LUDOVIC hizo las presentaciones.
—Siéntense señores —dijo el doctor Vinatier.
Él mismo se sentó tras una mesa atestada y miró a ambos hombres como si fueran pacientes. Tenía unos ojos muy pálidos, algo fijos, que intimidaban.
—No voy a infligirles una lección —continuó—; el estado de la señora Chavane es preocupante. De momento nos es imposible definir con seguridad el coma con el que nos enfrentamos. Hay muchas clases de coma. Les ahorraré sus nombres. Digamos, para simplificar, que hay comas leves, comas graves, agudos, reversibles e irreversibles. Y, por desgracia, creo que se trata de un coma agudo. Estamos realizando análisis. Hasta ahora no son demasiado reveladores, pero lo cierto es que el golpe produjo en alguna parte del cerebro una lesión que determina un estado de descerebración o, si lo prefieren, un estado de consciencia gravemente alterado. Es imposible prever la evolución de la enfermedad. La señora Chavane puede permanecer mucho tiempo todavía sin conocimiento o puede volver en sí en los próximos días… aunque me extrañaría mucho.
—¿Sufre? —preguntó Ludovic.
—Seguramente no siente dolor tal como nosotros lo entendemos. Y tengo razones para pensar que no sufre. Sin embargo, como podrán comprobar, no permanece totalmente inmóvil. Pueden observarse muecas faciales, movimientos de masticación, contracciones de la mano izquierda. Como imaginarán, nos veremos obligados a tenerla con nosotros algún tiempo. En primer lugar, debemos efectuar todavía bastantes exámenes. Y, luego, es un caso interesante, realmente muy interesante. Naturalmente podrán verla cuando lo deseen. Incluso por la mañana. Ahora está en una habitación individual. En resumen, el pronóstico no es bueno pero tampoco es desesperado. ¡Vengan! Podrán comprobarlo ustedes mismos.
Les precedió por un pasillo que llevaba a un montacargas donde había una camilla vacía.
—Por fortuna —continuó el doctor Vinatier—, no necesita respiración asistida, y eso simplifica mucho los cuidados.
—¿Cómo se alimenta? —preguntó Chavane.
—¿Por vía intravenosa, supongo? —intervino Ludovic.
El doctor volvió hacia él la cabeza y asintió.
—Soy comandante de la gendarmería retirado —explicó Ludovic—. Como comprenderá he visto muchos heridos.
¿Qué necesidad tenía siempre de destacar? Lucienne no era su mujer. «¡Claro que tampoco lo es demasiado mía!», se dijo Chavane.
—La alimentamos con aminoácidos puros —prosiguió el doctor. Y, naturalmente, le administramos con regularidad antibióticos para evitar las complicaciones pulmonares.
El ascensor subía lentamente. Ludovic y el médico parecían no hacer ya caso a Chavane. El médico empleaba ahora un vocabulario técnico, como se hace con un colega. «… Materia subcortical… diencéfalo… tronco cerebral…». Chavane no les escuchaba. ¿Cómo se organizaría si Lucienne permanecía mucho tiempo sin conocimiento? ¿Y cuánto costaría todo eso? Estaba la Seguridad Social, claro, pero de todos modos…
El ascensor se detuvo. La habitación estaba a dos pasos. El doctor empujó la puerta. Chavane entró y la vio. Un apósito le cubría la frente. Tenía los ojos cerrados. Su rostro blanquecino parecía una máscara de cartón. Sus brazos estaban extendidos sobre la sábana, con las manos abiertas, inmóviles. Al lado de la cama, colgaban de un soporte frascos y tubos de goma, uno de los cuales se introducía en su nariz mientras otro desaparecía bajo el cobertor. Chavane no se atrevió a avanzar. Pero el doctor le empujó suavemente.
—Hemos tenido que cortarle una parte de los cabellos —murmuró—. Pronto volverán a crecer.
Tomó una mano de la herida.
—Casi no tiene fiebre; la piel está fresca. ¿Ven?, cuando se la toca crispa un poco los dedos, pero es un simple reflejo.
