LA CIUDAD ronroneaba bajo los primeros rayos de sol. El tiempo era suave y ligero. Chavane saboreaba su café en el lugar habitual, en Barthélémy, junto al hotel Cécil; tenía Nice-Matin abierto a su lado. Había leído: niebla al norte de una línea Burdeos-Ginebra frío persistente, y pensó que le sería necesario regresar a aquella mugre, a aquella hostilidad donde le aguardaban lloros y reproches. De buena gana se habría retrasado. Se sentía algo entumecido, todavía a la deriva tras una mala noche. ¡Pero qué iba a hacerle! Tenía que irse. Las nueve y media. Los otros estarían esperándole. Cruzó la explanada sin apresurarse, para no remover el limo de preocupaciones y rencores que, desde hacía tanto tiempo, iba depositándose en su corazón. Compró en el vestíbulo un paquete de puritos. Alguien le palmeó el hombro.

—Le están buscando por todas partes —dijo Mattei.

—¿Qué pasa?

—El subjefe quiere hablarle.

—Apuesto a que han vuelto a entrar en mi vagón. Cada viaje pasa lo mismo.

—No. Es más grave. Venga pronto.

Pasaron por el andén. Mattei casi corría.

—Pero hable de una vez, ¡Dios mío! —exclamó Chavane.

—Ya se lo explicarán.

El subjefe le aguardaba en la oficina de los revisores.

—Tengo que darle una mala noticia.

Inmediatamente Chavane pensó en Ludovic que era cardíaco.

—¿Mi tío? —preguntó.

—No. Su mujer. Ha sufrido un accidente la noche pasada.

Sorprendido, Chavane se sentó en la esquina de la mesa.

—¿Un accidente?… No es posible… Nunca sale de noche.

—Caramba, yo le repito lo que acaba de decirme la policía. Ha telefoneado la Brigada de Accidentes de París. Han avisado a sus colegas y estos me han llamado. Al parecer ha chocado contra una farola. Circulaba muy deprisa.

—¿Cómo…? Seguramente es un error.

—Se ha herido en la cabeza.

—Es absurdo. Mi mujer casi nunca utiliza el coche. No se atreve a salir de noche. La conozco bien.

—Señora Lucienne Chavane… calle de Rambouillet, 35… ¿Es ella, no?

Atónito, Chavane no sabía qué pregunta hacer para probarles a todos que se equivocaban.

—¿Cómo han podido saber que era mi mujer? —murmuró—. Ya ve usted que todo eso no se tiene en pie.

—Sin duda han encontrado su documentación —dijo el subjefe—. Han ido a su casa y alguien les ha informado. ¡Tienen muchos medios! Debe usted pasar a verles en cuanto esté de regreso. Tengo la dirección de la comisaría.

Le tendió una hoja de agenda a Chavane, que se la puso maquinalmente en la cartera. Poco a poco, la idea iba penetrando en su cabeza. Sí, en efecto se trataba de Lucienne. Y sin duda el accidente tenía relación con su carta.

—¿No va a morir? —dijo.

—Espero que no. Pero el tipo que estaba al teléfono no ha sido muy explícito. Ya sabe cómo son. Dan el encargo y listo.

Meditó unos instantes. ¿Habría encontrado la carta por la noche? ¿Habría sentido la necesidad de ir a cualquier parte, para calmar su cólera… o su pena? ¿Cómo saberlo?

—¿No le han dicho dónde se ha producido el accidente?

—No —dijo el subjefe.

Chavane se volvió hacia Mattei.

—¿Podrían sustituirme?

—Ya sabe que siempre es posible.

—Intentaré tomar el avión.

—Amigo mío —dijo Mattei—. Hay una huelga de cuarenta y ocho horas. Con el Mistral llegará antes. Estará en París a las veintidós quince. Aunque la niebla lo retrase un poco, todavía tendrá tiempo. Y además, de todos modos, hay una permanencia.

Chavane advertía su curiosidad y odiaba la idea de organizar un espectáculo.

—En ese caso, me voy —decidió.

Le estrecharon calurosamente la mano.

—Las heridas de la cabeza —observó Mattei con autoridad y competencia— siempre parecen dramáticas al principio. Y luego terminan arreglándose. Vamos. ¡Buen viaje y valor!

