su alrededor, utilizando el espejo, por ejemplo, cuando retocaba su maquillaje. Incluso, cierta vez, le dije: «¿De que tienes miedo?». Naturalmente, se burló de mí.
Calló y Aufroy dijo:
—Hablando de dinero…
La conversación pasó a la política.
—Perdónenme —dijo Chavane—. Tengo que llamar por teléfono, volveré enseguida.
—¿Quiere postre? —le lanzó Mancelle.
—Un helado y un café.
Se dirigió al teléfono y llamó a Ludovic.
—Padrino, ¿puedes sustituirme esta tarde en el hospital? Tengo muchas cosas que hacer y mi presencia no es indispensable.
No podía decirle a Ludovic que, hoy, ver a Lucienne estaba por encima de sus fuerzas.
—Claro —respondió Ludovic—. Tengo mucho tiempo.
Chavane colgó. No quería hablar ya con nadie. Subió.
—Una cita urgente —dijo—. Tengo que dejarles.
Bebió su café de un trago.
—¿No será Layla, por casualidad? —sugirió Aufroy guiñándole un ojo.
Trajeron el abrigo de Chavane.
—Espero que volveremos a vernos —dijo Mancelle—. Si me necesita, puede encontrarme en el listín telefónico… Raymond Mancelle…
—Y no lo olvide —añadió Aufroy—. Dele un beso de nuestra parte.
Chavane huyó. Necesitaba refugiarse en su casa, cerrar las contraventanas, no pensar en nada. Pero cuando llegó a aquel apartamento que, de pronto, le pareció extraño, sintió náuseas. Todo daba vueltas en su estómago, Aufroy, el jabato, Lucienne, sus millones, sus amantes… Con la frente sudada, se dejó caer en la cama e, inmediatamente, brotaron las preguntas. Los signos de interrogación bailaban ante él como si fueran cobras. Una especie de húmeda siesta, entrecortada por sobresaltos y gemidos, le mantuvo hasta la noche entre la vigilia y el sueño.
Cuando emergió de la niebla, dolorido de cuerpo y alma, un pensamiento hizo penetrar en él algo de luz: «¡Pasado mañana estaré lejos! ¡Lo demás me importa un rábano!».
Dos días después, en cuanto estuvo en camino, con las llaves del vagón en el bolsillo, sintió que ya nada sería igual. Primero, tenía que responder a los amigos. «No, no está peor… Sí, hay alguna esperanza», e iba a ser así durante todo el viaje. Y, luego, había otra cosa que se precisó cuando, tras la breve alegría de haberse encontrado con su equipo, inspeccionó su territorio. En el fondo, partir ya no le interesaba. Si hubiera podido, habría vuelto enseguida al bulevar Pereire para aguardar a otro visitante, para llegar hasta el fondo del drama, para saberlo por fin todo sobre aquella Layla cuyas metamorfosis eran otras tantas provocaciones. Y cuando el tren se puso en marcha, al placer de sentir ascender por sus piernas la muelle trepidación de la partida, sucedió una extraña opresión en el pecho, como si dejara a sus espaldas, por primera vez, a una mujer amada, que no era Lucienne, que no era Layla, que no tenía nombre y que, de pronto, le importaba más que nada en el mundo. Y luego, poco a poco, los gestos familiares recuperaron su seguridad. Se absorbió en el servicio con, en lo más profundo de su pecho, algo brumoso que se parecía al paisaje invernal que desfilaba por las ventanas.
El medallón de rape Dugléré precedía al medio pollo a la americana que parecía tener mucho éxito. Chavane adivinaba fácilmente lo que complacía a la clientela. Se advertía en imperceptibles signos: las conversaciones se animaban; había sonrisas en los ojos y se pedía pan. Los viajeros eran bastante numerosos. Chavane, hasta Marsella, no tuvo tiempo de pensar en sus problemas. Había claro, de vez en cuando, un nombre que pasaba rápidamente por su espíritu como pasaba ante sus ojos el de una estación, devorada enseguida por la velocidad. Mancelle… Fred… Conseguía desviar su atención. Pero, a medida que el Mistral se acercaba a Niza, sintió miedo, como un drogado nota la inminencia de la crisis. También él sufría el síndrome de abstinencia. Necesitaba de nuevo sus fantasmas.