Una enfermera, cuya presencia Chavane no había advertido, avanzó hasta los pies de la cama y el doctor la presentó a ambos visitantes.
—Es Marie-Ange —les explicó—. La abnegación personificada.
Marie-Ange sonrió. Tenía unos cuarenta años y las resbaladizas maneras de una monja. Intimidado, Chavane miraba a Lucienne preguntándose si, en presencia de todos aquellos testigos, no debería besarla. Tocó casi atemorizado su mano y le asombró sentirla flexible y viva.
—Dígale algo a su mujer —dijo Marie-Ange.
—Marie-Ange tiene razón —dijo el doctor—. El sonido de una voz amada puede ser tan eficaz, en ciertos casos, como un medicamento. Hay que intentarlo.
Chavane se inclinó sobre el rostro grisáceo, percibió la mínima respiración que silbaba de modo casi imperceptible.
—Lucienne —murmuró.
Los otros formaban un círculo.
—Lucienne… querida…
Hacía muchos meses, más tal vez, que no le había hablado en ese tono y las palabras se le agarraban a la garganta.
—Está usted demasiado conmovido —dijo Marie-Ange—. Lo hace mal. Tiene que hablarle como si le oyera, contarle sus pequeñas cosas, ¿entiende?, exactamente como cada día. Les dejamos. Cuando vuelva, no olvide traer camisones y pasar por secretaría. En caso de necesidad, ahí está el timbre. Pero no tenga miedo. Vigilamos constantemente a su mujer. Valor, señor.
El doctor quiso también salir. Chavane le retuvo.
—¿Tendré que dejar mi empleo durante mucho tiempo? —preguntó—. Trabajo en el Mistral y estoy ausente cuatro días por semana; dos veces dos días.
—Por el momento no haga nada —respondió Vinatier—. Si este coma se prolongara mucho tendríamos que adoptar nuevas disposiciones, pues el hospital anda corto de camas. Pero dudo mucho que su estado permanezca estacionario. O mejorará o…
Hizo un gesto fatalista y estrechó la mano de Chavane. Eran un poco más de las cuatro. El Mistral debía de estar pasando frente al monumento levantado a la memoria de Niépce, justo después de Chalon-sur-Saône. ¡Qué suerte tenían los compañeros! Ludovic se había sentado a la cabecera de Lucienne y le hablaba en voz baja, como si quisiera arrullar a un bebé. «Que le cuente mis pequeñas cosas, pensó Chavane. ¡Qué idiota! Es ella la que tiene que contar, no yo. ¡Y está tan lejos!». Se quitó el abrigo porque tenía demasiado calor y se sentó al otro lado de la cama.
El tío se mantenía callado. De vez en cuando lanzaba una afligida mirada a su sobrino, por encima del cuerpo inmóvil. En las botellas, el nivel de los líquidos descendía lentamente, como los finos granos caen en un reloj de arena, midiendo la vida que se va. Chavane pensó que debería volver cada día y permanecer, por decencia, largas horas en aquella habitación asfixiante, cara a cara con aquel… Buscó la palabra: ¿cadáver? No, no tanto; claro que, en cierto sentido, era todavía peor. No tenía nombre. E intentó revivir recuerdos capaces de despertar en él una emoción, un estremecimiento del alma, algún impulso que le acercara a aquella cosa inerte que, antaño, había tenido entre sus brazos sin, lamentablemente, conseguir llevarla al placer. El olor a farmacia que reinaba en la habitación era, por misteriosa correspondencia, el mismo de su frustración y su sequedad. Consultó disimuladamente su reloj. Por fin, dirigió una señal a Ludovic y se puso el abrigo. En el pasillo, buscaron el ascensor.
—Me ocuparé de ella cuando no estés —dijo Ludovic.
Bajaron silenciosos, distraídos. En el patio, Chavane detuvo a su tío.
—¿Crees que saldrá de esta? Francamente.