¿Serían tan compasivos cuando supieran la verdad?, pues las cosas terminan siempre por saberse y nunca faltaría alguien que dijera: «Tal vez el accidente haya sido un suicidio. Chavane pensaba divorciarse. El matrimonio ya no funcionaba». ¿Y qué iba a pensar Ludovic?

Chavane, abrumado, atravesó las vías hasta llegar al Mistral. Amédée apareció en la puerta del vagón.

—Perdone, jefe. Como veíamos que no llegaba, he ido a buscar la llave. Hemos empezado sin usted. ¿Algo va mal?

Era inútil ocultar una noticia que se extendería rápidamente por el pequeño mundo de la Compañía.

—Mi mujer ha sufrido un accidente… Ayer por la noche.

—¿Es grave?

—Lo ignoro.

¿Por qué adoptaba ese tono desagradable?; no podía evitarlo. Sentía nacer en él una ciega cólera contra Lucienne, contra sí mismo, contra su oficio y la vida que iba a llevar si Lucienne se curaba. ¡Nada de divorcios! Iban a creer que era culpable a perpetuidad.

Sacó del armario su chaqueta limpia, fijó las charreteras y tomó un paquete de menús. El porvenir acababa de cerrarle la puerta en las narices. «¡Tal vez muera!», pensó. Era monstruoso, pero nadie es responsable de sus sueños y estaba soñando despierto mientras distribuía los menús por las mesas. Medallón dorado del Périgord. Brochette de ave a las finas hierbas o buey a la provenzal y cazuela

—No sé cómo se las arreglan —protestó Amédée—. Siempre traen la carne dura.

Sus recriminaciones se perdían entre el ruido de la vajilla y el tintinear de los cubiertos. Chavane se refugió en un extremo del restaurante. «¡Un accidente la noche pasada!». ¿Qué quería decir la noche pasada? ¿Las once de la noche? ¿La una de la madrugada? Tenía que haber una explicación y era la más lógica de todas. Lucienne había mirado la televisión, se había acostado tarde y, antes de dormirse, había abierto su novela. Tal vez fuera media noche. Entonces habría leído la carta y su primera idea habría sido poner al corriente a Ludovic. Pero Ludovic vivía en la otra punta de París. De modo que se había vestido a toda velocidad, había tomado el coche… Y después el accidente… ¿Pero por qué no había telefoneado…?

Bueno, porque necesitaba una presencia tal vez. Pero si necesitaba una presencia era que se encontraba en plena angustia. Y eso no parecía muy suyo. ¡Caramba! ¡Sin duda se sintió herida en su tranquilidad, en esa pequeña comodidad que tanto le importaba! Ludovic era el padrino, además del tío de su marido. Seguramente había pensado algo así. Y era, además, el que había dispuesto su boda. Por lo tanto, le tocaba arreglar el problema.

El tren fue llevado a la estación sin que Chavane se diera cuenta. Iba, venía, comenzaba a servir, sonreía mecánicamente sumido en su tormento. Hubiera debido permanecer soltero también. O, al menos, no casarse con Lucienne, a la que conocía muy bien antes de convertirse en su mujer. Ludovic había vuelto de Argelia, veamos…, en el 60…, de modo que Lucienne tenía apenas diez años. Y durante doce años la había visto crecer, desarrollarse poco a poco, siempre taciturna, empeñándose como una buena chica en sonreír cuando le traía un pequeño regalo, uno de aquellos juguetes de pacotilla que se encuentran en las estaciones y que él le llevaba para hacerla rabiar un poco. «¡Adivina lo que te traigo!». Ella le miraba con sus ojos de pequeña morisca, dulces y vacíos. Después de los animales de peluche llegaron las muñecas y, después de las muñecas, las joyas de imitación. A ella le encantaba lo dorado, la bisutería, y lo ocultaba todo, bajo llave, en un armario. «Pobre pequeña, decía Ludovic. Con todo lo que ha visto no es extraño que sea una chica cerrada. ¡Con la edad se le irá pasando!».

A los veinte años, Lucienne se había vuelto extrañamente atractiva, algo huraña y huidiza también, como esas bestias desconfiadas que olisquean mucho rato la mano que quiere alimentarlas. «Solo contigo será feliz —dijo un día Ludovic—. ¡La ayudarás a olvidar!».

