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La batalla de América

1. EXCLUSIVAMENTE EN EFECTIVO

Durante todo 1941, incluso cuando empezaron a correr ríos de sangre por las llanuras de Rusia, la principal prioridad de Churchill siguió siendo atraer a Estados Unidos como aliado a una actitud de beligerancia. Mientras seguía el desarrollo de los combates británicos en el desierto, la persecución del Bismarck, la lucha de los convoyes del Atlántico, la campaña de Grecia y la vacilante ofensiva de los bombarderos, el sueño americano dominaba su horizonte más lejano. Sólo si Estados Unidos entrara en la guerra, o cuando lo hiciera, Gran Bretaña lograría tal vez evitar la derrota, pero no podría aspirar a la victoria. Entre las valiosísimas aportaciones de Churchill estuvo la de empeñarse en cortejar a Estados Unidos, mientras que muchos compatriotas suyos fueron lo bastante imprudentes para guardar rencor a aquel país situado al otro lado del Atlántico al que consideraban estúpido y autocomplaciente. «Me pregunto si los americanos se dan cuenta de cuánto están retrasando su intervención», escribía John Kennedy en mayo de 1941, «de que, si esperan mucho más, van a pillarnos dando las boqueadas». En un curioso lapsus linguae, un locutor de la BBC aludió en cierta ocasión a la amenaza de que cayeran sobre Gran Bretaña paracaidistas no ya «enemigos», sino «americanos».

Sería muy difícil ponderar la tristeza de muchos británicos, de clase alta y baja, por el hecho de que Estados Unidos se mantuviera fuera de la lucha. La retórica de Roosevelt y Churchill creó el mito, todavía vivo, de la generosidad americana durante 1940-1941. El secretario de Estado Cordell Hull escribió acerca del «enorme torrente de armas enviado a Gran Bretaña en el verano de 1940». En realidad, por grande que fuera la importancia simbólica de los primeros envíos estadounidenses, su utilidad práctica fue escasa. La artillería y las armas cortas suministradas por los americanos estaban obsoletas y supusieron una mínima contribución a la capacidad de combate de los británicos. Los envíos de aviones en 1941 fueron moderados, en cantidad y en calidad. Los cincuenta viejos destructores prestados por Estados Unidos a cambio del derecho a establecer bases en las colonias británicas apenas estaban en condiciones de navegar: sólo nueve de ellos se hallaban operativos a finales de 1940, y en el resto hubo que llevar a cabo largas reparaciones. Sólo a partir de 1942, cuando Gran Bretaña empezó a recibir tanques Grant y Sherman, cañones autopropulsados de 105 mm, bombarderos Liberator y muchos otros pertrechos, el material bélico americano supuso una mejora espectacular de la capacidad de las fuerzas de Churchill.

Además, lejos de ser una muestra de la generosidad de los americanos, los cañones, los tanques y los aviones llegados desde el otro lado del Atlántico fueron en su totalidad hasta finales de 1941 compras pagadas en efectivo. En virtud de la Ley de Neutralidad impuesta por el Congreso, no era posible conceder crédito a ningún país beligerante. Durante los dos primeros años de la guerra, los norteamericanos obtuvieron enormes beneficios de la venta de armas. «La administración de Estados Unidos sigue una política casi enteramente americana, y no una política basada en ofrecer toda la ayuda posible a Gran Bretaña», escribía Eden a Churchill el 30 de noviembre de 1940. Roosevelt previó la bancarrota británica y adoptó el concepto de «préstamo» de suministros, idea que se originó en la Century Association de Nueva York, antes de que Churchill se lo pidiera. Pero el presidente norteamericano se puso furioso cuando lord Lothian, que en octubre de 1940 seguía siendo el embajador británico en Washington, dijo a los periodistas americanos: «Bueno, chicos, Inglaterra está sin blanca. Lo que queremos es vuestro dinero». Hay dudas de que el embajador utilizara exactamente estas palabras, pero el meollo de sus comentarios era inequívoco.

Roosevelt dijo a Lothian que no cabía ni hablar de subsidios de los americanos hasta que Gran Bretaña hubiera agotado su capacidad de pagar en metálico, pues el Congreso no querría nunca oír hablar del asunto. En América estaba bastante generalizada la creencia en la opulencia de los británicos, idea bastante opuesta a la realidad. En plena batalla de Inglaterra, la administración norteamericana puso en duda que el gobierno de Churchill hubiera declarado sinceramente cuáles eran los bienes de los que seguía disponiendo. Washington exigió una cuenta auditada, requisito que los ministros británicos consideraron humillante. Churchill escribió a Roosevelt el 7 de diciembre de 1940 diciendo que si continuaba la sangría de efectivo británico hacia Estados Unidos, el país acabaría encontrándose en una posición en la que «después de obtener la victoria gracias a nuestra sangre y a nuestro sudor, y de salvar la civilización, dando a Estados Unidos tiempo para armarse completamente ante cualquier eventualidad, nos encontraríamos con los bolsillos vacíos. Semejante situación no ayudaría ni a los intereses morales ni a los intereses políticos de nuestros respectivos países».

Al responder a Churchill, Roosevelt no abordó nunca este punto, y sus evasivas fueron muy significativas. Reconocía que Estados Unidos tenía un profundo interés nacional en que continuara la resistencia británica —desplegando una energía y una imaginación extraordinarias en la movilización de la opinión pública y del Congreso—, pero no en su solvencia después de la guerra. Durante toda la contienda, la política americana hizo hincapié en la importancia que tenía el reforzamiento de su competitividad comercial frente a Gran Bretaña poniendo fin a la «preferencia imperial». Los británicos, en situación apuradísima, empezaron a recibir ayudas directas, a través del programa de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease), sólo cuando había sido entregada la totalidad de sus activos en oro y en divisas. Muchas empresas británicas en América fueron vendidas a precio de saldo. La compañía AVC (American Viseose Corporation), dedicada a la fabricación de rayón, joya de la corona de Courtaulds en el extranjero, y con activos por valor de ciento veinte millones de dólares, fue liquidada por apenas cincuenta y cuatro millones porque el secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, insistió en que debía realizar el efectivo en el plazo de una semana. Los banqueros de Nueva York se embolsaron cuatro millones de dólares de dicha cantidad en concepto de comisión por transacción arriesgada. La Shell, Lever Bros., Dunlop Tyres y las aseguradoras británicas se vieron obligadas asimismo a liquidar sus participaciones americanas al precio que sus rivales estadounidenses quisieran pagar. El gobernador del Banco de Inglaterra, Montagu Norman, escribió en marzo de 1941: «Nunca he visto con tanta claridad como ahora hasta qué punto estamos enteramente en manos de los “amigos” americanos en materia de inversiones directas, y cómo parece que, con buenas palabras y buenos sentimientos, van a llevárselas todas una detrás de otra».

El gobierno británico agotó todos los recursos a su alcance para satisfacer el importe de las facturas americanas. El gobierno belga en el exilio realizó un préstamo por valor de sesenta millones de libras con el oro que había logrado sacar de Bruselas, aunque los ejecutivos de Holanda y Noruega se negaron a vender su oro por libras esterlinas. Un crucero americano recaudó en Ciudad del Cabo los últimos cincuenta millones de libras de Gran Bretaña en lingotes. El programa de Lend-Lease limitó el comercio británico exterior imponiéndole unas condiciones despiadadas, tan rigurosas que Londres tuvo que pedir a Washington unas concesiones mínimas que le permitieran pagar la carne comprada en Argentina, fundamental para alimentar a la población británica. Después de la guerra, la aviación comercial británica quedó paralizada por las condiciones del Lend-Lease. Por más que la conducta de Roosevelt se basara en una valoración pragmática de las realidades políticas americanas y en la protección de los intereses nacionales de Estados Unidos, sólo los imperativos del momento pudieron obligar a Churchill a declarar públicamente el carácter «altruista» de esa actitud. Puede que la política de Estados Unidos entre 1939 y 1945 hacia Gran Bretaña fuera muchas cosas, pero desde luego nunca fue altruista. «Sólo nuestra apurada situación puede justificar sus términos», escribió Eden acerca de la primera ronda del programa de Préstamo y Arriendo.

La mayoría de los británicos, sin embargo, no mostraba el más mínimo interés por sus primos del otro lado del Atlántico. El antiamericanismo era muy pronunciado entre la aristocracia. Halifax, al que Churchill envió a la embajada británica en Washington en diciembre de 1940, dijo a Stanley Baldwin: «Nunca me han gustado los americanos, excepto los raros. En conjunto los he encontrado siempre terribles». Lord Linlithgow, otro magnate como él que ocupaba el cargo de virrey de la India, escribió a Halifax para darle el pésame por el destino al que lo habían enviado: «[Por]… el duro trabajo de dar coba a ese montón de advenedizos. ¡Qué país y qué salvajes todos los que viven en él!». Halifax dijo a Eden que lo había propuesto a él como candidato alternativo para ocupar la embajada: «Sólo dije que, a mi juicio, debía de odiar usted [ese destino] un poco menos que yo».

Instalado en la embajada, el antiguo secretario de estado de Exteriores tuvo que soportar muchos sufrimientos al servicio de Gran Bretaña, empezando por la asistencia a un partido de béisbol de los White Sox de Chicago en mayo de 1941, durante el cual le invitaron a comer un perrito caliente. Aquello fue demasiado para el remilgado embajador, que declinó el ofrecimiento. Durante un viaje a Detroit un grupo de mujeres llamadas «las Madres de América» se pusieron a tirarle huevos y tomates. Oliver Harvey, el secretario particular de Eden, califica la actuación del altanero Halifax en su papel como embajador de «bastante penosa, por el viejo problema de su incapacidad para establecer contactos personales reales… En Estados Unidos de América ahora todos los negocios se llevan a cabo llamando por teléfono y “dándose una vueltecita” por los sitios, cosa que H. no puede soportar. Él sólo va a ver al presidente por negocios (y naturalmente casi siempre a pedir algo)… Nunca ha instaurado una base más íntima de conversación con él». Dalton contaba una anécdota malévola acerca de Halifax, quien, al poco de llegar a Washington, perdió los estribos y se puso a llorar «porque no podía aguantar a esos americanos».

