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«El valle de la Humillación»

A lo largo de casi toda la historia, las sociedades se han entusiasmado con las victorias obtenidas en conflictos lejos de sus fronteras, y han rechazado los fracasos. Las declaraciones de guerra de Estados Unidos supusieron el cumplimiento de todas las esperanzas que había venido acariciando Churchill desde mayo de 1940. Pero 1942 fue, hasta sus últimas semanas, el año más desgraciado de la etapa de Churchill como primer ministro. No sólo Gran Bretaña sufrió una nueva serie de derrotas, sino que la confianza del pueblo en su gobierno se esfumó como a nadie se le hubiera ocurrido imaginar en tiempos de la batalla de Inglaterra. Aunque era harto improbable que tuviera que abandonar su cargo, Churchill se convirtió en blanco de unas críticas que cuestionaban su criterio y pretendían limitar sus poderes. Entre su regreso de Estados Unidos a finales de enero y la batalla de El Alamein en noviembre, no hubo momentos de gloria, sino un goteo constante de malas noticias. El imperio británico sufrió los peores reveses de su historia; unos reveses que sólo su alianza con Estados Unidos permitió que resultaran más llevaderos.

En el tren que lo condujo a Londres después de que su hidrocanoa aterrizara procedente de Washington, Churchill se permitió un último instante de complacencia. Dijo a su médico: «He hecho un buen trabajo con el presidente… estoy convencido, Charles, de que la Cámara se sentirá satisfecha con las noticias que traigo». Pero le bastó echar una ojeada a la prensa del día para volver a la realidad. Sin ánimos, dejó a un lado el Manchester Guardian. «Parece que hay bastante jaleo», comentó. Durante los siguientes días no pararon de llegar malas noticias. Las pérdidas navales sufridas en el Mediterráneo significaban que en los próximos meses Gran Bretaña no podría utilizar ninguna flota desde Alejandría. Cuando se recibieron los informes de Malaca que confirmaban que el ejército británico, derrotado, retrocedía de manera desordenada hacia Singapur, Churchill preguntó si había que dar por perdida «la fortaleza», y desviar los refuerzos y los aviones a otro lugar. Su mensaje fue transmitido de manera equivocada al representante de Australia en el gabinete de guerra, sir Earle Page —un individuo «con la mentalidad de un verdulero», según un mordaz comentario de Brooke—, quien a su vez lo hizo llegar a Canberra. Lleno de indignación, el primer ministro australiano, John Curtin, respondió en un cablegrama a Churchill que abandonar Singapur representaría «una traición imperdonable».

Las relaciones entre Canberra y Londres, que nunca habían sido cordiales precisamente, entraron en una nueva fase de acrimonia. Churchill sentía aprecio por los soldados australianos, pero no por su débil gobierno laborista. Comparaba con desdén la pusilanimidad de Australia —lo que ahora llamaríamos su «constante tendencia a protestar»— con la lealtad de Nueva Zelanda. A lo largo de la guerra trató a todos los antiguos dominios del imperio, ahora estados independientes, como colonias, como simples fuentes de las que obtener potencial humano. En sus visitas a Londres, los políticos de esos países recibían gestos de cortesía en público, y la más absoluta indiferencia en privado. Robert Menzies, el anterior primer ministro australiano convertido en aquellos momentos en líder de la oposición, sí imponía respeto, pero hasta él se había visto obligado a presentar una protesta en 1940, cuando su gobierno tuvo que enterarse por la prensa de la ofensiva de Dakar. El único personaje del imperio que gozaba de la confianza de Churchill era el mariscal de campo Jan Smuts, primer ministro de Sudáfrica, con el que le unía una buena amistad desde los tiempos de la guerra de los bóers. Fue Smuts quien dijo: «Debemos dar gracias a Dios de que exista Hitler, pues él ha sido el que nos ha vuelto a enfrentar a la realidad de unos actos brutales… De hecho, ha levantado la tapadera del infierno, y todos nos hemos asomado a verlo».

La impaciencia de Churchill con las antiguas colonias era comprensible. Sus gobiernos —con la notable excepción de Nueva Zelanda— mostraban a menudo una fastidiosa estrechez de miras ante un primer ministro que lideraba una lucha global por la supervivencia. Canadá y Australia, por ejemplo, no introdujeron el reclutamiento general para prestar servicio en el extranjero hasta los últimos estadios del conflicto. Pero si con su absoluto desprecio por la opinión de la India Churchill no ganó muchos amigos en el subcontinente, con su condescendencia hacia Canberra y Ottawa, probablemente no resultara mucho más agradable a los sensibles gobiernos de estas dos colonias. «El primer ministro británico no está verdaderamente interesado en Mackenzie King», escribió Charles Wilson en referencia al líder canadiense. «Ni piensa en él».

El New Statesman decía en tono de queja: «El señor Churchill se ha negado incluso a decir una palabra amable a la India y a Birmania para ganarse su adhesión». Más tarde, la negativa de Churchill a desprenderse de una pequeña parte de alimentos para aliviar la hambruna de Bengala, que provocó la muerte de unos tres millones de personas, horrorizó tanto al virrey como a Amery, secretario de Estado para la India. Cuando este último propuso preparar una emisión radiofónica para explicar la política británica, el primer ministro puso su veto a la iniciativa, aduciendo que semejante acción iba a dar «demasiada importancia a la hambruna, dando la impresión de que se pide perdón». Más que ningún otro aspecto de su proceder a lo largo de la guerra, este despotismo reflejaba perfectamente la visión decimonónica imperialista de Churchill en su juventud. Mientras tanto, la situación en Extremo Oriente no dejaba de empeorar, y durante cuatro meses pareció que la invasión de Australia era una posibilidad real. El gobierno de Canberra pidió abiertamente protección a Estados Unidos, pues no tenía la seguridad de contar con el respaldo de unas tropas de refuerzo que la maltrecha «madre patria» difícilmente podía aportar.

El 27 de enero, enfrentado a un Parlamento cada vez más crítico con su actuación, Churchill se dirigió a la Cámara de los Comunes en los siguientes términos: «Es porque las cosas han ido mal, y porque todavía irán peor, por lo que pido un voto de confianza». Se trataba de una artimaña para obligar a los que cargaban contra él a revelar sus verdaderas intenciones, o a callar. Tras ganar la votación por la aplastante mayoría de cuatrocientos sesenta y cuatro contra uno, abandonó la sala, caminando sonriente entre una multitud que se agolpaba en el vestíbulo central, cogido del brazo de Clementine, que había acudido para apoyarlo. Pero era perfectamente consciente de que aquella victoria no representaba el final de sus problemas. No se encontraba muy bien, pues seguía fastidiándole un resfriado que no había acabado de curarse. El 9 de febrero, Oliver Harvey, secretario privado de Eden, dijo a su jefe que debía estar preparado para asumir el cargo de primer ministro, y anotó en su diario: «Creo que lo está». Además de los peligros inherentes a los viajes de Churchill durante la guerra, la salud de un hombre casi septuagenario, que trabajaba sometido a una gran tensión, podía venirse abajo en cualquier momento. Este riesgo siempre estaría presente en la mente de sus colegas.

Churchill envió un mensaje a Wavell, que acababa de ser nombrado comandante supremo de las fuerzas angloamericanas en Extremo Oriente, diciéndole que, como los rusos en el frente oriental y los estadounidenses en la isla filipina de Luzón estaban combatiendo con tanta ferocidad, era imprescindible que se viera que el ejército de Malaca estaba dando lo mejor de sí: «De ello depende la reputación de nuestro país y nuestra raza». Al cabo de dos días, el 11 de febrero, en respuesta a las constantes críticas a su gobierno que se oían en el país, y al deseo de Beaverbrook de dimitir, ofreció a Stafford Cripps, al que despreciaba, pero que contaba con un gran apoyo popular, el Ministerio de Abastecimientos. Pero cuando Cripps exigió formar parte del gabinete de guerra, Churchill respondió refunfuñando: «Hay muchos que pretenden lo mismo. Podría llenarse el Albert Hall con gente que quiere estar en el gabinete de guerra». Ante esta negativa, Cripps declinó la oferta. El primer ministro echaba humo en medio de su frustración. El 10 de febrero, en el curso de una cena, Brooke, que apenas llevaba seis meses como jefe del Estado Mayor General del Imperio, comentó a Dalton: «A veces… el primer ministro parece un niño que ha perdido la paciencia. Es muy doloroso, pero no hay nada que hacer».