En cuanto el tren se detuvo, realizó sus tareas habituales, estrechó algunas manos… «Sí, hay esperanzas»… y, atravesando la explanada, se fue al Barthélémy. Un coñac… Dos coñacs… El aire era tibio; tras los cristales se veía pasar a los ociosos viandantes. Chavane recordó que, la última vez, en este mismo café, había pensado mucho en su divorcio. ¿Cuándo había sido…? Intentó contar los días; pronto renunció a ello. Estaba lejos, en un pasado incalculable. Pero subsistía una certidumbre: si había decidido romper, era porque había olfateado algo anormal en el comportamiento de Lucienne. Pero en ese caso, si tanto se aburría Lucienne a su lado, ¿por qué no había tomado la iniciativa de divorciarse? Pues, pensándolo bien, esa era la pregunta de las preguntas. Todo parecía demostrar que le gustaba el lujo. Divorciada, libre, podía ganar dos veces más. Y, sin embargo, aceptaba regresar a aquel mediocre apartamento, esperar a aquel hombre mediocre, para compartir con él aquella existencia gris.
El cuadro, Chez Milord, los millones del oso de peluche, el reconocimiento de deuda firmado por Leonie Rousseau, todo aquello formaba un rompecabezas incomprensible cuya pieza central, la que permitía interpretar todas las demás, era la propia Lucienne. Lucienne en su casa. Lucienne arrastrándose durante todo el día, con un cigarrillo en la boca y un libro en las manos.
Si su vida doméstica era una carga, ¿por qué no terminar con ella? Chavane se lo había preguntado ya y, ahora, veía claramente que las razones que se había dado no reunían el menor examen. Lucienne había elegido. Había aceptado el riesgo de ser descubierta algún día. El temor que le inspiraba Ludovic no habría bastado para retenerla.
Más allá de estas reflexiones, Chavane solo avanzaba a tientas. ¿Habría aceptado divorciarse si hubiera estallado la verdad? ¿O habría fingido corregirse para mejor adormecerle? ¿Pero por qué, Dios mío, por qué?
Chavane, vencido, fue a acostarse. Tanta prisa tenía, antaño, por alejarse de París cuanto, ahora, ardía en deseos de regresar. Durmió mal; llegó muy pronto al vagón. Había olvidado entregar sus dos chaquetas a la lavandería y se prometió lavarlas él mismo, en cuanto regresara. Estaban, como él mismo, llenas de arrugas y deterioradas, pero eso no le incomodó en absoluto. A causa de Layla, se sentía mancillado, ensuciado en lo más profundo. De modo que su apariencia externa…
Se zambulló en su trabajo con una especie de triste fervor, contando las horas en las paradas. Veía, con la imaginación, como en un mapa, al Mistral alejándose del Sur y elevándose lentamente hacia el Norte. Un esfuerzo más y llegarían a París, al bulevar Pereire y, tras una espera que sería más penosa que todo lo demás, ¡a Dominique!
A las once llegó a su casa, vació su maletín, tomó el pijama y el cepillo de dientes y llamó un taxi para dirigirse al bulevar Pereire. Nada en el buzón. La casa estaba profundamente dormida. Entró sin ruido, encendió todas las luces, inspeccionó las estancias para volvérselas a grabar en la memoria. Tal vez este apartamento fuera propiedad de Layla, pese a la placa que había en el buzón. ¿Por qué no? Se quitó el abrigo y la chaqueta, se sentó y garabateó algunas cifras en la agenda. Recordó la frase de Mancelle: «Saque la cuenta». El apartamento, en este barrio, costaba como mínimo seiscientos mil francos. Era difícil calcular lo que Layla ganaba por año. Pero de cualquier modo no podían ser más de ochenta o cien mil… Y practicaba el oficio desde hacía solo algunos años. No, no había podido disponer de seiscientos mil francos. Solo era una inquilina. Pero, entonces, había firmado un contrato. Y por lo tanto había tenido que presentar su documentación, su verdadero nombre. ¿Se había atrevido a hacerlo? ¿No sería más bien el tal Loiseleur quien, a la vez, era su propietario y su amante?
Paseó unos instantes entre la alcoba y la sala. Tal vez se equivocaba de cabo a rabo. Tal vez una mujer como Layla ganaba muchísimo más de lo que él podía imaginar. Era solo un pobre tipo que no conocía, más que de oídas, los entre bastidores de la vida. Fatigado, se desnudó… «¡Soy solo un mastuerzo!», pensó moviendo los dedos de sus pies martirizados por horas y horas de ininterrumpido pateo. Aquella cama redonda le repugnaba. Se acostó con desconfianza. Una ducha le habría hecho bien, pero estaba demasiado cansado. El sueño se lo tragó y durmió diez horas seguidas como una bestia.
En cuanto abrió los ojos, su primer pensamiento fue para Dominique. ¡Sobre todo, nada de violencia! Al fin y al cabo, el tal Loiseleur tal vez ignorara que Layla tenía marido. Sin duda les había dicho que era viuda a todos los que la conocían. No. Bastaría con revelar la verdad al muchacho, poner al descubierto la verdad como se limpia una llaga infectada. Chavane abrió los grifos de la bañera y, mientras se llenaba, telefoneó a Ludovic.