Muchos diputados tories compartían con los aristócratas su antipatía por Estados Unidos. Cuthbert Headlam, hombre cargado de manías de vieja según todos los indicios, escribió de los americanos en tono despectivo: «Realmente son una gente rara y desagradable: es una lata tener que depender tanto de ellos». En un informe del Servicio de Inteligencia Nacional se afirmaba que no se veía «ningún entusiasmo excesivo por Estados Unidos ni por las instituciones estadounidenses entre ninguna clase del pueblo británico». Había una irritación soterrada, debido en buena parte a la «apatía» de los americanos. Aunque parezca increíble, algunos oficiales británicos llegaban a preguntarse si a Gran Bretaña podía interesarle que América adoptara una actitud beligerante. El mariscal del Aire sir John Slessor, que acompañó a la delegación británica a Washington en abril de 1941, señaló que algunos colegas suyos creían que «realmente no nos convendría que Estados Unidos entrara activamente en la guerra». El mariscal del Aire sir Arthur Harris, más tarde comandante en jefe del Mando de Bombarderos, escribía con su habitual intemperancia acerca de las dificultades que conllevaba el hecho de representar a la RAF en Washington en 1941. Resultaba muy duro hacer progresos, decía con tristeza:

… cuando tiene uno que tratar con gentes tan arrogantes respecto a sus capacidades y su infalibilidad, que sólo pueden compararse con los judíos y los católicos en su inquebrantable convicción de que son los únicos poseedores de la verdad. Por lo que se refiere a la producción en general aquí, el país se encuentra en este momento en una encrucijada. Hasta ahora les ha venido muy bien la guerra. Por los dólares británicos. Hasta el último de ellos. La consecuencia ha sido un magnífico resurgimiento tras largos años de funesta depresión y desesperación… No pierden ni una ocasión de convencernos a todos y cada uno de lo magníficos que son ellos combatiendo y de lo inepta, ineficaz, idiota y cobarde que es nuestra gestión de los pocos y viles esfuerzos que hacemos nosotros en el campo de batalla y en el terreno de la industria… La producción de materiales de guerra que han logrado hasta la fecha ha ido, pues, enteramente en su propio beneficio y desde luego no en perjuicio suyo… Entrarán [en la guerra] cuando crean que ya la han ganado. Pero no antes. Igual que hicieron la última vez. Y luego contarán al mundo cómo la hicieron. Igual que hicieron la última vez.

Aunque el tono de Harris fuera absurdamente nostálgico, era innegable que Gran Bretaña y Francia provocaron la oleada de inversiones que desencadenaron el boom económico de América durante la guerra. En 1939, el producto interior bruto de Estados Unidos seguía estando por debajo de los niveles de 1929. Los pedidos de armas y los pagos en efectivo de ingleses y franceses galvanizaron después la industria americana, antes incluso de que tuviera efecto el gigantesco programa de rearme nacional de Roosevelt. Entre 1938 y finales de 1942 los ingresos medios de una familia en Boston subieron de los 2418 a los 3618 dólares, y en Los Ángeles de los 2031 a los 3469, según ha reconocido todo el mundo debido en parte a la inflación y al aumento de las horas de trabajo. Cabría afirmar —y desde luego algunos, como Harris, lo hicieron— que Gran Bretaña acabó con sus reservas en oro y en divisas extranjeras para financiar el resurgimiento de Estados Unidos después de la Depresión.

En Londres, los ministros y los generales encontraban muy desagradable que se les exigiera colmar de extravagantes cortesías a los visitantes americanos. Hugh Dalton se lamentaba por tener que asistir a una fiesta organizada en el Savoy por el Sunday Express en honor del locutor de radio americano Raymond Gram Swing: «Sencillamente es un poco humillante, aunque pronto nos acostumbraremos cada vez más a este tipo de cosas, es decir, a que la mayoría de los ministros de la corona más los diplomáticos extranjeros, los generales británicos y todo tipo de gentes distinguidas del mundo de la prensa tengan que reunirse para dar bombo a este locutor americano que no dudo que sea admirable y esté muy bien dispuesto». Dalton se indignó cuando el invitado de honor le preguntó alegremente si en Gran Bretaña había facciones dispuestas a firmar la paz con Alemania. Y este tipo de impaciencia no se limitaba a los ministros. Kenneth Clark, del Ministerio de Información, indicó la necesidad de llevar a cabo una campaña contra «la opinión desfavorable… [que tenía] el hombre de la calle de Estados Unidos como país acerca del lujo, la injusticia, el capitalismo desenfrenado, las huelgas y los retrasos».

Los británicos se exasperaban con los visitantes americanos que les decían cómo debían hacer la guerra, mientras que ellos seguían sin estar dispuestos a combatir. Un oficial británico escribió acerca de un amigo de Roosevelt, el extravagante coronel William «Wild Bill» Donovan: «Donovan… se muestra extremadamente amistoso con nosotros y es un tipo inteligente y agradable, además de buen conversador. Pero lo único que puedo pensar es que este abogado gordo y próspero, ciudadano de un país que no está en guerra y que no ha logrado ni siquiera ponerse a la altura del programa de ayudas aprobado, tenía una gran seguridad que le permitía establecer alegremente la pauta sobre lo que debíamos y no debíamos hacer nosotros y otras naciones amenazadas».

Es en este marco de resentimiento e incluso hostilidad de los británicos hacia Estados Unidos en el que debemos situar el cortejo de Roosevelt por Churchill. El desafío al que se enfrentaba el primer ministro era identificar lo que D. C. Watt ha llamado «una América posible», capaz de cumplir lo prometido y dispuesta a hacerlo. Y eso sólo podía conseguirse gracias a los buenos oficios de su presidente. Churchill, el hombre con menos paciencia del mundo, mostró en público un aguante casi inagotable hacia Estados Unidos, adulando a su presidente y a su pueblo, y apelando con una habilidad magistral a los principios y los intereses de América. Entendió mucho mejor que la mayoría de sus compatriotas el utopismo americano. Yendo de camino a Chequers un viernes de 1940 a altas horas de la noche, dijo a Colville que «comprendía bastante bien la exasperación que sentían muchos ingleses por la actitud de crítica de los americanos, combinada con su falta de ayuda; pero hay que tener paciencia y debemos ocultar nuestra irritación. (Todo ello salpicado de gorgoritos de “Under the spreading chestnut tree[9]”)».

Churchill conocía Estados Unidos mucho mejor que la mayoría de sus compatriotas, pues había pasado en ese país un total de cinco meses en visitas realizadas en 1895, 1900, 1929 y 1931. «Es una grandísima nación, querido Jack», escribía lleno de entusiasmo a su hermano allá por 1895, cuando hizo un alto de camino hacia la guerra de España en Cuba. «¡Qué pueblo más extraordinario son los americanos!». Quedó asombrado por el ambiente espartano de la academia militar de West Point, y sumamente halagado por la recepción que le dispensaron en ella: «Yo era… sólo un segundo teniente, pero fui… tratado como si fuera un general». Durante la serie de conferencias que dio en 1900 le presentaron en Nueva York a Mark Twain, y ante el público de Boston dijo: «No hay nadie en esta sala que tenga más respeto a esa bandera que el humilde inglés al que ustedes, habitantes de la ciudad que vio nacer la idea del “tea party”, han tenido la amabilidad de escuchar. Estoy orgulloso de ser producto natural de una alianza angloamericana; no ya de una alianza política, sino de otra más fuerte y más sagrada, la alianza de dos corazones».

Se había entrevistado con los presidentes Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson y Herbert Hoover, así como con los Vanderbilt y los Rockefeller, con estrellas de Hollywood, con Henry Morgenthau, William Randolph Hearst y Bernard Baruch. Había dado conferencias ante el público norteamericano en 1931-1932 acerca del supuesto destino común de los pueblos de habla inglesa. Muchos británicos contemporáneos suyos veían en Churchill rasgos de conducta propios de los americanos —sobre todo el gusto por la teatralidad—, que a los de su clase les resultaban sumamente desagradables, pero que en aquellos momentos tendrían un valor incomparable. La humilde solterona londinense Vere Hodgson se dio cuenta de ello y anotó en su diario el siguiente comentario: «De haber sido pura aristocracia inglesa, no habría sido capaz de dirigirnos como lo ha hecho. El lado americano le da un complejo de superioridad —de un tipo que lord Halifax no consideraría de buen gusto—, pero necesitamos algo más que buen gusto para salvar a Gran Bretaña en este momento en particular».

En 1940-1941, Churchill mostró a veces en privado su impaciencia ante la supuesta pusilanimidad de los americanos. «Ahí va un telegrama para esos malditos yanquis», dijo a su secretario particular, Jock Colville, entregándole un comunicado en los días desesperados de mayo de 1940. En sus informes a Washington, el pérfido embajador norteamericano, Joseph Kennedy, presentaba bajo la luz más negativa posible todos los comentarios de ese estilo que lograba interceptar. Tradujo el merecido desagrado que su persona inspiraba a Churchill en alegaciones en contra del primer ministro, acusándolo de ser antiamericano. Los telegramas de Kennedy hicieron cierto daño a la causa británica en Washington, daño que logró ser cauterizado sólo cuando Roosevelt efectuó un cambio de embajadores en 1941, sustituyendo a Kennedy por John «Gil» Winant, y cuando Churchill decidió entablar relaciones personales con el presidente, Harry Hopkins y Averell Harriman. Las alocuciones radiofónicas de Churchill, sin embargo, atraían ya a un numeroso público americano y en 1940-1941 le permitieron meterse en el bolsillo al país de Roosevelt casi con tanta eficacia como lo hiciera con su propio pueblo. A finales de 1941, Churchill iba sólo por detrás del presidente en una encuesta de los programas radiofónicos norteamericanos sobre el «personaje favorito» de los oyentes. «¿Escucharon ustedes el domingo al señor Churchill?», preguntaba Roscoe Conkling Simmons a sus lectores en el Chicago Defender el 3 de mayo de 1941. «Puede que estén ustedes en contra de Inglaterra, pero no en contra de la Inglaterra que pinta el señor Churchill… ¿Se dieron cuenta de cómo apostaba por la amistad del Tío Sam?». Las grandes frases de Churchill eran repetidas una y otra vez en la prensa americana, destacando entre ellas la de «sangre, sudor y lágrimas».

