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Una visión de Arcadia

De Gaulle comentó después de lo de Pearl Harbor: «Bueno, esta guerra ha acabado. Por supuesto, todavía nos esperan operaciones, batallas y enfrentamientos; pero… el resultado ya es evidente. En esta guerra industrial, nada puede interponerse a la industria americana. A partir de ahora, los británicos no moverán un dedo sin el beneplácito de Roosevelt». El presidente estadounidense dijo a Churchill: «Hoy todos nosotros estamos en un mismo barco con ustedes y los pueblos del imperio, y es un barco que no será ni puede ser hundido». A diferencia de las manifestaciones churchillianas de comienzos de la guerra, fruto de una fe ciega, las palabras de Roosevelt se basaban en las realidades del poder.

Harold Nicolson escribió el 11 de diciembre: «Con América en la guerra, simplemente no podemos perder. Pero qué curioso que este gran acontecimiento pase a nuestros anales y se reciba aquí sin júbilo alguno. Nos habríamos vuelto locos de alegría si se hubiera producido hace un año… En todo Londres no ondea ni una bandera americana. ¡Qué extraños somos!». La explicación la encontramos en parte en las palabras de Vere Hodgson, que trabajaba en una sociedad benéfica londinense. Como muchos de sus compatriotas, pensaba que lo ocurrido en Pearl Harbor había servido de lección a los americanos: «No es que desee que bombardeen a nadie, pero una pequeña sacudida no está de más para los que se quedan contemplando el sufrimiento de otros con absoluta ecuanimidad… Pobre gente la de esas islas de ensueño, de sol y de zumos de fruta. Menudo domingo por la tarde que les tocó pasar… Supongo que el coronel Lindbergh se habrá encerrado en un cuarto con las persianas bajadas… para que no se sepa nada de él».

Un informe del Servicio de Inteligencia Nacional decía: «Si bien la población civil está dispuesta a hacer todos los sacrificios necesarios para ayudar a Rusia… no ocurre lo mismo cuando se habla de Estados Unidos… América es “extraordinariamente riquísima”… La mentalidad de los americanos se parece mucho a la de los mercenarios; y… las privaciones y los sufrimientos de la guerra “les vendrán muy bien”». Unos pocos británicos se sintieron dispuestos a dar las gracias a los americanos por haber entrado en la guerra con retraso, no por propia elección o por sus principios, sino porque se vieron obligados. Algunos temían que la participación de Estados Unidos en el conflicto armado redujera el flujo de suministros a Gran Bretaña y Rusia. Le tocaría al primer ministro abrir los brazos para dar ese abrazo transatlántico que muchos de sus compatriotas tuvieron la ridiculez de no querer dar.

Los días siguientes al ataque a Pearl Harbor, las noticias de la guerra que llegaban a Churchill desde todos los rincones del mundo, con la excepción de Malaca, supusieron un pequeño respiro. A la marina real le iba mejor en su duelo con los submarinos de Hitler. Auchinleck seguía informando con optimismo sobre el desarrollo de la operación «Crusader» en el desierto. «Considérese que se han vuelto las tornas», comunicaba desde El Cairo el 9 de diciembre, para añadir dos días después: «Les pisamos los talones y vamos a por ellos». Moscú, Leningrado y los yacimientos petrolíferos de Bakú seguían en manos de los rusos. El 8 de diciembre Churchill dijo ante la Cámara de los Comunes: «Al menos cuatro quintas partes de la población del planeta están de nuestro lado. Somos responsables de su seguridad y de su futuro. En el pasado teníamos una luz que parpadeaba, en el presente tenemos una luz que brilla, y en el futuro habrá una luz resplandeciente en todas las tierras y en todos los mares».

El 10 de diciembre llegaron muy malas noticias: la destrucción del Prince of Wales y del Repulse por un ataque aéreo de los japoneses frente a las costas de Malaca. Churchill estaba aturdido. La utilización de estos navíos era consecuencia de una decisión personal suya, y su pérdida lo señalaba con el dedo, acusándolo de tener una fe equivocada en los «castillos de acero» en medio de unos océanos dominados ahora por el poder aéreo y los submarinos. A menudo se indica que el destino de estas importantes naves lo selló la ausencia del portaaviones Indomitable, que por culpa de un accidente no pudo unirse a la escuadra de combate. Pero vistas las deficiencias que tenían el Brazo Aéreo de la Armada británica y sus cazas, lo más plausible es que si el Indomitable se hubiera encontrado frente a las costas de Malaca, como habían planeado Churchill y el Almirantazgo, habría acabado en el fondo del mar junto con el Prince of Wales y el Repulse.

Pero hasta ese duro golpe era soportable en un nuevo contexto determinado por la beligerancia de los americanos. El 11 de diciembre, Alemania e Italia despejaron una importantísima duda, que parecía no desvanecerse nunca, cuando declararon la guerra a Estados Unidos. Al día siguiente, Churchill mandó un cablegrama a Eden, que iba camino de Moscú: «La entrada de Estados Unidos modifica la situación de todos, y con tiempo y paciencia nos dará la victoria segura». También se produjeron algunos contratiempos, aunque de importancia limitada. Washington se vería obligada a reducir el envío de armamento para poder satisfacer las necesidades de sus propias fuerzas armadas. Diez escuadrones de la RAF que se dirigían a Persia para apoyar el frente sur de Stalin tuvieron que ser desviados a Extremo Oriente. Pero se trataba de simples inconvenientes derivados de la nueva y brillante perspectiva que suponía la entrada en juego del poderío americano.

La principal prioridad del primer ministro era encontrarse cara a cara con Roosevelt y sus altos mandos militares, con el fin de sentar las bases de la alianza que se había creado por los acontecimientos, pero que no había sido ratificada por un tratado oficial. A partir de este momento, las relaciones de británicos y americanos se caracterizarían por acuerdos formales sobre cuestiones materiales, principalmente relacionadas con el programa de Préstamo y Arriendo, pero ante todo se regirían por la sintonía, o la ausencia de ella, entre los líderes de las dos naciones y sus jefes de Estado Mayor. Cuando Churchill propuso efectuar inmediatamente una visita a Washington, Roosevelt le dio largas. Por motivos de seguridad sugirió celebrar una conferencia en las Bermudas, a la que dijo que antes del 7 de enero de 1942 no podría asistir. En realidad, al presidente estadounidense le preocupaba tener que dejar espacio en la Casa Blanca para la arrolladora personalidad del primer ministro de Gran Bretaña y el torrente de retórica con el que sin duda éste estaba dispuesto a obsequiar al pueblo americano. No obstante, ante la impaciencia de Churchill, Roosevelt al final accedió a que visitara Washington antes de la Navidad.