—¿Cómo está?
—Los médicos hablan de coma estabilizado. Ayer me entrevisté con tres. No son muy locuaces, ¿sabes? Tengo la impresión de que no saben muy bien por dónde andan.
—¿Pero cuánto puede durar?
—Eso… mi pobre Paul… No me siento muy optimista. ¿Y tú no has tenido problemas?
—No. Pero yo no importo… Te veré en el hospital después de comer. Hasta luego.
Corrió a cerrar los grifos, se desnudó y se zambulló en el baño con satisfacción, pese a su inquietud. Un coma estabilizado, aquello significaba que Lucienne se instalaba en la ausencia y, si aquel estado se prolongaba, tendría siempre ante los ojos el espectáculo de una Layla destruida pero petrificada en su insolencia. Se restregó enérgicamente, como si quisiera arrancar las muertas pieles de una antigua quemadura.
De pronto, en la habitación contigua, sonó una voz:
—¿Layla? ¿Estás ahí?
Repentinamente incapaz de moverse, Chavane escuchó cómo alguien se acercaba a la puerta del cuarto de baño y la empujaba.
—Bueno, ¿por qué no respondes?
La joven que estaba en el umbral estuvo a punto de lanzar un grito cuando distinguió, a través del vapor, el rostro de un desconocido.
—¿Quién es usted? —dijo.
—¿Y usted?
—Yo soy Dominique.
—Y yo… un amigo de Layla.
Se observaron con desconfianza.
—No tenga miedo —dijo Chavane.
—No tengo miedo. Me he visto en otras peores. Pero me gustaría saber cómo ha entrado.
—Layla me dio las llaves.
—¿Cómo me ha dicho que se llamaba usted?
Chavane recordó a tiempo el nombre que le había dado a Mancelle…
—Mattei… Georges Mattei.
—¿Y dice ser amigo de Layla? Nunca me habló de usted.
—Es que estaba en el Gabón. Acabo de regresar a Francia.
Ella le examinó sin que su desnudez pareciera molestarle en lo más mínimo.
—No está muy moreno para ser alguien que viene de África.
Recuperaba con rapidez su seguridad y le tendió un albornoz.
—Salga de ahí —dijo—. No es que ande sobrado de delicadeza. Por lo que veo, cuando le invitan a casa de alguien, comienza usted por sacarse la mugre de encima.
—Se lo explicaré.
—Eso espero y le diré a Layla lo que pienso de usted. ¡Vamos! ¡Salga! Ya jugará en otra ocasión a la virgen pudibunda.
Salió de la bañera retorciéndose y ella soltó una carcajada de chiquilla.
—¡Qué tío! ¡Es usted muy divertido!
Chavane, aturdido todavía por la sorpresa, se envolvió en el albornoz y la siguió hasta la sala. ¡Dominique Loiseleur! ¡Era ella! Su frágil castillo de hipótesis se derrumbaba. Una mujer, y hermosa además. Vestida con un gusto perfecto. Tal vez demasiado maquillada. Ella se afanaba, detrás del bar, manejando unas botellas. Era rubia, no con el espeso rubio de las polacas sino con el rubio ligero, espumoso, de las escandinavas.
—Creo que nos vendrá bien algo para darnos moral —dijo—. Toparse, así, con el Papá Noel en la bañera da un buen susto. Tómese eso.
Le tendió un vaso.
—Y ahora siéntese. Puestos a ello, siga considerándose como en su casa. A su salud.
Bebió y sus ojos reían por encima del vaso. Lo dejó sobre la mesa, cruzó muy arriba sus piernas bastante rotundas.
—¿Mattei? —dijo—. ¿Es eso, no…? Cómo nos divertiremos cuando le cuente a Layla lo que ha pasado… ¿Cuándo la vio?
—Ayer por la tarde, en el aeropuerto.
—¿Cómo? ¿Le esperaba?
—Sí. Le había escrito.
—No me dijo nada. Cada vez se vuelve más reservada. ¿Hace mucho tiempo que la conoce?
—¡Oh! Más de siete años… La conocí en casa de unos amigos, un poco antes de mi marcha. Bailamos y luego… No necesito puntualizárselo. Me agarró bastante fuerte. Me habría gustado llevármela, si ella hubiese querido.
Dominique vació su vaso pensativamente.
—Es extraño —dijo— el efecto que produce en los hombres. ¿Cómo la ha encontrado al volver a verla? No se le ha ocurrido que era demasiado… ya sabe…
—No. No se lo que quiere decir.