Si Churchill no hubiera sido el primer ministro británico, ¿cuál de sus colegas habría cortejado a Estados Unidos aunque sólo fuera con una centésima parte de su calor y su convicción? Solía tratar con muy poca deferencia a la gente: en realidad no mostró ninguna hacia sus compatriotas, excepto hacia el rey y el jefe de su familia, el duque de Marlborough. Sin embargo, en 1941 hizo gala de esa cualidad en todos los tratos que tuvo con los americanos, y sobre todo con su presidente. Cuando era tanto lo que estaba en juego, no actuó nunca con egoísmo, y mucho menos con empacho. Entre 1939 y 1945 y en un grado que pocos compatriotas suyos lograron igualar, supo subordinar el orgullo a la necesidad, aguantó los desaires sin aparente resentimiento y recibió a cualquier americano como si su visita fuera un honor para Gran Bretaña.

El más importante con mucho de todos ellos fue, naturalmente, Harry Hopkins, que llegó el 8 de enero de 1941 como emisario personal del presidente, con una carta para el rey Jorge VI de su homólogo, el jefe de estado norteamericano, en la que decía que «el señor Hopkins es muy buen amigo mío, y en él he depositado la máxima confianza». Hopkins era un hombre de cincuenta años, natural de Iowa, hijo de un guarnicionero, que durante toda su vida había sido un defensor de la reforma social. Conoció a Roosevelt en 1928, y entablaron una amistad íntima. Hopkins, arquetipo de defensor del New Deal, en 1932 fue nombrado administrador federal de ayudas sociales y se convirtió en uno de los hombres más influyentes del equipo de gobierno. A Roosevelt le gustaba en parte porque nunca había pedido nada. Era del embriagador aroma del poder de lo que disfrutaba Hopkins, no de la posición ni de la riqueza, aunque sentía un entusiasmo extrañamente grosero por los clubes nocturnos y las carreras de caballos, y le halagaban las denuncias de su persona que hacía la prensa tachándolo de playboy. Abrigaba dos pasiones contrapuestas por los hongos y por la poesía de Keats. El punto culminante de su única visita a Londres antes del estallido de la guerra, en 1927, se produjo cuando pudo echar una ojeada a la casa de Keats. Hombre solitario tras la muerte en 1937 de su segunda esposa, víctima del cáncer, fue invitado por Roosevelt a vivir en la Casa Blanca. Desde entonces Hopkins había sentado allí sus reales con el título de secretario de Comercio y el papel no declarado de jefe de personal del presidente, hasta que éste le confió la responsabilidad de elaborar la Ley de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease).

La influencia de Hopkins sobre el presidente era mal vista por muchos americanos, no todos republicanos. En general era muy impopular, y sus críticos lo llamaban «el Rasputín de Roosevelt» o lo calificaban de «partidario extremista del New Deal». Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial había sido aislacionista por instinto, y en ese sentido había escrito a su hermano: «Creo que realmente podemos mantenernos fuera de ella. Por fortuna no hay en este país un sentimiento muy fuerte a favor de entrar en ella, aunque creo que casi todo el mundo desea ver ganar a Inglaterra y Francia». Físicamente tenía una figura desaliñada, con aquel cuello larguirucho y el rostro demacrado como consecuencia del cáncer de estómago que a punto había estado de costarle la vida. Muchas personas que conocieron a Hopkins vieron en él, a través del humo de los cigarrillos que fumaba sin parar, «un muerto viviente». Una fotografía suya del Time llevaba el siguiente letrero: «Sólo puede trabajar siete horas al día». Brendan Bracken, enviado a recibir a Hopkins al hidroplano que lo llevó al puerto de Poole, se quedó impresionado al ver a aquel visitante de importancia tan transcendental hundido en su asiento y aparentemente moribundo, incapaz incluso de desabrocharse el cinturón de seguridad. La relación con los británicos que instauró por entonces el enviado de Roosevelt se convirtió en la última misión importante de su vida.

El 10 de enero de 1941 Churchill recibió por primera vez a Hopkins en el pequeño comedor del sótano de Downing Street —el edificio había resultado ligeramente dañado por las bombas— en un tête-à-tête que duró tres horas. El ilustre invitado inició la conversación con la franqueza que caracterizaba su comportamiento: «Le dije que en algunos ambientes se tenía la sensación de que a él, es decir, a Churchill, no le gustaban ni América, ni los americanos, ni Roosevelt». Todo ello era obra de Joseph Kennedy, protestó el primer ministro, y además una farsa. Prometió que iba a ser absolutamente franco. Hopkins no se iría a casa hasta que no quedara satisfecho respecto al «verdadero estado de penuria de Inglaterra y a la urgente necesidad de ayuda material concreta que tiene para ganar la guerra». A continuación desplegó todos sus poderes de seducción para hechizar a su huésped, y lo logró con un éxito sin paliativos.

La inteligencia y la cordialidad de Hopkins le ganaron inmediatamente la simpatía de Churchill. A lo largo de toda su vida el hombre del presidente había tomado decisiones sobre líneas de conducta, y luego las había seguido sin escatimar energías. Si llegó a Gran Bretaña con una mente relativamente abierta, lo cierto es que al cabo de unos días acogió al país, a su líder y a su causa con una convicción que perduró varios meses y que resultó increíblemente beneficiosa. La noche de aquel primer viernes el americano realizó un viaje en coche para reunirse con el primer ministro y su séquito en Ditchley, en Oxfordshire, la residencia de fin de semana de Churchill las noches de luna llena durante los bombardeos, cuando se pensaba que Chequers podía resultar vulnerable a los ataques de la Luftwaffe. El texto de la Ley de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease), que en esos momentos comenzaba su azarosa tramitación en el Congreso, acababa de ser publicado. La dependencia de Gran Bretaña del resultado de esa tramitación era absoluta. Sin embargo, Churchill advirtió al canciller, Kingsley Wood, que no diría nada a Washington respecto a la inminente incapacidad británica de afrontar los pagos del armamento, si la Ley de Préstamo y Arriendo no pasaba los trámites legislativos: «Debemos confiar [en el presidente]».

Hopkins se mostró extraordinariamente comunicativo con sus anfitriones, que acogieron calurosamente su entusiasmo tras el frío escepticismo de Joseph Kennedy. El primer fin de semana, cuando se dirigía a conocer la casa natal de Churchill en Blenheim Palace, el enviado presidencial dijo a Brendan Bracken que Roosevelt estaba «decidido a que dispusiéramos de los medios necesarios para sobrevivir y para obtener la victoria». Hopkins comentó al gran corresponsal de la BBC, Ed Murrow, que por entonces transmitía desde Londres: «Supongo que puede usted decir —pero no lo diga demasiado alto— que he venido aquí para intentar encontrar la forma de convertirme en el agente catalizador entre dos prime donne». Churchill, por su parte, desvió la atención de su huésped durante el mes que éste permaneció en Gran Bretaña con una sucesión de monólogos, esparciendo frases como pétalos de rosa por la senda de aquel importantísimo visitante, que mostraba una actitud tan receptiva. Durante la cena en Ditchley, el primer ministro declaró:

No buscamos ningún tesoro, no buscamos ninguna ganancia territorial, buscamos sólo el derecho del hombre a ser libre; buscamos su derecho a adorar a su Dios, a llevar la vida que quiera, a protegerse de la persecución. Cuando el humilde labrador regresa del trabajo una vez concluida la jornada y ve el humo elevándose hacia lo alto por la chimenea de su casita en el sereno cielo vespertino, deseamos que sepa que no habrá ningún ratatatá [en ese punto golpeó con los puños sobre la mesa] de la policía secreta en su puerta que disturbe sus horas de asueto o interrumpa su descanso. Buscamos un gobierno que cuente con el consentimiento del pueblo, la libertad del hombre para decir lo que quiera y, cuando se sienta ofendido, para comprobar que es igual que todos ante la ley. Pero fuera de eso no tenemos ningún otro objetivo en la guerra.

Durante años, los antiguos colegas de Churchill —gentes como Balfour, Lloyd George, Chamberlain, Baldwin o Halifax— habían puesto los ojos en blanco llenos de impaciencia ante tales efusiones. Su familiaridad con la retórica extravagante de Winston hacía que enseguida se aburrieran con ella, sobre todo cuando en otros tiempos había sido desplegada en apoyo de tantas causas indignas e inútiles. Pero ahora, al menos, las palabras de Churchill y el talante de los tiempos parecían perfectamente en sintonía. El estilo declamatorio del primer ministro tenía un atractivo excepcional para los americanos. Hopkins no había visto nunca hasta entonces unas dotes de estadista tan magníficas y expresadas con tanta sencillez en el transcurso de una cena. Se sentía embelesado por su anfitrión: «¡Dios mío! ¡Qué hombre!». Le impresionaba la calma con la que el primer ministro recibía las noticias, con frecuencia malas. Una noche, durante la habitual sesión vespertina de cine en Ditchley, se supo que el crucero Southampton había sido hundido en el Mediterráneo. El espectáculo continuó como si tal cosa.

Durante las siguientes semanas, Hopkins pasó doce veladas con Churchill, y viajó con él para visitar las bases navales de Escocia y las ciudades bombardeadas de la costa meridional. Quedó maravillado ante la popularidad de su anfitrión y el dominio absoluto que tenía de la forma de gobernar Gran Bretaña, aunque le impresionó menos la talla de sus subordinados: «Algunos ministros y subalternos son un poquito latosos», dijo a Roosevelt. De Eden, por ejemplo, pensaba que hablaba demasiado. En una muestra de su astucia, Hopkins se percató rápidamente del desagrado que en privado seguía provocando el primer ministro en la casta dirigente británica: «Los políticos y las capas superiores fingen que les gusta». No le cabía la menor duda, sin embargo, acerca de la fortaleza de ánimo del pueblo británico. «A Hopkins le impresionó mucho, creo yo, la alegría y el optimismo que encontró por doquier», escribió Eric Seal, el secretario particular de Churchill. «Debo confesar que yo también estoy sorprendido… El primer ministro… se lleva de maravilla con Hopkins, que es un encanto y gusta a todo el mundo». El enviado de Roosevelt dijo a Raymond Lee: «Nunca me lo he pasado tan bien como con el señor Churchill».