El 12 de febrero se produjo otro susto. Dos cruceros de batalla alemanes, el Scharnhorst y el Gneisenau, zarparon de Brest para dirigirse a toda velocidad al canal de la Mancha, con la ayuda de los bancos de niebla. Para que le dictaran una nota, Elizabeth Layton, secretaria de Churchill, entró a las tres de la tarde en la sala de reuniones del gabinete, donde encontró al primer ministro «caminando arriba y abajo, hecho un manojo de nervios. Como un torbellino, me dictó los textos de cuatro telegramas, y luego se puso a telefonear a unos y a otros. No sabía si debía irme, y al final salí de allí, pero me llamó de nuevo. Dictó el texto de otro telegrama sin dejar de dar vueltas, hablando consigo mismo; parecía un montón de energía comprimida. Luego se sentó y dijo: “Menudo lío está formándose allí”. Yo pregunté: “¿Cree que conseguiremos darles caza?”. Y respondió: “Ni idea. Los hemos herido, pero todavía no están muertos”.». La marina no consiguió «darles caza». Las naves alemanas llegaron a Wilhelmshaven. Ultra informó a Churchill de que los barcos enemigos se habían visto seriamente dañados por las minas durante la última etapa de su travesía, pero fue muy poco consuelo, y no podía comunicar la noticia debido a la fuente de la que provenía. El pueblo británico vio únicamente que la marina real y la RAF habían sido incapaces de detener dos importantes navíos de Hitler, que habían cruzado impunemente las aguas jurisdiccionales del Reino Unido.

Los titulares echaban chispas, la opinión pública se sentía humillada. El 14 de febrero el Daily Mirror preguntaba: «¿Sigue siendo cierto que confiamos en el primer ministro, pero no en su gobierno?». En la misma línea, el News Chronicle decía: «¿No estaremos hipnotizados por la personalidad del señor Churchill… al consentir una ineficaz gestión de la guerra?». El Daily Mail afirmaba que había dos Churchills: «1. El que inspira a la nación. 2. El que controla la guerra». El pueblo británico quedó perplejo ante el segundo Churchill cuando éste declaró «que la obligación del Parlamento y la prensa era apoyar al gobierno, pues daba por supuesto que cualquier debilitamiento de la posición del primer ministro se convertiría en un debilitamiento de la causa [del gobierno]». El Mail rechazó esta tesis: «Nadie es indispensable». Sir William Beveridge elaboró un gran artículo para The Times, instando a la creación de un gabinete de guerra «apropiado», compuesto de ministros sin cartera. Una secretaria de Glasgow, Pam Ashford, escribía el 5 de mayo: «El derrotismo está en el aire, y… yo también lo siento». Cuando la organización Mass-Observation, un grupo de investigación social, preguntó a sus observadores por el primer ministro, quedó muy sorprendida ante la vehemencia de las críticas a su persona como caudillo de guerra. Un oficinista londinense respondió: «Creo que es hora de que se largue. Al fin y al cabo, ahora a Churchill sólo se le asocia con temas de alta estrategia, sea lo que sea ese tipo de cuestiones. Y eso de alta estrategia apesta una barbaridad… Esta opinión la compartimos muchos. Ya nadie escucha sus discursos».

Si bien esta actitud era extraordinariamente chocante, lo cierto es que en todos los estratos de la sociedad británica había el anhelo de encontrar a un paladín de la defensa capaz de ofrecer el triunfo en el campo de batalla, cosa que el primer ministro parecía no saber hacer. Muchos buscaban a un nuevo salvador, aspiración profundamente sentida, por mucho que fuera irreal y no se viera respaldada por la identificación del candidato apropiado. No es que hubiera ganas de sustituir a los líderes de la nación, sino un gran afán por delegar los poderes militares de Churchill. El primer ministro dijo a su vieja amiga Violet Bonham-Carter: «Estoy harto… Cuando la gente me ataca me vuelvo muy malo y rencoroso». No paraban de pedirle que pusiera en el gabinete a hombres de talento. «¿Pero dónde está esa galaxia? No puedo hacerme con las victorias. Las victorias son difíciles de conseguir». Despechado por los continuos ataques de la prensa contra el gobierno, el ministro de Información, Brendan Bracken, dijo a los periodistas encargados de cubrir las noticias del Parlamento que si Gran Bretaña perdía la guerra, sería por su culpa.

El 15 de febrero se produjo la rendición de Singapur. Esta vez no hubo ningún Dunkerque, ninguna huida milagrosa para la guarnición de la plaza. En manos del enemigo cayó prácticamente el doble de los soldados que habían sido hechos prisioneros en Francia en 1940. Jock Colville, alejado temporalmente de Downing Street para su adiestramiento en Sudáfrica como piloto de caza, escuchó por la radio el discurso de Churchill comunicando el desastre. No pudo más que conmoverse: «La naturaleza de sus palabras y aquel ritmo y aquel sentimiento tan poco habituales con los que hablaba me convencieron de que se veía increíblemente presionado por las críticas y por sus oponentes. Toda la majestad de su oratoria estaba allí, pero también había un nuevo tono de súplica, sin esa seguridad que se tiene cuando te sientes apoyado… Había algo en su voz, en sus inflexiones, que me hizo estremecer». El discurso en cuestión no tuvo ni mucho menos la misma acogida que la mayoría de las alocuciones de Churchill. En privado, el primer ministro se mostró enfadado y deprimido. «¡Tenemos tantos hombres en Singapur, tantos!», exclamó lleno de angustia. «Deberían haberlo hecho mejor». En una reunión del Comité de la Guerra del Pacífico dijo refiriéndose a los japoneses: «Se mueven más rápido y comen menos que los nuestros».

Comentó con su asistente de la marina real, el capitán Richard Pim, que quizá aquél era el momento de presentar la dimisión. Pim respondió: «¡Por Dios, señor, usted no puede hacer eso!». Es muy poco probable que Churchill considerara seriamente presentar su renuncia, pero es evidente que su desesperación era real. ¿De qué servía presentar un espíritu guerrero ante el mundo si los que combatían en nombre de Gran Bretaña se mostraban incapaces de estar a la altura de su retórica? En Noruega, en Francia, en Grecia, en Creta, en Libia y en aquellos momentos en Malaca, los británicos habían ido sufriendo una derrota tras otra. Alan Brooke escribiría en su diario: «Si nuestras fuerzas terrestres no son capaces de combatir mejor de lo que lo han hecho hasta ahora, mereceremos perder nuestro imperio».

Parte de la culpa la tuvo Wavell, no por no conseguir alzarse con la victoria, sino por negarse a admitir la inevitable caída de Singapur y por no recomendar encarecidamente que se interrumpiera el envío de refuerzos y se procediera a evacuar al mayor número posible de hombres. Eso era exactamente lo que había hecho Brooke en Francia en junio de 1940. La 18.a División británica llegó a Singapur el 29 de enero de 1942, cuando ya no había perspectivas de salvar la campaña. Quince días después, prácticamente la totalidad de sus hombres caerían en manos de los japoneses. Todavía hoy cuesta comprender por qué Churchill quiso engañarse pensando que Singapur podía ser salvada. Cualquier soldado sabía que el destino de la isla dependía del sur de Malaca, que Singapur, aislada, era indefendible, y el 21 de enero los jefes de Estado Mayor se lo explicaron sin rodeos al primer ministro. Fue verdaderamente lamentable que los comandantes sobre el terreno no adoptaran un tono enérgico. Aunque los mensajes de Wavell sobre la situación en Malaca fueron indefectiblemente pesimistas, no reconocieron explícitamente que la pérdida de Singapur era inevitable hasta que ya fue demasiado tarde y resultó imposible salvar a un solo hombre de su guarnición. Es cierto que el militar británico ejerció su breve mando en medio de un sinfín de draconianos mensajes de Churchill exigiéndole defender la plaza hasta el último cartucho, hasta el último hombre. Pero, si bien habría sido posible salvar a Creta, Singapur estaba condenada.