—Después de siete años, supongo que para usted es solo ya una antigua amiga. De modo que puedo decírselo todo… El oficio al que nos dedicamos… Ya lo ha comprendido… Prefiero avisarle enseguida para evitarles a ambos penosas explicaciones. ¿Le escandalizo? Sea franco. Un poco. Me pongo en su lugar. Acaba de llegar de otro planeta para saber que la mujer a la que no había olvidado es una mujer de mala vida… como dicen los imbéciles… ¡Ah! Me dio mucho trabajo, puedo asegurárselo. Tuve que enseñárselo todo. Yo fui quien tuvo la idea de llamarla Layla, debido a su rostro. Significa «la muchacha de la noche». ¡Confiese que no está mal! Su madre tenía sangre berebere, ¿lo sabía? Y además tuve que enseñarle a vestirse para que su estilo resaltara. En fin, fui yo quien la hice. ¿No me lo reprocha? No… Es usted un cielo. ¿Otra copa?
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia el bar.
—¿Por qué le dio sus llaves?
—Para que no fuera al hotel… Como iba a tomar el avión…
Dominique pareció estupefacta.
—¿El avión? ¿A dónde iba?
—No lo sé.
—¿Cuándo volverá?
—No me lo dijo.
—¿Llevaba equipaje?
—No me fijé.
Dominique echó en los vasos unos cubitos de hielo.
—¡Realmente es un caso perdido! Le mando una postal desde Córcega para avisarla de mi llegada y ella se larga a la chita callando.
—¿Vive usted aquí con ella? —aventuró Chavane.
—No, en absoluto. Le alquilé el apartamento amueblado.
Sonrió con coquetería.
—No está mal, ¿verdad? Todo es mío, salvo los cuadros. Regalos, como puede imaginar. Ella no es una chica que compre pintura. Le interesa demasiado el dinero. Pero hábleme de usted para que nos conozcamos mejor.
—¡Oh! —dijo Chavane—. No tengo ningún interés.
—Vamos, vamos… ¿Está de vacaciones?
—No. He regresado definitivamente. Tengo en perspectiva algunos asuntos.
—¿Es cierto que los colonos ganan todavía mucho dinero?
—Menos que antes.
—¡Bueno! Ya veo que tendré que arrancarle las palabras con sacacorchos. Es usted como ella. ¡Habrían hecho una buena pareja! Pero cuando ella vuelva, usted no podrá seguir viviendo aquí.
—Iré a un hotel.
—Si ahora tiene mucha pasta, tal vez quiera casarse con usted.
Se echó un poco atrás para reírse a gusto, luego miró la hora y se levantó.
—Me gustaría quedarme para charlar —dijo—. Me agrada usted. No es del tipo tío bueno pero tiene algo… Despierta deseos de ayudarle a cruzar la calle, como si fuera un ciego. ¿Volveremos a vernos?
—Sí, sí, claro —dijo Chavane precipitadamente—. Allí me convertí en un bruto. Necesito que me ayuden a adaptarme.
—Bueno, pensaremos en ello.
Se inclinó hacia él y le dio un breve beso en los labios. Él la tomó del brazo.
—Comamos juntos —propuso.
—¡Caramba, eso es correr! Ciertamente es usted un verdadero salvaje.
—¿Dónde nos encontramos?
—En la Coquille d’Or. Está al comienzo del bulevar de las Batignolles. Digamos a la una. Ya verá, no está del todo mal. Layla va a menudo.
Agitó la mano y se marchó dejando un rastro de perfume. Chavane oyó la puerta que se cerraba. Permaneció postrado en su sillón. Vagos pensamientos, como los de un operado que vuelve en sí, desfilaban por su espíritu. Dominique… Sí, ¡era una mujer!… Lucienne no tenía amante fijo… Desde hacía días había perseguido a un fantasma. Es decir que, por un lado, el misterio era un poco menos impenetrable. Lucienne llevaba sencillamente una doble vida y ganaba mucho dinero gracias a clientes ricos y poco exigentes, como Mancelle. Pero, por otro lado, el misterio se hacía mayor aún, debido a Fred, debido a los juguetes del armario. ¿Qué relación tenían con la vida galante?
Se vistió distraídamente; la incertidumbre le roía el cerebro. Abrió de nuevo el armario y sacó los juguetes. Pero por mucho que les diera vueltas y vueltas seguía sin comprender. Tal vez Dominique pudiera explicárselo… Debía considerarla ahora su única aliada, tanto como la había odiado cuando creía que era un hombre. Rubia, elegante, bonita era, además, otra cosa. Era una nueva Layla; sentía deseos de tenerla en sus brazos.