—No lo sé —dijo Ludovic—. Pero si tiene que permanecer meses y meses en ese estado, mejor será que muera. ¿Regresas a casa?
—Sí. Tengo que hacer unas cosas.
—Ya lo sabes, si te apetece ven a vivir conmigo. Siendo dos, podremos soportarlo mejor.
—Tal vez —respondió Chavane.
—Bueno —continuó Ludovic—. Me voy al garaje a ver qué puede hacerse.
Chavane no tuvo el valor de decirle que él había ido ya. El espectáculo de Lucienne medio destruida había hecho que algo se deshiciera en su interior. Le vacilaban el cerebro y las piernas. Entró en un bar, bebió un coñac y, luego, otro. Sacó de su cartera la invitación. Galería Berger - calle Bonaparte, 40. ¿Para qué ir? Nunca había puesto los pies en una galería de arte. ¿Iban a preguntarle el nombre cuando entrara? ¿Vestía adecuadamente?… Se examinó en el espejo que reflejaba el largo mostrador de estaño. Su abrigo era de buen corte. Lo criticable era su rostro. Insuficientemente intelectual. Vulgar, ¡eso es! Vulgar. Adecuado para un jefe de brigada, pero no lo bastante distinguido para alguien que iba a fingir estar interesado en la pintura de aquel… ¿cómo se llamaba…? ¡Borelly! Vaciló unos instantes. ¿Por qué perder inútilmente una hora? ¿Qué esperaba encontrar? Era como un perro extraviado siguiendo inciertos rastros. Si Lucienne había conservado aquella invitación, era que tenía la intención de ir; tal vez para hablar con alguien… Además, ¿qué importancia tenía perder allí una hora o perderla en otra parte? Siempre podría echar una ojeada, como un viandante que, atraído por un cuadro, se detiene y vuelve sobre sus pasos. «Caramba, no está mal. Veamos el interior».
Se bebió un tercer coñac sin conseguir entrar en calor. Fuera, atravesaban la noche copos que no dejaban de posarse en sus mejillas, en sus párpados, dejando una fugitiva huella de lágrimas. ¡Las dieciocho diez! La imagen del Ródano, brillante de estrellas, un poco después de Valence, se asomó a su espíritu. Se sintió de pronto tan desalentado que llamó un taxi para probarse… Buscó por un instante lo que tanto quería probarse, luego se acurrucó y cerró los ojos. No quería seguir viendo esa ciudad en la que Lucienne llevaba, cuando él estaba ausente, una vida misteriosa y, probablemente, culpable. Pero se juró que, si le engañaba, descubriría a su amante. No para pegarle y dar un espectáculo, sino para probarse… Y una vez más su pensamiento se dispersó. ¿Tal vez quería probarse que era el más fuerte? No tenía sentido. Y sin embargo notaba claramente que estaba perdiendo su libertad, que nunca trataría ya de divorciarse, que Lucienne, al borde de la muerte, le tenía cogido con más fuerza que una amante y era indignante, odioso… Un poco repugnante también.
Le sorprendió encontrarse de pronto ante la galería. Había mucha gente. Se detenían otros taxis. Vaciló ante la puerta, vagamente avergonzado, como si se dispusiera a pedir limosna; pero nadie le prestaba atención. Entró. Ante las telas había ya empujones. Unos camareros con guantes blancos circulaban con bandejas. Chavane tomó un oporto, se fijó en los guantes del hombre, no muy limpios, en su pajarita de un negro brillante, y se formó enseguida mala opinión de aquel Borelly. El cuadro que pudo entrever entre dos cabezas y una hilera de hombros le dejó consternado. Era una especie de superposición de cubos multicolores que se diluían en manchas negruzcas. Un caballero flaco, de ojos enfebrecidos, le dijo a su vecino:
—Es de la primera época de Borelly. Advertirá usted que, en vez de ir del realismo a lo abstracto, ocurre lo contrario. Fue de lo no figurativo a cierto verismo que no carece de encanto…
Y añadió en tono sarcástico:
—… y que le hizo ganar mucho dinero. Sobre todo sus retratos. Hay uno sobrecogedor. ¡Venga!
