CHEZ MILORD era un bar cuya dirección encontró Chavane con facilidad, estaba en la calle Quentin-Bauchart. Entró poco antes de medianoche. Había mucha gente, casi todos hombres. Las paredes estaban adornadas con fotografías de caballos y de jockeys célebres. El humo era tan denso que hizo toser a Chavane. Rodeó algunos grupos, oyó hablar, al vuelo, de terreno pesado, de un caballo que se pagaba doce a uno y se dirigió a la barra ante la que había un taburete desocupado.
—Whisky —pidió. Y añadió en voz baja—: ¿Sabe si ha llegado Fred?
—Todavía es muy pronto —repuso el camarero.
—¿Viene todos los días?
—Depende.
—No le conozco y tengo un encargo para él. Avísele de que alguien quiere hablarle. Me instalaré allí, cerca de la ventana.
Se llevó el vaso y se sentó en un profundo sillón de cuero, junto a una mesa que acababa de quedar libre, pues había una colilla de cigarro que humeaba todavía en el cenicero. El lugar era cita habitual de los aficionados a la hípica. Tal vez Fred fuera un apostador. ¿Qué relación tenía con Layla? ¿Qué buscaría Layla en un bar donde solo había hombres? ¿Apostaba? Una sorpresa no importaba ya. Todo aquel dinero que había colocado en lugar seguro era, tal vez, producto de algunas afortunadas apuestas. El tal Fred debía de aconsejarla. ¿Pero cómo comprender que Layla fuera, en todo, tan distinta de Lucienne?
Si hubiera jugado a las carreras, el domingo no habría apartado los ojos del televisor cuando dieran los resultados. Pero siempre le permitía elegir la emisión que prefiriese. Películas, deportes, variedades, nada le interesaba demasiado. Miraba unos momentos y siempre terminaba cogiendo un libro. Sin embargo, Fred no habría dado esa cita a Layla si ella hubiera ignorado la dirección de Chez Milord.
Chavane miró la hora. Repasó la pequeña historia que había imaginado y que le permitiría hacer toda clase de preguntas sin despertar desconfianza. Antes de venir, había leído varias veces, en la enciclopedia Larousse que, inexplicablemente, estaba junto a un libro de cocina que Lucienne no abría nunca, el artículo referente al Gabón. Ahora sabía donde estaba el Gabón. Producción: madera de ocume, caucho, cacao, manganeso. Para la fábula que había inventado, lo más conveniente era el ocume. El árbol era limpio, rentable e incluso poético. Y un hombre que vive en la selva tiene derecho, cuando regresa a París, a sentirse desplazado. No olvidar las palabras clave: Libreville, Port-Gentil, Ombooué, Lambarene. Recordar también el nombre del presidente: Bongo. Con esas nociones y un poco de habilidad, le sería fácil dar el pego. Nadie iba a verificar lo que decía.
Vio al camarero hablando con un hombre bajo, embutido en un raglán. Sin duda era Fred. El hombre se volvió, dio las gracias al camarero y avanzó hacia la mesa de Chavane. Era delgado, lampiño y no parecía que le sobrara el dinero. Chavane se levantó.
—Vengo de parte de Layla —dijo.
—¡Ah! ¿No ha podido venir?
—No.
Se estrecharon la mano.
—¿Qué quiere tomar? —dijo Fred.
—Lo mismo.
Fred hizo una señal al camarero. «¡Dos!», gritó. Se quitó la gorra y el raglán. Tenía los cabellos blancos y llevaba una chaqueta a cuadros y unos pantalones de montar.
—¿Está enferma? —continuó
—No.
—Nunca le he visto por aquí.
—Acabo de regresar a Francia. Estaba en el Gabón. He pasado siete años allí. Layla tenía que acompañarme. Y luego, en el último momento, no quiso marcharse conmigo.
—No me sorprende —dijo Fred riéndose.
—De todos modos, nos escribimos algunas cartas… Y, luego, le avisé de que llegaba y nos hemos encontrado en el aeropuerto esta mañana. No la habría reconocido. ¡Cómo se cambia en siete años!
—¡A quién se lo dice!
—Hemos tomado una copa y se ha marchado. Un viaje imprevisto, al parecer. No ha querido que me instalara en un hotel y me ha dado las llaves de su apartamento. También me ha dado su nota.