Encendió un cigarrillo; el humo le ayudaba a pensar. En el fondo, lo importante no era que Layla fuera eso o aquello sino por qué la amaban. ¿Qué le había arrebatado, pues, para dárselo a los otros? Y, sin duda, Dominique poseía también aquello que les daba a los demás. Divagó un momento alrededor de esta idea y se levantó la manga. Las once y media. Tendría tiempo de pasar por el hospital. Volver a ver a Lucienne antes de encontrarse con Dominique era como asegurarse contra… Ignoraba contra qué… ¿Contra algún peligro tal vez?
En el hospital todo el personal de la planta le conocía. Era el infeliz marido del «coma». Le sonreían con aire alentador cuando se cruzaban con él. Marie-Ange, ayudada por otra enfermera, estaba terminando de ponerle polvos de talco a Lucienne.
—Pobre pequeña —dijo—; si no lo hiciéramos podría llagarse.
—¿Quiere que le ayude?
—No, déjelo, estamos acostumbradas. Además, pesa muy poco. Ha adelgazado mucho.
Colocaron de nuevo a Lucienne boca arriba, abotonaron el camisón abierto sobre sus colgantes pechos. Lucienne agitó un poco los dedos y, luego, quedó inmóvil.
—Es triste ver en ese estado a una mujer que ha debido de ser muy bonita —dijo Marie-Ange—. ¿No es cierto?
—Sí, era bonita.
—Esperemos que vuelva a serlo.
Palabras hueras. Desgastados consuelos. Contempló su nariz, que se había afinado, las mejillas que parecían aspiradas desde el interior, los párpados oscurecidos, morados, maquillados por la enfermedad. En cambio, Layla… O, mejor, Dominique… En su cabeza se iniciaba una especie de juego del escondite entre ambas mujeres. Si conseguía entrar en la intimidad de Dominique, entraría al mismo tiempo en la de Layla.
«Tú me has obligado», pensó sentándose a la cabecera de Lucienne. «Por tu culpa siento que voy hacia donde no quisiera ir».
Para él, el mundo de las mujeres a las que bastaba con llamar por teléfono era un descubrimiento. Antes lo imaginaba de un modo bastante tonto; sin embargo no era ingenuo ni gazmoño, pero llevaba una vida demasiado seria para no despreciar a unas criaturas que solo servían para venderse. Su mundo era el de la noche… Layla… ¿Y qué sucedería cuando Layla no respondiera ya a sus clientes? La frase torturaba a Chavane, pero era preciso estudiar todas las eventualidades. ¿Acaso Mancelle, o Aufroy, o algún otro podía avisar a la policía? Y, entonces, tal vez la investigación les llevara hasta él. Tendría que dimitir. Devolvería sus galones como una especie de militar felón.
Unas gotas de sudor humedecían la frente de Lucienne. Las secó con una esquina de su pañuelo. Pero no habría investigación. A nadie interesa la desaparición de una mujer de esas.
A nadie salvo a Dominique, que aguardaría en vano el alquiler que Layla le pagaba. Por ese lado no tardaría en llegar el peligro.
—¿Ves en qué situación me pones? —murmuró Chavane.
Escuchó voces en el corredor y reconoció la del doctor Vinatier. Salió rápidamente. El doctor se detuvo y dijo a la enfermera que le acompañaba:
—Voy enseguida. Avíseles.
Luego estrechó la mano de Chavane.
—¿Ha visto a su mujer? Es un caso muy curioso pero, por desgracia, bastante frecuente. Las equimosis han desaparecido. La herida de la cabeza ha cicatrizado por completo. Todo vuelve a la normalidad, salvo el cerebro. La tendremos con nosotros algún tiempo todavía… Y luego ya veremos… Pero nada se ha perdido, se lo aseguro… ¿Me dispensa?
Corrió detrás de la enfermera. Chavane no tuvo valor para regresar a la habitación. Lanzó una última ojeada antes de cerrar la puerta. Lucienne, con los párpados caídos, trágico el rostro, descansaba. Si hubiera tenido las manos cruzadas habría parecido muerta. Pero no estaba muerta puesto que, en cierto modo, iba a encontrarse con ella en el restaurante. Tanto absurdo le escocía como un sarampión. Caminó por el bulevar.
Era un lugar que no le gustaba demasiado a causa de sus sex-shops, sus cines pornográficos y su inquietante fauna. Estaba acostumbrado a codearse con los ricos. Al pasar los años había adquirido los mismos prejuicios que un conserje de gran hotel y se sentía vagamente desplazado en ese marco.
Pero el restaurante estaba situado en la zona burguesa del barrio. Le recibió un maître en exceso servicial que le indicó una mesa en un rincón tranquilo.
—Espero a alguien.
—Muy bien, señor.
