POR FORTUNA, no había conserje. Nadie para preguntarle a quién buscaba. Se acercó a la hilera de buzones, les pasó revista rápidamente y, de pronto, se inmovilizó. En una placa de cobre, se leía:
Dominique Loiseleur
3º derecha
Justo debajo de la placa había una tarjeta de visita:
Layla Ketani
Decididamente era muy audaz. Vivía aquí con el apellido de su madre. ¡Chavane no era lo bastante bueno para ella! O tal vez fuera una precaución suplementaria. Un prudente modo de organizar su doble vida.
Introdujo con rapidez la más pequeña de las tres llaves en la cerradura. La puerta de cristal del buzón se abrió enseguida. Lo había adivinado. Podría entrar en el apartamento sin dificultad alguna. Una circunspecta mirada a su alrededor. El ascensor estaba allí, muy cerca, con el camarín todavía iluminado. Alguien acababa de utilizarlo. Nadie en la escalera. Se habría oído el apagado ruido de los pasos en la alfombra. Chavane apretó el botón del interfono. Si Dominique Loiseleur respondía, fingiría ser un vendedor seguro de que, en ese caso, Loiseleur le mandaría a paseo. No corría ningún peligro. Volvió a llamar. El aparato permanecía mudo. Aquello significaba que el camino estaba libre. Penetró en el ascensor con aire desenvuelto. La madera, imitación caoba, era un signo de gran confort. En aquel edificio, el menor apartamento debía de costar, por lo menos, quinientos o seiscientos mil francos. Comenzaba a comprender por qué Lucienne bostezaba de aburrimiento allí, en el modesto tres habitaciones de la calle Rambouillet. Sin duda, en cuanto él desaparecía por la esquina de la calle, corría a su verdadera casa.
Chavane se observó en el hermoso espejo que adornaba una de las paredes del camarín. No perdía ya ocasión alguna de lanzar a su rostro, en los escaparates, en los retrovisores de los taxis, una mirada de reproche. Tampoco aquel rostro era bastante bueno para ella. ¿Pero qué había provocado, a fin de cuentas, la ruptura? ¿De qué se había hecho culpable sin saberlo? Le parecía legítimo haber querido divorciarse. Pero consideraba monstruoso que ella hubiera sido la primera en cansarse.
El ascensor le dejó en el tercero. Solo había dos puertas; la de la izquierda tenía, sobre el timbre eléctrico, un pequeño tarjetón: Huguette Platard. ¡Era bonito, Huguette! Fresco como un ramillete de flores. En la de la derecha, la escandalosa tarjeta de visita: Layla Ketani. Exactamente como si Lucienne fuera la propietaria del apartamento.
La llave, como había previsto, encajaba en la cerradura. Chavane entró. No hacía más ruido que al avanzar hacia la cama, en el hospital. Escuchó. Pero Lucienne no podía estar aquí y allí al mismo tiempo. Pensó que perseguía fantasmas y buscó un conmutador en la pared. La estancia se iluminó. Almohadones de cuero blanco sobre una alfombra árabe, bandejas de cobre, una mesita baja; aquello recordaba más el interior de una tienda de beduino que un vestíbulo. Evidentemente, de Lucienne a Layla había un camino secreto que llevaba a una misteriosa infancia. ¿Pero por qué había elegido, para explicarse, a aquel Loiseleur de predestinado nombre? ¿Sabía acaso escuchar mejor que él? ¿Por qué nunca había intentado hablarle de su pasado? ¿Le consideraba demasiado patán o demasiado indiferente?
Adosado a la puerta, contempló, a sus pies, los complicados dibujos de la alfombra y una verdad, incierta todavía, fue insinuándose en él. Ella había decidido que existían demasiadas diferencias entre ambos, demasiada distancia a salvar. Su voz nunca llegaría hasta él. ¡Idiota! No había comprendido que también él esperaba una llamada. Sentía que se explicaba mal. Estaba dramatizando erróneamente. La verdadera clave de su incomprensión mutua debía buscarse en otra parte. Pero tenía algo que ver con esa alfombra, esos cobres y esos almohadones.