Mientras preparaba su viaje, el primer ministro tuvo que atender un montón de asuntos de último minuto. Mandó un cablegrama a Eden, diciéndole que, si bien era deseable que Rusia declarara la guerra a Japón, no había que presionar demasiado a Stalin en este sentido, «considerando lo poco que hemos podido contribuir» al esfuerzo de guerra de los soviéticos. Sin embargo, también dijo al Secretario de Asuntos Exteriores que en ningún caso debía parecer dispuesto a satisfacer las exigencias de Moscú de que se reconocieran las fronteras que los rusos habían establecido con Hitler, anexionándose Polonia oriental y los estados del Báltico. Una acción semejante no sólo iría contra todos los principios, sino que también dejaría perplejos a los americanos, que por aquel entonces eran mucho más reacios que los británicos a las ambiciones territoriales de Stalin. Por otro lado, el primer ministro pidió a Attlee que no llevara a cabo la temida reducción de las raciones de comida asignadas al pueblo británico: «Todos estamos juntos en lo mismo, y [los americanos] comen mejor que nosotros». Reducir los suministros habría olido a pánico, añadió. La mañana del 13 de diciembre telefoneó a Ismay desde Gourock, a orillas del Clyde, instándole a enviar a Extremo Oriente a la mayor brevedad posible «todo lo que pudiera tener utilidad en un combate». Luego, con su séquito de ochenta individuos, entre los que se encontraban Beaverbrook y los jefes de Estado Mayor (Dill seguía representando al ejército de tierra, y Brooke estaba al frente del Departamento de Guerra), subió a bordo del Duke of York, un gran acorazado hermano del desaparecido Prince of Wales.

La travesía fue horrorosa. Un día tras otro, el Duke of York surcó las aguas de un océano embravecido, con olas gigantescas como montañas que lo hacía cabecear y balancearse. Max Beaverbrook, que en parte había sido invitado para hacer compañía al «viejo» y en parte porque se suponía que gozaba de popularidad entre los americanos, exclamó jadeando que lo estaban llevando por el Atlántico en «un submarino camuflado de acorazado». Churchill fue prácticamente el único pasajero que no se mareó. El malestar de Patrick Kinna, su taquígrafo personal, se vio agravado por el humo del puro que inundaba el camarote del primer ministro, situado en la zona superior de la superestructura. Una marea de malas noticias sorprendió al grupo en alta mar. Los japoneses habían desembarcado en el norte de Borneo el 17 de diciembre y, por si fuera poco, en la isla de Hong Kong al día siguiente. El día 15 Churchill había dado instrucciones a los jefes de Estado Mayor, haciendo hincapié en la necesidad vital de conservar Singapur: «No hay nada que pueda compararse con la importancia de esta fortaleza». Sin preocuparse por los continuos balanceos del buque de guerra sacudido por la tempestad, dictó una sucesión de interminables memorándum, en los que exponía su punto de vista acerca de lo que estaba por venir.

Gran Bretaña y Estados Unidos deben seguir abasteciendo a Rusia, decía, pues sólo así «conservaremos nuestra influencia sobre Stalin y podremos incluir el formidable esfuerzo de los rusos en el marco colectivo de la guerra». Proponía el envío al norte de Irlanda de tropas americanas para que sirvieran de elemento disuasorio a posibles desembarcos enemigos. Decía que en 1943 Gran Bretaña iba a estar «más preparada que nunca para frenar una invasión». La posibilidad de que los alemanes se lanzaran sobre las islas británicas seguía presente en sus cálculos. Si Rusia caía, como aún parecía probable, los nazis podían centrar de nuevo su atención en el oeste de Europa. Hitler tenía que darse cuenta de la necesidad de completar la conquista del viejo continente antes de que se produjera la movilización total de los americanos. Churchill sugería el despliegue en Gran Bretaña de bombarderos estadounidenses que se unieran a la gran ofensiva aérea programada contra Alemania. Esperaba que la defensa de Singapur resistiera al menos seis meses.

Interrumpió su dictado para decir a Kinna que mandara callar a unos marineros que había fuera y no paraban de lanzar silbidos. No sólo lo distraían, sino que lo consideraba una vulgaridad insufrible (en cierta ocasión dijo que su fobia a los silbidos era el único rasgo que compartía con Hitler). Kinna obedeció y salió afuera, pero le daba bastante miedo la reacción que pudieran tener aquellos inoportunos marineros, que, de repente, se callaron de manera espontánea. Sin reparar en el mar embravecido del exterior y en el constante cabeceo del gran navío, Churchill volvió a la redacción de su tour d’horizon. Quería que en 1942 los americanos desembarcaran en el norte de África francés. Para el año siguiente preveía lanzar diversos ataques ante posibles cambios en Sicilia, Italia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, el sector francés del canal de la Mancha o costas del Atlántico y tal vez los Balcanes. En sus memorándum incluyó algunos vaticinios bastante disparatados, como, por ejemplo, el pronóstico de que, cuando llegara el momento de invadir el continente, «la sublevación de las poblaciones locales, para las que habrá que llevar armamento, se convertirá en el elemento fundamental de la ofensiva libertadora». Pero también puso de manifiesto su intuición e imaginación al prever la creación de portaaviones improvisados, que efectivamente desempeñarían más adelante un papel decisivo en la guerra. Por último recomendaba encarecidamente un ataque aéreo contra Japón con la ayuda de portaaviones.

El 21 de diciembre escribió una larga misiva a Clementine: «No sé ni cómo ni cuándo regresaré. Es evidente que, con lo que ha costado llegar hasta aquí, ahora debo quedarme el tiempo suficiente para hacer todo lo que hay que hacer». Le decía que no tenía paciencia alguna con los que acusaban a Gran Bretaña de falta de prevención en Extremo Oriente: «No es de buenos observadores decir “¿Por qué no estábamos preparados?”, cuando todo lo que teníamos ya había sido asignado a un cometido». En esto tenía toda la razón. Los que, como Dill, habían insistido en reforzar Malaca a expensas de Oriente Medio, se equivocaron de pleno. Habría sido absurdo trasladar unos aviones, unos tanques y a unos soldados absolutamente imprescindibles, simplemente para contrarrestar una supuesta amenaza en Extremo Oriente, a expensas de perder probablemente Egipto en beneficio de un enemigo que ya estaba a sus puertas. Es difícil imaginar en el otoño de 1941 algún tipo de reorganización de los recursos británicos disponibles que hubiera podido evitar el desastre. Era tanta la precariedad del liderazgo, de la preparación, de la táctica, del apoyo aéreo y de la disposición de los británicos en Malaca y Birmania, que los japoneses nunca dudaron de su victoria.