Layla solía venir aquí. ¿Con quién? ¿Quién era el elegido del día? ¿Y por qué Chavane sentía aquella extraña impresión de angustia? Para alejarla, miro su alrededor con ojos críticos; aquel aspecto de templo del buen comer era algo excesivo, con sus cabezas de jabalí como exvotos y sus apliques difundiendo sobre manteles y cubiertos una luz distinguida. El vagón-restaurante, en su sobriedad, era mucho más chic. Estudió el menú. Adecuado, pero caro. Meterse en la cabeza que Layla, Dominique y sus semejantes están acostumbrados a los alimentos finos. No andarse con chiquitas. Convertirse en un señor, vulgar tal vez pero munificente.
Y, de pronto, llegó, vestida de astracán, llevando sombrero, con los ojos alegres como la Cenicienta a su llegada al baile. La señora del guardarropía se apresuró; el maître acercó un sillón. Se instaló en la mesa, volvió la cabeza a derecha y a izquierda, como una profesional que cuenta al vuelo las miradas masculinas.
—Se está bien aquí, ¿verdad? Y podremos hablar. ¡Tenemos tantas cosas que decirnos!
Sacó un espejo de su bolso y examinó su maquillaje.
—¿Un aperitivo? —propuso Chavane.
—Claro. Un oporto.
—Dos oportos —pidió—. No me ha dicho todavía dónde vive.
—¡Oh! No es que esté ahí al lado. En la calle Troyon. El alquiler es ruinoso pero debo defender mi nivel de vida. Si lo desea, se lo enseñaré. Ya verá, es algo más pequeño que el piso de Layla, pero muy agradable. Por lo general, gusta…
Hablaba sin el menor empacho. Tenía los ojos azules, límpidos, fáciles de leer, en cambio los ojos negros de Lucienne eran trampas llenas de reflejos.
—Tengo un hambre de lobo —declaró—. ¿Usted no?
En ella todo era ligero, gracioso, espontáneo. En su voz había risa como hay burbujas en el champaña. De pronto, Chavane se sintió celoso de los hombres que la trataban. Para romper el encanto, exclamó:
—¿Y si le echáramos una ojeada al menú? Veamos… ¿Comenzamos con unas ostras?
—Oh sí —dijo con los ojos brillantes—. Sí, ostras y un buen muscadet.
—¿Y luego un pescado?
Ella estudió la lista de platos con las pintadas cejas unidas en un esfuerzo estudioso.
—¿Sabe lo que me gustaría? —dijo por fin—. Un tournedó muy poco hecho, con patatas fritas… Parece tonto, pero apetece, ¿verdad…? Con un beaujolais del año.
—La comprendo muy bien —dijo Chavane cuyos últimos escrúpulos se fundían rápidamente.
Dio las instrucciones al maître y se inclinó hacia Dominique.
—¿Hace mucho que conoce a Layla?
Dominique le palmeó el hombro con la mano.
—Espero que no me hable de ella continuamente. También yo existo.
—No tema.
Se calló mientras el camarero colocaba, entre ellos, en un soporte metálico, una gran fuente llena de magníficos ostrones.
—¡Qué hermosas son! —dijo Dominique—. Georges, es usted un cielo.
Chavane se sobresaltó. ¡Georges! Lo había olvidado. Georges Mattei, sí. Nada de imprudencias. Y sería muy agradable corresponder llamándola «Dominique».
Ella tragó la primera ostra y continuó:
—Tengo la impresión de que nos conocemos desde siempre. Fuimos juntas a la escuela, en Argelia. ¿Sabe usted que es hija de un granjero de los alrededores de Bône?
—Siempre fue muy discreta conmigo. Pero recuerdo vagamente que, en efecto, me habló de esa ciudad.
—Su padre se había casado con una berebere, pero cuidado, con una berebere de buena familia, muy hermosa. Layla tiene el tipo de belleza de su madre. ¡A ciertos hombres les gusta!
Chavane sonrió y llenó el vaso de Dominique.
—Pues no parece ser su tipo.
—¡Oh no, en absoluto! Nunca he comprendido lo que los hombres ven en ella. A usted, por ejemplo, ¿qué le atrajo? Explíquemelo.
Molesto, Chavane fingió reflexionar.
—¿Qué me atrajo? Francamente, no lo sé. Tal vez su aspecto algo… exótico.
—¡Exótico! ¡No me haga reír! —Qué lástima que fuera un poco vulgar, pensó fugitivamente Chavane—. Cómo se ve que nunca la ha visto por la mañana, al natural. ¡Le aseguro que es como todas las demás!
—Me sorprende usted, Dominique. La creí más indulgente. Y, sin embargo, Layla es su amiga.
—¡No tiene nada que ver!
Se secó los dedos y comentó:
—Adoro las ostras pero mire cómo me he puesto los dedos… Se lo ruego, querido Georges, no me sirva demasiado muscadet. La agarro enseguida.