Cruzó el vestíbulo y entró en la sala de estar. Luz. No se trataba de abrir las contraventanas metálicas. Provocador modernismo. Tubulares, mucho metal brillante, cristal, blandos asientos que se adaptaban como arcilla alrededor del cuerpo que quería reposar en ellos. En las paredes, algunas telas como rompecabezas multicolores. La primera época de Borelly. Chavane, ahora, ni siquiera necesitaba comprobar la firma. En una esquina, un bar, pequeño pero muy bien provisto. Chavane se sirvió un whisky, como desafío, para probarse que, también él, tenía derechos. Con el vaso en la mano, entró en la cocina buscando algunos cubitos de hielo. La nevera era grande y contenía muchas latas de conserva: foie-gras, caviar, pollo en gelatina, cosas muy caras que Lucienne nunca se hubiera atrevido a comprar. El tal Dominique gozaba realmente de una buena posición económica. Horno, lavavajillas, zona de trabajo equipada con aparatos eléctricos para moler, triturar, pelar, algunas placas calentadoras reguladas por cuadrantes, todo tan reluciente como la cocina del Mistral.
Bebiendo a distraídos traguitos, Chavane paseaba lentamente. Dio la vuelta a la estancia cuyo revestimiento de mosaico azulado le devolvía su reflejo, regresó a la sala de donde pasó a la alcoba. Allí experimentó una sorpresa vagamente escandalizada: la cama era redonda.
Había visto ya este tipo de camas en las revistas, pues los viajeros dejaban a menudo en el vagón sus periódicos, sus revistas y, antes de destruirlas, les echaba de vez en cuando una ojeada. Las camas redondas y cubiertas de pieles siempre le habían parecido licenciosas. Tenía delante la cama de Layla, sin duda una fantasía de aquel Loiseleur al que iba imaginando, poco a poco, rico, sensual, corrompido, y crispaba el puño alrededor de su vaso.
La alcoba, muy espaciosa, estaba forrada de un paño gris pálido, del mismo tono que la moqueta. A cada lado de la cama había un sillón, bajo y profundo, de cuero claro. Frente a la ventana, una silla de estilo Luis XV. Quizás. Chavane no era un entendido. Por fin, un mueble de madera oscura, no más alto que un trinchero, ocupaba la última pared. Seguramente servía de armario. Chavane tiró de la empuñadura. La puerta estaba cerrada con llave. En uno de los muros, una marina daba una nota de luz. La playa desierta, el mar, a lo lejos, tras los rompientes de espuma, y un cielo inmenso y vacío.
Chavane llegó al umbral del cuarto de baño. Baldosas rosas, bañera rosa, lavabo rosa. Espejo oval sobre un tocador lleno de botes, tubos, frascos. Dos pelucas puestas sobre cabezas de cera; castaña una, rubia la otra. Ningún detalle que no expulsara a Chavane hacia las tinieblas exteriores. Estaba, aquí, horriblemente de más. Sin embargo, se empeñó en huronear pues le asombraba no encontrar en parte alguna huellas de Loiseleur. ¿Dónde habría metido sus chancletas, su pijama, su bata?
Descubrió el armario, empotrado en la pared y apenas visible. Contenía abundantes vestidos, abrigos, pieles, zapatos de día y de noche. Pero ningún vestido masculino. Chavane descolgó unas pieles y las mantuvo con los brazos extendidos bajo el aplique dorado que iluminaba aquella parte de la habitación: cordero de Siberia; ¡varias veces lo que él ganaba en un mes! Colocó de nuevo las pieles en su percha, palpó las telas, seda, satén, tuvo que sentarse junto a la mesilla de noche, al lado del teléfono y de un jarro donde se ajaban unos claveles blancos.
Ya no comprendía nada. Que Layla hubiera preferido a otro hombre, pase. Era abominable pero no increíble. ¡Pero ese lujo que le abofeteaba! ¡Y, sobre todo, que Lucienne se sintiera cómoda en él! ¡Y, además, que fuera capaz de renunciar para volver a ser la Cenicienta que le aguardaba leyendo Lo que el viento se llevó! Era una revelación que no sabía cómo interpretar. Junto al teléfono había una pequeña agenda de tafilete. Advirtió enseguida que algunos días estaban señalados con una cruz. Reflexionó, comparó fechas. No cabía duda. Los días señalados con una cruz eran los que él pasaba en el tren, los que pertenecían por entero a Layla. Lucienne llegaba, modestamente vestida. Era todavía la señora Chavane, en el ascensor, en el vestíbulo. Se libraba rápidamente de su atavío de servidumbre y se convertía en aquel personaje prestado que, tal vez, en los lugares refinados que debía de frecuentar, se hacía llamar señora Loiseleur. No le engañaba. Era peor. Le borraba. Se quedaba fuera, como un patán sin buenas maneras y con las manos sucias.