En Washington, al presidente le hicieron mucha gracia los informes acerca de la popularidad de Hopkins en Inglaterra, según señala el secretario del Interior Harold Ickes: «Al parecer, la primera persona por la que pregunta Churchill cuando se despierta por las mañanas es por Hopkins, y Harry es también la última persona a la que ve por las noches». Era probable que así fuera, refunfuñaba el cínico de Ickes, pero aunque el presidente hubiera mandado a un enviado portador de la peste bubónica, al primer ministro británico le habría parecido conveniente estar con él a todas horas. Entre las funciones más importantes del emisario estaba la de aleccionar a Churchill acerca de la mejor manera de dirigirse al pueblo americano y de ayudar a Roosevelt a ayudar a Gran Bretaña. Ante todo, dijo al primer ministro, no debía dar a entender que la colaboración de tropas estadounidenses de tierra era deseable o adecuada. Hopkins concluía su informe en los siguientes términos: «La gente aquí es sorprendente, empezando por Churchill», decía, «y si sólo el valor es capaz de ganar la guerra, el resultado será inevitable. Pero necesitan nuestra ayuda desesperadamente».

Cuando el enviado presidencial aterrizó en el aeropuerto de La-Guardia de Nueva York, en febrero de 1941, el nuevo embajador designado en Gran Bretaña, Gil Winant, le preguntó gritando a voz en cuello en cuanto bajó del avión: «¿Van a seguir aguantando?». Hopkins respondió gritando también: «¡Por supuesto que van a seguir haciéndolo!». Fue una conversación voluntariamente teatral dirigida a la multitud de periodistas reunidos en el lugar, pero no por ello menos sincera. Después, Hopkins ejerció la considerable influencia que tenía sobre el presidente para obtener el máximo apoyo norteamericano para Gran Bretaña. La londinense Vere Hodgson fue una de las personas que se estremecieron al escuchar una alocución radiofónica del enviado de Roosevelt: «Concluyó con unas palabras de consuelo realmente magníficas: “¡Pueblo de Gran Bretaña, pueblo de la Mancomunidad Británica de Naciones, no estáis luchando solos!”. Después de aquello pensé que la guerra estaba ganada».

Pero por beneficiosa que fuera la visita de Hopkins desde la perspectiva británica, no cambió lo fundamental. «Winston está completamente seguro de la plena ayuda de los americanos», escribía con incertidumbre el primer ministro australiano, Robert Menzies, durante una visita a Chequers a finales de febrero de 1941. «¿Tendrá razón? No puedo decir que así sea». Franklin Roosevelt dirigía la política de su país con arreglo a su convicción de que no podía ir más deprisa de lo que le permitiera la opinión pública. Y la opinión pública seguía la senda de Gran Bretaña. Para infinito alivio del primer ministro, el 8 de febrero la Ley de Préstamo y Arriendo fue aprobada por el Congreso por 260 frente a 165 votos, y el 8 de marzo obtuvo el respaldo del Senado por sesenta votos frente a 13. Durante los meses siguientes, Gran Bretaña agotó sus últimas divisas extranjeras para pagar sus suministros: sólo el 1 por 100 del material de guerra usado por los británicos en 1941 fue fruto de la Ley de Préstamo y Arriendo. Pero la nueva medida aseguraba que aunque Gran Bretaña agotara su efectivo, los envíos seguirían llegando. Debemos constatar que en 1940 el candidato republicano a la presidencia, Wendell Willkie, la apoyó; y también a Gran Bretaña.

A través del Lend-Lease el presidente consiguió para los británicos las condiciones más generosas que estaban dispuestas a tolerar las cámaras norteamericanas, preferibles con mucho a los préstamos de la primera guerra mundial, que, al no poder ser pagados, malquistaron a Gran Bretaña con la opinión pública estadounidense. Una importante minoría de norteamericanos, entre ellos muchos de los que ocupaban los puestos más encumbrados de la industria y el comercio, no sólo se oponía a la política de Roosevelt, sino que además lo odiaba. El presidente pensaba que su poder estaba limitado, de un modo que el primer ministro británico a menudo subestimó. A diferencia de Churchill, Roosevelt nunca encabezó un gobierno de coalición, aunque dio cabida en su gabinete a algunos republicanos destacados, como Henry Stimson. Siempre tuvo que enfrentarse a una oposición importante en el Congreso, unas veces sólo en cuestiones de menor consideración, pero a veces también en asuntos de más transcendencia. No cabe duda de su sinceridad cuando decía que deseaba la victoria de los británicos. Tras superar sus incertidumbres iniciales respecto a Churchill, en parte gracias a Hopkins, en marzo de 1941 pudo al fin afirmar ante el pueblo americano: «En esta crisis histórica, Gran Bretaña ha sido bendecida con un hombre brillante y a la vez un gran líder». Pero Roosevelt pensaba también que carecía de autoridad para mandar a ningún soldado americano a luchar en Europa. Hasta diciembre de 1941, y a pesar de suministrar cada vez más ayuda a Gran Bretaña —«debemos convertirnos en el gran arsenal de la democracia», según la frase tomada en préstamo del economista francés Jean Monnet a través del juez americano Felix Frankfurter—, siguió mostrándose en contra de liderar un cambio de postura a favor de la guerra. En este sentido fue, sin duda alguna, muy prudente. Si Estados Unidos se hubiera lanzado a la beligerancia contra Alemania antes de Pearl Harbor, e incluso en el caso harto improbable de que Roosevelt hubiera podido imponer al Congreso la aprobación de una declaración de guerra, se habría encontrado luego al frente de un país dividido.

El historiador británico Michael Howard, que en 1941 estaba estudiando en Oxford en espera de ser llamado a filas, ha escrito: «A los británicos nunca les resulta fácil entender que un gran número de americanos, si alguna vez se dignan pensar en nosotros, lo hagan con distinto grado de antipatía y de desprecio… En los años cuarenta, los americanos tenían razones para mirar a los británicos como una pandilla de hijos de puta engreídos que oprimían a medio mundo y tenían un siniestro talento para obligar a otros a luchar por ellos». Melville Troy era un americano, dedicado a la importación de puros, que vivía en Londres. Aunque admiraba la fortaleza de ánimo de los británicos en medio de los bombardeos, ansiaba profundamente que su país se viera libre de esos horrores: «Personalmente lamento mucho ver que América convierte sus podaderas y sus arados en útiles de guerra, y desearía tener un Woodrow Wilson que nos mantuviera fuera de ella». Muchos compatriotas de Troy pensaban de la misma manera.

Los británicos tendrían que hacer todavía muchos, pero que muchos galanteos. Las exageradas cortesías mostradas por el gobierno a Harry Hopkins se vieron superadas tras la llegada de «Gil» Winant como embajador. Brendan Bracken y el duque de Kent se desplazaron hasta Bristol para ir a buscarlo. Un tren especial lo trasladó a Windsor, donde el rey Jorge VI fue a recibirlo a la estación. El monarca llevó luego en su propio coche a Winant al castillo. Nunca en la historia un legado extranjero había sido recibido con tanta ceremonia. Mientras tanto, la puesta en marcha del programa de Lend-Lease introdujo en el juego a otro destacado partidario de la causa británica. Averell Harriman, hombre de cincuenta años, hijo de un magnate de los ferrocarriles, era un producto brillantísimo de Groton y Yale, jugador de polo y esquiador, banquero internacional y coleccionista de cuadros impresionistas, un cosmopolita poseedor de dotes muy notables. Roosevelt explicó en la Casa Blanca a unos reporteros la nueva misión de Harriman en los siguientes términos: «En cuanto esté más o menos acabada la ley de Préstamo y Gasto o de Préstamo y Arriendo, como quieran ustedes llamarla, cruzará el charco y… ah, bueno, supongo que se preguntarán ustedes por el título que llevará, así que he pensado en inventarme uno… pensamos que era bastante buena idea llamarlo “Activador”. Es nuevo para ustedes. Creo que no está en el escalafón del cuerpo diplomático ni en ninguna otra lista. Así que irá a Inglaterra en calidad de “Activador de Defensa”».

En la primavera de 1941 Harriman se convirtió en un importante defensor en América de la ayuda a Gran Bretaña. No obstante, en Washington Hopkins y el secretario de Guerra, Henry Stimson, seguían siendo los únicos miembros destacados de la administración comprometidos en cuerpo y alma con semejante política. Otros americanos prominentes seguían teniendo una actitud escéptica. En el Departamento de Guerra, los generales estadounidenses ocultaban su obstinada resistencia a enviar al extranjero armas que resultaban necesarias en su país tras un manto de quejas en torno a la política de compras de los británicos, que supuestamente denotaba poca experiencia. Un oficial, hablando despectivamente del carácter informal de la misión de Hopkins, dijo a Harriman: «No podemos tomarnos en serio unas peticiones que llegan a última hora de la tarde después de tomarse una botellita de Oporto».