Puso sobre la mesa el papel que había encontrado en el buzón.
—Por eso estoy aquí —añadió
—Qué mala suerte —masculló Fred—. ¿No le ha dicho cuándo regresará?
—No.
—¡Oh! Estoy acostumbrado. Con ella nunca se sabe.
El camarero sirvió los dos whiskies y preguntó
—¿Ha hablado con Bertho…? Va a jugársela a lo grande, con Foupoule, mañana, en la tercera; en Cannes.
Fred tomó a Chavane como testigo.
—¡Foupoule! ¿Se da usted cuenta? Hay algunos que parecen querer tirar el dinero.
Entre Fred y el camarero se produjo un intercambio de frases tan técnicas que Chavane no comprendió nada. Luego, alguien gritó «¡Antoine!».
—Ya va… Ya va… —respondió el camarero alejándose rápidamente.
—Tiene que saber que he sido jockey —explicó Fred—, y jockey de obstáculos además. Nueve fracturas. Sin hablar de las demás castañas. Ya no corro, claro. Pero todavía me preguntan mi opinión.
—¿Le consulta Layla?
Fred levantó una ceja.
—A ella le importan un pimiento los caballos. No es eso lo que cuenta para ella.
—¿Qué cuenta entonces?
Fred miró fijamente a Chavane. Había sido pelirrojo porque sus cejas, mal blanqueadas todavía, dejaban ver, aquí y allá, algunos pelos dorados.
—¿Quiso llevársela allí? —dijo.
—Sí. Estábamos vagamente prometidos.
Fred se concentró en la contemplación de su vaso. Por fin, se encogió de hombros.
—Zapatero a tus zapatos —murmuró—. ¿Le ha dado un mensaje para mí?
—Bueno… Se disculpa.
—¡Ah caramba! Se disculpa. ¿Y eso es todo?
—Sí.
—¿Parecía tener mucha prisa?
—Sí.
Fred bebió de un trago su whisky y sacó una libreta de su bolsillo interior, arrancando una página. Chavane le tendió el bolígrafo que nunca le abandonaba y Fred escribió dos palabras con aplicada lentitud porque su mano temblaba. A Chavane no le costó leerlas: «Corre prisa».
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Sí. Lo comprenderá.
Fred se echó la mano al bolsillo pero Chavane le detuvo con un gesto.
—Déjelo. Pago yo —y puso en la mesa uno de los billetes de quinientos francos sacados del botín de guerra de Layla. Fred se puso el raglán.
—Buenas noches. Y no lo olvide. En cuanto la vea dele mi nota. Gracias.
Se deslizó entre los clientes que estaban de pie, entre las mesas, y Chavane le perdió de vista. Pero su imagen permaneció ante sus ojos con la claridad de una fotografía: las tres arrugas superpuestas en la frente, las pupilas grises, la pequeña cicatriz en la comisura de la boca, la nuez que se movía incesantemente sobre el cuello cisne de su jersey, el aire inquieto también, desamparado incluso, de un hombre que había venido a buscar algo. «¡Dinero! —pensó Chavane—. De ahí la extraña nota: “Corre prisa”. Tendría que habérselo ofrecido, ¿pero cuánto? ¿Y no le habría parecido extraño que Layla, que no me había visto desde hacía años, me encargara así, de sopetón, sin explicación alguna, algo tan delicado? En suma, no es que haya adelantado mucho».
Meditó por unos instantes ante su vaso vacío. Se sentía tentado a renunciar; qué importaba, Layla seguiría siendo para siempre una mujer surgida de ninguna parte y regresada a su oscuridad. Pero sabía muy bien que vendría de nuevo a Chez Milord, que interrogaría a Fred para obtener de él, sin levantar sospechas, algunas informaciones que le permitieran ir más lejos, capturar a Layla que, pese a estar tendida en aquel lecho de hospital, seguía siendo un ágil fantasma que se le negaba sin cesar. Antes de partir, le hizo todavía unas preguntas al camarero.
—Fred esperaba a una joven muy morena, cuyo nombre me ha dicho aunque no lo recuerdo . Era algo como Alá… ¿La conoce?
—No. No caigo. Pero solo estoy por las noches.
—Y, confidencialmente… ¿de qué vive Fred si ya no monta?