Las fuerzas británicas y de las excolonias del imperio en Malaca estaban mal adiestradas, mal equipadas y mal dirigidas a todos los niveles. Se enfrentaron a un enemigo que mandaba en el cielo, pero dos años más tarde los soldados alemanes y japoneses mostrarían una resistencia extraordinaria frente a unas fuerzas aéreas muchísimo más poderosas que las utilizadas por la Luftwaffe en Grecia, o por el Imperio del Sol Naciente en Malaca. Fue la ausencia absoluta de esa chispa de empeño heroico, de esa prueba de un último sacrificio con la que a lo largo de los siglos los ejércitos británicos habían redimido con tanta frecuencia el dolor provocado por la derrota, lo que dejó a Churchill estupefacto. En Malaca no hubo una gesta comparable a la de la retirada de sir John Moore a La Coruña durante las guerras napoleónicas, o a la de Rorke’s Drift en el país de los zulúes, o a la de la defensa de Mafeking y Ladysmith durante la guerra de los bóers. Los americanos forjaron una épica propagandística —espuria en cualquier caso— con su defensa de la península de Bataan desde diciembre de 1941 hasta abril de 1942. Los británicos no hicieron nada parecido en el Sureste Asiático. Lamentablemente, sus soldados flaquearon con facilidad. El 16 de febrero The Times ofrecía a sus lectores unas migajas de consolación por lo ocurrido en Singapur: «El sacrificio, el sufrimiento y la incomparable gallardía de las Fuerzas de Defensa no fueron totalmente en vano». Era un comentario absurdo. Se trató única y exclusivamente de una derrota humillante, de la rendición a un enemigo numéricamente inferior que había demostrado ser mejor y más valiente. Por terrible que parezca, cabe señalar que probablemente Malaca habría podido ser defendida con mayor determinación si los soldados británicos, indios y australianos hubieran sabido el destino que les aguardaba como prisioneros de los japoneses.

¿Quién podía extrañarse de que Churchill se hallara sumido en la desesperación? «En mi opinión, el primer ministro, en su fuero interno y sin ser consciente de ello, está celoso de Stalin y de los éxitos de sus ejércitos», escribió con perspicacia Oliver Harvey. Aunque la ayuda americana permitiera a Gran Bretaña sobrevivir a la guerra, ¿cómo iba el país a mantener erguida la cabeza ante el mundo, a ser apreciado por haber realizado una valiosa contribución a la victoria, si el ejército británico se cubría de vergüenza cada vez que pisaba un campo de batalla? La escasez de barcos seguía limitando enormemente el despliegue de soldados. John Kennedy escribía: «Tenemos montones de tropas de refuerzo que no podemos trasladar». Durante todo 1942 recorrieron la ruta del Atlántico dos mil buques mercantes británicos y americanos, trescientos o cuatrocientos de los cuales eran vulnerables al ataque de los submarinos. En tiempos de paz, un carguero solía tardar una media de treinta y nueve días en el viaje de ida y vuelta entre Europa y Norteamérica. En aquellos momentos, ese mismo viaje suponía ochenta y seis días, cuarenta y tres de ellos en el puerto en lugar de los catorce habituales en tiempos de paz, en su mayoría a la espera de los convoyes. Desde Washington, Dill envió un cablegrama a los jefes de Estado Mayor, diciendo que parecía que había llegado el momento de que los aliados se centraran en lo esencial: por un lado la seguridad de las islas británicas y Estados Unidos, y por otro impedir que las fuerzas alemanas y japonesas se unieran en el océano Indico: «Estas sencillas pautas tal vez ayuden a concentrarnos en lo importante en estos tiempos tan difíciles». Pero, como venía ocurriendo con las visiones estratégicas de los generales británicos, ésta también resultó totalmente negativa.

El 24 de febrero, Churchill dijo en la Cámara de los Comunes: «Los miembros de esta Cámara deben afrontar la realidad lapidaria, cruel, de que si ustedes, tras haber entrado en guerra sin la suficiente preparación, luchan por la supervivencia contra dos países perfectamente armados, uno de ellos poseedor de la máquina de guerra más poderosa del mundo, y que luego, en el momento en que están realizando un esfuerzo a brazo partido, otro gran antagonista, el tercero, con una capacidad militar muy superior a la que ustedes poseen, salta de pronto sobre sus espaldas relativamente indefensas, es indudable que tienen por delante una ardua misión, y que sus experiencias inmediatas no serán nada agradables». Sin embargo, muchos diputados expresaron su descontento. James Griffiths, diputado laborista por la circunscripción minera de Llanelli, en Gales, dijo que, cuando lo de Dunkerque, la gente había respondido a la llamada. En cambio, «creemos que ahora hay un sentimiento de inquietud en el país. No debemos ofendernos por ello». El comandante sir Archibald Southby, diputado por Epsom, habló de la «carrera por el Canal» de los alemanes y de la caída de Singapur como de dos acontecimientos que «han sacudido no sólo al gobierno, sino a todo el imperio británico, hasta sus cimientos. Mejor dicho, deberíamos decir que han influido en la opinión de todo el mundo. Sus repercusiones en Estados Unidos no han podido ser más nefastas, precisamente en un momento en el que la armonía y el entendimiento entre los dos países son de una importancia primordial».

En opinión de sir George Schuster, diputado por Walsall, la opinión pública quería sentir que le contaban la verdad, pero empezaba a dudar de que fuera así. A la gente se le había asegurado que en Libia el ejército británico estaba enfrentándose al enemigo en igualdad de condiciones. Luego, tras el espectacular regreso de Rommel, se enteró de que los alemanes disponían de mejores cañones antitanque, y que los nuestros no valían para perforar el blindaje del enemigo. «Eso supuso una conmoción para la opinión pública. El pueblo sentía que le habían tomado el pelo». También dijo que la gente quería ver menos civiles «librándose con total impunidad», eludiendo sus obligaciones con el esfuerzo de guerra, y más disciplina en las fábricas.

Aquel día, durante el almuerzo en el palacio de Buckingham, Churchill comunicó al rey que era bastante probable que se perdieran Birmania. Ceilán, Calcuta, Madrás y zonas de Australia. La defensa de Birmania ya había tenido un mal principio. Brooke comentaría con su habitual rencor que algunos políticos permitían que las malas noticias se difundieran. «Este hecho no provoca que las reuniones del consejo de ministros dejen de ser interesantes», escribía a un amigo. «Pero Winston es maravilloso. No logro entender cómo resiste». En una carta a Harry Hopkins, Clementine Churchill decía: «Estamos cruzando, efectivamente, el valle de la Humillación».

Debido a los desastres en el campo de batalla, Churchill se vio forzado a introducir cambios en su gobierno, unos cambios mucho más dolorosos y difíciles de lo que algunos historiadores han señalado. El único aspecto agradable del reajuste fue la destitución de lord Hankey, cuyo resentimiento se había hecho insoportable. A partir de entonces, Hankey se convertiría en una de las principales voces críticas contra Churchill, en un pseudoconspirador con el único objetivo de conseguir la caída del primer ministro. Beaverbrook, por su parte, presentó la dimisión. Stafford Cripps obtuvo su sillón en el gabinete de guerra, en calidad de lord del Sello Privado y líder de la Cámara de los Comunes. Para el primer ministro esto supuso una píldora difícil de tragar. El hecho de aceptar a Cripps ponía de manifiesto la debilidad de su posición. Eden escribiría lleno de perplejidad que los dos se habían «mostrado siempre tan distantes como un león y un okapi». Se cuenta que Churchill dijo a propósito de Libia: «Hay kilómetros y kilómetros de nada más que rigurosa aridez. ¡Cómo le gustaría a Cripps!».

Cripps tenía cincuenta y dos años, había cursado estudios en el célebre Winchester College, centro hermanado con el New College de Oxford, y era sobrino de Beatrice Webb, una famosa intelectual socialista. Primero estudió Química, pero tras abandonar las ciencias por las leyes, acabó siendo procurador con notable éxito. Pacifista durante la primera guerra mundial, en 1931 fue elegido diputado por el Partido Laborista, y estuvo al servicio del gobierno de Ramsay MacDonald durante un breve período de tiempo, antes de negarse a formar parte de su coalición. Vegetariano y abstemio, en los años treinta se convirtió al marxismo, en un entusiasta partidario de la Unión Soviética, cuyo nombre se vería a menudo relacionado con el de Aneurin Bevan. En 1939 fue expulsado del Partido Laborista por sus diferencias con Attlee. Durante su estancia en Moscú entre 1940 y 1942, a Churchill no le disgustó poder observar que Stalin mostraba mucho menos entusiasmo por el embajador, y por su compañía, del que mostraba su admirador británico por el líder de la Unión Soviética.