Entre los principales subordinados del jefe del ejército, el general George Marshall, había profundas divisiones en torno a los méritos de la participación en la guerra, y de los británicos como futuros aliados. Algunos oficiales de alto rango profesaban una descarada admiración por los alemanes. El general de división Stanley Embick era un antiguo jefe de la División de Planes de Guerra que había adoptado una actitud de escepticismo respecto a Churchill y su pueblo cuando prestó servicio en Francia durante la primera guerra mundial. Ahora opinaba que el esfuerzo de guerra británico correría mejor suerte si el país cambiaba de primer ministro, y pensaba que la ayuda norteamericana no debía llegar ni mucho menos a la beligerancia. Al igual que su yerno, el comandante Albert Wedemeyer, de la División de Planes de Guerra, Embick abordaba cualquier asunto angloamericano con el convencimiento de que su país no debía dejarse embaucar y verse obligado a sacar las castañas del fuego a los ingleses. El general de división Charles «Bull» Wesson odiaba a los británicos porque en una ocasión había sido enviado de Washington a Londres con un mensaje para los jefes de Estado Mayor y cuando fue a entregarlo lo habían hecho esperar. Raymond Lee escribió: «Se sintió tan ofendido por ello que el episodio provocó en él gran encono y casi odio hacia los británicos, que aprovecha en cuanto tiene ocasión. Un gesto tan pequeño de descortesía, real o imaginario, que tuvo lugar hace muchos años, está teniendo hoy día funestas consecuencias para las relaciones entre los dos países».

En cambio, el coronel —y muy pronto teniente general y personaje fundamental del equipo de Marshall— Joseph McNarney, que había visitado Gran Bretaña, creía que era de vital importancia para la seguridad nacional norteamericana que no cayera la isla de Churchill. El propio Marshall sentía una hostilidad menos implacable que la de Embick hacia los británicos, pero en el verano de 1941, en palabras de su biógrafo, «más que el cuándo debía producirse, seguían dominando sus ideas en torno a la intervención norteamericana las dudas sobre si ésta debía tener lugar o no». Y semejante cautela no se limitaba a los oficiales de mayor rango. Las revistas Time y Life entrevistaron a los reclutas del ejército norteamericano e informaron acerca de lo baja que estaba su moral. En una sesión nocturna de cine en un campamento de Mississippi, los hombres se pusieron a abuchear cuando vieron aparecer a Roosevelt y Marshall en un noticiario.

Averell Harriman no abrigaba duda alguna sobre el deber de luchar que tenía América. Pero el 15 de marzo de 1941 viajó a Londres temeroso de que Roosevelt siguiera sin querer llevar a Estados Unidos tan lejos ni tan deprisa como fuera necesario para impedir un triunfo nazi: «Me preocupaba profundamente que el presidente no tuviera una política y no hubiera decidido hasta dónde podía llegar… El presidente esperaba evidentemente no tener que enfrentarse a una decisión desagradable. Parecía no estar dispuesto a dirigir a la opinión pública ni a forzar la cuestión, pero esperaba… que nuestra ayuda material permitiera a los británicos hacer el trabajo». Pocos dudaban de que Roosevelt estaba ya entre uno de los presidentes más grandes de América. Pero a menudo fue también un presidente considerablemente cauto.

Harriman anotó en un memorándum de 11 de marzo: «Debo intentar convencer al primer ministro de que yo, o alguna otra persona, tengo que explicar a nuestro pueblo su estrategia de guerra; de lo contrario, no podrá esperar contar con la máxima ayuda». Al igual que Hopkins, fue recibido en Gran Bretaña con todos los honores. Fue a recogerlo a Bristol el capitán de fragata «Tommy» Thompson, asistente administrativo de Churchill, que lo condujo a un avión en el que se trasladaron directamente a Chequers. El regalo que hizo Harriman a Clementine Churchill fue una caja de mandarinas, que su anfitriona acogió con sincera gratitud. El enviado presidencial recibió un cordial abrazo del primer ministro. Kathleen Harriman, que acompañaba en la misión a su padre, decía en una carta a su hermana: «El primer ministro es mucho más bajo de lo que yo pensaba y está muchísimo menos gordo… recuerda más bien a un bonito oso de peluche… Yo esperaba encontrarme a un hombre apabullante, más bien terrible. Pero es más bien todo lo contrario: muy agradable, tiene una sonrisa maravillosa y no resulta difícil ni mucho menos hablar con él. Tiene unos ojos que te atraviesan cuando te miran. La madre [Clementine] es una señora muy dulce. Ha sacrificado toda su vida a su esposo y se coloca gentilmente en segunda fila. Todos los miembros de la familia lo miran como si fuese Dios y ella se ve más excluida».

En Londres, Harriman se instaló en el segundo piso de un edificio de Grosvenor Square junto a la embajada norteamericana, y se le asignó también un despacho propio en el Almirantazgo. Churchill lo invitó a asistir a las reuniones semanales del Comité Atlántico del gabinete. De los primeros ocho fines de semana que estuvo Harriman en Gran Bretaña, siete los pasó en Chequers, aunque, como casi todos los huéspedes americanos, encontró su sensación de privilegio atenuada por la desesperación producida por el frío que hacía en la mansión. Churchill lo llevó de aquí para allá, igual que a Hopkins, como si fuera una valiosa pieza de exhibición, en todos los viajes que realizó por el país. Ahí tenían, dijo a los británicos, una prueba viviente del compromiso de los americanos: al representante personal de su presidente.

En privado, «el primer ministro afirmó abiertamente [ante Harriman] que no veía la menor perspectiva de victoria hasta que Estados Unidos entrara en la guerra». Si Japón atacaba, dijo Churchill, la colonia británica de Singapur se vería en peligro. El primer ministro intentaba equilibrar a cada paso su deseo de convencer a Roosevelt de que Gran Bretaña era un presunto vencedor, con la necesidad de presionarlo insistiendo en la amenaza de desastre si América se echaba atrás. Harriman instó a Churchill a reforzar la causa de Gran Bretaña haciendo públicos los detalles de sus terribles pérdidas de barcos. Entre febrero y abril de 1941, se habían ido a pique 142 navíos, que trasladaban en total 818 000 toneladas, más del doble del porcentaje de hundimientos sufridos durante los primeros meses de la guerra. En la reunión del Comité de Defensa del mes de mayo, Eden y Beaverbrook sugirieron que se revelaran al menos las pérdidas de los barcos dedicados al transporte de carne, para subrayar la gravedad de la situación alimentaria. Churchill, con el apoyo de varios otros ministros, se opuso, «en la idea de que atraeremos a los americanos mostrando valor y audacia y perspectivas de éxito, no haciéndonos de menos nosotros solos». Además, aquellas cifras que en privado aterraban al gobierno británico habrían infligido un golpe tremendo a la moral del país si se hacían públicas, y habrían supuesto un regalo propagandístico para Hitler.

Algunos americanos mostraban una condescendencia que irritaba a los beneficiarios de su ayuda. Kathleen Harriman describe la reluctancia de los británicos a entusiasmarse con la carne en conserva y el queso americano: «La gran dificultad reside en reeducar a la gente», decía en una carta a su hermana. Un diputado tory escribió: «La idea de ser nuestro arsenal y nuestros proveedores de comida parece atraer a los yanquis como si ése fuera el papel que les toca en la guerra en pro de la democracia… Es una gente muy rara… Les han dicho que si perdemos la guerra, ellos serán los siguientes de la lista de Hitler… y, sin embargo, parecen muy contentos de dejarnos a nosotros la lucha propiamente dicha; quieren hacerlo todo, menos luchar». Duff Cooper, en calidad de ministro de Información, dijo a los editores de los periódicos el 21 de marzo de 1941: «Lo bueno es no contrariar a Estados Unidos… Cuando ofrecimos las bases a cambio de los [cincuenta] destructores [cedidos en préstamo] nos imaginamos, en palabras de Winston, que cambiábamos “un manojo de flores por un pastel de azúcar”. Pero en absoluto. Los americanos han hecho un gran negocio». Cuando la Ley de Préstamo y Arriendo se hizo efectiva, Franks, el conductor inglés del agregado militar estadounidense, Raymond Lee, dijo a su jefe que había notado una mayor benevolencia hacia los americanos. «Bueno, sí», admitió Lee irónicamente. «Quizá pueda usted describirlo así, pero al fin y al cabo es natural, ¿no cree?, que por siete mil millones de dólares, es decir, casi un billón de libras, tengamos derecho a un poco de afabilidad». «¡Oh sí, señor, sí señor, claro! Eso es precisamente lo que quiero decir, señor. Yo diría que hay muchísima más afabilidad en el ambiente, señor». Eso no era verdad más que a medias. La mayoría del pueblo británico opinaba que Estados Unidos le proporcionaba los medios mínimos para hacer el trabajo sucio que los americanos habrían debido hacer ellos solos.

Aquel verano de 1941 Churchill estaba obsesionado con la amenaza de la agresión japonesa contra el imperio británico en Extremo Oriente. Alemania estaba totalmente volcada contra Rusia. Las fuerzas británicas en el norte de África parecían disponer de unas perspectivas reales de victoria sobre los italianos y las tropas alemanas que Hitler había logrado sustraer al frente oriental. Pero si Japón atacaba, el equilibrio estratégico volvería una vez más a sufrir un vuelco. Desde el Foreign Office, Cadogan escribía en el mes de julio que a Churchill no lo «asustaba nada excepto Japón». El primer ministro expresaba su confianza en que si Tokio daba algún paso en contra del imperio británico, los americanos intervendrían. Sus ministros, sus generales y sus oficiales y funcionarios no estaban tan convencidos. Era una perspectiva de pesadilla pensar que Gran Bretaña pudiera encontrarse en guerra en Oriente mientras los americanos permanecían neutrales. Algunos consideraban que era probable que Japón se uniera a Alemania en su ataque contra Rusia, y no que arremetiera contra la península de Malaca. Eden preguntó a Churchill qué iba a hacer en tal caso. El primer ministro contestó con firmeza que Gran Bretaña nunca rompería las hostilidades contra Japón, a menos que lo hiciera Estados Unidos. Un mes tras otro a lo largo de 1941, intentó fomentar la ilusión de que el esfuerzo de guerra británico era viable y tenía sentido. En privado, en cambio, reconocía que en último término era inútil, a menos que el país de Roosevelt se involucrara por completo y sin tardanza en la guerra.