La mala mar dio lugar a retrasos que hicieron que la travesía del Duke of York pareciera interminable a sus pasajeros. Churchill se exasperó ante aquella pérdida de tiempo, pero tuvo que reconocer que no podía luchar contra los elementos. El viaje, que debía haber sido de cinco días, se alargó a nueve, y luego a diez. Los jefes de Estado Mayor prepararon sus comentarios sobre los largos memorándum estratégicos elaborados por Churchill, que fueron estudiados en una serie de reuniones presididas por el primer ministro. Se opusieron rotundamente a la creación del gran «segundo frente» de Europa en 1943. Alemania, insistieron, debía ser primero debilitada mediante intensos y prolongados bombardeos. Hicieron hincapié en que había que darse cuenta de un hecho: «los japoneses podrán campar por sus respetos en el oeste del Pacífico» mientras no se acabe con Alemania e Italia. Churchill, que atravesaba uno de sus ataques periódicos de escepticismo respecto a los bombardeos, se mostró reacio a todas las manifestaciones de fe excesiva en su potencial. Les advirtió que no cabía esperar que los americanos se tomaran a la ligera los avances de los japoneses en el Pacífico, como sugerían los altos mandos militares, Recalcó que era esencial fomentar una visión agresiva, en vez de limitarse a promover medidas para contrarrestar el avance de las fuerzas del Eje. Eran sabias palabras.

El día 22 de diciembre el Duke of York llegó por fin a Hampton Roads. La comitiva británica desembarcó. Churchill y su personal más allegado tomaron un avión que en poco tiempo los trasladó a Washington. Ya anochecía, y todos se pusieron a mirar por las ventanillas, fascinados por las vibrantes luces de la capital estadounidense, recordando la penumbra de Londres con sus casas a oscuras. El primer ministro fue recibido en el aeropuerto por Franklin Roosevelt, de quien sería huésped durante las tres semanas siguientes. Aunque aquella estancia fue un período de gran tensión para la delegación británica, también lo fue de inmensa felicidad para Churchill. ¿Quién podía decir que no se la merecía, después de todo lo que había tenido que soportar durante los dieciocho meses anteriores? Esa primera conferencia angloamericana recibió el nombre de Arcadia, paraíso de pastores de la antigua Grecia. Y, a ojos del primer ministro, Washington era efectivamente un lugar paradisíaco. Una vez instalado en la Casa Blanca, Churchill escribió entusiasmado a Clementine: «Todo es estupendo; y mis planes se aceptan. La amplitud de miras de los americanos es fantástica».

Desde su primera reunión con Roosevelt, el primer ministro hizo hincapié en la posible caída de Marruecos en manos de Hitler y, por lo tanto, en la necesidad de que las fuerzas aliadas lo impidieran. Habló de los acorazados franceses Jean-Bart y Richelieu, que se encontraban en el norte de África, calificándolos de «verdaderos trofeos»; pero aquí fue menos convincente. Le pareció que el mundo se le caía encima cuando Dill comentó que la falta de embarcaciones probablemente imposibilitara el traslado en 1942 de un ejército americano al otro lado del Atlántico, y de inmediato cortó ese tema. Los dos líderes nacionales y sus jefes de Estado Mayor analizaron la posible creación de un comité de guerra en el que estuvieran representados todos los aliados y las antiguas colonias británicas, pero descartaron la idea. Se acordó que, aunque las antiguas colonias debían ser consultadas, todas las directrices tenían que decidirlas los Tres Grandes. Esta decisión fue inevitable, pero sembró la simiente del futuro descontento de los países del imperio británico, sobre todo Australia.

Durante su estancia en Washington, Churchill recibió la noticia de que los acorazados Valiant y Queen Elizabeth habían quedado inutilizados tras sufrir el ataque de torpedos humanos italianos en el puerto de Alejandría, y que habían perdido dos cruceros en alta mar. Se puso hecho una furia cuando se enteró de que su viceprimer ministro había informado a los australianos y a los canadienses del drástico debilitamiento de la flota del Mediterráneo. «Lamento terriblemente que esta importantísima información secreta haya salido a la luz de esta manera», dijo en un cablegrama a Attlee. «Nosotros no pasamos nuestra información más secreta a las antiguas colonias».

Los jefes del Estado Mayor de los dos países se reunieron en doce ocasiones. Para alivio de Churchill y su delegación, las autoridades estadounidenses confirmaron inmediatamente la conclusión a la que se había llegado en anteriores conversaciones del Estado Mayor angloamericano para establecer prioridades básicas: los aliados debían seguir la política de «Primero Alemania». En muchas ocasiones no se tiene debidamente en cuenta hasta qué punto las decisiones tomadas por los aliados para el año 1942 se vieron determinadas por imperativos navales. Conmocionados, durante las semanas siguientes al ataque de Pearl Harbour, los británicos fueron enterándose de los pocos barcos con los que se iba a poder contar el próximo año, antes de que madurara el colosal proyecto de construcción de buques de carga de la «clase Liberty». Para sobrevivir, Gran Bretaña necesitaba importar treinta millones de toneladas de suministros, que debían cruzar el Atlántico a bordo de barcos mercantes cuyo número se había visto gravemente reducido a causa de los hundimientos.

Con aquella limitada capacidad disponible, era mucho más lógico que las acciones de los americanos tuvieran por objetivo a los alemanes, mediante el suministro de material y alimentos a Rusia y el despliegue de sus fuerzas en el oeste de Europa, en lugar de los japoneses en el Pacífico. Debido a las distancias, la guerra en Asia requería un esfuerzo logístico naval tres o cuatro veces superior a la guerra en Europa. Un barco mercante sólo podía realizar tres travesías de ida y vuelta al año al teatro del Pacífico. Así pues, la estrategia de «Alemania primero» no sólo era la estrategia lógica, sino también una necesidad logística. Pero, debido a la mayor animosidad popular contra Japón reinante en Estados Unidos, no podía darse por hecho que ésa fuera a ser la estrategia a seguir. Harold Macmillan haría más tarde la siguiente observación a propósito del primer ministro: «Nadie más que él (y después de hacer gala de una paciencia enorme y un talento extraordinario) habría podido inducir con tanta maña a los americanos a entrar en la guerra de Europa». Es evidente que se trata de una exageración. Pero lo que sí es cierto es que el compromiso de los americanos con el conflicto en Europa occidental supuso sin lugar a dudas un triunfo diplomático para Gran Bretaña.