Bastante absurdo en muchos sentidos, Cripps, sin embargo, fue durante un tiempo una figura importante en 1942. Buen orador, su compromiso con la Unión Soviética y con una Gran Bretaña de posguerra socialista hizo que alcanzara una notable popularidad entre los oyentes de la radio. Hablaba con pasión, y sin ironías, de los obreros rusos «que luchan para salvaguardar la libertad de su país», y de la alianza entre «los trabajadores libres de Inglaterra, América y Rusia». En medio del ambiente que se respiraba en la época, ese tipo de sentimientos tocaba una cuerda muy sensible, en contraste con el obstinado conservadurismo de muchos diputados… y también del primer ministro. En una encuesta en la que se invitaba a los electores a expresar a quién preferirían como primer ministro si Churchill sufría alguna desgracia, el 37 por 100 dio el nombre de Eden, pero el 36 por 100 el de Cripps.

Churchill era perfectamente consciente de que su nuevo ministro aspiraba a sustituirlo. Durante casi todo el año 1942 se vio obligado a tratar a Cripps como una amenaza en potencia a su autoridad. En medio de tantas adversidades, algunos apoyarían sorprendentemente las ambiciones del nuevo lord del Sello Privado. En petit comité, diputados, directores de periódicos, generales y almirantes ponían en entredicho a Churchill y su gobierno en los términos más despiadados. John Kennedy cenó en Claridge’s el 5 de marzo de 1942 con sir Archie Rowlands, del Ministerio de Producción Aeronáutica, y con John Skelton, director de Información del Daily Telegraph. «La conversación giró prácticamente en torno a Winston, y fue muy crítica. Se consideraba que Winston estaba acabado, que con la reforma del gobierno había jugado su última baza. S[kelton] es muy contrario a Winston, y cree que Cripps debe sustituirlo. Piensa que no tardaremos en perder todo el imperio y que quedaremos confinados en Gran Bretaña. No es difícil razonar lo que dice». El 6 de marzo Averell Harriman escribía a Roosevelt:

Aunque los británicos parezcan no inmutarse, lo cierto es que la rendición de sus tropas en Singapur ha sacudido profundamente su confianza, no sólo en sus propias capacidades, sino, sobre todo, en la de sus líderes. No tienen la más mínima intención de tomarse las cosas a la ligera, y me complace pensar que seremos testigos del renacer de una mayor determinación. Por el momento, sin embargo, no pueden ver el final de este período de derrotas. Lamentablemente, lo de Singapur ha supuesto tal conmoción para el primer ministro, que aún no ha sido capaz de sobreponerse a esta adversidad con su habitual vigor. Algunos astutos, tanto amigos como adversarios, creen que la caída de su gobierno sólo es cuestión de tiempo, de unos pocos meses. Me niego a aceptar esta visión. Ha estado muy fatigado, pero estos últimos dos días ya parece encontrarse mejor. Creo que volverá con más fuerza, sobre todo cuando mejore el andamiento de la guerra.

La batalla del Atlántico había experimentado un importante giro para peor. En enero la marina alemana había introducido un cuarto rotor en sus máquinas codificadoras Enigma. Esta mejora supuso para los descodificadores británicos un verdadero desafío durante todo un año que fue largo y terrible para los convoyes. Charles Wilson, médico personal de Churchill, contaba que el primer ministro tenía en la cabeza todos los datos estadísticos de los hundimientos en el Atlántico, aunque «siempre se esfuerza por no dar humo a narices de nadie; nada de lo que dice podría desalentar a alguien. Dios quiera que pueda alejar las llamas que parecen consumirlo». Mary Churchill indicó en su diario que su padre estaba «apesadumbrado; horrorizado por los acontecimientos… Está sometido a un esfuerzo increíblemente excesivo». Y en la misma línea, Cadogan escribió: «El pobre primer ministro [está] muy amargado, las cosas le van mal».

El 6 de marzo se abandonó Rangún. Al día siguiente Churchill escribió a Roosevelt instándole a que los aliados occidentales accedieran a las peticiones de Rusia de que le fueran reconocidas las fronteras de 1941, reconocimiento al que Gran Bretaña se había opuesto firmemente el año anterior. Los americanos pusieron reparos, pero el cambio de postura del primer ministro reflejaba que cada vez se daba más cuenta de la vulnerabilidad de los aliados. En aquellos momentos estaba dispuesto a adoptar las medidas más enojosas si con ello se lograba reforzar en parte el compromiso de Rusia. Como había saltado la alarma de que Stalin podría sentirse tentado a parlamentar con Hitler, Polonia oriental se convertía en moneda de cambio. Con el mismo objetivo, Churchill mandó un cablegrama a Moscú prometiendo que si los alemanes recurrían al gas venenoso en el frente oriental, como algunos temían, los británicos responderían como si esa arma hubiera sido empleada contra ellos. Stalin no tardó en pedir la información técnica de las armas químicas británicas y de las contramedidas previstas. No hay prueba alguna de que el primero estuviera dispuesto a hacer todo aquello, pero es evidente que los británicos utilizaron todos los medios a su alcance para convencer a los rusos de su compromiso como aliados. El temor de los occidentales de que Stalin acabara firmando por su cuenta una paz con Alemania persistió durante bastantes meses.

Además de los importantes asuntos que se amontonaban en su escritorio, Churchill debía atender a un sinfín de otras cuestiones de menor transcendencia. Advirtió de que había el riesgo de que desde algún submarino un comando alemán realizara una incursión para secuestrar al duque de Windsor, en aquellos momentos gobernador general de las Bahamas. En su opinión, los nazis podrían utilizar al antiguo rey en beneficio propio. Tras haber conseguido la creación del Regimiento Paracaidista, que por primera vez el 28 de febrero había llevado a cabo con éxito una misión contra una estación de radar del enemigo en Bruneval, en la costa del norte de Francia, el primer ministro presionaba para aumentar en la mayor medida posible el número de fuerzas aerotransportadas. Fueron concedidas cuatro Cruces Victoria por el ataque lanzado por la marina real el 28 de marzo contra el dique flotante de Saint-Nazaire. Esta generosidad de condecoraciones tenía por objeto aliviar a los supervivientes el dolor por las pérdidas sufridas, un total de quinientos hombres entre heridos, prisioneros y caídos en combate. La propaganda aprovechó al máximo el episodio de Saint-Nazaire. Se aseguró a la opinión pública que los alemanes habían salido muy mal parados, aunque en realidad el número de sus bajas fue muy inferior al de los agresores. Por su parte, los ministros atosigaban a Churchill con temas tales como nuevos nombramientos, concesión de honores o simples cuestiones administrativas. Asuntos tan baladíes como ésos resultaban difíciles de atender en un momento en el que el imperio se derrumbaba.

La obsesión de Churchill por los grandes buques de guerra persistía incluso después de tres años de conflicto. Aseguraba que para destruir el Tirpitz, un buque de 42 000 toneladas, hermano del Bismarck, anclado en un fiordo de Noruega desde donde amenazaba permanentemente a los convoyes que hacían la ruta del Ártico, valía la pena perder cien aviones y quinientos hombres. El 9 de marzo, doce Fairey Albacores del Brazo Aéreo de la Armada atacaron al gigante alemán sin éxito. Churchill preguntó al primer lord del Mar «cómo era que doce de nuestros aparatos no lograran dar ni una en comparación con la extraordinaria eficacia del ataque japonés contra el Prince of Wales y el Repulse». ¿Y cómo no iba a ser así? Aunque la RAF contribuyera en 1942 de forma notable a cortar la línea de suministros a Rommel en el Mediterráneo, la lista de éxitos en los ataques de la RAF y el Brazo Aéreo de la Armada contra barcos enemigos seguiría siendo relativamente pobre hasta los últimos meses de la guerra. Churchill se daba cuenta de esto, y al año siguiente haría constar a Pound que el hecho de que el Brazo Aéreo de la Armada hubiera perdido sólo a treinta de sus cuarenta y cinco mil hombres durante los tres últimos meses antes de finales de abril «lo decía todo». El ataque de 1940 contra Tarento y el de 1941, que inutilizó al Bismarck, constituyeron las dos únicas operaciones aeronavales británicas realmente impresionantes de toda la guerra.

