LE HICIERON ENTRAR en una sala desierta y desnuda, que le pareció tan inhumana como la comisaría.

—La enfermera de guardia vendrá enseguida.

Chavane se sentó con el maletín entre los pies. Se sentía humillado, rebajado y culpable de todo lo que no comprendía. Nunca acabaría de comparecer ante gente que le examinaría con desconfianza y, para empezar, Ludovic. «¿Dejabas que Lucienne saliera por la noche?… Si no os entendíais tenías que explicármelo». ¿Explicar qué? Y, una vez más, ¿qué relación había entre la carta y el accidente? Solapada, la idea de que Lucienne había intentado suicidarse pretendía instalarse en su espíritu y él la apartaba; la habría expulsado con sus manos si hubiera sido necesario. Era una idea nacida de la fatiga, de la repetición, de la soledad.

Además, nadie se mata arrojándose voluntariamente contra un farol.

A su espalda se abrió una puerta. Entró la enfermera. Iba vestida de blanco, casi como él en su vagón-restaurante, y aquello le devolvió la confianza, como si una secreta solidaridad les hubiera aproximado. Se levantó.

—¿Cómo está?… Soy el señor Chavane. Mi mujer tuvo un accidente la pasada noche.

—Está tan bien como cabía esperar.

—¿Puedo verla?

—Es demasiado pronto… Vuelva mañana.

—¿Y qué tiene, en definitiva?

—Siéntese, señor Chavane. Temimos una fractura de cráneo, porque tiene la marca de un golpe muy violento, en la parte izquierda de la cabeza. Cuando se produjo el choque, su mujer fue sin duda lanzada contra la portezuela, y si el cinturón de seguridad no la hubiera sujetado, sin duda habría muerto. Pero las radiografías son muy claras; no hay fractura. Algunas equimosis en las manos, en un hombro…

—Es decir que lo superará —dijo Chavane.

La enfermera le miró con unos ojos que no debían de sonreír a menudo.

—No es seguro —dijo—. Por el momento está en coma.

Una palabra venenosa, como cáncer o infarto, que alcanzó a Chavane en el corazón.

—Mañana se practicarán otros exámenes —continuó la mujer—. Pueden producirse complicaciones. El doctor no quiere pronunciarse.

—¿Qué complicaciones?

—Bueno… el cerebro ha podido sufrir más de lo que parece.

—¿Y el coma puede durar mucho tiempo?

Inclinó la cabeza. Su mirada se dulcificó.

—Los hay que duran semanas, meses incluso… No puede afirmarse nada. Pero hay esperanzas. Y esperamos poder devolverle pronto a su mujer. Aunque, lo repito, de momento es imposible hacer un pronóstico.

Chavane no podía decidirse a partir.

—¿Y cómo es ese coma? —murmuró—. ¿Puede moverse?… ¿Me oiría si le hablara?

—Vuelva mañana por la tarde… O incluso a últimas horas de la mañana, después de las curas —dijo la enfermera pacientemente—. El doctor le informará.

Hizo un breve saludo con la cabeza y se retiró sin ruido. ¿Estaría perdida Lucienne? Pero la mujer había dicho que había esperanzas. El coma… No, exageraba. Puede durar unos días, unas semanas tal vez, y luego el enfermo despierta y, por lo general, está curado. Chavane intentó recordar algunos ejemplos. Había oído hablar de un empleado de la estación de Niza que había sido atropellado por un ciclista. También él había estado en coma, pero no por mucho tiempo. ¡No! Lucienne lo superaría.

Chavane tomó el metro para regresar a su casa. La fatiga actuaba como un licor y sintió un extraño alivio ante la idea de tomar posesión de su apartamento, solo, sin tener que preguntar: «¿Qué hay de nuevo?». Lo primero era telefonear a Ludovic que tal vez no se hubiera acostado todavía. Preparó mentalmente todas las explicaciones que debería dar para justificar aquella carta idiota que lo había originado todo. Ludovic se pondría del lado de Lucienne. Ella era la preferida.

Encendió todas las lámparas a medida que atravesaba las habitaciones, arrojó su maletín sobre la cama y buscó, con la mirada, el grueso libro. No estaba en la habitación. ¿En el comedor tal vez? Sí. Junto al aparato de televisión. Chavane lo abrió. Allí estaba todavía la carta. Madame Lucienne Chavane. El sobre estaba intacto.