El Mistral corría por entre las blanquecinas colinas que rodeaban Marsella. Chavane dejaría que Michel y Langlois se encargaran de las consumiciones. Tenía ganas de pensar hasta hartarse en su desgracia. ¡Casarse con Lucienne! Otra de las descabelladas ideas de Ludovic. Recordaba casi al pie de la letra la discusión que había mantenido con su padrino.

«Será como si me casase con mi hermana. ¡Una chiquilla a la que casi he tenido en las rodillas!».

Ludovic mordisqueaba su pipa. Era imposible charlar tranquilamente con él. La sangre le subía enseguida a la cabeza y las manos se le crispaban. Siempre a punto de saltar. Sin embargo, procuró justificarse lo mejor posible.

—Qué más quieres —decía—. Es joven, bonita; no habla mucho, es verdad. Pero eso es casi una cualidad. Yo me hago viejo; ya no soy una buena compañía para ella. Tiene que establecerse. En fin, tú la quieres un poco, ¿verdad?

—Sí. Claro. Pero es como una niña abandonada.

—¿Y qué?

—No te enfades. Solo quiero decir que… ah, es difícil… tiene que recordar, a la fuerza… Cuando la recogiste no era ya un bebé.

—Exacto. Tenía nueve años.

—Y ahora quieres pasármela.

—¿Cómo?

Ludovic, purpúreo, había levantado la mano.

—Retíralo…, ¡enseguida!

—Pero déjame hablar.

Ludovic, como si hubiera recibido el golpe con el que amenazaba a su sobrino, se había sentado sin aliento.

—Pasártela —decía abrumado—. Yo que tanto he hecho por ella… No comprendes nada, mi pequeño Paul. Si la hubieras visto como yo… sola… ante las ruinas de la granja incendiada… Estaba sentada en el patio, con las manos cruzadas sobre las rodillas, entre los cadáveres. No sé qué estaría esperando. Tal vez que volvieran los fellaghas. Me la llevé… y no para pasártela, como dices.

—Ya lo sé, padrino. Ya me lo contaste. No he estado muy acertado, es cierto. Pero, si esta boda se celebra, sabrá muy bien que ha sido una boda arreglada.

—¿Y qué?

—Bueno, creerá que la han recogido por segunda vez. Eso es todo. Y tal vez sea demasiado.

—¿Pero qué estás diciendo? —había exclamado, más sereno, Ludovic. Lo principal es que te ame. Y, puedes creerme, te ama.

Así había comenzado todo.

El sol estaba ya muy bajo en el horizonte y el estanque de Berre se alejaba entre los oros del crepúsculo. Chavane, cansado, se apoyó en la pared de la cocina. Eso era lo que le reprochaba a su oficio: jamás tenía tiempo para sentarse. ¿Y qué más? Nunca se había contado su propia historia. Por primera vez intentaba seguir sus episodios. La boda no se había celebrado enseguida. Él había ido demorándola con diversos pretextos hasta el día en que Ludovic sufrió su primera crisis cardíaca, afortunadamente benigna. Pero Ludovic se había atemorizado. Aprovechando un momento en que Lucienne estaba ausente, había vuelto a poner la cuestión sobre la tapete.

—Eso es un aviso. Puedo irme en cualquier momento.

—Oh padrino, exageras.

—No, no. Sé lo que siento. Cásate con ella Paul. Así podré irme tranquilo. Os dejaré una buena herencia. Vivo con muy poco. He ahorrado bastante dinero de mi jubilación de comandante. No seréis desgraciados.

—No hay prisa.

—Hazlo por mí.

¿Cómo negarse? «Curioso destino, a fin de cuentas, —pensó Chavane—. Yo pierdo a mis padres en un choque. Lucienne pierde a los suyos en una matanza. Huérfanos los dos. ¡Si el tío no se hubiera encargado de nosotros…! Cierto es que yo ya estaba encaminado. Tenía un oficio. No le he costado ni un céntimo. Pero, en fin, ambos le debemos mucho. Y fue esa jodida gratitud la que nos empujó a hacerlo. Por gratitud dije sí. Por gratitud dijo sí Lucienne. Y por gratitud ambos dijimos sí en la iglesia y en el juzgado».

Valence. La noche y los primeros copos de nieve. El tren penetraba en el país del frío y el viento.

