—COMO SIEMPRE —dijo Marie-Ange—. El encefalograma no es muy bueno. Esta mañana, durante la cura, ha abierto los ojos. Su pupila izquierda está más dilatada que la derecha, que reacciona a la luz con cierto retraso. Ahora, como ve, los párpados están cerrados. Las manos contraídas. Tóquela usted mismo.
Chavane palpó con suavidad. La piel estaba seca. De la muñeca al extremo de los dedos, una extraña rigidez endurecía los músculos. Tuvo la impresión de sujetar una mano de madera.
—¿Qué piensa el doctor?
Marie-Ange hizo un gesto evasivo.
—Dice que hay que esperar. ¿Me ha traído la ropa?
—Sí. El paquete está sobre la silla.
—Gracias. La ordenaré enseguida.
—¿Puedo hablar con el doctor?
—Ahora no. Está en el quirófano. Además, no le diría nada nuevo.
Había abierto el armario blanco, al fondo de la habitación, y trabajaba, invisible detrás de los batientes.
—Pobre señor —dijo con voz ahogada—, me temo que va a necesitar mucha paciencia. Lo terrible, en estos casos, es la espera. Estamos ahí y no podemos hacer gran cosa…
Regresó hacia la cama y pasó una mano por la frente de Lucienne.
—¿Quién sabe lo que se oculta en esa cabeza? —continuó—. En líneas generales, lo sospechamos. Pero es como una batalla invisible en la que no podemos intervenir. Le dejo.
Chavane se sentó y miró a Lucienne. Cuando se había casado con ella, le parecía bonita, pero tal vez hubiera sido hermosa para ojos más sagaces. Aquel rostro pedregoso, de hundidas órbitas, aquella boca descolorida, aquellos pómulos descarnados eran su parte, la suya. Los demás habían tenido derecho al brillo de las pupilas, a la sonrisa como una promesa de felicidad. Él era el pobre. Pobre, escarnecido, ridículo pero, sobre todo, frustrado, despojado. ¿Qué mujer iban a devolverle? Tal ver una disminuida. En el mejor de los casos, un ser envejecido, arruinado. A la otra, la hermosa, la fresca, la resplandeciente, aquella a quien nunca había visto, jamás la vería ya. ¿Cómo sería cuando iba a casa de Borelly? ¿Alegre? ¿Dispuesta ya a abandonarse? ¿Qué se dirían los dos?
Inclinado sobre el exangüe rostro, sentía deseos de murmurar: «¿Qué os decíais? ¿Os burlabais de mí? ¿O, antes de posar, solo pensabais en hacer el amor? Comíais juntos mientras yo, como un imbécil, corría hacia Dijon. ¿Y luego? ¿A dónde te llevaba? ¿A quién veíais? Por la noche, naturalmente, no regresabas a casa. Él deseaba exhibirte, para presumir. ¿Dónde?».
Lucienne, inmóvil como una estatua yacente, le oponía una ausencia inhumana. Nunca lo sabría. ¡Sí! Lo sabría. Seguiría la pista. Tardaría el tiempo que fuera necesario pero, si Lucienne estaba escapándosele, capturaría por lo menos a su doble, la tal Layla, tras haber seguido su rastro por todas partes y, primero, en el apartamento que ocupaba cuando él estaba ausente.
Porque, a fin de cuentas, tenía el manojo de llaves que, ahora, adquiría todo su sentido. Lo había casi olvidado, desde la víspera, y de pronto descubría algo sórdido. Si Borelly estaba muerto, utilizando esas llaves se veía con otro hombre. ¡Vivía con él media semana! Había pasado muy cerca de esta verdad y la había apartado con horror. Y, sin embargo, era la buena. Había sufrido su accidente al separarse de su amante para regresar y adoptar la personalidad que detestaba, como se abandona un vestido elegante para ponerse una bata de trabajo.
Lucienne apenas respiraba, tenía los ojos cerrados. Su boca, deformada por un ligero rictus que dejaba ver la blancura de los dientes, se crispaba sobre su secreto.
Chavane, que había arrojado el abrigo en el sillón, se quitó la chaqueta. Hacía demasiado calor en la habitación. Era asfixiante. Sus pensamientos corrían como una jauría de perros. No podía contenerlos. La hipótesis del encargado del garaje no era tan estúpida. Entre Lucienne y su amante surge una violenta discusión. Ella le deja plantado y toma el coche para regresar a su domicilio. El amante quiere retenerla. Intenta alcanzarla en coche. Persecución. El hombre, fuera de sí, golpea varias veces el pequeño Peugeot y se produce el accidente. Entonces, aquel odioso individuo, en vez de acudir en socorro de su víctima, se limita a llamar anónimamente a la policía. Chavane aproximó sus labios al vendaje que cubría la cabeza de su mujer.