La noche del accidente, había salido de aquí, por una misteriosa razón, porque le quedaba todavía un día de libertad.
Y, entonces, alguien la había seguido, empujado. La idea de ese crimen gustaba a Chavane. En cierto modo, se lo había buscado. ¡Qué cara iba a poner Loiseleur al descubrir que su conquista había desaparecido! Ya podía remover cielo y tierra para buscarla. La herida del hospital era Lucienne Chavane. Layla no existía. Nunca había existido más que en forma de un cuadro sustraído, a partir de ahora, a las miradas de los curiosos. Por lo que a la tarjeta de visita se refería… Chavane cruzó el apartamento y fue a arrancarla. La rompió a pedacitos y los arrojó en el cubo de la basura. ¡Layla se había terminado!
¡Tal vez se hubiera terminado para los demás! Pero no podría romper a pedacitos su memoria. Layla continuaba viviendo en ella, con los cabellos peinados hacia atrás, sus pendientes brillando como estrellas, ¿qué imagen debían de mirar aquellos ojos?
Dio una vez más la vuelta al apartamento, fijándose en los detalles que se le habían escapado. Advirtió un tocadiscos que todavía tenía un disco en el plato… Enrico Mathias. A su lado, una cajetilla de Craven entreabierta. Encendió uno y se arrellanó en uno de los sillones-bañera. Lucienne fumaba Gauloises. Sus pensamientos seguían divagando, advirtió que no había encontrado joyas. Sin embargo, Layla no salía ciertamente sin collar, sin brazaletes. La caja fuerte estaría, sin duda, en ese armario que debería abrir lo antes posible. ¡Saber lo que ocultaba! Esa historia de asesinato… Había olvidado algo. Evidentemente, Lucienne había sido empujada por su amante hacia la farola. Por lo tanto, este sabía que la habían llevado al hospital. ¿Intentaría verla? ¿Conocía acaso su otra identidad…? ¿Y si todo fuera solo una hipótesis, si nadie hubiera atacado a Layla…? ¿Y si Loiseleur regresara? Debía de tener también las llaves del apartamento. Al volver de su viaje, acudiría enseguida con el corazón en la boca y un regalo en el bolsillo. Sería divertido recibirle. «¿Quién es usted?». «¡El marido de Layla!».
Chavane se dijo: «Una de dos: o Loiseleur es el culpable del accidente y hay muchas posibilidades de que, aunque deba aceptar ciertos riesgos, acuda a informarse al hospital; o es inocente y será aquí donde me enfrentaré con él. ¡En ambos casos conoceré su sucia jeta!».
Aplastó rabiosamente su colilla y pensó que si el otro le provocaba… Pero, como era de una limpieza meticulosa, lavó el vaso y vació el cenicero; luego, antes de marcharse, examinó con atención la cerradura del armario. Con una hoja bastante gruesa no le sería difícil abrirla haciendo palanca. Mañana… Si el apartamento permanecía vacío.
Siguieron horas muertas, amuebladas con agotadores raciocinios. Cuando iba a acostarse, Ludovic llamó por teléfono.
—¿Te molesto…? Olvidaste darme los papeles del coche. Los necesito lo antes posible.
—Mañana por la mañana… En el hospital, si te parece. Pero no antes de las once.
—Muy bien… He pasado un momento por allí hacia las cinco. No podía estarme quieto, ¿comprendes?
—¿Y qué?
—Y nada. Como siempre. Parece dormir, con su rostro de niña.
Hay frases como esa, que se emplean sin querer hacer daño, y que se hunden muy profundamente, más allá de la carne, más allá del corazón. Chavane sintió que un espasmo de emoción le subía a la garganta. ¡Su rostro de niña! La imagen había surgido, clara como una presencia. ¡Lucienne! La de antes de la boda. La de antaño, que le echaba los brazos al cuello cuando le traía un regalo. Ludovic no lo había advertido.