2. LA SALIDA

Aquel verano los diplomáticos ingleses, los oficiales de Estado Mayor y el propio primer ministro, invirtieron innumerables horas sopesando y debatiendo las más mínimas sutilezas de la conducta y la opinión norteamericanas. Pocos amantes gastaron tanta tinta y tantas ideas en su correspondencia durante la guerra como el primer ministro en sus largas cartas a Roosevelt, remitidas en ocasiones dos y hasta tres veces por semana, en las que describía la marcha de la guerra para los británicos. Adoptaba en ellas un tono confidencial, dando por supuesto que el presidente compartía sus objetivos y los de su país, y extendía sus atenciones a todo el pueblo del presidente. El 16 de junio, la concesión in absentia de un doctorado honoris causa por la Rochester University de Nueva York, inspiró una de sus alocuciones radiofónicas más hermosas dirigidas a los americanos:

Ante nuestros ojos se desarrolla una historia maravillosa. No nos es lícito saber cómo acabará. Pero a ambos lados del Atlántico, todos —repito, todos— tenemos la sensación de que formamos parte de ella, de que está en juego nuestro futuro y el de muchas generaciones. Estamos seguros de que el carácter de la sociedad humana vendrá determinado por las decisiones que tomemos y los actos que realicemos. No debemos lamentar el hecho de haber sido llamados a hacer frente a unas responsabilidades tan graves. Podemos estar orgullosos, e incluso alegrarnos en medio de nuestras tribulaciones, de haber nacido en este momento tan transcendental para una época tan grandiosa y una ocasión tan espléndida de prestar servicio en este mundo. La maldad —enorme, armada de todas sus armas, dispuesta a entrar en batalla, aparentemente triunfante— proyecta su sombra sobre Europa y Asia. Las leyes, las costumbres y las tradiciones han sido hechas añicos. La justicia ha sido arrojada de su trono. Los derechos de los débiles son pisoteados. Las grandes libertades de las que el presidente de Estados Unidos ha hablado de forma tan conmovedora son desdeñadas y encadenadas. Toda la grandeza del hombre, su genio, su iniciativa y su nobleza han sido pulverizados bajo sistemas de barbarie mecánica y de terror organizado y programado.

Las palabras de Churchill conmovieron a muchos de sus oyentes. Pero en Washington, Halifax observaba con desaliento que tratar de obligar a los americanos a adoptar una postura concreta era como «una caótica cacería de conejos». Roosevelt ofrecía muchas cosas a Inglaterra: adiestramiento aéreo, instalaciones para reparar barcos de guerra, préstamo de medios de transporte, una guarnición americana para reemplazar a las tropas británicas en Islandia, conversaciones secretas del Estado Mayor durante los meses de febrero y marzo, y cada vez más asistencia para los convoyes de escolta en el Atlántico. Pero Estados Unidos estaba aún muy lejos de adoptar una postura beligerante. En julio, el proyecto de Ley de Prórroga de Roosevelt fue aprobado en la Cámara de Representantes por un solo voto de diferencia. Churchill ansiaba desesperadamente celebrar una reunión con el presidente. Es más, llegó a convencerse a sí mismo de que si semejante encuentro llegaba a tener lugar, sería el presagio de un cambio decisivo en las relaciones angloamericanas.

Cuando por fin Roosevelt fijó una fecha en el mes de agosto para reunirse en la bahía de Placentia, frente a Terranova, las esperanzas que concibió el primer ministro fueron ilimitadas. Escribió a la reina antes de su partida el día 4 de agosto en los siguientes términos: «Debo confesar que no creo que nuestro amigo me hubiera pedido desplazarme hasta tan lejos para celebrar una reunión de la que se hará eco el mundo entero, si no tuviera en mente dar un paso más hacia delante». Estuvo a punto de echarse a llorar durante el viaje en tren hacia el norte, lo mismo que su séquito cuando descubrió la suntuosa magnitud de las provisiones suministradas. Cablegrafió al presidente desde Scapa Flow utilizando un lenguaje que daba por supuesta una comunidad de objetivos más estrecha de lo que Roosevelt estaba dispuesto a reconocer: «Acabamos de zarpar. Hoy hace veintisiete años que los teutones empezaron su última guerra. Esta vez tenemos que hacer un buen trabajo. Con dos tiene que ser suficiente». Luego, en palabras de Colville, «con un séquito que el cardenal Wolsey habría envidiado», Churchill zarpó a bordo del gran acorazado Prince of Wales rumbo a Terranova. Harry Hopkins, que acababa de regresar de Moscú y que una vez más se hallaba al borde del colapso, se unió a la comitiva para realizar la travesía. Aquel hombre maravillosamente valeroso había hecho casi todo el viaje desde Rusia en la torreta de la ametralladora de un hidroplano Catalina.

Uno de los pocos servicios útiles llevados a cabo por los acorazados británicos durante la Segunda Guerra Mundial fue el de transportar a Churchill en sus viajes con el boato propio del árbitro de un imperio acosado. Su presencia a bordo del Prince of Wales no dejaba de tener su ironía, pues apenas quince días antes había exigido que se sometiera a consejo de guerra a los oficiales considerados culpables de falta de determinación en la lucha de la armada contra el Bismarck. Churchill estaba furioso porque el Prince of Wales había cesado las hostilidades tras el hundimiento del Hood, a pesar de que el acorazado británico había sufrido graves daños. La propuesta de consejo de guerra fue retirada sólo cuando sir John Tovey, comandante en jefe de la Flota de Defensa, dijo que si se intentaba imponer un castigo de ese estilo, él mismo dimitiría de su cargo y actuaría como «amigo del prisionero».

Camino de su cita en medio del Atlántico, el trabajo realizado fue mucho menor de lo que sería habitual en viajes posteriores. No había agenda que preparar, pues la delegación británica no tenía ni la menor idea de cómo iba a evolucionar la reunión. Aprovecharon la ocasión para descansar. Churchill leyó con fruición tres relatos de C. S. Forester correspondientes a la serie de Horacio Hornblower, acerca de las hazañas épicas de la marina real durante las guerras napoleónicas. Se dejó llevar por la fantasía pensando entusiasmado en un posible ataque del Tirpitz desde el norte de Noruega, circunstancia que le habría permitido participar en un gran combate naval. Las pastillas Mothersill tenían mucha aceptación como específicos contra el mareo.

Los miembros más humildes de la delegación británica, como, por ejemplo, un puñado de secretarios, se sorprendieron ante las muestras de falta de formalismo del primer ministro. «[Estaba] trabajando en el camarote de H[arry] H[opkins] esta mañana», escribió en su diario el cabo Geoffrey Green, «y de pronto entró WSC llevando sólo la chaqueta del pijama —sin pantalones— y con el puro en la boca. Nos sonrió y nos dijo: “¡Buenos días!”. Nos quedamos demasiado asombrados para responder como es debido». Los pañoles del barco estaban atestados de manjares de Fortnum & Mason, además de noventa urogallos, matados antes de que diera comienzo la temporada habitual de caza, con los que se pensaba obsequiar a los elegantes huéspedes del primer ministro. Del lado americano, Hopkins cablegrafió a Washington indicando que por parte de los británicos serían vistos con buenos ojos el jamón, el vino y la fruta, especialmente limones.

La bahía de Placentia es una ensenada rocosa situada al sur de la costa de Terranova, donde había un pueblo pesquero de unos quinientos habitantes. Los británicos encontraron que se parecía a una especie de lago marino de las Hébridas. A primera hora de la mañana del 9 de agosto, el Prince of Wales empezó a detenerse. Entonces sus oficiales se dieron cuenta de que los relojes del barco iban adelantados respecto al horario de Norteamérica. El barco dio media vuelta y estuvo navegando perezosamente frente a la costa durante unos noventa minutos, antes de dirigirse de nuevo al fondeadero. A las nueve de la mañana echó el ancla a unos centenares de metros del crucero norteamericano Augusta, en el que viajaba el presidente. Los británicos se fijaron en el contraste entre el camuflaje en zigzag de su navío y el tono pálido, propio de tiempos de paz, de la pintura del buque estadounidense.

Nadie sabe exactamente qué fue lo que se dijo en las entrevistas de Churchill y Roosevelt a bordo del Augusta. Pero Hopkins, que estuvo presente, describió el ambiente reinante en ellas. El presidente adoptó su actitud de afabilidad casi infalible, combinada con la opacidad que caracterizaba sus conversaciones cuando trataban de algún tema delicado. En cuanto a su interlocutor, ningún pretendiente en busca de un buen partido habría igualado el encanto y el entusiasmo que el primer ministro de Gran Bretaña dedicó al presidente de Estados Unidos. Churchill y Roosevelt eran los mejores conversadores de su época. Incluso cuando en sus diálogos no había ningún argumento de peso, no había peligro de que se quedaran callados. Tenían en común unos mismos antecedentes sociales, una vasta cultura literaria, la pasión por todo lo relacionado con la marina, la adicción por el poder y unas dotes supremas como comunicadores. Ambos eran grandes estrellas en el escenario mundial. Desde la perspectiva del siglo XXI, ahora que la buena forma física se ha convertido en una preocupación de muchos líderes nacionales, cabe señalar también que a ninguno de los dos máximos estadistas de la tierra parecía afectarle demasiado el hecho de que uno de ellos fuera un tullido de cincuenta y nueve años, y el otro un viejo de sesenta y seis, famoso por su excesiva afición al alcohol y a los cigarros puros.

Una persona muy cercana a él, Marguerite «Missy» Lehand, afirmó que Roosevelt era «realmente incapaz de tener una amistad personal con nadie». Pero, a pesar de su propensión básica a la soledad, el presidente tenía un magnífico instinto para saber interpretar a la gente, y un don para tratar a cualquier persona a la que acabaran de presentarle como si los dos se conocieran de toda la vida. Churchill, en cambio, tenía muy poco interés social por los demás, y a menudo demostró que no sabía juzgar a las personas. Tras la muerte prematura de su íntimo amigo F. E. Smith, lord Birkenhead, en 1930, no quiso interesarse por ningún otro ser humano, excepto tal vez por Beaverbrook y Jan Smuts, el tiempo suficiente para establecer una relación social, aparte de política. De hecho, en la bahía de Placentia hirió la vanidad del presidente olvidando que ya se habían visto en otra ocasión: en Londres, allá por 1918.