—¿Lucienne…? ¿Me oyes…? Ibais a romper, ¿verdad…? Quisiera estar seguro… Dime que habíais roto… Creo que después me sentiré mejor.
Se irguió. Las momias no hablan. Son cosas, solo cosas. Tampoco los cuadros hablan. Apartó la manga para mirar la hora. El hospital, la Galería Berger. Era como un juego de espejos que le devolviera el mismo rostro indescifrable. Se vistió, estuvo a punto de marcharse sin mirar hacia atrás. Pero, avergonzado, regresó junto a Lucienne y le estrechó la mano. Besarla estaba por encima de sus fuerzas.
En la galería casi no había nadie. Tres o cuatro curiosos que iban de una tela a otra, conteniendo el ruido de sus pasos. Una anciana dama, muy maquillada, con un collar de perlas y anillos en los dedos, estaba tras una mesa adornada con un magnífico ramo de flores. Chavane vio un montón de catálogos, tomó uno y fingió consultarlo mientras se dirigía al fondo de la galería. A lo lejos distinguió, contemplando cómo se acercaba, el retrato de Layla, y se sintió extrañamente conmovido. Si Layla hubiera sido su amante habría podido citarla aquí, en este lugar desierto. Poetizado por la distancia, el rostro de la joven parecía vivir. Estaba ligeramente inclinado, en un movimiento lleno de dulzura, como si se ofreciera a una caricia.
Chavane se detuvo. Nunca Lucienne le había recibido con tanta gracia. Sí, era muy hermosa y aquello suponía una abrumadora revelación. Sus ojos, que el lápiz había alargado oblicuamente, parecían soñar como los de una dulce bestia cautiva. Reemprendió la marcha, muy lentamente, como si temiera asustarla. Sus labios se movían: «Soy yo… Te llevaré conmigo… No tienes derecho a estar aquí…».
Y de pronto, cuando estuvo muy cerca, descubrió, en la esquina inferior izquierda del marco, un pequeño cartón: Vendido. El destino se encarnizaba. Arrugó entre sus dedos el catálogo. No podía decidirse a partir. Una vez más llegaba demasiado tarde. No había sabido retener a Lucienne; no había sabido retener a Layla, comprarla cuando no era demasiado tarde. Pero tal vez no lo fuera todavía. ¿Aceptaría vendérselo la persona que había adquirido el cuadro? Dudando, Chavane se preguntaba si valía la pena tomarse tanto trabajo. ¿Para qué? ¿Para gozar el amargo placer de tener la última palabra? Sería mucho más sencillo renunciar, regresar al Mistral una vez finalizado el permiso. Layla le vigilaba, le juzgaba, con aquella mirada, atenta y distraída a la vez, que adivinaba sus más ocultos pensamientos. ¿Iba a declararse vencido, a abandonar la partida? ¿Iba a ceder el paso al otro?, pues el que había comprado el cuadro tenía que ser…, forzosamente era…, claro que sí, era su rival.
Chavane lanzó una última mirada al retrato. «¡Si te vieras!», le dijo pensando en la que agonizaba. Volvió sobre sus pasos hasta la mesa donde la anciana dama refulgente se parecía a una vidente esperando a la clientela. Le mostró el catalogo.
—¿Sabe usted si podría procurarme este cuadro?
—Está vendido.
—Ya lo sé. Pero tal vez el comprador aceptaría cedérmelo.
—Es poco probable. Pero nunca se sabe. Siempre puede intentarlo, caballero. La operación no es secreta y el comprador es un conocido coleccionista. El señor Massicot… Vive en el 66 de la avenida Mozart.
—¿En el decimosexto?
—Evidentemente —repuso ella con un matiz despectivo.
Chavane, aunque era mediodía, no lo dudó. Tomó un taxi y se hizo conducir a la avenida Mozart. El 66 era un magnífico edificio de estilo antiguo. Vasto vestíbulo. Noble escalera de piedra. Alfombra roja. Massicot vivía en el primero. ¿Habría estado Lucienne aquí? ¡Era demasiado hermoso para ella! Un criado, cuyo estilo apreció Chavane al primer golpe de vista, abrió la puerta. Introducido en un salón que olía a riqueza de un modo intimidante, pronto se le reunió aquel a quien odiaba ya con todas sus fuerzas. No muy alto, grueso, vestido de beige de la cabeza a los pies, con el aspecto de un director general acuciado por la prisa, Massicot le interrogó desde el umbral.