Le dio vueltas y más vueltas. La cosa no tenía sentido. Si no había leído la carta, ¿qué estaba haciendo a las tres de la madrugada en el bulevar Malesherbes? Abrió el sobre para estar seguro; tomó la hoja de papel. Querida Lucienne… Y seguía el texto en el que tanto había trabajado. ¡En vano! Rabiosamente, rompió la carta y depositó los fragmentos en un cenicero lleno de colillas. Ahora el accidente se hacía absolutamente incomprensible. ¿La habrían llamado por teléfono? ¿Pero quién? No trataba a nadie. Apenas si intercambiaba algunas frases con los vecinos. Chavane miró la hora. Las doce y media. Ludovic protestaría. No importaba. Marcó el número; el timbre sonó largo rato. Por fin descolgaron.

—Oiga… ¿Eres tú, padrino?… Perdona si te he despertado.

—Claro que me has despertado —masculló Ludovic—. ¿Sabes qué hora es?

—Se trata de Lucienne. Ha sufrido un accidente. Está en Lariboisiére, en coma.

—¡En coma!

—Sí. Y puede durar días, semanas.

—¿Qué estás diciendo?

—La verdad, por desgracia. Me han avisado en Niza y acabo de ir al hospital. Conducía el coche y chocó contra una farola. Traumatismo craneano y algunos arañazos.

—¿Pero cuándo sucedió?

—La noche pasada… En el bulevar Malesherbes… A las tres.

—¿Cómo a las tres…? ¿Quieres decir a las tres de la madrugada?

—Sí. He pensado que tal vez podrías explicarme…

—Nada de nada, mi pobre Paul. Estoy asombrado… ¿Has hablado con el interno?

—No. Solo con la enfermera de guardia. De momento Lucienne no parece estar en peligro.

—Supongo que las visitas estarán prohibidas.

—Oh, no para nosotros. Pienso verla mañana. Solo un instante, pero, compréndeme, es tan extraordinario… Todavía me pregunto si no se habrán equivocado, si realmente es ella la que está en el hospital. ¿Por qué habrá salido en plena noche?

—Sé tanto como tú… ¿No te dejó una nota?

—Es cierto, tal vez me la dejó. Estoy tan perturbado que no he pensado en ello. Voy a echar una ojeada.

Chavane dejó precipitadamente el auricular. Claro, había dejado una nota. Pero de ser así, la habría visto enseguida. Y, por mucho que mirara, nada llamaba su atención. Nada tampoco en la alcoba. Nada en la cocina. Nada en el vestíbulo.

—¿Padrino?… No veo ninguna nota.

—Es extraño… ¿Y su ropa? Tal vez sería un indicio.

—¿Quieres decir que…? Un momento. Vuelvo enseguida.

Chavane corrió hacia el armario y lo abrió. Lucienne vestía tan modestamente que al primer golpe de vista pudo ver qué se había puesto para salir. Faltaba su traje chaqueta beige, su abrigo deportivo y también el abrigo con cuello de piel de conejo. Y ni siquiera se había puesto las botas; como si solo hubiera salido a dar una vuelta por el barrio.

—¿Padrino?… Llevaba su traje chaqueta y sus zapatos amarillos.

—¿Y qué abrigo?

—Faltan los dos. Pero creo recordar que quería llevar uno al tinte.

Se produjo un silencio.

—Oye —dijo Chavane.

—Estoy pensando —respondió Ludovic—. Es tan extraño todo lo que me cuentas… ¿Y el coche? ¿Qué ha sido del coche?

—Lo recogió el Garaje de l’Ouest.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo han dicho en la comisaría.

—¡Ah! Has hablado con la policía. ¿Y qué piensa la policía?

—¡Oh! No es fácil alarmarles. Según ellos es un banal accidente debido a un exceso de velocidad. Pero un exceso de velocidad, conociendo a Lucienne… ¡Siempre tenía miedo cuando conducía!

—Escúchame, Paul… De nada sirven nuestras suposiciones… ¿Te vas pasado mañana?

—No. Me tomaré unos días de vacaciones.

—Bien. Espérame mañana delante del hospital. Digamos a las dos y media. ¿De acuerdo? Y, por lo demás, los gastos de la grúa, la discusión con los peritos… Yo me encargaré. Ya tienes bastantes preocupaciones, mi pobre Paul. Tómate un somnífero e intenta descansar. Ten en cuenta que Lulú es fuerte. No tardará en recuperarse, ya veras.

—Gracias, padrino. Buenas noches.