—Si ese estado dura —continuó—, no podremos dejarla indefinidamente en el hospital. En primer lugar está tu trabajo. Estoy convencido de que podríamos arreglarnos con la ayuda de una enfermera. Yo tengo todo el tiempo y sabré cómo tratar a Lulú. He sido casi su madre. Nos instalaríamos en mi casa o en la tuya. Mejor en tu casa porque la estación está muy cerca.
—Todavía no hemos llegado a eso —dijo Chavane.
—No, claro. Pero prefiero preverlo todo. Ya sabes que puedes contar conmigo.
—Sí, sí. Gracias. Nos vemos mañana. Buenas noches, padrino.
¡Traer a Lucienne aquí! ¡Vamos hombre! ¡Si tenía un lujoso apartamento en uno de los barrios más agradables de París! Su cólera volvía a encenderse. Sentía tentaciones de llamar a Ludovic para arrojarle la verdad a la cara. Le gritaría: «¡Tu Lulú tiene un amante que ha querido matarla! ¡De modo que, créeme ya está bien donde está!». Estuvo paseando largo rato de la habitación al comedor. Deseaba que saliera de aquel coma que lo complicaba todo. Cuando estuviese en condiciones de escucharle, le diría: «Estoy al corriente de lo de Dominique. No nos enfademos. Tú por tu lado y yo por el mío». Era realmente lo que deseaba, y sin embargo… había otra cosa… deseaba con la misma fuerza que ella intentara explicarle cómo había llegado hasta ahí. Mientras Lucienne fuera Layla no podría dejarla partir. Seria una idea fija, una obsesión. Una especie de pasión a la inversa por la que se sentía ya herido. Buscó en el cajón donde guardaba los clavos, el martillo y los cordeles, un instrumento adecuado. Su vieja navaja suiza, de múltiples hojas, serviría. Descerrajar el armario apaciguaría, tal vez, la incontenida violencia que le incendiaba la cabeza. Exageró la dosis de somnífero y dejó de pensar.
A las nueve y media llegó al bulevar Pereire. Tal vez fuera demasiado pronto. Podía encontrar a alguien saliendo del ascensor. Tal vez se cruzara, incluso, con Loiseleur. O se daría de narices con él, en el rellano. La víspera había dudado mucho. Hoy estaba decidido a lanzarse. Advirtió al pasar, en el buzón, la mancha clara de un sobre. Abrió el buzón sin el menor escrúpulo. Todo lo que se dirigía a Layla le concernía. No era un sobre sino una simple hoja de papel, arrancada de un bloc y doblada en dos. El texto estaba escrito a lápiz. Lo leyó en el ascensor.
Querida Layla,
Quisiera verla. Intente pasar el próximo domingo, hacia medianoche, por Milord.
Suyo
Fred
Milord… Fred… Aquellos nombres parecían evocar algo turbio, inquietante. El próximo domingo… Normalmente se habría marchado en el Mistral. ¿Y por qué a medianoche? ¿De modo que Layla solía pasar la noche fuera? Y, como el tal Fred no hacía alusión alguna a Loiseleur, ¿significaba aquello que Layla salía sola?… El carrusel de preguntas giraba de nuevo en la cabeza de Chavane. Había olvidado utilizar el interfono. Llamó a la puerta. Ningún ruido. Abrió y encendió la luz.
El silencio era el de un apartamento vacío. Colgó su abrigo y su sombrero en una percha y, luego, pasó a la sala y encendió un Craven. ¿No estaba en su casa? En aquel instante sonó el teléfono y la emoción estuvo a punto de hacerle soltar el cigarrillo. ¿Dominique…? Vacilante, dejó su mano suspendida sobre el aparato. Luego prevaleció la curiosidad. Descolgó con gesto rabioso.
—Diga. —Había alguien al otro lado del hilo y, minúsculo pero claro, oyó el ruido de fondo de una cafetería. Encolerizándose, repitió—: Diga.
Allí, al otro lado, alguien se callaba, asombrado sin duda al escuchar una voz masculina y no la de Layla; eran como dos alientos espiándose. Por fin cortaron la comunicación. Chavane escuchó un momento y luego colgó suavemente el auricular. Acababa de rozar el mundo de Layla y tenía la impresión de que le habían prohibido la entrada. Pensándolo bien, no podía tratarse de Dominique. Este no habría dejado de preguntar: «¿Quién es usted?». No se toman precauciones llenas de desconfianza cuando se telefonea a la propia casa. Uno se da a conocer espontáneamente. ¿Quién entonces?