En el invierno de 1941-1942 Churchill fue perfectamente consciente de que los «bombardeos de precisión» británicos sobre Alemania eran un fracaso, y tuvo mucho que ver con el cambio drástico de política que se produjo a continuación, inspirado en gran medida por su asesor científico. Con su intervención en este asunto, lord Cherwell realizó la contribución más brillante y decisiva de su carrera durante la guerra. Fue un miembro de su Departamento de Estadística del Gabinete, un oficial llamado David Butt, quien redactó un informe devastador basado en un estudio de las fotografías de objetivos de los bombarderos británicos. Se ponía claramente de manifiesto que sólo un porcentaje muy reducido de aparatos lanzaban sus bombas a kilómetros, en lugar de metros, de los blancos asignados. Cherwell convenció al primer ministro, estupefacto ante el informe de Butt, de que había que cambiar drásticamente de táctica. Como, en las condiciones meteorológicas habituales, los pilotos de la RAF eran incapaces de lanzar en sus incursiones nocturnas un número de bombas aceptable sobre los objetivos industriales asignados, las fuerzas aéreas británicas debían concentrarse a partir de ese momento en los blancos más pequeños que pudieran identificar: las ciudades. Así pues, tendrían que llevar a cabo una misión doble, a saber, la destrucción de instalaciones industriales y el «desalojo» de operarios y trabajadores, utilizando la ingeniosa frase de Cherwell. Nadie en Whitehall admitió explícitamente que, con el cambio de táctica, la RAF iba a llevar a cabo una matanza en masa de civiles. Pero tampoco dudó del resultado, por mucho que la propaganda británica ocultara hasta la ofuscación esta cruda realidad durante el resto de la guerra, por no hablar de las tripulaciones que llevaban a cabo las operaciones de bombardeo poniendo en peligro sus propias vidas.

Churchill siempre se consideró realista en lo referente a los horrores e imperativos de las guerras. Pero unos años antes, en 1937, había manifestado en el curso de un debate en los Comunes acerca de las incursiones aéreas su oposición a los ataques desde el aire contra elementos no combatientes de la población: «En mi opinión», dijo, «si en un conflicto igualado, uno de los bandos se dedica a intimidar y a matar a la población civil, y el otro ataca con firmeza objetivos militares… la victoria recaerá en el bando… que haya evitado el horror de hacer la guerra contra los débiles e indefensos». En aquellos momentos, sin embargo, después de treinta meses de combates contra un enemigo que se imponía con rotundidad haciendo la guerra sin escrúpulo alguno, Churchill aceptó una visión distinta. El Mando de Bombarderos había fracasado como estoque. Ahora tenía que convertirse en un instrumento contundente. La necesidad operacional estaba condenada a que fuera esencial dejar de lado todo tipo de inhibiciones de naturaleza moral. Durante muchos meses, de hecho años, los bombardeos representarían el único medio de Gran Bretaña para combatir a los alemanes. El primer ministro aprobó la nueva política de Cherwell.

El 22 de febrero de 1942, sir Arthur Harris, mariscal jefe del Aire, fue nombrado comandante supremo del Mando de Bombarderos. En contra de lo que afirma el mito popular, Harris no fue el propulsor del «bombardeo de zona». Pero puso en marcha el concepto con tanto fervor y determinación que éste se ha visto desde entonces indisolublemente unido a su nombre. La primera misión importante del Mando llevada a cabo a las órdenes de Harris fue un ataque contra la fábrica de camiones Renault de Billancourt, a las afueras de París. El gabinete de guerra esperaba que aquella acción sirviera para levantar la moral de los franceses, pero no tardó en ponerlo en duda cuando se supo que habían perecido más de cuatrocientos civiles. El 28 de marzo, un total de 134 aviones lanzaron un gran ataque sobre la antigua ciudad hanseática de Lübeck. Este objetivo costero fue elegido principalmente porque las tripulaciones podían localizarlo con mayor facilidad. Su abigarrado centro medieval parecía construido, según un despectivo comentario de Harris, «más como un encendedor que como un lugar donde vivir el hombre». La incursión dejó buena parte de Lübeck en llamas, y fue considerada todo un éxito. A finales de abril, cuatro ataques sucesivos contra el puerto de Rostock se saldaron con unos resultados similares, lo que llevó a Goebbels a anotar histérico en su diario: «La vida de comunidad en Rostock ha tocado prácticamente a su fin». El 30 de mayo Harris escenificó un extraordinario golpe de efecto. Con la ayuda de pilotos expertos y del Mando Costero de la RAF, lanzó 1046 bombarderos contra la gran ciudad de Colonia, infligiendo gravísimos daños.

El mérito principal de la «Incursión de los Mil», así como el de otras llevadas a cabo a continuación contra las localidades de Essen y Bremen, no fue tanto la herida infligida al Tercer Reich —lograda en parte en 1944-1945—, como sus repercusiones en la opinión pública, que pudo ver a Gran Bretaña respondiendo al enemigo, aunque de una manera que conmocionaría a los más sensibles. En la «Incursión de los Mil» contra Colonia murieron 474 alemanes, pero el 2 de junio el New York Times elevaría esta cifra a veinte mil. En un cablegrama, Churchill dijo a Roosevelt: «Espero que nuestro ataque aéreo masivo contra la ciudad de Colonia os dejara impresionado. De éstos habrá muchos más».

Durante los años 1942 y 1943 la propaganda británica habló con entusiasmo de las hazañas de sus bombarderos. Churchill mandó un sinfín de mensajes a Stalin, enfatizando el efecto devastador de las ofensivas de la RAF. No es que en general el pueblo británico anhelara vengarse de la población civil de Alemania, pero muchas veces sucumbió a sensaciones como la de la ciudadana londinense Vere Hodgson, que escribió: «Mientras estaba acostada en la cama la otra noche, pude oír el intenso estruendo de los motores de nuestros bombarderos que se dirigían a Hamburgo… Es una sensación reconfortante… Me di la vuelta perezosamente y me puse a pensar, recordando aquellos meses horribles en los que oír un ruido proveniente del cielo significaba que los alemanes iban a verter muerte y destrucción sobre nosotros… Es inevitable pensar que no está mal que los alemanes conozcan esta sensación. Tal vez haga que no vuelvan a poner en marcha la máquina tan alegremente».

Más tarde, cuando se formaron los grandes ejércitos aliados, el entusiasmo de Churchill por los bombardeos disminuyó. Pero en 1942 estaba exultante con esas ofensivas estratégicas porque no tenía nada más. En contra, una vez más, de lo que se ha pensado, nunca vio en sir Arthur Harris a un alma gemela. El mariscal cenaba a veces en Chequers, pero simplemente porque su cuartel general en Fligh Wycombe no distaba mucho de esta mansión. No obstante, Desmond Morton fue uno de los que pensaban que el primer ministro consideraba a Harris un gran líder de las fuerzas aéreas, pero bastante antipático como persona. Después de la guerra, Churchill comentaría a propósito del comandante en jefe del Mando de Bombarderos: «Un buen jefe en el ámbito militar, pero había algo de tosco y ordinario en él». Sin embargo, en los malos tiempos —y 1942 fue un año verdaderamente aciago—, reconoció que Harris era un hombre de acero, en un momento en el que muchos otros comandantes no supieron estar a la altura de las circunstancias y se vinieron abajo por el peso de las responsabilidades que les habían encomendado.

Desde un principio, los bombardeos de zona levantaron fuertes críticas desde el punto de vista estratégico y moral, tanto dentro como fuera del Parlamento. Clement Attlee, líder del Partido Laborista y viceprimer ministro del gobierno, se mostró constantemente crítico en privado, por cuestiones morales y por pragmatismo. Hacía hincapié en la necesidad de bombarderos que apoyaran las operaciones terrestres y navales. En el ámbito público, el New Statesman sostenía que era perverso colmar de elogios la fortaleza mostrada por la población civil de Malta durante los ataques aéreos de las fuerzas del Eje, y no reconocer el castigo que implicaban los ataques contra Alemania por parte de las fuerzas aéreas británicas. «Lo desastroso de esta política es que no sólo es infructuosa», dijo ante la Cámara de los Comunes el profesor A. V. Hill, un distinguido científico diputado por la Universidad de Cambridge, «sino que supone todo un despilfarro, un despilfarro que será aún mayor a medida que pase el tiempo». Pero las palabras de Hill reflejaban sólo la opinión de una modesta minoría.