Chavane colgó, aliviado al haber confiado a Ludovic una parte de su fardo. Se preparó una taza de té. Si Lucienne hubiera estado allí, le habría preguntado: «¿Quieres?». Y ella no habría respondido. No, francamente, no le hacía falta alguna. Como no había encontrado la carta, como no tenía participación alguna en lo que había sucedido, no debía ya sentir el menor remordimiento. Sentado a un extremo de la mesa, en la silenciosa cocina, bebía su té a breves tragos golosos. El balance, en suma, era menos catastrófico de lo que había temido. Lucienne habría podido sufrir una de esas heridas que nos dejan inmovilizados, para toda la vida, en una silla de ruedas. Pero nada de eso había sucedido. Ahora se trataba de todo o nada: la muerte o la curación. Si Lucienne moría, se habrían terminado los problemas. Si se curaba, tras un tiempo prudencial, tendría que convencerla para que aceptara el divorcio, pero haciéndolo de un modo distinto, más franco. Todo resultaba un poco sórdido, claro. Eran pensamientos de las dos de la madrugada, bestias nocturnas.

Chavane lavó su taza, devolvió cada cosa a su lugar, algo que Lucienne no hacía nunca. Tomó una ducha, se puso el pijama y regresó a la alcoba. El maletín seguía sobre la cama. Recordó de pronto que tenía el bolso de Lucienne. Tal vez el bolso le revelara algo interesante. Lo sacó del maletín y lo vació sobre la cama. El espejo, la polvera, el lápiz de labios, unos kleenex, el encendedor, el portamonedas, la cartera y un pequeño pañuelo de encaje que jamás había visto o, mejor dicho, en el que jamás se había fijado. En el monedero había cuatro billetes de diez francos y algunos billetes de metro. Por fin, en el fondo del bolso, descubrió el manojo de llaves pero, además, en el compartimento lateral, había otro objeto que abultaba. Buscó y pudo sacar un segundo manojo: tres llaves unidas por un aro, una de ellas de complicado diseño y que llevaba inscrita su marca: Fichet. No se parecía a ninguna de las llaves de la casa. ¿Qué significaban aquellas llaves? ¿Y por qué Lucienne las había ocultado, en cierto modo, en un compartimento de su bolso asegurado por un cierre a presión?… ¿De quién debían de ser esas llaves? Maquinalmente, Chavane abrió la cartera y se aseguró de que los documentos estuvieran en su lugar: carnet de conducir, los papeles del coche, el seguro, el carnet de identidad. No faltaba nada. Había también un resguardo azul entre el carnet de conducir y el de identidad. Chavane lo tomó examinándolo distraídamente: Tintorería Moderna - calle Pierre-Demours, 24 - París, XVII. La tarjeta llevaba un número de registro: 192.

Un nuevo misterio. ¿Por qué había ido Lucienne al distrito XVII para que le limpiaran una prenda, uno de los abrigos sin duda, si a doscientos metros tenía una tintorería donde trabajaban muy bien? Pero lo había hecho. Tal vez Lucienne había recogido un resguardo que alguien había extraviado. ¿Pero y las llaves? ¿Las habían perdido también? Chavane se encogió de hombros y murmuró: «A fin de cuentas me importa un pimiento. ¡Ya no es cosa mía!». Metió desordenadamente los objetos en el bolso, lo tiró en un sillón y sacó del maletín las dos chaquetas blancas, colgándolas cuidadosamente de una percha. El maletín ocupó su lugar en el estante. Se acostó, cruzó las manos bajo la nuca. Las comidas iban a ser un problema. Un restaurante, claro. ¿Pero cuál? Sabía perfectamente cómo cocinaban en los restaurantes. Pasó revista a algunos establecimientos del barrio sin que ninguno le convenciera. Ya vería más tarde. El agente de policía le había dicho: bulevar Malesherbes, en dirección a la Madeleine. Y el número 25, ante el que se había producido el accidente, tenía que estar muy abajo, cerca de la plaza. De modo que Lucienne regresaba. Además, el resguardo de la Tintorería Moderna probaba que, de vez en cuando, iba al distrito XVII. Tomaba el bulevar Malesherbes y, desde la Madeleine, solo tenía que seguir por los muelles para regresar.

¡Pero no a las tres de la madrugada! Esa hora era peor que un insulto. Una idea le cruzó repentinamente por la cabeza: Lucienne le engañaba. Estuvo a punto de soltar una carcajada. ¡Lucienne! ¡Vamos! ¡Con lo indolente y comodona que era! Aunque hubiera sentido deseos de engañarle no habría tenido energía suficiente. ¡Ah, cómo le gustaría que le hubiese engañado! Pero no, no iba a tener tanta suerte.

Apagó la luz y busco una posición propicia al sueño. Sus pensamientos se hicieron difusos. «A mí no, se dijo con un postrer fulgor de conciencia. A mí no me haría eso».