El día que Roosevelt presentó al primer ministro a una multitud de periodistas americanos, Churchill tuvo un gesto que desató entre ellos vítores y aplausos de entusiasmo: se subió a una silla para que pudieran verlo mejor. Cuando le preguntaron si era cierto que en Singapur estaba la clave de la guerra en Extremo Oriente, esquivó astutamente el tema: «La clave de toda la situación está en la manera resuelta con que las democracias británica y americana van a afrontar el conflicto». ¿Cuánto iba a durar la guerra? «Si hacemos las cosas bien, durará sólo la mitad de tiempo que si las hiciéramos mal». Su euforia era mayor debido a las optimistas noticias de Auchinleck acerca de los progresos de la operación «Crusader» en el norte de África.

El día de Nochebuena, de pie junto a Roosevelt en el balcón mientras las luces del árbol de Navidad de la Casa Blanca se encendían ante una gran multitud, Churchill pronunció las siguientes palabras: «No puedo sentirme un extraño aquí, en lo que es el corazón y la cima de Estados Unidos de América. Percibo una sensación de unión y fraternidad que, añadida a la amabilidad del recibimiento que me habéis dispensado, me convence de que tengo el derecho de compartir vuestro júbilo navideño… ¡Que los niños tengan su noche de diversión y jolgorio! ¡Que los regalos de Papá Noel deleiten sus juegos! ¡Que nosotros los adultos compartamos plenamente su incansable gozo antes de volver a nuestra ardua tarea y que los años formidables que están por venir tiendan, con nuestro sacrificio y nuestro amor, a impedir que a estos mismos niños se les robe su legado o se les prive de su derecho a vivir en un mundo libre y honrado!». Tras la aparición pública en el balcón de la Casa Blanca desde el que se habían retransmitido sus palabras, el pulso de Churchill se disparó: «Todo ha sido muy conmovedor». Aquella misma noche también tuvo que superar a solas su consternación: le llegó la noticia de la caída de Hong Kong.

Durante la cena Roosevelt, en consonancia con la cortesía por cortesía y broma por broma del primer ministro, le echó en cara haber luchado en el bando equivocado en la guerra de los bóers. Cuando le preguntaron acerca de la calidad de los alimentos suministrados a Gran Bretaña por Estados Unidos, Churchill se quejó: «Demasiados huevos en polvo». Envió un cablegrama a Auchinleck pidiéndole que, como parecía que la campaña del desierto iba muy bien, permitiera el traslado a Extremo Oriente de una brigada de vehículos blindados y de cuatro escuadrones de la RAF. El día de Navidad, a última hora de la tarde, dejó al resto del grupo presidencial viendo una película, y se dirigió hacia las escaleras mientras murmuraba algo sobre «hacer los deberes». Estaba componiendo el discurso que iba a pronunciar al día siguiente en el Congreso de Estados Unidos.

Hope Ridings Miller, periodista del Washington Post escribió: «En los despachos de los senadores… los teléfonos no paraban de sonar. Eran amigos que llamaban para preguntar si había alguna manera, algún modo o podía hacerse algo para conseguir entradas para el mejor espectáculo de la temporada». A última hora de la mañana, Churchill, luciendo una pajarita azul a topos, entraba en la sala del Congreso. Sin dejar de sonreír, se puso unos anteojos e intentó controlar las lágrimas que con tanta frecuencia asomaban por sus ojos en los momentos dramáticos. El congresista Frank McNaughton vio a «un hombre de corta estatura granítico y rechoncho… grueso, de espaldas anchas, mandíbula cuadrada, con la coronilla calva y algunos cabellos grises que caían desordenados». Con las manos apoyadas en la cintura, Churchill empezó a dirigirse a la audiencia situada tras un enorme montón de micrófonos. «Sonriente, saludando y como si estuviera en su casa», escribió Miller, «el primer ministro se ruborizó un poco cuando la ovación con la que fue recibido comenzó a subir de intensidad y de entusiasmo hasta convertirse en un estruendo ensordecedor. Comparado con esa demostración, el tono con el que empezó a pronunciar su discurso resultaba tan bajo que los que nos encontrábamos en la tribuna de prensa tuvimos dificultades para entender todas sus primeras frases… Actor consumado, que mide cuidadosamente su discurso para que todas las palabras, todas las sílabas, reciban el énfasis preciso que deben tener, el señor Churchill también sabe detenerse en el momento adecuado para recibir una ovación…».

Consciente de que a los americanos, y especialmente a sus legisladores, les preocupaba sobremanera que Gran Bretaña se convirtiera en una carga, no habló nada de esa dependencia, por real que fuera. En cambio, habló de asociación, de fatigas compartidas. Sacó a la luz sus propios orígenes norteamericanos: «Siempre recordaré cómo todos los 4 de julio mi madre ondeaba una bandera americana ante mis ojos». Y llegó a su peroración: «Por último, si se me permite, quiero decir que para mí la mejor noticia es que Estados Unidos, unidos como nunca, ha empuñado la espada por la causa de la libertad, y ha desechado la vaina». Acababa de desenvainar un sable imaginario, blandiéndolo desde lo alto. A continuación ocupó su asiento y pudo sudar en paz.

Como si fueran un solo hombre, todos los asistentes se pusieron en pie. Sus aplausos eran atronadores; al final, haciendo un pequeño saludo, Churchill abandonó la tribuna. Hope Ridings Miller informó: «Nunca he visto al Congreso tan entusiasmado, y algunos diplomáticos, que habitualmente aplauden con desgana en una asamblea conjunta, para evitar que se malinterprete cualquiera de sus gestos, batieron las palmas con más fuerza y durante más tiempo que nadie». Harold Ickes, secretario de Interior, dijo de él que era «el mejor orador del mundo… Dudo que otro británico pudiera subir a ese estrado y causar tanta impresión como Churchill». Acababa de dar la una del mediodía. El primer ministro, mientras se servía un whisky en el despacho del secretario del Senado, hizo el siguiente comentario a Charles Wilson, su médico privado: «Me acabo de sacar un gran peso del pecho». En el curso del almuerzo informal que se celebró después del discurso, dijo a los congresistas: «El pueblo americano nunca sabrá lo agradecidos que estamos por el envío de un millón de fusiles después de lo de Dunkerque. Significó nuestra vida y nuestra salvación». Aunque fueran en ademán de halago, estas palabras vinieron a difundir una leyenda apreciada por los americanos. Aquella noche Wilson tuvo un gran sobresalto cuando se enteró de que Churchill había sufrido una angina de pecho. Pero no podía hacerse nada; era imposible efectuar cambio alguno en lo ya programado. Si el mundo veía flaquear al viejo líder de guerra británico, se habría producido una verdadera catástrofe política.