Chavane abrió la hoja más grande de su cuchillo y se dirigió resueltamente al armario. Estaba harto de misterios. Consiguió introducir la hoja entre los batientes, presionó hacia la derecha, hacia la izquierda y, sin que supiera exactamente cómo lo había conseguido, sintió que la puerta se liberaba. Se entreabrió como si la empujaran desde el interior. Tiró de los batientes y, de pronto, algo sedoso como unas pieles le cayó en las manos. Retrocedió vivamente con la hoja hacia adelante, dispuesto a defenderse, y luego su corazón se tranquilizó. Lo que yacía en la moqueta era un oso de peluche, rojo con las patas blancas que, tendiendo hacia él brazos y piernas, le miraba fijamente con sus ojos de cristal.
Chavane lo rechazó con el pie y examinó el interior del mueble. Había montones de ropa que depositó cuidadosamente sobre el lecho para explorar el fondo de los estantes. Vio una caja plana y la atrajo hacia sí. Levantó la tapa y se quedó estupefacto. Contenía un tren admirablemente miniaturizado, locomotora Pacific, furgón de equipajes, vagones de metal claro con una franja roja en la que se leían las siglas: T.E.E. Ni siquiera faltaba el vagón-restaurante con minúsculas lámparas de pantalla en las mesas. En la parte inferior de la caja estaban los raíles.
Absurdamente conmovido, Chavane, como un chiquillo maravillado, tomó con delicadeza un vagón y, luego, otro. Los hizo correr por su brazo, empujando con la punta del dedo los bojes en ambas direcciones. Era tan incongruente que renunció a pensar. Colocó de nuevo los vagones en los alveolos de plástico, practicados en la caja como si fueran huellas, y apartó el tren. No había terminado su exploración. Del fondo del armario sacó una máquina de coser enana, un submarino, un coche de bomberos con su escalera, el Fuerte Álamo y otros juguetes, todos liliputienses y, sin embargo, de un alucinante verismo. ¿Se divertía Layla como una chiquilla cuando estaba sola? ¡Pero si Layla era Lucienne, y a Lucienne nunca se le hubiera ocurrido la idea de comprarse un tren eléctrico o un coche de bomberos!
Absolutamente desconcertado, colocó los juguetes como los había encontrado, el tren en último lugar, pero admiró una vez más el vagón-restaurante. Luego, alineó los montones de ropa y, por fin, recogió el oso. Pero descubrió entonces que la espalda de la bestia podía abrirse, como una bolsa, gracias a una larga cremallera. Layla debía guardar allí su camisón. Con un golpe seco abrió en dos el animal. El oso ocultaba en sus lomos fajos de billetes de banco sujetos con gomas elásticas.
A Chavane ya no podía asombrarle nada. Contó, casi distraídamente, los fajos… ¡Sesenta mil francos! Seis millones, como habría dicho Ludovic. Pasó la mano por el fondo de la bolsa para asegurarse de que estaba vacía. Sus dedos palparon un sobre y lo abrió. Había un texto muy corto, escrito a máquina:
La abajo firmante, Léonie Rousseau, reconoce deber a la señora Layla Ketani la cantidad de cincuenta y cinco mil francos, que se compromete a devolver en seis meses.
París, 1 de julio de 1978
Léonie Rousseau
Sesenta mil más cincuenta y cinco mil, ¡ciento quince mil francos! Y Lucienne se quejaba siempre de que le faltaba dinero. ¿Por qué no se lo pedía a Layla? Chavane se sirvió un gintonic. ¿De modo que prestaba dinero? ¿Y a qué interés? Aquello suponía dotes de organización, fichas, contabilidad. ¿Sería aquel Fred un deudor? Y Dominique tenía que saberlo forzosamente. ¡Qué pareja de usureros! ¡Pero no! ¡Los usureros no coleccionan submarinos ni máquinas de coser! Chavane encendió otro Craven. «¡Me estoy volviendo loco!», murmuró.
En el tumulto de sus pensamientos, comenzaba a imponerse con fuerza la idea del asesinato. ¡El dinero! Tal vez el dinero lo explicara todo. ¿Un deudor desesperado? ¿Por qué no? ¿Pero, y los juguetes? Chavane regresó a la alcoba interrogando, una vez más, cada uno de los objetos. La duplicidad de Lucienne le llenaba de una especie de admiración. Que hubiera podido engañarles, a Ludovic y a él, con tan tranquila audacia, le parecía un milagro. Tal vez con él, podía comprenderse. ¿Pero a Ludovic, que la llamaba tan a menudo? Salvo por la noche, claro. ¡Y la noche era el reino de Layla…!