—Supongo que tendrá algún chanchullo —dijo el camarero—. Pero aquí nadie quiere saberlo.
—¿Qué edad tiene?
El camarero comenzó a mirarle con desconfianza.
—¿Por qué no se lo pregunta?
Alguien golpeó el mostrador con una moneda. Chavane no insistió. Salió y llamó un taxi en los Campos Elíseos.
—Al 160 bis del bulevar Pereire.
Tenía ganas de acostarse en la cama de Layla, de ocupar como propietario aquel apartamento en el que quedaban, tal vez, algunos descubrimientos por hacer. Tomó el ascensor, se imaginó a Layla, junto a él, envuelta en su abrigo de pieles, perfumada, capciosa. Le cedía el paso, abría la puerta. ¿Y después…? Se quitaba el abrigo, el sombrero, mientras ella iba a la habitación donde se le reuniría tras tomar una última copa. Ella se encerraba en el cuarto de baño y él se desnudaba. Si hubiera tenido el oído más fino, habría escuchado el ruido de la ducha. Si hubiera levantado los ojos, la habría visto salir del aseo, con una toalla en la cintura y los pechos desnudos. Pero sentado en la cama, con las manos colgantes, inclinada la espalda, estaba desesperadamente solo, como un prisionero, y en vano se decía: «Es mi mujer», en vano se esforzaba por escuchar los pasos de la otra, ligeros en la moqueta.
¿Y luego, cómo hacía el amor? Ese era el secreto de Dominique. Se quitó la chaqueta y los zapatos, se aflojó la corbata, se tendió en el lecho para intentar coser juntos, en un sorprendente patchwork, los detalles, los indicios que había reunido. Se durmió, despertó una hora más tarde, sobresaltado, acabó de desnudarse y se metió bajo el cobertor. No quería tener contacto alguno con las sábanas. Derrengado, despertó muy tarde, hacia las nueve y media, y buscó en vano un pensamiento alegre. Dentro de poco estaría en su puesto, en el vagón. Pero ni siquiera tenía ya ganas de partir. Ni siquiera tenía ganas de lavarse, de comer, de realizar los gestos cotidianos. Solo deseaba una cosa: esperar… Esperar el regreso del tal Loiseleur, que un día u otro iba a manifestarse. Y, entonces, sin cólera, le preguntaría cómo había conocido a Layla y cómo se portaba con él, coqueta, sensual, enamorada al fin.
A medida que aquellas palabras iban formándose en su espíritu, le desgarraban y no conseguía comprender cómo había podido pensar en el divorcio. No, no es que quisiera más a Lucienne. Pero a Layla, sí… Ese tormento, esa angustia… Aquello se parecía a una especie de pasión absurda, monstruosa. Pasión por una sombra que ni Dominique, ni Fred, ni él mismo, lograrían saciar.
Se sentó, bostezó, se rascó la cabeza, vio la agenda de tafilete. Perezosamente, fue a buscarla y la hojeó Además de las cruces que había interpretado sin ninguna dificultad, había, de vez en cuando, algunas cifras: 8, 5, 8, 10… Aquello no tenía para él significado alguno. Abrió una ventana. Abajo, por el fondo de una zanja, corrían las vías del ferrocarril. El tiempo se había suavizado y llovía suavemente, como por inadvertencia. Chavane cerró. El cielo gris le enturbiaba el corazón. Ahora tenía prisa por alejarse. Enseguida, a alguna parte, hacia el familiar ruido de un café, los panecillos que se mojan en la taza, los clientes acodados, ¡la vida sin problemas!
Se lavó rápidamente y se fue. Pero había algo en el buzón… Una tarjeta postal… El puerto de Ajaccio y, al dorso, unas líneas escritas con un bolígrafo que perdía tinta:
Viaje excelente. Ya te contaré. Pasaré el viernes por la mañana.
Besos.
Dominique.
Chavane hizo un rápido calculo. Le quedaba todavía un día de permiso Luego, dos días de Mistral. Sí, el viernes por la mañana podría estar aquí para recibir a Dominique.
Subió al apartamento repitiéndose las palabras de la postal. ¡Ajaccio! En diciembre no debía de ser, sin duda, un viaje de turismo. Tal vez Dominique fuera viajante de comercio. Pero en ese caso no habría dicho: Ya te contaré. ¿Cuál podría ser su profesión? Pasó revista a todas las clases de ocupaciones posibles y, de pronto, le sobresaltó el timbre de la entrada. No era Loiseleur. ¿Quién entonces…?