Vació su vaso y se tocó delicadamente las mejillas.
—Comienzan a estar calientes —dijo—. Va a creer que soy una curda.
—Sírvase más ostras —insistió Chavane—. Eso no perjudicará su línea.
—¿No está mal mi línea, verdad? —rio Dominique—. ¿Le gusta? Ya veo. Le importa un pimiento. La que le interesa es Layla. Bueno, ¿qué estaba diciéndole? Ah sí. Su padre era rico. Si no se hubiera producido aquella matanza, Layla habría sido un buen partido. Pero la recogió un pobre hombre que la trajo a Francia. Y aquí, asómbrese, se casó. Estuvo casada. No lo sabía, ¿eh? Una boda bastante lamentable, según creo, porque era un tema que siempre evitaba. El tipo murió algún tiempo después. ¡Fue una suerte!
—Sí —dijo Chavane herido—. Fue una suerte… ¿Pero, y usted? Me gustaría que me hablara de usted.
Calló mientras limpiaban la mesa y traían los lavamanos. Dominique encendió un Gauloise y se excusó.
—No tendría que fumar. Estropea el gusto y quita categoría. Pero, es extraño, con usted no me siento incómoda.
Llegaron los tournedós y Chavane pidió una ensalada verde. Dominique entreabrió, golosa, su cubo de carne y contempló el sangrante interior murmurando con aire devoto.
—¡Qué tierna es! Podría cortarla con el tenedor.
El maître llenó los vasos de beaujolais.
—Está buenísimo —continuó Dominique—. Georges, ¿me permites que te tutee? ¿Servirá de algo hablarte de mí?
—Me parece indispensable.
—Pues bien, mis padres y yo vinimos a Francia después de los acontecimientos que ya conoces. Pasamos momentos bastante malos… Y, luego, vine a París… Y aquí… ¿Qué quieres que hiciera una chica que no tenía un céntimo? Comencé en plan modesto y la cosa estuvo a punto de terminar mal un par de veces. Es duro, te lo juro amigo mío, hacerse independiente… Pero no sé por qué te cuento esas cosas. Imagino que, en el Gabón, también debe de costar lo suyo.
—¿Y se encontró con Layla?
—Sí, fue una casualidad. En los Trois Quartiers. Estaba comprando guantes. Yo también. Estábamos una al lado de otra, así, sin darnos cuenta. ¡Qué extraña es la vida! Luego nos miramos… Ella parecía un poco despistada. Me la llevé a casa. Charlamos. Allí supe que se había casado y que era viuda. Se veía perfectamente que no le sobraba el dinero. Le dije: «Haz como yo. Ya verás, una vez te has acostumbrado…».
—¿Y se acostumbró?
—¡Oh! No enseguida. Tenía miedo del tipo que la había recogido y adoptado… Pero por fin comenzó. Yo conocía bastante gente. Se la presenté.
—Fue muy generosa —dijo Chavane con una voz que temblaba un poco.
—Tenemos que ayudarnos —dijo Dominique—. Pero, luego, me dejó de una pieza. ¿Sabes por qué? Generalmente, los tipos que nos necesitan, no hablo de los que solo quieren divertirse, sino de los otros, de los melancólicos, bueno, son como niños que necesitan consuelo. Con ella sucedía lo contrario. Ya sé que no me explico bien; la cosa es bastante retorcida… Pero me comprendes… Ella era la chica que ha sufrido… Se hacía la interesante. Eso le permitió hacerse una clientela de viejos que podrían ser su padre.
—¿Le devuelven el gusto por la vida? —dijo Chavane.
—Eso es. Reconocerás que es una buena idea.
—Pero tal vez sea cierto que fue desgraciada. No hablo de su infancia sino de después… Si estuvo casada…
Dominique, que se disponía a beber, contuvo su gesto y pareció reflexionar.
—Sí —dijo—, sí… Tal vez quería tomarse la revancha.
Otra palabra que se le hundía en las carnes. Chavane calló. El camarero trajo la ensalada y Dominique pretendió servir.
—¡Permítame! —dijo Chavane.
Maquinalmente, tomó el tenedor y la cuchara con una sola mano, la cuchara por encima, y tomó con habilidad las hojas de lechuga.
—Bravo —exclamó Dominique—. Parece que lo hayas hecho toda tu vida.
Él se ruborizó.
—He hecho un poco de todo —murmuró—. Pero, volviendo a Layla, ¿gana mucho dinero?:
—Eso es lo más extraño —exclamó ella—. Sé que ve a muy poca gente y, además, solo trabaja la mitad del tiempo… ¿A dónde va? Misterio. Lo cierto es que dispone de grandes sumas mientras yo las paso canutas para llegar a fin de mes… De acuerdo, es un modo de hablar, pero, en fin, no es que me sea fácil. Y la señora, como si nada, se llena los bolsillos.