Chavane les siguió. La galería formaba un recodo. La multitud era cada vez más densa. De vez en cuando podía ver un fragmento de cuadro; el mar aquí; un grupo de jugadores de petanca allá.
—Ya estamos —dijo el hombre de ojos vivaces—. Es un modo de hablar, claro. Veamos si nos dejan acercarnos.
Se deslizó entre dos mujeres con abrigos de visón, fue abriéndose paso poco a poco, seguido por su compañero y Chavane. Entre el tumulto, Chavane escuchó: «¡Es el retrato de Layla!».
Un remolino le llevó de pronto a primera fila. Layla era Lucienne.
Palpitándole el corazón, intentó en vano negarse a la evidencia. Si era Layla, no podía ser Lucienne. Se esforzó, tendiendo el rostro, como si pudiera ventear en aquella tela que olía a barniz otro aroma distinto.
«No hubiera debido beber», pensó.
El hombre de ojos oscuros tendía el brazo y seguía con el dedo, en el espacio, una curva invisible.
—Ese trazado —decía—, esa línea flexible del cuello. ¡Es tan voluptuosa…! ¡Tiene más fuerza que un desnudo!
«¡Falso! —aulló silenciosamente, en Chavane, una voz desconocida—. ¡Es falso! ¡Dejen tranquila a Lucienne, por favor!».
—¿Layla? —preguntó el otro—; ¿qué significa eso?
—«La muchacha de la noche», y le va bien. Ya sabe que tiene sangre árabe. La genial aportación de Borelly es haber imaginado ese tocado, con los pendientes en forma de media luna que se clava en una estrella.
—¿Era su modelo habitual?
—Oh, supongo que más todavía. Borelly fue siempre un calentorro.
Los dos hombres retrocedieron y desaparecieron, dejando a Chavane ante el cuadro.
«¿Qué puede importarme a mí eso? —se dijo—. Tiene un amante, lo sospechaba». Pero la voz no permitía que la amordazaran. «Lucienne, diles que es un sosias. ¡Dios mío! ¡Sé perfectamente que es un sosias!».
Sí, por fuerza tenía que serlo. Dio media vuelta buscando otro oporto. Sus manos temblaban como las de un drogado y derramó un poco de vino en la solapa de su abrigo. En las riberas mediterráneas no faltan rostros de inmensos ojos, en los que los reflejos sustituyen a la mirada. Y aquella tez algo bronceada, de melocotón olvidado en el árbol, es muy común. En Niza, por ejemplo… Miró, maquinalmente, la hora. Las diecinueve diecisiete… Falta un poco más de una hora para llegar… Divagaba. Empujado a derecha e izquierda, con su vaso vacío en la mano, ensordecido por el ruido de las conversaciones, no era ya capaz de elaborar una idea coherente. Solo estaba seguro de una cosa: no era Lucienne. Y, como prueba…
Volvió, no sin trabajo, sobre sus pasos y se halló de nuevo ante la tela. Esta vez no cabía duda. Lucienne había sido maquillada y ataviada por el pintor de un modo que le daba un extraño atractivo. Pero bastaba ocultar con una mano la peluca negra y lisa, como pelaje, que le daba aspecto de gata, para encontrar la auténtica Lucienne, la que se pasaba el día paseando en bata por la casa, con dos trencitas de colegiala balanceándose en la nuca. Para el marido no debía molestarse. Si se salía con él, bastaba con arrollarse un turbante alrededor de los cortos cabellos. La peluca, las mejillas maquilladas, los pendientes eran para el amante, para el amor. «La muchacha de la noche». Una zorra, eso era. ¡Una puerca!