—¿Señor?
Chavane se lanzó.
—Chavane… Paul Chavane… He venido a verle por el cuadro que ha comprado usted en la Galería Berger.
El rostro de Massicot se iluminó.
—¿Se refiere al retrato de Layla?
—Exactamente. Estoy dispuesto a comprárselo.
—¿Es usted coleccionista?
—No… Pero este retrato me recuerda a alguien.
Massicot aproximó a Chavane, por encima de una mesilla, un estuche lleno de cigarrillos. Ahora parecía aburrido. «¡Es él! —pensó Chavane—. Forzosamente es él». Rechazó el estuche.
—¿Tiene una razón particular para desear ese cuadro? —preguntó.
—Sí.
—¿Esa mujer es, por casualidad, amiga suya?
—¡Oh, Dios mío, no! —exclamó Massicot—. Ni siquiera me interesa saber quién es.
—Entonces —dijo Chavane sorprendido— tal vez podamos entendernos.
Massicot le tomó familiarmente del brazo.
—Venga. Le enseñaré algo.
Condujo a Chavane a través de una biblioteca muy bien provista y abrió una puerta de complicada cerradura.
—Entre, señor Chavane. Está usted en mi museo.
Oprimió un interruptor y se encendieron unos globos en el techo. La estancia era larga y desnuda. De las paredes colgaban cuadros, muchos cuadros. La única ventana, a un extremo de la estancia, estaba cerrada por unos porticones metálicos.
—Solo me interesan los pintores modernos —prosiguió Massicot—. Mire. Apuesto a que no conoce usted uno solo.
Cada vez más asombrado, Chavane caminaba ante su anfitrión. A veces, Massicot se detenía delante de una tela.
—Un Knecht… Un Verhaeghe… No dejan de subir… Este Mijno valía treinta mil; ahora, si lo vendiera…
—¿Pinta usted?
—En absoluto. ¡Pero tengo esto!
Señaló su nariz.
—Raramente me equivoco. Para mí, la pintura es una inversión. Mire, estoy seguro de que Borelly, dentro de poco… Sobre todo, el Borelly del último período. El público comienza a fatigarse de los abstractos…
Señaló un cuadro que parecía la bandera japonesa.
—Es un Guisoni. Si le interesa se lo cedo. Ciento cincuenta mil. No, bromeo. No soy un comerciante. Simplemente me cubro. Cuando se tiene un poco de olfato, la pintura sigue siendo la mejor inversión. Por eso no quiero venderle el retrato de esa dama. Dentro de diez años tal vez sí. Habrá triplicado su precio. Lo siento, caballero. Pero nunca hay que mezclar pintura y sentimientos.
Massicot consultó un delicado reloj de oro que destacaba en su velluda muñeca.
—Lo lamento. Tengo una cita.
Chavane se despidió fríamente. ¿A quién acudir, ahora, para saber algo más? Su cólera había desaparecido. Tenía el corazón como la calle, vacío, lúgubre. Fue a comer un bocadillo en el bar de la estación de Lyon. Allí, al menos, estaba en su verdadera «casa». Por un instante sintió deseos de pasar a los andenes, recorrer el Mistral hasta el vagón-restaurante para estrechar la mano a los compañeros. ¡Pero sería demasiado triste! Bebió dos cafés y un refresco de frambuesa y se resignó a regresar al apartamento. Se tendió en la cama para pensar y se adormeció.
La idea le aguardaba al despertar. Una idea no muy original pero, en el desierto por donde vagaba, significaba un mojón. Buscó Borelly en el listín. Borelly… Cité Frochot… Hojeó un plano de París y localizó la Cité Frochot muy cerca de la plaza Pigalle. Estaba a media hora de metro. ¿Tenía que telefonear para anunciarse? ¿Pero con quién iba a hablar? ¿Tenía familia Borelly? Y no sabía, todavía, qué excusa le convendría invocar. La que encontró por el camino no era nada del otro mundo.
Cierto día, en el Mistral, había tenido como cliente a un colono acabado de llegar del Congo. Tras diez años de ausencia, se asombraba por todo. «No puede figurarse, decía, lo que supone para un selvático como yo. ¡Es increíble cómo ha cambiado todo!». Chavane se imaginaba muy bien como un «selvático». Había entrado la víspera, por casualidad, en la Galería Berger y había encontrado el retrato de Layla. ¡Gran emoción! Diez años antes había conocido muy bien a aquella joven. E incluso se hubiera casado con ella, tal vez, si no se hubiese visto obligado a partir. Le complacería tanto, ahora, tener un recuerdo de Layla. A falta del retrato, ya vendido, se contentaría con un simple boceto… Caramba, la cosa se aguantaba. Lo esencial era hablar con alguien, despertar su curiosidad. Con un poco de suerte le extrañaría mucho no obtener alguna información sobre Layla.