—Sería conveniente aumentar un poco la calefacción —dijo Amédée a los revisores que venían para beber una taza de café—. Con ustedes nunca hay término medio. O nos helamos o nos morimos de calor.

El Mistral aminoró la marcha, avanzó muy despacio. ¿Vías en reparación? ¿Accidente? Costaba tan poco perder un cuarto de hora… media hora… Los faros de los coches se sucedían en la vecina autopista, iluminando el blanco paisaje. Chavane sacó de su bolsillo la nota que, en Niza, le había entregado el subjefe de estación. Leyó:

Comisaria del distrito VIIIº

Calle de Anjou, 31

Aquello significaba que Lucienne había sufrido su accidente cerca de la Madeleine. Pero, si era así, no se dirigía a casa de Ludovic, que vivía junto a la Puerta de Versalles. ¿Por qué no se le habría ocurrido echarle una ojeada a ese papel? Eso le habría ahorrado… ¿Qué, en definitiva? Había creído tener una explicación y ahora era incapaz de elaborar una hipótesis verosímil. No. Lucienne no había podido perderse en aquel lejano distrito octavo. De noche. Con lo miedosa que era…

¿Y si, durante el día, hubiera extraviado sus documentos o alguien se los hubiera robado? Son cosas que suceden. En una tienda… se deja el bolso a un lado y, luego, se olvida, o ya no se encuentra… Aliviado, Chavane apartó de su espíritu la angustia que le paralizaba. Había dado con la explicación. No cabía duda. Como Lucienne no había podido salir por la noche, en automóvil, un 7 de diciembre… y eso parecía indudable, era necesario admitir que otra mujer, llevando sus papeles, había chocado contra la farola.

¡Vamos! Todos sus temores habían sido vanos. Lucienne estaba sana y salva; el coche estaba intacto. Ni siquiera sería necesario poner a Ludovic al corriente.

Hasta Dijon, Chavane se sintió tranquilizado y fue de nuevo atento, rápido, eficaz. Luego, recordó una frase del subjefe: «¡Tienen muchos medios!» y, repentinamente, el pánico le humedeció las manos. Entre los documentos de Lucienne estaba la tarjeta del seguro en la que constaban el nombre, la dirección, el número de teléfono y, sobre todo, el nombre de la persona que debía ser avisada en caso de urgencia. Por lo tanto, primero, habrían telefoneado al apartamento. Era imposible que no hubieran telefoneado. Y no había respondido nadie. No había respondido nadie. Las palabras se confundían con el martilleo de las ruedas. De modo que era cierto. No le habían robado los documentos. Ella era la herida. ¿Adónde la habían llevado? ¿A qué hospital? Esperó cerca de la cocina y, en cuanto Amédée se quedó solo, le preguntó:

—Usted que es un parisino redomado, ¿conoce algún hospital en el barrio de la Madeleine?

—Ahora no. Antes estaba Beaujon… ¿Es por lo de su mujer?

—Sí. Tengo que ir a la comisaría de la calle de Anjou. Supongo que el accidente se produjo en el distrito octavo. Debieron de llevarla al más cercano.

—No obligatoriamente. Depende de las heridas, de las plazas disponibles, de un montón de cosas. Recuerdo que mi cuñado…

Se calló. Iba a decir que su cuñado había sufrido quemaduras graves. Pero no era el momento de aumentar el sufrimiento del infeliz Chavane.

—En la comisaría le informarán —concluyó—. Espero que no deba ir muy lejos.

—También yo lo espero —dijo Chavane.

Tal vez hubiera debido hablar de Lucienne, mostrarse comunicativo, solo para agradecerle a Amédée que estuviese allí, dispuesto a ayudarle. Pero prefirió marcharse para que no advirtiera que se sentía menos inquieto que furioso. ¿Y cómo avisar a Ludovic sin alarmarle demasiado? ¿Sería necesario decirle que estaba harto de Lucienne, que quería divorciarse e iba a iniciar las gestiones en cuanto estuviera curada? ¿Pero las iniciaría? En el fondo, pensó, en cuanto trastornan mis costumbres estoy dispuesto a morder. Soy solo un pobre chiflado itinerante, una máquina de servir sopa. Si le sacaban de ahí, no servía de gran cosa. ¿Incapaz incluso de conmoverme ante lo que me ocurre? ¿Pero qué necesidad tenía de callejear por la noche?