Churchill utilizó el tren privado de Roosevelt para viajar hasta Ottawa y pronunciar un discurso en el Parlamento canadiense, donde volvió a cosechar un gran éxito. De regreso en la Casa Blanca, escribió pletórico de felicidad a Attlee: «Aquí vivimos como si fuéramos una gran familia, en absoluta intimidad y sin formalidades». De sus labios salían comentarios y frases incomparables, incluso en las circunstancias más banales. En el almuerzo de Año Nuevo celebrado en la Casa Blanca, cuando se sirvió picadillo con huevos escalfados, el huevo en cuestión resbaló del montón de carne. El primer ministro volvió a colocarlo encima del picadillo y, mirando a su anfitrión, exclamó: «Pongámoslo en su trono». Por fortuna, la conversación fue sumamente animada, pues la cocina de la Casa Blanca en tiempos de Roosevelt tenía fama de malísima. Después de comer, en su cuarto de estar privado, Eleanor Roosevelt y su secretaria, Malvina Thompson, cambiaron impresiones acerca de los dos líderes con otro huésped, Joseph Lash, amigo y confidente de la primera dama. Lash dijo que el primer ministro tenía un temperamento más brillante, pero que el presidente era un hombre más serio y sensato en tiempos de crisis. «“Tommy” aplaudió y dijo que la señora Roosevelt y ella eran de la misma opinión. Ambas creían que el presidente era más realista. No era tan brillante, pero probablemente fuera el que mejor sabía qué decisión había que tomar en cada momento. El presidente también daba la sensación de que sabía controlarse mejor, de que nunca perdía la compostura».

Resulta sorprendente comprobar cuántos colaboradores de Roosevelt claudicaban ante su grandeza, pero desaprobaban su personalidad. El diplomático Charles Bohlen, por ejemplo, comentaría que, a pesar de su aparente falta de formalismos, al presidente «le rodeaba siempre el aura de su cargo». Si los estallidos de mal genio de Churchill incomodaban a veces a los colegas del primer ministro británico, la tibia afabilidad de Roosevelt, su reticencia a mostrar enfado y, de hecho, cualquier tipo de sentimiento sincero, intranquilizaba a los colaboradores del presidente americano. Allí donde Churchill buscaba claridad de decisión poniendo sus pensamientos por escrito, Roosevelt prefería trabajar y llegar a acuerdos utilizando la palabra hablada. No escatimó ni un minuto a las reuniones de su gabinete. Este modo de hacer las cosas dio lugar a numerosas confusiones, tanto en cuestiones relacionadas con la guerra como en otras de política interior. El presidente estadounidense se jactaba de su poder de persuasión, y había elevado a la categoría de arte su habilidad para conseguir que todos sus interlocutores se despidieran de él convencidos de que habían logrado lo que querían. A Churchill y a Roosevelt se les acusó en repetidas ocasiones de haber traicionado a los de su clase social, pero el norteamericano fue un político sumamente sagaz y experimentado. De Gaulle lo describió como «un demócrata patricio cuyo gesto más pequeño está cuidadosamente estudiado».

En tono condescendiente, pero también con algo de razón, Halifax escribió el siguiente comentario a propósito de las reuniones que mantenía Churchill en la Casa Blanca con los jefes de Estado Mayor a última hora de la noche: «Los métodos de Winston, como bien sé desde hace tiempo, son agotadores para quien no esté acostumbrado a trabajar de esa manera; discursos llenos de divagaciones, en los que uno va saltando como un ave acuática de una piedra a otra hacia donde le lleve la corriente. Estoy convencido de que las críticas que recibe se deben exclusivamente a su abrumador egocentrismo, que, junto con su capacidad de imaginación, lo hacen indiferente a los sentimientos de otras personas». Algunos estrechos colaboradores de Roosevelt quedaron sorprendidos ante la continua obsesión de Churchill por la guerra. El inquilino de la Casa Blanca, en cambio, se veía obligado a dedicar buena parte de sus energías a los asuntos internos de la nación y a dirigir el Congreso. «La diferencia existente entre el presidente y el primer ministro», escribió su secretario, William Hassett, «es que el primer ministro no tiene otra cosa en la cabeza más que la guerra, mientras que el presidente también debe controlar el gobierno de Estados Unidos».

Churchill sentía que podía tener más confianza en los órganos legislativos de su país que Roosevelt en los del suyo. Pero, aunque a los americanos les pareciera que el gobierno de Gran Bretaña estaba dominado completamente por Churchill, los británicos se sentían justamente orgullosos de la efectividad de su aparato burocrático. El equipo de Churchill quedó perplejo ante la manera singular con la que los americanos parecían gobernar su país. En opinión de Ian Jacob, el Despacho Oval era «una de las salas más desordenadas que he visto en mi vida. Está llena de trastos. Paquetes a medio abrir, souvenirs, libros, papeles, baratijas y todo tipo de artículos varios se amontonan por todos los rincones, encima de las mesas, de las sillas y en el suelo. Sobre su escritorio hay pilas de papeles; y junto a su silla tiene una especie de librería también repleta de libros, papeles y todo tipo de cachivaches amontonados de cualquier manera. Una mujer o un hombre ordenado se volvería loco ante semejante espectáculo».

A Fala, el célebre perro de FDR, hubo que sacarlo de la sala de reuniones cuando se puso a lanzar furiosos ladridos durante una de las arengas de Churchill.

Con aristocrático desdén, Cadogan preguntó a Halifax: «¿Cómo puede esta gente salir adelante?». No estaban en absoluto impresionados por la imagen de Roosevelt como caudillo en tiempos de guerra. Jacob escribió: «En cuestiones militares, es como un niño al lado del primer ministro, y es evidente que no sabe muy bien lo que puede y no puede hacerse… A nuestros ojos, el aparato americano de gobierno parece irremediablemente desorganizado… En primer lugar deberán salvar el abismo existente entre su ejército de tierra y su armada antes de que puedan trabajar con nosotros como un verdadero equipo». De haber leído estas palabras algún alto cargo americano, habría respondido que era muy gracioso que un soldado británico dispensara semejante trato de condescendencia a Estados Unidos y a sus fuerzas armadas, cuando desde 1939 Gran Bretaña prácticamente sólo había podido anotarse un fracaso tras otro en el campo de batalla, y su supervivencia económica dependía de la magnanimidad de los americanos. Las críticas a los métodos de trabajo de Roosevelt podían estar fundadas, pero pasaban por alto la incalculable riqueza y los logros alcanzados por Estados Unidos de América.