Había una razón poderosa para reconocer la necesidad de llevar a cabo bombardeos de zona. Uno de los principales compromisos de la industria británica fue la creación de una fuerza masiva de aviones pesados. Dicho compromiso se vio cumplido sólo en 1944-1945, en unas circunstancias estratégicas muy distintas. Las críticas más pertinentes a la política de bombardeos de 1942-1943 aducían que el fervor de los aviadores por demostrar que sus acciones podían tener por sí solas un impacto decisivo en el desarrollo de la guerra hacía que se opusieran, incluso de manera harto obsesiva, a las llamadas a la diversión de aviones pesados a otro tipo de operaciones, principalmente relacionadas con la batalla del Atlántico. En mayo de 1942 John Kennedy escribía que la ofensiva de los bombarderos «puede ser llevada a cabo únicamente a expensas de nuestro dominio del mar y nuestras operaciones militares en tierra. Acabo de echar una ojeada a un viejo documento de [Winston] escrito en septiembre de 1940, que empieza diciendo “La marina puede hacer que perdamos la guerra, pero sólo las fuerzas aéreas pueden ganarla…”. Estoy convencido de que los acontecimientos demostrarán que esta idea ha sido un gran error».

Cherwell apoyó a Harris en su oposición al envío de refuerzos al Mando Costero, pero seguramente uno y otro estuvieran equivocándose. Son muchos los testimonios que indican que, incluso con unos pocos escuadrones más, habrían podido alcanzarse mayores logros en los combates contra submarinos enemigos —que supusieron una verdadera amenaza hasta bien entrado 1943— que los obtenidos durante el mismo período con las incursiones aéreas contra Alemania. Pero la marina defendió sus argumentos con poca habilidad y sin mucha astucia. El almirante sir John Tovey, comandante en jefe de la flota de defensa de la nación, expresó sus protestas, diciendo que las ofensivas de los bombarderos eran simplemente «un lujo, no una necesidad». Sus palabras enfurecieron al primer ministro, que ya estaba muy molesto por la reticencia de Tovey a ver peligrar sus naves poniéndolas al alcance de la aviación alemana que operaba desde bases en territorio noruego. Churchill decía de Tovey que era «un hombre terco y obstinado», y se alegró mucho cuando en mayo de 1943 el almirante fue sustituido por sir Bruce Fraser, supuestamente más agresivo. La dificultad de los almirantes consistía en que su cuerpo no sólo tenía una misión indispensable, esto es, mantener abiertas las rutas marítimas a Estados Unidos, Rusia, Malta, Egipto y la India, sino que también debía desempeñar funciones defensivas. Como diría Churchill, la flota era responsable de impedir que Gran Bretaña perdiera la guerra, pero sus barcos no podían ganarla. El Almirantazgo hizo un flaco servicio a su propia causa con su insistencia en que la RAF no escatimaba esfuerzos —y toleraba un gran número de bajas— en sus bombardeos contra los inexpugnables escondites de los submarinos alemanes en el noroeste de Francia, y en sus operaciones de patrullaje por el golfo de Vizcaya. A los hombres de la marina les habría ido mucho mejor de haber insistido en la cuestión crítica de la cobertura aérea directa en las rutas marítimas que seguían los convoyes en el Atlántico, dificultando así enormemente las operaciones de los submarinos alemanes.

Churchill tenía en gran estima a la marina real como cuerpo de combate, pero no apreciaba tanto a la mayoría de sus comandantes, los cuales parecían oponerse constantemente a sus proyectos más queridos. No es de extrañar su enfado, pues la Marina, a pesar de los apoyos prestados, no había conseguido dominar las técnicas para repostar combustible en alta mar, limitando así las capacidades de los grandes buques de guerra. Pero, incluso después de sufrir la pérdida del Prince of Wales y el Repulse, el primer ministro siguió sin reconocer la vulnerabilidad de los barcos a los ataques aéreos. La mayoría de sus comandantes navales fueron buenos profesionales, con los que Gran Bretaña tuvo la suerte de contar. Para ellos resultaba mortificante ver cómo su valentía era puesta en entredicho implícita e incluso explícitamente, cuando era perfectamente justificado que intentaran evitar la pérdida gratuita de grandes naves cuya sustitución habría tardado años en conseguirse. No obstante, habrían podido, al igual que los generales, demostrar una mayor comprensión del objetivo primordial que tenía el primer ministro: poner de manifiesto ante el mundo que Gran Bretaña no sólo estaba capacitada para luchar, sino que deseaba combatir con energía al enemigo, que quería hacer algo más que limitarse a sobrevivir al bloqueo y a los bombardeos aéreos.

Y de ahí surgió la cuestión de las ofensivas con bombarderos. Churchill parece que no se equivocó al dar su beneplácito en este sentido, especialmente en un momento en el que las fuerzas armadas británicas se mostraban tan poco activas, pero sí parece que no estuvo acertado cuando permitió que esas operaciones tuvieran prioridad absoluta en las misiones encomendadas a la RAF por todo el mundo. La concentración de fuerzas es importante, pero también lo es un reparto prudente de los recursos entre los distintos frentes críticos, de los cuales uno era sin duda la campaña del Atlántico. Por una ironía característica de la guerra, los bombardeos sobre Alemania fueron lo que más entusiasmó a Churchill durante el período de 1941 y 1942, precisamente cuando fueron las operaciones que menos resultados producían. Después, perdieron interés para él. En 1943, el Mando de Bombarderos comenzó a obtener grandes frutos con sus ataques contra las industrias del Ruhr, frutos que habrían podido ser más importantes si la dirección económica de las operaciones de Harris hubiera sido más imaginativa. En 1944-1945, su impacto en las ciudades alemanas fue devastador, pero la política de objetivos americana permitió que las fuerzas aéreas de Estados Unidos se alzaran con las principales victorias de la batalla que se libraba en el cielo contra la Luftwaffe y las fábricas de combustible sintético. En el último volumen de sus memorias de la guerra, Churchill habla del Mando de Bombarderos sólo en una ocasión, y lo hace de pasada y con tono crítico.

El 1 de abril de 1942 Churchill escribía las siguientes palabras a Roosevelt: «Me parece muy difícil llegar a Singapur, pero espero que podamos rescatarla dentro de poco». Pero las malas noticias no paraban de llegar. El día 4 una flota de combate japonesa que recorría el océano Indico lanzó un ataque aéreo contra Ceilán. Durante los días siguientes, la aviación enemiga hundió dos cruceros de la marina real y un portaaviones, el Hermes. Mandalay cayó, y a los británicos no les quedó más remedio que retirarse de Birmania, cruzando el río Chindwin, hacia el noreste de la India. Malta estaba en graves aprietos, debido a los constantes ataques aéreos de las fuerzas del Eje. Los convoyes que se dirigían a Rusia sufrían graves pérdidas por culpa de los ataques de la aviación y los submarinos alemanes: en abril se perdieron cinco de sus nueve barcos. Sólo ocho naves de las veintitrés que zarparon en el siguiente convoy llegaron a su destino, pues catorce de ellas tuvieron que dar media vuelta debido a los témpanos flotantes. Churchill instó a Stalin a proporcionar mayor cobertura aérea y naval a la marina real en las últimas etapas de la travesía del Ártico, pero los rusos no tenían la capacidad ni los medios necesarios para ello. Y tampoco tenían demasiadas ganas. Los marineros y los pilotos británicos que se aventuraban a desembarcar en Murmansk y Arcángel quedaron tristemente sorprendidos por la frialdad con la que eran recibidos. Parecía que en ningún lugar los esfuerzos de los británicos conseguían que brillara el sol. Aquella primavera Alan Brooke vio al primer ministro sumamente insatisfecho: «El CIGS [Jefe del Estado Mayor General del Imperio] dice que WSC [Winston S. Churchill] suele estar de muy mal humor estos días», escribía John Kennedy el 7 de abril.