Churchill se amaba sólo a sí mismo y a Clementine, mientras que, según se rumoreaba —aunque con mucha probabilidad fuera un error—, a la lista de las amantes de Roosevelt se había añadido últimamente el nombre de la princesa heredera de Noruega, Marta, por entonces en el exilio. Aunque a veces expresara grandes verdades, Roosevelt era un hipócrita por naturaleza. Henry Morgenthau afirmaba que las contradicciones del presidente lo desconcertaban: «Serio a la vez que alegre, frívolo a la vez que grave, evasivo a la vez que franco… un hombre de una complejidad abrumadora de estados de ánimo y de motivos». Roosevelt era políticamente mucho más imaginativo que Churchill. En la primavera de 1941 dijo a Wendell Willkie que creía que Gran Bretaña experimentaría una revolución social cuando acabara la guerra, y tenía razón. Churchill, mientras tanto, apenas dedicó un minuto a pensar en lo que pudiera pasar cuando acabara la lucha de Gran Bretaña por la supervivencia contra las potencias del Eje, y desde luego era implacablemente hostil al socialismo. Al igual que su pueblo, Roosevelt miraba al futuro sin miedo. El optimismo fue la base de su genio como líder nacional de Estados Unidos durante la Depresión. Churchill, en cambio, estaba lleno de aprensión por las amenazas que el nuevo mundo planteaba para la grandeza de Inglaterra.

En la bahía de Placentia el primer ministro se esforzó por agradar al presidente, y Roosevelt, fascinado por la personalidad de Churchill, estaba absolutamente dispuesto a ser complacido. Sin embargo, las reuniones celebradas en el barco entre los jefes de Estado Mayor británicos y americanos fueron tensas y poco cordiales. Los generales George Marshall y Henry «Hap» Arnold, y los almirantes Harold Stark y Ernest King, estaban recelosos. Por motivos de seguridad, Roosevelt no les había advertido de la reunión que pretendía celebrar hasta que se hallaron a bordo del Augusta. Por consiguiente, no habían hecho ningún preparativo y no estaban dispuestos a decir nada que pudiera comprometer a su país una pulgada más allá de la política hecha pública hasta ese momento. Los británicos —el jefe del Estado Mayor General del Imperio, sir John Dill, el primer lord del Mar sir Dudley Pound, y el vicejefe del Estado Mayor del Aire, sir Wilfred Freeman— estaban confusos por el hecho de que el ejército y la marina norteamericanos prefirieran celebrar sesiones informativas por separado y expusieran puntos de vista estratégicos completamente distintos.

Cuando Marshall habló de crear un ejército norteamericano de cuatro millones de hombres, los británicos manifestaron su asombro. No parecía que hubiera perspectivas, dijeron, de que fueran a producirse combates terrestres en el territorio continental de Estados Unidos. No existían barcos para transportar a un gran ejército a ultramar ni para garantizar su abastecimiento. ¿Qué necesidad podía haber de semejante movilización? El propio Churchill intentó por todos los medios asegurar a las madres de América que, aunque su país entrara en guerra, no se pediría a sus hijos que derramaran su sangre en los campos de batalla de Europa. Un mes antes del encuentro de Placentia reprendió a Auchinleck por decir a los periodistas que había necesidad de los soldados americanos. Esos comentarios, aseguró el primer ministro, reforzaban la posición de los americanos aislacionistas, e iban «en contra de lo que he dicho en el sentido de que no necesitaremos al ejército americano ni este año ni el que viene ni ningún otro año que pueda figurarme». Los cálculos estratégicos de los británicos negaban la necesidad de tropas británicas o estadounidenses de tierra, capaces de entablar combate con la Wehrmacht en la Europa continental, pues ni Dill ni sus colegas veían esta eventualidad como un objetivo viable.

En Placentia, Arnold, en representación de la fuerza aérea norteamericana, no dijo gran cosa, mientras que Marshall habló más de equipamiento que de estrategia. Los americanos dijeron que les parecía difícil satisfacer las peticiones de armas de los británicos. Afirmaban que las solicitudes eran presentadas con demasiada profusión y de forma poco clara, a través de canales muy diversos. Los ingleses veían un abismo entre su mentalidad, formada y encallecida por la experiencia de la guerra, y la de los americanos, todavía imbuidos de las inhibiciones de la paz. A aquellos hombres, con menos dotes de estadista que su primer ministro, les resultaba difícil disimular que sabían que a los jefes de las fuerzas armadas norteamericanas les molestaba enviar a Gran Bretaña unas armas que querían para ellos. A Dill y a sus colegas les costó mucho no perder la paciencia ante la cautela de aquellos americanos ricos y libres de peligro, cuando ellos se veían oprimidos por la responsabilidad de dirigir la lucha por la supervivencia de la civilización occidental. Los oficiales de la marina real señalaron la falta de curiosidad mostrada por los americanos, especialmente por el almirante King, acerca de su experiencia en el campo de batalla, por ejemplo contra el Bismarck. En privado, los marinos americanos se burlaban de Dudley Pound, «la vieja ballena», como lo llamaban los soldados británicos. Dill se llevó bien con Marshall, pero Ian Jacob anotó en tono sombrío en su diario: «Ni un solo oficial americano ha mostrado el menor entusiasmo por la idea de estar en la guerra a nuestro lado. Son una pandilla de individuos encantadores, pero parece que vivan en un mundo distinto del nuestro».

Roosevelt se irritó cuando se enteró de que el primer ministro había traído consigo a dos conocidos periodistas, H. V. Morton y Howard Fast. Aunque se les prohibió enviar informes a sus periódicos hasta hallarse de nuevo en suelo británico, el detalle era un recordatorio de que Churchill pretendía sacar de la reunión hasta la última onza de capital propagandístico. Roosevelt, por su parte, estaba decidido a dejar abiertas todas las opciones y a proceder con la mayor cautela. A los reporteros se les negó el acceso a los barcos norteamericanos.

Debemos reconocer que tanto británicos como americanos esperaban todavía que Rusia sufriera una derrota, dejando una vez más sola a Gran Bretaña frente al imperio nazi, y pronto quizá también al japonés. Churchill instó a Roosevelt a enviar a Tokio las advertencias más serias posibles ante la eventualidad de nuevas agresiones. Se ha indicado que fue incluso más allá, pidiendo la realización de una acción militar preventiva de Estados Unidos en el Extremo Oriente, pero esto parece muy poco plausible. En varias ocasiones a lo largo de la conferencia, Churchill preguntó a Averell Harriman si el presidente lo encontraba de su agrado. Estaríamos ante el reconocimiento de la enorme ansiedad y la vulnerabilidad del primer ministro.

«Sería exagerado decir que Roosevelt y Churchill se hicieron grandes amigos en esta conferencia, o en cualquier otro momento posterior», escribió Robert Sherwood, habitual en la Casa Blanca y más tarde biógrafo de Harry Hopkins, «Impusieron una intimidad fácil, una falta de formalismos bienhumorada, y una suspensión de la pomposidad y la hipocresía; y también cierto grado de franqueza en el trato que, si bien no era completa, estaba notablemente cerca de serlo. Pero ninguno de los dos olvidó ni un solo momento lo que era y lo que representaba, ni lo que era el otro o lo que representaba… Eran dos hombres dedicados al mismo negocio: el liderazgo político-militar a escala global… Se apreciaban uno a otro mirándose con los ojos expertos del profesional, y de ese aprecio surgió cierto grado de admiración y de comprensión simpática de los problemas profesionales del otro que otros operarios de menor talla no habrían podido alcanzar». Mientras que el primer ministro sucumbió de buena gana a los sentimientos a la hora de formarse una idea del otro potentado, el presidente no respondió con la misma moneda. Churchill y Roosevelt instauraron una amistad de estado. El pueblo americano y el británico pensaban que comprendían a sus respectivos líderes, pero los británicos tenían más motivos para creerlo. Churchill era lo que parecía; Roosevelt, no.

El primer ministro ejecutó brillantemente su papel en la reunión de Placentia, escogiendo los himnos del servicio dominical bajo los grandes cañones del Prince of Wales, ante un estrado forrado con las banderas de los dos países («¡Adelante, soldados de Cristo!», «¡Oh Dios, nuestro socorro en tiempos pasados!» y «Padre eterno, fuerte salvador»). Prácticamente no hubo nadie entre los presentes que no se conmoviera. «¡Dios mío, esto es historia!», musitó otro secretario «en voz muy baja, casi asustada» al cabo Geoffrey Green. Mientras los fotógrafos, llenos de entusiasmo, disparaban los obturadores desde los puntos más convenientes de las torretas y la obra muerta, un compañero dijo a Ian Jacob que la ocasión habría colmado todas las fantasías de un periodista cargado de hachís.

Aquella tarde, Churchill asistió a un almuerzo durante la breve visita que efectuó en tierra firme, dando un pequeño paseo con Cadogan, «el Profe» y sus secretarios, y poniéndose inesperadamente a recoger flores silvestres. Los oficiales de mayor rango de uno y otro país siguieron yendo y viniendo de un barco a otro, y cada llegada y cada despedida se realizó con todo el ceremonial debido, con intervención de la banda y de guardias de honor, lo que propició que el fondeadero no estuviera tranquilo en ningún momento. Al día siguiente tuvieron lugar más conversaciones, tan poco serias como las anteriores, entre los jefes de Estado Mayor de las distintas armas. Roosevelt agravó de manera marginal la situación en la guerra del Atlántico al aceptar que los convoyes fueran escoltados hasta Islandia por buques de guerra norteamericanos. En Washington justificó la medida afirmando que no tenía mucho sentido suministrar pertrechos a Inglaterra sin intentar al menos asegurarse de que llegaban a su destino.