Chavane la tomó por la muñeca.
—En confianza, Dominique… No la quiere mucho, ¿verdad?
Ella se esforzó en sonreír y tendió su vaso.
—Un poco más.
—No me ha contestado.
—Y qué importa si la quiero o no. No, no la quiero puesto que me lo preguntas. No estoy celosa, no. Más bien irritada. Es como una hormiga entre las cigarras, no se si me entiendes. Una mujer que amasaría y amasaría sin nunca sentarse a la mesa.
Soltó entonces una carcajada y ocultó el rostro en la servilleta.
—Estoy borracha —balbuceó—. ¿Qué digo?
Se secó los ojos y cambió de tono.
—Ahora basta. Ya hemos hablado demasiado de Layla.
—¿Un helado? —propuso Chavane.
—Con mucho gusto.
—¡Dos helados entonces!
—¿La esperarás? —dijo enseguida Dominique.
—¿A quién?
—A Layla, carajo. No puede tardar en volver… Pero te lo aviso, mi pequeño Georges, si no desconfías te desplumará.
Chavane vio, como en un relámpago, la habitación del hospital, los frascos colgando por encima de la cama, y sus ojos bajaron por los tubos hasta el rostro inmóvil.
—¿Sabes? —dijo Dominique—, el pasado es como un gato. Si lo despiertas, araña. Déjala estar. Créeme.
—Tal vez tenga usted razón.
Pidió la cuenta mientras Dominique se arreglaba el maquillaje.
—Las dos y media —dijo ella haciendo muecas alrededor de su lápiz de labios—. Tengo cita a las cuatro y media. Tenemos tiempo.
—¿Tiempo para qué? —preguntó Chavane.
—Para pasar por mi casa. Me gustaría enseñarte dónde vivo porque espero que, alguna vez, vengas a tomar una copa. Debes de sentirte muy solo.
—Mucho.
—Pobre amor. Vamos, ven conmigo.
—¿No quiere tomar café?
—En mi casa.
Se levantaron y los camareros se afanaron a su alrededor. Fuera, Dominique posó su brazo en el de Chavane.
—La cabeza me da vueltas —murmuró—. Pero me siento bien. Aquí cerca hay una parada de taxis.
A Chavane le turbaba sentir la enguantada mano de la muchacha en la calidez de su axila. Lucienne, cuando salían juntos, caminaba siempre algo separada. Y él era, cuando la multitud llenaba la acera, quien le daba el brazo. En la parada quedaba un taxi.
—A la calle Troyon —dijo Dominique.
Se acurrucó contra Chavane.
—El apartamento es mío —dijo—. El del bulevar Pereire también. Me han aconsejado que invierta en la construcción. Está muy bien, pero he tenido que pedir unos créditos y estoy pagando unos intereses ruinosos. Ahí donde me ves, vivo unos momentos bastante difíciles.
Chavane fingió no comprender.
—¿Qué es esa cita de las cuatro y media? —preguntó.
—Oh, nada importante. Un joven imbécil que me regala flores y me hace declaraciones idiotas. ¡Qué bobos llegan a ser a esa edad! Imagino que tú debías de ser así antes de ir al Gabón.
—¡Gracias!
—¡El amor! ¡Es una pérdida de tiempo!
Se separó de Chavane y guardó silencio, como si la importunaran unos pensamientos dolorosos. El taxi se detuvo. Se apearon y Chavane pagó al taxista.
—Aquí es —dijo Dominique—. En el segundo piso. Da a la avenida Mac-Mahon. Te lo enseñaré.
En el ascensor, acarició con la yema de los dedos la pared cuyo color recordaba el de una caja fuerte.
—Es muy nuevo. De todos modos he hecho un buen negocio. Está al extremo del corredor.
Abrió la puerta y encendió el aplique del vestíbulo, luego le tomó de la mano y le llevó de habitación en habitación.
—Es muy pequeño pero está bien distribuido. Tengo una terracita. Hace demasiado frío para que salgamos pero no puedes imaginar qué agradable es cuando llega el buen tiempo… Quítate el abrigo.
Levantó una cortina. Chavane se acercó y descubrió la avenida bajo un cielo encapotado que pesaba como plomo sobre los tejados. En ciertos lugares había todavía delgadas líneas de nieve.
—Voy a hacer café —propuso Dominique.
—No —dijo Chavane—. Perdóneme pero también yo tengo una cita.
Debía regresar al hospital. En cierto modo tenía que justificarse ante Lucienne.
Dominique le rodeó el cuello con los brazos.
—¡No podemos separarnos así, mi pequeño Georges!