«Al fin y al cabo —se dijo—, también tengo derecho a fabricarme, como ella, una falsa identidad». Era incluso agradable ponerse en la piel de otro. ¡El antiguo «novio» de Layla! Una manera como otra de comenzar de cero la pobre aventura de su matrimonio.
La Cité Frochot, extrañamente acurrucada entre la plaza Pigalle y la calle Victor-Massé, en un barrio de cabarés y bares de mala nota frecuentados por prostitutas y travestidos, era como un oasis de confort burgués y respetabilidad. Chavane llamó y le abrió la puerta una criada que le hizo entrar en un vestíbulo adornado con cuadros que representaban playas, barcos de pesca, torrentes montañosos. «Venía aquí, pensó. El estudio debe de estar en la parte trasera de la casa o en la buhardilla. ¿Pero cómo pudo conocer a Borelly? ¿Dónde pudo encontrarle? ¿A través de quién?».
La criada vino a buscarle y le introdujo en un salón donde le aguardaba una dama de cierta edad que tenía en las rodillas un caniche blanco que parecía un dibujo al carboncillo. El perro saltó a la alfombra y soltó un agudo ladrido.
—Ven aquí. Mosca —dijo la señora Bonelly—. Perdone, caballero. Camino con dificultad… la artrosis, comprende… Siéntese.
Iba vestida de negro, sin joyas, como una viuda reciente. Molesto, Chavane contó la historia que había preparado. Ella le escuchó con mucha atención.
—Sí —dijo—. La recuerdo… A mi marido, en los últimos tiempos de su vida, le gustaba mucho pintar mujeres jóvenes…
Levantó los ojos hacia una tela puesta en un caballete, a su derecha.
—¿Es él? —preguntó Chavane.
—Sí. Es un autorretrato muy hermoso. Acababa de terminarlo cuando se lo llevó una crisis cardíaca.
Contemplaron juntos al difunto, muy bien parecido con su barba a lo Francisco I y el distintivo rojo de la Legión de honor.
—Tenía tanto talento —continuó—. Eso hacía que le perdonara muchas cosas.
Meditó unos instantes. El caniche había trepado de nuevo a sus rodillas y ella, muy suavemente, le rascaba la cabeza.
—No lamente no haberse casado con esa muchacha —dijo por fin—. Cuando se acepta posar para un pintor…
No terminó, pero el sentido de su frase estaba muy claro.
—¿Cree usted que Layla?… —murmuró Chavane.
—¡Oh! No tengo nada contra ella. Y además, ahora, ya no tiene importancia.
—Esperaba que su marido hubiera dejado algunos esbozos. He oído decir que los pintores se ejercitaban antes de comenzar un retrato.
Ella rio con cierta amargura.
—En efecto, dejó muchos dibujos… Sobre todo desnudos. Los quemé todos. Hay que destruir esas cosas.
Tal vez pellizcó al perro porque este soltó un breve gemido. Chavane se levantó. Ella le retuvo con un gesto.
—No se marche todavía… Estoy tan sola ahora. Cuénteme su vida allá abajo. Debía de ser muy duro.
—Sí… Bastante —improvisó Chavane.
—¿A qué se dedicaba usted exactamente?
—Bueno… cortaba árboles.
—¿Le gustaba el oficio?
—Sí, al principio… Y luego, cuando tuve bastante dinero, quise regresar.
—¿Y le escribía… esa persona?
—No muy a menudo… Y ahora no sé qué hacer para encontrarla… Pero, por cierto, ¿cómo se las arreglaba el señor Borelly cuando la necesitaba?
Ella sonrió con tristeza.
—La telefoneaba —dijo—. Lo sé porque no lo disimulaba. Telefoneaba delante de mí… A esta, a aquella… Éramos lo que se dice buenos compañeros.
Su voz se quebró y se encogió de hombros.
—Terminé sabiendo de memoria esos números de teléfono. Mi memoria le asombraba siempre. Puesto que así lo quiere, puedo informarle… Layla… 622-07-76…
—¿Sin apellido?
—Los apellidos no le interesaban.
—No sé cómo agradecérselo.
—¡Déjelo, déjelo! Todo está tan lejos ya… Pero, de todos modos, si vuelve a verla… ¿puedo confesárselo?… me gustaría estar al corriente. Venga cuando quiera.