En los años que estaban por venir, los británicos subestimarían una y otra vez las capacidades de Estados Unidos y, al manifestar semejante opinión, alimentarían el resentimiento entre los americanos. No supieron, por ejemplo, reconocer la fuerza del compromiso personal de Roosevelt con el envío de víveres y material a Rusia. Del mismo modo que Churchill y Beaverbrook tuvieron que enfrentarse en Gran Bretaña a una férrea oposición por este asunto, el presidente estadounidense se vio obligado a acallar las voces críticas que, desde los niveles más altos del escalafón de las fuerzas armadas, desde el Congreso y desde los medios de comunicación, se oponían ferozmente a entregar a Stalin cheques en blanco a cuenta del Tesoro de Estados Unidos de América. Al igual que Churchill, Roosevelt impuso a sus consejeros militares su determinación de apoyar a Rusia en la guerra. Aunque los envíos de suministros americanos, al igual que los británicos, distaran mucho de lo prometido, sin el formidable ejercicio de autoridad del presidente estadounidense se le habrían negado a la Unión Soviética los alimentos, el material, los vehículos y el equipamiento que con tanta urgencia necesitaba para su esfuerzo de guerra.

En Washington los aliados acordaron aumentar considerablemente la producción de armas americanas (Beaverbrook hizo una utilísima contribución en este sentido al requerir a Roosevelt que hiciera viable este proyecto). Pasarían más de dos años antes de que los resultados de este compromiso fueran visibles en el campo de batalla. A los americanos, incluido George Marshall, les costaba comprender que inevitablemente transcurriría bastante tiempo desde la toma de decisiones relacionadas con el armamento y la puesta en marcha contra el enemigo de la enorme máquina de guerra que habían concebido. Pero es evidente que en Arcadia se dio un importante primer paso. El 5 de enero de 1942 Churchill voló hasta Florida para pasar allí cinco días de trabajo, asueto y sol. Revisó los documentos sobre estrategias que había preparado durante el viaje de ida desde Gran Bretaña. Frente a la lógica determinación de los jefes de Estado Mayor norteamericanos de ir a por el ejército alemán, se comprometió a llevar a cabo «grandes operaciones ofensivas» en Europa en 1943, a pesar, incluso, de que las noticias que llegaban del frente volvían a ser aciagas. Rommel había conseguido sacar siete divisiones alemanas e italianas de la batalla en el desierto, y estaba reorganizándose en Tripolitania. Los japoneses habían entrado en la península de Malaca, y avanzaban inexorablemente hacia el sur, por lo que Singapur era cada vez más vulnerable a una invasión. Un gran número de refuerzos se dirigía a toda prisa a «la fortaleza», como Churchill, totalmente equivocado, llamaba a la isla.

Luego, el primer ministro pasó unos cuantos días más con Roosevelt. «Me dicen que he hecho un buen trabajo aquí», comentó a Bernard Baruch. El financiero respondió: «Usted ha trabajado al cien por cien. Pero ahora tiene que largarse de aquí». El huésped estaba a punto de hartar a su anfitrión. El presidente ya estaba aburrido de las feroces y excesivas disputas en las que se enzarzaban el primer ministro y Beaverbrook. Aunque nunca perdiera la confianza en el mayor poderío de la nación que gobernaba, a Roosevelt comenzaba a resultarle agotador vivir soportando la presencia rimbombante del británico. La marcha de sus invitados supuso un alivio para él. Churchill escribiría en sus memorias: «Había llegado el momento de abandonar la hospitalaria y estimulante atmósfera de la Casa Blanca y de la nación americana, erguida y furiosa contra tiranos y agresores. No se vislumbraba que tuviera que regresar». Sabía perfectamente con qué desesperación el pueblo británico iba a recibir la marea de malas noticias de Extremo Oriente que estaban por venir.

El presidente dijo al primer ministro en el momento de su partida: «Confíe en mí hasta el final». Luego Churchill subió a bordo del avión que lo trasladaría a Inglaterra, uno de los hidrocanoas Boeing Clipper adquiridos a los americanos el año anterior. Este aparato aéreo volaba bajo y a poca velocidad, pero ofrecía a sus pasajeros unos niveles de confort estupendos y servicio de cocina. La cena, servida después de sobrevolar las Bermudas, consistió en un consomé, un cóctel de gambas, medallones de solomillo de buey con hortalizas frescas, dulces, postre, café, champán y licores. Luego los pasajeros pudieron acostarse en unas literas, pero Churchill se pasó la noche dando vueltas de aquí para allá. Aterrizaron en Gran Bretaña el 17 de enero por la mañana, después de dieciocho horas de vuelo. Aquel mismo día, a última hora de la tarde, el primer ministro informó al gabinete de guerra. «Una calma olímpica» reinaba en la Casa Blanca, dijo. «Tal vez resultara bastante un ambiente aislado. El presidente carecía del nexo de unión adecuado entre lo que son sus decisiones y la ejecución de las mismas». En opinión de los británicos, el Departamento de Estado americano era muy «nerviosillo». Cordell Hull, secretario de Estado, se había puesto hecho una furia al tener noticia de la imprevista ocupación por parte de la Francia Libre de las diminutas islas de Saint Pierre y Miquelon, situadas frente a las costas de Terranova y hasta entonces bajo la jurisdicción del régimen de Vichy, un problema cuya solución supuso para británicos y americanos una considerable pérdida de tiempo precioso y grandes dosis de buena voluntad. Amery comentaría con sorna que en el informe presentado al gabinete Churchill se había olvidado de hablar de su visita a Canadá.

Pero el primer ministro estaba exultante, y con razón. Había logrado un triunfo personal en Estados Unidos, un triunfo que ningún otro británico habría podido alcanzar. Dijo al rey que, después de largos meses de desavenencias, Gran Bretaña y Estados Unidos por fin se habían casado. Aunque fuera evidente que a partir de entonces Inglaterra iba a ser el socio pequeño de la alianza atlántica, también era cierto que Churchill había sabido imponer su grandeza al pueblo americano, y lo había hecho de una manera que resultaría sumamente beneficiosa para su país en los años venideros.

No obstante, hay que matizar los resultados de éste su primer viaje. En una época en la que la mayoría de los hombres que tomaban las decisiones tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos seguía pensando que era bastante probable que Rusia acabara siendo derrotada, no se supo percibir hasta qué punto la guerra contra Hitler se vería determinada por los combates en el frente oriental. A finales de 1941 y comienzos de 1942, Roosevelt y Churchill supusieron en Washington que estaban perfilando la estrategia que había que seguir para destruir el nazismo. No tenían ni la más remota idea de hasta qué punto el país gobernado por Stalin iba a ser el elemento más potente para la consecución de su objetivo. Aunque Estados Unidos fuera claramente la fuerza global más poderosa de la Gran Alianza, la Unión Soviética supo movilizar su poderío militar de una manera mucho más efectiva que cualquiera de sus socios de Occidente.