Trastornado, de puntillas, Chavane fue a pegar su ojo a la pequeña mirilla practicada en la puerta y distinguió, extrañamente deformado por la convexidad del cristal, la silueta de un hombre vestido con abrigo de pelo largo. Tenía su sombrero en la mano, como un pedigüeño. Sin duda no era Loiseleur. Chavane se decidió a abrir. El desconocido iniciaba ya un movimiento para entrar. Chavane le detuvo.
—¿Quién es usted?
—Un amigo de Layla. ¿Y usted…? ¿Un amigo también…? Decididamente, esta mañana tiene muchas visitas.
La frase, el tono, todo desagradó a Chavane. Algo le dijo que iba a sufrir.
—No está en casa —dijo—. De momento soy el dueño de la casa. Pase.
Cerró la puerta a espaldas del hombre y le siguió hasta el salón. El visitante se sentó. Muy relajado, puso el sombrero sobre la mesilla y se quitó los guantes. Llevaba los cabellos cortados a cepillo. Era fuerte, pesado, sanguíneo; la cincuentena muy pasada; bolsas bajo los ojos, mejillas como muslos de oca, orejas escarlatas, labios relucientes. Chavane sintió que le detestaba ya, pero se obligó a parecer amable. Le sirvió su pequeño estribillo: el aeropuerto, el encuentro con Layla.
—No quiso que me alojara en el hotel y me dio las llaves. No sé cuándo regresara.
—Bueno, pues dígale que Patrice Mancelle ha venido a verla. Mancelle… ¿Lo recordará? Soy un antiguo cliente.
Chavane se sobresaltó.
—¿Un antiguo cliente? ¿Qué quiere decir?
Mancelle, sorprendido, le contempló.
—¿Ha vivido usted mucho tiempo en el Gabón?
—Siete años.
—¿Y no hizo vacaciones durante este tiempo?
—No.
—Es decir que descubrió a Layla cuando llegó. Comprendo. Y antes, claro, fue su amante.
—Quería casarme con ella.
—Pues fue una suerte que no lo hiciera. Ahora es la amante de muchos hombres.
Chavane estaba pálido.
—Quiere usted decir que…
Mancelle, bonachón, sonrió.
—No… No tema. No es una puta cualquiera. Tiene demasiada clase. Es toda una dama, ya ha debido de darse cuenta. Pero cuando vuelva a verla, no le costará mucho ser agradable con usted… muy agradable. Sobre todo porque un colono como usted debe de tener mucho dinero… ¿Verdad?
Guiño. Sonrisa de complicidad.
—En suma —dijo Chavane—, que me bastaría con hacer una llamada telefónica…
—Eso es.
—¡Una prostituta!
Mancelle movió los labios como si degustara un vino desconocido.
—N… no —dijo tras reflexionar—. N… no. No es exactamente eso. En primer lugar porque no está lo bastante disponible. Solo dispone de algunos días a la semana… Nunca he sabido por qué.
—Tal vez esté casada —dijo Chavane malignamente.
—No. En absoluto. Es viuda.
—¿Cómo?
—Ya veo que olvidó enviarle la participación. Estuvo casada, hace tiempo, con un empleaducho…; es un período de su vida del que no le gusta hablar.
—¿Pero cómo llegó a… a eso?
Mancelle tendió a Chavane su estuche de cigarros.
—¿No? ¿De verdad? Me los mandan directamente de Holanda. Son excelentes.
Encendió uno, meticulosamente; echó por la nariz dos chorros de humo y continuó:
—¿Cómo llegó a eso…? Nunca me ha hecho confidencias, pero no es difícil adivinarlo… Los tiempos son duros, señor mío, y cuando se es una mujer hermosa, cuando el dinero gusta, no hay demasiadas maneras de ganarlo. No es realmente prostitución…, ni siquiera galantería…, es una inversión como otra, pero más rentable. Si lo prefiere, la mujer se convierte en su propio director general.
Chavane, poco a poco, iba recuperando la sangre fría necesaria para no parecerle imbécil a Mancelle.
—No esperaba que… —comenzó.