Chavane, perplejo, se retiró. Si los celos de la señora Borelly tenían fundamento, Layla había sido efectivamente la amante del pintor. De modo que se veía devuelto a su primera hipótesis. Pero, en ese caso, el accidente… Recordó que tenía a dos pasos, en la plaza de las Abbesses, una oficina de correos y se dirigió allí a toda prisa. Le informaron con mucha amabilidad. Para saber la dirección correspondiente al 622-07-76, siempre que no estuviera en la «lista roja», es decir, la de los abonados que no desean que se comunique su dirección, bastaba con llamar al 266-35-35.
Llamó enseguida al 266-35-35, hizo su petición, indicó la oficina de correos donde se hallaba y aguardó, ¿lleno de temor o de esperanza? Ya no lo sabía.
Le informaron al cabo de un cuarto de hora. El 622-07-76 correspondía a un abonado que se llama Dominique Loiseleur y vivía en el 160 bis del bulevar Pereire, en el XVIIº.
Dominique Loiseleur… bulevar Pereire… Esta vez estaba en el buen camino. El licor que había bebido en el bar de la estación de Lyon le abrasaba el estómago. Bebió una caña en un café de la plaza Pigalle, entre una moza de cabellos azules y un negro que tenía una guitarra entre las rodillas. De modo que Lucienne había podido ser, perfectamente, la amante de Borelly y, luego, la de Loiseleur. O mejor, ya que Borelly le telefoneaba al 622-07-76, eso significaba que vivía ya, ciertos días de la semana, en casa del tal Dominique. ¡Cuando él estaba de servicio…! Y el segundo manojo de llaves que había descubierto en el bolso probaba que, en el bulevar Pereire, se encontraba también en su casa. ¡Además era fácil de verificar!
Pero Chavane no sentía prisa alguna por comprobarlo. Daba vueltas, sin cólera alguna, alrededor de la verdad, como una bestia desconfiada gira en torno a la carroña. Borelly había muerto dieciocho meses atrás. El retrato podía tener dos años. De modo que Lucienne vivía, ya en esa época, en casa de Loiseleur. Dos años, o tal vez más. ¡Por qué no! Y durante tantos meses nunca sospechó nada. Sin embargo, una mujer enamorada no puede evitar que, de vez en cuando, algo de sus sentimientos trasluzca. Recordaba a Lucienne, siempre tranquila, siempre solícita. Cuando él regresaba, le preguntaba amablemente: «¿Todo ha ido bien?». Luego, naturalmente, no escuchaba lo que le decía. Pero sin demostrar impaciencia. ¡Soñadora, eso es! Era soñadora. Pero era su naturaleza. Probablemente no se mostraba más alegre con Borelly o Loiseleur. ¿Entonces? ¿Qué habían visto en ella? ¿Qué la hacía tan particularmente seductora? Su belleza, claro. Pero no había que exagerar. Cuando, por la mañana, paseaba lánguidamente por la cocina, sin haberse peinado ni maquillado, tal vez tuviera cierta gracia animal, pero nada capaz de enloquecer a nadie. Tampoco su conversación era muy excitante. ¿Sus capacidades amatorias? Pero si el amor le aburría como tantas otras cosas. Afinando mucho podía comprenderse por qué le había interesado a Borelly. Era el pintor quien se había sentido atraído. No el hombre. ¿Pero Loiseleur?
¿Qué representaba ese amante que aceptaba ver a la mujer amada solo cuatro días por semana? ¿Qué le habría contado ella para justificar sus ausencias? ¿Le habría dicho que su marido trabajaba en el Mistral? ¡Y aquel hombre consentía en compartirla! No debía de estar muy enamorado. O tal vez estuviera también casado. Tal vez era un hombre de negocios que solo venía uno o dos días por semana. Pero aquello suponía un nivel económico que no se adecuaba al tipo de vida de Lucienne.
—¡Basta! —dijo Chavane en voz alta.
A su lado, la moza le miró y ahogó una carcajada. Él arrojó una moneda en el mostrador y salió. En su cabeza, las preguntas se retorcían como gusanos. De nuevo el metro, de nuevo las escaleras. Y, para terminar, aquel apartamento silencioso, desierto, hostil. «Mejor estaría en un hotel», pensó.
Examinó otra vez, con más atención, las llaves. La más complicada era, evidentemente, la del apartamento. Las otras dos serían la de la puerta del edificio y la del buzón. «¿Voy?, se preguntó. ¿Y qué haré si me doy de narices con el tal Dominique? ¿Qué cara ponerle? Pero siempre puedo estudiar el terreno, informarme».
No era ya momento de titubear. Llamó un taxi.
—Al 160 bis del bulevar Pereire.