En un momento de la guerra tan horrendo como ése, resulta muy curioso comprobar cuánta tinta se vertió en los periódicos para hablar de las necesidades y las perspectivas de la reconstrucción de posguerra. Este hecho enfurecía al primer ministro, quien expresó su exasperación por tener que preocuparse por lo que denominaba «problemas hipotéticos de la posguerra en medio de una lucha encarnizada, cuando esa misma cantidad de reflexiones concentrada en la cuestión de los tipos de avión habría tenido muchos más resultados». Pero, a diferencia de Churchill, muchos ciudadanos de a pie consideraban la guerra una experiencia poco reconfortante y muy deprimente. El presente sólo resultaba soportable si se podía mirar más allá, a un futuro mejor.

En la prensa aparecían constantemente artículos y cartas en los que se abordaba un aspecto u otro de un mundo sin guerra. Ya en 1940, concretamente el 4 de septiembre, un lector de The Times llamado P. C. Loftus pedía en una carta que «esta nación no se encuentre que no está preparada para la paz, del mismo modo que se encontró que no estaba preparada para la guerra». Otro lector que firmaba con el seudónimo de «Sailor» escribió al New Statesman el 21 de febrero de 1942 en los siguientes términos: «Los hombres se preguntan para qué están luchando. Esos tópicos tan manidos de “Libertad” y “Patria” ya no satisfacen a nadie. Se sospecha que las cosas no irán como deberían ir después de la guerra, que, al fin y al cabo, estamos luchando por la propiedad y los intereses privados». El destacado intelectual socialista Harold Laski protestaba por la negativa de Churchill a declarar su compromiso de llevar a cabo un cambio social: «Parece no darse cuenta de que los pasos que ahora demos determinarán forzosamente el modelo de sociedad que adoptaremos cuando la guerra acabe». En uno de sus editoriales, Statesman decía: «Resulta difícil encontrar a un miembro activo y observador del Partido Laborista que no piense que al final de la guerra las fuerzas privilegiadas van a estar más atrincheradas en el poder de lo que estaban al principio».

Este tipo de sentimientos, esa corrosiva desafección que crecía entre la sociedad británica, se entendía mucho más allá de los confines de la izquierda política. «Esta nación se ha hecho muy blanda», escribía con tristeza John Kennedy en su diario el 23 de febrero de 1942. «El pueblo no quiere luchar por el imperio. Supongo que a la mayoría de la gente le importa bien poco tener o no un imperio, mientras puedan llevar una vida tranquila y sin dificultades. No se da cuenta de que una dominación alemana sería algo muy desagradable… Creo que la gente quiere algo más de los políticos. Por ninguna parte se percibe la sensación de urgencia. No sabemos por qué luchamos. La Carta del Atlántico no basta como ideal para frenar el fanatismo de los alemanes y los japoneses». Los oficiales encargados de dos centros de instrucción básica confesaron al responsable de una investigación sobre la moral entre los hombres que la inmensa mayoría de sus reclutas «carece de entusiasmo y de interés por la guerra, y demuestra su ignorancia de lo que hay en juego».

El 6 de marzo de 1942 el Spectator decía en su editorial: «La fibra de la nación es en la actualidad evidentemente distinta de como era en aquellos días de 1940; días de los que el primer ministro pudo hablar, con un tono cargado de convicción universal, como nuestro mejor momento. Pero ahora nadie puede pretender que estemos pasando por nuestro mejor momento». Al igual que su homólogo del New Statesman, el autor de este artículo pensaba que el pueblo británico carecía de una fe que lo impulsara, como la que impulsaba al pueblo ruso: «¿Por qué actualmente los hombres y mujeres de Gran Bretaña esperan que llegue una inspiración del exterior? ¿Por qué escuchan atentos para oír una voz? ¿No hay ninguna voz entre nosotros? ¿Acaso hacemos oídos sordos a lo que se necesita?».

En mayo de 1942 la revista americana Fortune dedicó un número entero al mundo de posguerra. Henry Luce, propietario de la publicación, invitó al ministro de Asuntos Exteriores británico a contribuir con un artículo sobre la opinión de su propio país. Eden declinó la invitación, lo que provocó que un funcionario del departamento de Estados Unidos en el Ministerio de Exteriores inglés, un tal C. R. King, expresara su disgusto. A su juicio, era un grave error despreciar la oferta de Luce. Pero se daba cuenta de dónde estaba el problema. Eden no tenía ni idea de lo que debía decir: «Que yo sepa, el gobierno de Su Majestad no ha formulado (ni mucho menos ha anunciado) ninguna idea acerca de esta problemática más allá de lo expresado en la Carta del Atlántico». King añade que en Estados Unidos casi todo el mundo coincidía en «que América será, después de alcanzar una victoria total, un país sin rival desde el punto de vista militar y económico». El The Economist desafió a Churchill en uno de sus editoriales: «¿Cuándo ha pronunciado el primer ministro uno de sus grandes y elocuentes discursos sobre la cuestión, no de la estrategia mundial, sino de las esperanzas y temores del pueblo británico? Mientras permanezca mudo, el conservadurismo, la postura política dominante en Gran Bretaña, permanece mudo, y los americanos creerán inevitablemente que tal vez lo único que saben hacer los conservadores sea conservar».

Churchill era del agrado de pocos intelectuales, y viceversa. Nutría una aversión especial contra Michael Foot, periodista de izquierdas y uno de los autores de Guilty Men, el célebre alegato de 1940 contra los partidarios de la política de apaciguamiento de antes de la guerra. Churchill consideraba que era pura hipocresía, como lo era de hecho, que los autores de esta obra se hubieran dedicado a atacar a los «hombres de Múnich», cuando el propio Partido Laborista de Foot se había opuesto al rearme antes del estallido de la guerra. La preocupación de los intelectuales por la Gran Bretaña de posguerra exasperaba al primer ministro, en un momento en el que él luchaba denodadamente para encontrar los medios con los que evitar la destrucción de la libertad de Europa. Pero en este tema, sus instintos no sintonizaban con los de la opinión pública. Cuando Picture Post dedicó un número entero a «la Gran Bretaña que esperamos construir cuando finalice la guerra», esta revista recibió dos mil cartas de sus lectores. La indiferencia de Churchill por el Informe Beveridge, que sentaba las bases del Estado del Bienestar, tras su publicación en diciembre de 1942, estaba completamente reñida con el entusiasmo popular con el que fue recibido. El propio sir William Beveridge criticó con frecuencia por escrito el gobierno de Gran Bretaña durante la guerra. Antes incluso de elaborar su informe, un día en el que se debatía en el gabinete acerca de la «actitud poco satisfactoria de los trabajadores en general… Archie Sinclair señaló que lo que necesitábamos en realidad para tranquilizar a la opinión pública era una victoria. Winston lo supo resumir diciendo que lo que queríamos claramente era una victoria sobre Beveridge».

A comienzos del mes de abril, la luna de miel de Churchill con Roosevelt se vio bruscamente interrumpida. El primer ministro había planificado realizar un viaje a la India, para hablar de la defensa y el futuro constitucional de esta colonia, pero las continuas crisis hacían que pareciera poco apropiado que abandonara Londres para desplazarse a un lugar tan lejano. En su lugar fue enviado Stafford Cripps, con la orden de entrevistarse con los líderes nacionalistas de la India para discutir sobre una posible forma de autogobierno una vez concluida la guerra. Las conversaciones no tardaron en llegar a un punto muerto. El Congreso Nacional de la India, de mayoría hindú, se oponía a posponer esa fórmula e insistía en su acceso inmediato al poder político. Cripps informó de la situación a Londres, tras lo cual Londres ordenó su regreso. Churchill había esperado, y de hecho deseado, ese mismo resultado. Estaba plenamente satisfecho, pues se había hecho el gesto, y era en Cripps en quien recaía el oprobio del fracaso.