En cuanto a las relaciones angloamericanas, Charles Wilson escribió sobre Churchill el siguiente comentario: «Quería demostrar al presidente cómo conducir la guerra, y el resultado no ha sido el esperado». Eden dijo al gabinete: «En la práctica, toparemos con dificultades para armonizar día a día nuestra cooperación con los rusos y nuestra cooperación con los americanos. La política soviética es amoral, y la de Estados Unidos es exageradamente moral, al menos en lo concerniente a intereses no americanos». A pesar del éxito del viaje de Churchill a Washington, sería un verdadero error suponer que todos los estadounidenses sucumbieron a la magia de la personalidad del primer ministro británico. La gran frase pronunciada ante el Congreso, «¿De qué pasta se creen que estamos hechos?», dio lugar a numerosos editoriales. Pero durante las semanas siguientes no todos fueron favorables a los británicos. El Denver Post dijo ásperamente: «Hay una lección que Estados Unidos debería aprender de Inglaterra. Es la de anteponer nuestros intereses a los de todos los demás». Como era de prever, la postura del Chicago Tribune fue realmente obscena: «Es una verdadera lástima que el señor Roosevelt haya tenido constantemente ante él al señor Churchill como ejemplo a seguir. El señor Churchill es un hombre muy capaz en muchos sentidos, pero como estratega militar posee un récord prácticamente imbatido de decepciones y fracasos».

Algunas de las personalidades más distinguidas de Arcadia no tenían precisamente una buena opinión de sus colegas. Henry Morgenthau, secretario del Tesoro, consideraba que Max Beaverbrook era tan engreído que llegaba a ser impertinente. En ausencia del recién nombrado Alan Brooke, los jefes de Estado Mayor británicos no formaron un equipo sólido. A los americanos les gustó Charles Portal, pero este militar de las fuerzas aéreas rara vez sabía imponerse. El almirante Dudley Pound parecía un cero a la izquierda, y su débil salud lo incapacitaba para una participación activa. Los americanos tuvieron la consideración de no hacer alusiones, en presencia de sus huéspedes, a los sonoros fracasos militares de Gran Bretaña, aunque siempre los tuvieran presentes cuando percibían afirmaciones extravagantes de labios de Churchill o de sus compañeros. Sentían respeto por la marina real y por la RAF, pero no por el ejército de tierra británico. El escepticismo respecto a las aptitudes militares de los británicos persistiría durante la guerra en los niveles más altos del escalafón del ejército americano, influyendo en las posturas de sus comandantes en todos los debates estratégicos.

En cuanto a las relaciones del presidente y el primer ministro, Hopkins diría: «Era incuestionable que [a Roosevelt] cada vez le gustaba más Churchill». Pero esta observación es, en el mejor de los casos, una verdad a medias. Las convicciones políticas de uno y otro líder distaban mucho de coincidir. A pesar de la afabilidad y la buena disposición innata de Roosevelt, una dosis excesiva de Churchill lo empalagaba. En los corrillos de Washington se contaba un chiste, del que de hecho se hizo eco la revista Time, según el cual, lo primero que preguntó el presidente a Harry Hopkins cuando éste llegó de su viaje de febrero de 1941 a Gran Bretaña fue: «¿Quién escribe los discursos de Churchill?». El primer ministro quería mostrarse cortés empujando todas las noches la silla de ruedas del presidente desde la sala de estar hasta el ascensor. Sin embargo, parece bastante plausible que este gesto fuera interpretado erróneamente, y que simplemente pretendiera poner de relieve el contraste existente entre la inmovilidad forzosa del anfitrión y la energía exuberante del huésped. Entre el grupo de británicos presentes en la Casa Blanca se comentaría cómo Churchill se había esforzado por reprimir su incontrolable tendencia a hablar para escuchar al presidente. Pero cuesta creer que Churchill alimentara mucho con su presencia en la Casa Blanca la profunda vanidad de Roosevelt.

El respeto que le merecía al presidente el talento de Churchill era incuestionable, como incuestionable era su compromiso con la alianza para derrotar a Alemania y a Japón. Pero Roosevelt era mucho más frío que Churchill. «Incluso las personas más cercanas a Roosevelt», escribiría Joseph Lash, que lo conocía muy bien, «se preguntaban constantemente, “¿Pero qué piensa en realidad? ¿Qué siente en realidad?”». Y Roosevelt en ningún momento se sintió unido al primer ministro en una asociación entre iguales. No era simplemente un líder nacional, sino todo un jefe de estado que trataba a los reyes como a iguales. Churchill no se sentía obligado con Estados Unidos por los envíos de pertrechos y provisiones. En su opinión, Gran Bretaña había desempeñado el papel más altruista durante los últimos dos años, vertiendo la sangre de sus hombres y mujeres y soportando bombardeos en una lucha solitaria por la libertad. Pero ante semejante postura, a Roosevelt se le agotaría la paciencia. Sólo por cumplir, aceptó la pretensión de Gran Bretaña de merecer el agradecimiento colectivo de las democracias. El país de Churchill se encontraba en aquellos momentos hipotecado hasta la médula con Estados Unidos.

Y el presidente estaba dispuesto, tarde o temprano, a ejercer su poder como tenedor de los títulos de propiedad de su aliado.

En su juventud, Roosevelt había viajado a Gran Bretaña en diversas ocasiones, pero nunca había manifestado preferencia alguna por este país. Siendo ya presidente, rechazó todas las invitaciones que recibió para visitarlo. Percibía cierta hipocresía en su pretensión de que constituía un bastión de la democracia y la libertad, mientras conservaba un enorme imperio de pueblos súbditos que tenían negada su representación democrática. Sin embargo, la cooperación con el país de Churchill era esencial para derrotar a Hitler. Fue por ello por lo que, en palabras de Michael Howard, Roosevelt «propuso remodelar el mundo según los conceptos morales de los americanos, en lugar de los conceptos de realpolitik de los británicos». El conocimiento que tenía Roosevelt del extranjero se limitaba a lo que había visto durante los diversos períodos vacacionales pasados en Europa en compañía de su padre millonario, y durante un viaje por los escenarios de la primera guerra mundial en 1918. No obstante, su deseo de cambiar el mundo no tenía fin. Eden quedó horrorizado cuando más tarde oyó al presidente exponer su visión del futuro de Europa: «Las opiniones académicas, pero radicales, que vertió… resultaban alarmantes por su alegre frivolidad. Daba la impresión de que ya se veía decidiendo el destino de muchos países, tanto aliados como enemigos». El presidente dijo, entre otras cosas, que le gustaba la idea de que el puerto colonial francés de Dakar se convirtiera en una base naval de Estados Unidos. Su prepotencia dejó perplejos no sólo a los británicos, sino también a algunos americanos sensatos como Harriman.