Despertó mucho más tarde que de costumbre y se incorporó angustiado. «¡Dios mío, he perdido el tren!», luego recibió en pleno rostro, como una perdigonada, el montón de sus recuerdos. La comisaría, el hospital, las llaves, el resguardo… y se levantó con las piernas vacilantes. El café, la limpieza, la solicitud de algunos días de permiso que debía formular… Le concederían tres días, más no. Estuvo a punto de llamar enseguida a Ludovic para hablarle de sus descubrimientos, pero era demasiado orgulloso como para comunicarle la absurda sospecha que había concebido. Además, Ludovic se enfadaría. ¡No debía tocar a Lucienne! Y tendría razón. En cambio, tenía que aclarar primero el asunto de la tintorería de la calle Pierre-Demours.

Antes de salir llamó al hospital. Una voz de mujer, al cabo de largo rato, le comunicó que el estado de la herida era estacionario. Esperaba esa respuesta pero, sin embargo, le irritó como si Lucienne hubiera decidido callar. Luego se reprochó dar tanta importancia a misterios que, sin duda, iban a explicarse del modo más banal. Y advirtió de pronto que tal vez en el coche encontrara todavía objetos olvidados por la policía pero que, para él, estarían cargados de sentido. Buscó en el listín telefónico la dirección del Garaje de l’Ouest. Estaba a pocos minutos de la calle Pierre-Demours. Le caía de paso. Y, además, tenía mucho tiempo. Se sentía horriblemente ocioso. Miró la hora: las nueve y media. Sin duda le reemplazaría el gordo Lambret. No se entendía demasiado con Amédée. Pero los tres días pasarían enseguida. Contó con los dedos. «El miércoles próximo, pensó. El miércoles volveré al trabajo».

Suspiró y fue a consultar el termómetro de la ventana. Dos bajo cero. Un día de abrigo y bufanda. El viento fue golpeándole hasta que llegó a la boca del metro. El frío hacía más incomprensible todavía el comportamiento de Lucienne. ¿Por qué misteriosa razón había salido siendo tan friolenta? A su pesar, Chavane le daba vueltas y más vueltas al problema y, cuanto más examinaba cada uno de sus aspectos, más se aguzaba su rencor. Era como un desafío que le apetecía aceptar, pese a no sentirse directamente concernido por los acontecimientos que habían tenido lugar en su ausencia. ¡Precisamente por eso! No iba a tolerar que Lucienne tuviera, por decirlo de algún modo, una vida privada cuando él estaba ausente.

No le costó encontrar el garaje y un encargado… de nuevo alguien vestido de blanco… le llevó hasta los restos del coche. El Peugeot había recibido un buen golpe. El capó estaba doblado y el motor perdía sus entrañas.

—Está listo para el desguace —dijo el encargado—. Esos coches pequeños son muy débiles.

—En la policía me dijeron que circulaba muy deprisa.

—Tal vez no. A 50-60, un choque contra un obstáculo delgado y duro provoca daños profundos y que pueden ser considerables. Mire: el radiador está decapitado. Y también el motor ha recibido bastante. ¿Lo tiene a todo riesgo?

—No. Un seguro normal.

—¡Ay! Como ignoran quién le dio el golpe, la cosa le costará un riñón.

Chavane se sobresaltó.

—¿Qué quiere decir?

El encargado le tomó por el brazo y le llevó a la parte trasera del coche.

—Fíjese en el parachoques… ¿Ve estas marcas…? Como si el metal hubiera recibido unos martillazos… El ala izquierda algo torcida… Eso habla; acusa. A mi entender alguien se divirtió persiguiendo el pobre coche, dándole golpes con la delantera para asustar a su mujer, hasta que perdió el control. Por la noche hay bastantes inconscientes que se dedican a ese jueguecito. Pero, por lo general, fuera de París. Que yo sepa, es la primera vez que juegan a los autos de choque en el centro de la ciudad.

—La policía piensa que fue un accidente —objetó Chavane.

—Oh, la policía. Cuando algo les molesta invocan a la fatalidad.

—Siempre puedo hacer una denuncia.

—¿Contra quién…? Su denuncia acabara en la papelera. No, deseemos que su mujer se recupere pronto y, luego, intente olvidar.

Chavane abrió la portezuela menos bloqueada y examinó el interior del vehículo.

—No hay nada —dijo el encargado—. Ya lo he comprobado.

—¿Y la guantera?

—Vacía.

Chavane reflexionó.

—Es decir —murmuró—, que han intentado matar a mi mujer.

El encargado pareció sopesar los pros y los contra.

—Yo diría más bien que se trata de una broma estúpida. ¿Tenía enemigos?

—¡Oh, claro que no! —exclamó Chavane.