El 11 de abril, sin embargo, Roosevelt mandó un cablegrama a Churchill diciéndole que Cripps debía quedarse en la India para presidir la creación de un gobierno nacionalista. Y añadía que la opinión pública de Estados Unidos era abrumadoramente hostil hacia Gran Bretaña en este tema: «Casi todo el mundo considera que se ha llegado a un punto muerto por culpa de la reticencia del gobierno británico a conceder a los indios su derecho de autogobierno… [si] ambas partes hacen pequeñas concesiones, creo que todavía puede alcanzarse un acuerdo». Muchos americanos identificaban explícitamente la delicada situación de la India en aquellos momentos con la de su propio país antes de la revolución de 1776. «Usted es el mejor, usted es Mahatma Gandhi», escribiría eufóricamente Cole Porter, reflejando el enorme entusiasmo que levantaba entre sus paisanos el gurú del movimiento por la independencia de la India. Este sentimiento amargaba a Churchill. Incluso en otros tiempos mejores, su paciencia con el pueblo de la India había sido escasa. Su visión no había cambiado desde que prestara servicio en este país como subalterno de caballería a finales del siglo XIX. En opinión de Leo Amery, secretario de Estado para la India, Churchill era «una extraña combinación de grandes y pequeñas cualidades… Su postura respecto a la cuestión de la India no es muy normal que digamos». El primer ministro se oponía, por ejemplo, a conceder a los oficiales indios poderes disciplinarios sobre los soldados británicos. Clamaba contra «la humillación que supone recibir órdenes de un hombre de piel oscura».

Churchill no quería ni oír hablar de las aspiraciones políticas de la India en un momento en el que el ejército japonés se encontraba a las puertas. Nadie podía esperar que olvidara que el Mahatma se había ofrecido para mediar la rendición de Gran Bretaña a Hitler, a quien el adalid de la no violencia y abanderado de la libertad de la India había calificado de «un hombre no tan malo». En 1940 Gandhi había escrito una carta abierta al pueblo británico, instándolo a «deponer las armas y aceptar el destino que decida Hitler. Invitaréis a Herr Hitler y al Signor Mussolini a tomar lo que quieran de los países que llamáis vuestras posesiones. Dejad que tomen posesión de vuestra hermosa isla con su sinfín de hermosos edificios. Les daréis todo esto, pero no vuestra alma y vuestra mente».

Pero lo peor fue, sin embargo, el intento por parte del presidente de Estados Unidos de entrometerse en lo que, a juicio del primer ministro, era un asunto exclusivamente británico. A Churchill nunca se le habría ocurrido aconsejar a Roosevelt acerca del futuro gobierno de una posesión americana como Filipinas. Consideraba que era una pura hipocresía que una nación que había colonizado un continente, expulsando y en gran medida exterminando a su población indígena, y que seguía practicando la segregación racial, se dedicara a dar lecciones a otros países acerca del trato que debía dispensarse a las poblaciones nativas.

Este episodio fue una primera pequeña muestra, muy mal acogida, de lo que estaba por venir. Estados Unidos de América, socio principal y pagador de la alianza para derrotar al fascismo, tendría una marcada tendencia a ejercer su influencia de manera decisiva en los acuerdos globales de posguerra. Para Churchill, que sólo pensaba en alcanzar la victoria, y que sabía cuán lejos estaba aún en abril de 1942, aquella torpeza de Roosevelt fue sumamente inoportuna. No perdió tiempo en poner de manifiesto su determinación de mantenerse firme ante las pretensiones del Congreso Nacional de la India y su susceptibilidad ante las intromisiones americanas. «Todo lo que pueda suponer una grave diferencia entre usted y yo, me rompería el corazón», escribió en una nota al presidente americano el día 12, «y sin duda representaría una profunda herida para nuestros dos países en el momento más crítico de esta terrible guerra». La convicción de Roosevelt de que los tiempos de los imperios habían acabado se transformaría en la posguerra en una reivindicación con una rapidez que hasta él mismo habría encontrado sorprendente. El ejercicio del poder de Gran Bretaña sobre el pueblo indio entre 1935 y 1945 fue torpe y violento, y Churchill tuvo parte de culpa. Pero el primer ministro no se equivocaba cuando decía que cualquier cesión de poder en medio de una guerra mundial era algo impensable, especialmente teniendo en cuenta que la postura del Congreso Nacional de la India ante la causa de los aliados era bastante ambigua.

La primavera de 1942 trajo consigo algunas novedades que sirvieron para levantar el ánimo de los aliados, sobre todo después de que el 4 de mayo la marina de Estados Unidos dañara seriamente la flota japonesa en el curso de la batalla del mar del Coral. Churchill volvió a cambiar de opinión en lo referente a las peticiones de Rusia de que fueran reconocidas sus pretensiones territoriales sobre Polonia y los estados del Báltico. «No debemos olvidar que no es buena cosa», dijo a su gabinete. «No debemos hacerlo, y no me arrepentiré si no lo hacemos». El 5 de mayo fuerzas británicas desembarcaron en Madagascar con el objetivo de frustrar cualquier posible intento de ataque por parte de los japoneses. Churchill escribió a su hijo Randolph: «La depresión después de lo de Singapur ha sido sustituida por un optimismo exagerado, que yo trato, por supuesto, de contener como es debido». Se sentía muy herido por las críticas de las que había sido objeto desde enero. El 10 de mayo, antes de una alocución por radio, escribió unos pasajes que más tarde —y sin duda sabiamente— prefirió omitir, pero que reflejaban el dolor que había venido padeciendo en los últimos meses:

Todo el mundo se siente más seguro ahora, y en consecuencia el hermano más débil protesta levantando más la voz. A nuestros críticos les falta tiempo para hablar largo y tendido de las desgracias y reveses que hemos padecido, y evidentemente no voy a ser yo quien diga que no se han cometido numerosos errores y deficiencias. En particular, recibo muchas críticas por mi manera de llevar la guerra por parte de un grupo de antiguos ministros. A estos individuos les encantaría limitar mi poder de actuación y mis iniciativas.

Aunque tenga que vérmelas con dictadores, me complace afirmar que yo no soy un déspota. Soy simplemente vuestro servidor. He intentado ser vuestro más fiel servidor, pero en cualquier momento podéis, actuando a través de la Cámara de los Comunes, relegarme a la vida privada. Hay una cosa, sin embargo, que espero que no hagáis; espero que no me exijáis nunca, ni a mí ni a cualquier otro que elijáis para sucederme en el cargo, que soporte la carga de la responsabilidad en unos tiempos como éstos sin disponer de la suficiente autoridad y de los medios necesarios para tomar decisiones.

El 12 de mayo de 1942 Hugh Dalton escribió: «Cena con [el diputado tory] Victor Cazalet, que considera que es imposible que ganemos la guerra con el primer ministro actual. Sin embargo, no propone ninguna alternativa mejor». Como si no hubiera otro, tuvo que ser el rey Jorge VI quien sugiriera al primer ministro en el curso de un almuerzo que la carga que suponía ejercer como ministro de Defensa probablemente resultara excesiva para él, preguntándole torpemente a continuación si había algún otro aspecto de la vida pública que fuera de su interés. Pero la dificultad que tendría Churchill a partir de entonces sería que el gran desafío a su autoridad no vendría de las voces críticas que lo atacaban desde Gran Bretaña, sino del poderoso socio de su país, Estados Unidos de América. Cuando el 15 de abril Harry Hopkins se dirigió a los miembros de la Cámara de los Comunes, quiso reforzar la posición de Churchill, afirmando que era «el único hombre que entiende realmente a Roosevelt». Pero el americano también declaró con franqueza que, como informaría Harold Nicolson, «hay mucha gente en Estados Unidos que dice que somos cobardes y que no nos atrevemos a luchar».

En una carta a Wavell, Dill hacía desde Washington la siguiente reflexión: «Uno de los problemas es que lo queremos todo de ellos, desde barcos hasta cuchillas de afeitar, y nosotros a cambio sólo podemos prestarles servicios, y en la mayoría de los casos servicios ya prestados». Un perspicaz oficial británico, Arthur Salter, escribía a comienzos de 1942: «Debemos aceptar que la política se decidirá cada vez más en Washington. Actuar como si [la política] pudiera ser decidida en Londres e “impuesta” a Washington, o como si la política británica pudiera desarrollarse de manera independiente y sólo fuera “coordinada” con la de América, es simplemente dar coces contra el aguijón». El primer ministro estaba al frente de una nación que en aquellos momentos de la guerra parecía confinada a desempeñar el papel de víctima, no sólo del enemigo, sino también de su nuevo y poderoso aliado. Sin dejarlo traslucir, anhelaba recuperar la iniciativa en algún campo de batalla. Sus generales, sin embargo, no ofrecían la perspectiva de llevar a cabo acción ofensiva alguna antes del otoño. En medio de la profunda desafección de la opinión pública durante la primavera y el verano, ese tiempo de espera le pareció a Churchill una eternidad.