Chavane contemplaba el cuadro con un indignado estupor. Como en sobreimpresión vio de nuevo aquel rostro parecido, bajo los vendajes, a una figura de cera y, luego, el otro rostro, el del despertar, el de todos los días en el que no se fijaba ya desde hacía mucho tiempo. Se sentía abominablemente estafado. ¿Quién sabe si Borelly no tendría telas mucho más atrevidas que aquel busto? Y si no las expondría algún día. ¿Dónde estaría el tal Borelly? Chavane comenzó a buscar entre los invitados cada vez más numerosos. Al entrar, los visitantes saludaban a un hombre vestido de azul marino y condecorado, que no estaba allí cuando Chavane había llegado. ¿Sería Borelly? Chavane se acercó.
—¿Señor Borelly?
El otro le miró de arriba a abajo, sorprendido y vagamente reprobador.
—¿Desea usted ver a Vincent Borelly…? Pero hombre, si hace dieciocho meses que murió. Soy el señor Berger, el organizador de esta retrospectiva.
Chavane se ruborizó violentamente.
—Perdóneme… Estaba fuera de París y…
Berger le daba ya la espalda y tendía la mano a un anciano que flotaba en una larga pelliza.
—Querido maestro…
Chavane salió, furioso. Tenía la impresión de que acababan de ponerle de patitas en la calle, de que era indigno de ser admitido entre aquellos artistas, aquellos críticos de arte, aquellos periodistas, todos aquellos privilegiados… En cambio, Lucienne… ¡No cabía duda! A ella el tal Berger la habría recibido solícitamente. Le habría besado la mano, la habría presentado a sus amigos… ¡Era absurdo, totalmente inimaginable! ¡Caramba! ¡Habría venido con su cuello de piel de conejo, acabado de salir de la Tintorería Moderna, y su turbante! ¡Vamos! Chavane no sentía ya el frío. Caminaba deprisa y, luego, aminoraba la marcha cuando estaba a punto de atrapar una verdad que se le escapaba enseguida.
Borelly nunca había sido su amante, pero había otro que la amaba lo bastante… Más todavía, que estaba lo bastante orgulloso de ella… para encargar al pintor aquel retrato, el retrato de Layla. Qué ridículo era aquel nombre exótico. Y ese otro debía de regalar a Lucienne los atavíos que necesitaba, cuando la llevaba a cenar a algún lugar encantador. ¡Cómo debía de despreciar el vagón-restaurante del Mistral! No, decididamente lo veía demasiado negro. Si lo que estaba imaginando era cierto, ¿por qué había permanecido a su lado Lucienne…? Pero, como tenía una respuesta para todo, se dijo enseguida que Lucienne no se habría atrevido a enfrentarse con Ludovic, cuya intransigente honestidad conocía. De modo que solo era una zorra de media jornada.
Rio sarcástico y descubrió que estaba muy cerca de su casa. Había hecho, como un sonámbulo, el trayecto en metro. Ya en casa, con los pies en las pantuflas y de espaldas al radiador, borró de su espíritu la novela que había construido; elaboró enseguida otra, menos corrosiva. Lucienne había sido en efecto amante de Borelly… solo de pasada… el tiempo de pintar el cuadro. Y, luego, Borelly había muerto y ella le había olvidado. Lo probaba la invitación encontrada en el bolsillo del abrigo que había llevado a la tintorería, como algo sin importancia. ¿De dónde había sacado él que Lucienne frecuentaba un mundo al que, evidentemente, nunca tendría acceso? Como él mismo, por otra parte. Gentecilla, eso es lo que eran.
Sonó el teléfono sacándole del pantano de sus viscosos pensamientos.
—¿Paul…? ¿Ya has regresado?
—Sí. Hace un momento. Me ha entretenido un compañero que quería llevarme a una reunión sindical. Pero tengo en la cabeza otros problemas que la huelga.
Mentía con una facilidad y una naturalidad que le dejaban estupefacto.
—He visto el coche —continuó Ludovic—. Evidentemente está en muy mal estado. Claro que puede repararse. No hay que hacer mucho caso de lo que dicen los mecánicos. Sobre todo este, que solo piensa en colocarnos una ocasión.