—Bueno… Pues ya ve. Se trata de un simple suceso. Naturalmente, le he hablado de hombre a hombre porque eso me da náuseas. Pero no lo tenga en cuenta. Al fin y al cabo, puedo equivocarme.

Acompañó a Chavane hasta la entrada del garaje, y al pasar se detuvo ante un Citroen acariciando el capó.

—Es una buena ocasión —advirtió—. Si le interesa…

Chavane le estrechó la mano y se dirigió a la calle Pierre Demours. ¿Quién habría querido matar a Lucienne? Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Tendría que hablar de ello con Ludovic. Un antiguo comandante de la gendarmería debe de saber llevar a cabo una investigación. Imaginó la escena, el coche perseguidor encarnizándose, Lucienne acelerando, enloquecida por el miedo, y luego la farola brotando como un proyectil. Pero, incluso en ese caso, ¿por qué haber salido en plena noche? Luchaba contra su emoción y, al mismo tiempo, se reprochaba no poder sentir una mayor. Tendría que estar desesperado. Detenido al borde de la acera, turbado por el flujo de sentimientos desconocidos y contradictorios, se preguntó cómo se reconoce que se ama. Se puso de nuevo en marcha. Tenía frío. ¡Qué sencillo era todo cuando corría hacia Niza!

En la Tintorería Moderna entregó el resguardo a una empleada que le trajo enseguida un abrigo que conocía muy bien, el del cuello de piel de conejo que Lucienne había comprado, un año antes, en unos almacenes del bulevar Diderot. Tendió a la empleada un billete de cien francos y, mientras ella buscaba el cambio en la caja, registró los bolsillos con gesto maquinal. En el bolsillo derecho, pegada al forro, había una delgada cartulina.

—Se lo envolveré —dijo la empleada.

Retrocediendo unos pasos, Chavane lanzó una ojeada al tarjetón.

Galería Berger

calle Bonaparte, 40

París VI

Retrospectiva de pinturas y dibujos

de Vincent Borelly

Inauguración el viernes 8 de diciembre de 1978

a las 6 de la tarde.

«¡Pero si estamos a 8 de diciembre!», pensó Chavane. ¿Quién pudo darle esa invitación y por qué la había conservado?

La empleada le tendió el paquete. Nunca supo cómo había regresado a su casa de tanto como le absorbieron sus reflexiones. A Lucienne la pintura no le interesaba en absoluto. Pero tal vez conociera a aquel Vincent Bonelly del que nunca le había oído hablar. A fin de cuentas, ¿por qué no?

¿Tal vez le hubiera conocido por casualidad, durante un paseo? Pero no le gustaba pasear sola y, además, ¿por qué iba a ocultarle ese encuentro? Había una explicación mucho más sencilla: en primer lugar, no se trataba de una verdadera invitación sino de una tarjeta publicitaria, de la que se habían impreso miles de ejemplares. Lucienne la había encontrado en el buzón, al salir, y se la había metido en el bolsillo… Chavane perdía el hilo porque las palabras del encargado del garaje lo enmarañaban todo. ¿Quién podía querer matar a Lucienne? Chavane decidió ir a la Galería Berger.

Visitó la nevera, que contenía algunos huevos. Se hizo una tortilla y comió en un rincón de la mesa pensando que, en aquel mismo instante, Amédée debía de estar preparando las truchas a la Cleopatra. Fuera de su restaurante no era ya nadie, no era nada. Estaba comiéndose un pan muy pasado, un verdadero pan de vagabundo. Y de pronto una sospecha le atravesó como un disparo: aquel pan tenía varios días, pero a Lucienne le gustaba el pan fresco. ¿Dónde habría comido, entonces, durante esos dos días? Pan duro, una nevera casi vacía… Puso el cuchillo y el tenedor en el plato, incapaz de tragar un solo bocado. ¿Qué más descubriría? ¡Si al menos esos signos se organizaran de un modo coherente! Pero seguían siendo ambiguos y vagamente amenazadores. ¡Qué tarde le esperaba! ¡Primero el hospital y luego la galería! No sabía qué lugar le daba más miedo. Tal vez la galería.

Cuando llegó al hospital, vio a Ludovic esperándole en su viejo Renault.

—No tienes buen aspecto —observó Ludovic.

—Tú tampoco, padrino.

Les condujeron a una salita muy blanca, al final de un largo pasillo.

—El doctor Vinatier les recibirá enseguida —dijo la enfermera.

Chavane, impresionado por el silencio, prefirió de pronto guardarse, provisionalmente, todo lo que había sabido la víspera. El Mistral debía de estar llegando a Dijon.