Chavane se sentó ante el tocador, examinó los tubos, los frascos, los maquillajes. Aquí se instalaba Lucienne. Era el camerino de su teatro. Aquí cambiaba de rostro antes de salir a la calle como un hombre-lobo. Acarició las pelucas. ¿Qué aspecto tendría con el pelo rubio? La imaginaba acudiendo a su encuentro, balanceándose sobre sus altos tacones, con los claros rizos dando a sus ojos oscuros un desconocido fulgor. Era deseable. En los brazos de Dominique era una mujer de verdad.
Se puso en el puño la peluca rubia, la hizo girar lentamente, tomó un peine del tocador y lo pasó con cuidado por los cabellos que crepitaban un poco, despertando reflejos que parecían vivos. Era voluptuoso y horriblemente triste. Aquella peluca era todo lo que tenía de Layla. Se la metió brutalmente en el bolsillo. Era hora de ir al hospital.
Se levantó y vio el oso sobre la cama. No iba a abandonar aquella fortuna que ya no pertenecía a nadie. Se llenó de billetes los bolsillos de su abrigo y colocó en su cartera el reconocimiento de deuda. Ciento veinte billetes de quinientos no serían muy difíciles de colocar. Ignoraba todavía lo que iba a hacer con ellos. ¡Sin duda los utilizaría mejor que Layla!
Guardó de nuevo el oso en el armario, entornó las puertas y salió del apartamento sin intentar ocultarse. Para calmar la excitación que le dominaba, caminó hasta el hospital. Por la noche, la nieve se había fundido. Un sol exangüe flotaba entre nubes que corrían como humaredas. Tendría que reincorporarse pronto al Mistral. Y transcurriría el tiempo… Y, si Lucienne moría, nunca sabría quién era Layla. Layla, por su parte, continuaría su insaciable existencia. Él sería solo un semiviudo presa de una semipena.
Se detuvo en secretaría para completar las formalidades que había olvidado y subió a la habitación. Marie-Ange señaló la cama donde Lucienne parecía dormir.
—Sigue en el mismo estado. Los exámenes no han revelado nada nuevo. Tiene un poco de fiebre y está baja de tensión.
Chavane se acercó y tocó la frente de su mujer.
—¿Qué posibilidades tiene?
—El doctor no pierde la esperanza. De momento está en coma profundo. Pero eso puede cambiar en pocas horas.
—¿No molesto?
—Claro que no. La cura ha terminado, provisionalmente.
Chavane se sentó junto a Lucienne. Silenciosamente, Marie-Ange salió de la habitación. Lucienne en casa; Layla en el bulevar Pereire y, ahora, esa tercera mujer de rostro ceniciento y ojos cerrados.
Y él, yendo de una a otra, tambaleándose de un enigma a otro. ¡Pobre tipo perdido en ese juego mortal! Se quitó el abrigo crujiente de billetes y se inclinó sobre la yacente. ¿No se había movido? Tocó en su bolsillo, la peluca rubia. Saber por un instante, solo por un mínimo instante, qué cara tenía Lucienne cuando llevaba la peluca. No se atrevía a hacer el gesto. Le parecía un sacrilegio. ¡Y qué vergüenza si le sorprendían!
Los cabellos se arrollaban a sus dedos. Se humedecían de sudor. Sin embargo, nada más sencillo. Y bastaría tal vez para apaciguar su devoradora curiosidad. Decidiéndose de pronto, sacó la peluca y, con movimientos que no conseguía controlar, la colocó de cualquier modo sobre las vendas que ocultaban la frente y las orejas de su mujer. Lo que apareció le hizo retroceder. Aquellos labios grises, aquellas mejillas hundidas, aquellos párpados cerrados y, coronando la faz moribunda, la efervescencia alegre de los rizos, era algo… algo sucio… como una baja fornicación de la mirada. Había esperado que, por una especie de magia, surgiera Layla; pero la había perdido definitivamente. Tomó la mano de Lucienne.
—¡Perdón! —murmuró—. ¡Perdón!