—Me pongo en su lugar. Se separó usted de una jovencita y se encuentra con una mujer muy, pero que muy liberada. Claro que la cosa no es sorprendente. ¡Aunque para alguien que sale de la selva virgen…!
Rio y se levantó.
—¿Quiere tomar algo?
—Pero soy yo quien debiera…
—¡Déjelo! ¡Ya imaginará que conozco bien el lugar! Tengo incluso mi botella personal de schiedam… Ya me dirá.
Era ágil a pesar de su obesidad. Se metió detrás del bar, separó varios frascos, y llenó, con la atención de un farmacéutico que midiera cuidadosamente un producto peligroso, dos pequeños vasos. Llevaba un gran anillo de sello que brillaba. Chavane, fascinado, dominado, le miró. Estaba soñando. No cabía duda. Mancelle regresó llevando con precaución los dos vasos llenos hasta el borde. Tendió uno a Chavane.
—¡A su salud! Eso le hará bien. Es bueno. Layla no le hace ascos.
Chavane estuvo a punto de atragantarse. ¡Si Lucienne detestaba el alcohol!
—Excelente —murmuró con cortesía—. ¿Dónde la conoció usted?
—Ya no lo recuerdo… Espere, sí, me la recomendó Mérigaux, un amigo del círculo.
—Y sin duda, a él se la había recomendado, como usted dice, otro amigo.
Mancelle depositó el vaso y se secó los labios con un fino pañuelo.
—No quisiera herirle —dijo—. Tal vez he sido brutal… Pero bueno, imagino que, después de tanto tiempo, ya se le habrá pasado.
—¡Ya lo creo que sí! —exclamó Chavane.
—Además, no vaya a creer que tiene amantes a destajo. Me guardo mucho de meter la nariz en sus asuntos pero, tal como la conozco, estoy casi seguro de que se ha hecho una pequeña clientela selecta que…
Chavane le interrumpió.
—Habla de ella como si no amara a nadie.
Mancelle recogió en la palma de la mano un largo cilindro de ceniza que iba a caer en sus pantalones de costoso paño y lo depositó en el cenicero.
—¿Sabe usted? —dijo—, en su oficio el corazón molesta bastante. Pero es posible que tenga algún favorito.
—¿Y no le importa?
—Señor mío, cuidado, está a punto de ser indiscreto… Si ignorara de dónde viene usted, me diría: «¿Pero de dónde sale?». De todos modos, le responderé. Lo que le pido a Layla no es lo que usted piensa. He conocido a mujeres más dotadas que ella… No, Layla es el pequeño refugio maravillosamente confortable. Me peleo todo el día con el teléfono, los expedientes, los corresponsales en el extranjero… La exportación es un rompecabezas… En casa, mis dos hijos me ponen mala cara y mi mujer nunca está. Aquí encuentro el descanso. La siento en mis rodillas y le cuento cualquier cosa. Posee una virtud extraordinaria. Sabe escuchar.
Ciertas imágenes desfilaron por la cabeza de Chavane. Recordó a Lucienne sumida en sus novelas. Él le decía: «¿Dónde has puesto mi camisa…? ¡Eh, Lucienne!, ¿me estás escuchando?». Ella lanzaba un breve gruñido y volvía la página. No. Había cosas que nunca podría comprender.
—La próxima vez —continuó Mancelle—, telefonearé para asegurarme de que puedo venir… No hay prisa… Cuando haya tenido usted tiempo de volver a conocerla.
Apartó su manga descubriendo un cronómetro de oro.
—¡Caramba! ¡Las once ya! ¡Me largo! Ha sido un placer conocerle, señor… ¿Señor…?
—Mattei —dijo Chavane.
Más valía ser prudente.
—Pues bien, señor Mattei, ¿querrá usted complacerme…? Venga a comer conmigo. Sí, sí. Venga. Hablaremos de ella… A las doce y media en Raymond Oliver. Será divertido. Le presentaré a uno de mis amigos, Fernand Aufroy. Un muchacho encantador que dirige un laboratorio de análisis médicos.
—Bajo con usted —dijo Chavane.
En la acera, se estrecharon la mano. Mancelle tomó un taxi que pasaba y le dirigió un signo amistoso por la ventanilla.
«¡Que el diablo se te lleve!», pensó Chavane. Se levantó el cuello del abrigo. Tenía frío, sobre todo por dentro.