Cayó de nuevo en el camino de los reproches y recorrió, hasta la náusea, sus razones para estar resentido con Lucienne y consigo mismo. Se asombró al distinguir, en la oscuridad de la noche, las luces de París. ¡Por fin iba a saberlo!

Se cambió, metió en su maletín las dos chaquetas blancas y confió la caja a Amédée.

—Dígale a Theuliére que lo compruebe, pero las cuentas son correctas. Y cierre el vagón. Yo no tengo tiempo. Tomaré un taxi. ¡Ah! Comunique también que, sin duda, tardaré un poco en reincorporarme al trabajo.

—No se preocupe, jefe. Les explicaré la situación. Quédese tranquilo.

—Gracias.

El Mistral recorría lentamente el andén. Chavane lanzó una última mirada a su espalda. Todo estaba en orden. Podía marcharse. Había, ante la estación, un ininterrumpido ir y venir de taxis.

—A la calle de Anjou… A la comisaría.

—¿Algún problema? —preguntó el taxista.

—¡Vamos, deprisa!

Todavía veinte minutos de temores, suposiciones, vanos interrogantes. El taxi le dejó ante la comisaría. «Sobre todo, pensó Chavane, no tener aspecto de culpable». Entró en una estancia muy caldeada donde un agente leía el periódico. Había preparado algunas frases explicativas y, ahora, se hacía un lío. El hombre le pidió la documentación. Chavane, mientras el otro la examinaba, miró a su alrededor sintiendo una opresión en el pecho. Presentía que aquella estancia desnuda y sin alma era el vestíbulo de un laberinto lleno de trampas del que no podría salir tan fácilmente.

—¿Ha muerto mi mujer? —murmuró.

—No, no… Está en el hospital Lariboisiére. No puedo decirle exactamente cuáles son sus heridas. Allí le informarán. Sabe usted, en la actualidad, los accidentes nocturnos… La gente circula como loca con el pretexto de que, debido al frío, no hay mucho tránsito.

—¿Dónde se produjo el accidente?

—El atestado de la brigada no ha llegado todavía. Pero, por fortuna, la noche pasada estaba yo allí. Bueno, es un modo de hablar… El accidente se produjo en el bulevar Malesherbes, hacia la iglesia de la Madeleine. ¿Ve dónde le digo? El colega que trajo el bolso dijo que lo que quedaba del coche estaba ante el número 25. Hicimos que lo recogiera el Garaje de l’Ouest, que trabaja para nosotros. Y no había el menor rastro de frenazo. El coche le dio de lleno al farol.

—¿Un Peugeot 204, blanco?

—Sí… Y mejor será que le diga que el golpe fue de aúpa.

—¿Y a qué hora sucedió?

—A las tres.

Si el agente hubiera dicho otra hora, las once, por ejemplo, o medianoche, Chavane se hubiera sentido menos abrumado. ¡Pero a las tres! Había en aquella cifra algo monstruoso que desafiaba cualquier explicación.

—Seguramente iba a toda velocidad —comentó el hombre—. A las tres de la madrugada el bulevar está desierto. Alguien nos llamó, un anónimo claro. Tal vez un vecino que fue despertado por el estruendo, porque un coche que se estrella a ochenta por hora hace mucho ruido, se lo juro.

Chavane tenía ganas de gritar: «¡Basta, basta!». Demasiadas imágenes inaguantables le asaltaban. Estaba asfixiándose.

—Voy a buscar el bolso —dijo el agente—. Está todo; incluso los documentos de la víctima, por supuesto. Así pudimos localizarle. Pero lo pusimos de nuevo todo en su lugar.

Abrió un armario y sacó un bolso.

—¿Lo reconoce?

—Sí, claro.

Era un hermoso bolso de cuero con las iniciales L. C. Un largo arañazo lo recorría.

—Tendrá que firmar el recibo.

Chavane firmó y puso el bolso en su maletín.

—¿Cree usted que podré ver… a mi mujer? —preguntó casi avergonzado.

—A estas horas no lo creo. Tal vez mañana por la mañana. Pero el interno podrá decirle lo que tiene. Valor.

No dejaban de decirle: «¡Valor!». Como si lo peor tuviera que venir todavía. Chavane tomó el maletín y salió. Ante él revolotearon algunas mariposas nocturnas.