Eden afirmaba que Churchill sentía por Roosevelt una especie de temor reverencial. Pero es muy probable que el secretario de Exteriores británico interpretara erróneamente como una actitud ingenua aquella postura sumamente prudente de Churchill, consciente en todo momento de cuáles eran sus necesidades. En ningún aspecto de su liderazgo durante la guerra ejerció el primer ministro una autodisciplina más férrea que en su relación con el presidente estadounidense. «Todo mi sistema se basa en la amistad con Roosevelt», comentaría más tarde a Eden. Sabía que sin la buena voluntad del presidente, Gran Bretaña no tenía prácticamente nada que hacer. No podía hacer más que reverenciar, amar y mimar al presidente de Estados Unidos, el hombre que encarnaba el poderío americano. Aparcó todas sus dudas y reservas en lo más recóndito de su cabeza. Durante el resto de la guerra Churchill intentaría permanecer unido a Roosevelt en una estrecha relación de la que el americano a menudo querría escapar. Churchill estaba determinado a establecer esa unión con vínculos de pareja; Roosevelt reconocía la necesidad del intercambio de anillos, pero estaba decidido a no compartir los mismos amigos, la misma cama y la misma cuenta bancaria. La perspectiva de llegar al divorcio cuando se ganara la guerra no le asustaba en absoluto.

Hubo un segundo aspecto que caracterizó aquella primera conferencia de aliados, a saber, la actitud de los jefes de Estado Mayor norteamericanos. Quedaron horrorizados ante el espectáculo que dio el primer ministro británico al instalarse durante interminables semanas en la Casa Blanca, enzarzado con el presidente en discusiones estratégicas a las que a menudo no pudieron asistir. Marshall, que destacaba por su profunda moralidad, detestaba mezclar relaciones profesionales con relaciones sociales sin más, hasta el punto de que siempre había rechazado las invitaciones que le había hecho Roosevelt para pasar unos días en Hyde Park, la finca del presidente a orillas del río Hudson, en el norte del estado de Nueva York. Tan estricta era su austeridad que cuando levantó un gallinero en su casa de Fort Myer, insistió en pagar de su bolsillo los materiales utilizados en el montaje de la nueva instalación. Poco familiarizado con la incontinencia de la conversación de Churchill, constantemente se sentía ofendido por las confianzas que se tomaba el primer ministro con Roosevelt. «Es evidente que los británicos», escribió Henry Stimson, «se están aprovechando de las deficiencias del presidente —bien conocidas por todos— en materia de sistemas administrativos ordinarios». Hopkins advirtió a Roosevelt de que no sellara ningún acuerdo militar en ausencia de Marshall. Sin embargo, para enfado del jefe del ejército, el presidente americano aceptó la propuesta de Churchill de que si se producía la caída de Filipinas, las fuerzas americanas que quedaran en el archipiélago se trasladaran a Singapur.

Marshall era incluso más hostil que Roosevelt a las pretensiones imperialistas de Gran Bretaña. Y, aunque desde un principio el presidente se encandiló con la idea de un desembarco en el norte de África, Marshall no. Tanto él como sus colegas se sentían muy molestos porque percibían que los británicos daban por hecho que a partir de entonces iban a poder echar mano de las fuerzas y las armas americanas «como si éstas hubieran ido a parar a un fondo común destinado a campañas concebidas para satisfacer los intereses y las conveniencias de Gran Bretaña», en palabras del biógrafo de Marshall. «Desde el punto de vista de los británicos, resultaba fácil llegar a la conclusión de que una línea de conducta favorable a sus intereses nacionales constituía sencillamente una buena dirección estratégica y que el hecho de que los americanos no estuvieran de acuerdo con ella ponía de manifiesto su inexperiencia, su inmadurez y su falta de modales». Desde el primer día de la guerra, Marshall se mostró partidario de enfrentarse a los alemanes en el noroeste de Europa lo antes posible, así como de evitar enredos en «escenarios secundarios» de los británicos.

El único alto mando británico con el que el jefe del ejército americano forjó una estrecha amistad fue Dill. Curiosamente, el jefe del Estado Mayor General del Imperio, hasta entonces poco valorado, se convertiría en una figura destacada de la asociación de americanos e ingleses. En un golpe de inspiración, cuando Churchill regresó a Inglaterra dejó en Washington a Dill, que aceptó su nuevo destino a regañadientes y que poco tiempo después fue nombrado jefe de la misión militar británica. La embajada y esta misión, cuya sede se encontraba en el edificio del Departamento de Sanidad Pública de Estados Unidos en Constitution Avenue, no tardarían en reunir en Washington a unos nueve mil ciudadanos británicos, entre personal civil y militar. En ausencia de Pound, Brooke y Portal, Dill también representó a su país en las reuniones celebradas en la capital americana por la Junta Combinada de Jefes de Estado Mayor, de reciente creación. Como embajador, Halifax no estrechó nunca lazos de amistad con los americanos, y en ningún momento dio la impresión de que pudiera hacerlo. Es comprensible que aquel nuevo nombramiento dejara perplejo a Dill: «No deja de ser curioso que Winston quiera que sea aquí su representante cuando es evidente que deseaba encontrar un pretexto para sacarme de la Jefatura del Estado Mayor General del Imperio». Pero Dill se había convertido en el confidente de Marshall, en un sensato intérprete de las aspiraciones militares de los dos países. En los años siguientes, realizó una importante contribución a la Gran Alianza, poniendo paz en sus tormentas transatlánticas y explicando a cada uno de los dos socios los puntos de vista del otro. Prosperó como diplomático donde había fracasado como director de estrategias.

Así pues, la visita de Churchill a Washington fue un triunfo público, aunque no es muy seguro que también lo fuera en el ámbito privado. Sin embargo, el primer ministro tuvo la prudencia de calentarse, mientras pudo, al sol de la nueva relación con Estados Unidos. En Inglaterra le aguardaban muchos problemas. La historia percibe 1940, cuando Gran Bretaña estaba sola, como el año crucial para la supervivencia del país. Pero 1942 se revelaría como la etapa más tórrida del período de gobierno de Churchill durante la guerra. El pueblo británico, que había mostrado tanta firmeza cuando la amenaza de una invasión se cernía sobre él, dos años después se mostraría fatigado y displicente. En medio de la realidad de las derrotas aplastantes, se hartó de promesas de futuras victorias. En la paz o en la guerra, las democracias rara vez brillan por su paciencia. Y la paciencia de Gran Bretaña se había ido consumiendo progresivamente por los bombardeos, las privaciones y las humillaciones en el campo de batalla. En la prensa escrita, en la Cámara de los Comunes y en las calles de la nación, Churchill iba a encontrar a partir de ese momento unas críticas mucho más duras y continuadas que las que había recibido desde que asumiera el cargo de primer ministro.