—¿Te ha recibido el encargado? ¿Uno rubio que lleva bata blanca?
—¿Cómo? ¿También has ido?
—Sí. Olvidé decírtelo.
—He visto al director.
—¿Tiene alguna idea sobre la causa del accidente?
—No. Hemos quedado en ver al experto. Todo seguirá su curso; no tienes por qué preocuparte. Además, te compraré otro coche.
—De ninguna de las maneras.
—Sí, sí, insisto.
Chavane vaciló. ¿Tenía que mencionarle a Ludovic la hipótesis del encargado? El Peugeot perseguido, golpeado en la parte trasera, empujado… No. Se reservaba la investigación. Era una decisión que se había tomado sola, sin que él interviniese.
—¿Oye? ¿Paul? Creí que se había cortado.
—Estaba pensando en Lucienne. ¿La veías a menudo cuando yo no estaba?
—La telefoneaba de vez en cuando, ¿por qué?
—Oh, por nada… Me decía que si se hubiera encontrado mal o le hubiera preocupado algo… raro, te habrías dado cuenta.
—¿Piensas que, en un momento de depresión, podía intentar fugarse?
—Sí. Algo parecido.
Silencio. Ludovic pensaba.
—Es curioso —dijo—. Yo he tenido la misma idea. Pero no, no lo creo. Ya sé que siempre ha sido muy suya. Mentía a menudo, cuando era pequeña, pero solo para contar historias. Todos los chiquillos hacen lo mismo, más o menos. Tenía su mundo particular y quería protegerlo. Su primera infancia, la de antes del drama, no la conozco, claro, y nunca intenté provocar sus confidencias. Pero ya no es una mocosa. Debe de saber lo que hace.
—¿Crees que podía tener una amiga de la que no me hubiera hablado nunca?
—No es imposible. Hemos creído que había salido en plena noche, y eso no tiene pies ni cabeza. Pero muy bien pudo pasar la tarde y parte de la noche en alguna parte, y tener el accidente cuando regresaba. Me dirás que, de todos modos, era muy tarde…
Chavane no había visto todavía las cosas de este modo y permaneció mudo de estupor. El amante, carajo. Había pasado el día con su amante. ¡La secreta Lucienne! ¡La misteriosa Layla! Lo aclararía.
—Padrino… Estoy pensando en algo. No vale la pena ir juntos, cada día, al hospital. Cuando yo no esté, ocúpate de ella. Y yo te reemplazaré al llegar. De modo que, para empezar, mañana no es necesario que vayas.
—Como quieras.
Chavane no deseaba llevar siempre a Ludovic pegado a sus talones. Quería llevar a cabo solo sus investigaciones. Colgó tras un breve buenas noches y cenó un huevo frito, estructurando su horario del día siguiente. Primero iría a la estación para hacer su solicitud de permiso, luego pasaría por el hospital y volvería a la galería para comprar el cuadro. Lo necesitaba a toda costa. Cuando, de nuevo en casa, Lucienne descubriera el cuadro, muy a la vista, en la alcoba… ¡Ah, aquel momento le compensaría de todo lo demás! Cualquier explicación sería ya superflua. ¿Qué podía costar una tela como aquella? Chavane no tenía la menor idea del precio de los cuadros. Sabía que los Renoir, los Cézanne, los Picasso valían fortunas. Pero Borelly no era una celebridad. ¿Tres mil? ¿Cuatro mil? Tal vez más. Chavane llegaría hasta los diez mil para satisfacer su venganza.
¿Se trataría realmente de una venganza? Mientras buscaba, en la alcoba, el lugar donde colgaría la tela, intentó sacar a la luz el sentimiento que le animaba. ¿Lucienne? Apenas sí contaba ya. Era la otra mujer la que le fascinaba. Y por mucho que se dijera: ¡es la misma!, no podía impedirse imaginar a la otra en sus brazos. Se acostó extenuado. Se durmió y, en su sueño, su mano buscaba, a su lado, el lugar de aquella a la que había perdido.