El resultado más importante del encuentro entre el presidente norteamericano y el primer ministro inglés fue la Carta del Atlántico, documento por lo demás bastante extraño. Sus orígenes se sitúan en una sugerencia de Roosevelt en el sentido de que los dos líderes debían suscribir una declaración de principios comunes. Una vez publicada, lo que representaba era una expresión típicamente americana de intenciones grandilocuentes. Sin embargo, fue redactada por sir Alexander Cadogan, mandarín del Foreign Office presente en los actos. La Carta fue cablegrafiada a Londres para su aprobación por el gabinete de guerra, cuyos miembros fueron obligados a levantarse de la cama con ese motivo. En la madrugada del día siguiente —una jornada lluviosa, como casi todas en Terranova—, un oficial comunicó a Churchill, justo cuando éste estaba a punto de meterse en la cama, que había llegado la respuesta de Londres: «¿Me va a gustar?», preguntó el primer ministro, según Jacob «igual que un niño pequeño cuando va a tomar una medicina». «Sí», le dijeron, todo iba bien. Sus ministros habían respaldado la declaración angloamericana. Cuando fue publicada, sus nobles frases de apoyo al compromiso común con la libertad resonaron en todo el mundo, y entre los súbditos de las colonias suscitaron unas esperanzas que Churchill indudablemente no esperaba. En Estados Unidos, en cambio, la Carta no provocó mucho entusiasmo popular. Nunca fue firmada, porque para ello habría sido preciso presentar el documento en el Senado para su ratificación como tratado.

Antes de despedirse, el presidente dijo al primer ministro algunas palabras cordiales de buenas intenciones y le ofreció otros ciento cincuenta mil fusiles. Pero nada de eso aseguraba la pronta beligerancia de Estados Unidos. Eso era lo que había venido a buscar Churchill, y no lo consiguió. A las 14.50 del 12 de agosto todo había terminado. Las nubes bajas impedían a los barcos ver la costa. El Augusta se esfumó en la niebla mientras los marineros del Prince of Wales permanecían alineados para saludar al presidente, que emprendía la marcha. Luego los británicos pusieron rumbo a su patria. «No es fácil decir si Churchill volvió de Terranova completamente satisfecho de su entrevista con Roosevelt», escribió Ian Jacob. El primer ministro dijo a su hijo Randolph que había disfrutado de «un encuentro muy interesante y en absoluto estéril con el presidente… y en los tres días que hemos estado juntos, sin separarnos ni un momento, creo que hemos establecido un contacto de amistad profunda e íntima. Al mismo tiempo se queda uno perplejo al conocer cómo deben romperse los puntos muertos y cómo hay que atraer a la guerra a Estados Unidos de una manera audaz y honorable».

Churchill no reveló en absoluto la íntima decepción sufrida en la exuberante retórica con la que se dirigió a sus colegas y al país cuando volvió a Gran Bretaña. Se sentía obligado a satisfacer su ansia de buenas noticias, y dijo al gabinete de guerra que los comandantes de la marina americana estaban impacientes por unirse a la lucha, aunque otros no detectaron en Placentia nada de eso. Su informe de los comentarios privados de Roosevelt parece que exagera de manera caprichosa las expresiones de apoyo de éste, cuidadosamente equívocas. Pownall, en aquellos momentos adjunto de Dill como jefe del Estado Mayor General del Imperio, escribió en su diario: «Roosevelt se muestra muy favorable a entrar en la guerra, y lo antes posible… Pero dijo que él no declararía nunca la guerra, que lo que desea es provocarla». Subsiste la incertidumbre sobre si el presidente utilizó realmente esas palabras, o si Churchill las puso en sus labios cuando volvió a Londres. Pero incluso aquellos sentimientos no satisfacían las esperanzas británicas. Pese a la cordialidad social del presidente, lo cierto es que nunca se permitió las efusiones románticas a las que era tan propenso Churchill. Aunque no precisamente anglófobo, Roosevelt nunca manifestó demasiada simpatía personal hacia Gran Bretaña. Abandonó Placentia con la misma mentalidad con la que había llegado. Estaba dispuesto a ayudar a los británicos por todos los medios a su alcance con el fin de impedir su derrota. Pero no tenía la menor intención de adelantarse a los sentimientos del Congreso y del pueblo poniéndose al frente de los partidarios de la beligerancia inmediata de Estados Unidos. La opinión pública americana estaba mucho más a favor del embargo del petróleo contra Japón decretado por su gobierno como respuesta al ataque de los nipones contra Indochina, que del apoyo naval cada vez mayor de Roosevelt a Gran Bretaña en la batalla del Atlántico; y eso que irónicamente fue el embargo lo que provocó que los japoneses bombardearan a los americanos y los lanzaran a la guerra.

En una sesión informativa extraoficial para los editores de los periódicos británicos que se celebró el 22 de agosto Churchill pronosticó que Japón no atacaría en Oriente y observó que la batalla del Atlántico iba mejor. Dando a entender que los submarinos alemanes se mostrarían más reacios a enfrentarse a los buques de guerra americanos, que en esos momentos operaban activamente en el Atlántico occidental, dijo: «Supongo que Hitler no quiere arriesgarse a un choque con Roosevelt hasta haber quitado de en medio a los rusos». Las efusiones de entusiasmo de los británicos se disiparon. La retórica grandilocuente del primer ministro no pudo superar la sensación de abatimiento que se extendió por todo el país. Un general británico opinó que era muy acertado el juicio de un funcionario del Departamento de Guerra acerca de la reunión de la bahía de Placentia; el buen señor había dicho a propósito de la alocución radiofónica de Churchill que no había dicho «nada, pero eso sí, envuelto en bonitos ropajes».

Vere Hodgson, colaboradora de una institución benéfica de Notting Hill, oyó que la BBC avisaba de «una importante declaración del gobierno» para la tarde del 14 de agosto, y supuso que se trataba del anuncio de la unión angloamericana. Pero cuando los radioyentes escucharon el texto de la Carta del Atlántico, escribió Hodgson decepcionada, pensaron que era una «declaración de objetivos de guerra. Todos muy loables en sí mismos; la única cosa difícil va a ser ponerlos en práctica». Churchill cablegrafió a Hopkins mostrando una impaciencia singularmente explícita: «Debo decirle que se ha producido una ola de depresión en el gabinete de guerra y en otros círculos bien informados ante las numerosas garantías del presidente, ante su absoluta falta de compromisos y por el hecho de no mostrarse más próximo a la guerra… Si 1942 comienza con Rusia desmoronada y Gran Bretaña otra vez sola, pueden surgir todo tipo de peligros. No creo que Hitler vaya a ayudar en modo alguno… Usted sabrá mejor que nadie si puede hacerse algo más… Le estaría muy agradecido si pudiera usted darme esperanzas de algún tipo».

En Downing Street, Churchill observaba con irritación que los americanos se habían comprometido a sufrir todos los inconvenientes de la guerra «sin los imponentes estímulos» que comportaba. Al término de una cena con Winant, el embajador americano, el día 29 de agosto, volvió a apelar explícitamente a la beligerancia de Estados Unidos. Colville señala: «El primer ministro dijo que tras la declaración conjunta [la Carta del Atlántico], América no podía quedarse fuera de manera honorable… Si R. declarara la guerra ahora…, podrían ver la victoria ya en 1943; pero si no lo hiciera, la contienda se alargaría durante años, dejando a Gran Bretaña invicta, pero a la civilización en ruinas». Los visitantes americanos influyentes siguieron siendo cortejados con un celo infatigable. El periodista John Gunther fue invitado a Chequers. Un tedioso congresista demócrata de Pensilvania, J. Buell Snyder, presidente del Subcomité Militar de Gastos de la Cámara, fue recibido calurosamente en Downing Street. Pero a finales de agosto, Charles Peake, diplomático de la embajada británica en Washington, expresaba un profundo pesimismo ante las perspectivas de que Estados Unidos entrara en la guerra pronto, si es que llegaba a entrar. Se preguntaba incluso —como hacían muchos miembros de la administración norteamericana— si Roosevelt deseaba realmente un resultado semejante. Aunque Norteamérica ya no podía ser considerada neutral, parecía bastante plausible que siguiera aferrada indefinidamente a su condición de estado no beligerante. No había pruebas —y sigue sin haberlas— de que Roosevelt estuviera dispuesto a arriesgarse a un enfrentamiento potencialmente desastroso con el Congreso. Hasta que Estados Unidos no se convirtiera en un aliado combativo, la Ley de Préstamo y Arriendo serviría únicamente para evitar una derrota en toda regla de los británicos.

El otoño de 1941 fue uno de los múltiples momentos de la guerra que deben ser contemplados sin tener en cuenta retrospectivamente lo que ocurrió después. Las perspectivas británicas parecían sombrías en todas partes. Un diplomático americano que pasó diez días en Escocia, presentó a su regreso el siguiente informe a su embajada: «La opinión de la gente con la que había estado, en su mayoría grandes industriales y personas caracterizadas por el realismo de sus puntos de vista, es que los británicos están en estos momentos perdiendo la guerra y que es ridículo hablar de someter al ejército alemán a fuerza de bombardear ciudades en Alemania… El ejército alemán… debe ser derrotado de un modo u otro por tierra, o la guerra estará perdida». Churchill era de la misma opinión. «No será posible que todo el ejército británico (excepto los contingentes de Oriente Medio) permanezca indefinidamente inerte y pasivo como guarnición de esta isla frente a la invasión», escribía el primer ministro a Ismay el 12 de septiembre. «Al margen de toda consideración militar, semejante actitud acarrearía el descrédito del ejército. No necesito dar más detalles».

Moscú contempló la entrevista de Churchill y Roosevelt con su habitual paranoia. El autor de una biografía soviética de Churchill, escrita más de treinta años después, afirmaba que en la bahía de Placentia «se elaboraron planes para establecer la dominación angloamericana del mundo después de la guerra. Los líderes de Gran Bretaña y de Estados Unidos trazaron esos planes mientras la Unión Soviética soportaba la peor parte de la guerra y América ni siquiera había entrado todavía en ella». Stalin, que se encontraba en una situación apuradísima, pretendía obtener de Gran Bretaña treinta mil toneladas de aluminio, junto con cuatrocientos aviones y quinientos tanques al mes. Churchill dijo al embajador Maisky que Moscú tendría que conformarse con la mitad de esas cantidades, y que el resto se lo pidiera a los americanos. El 15 de septiembre, Stalin exigió que fueran enviadas al frente ruso veinticinco divisiones británicas a través de Irán o Arcángel. Ya había pedido a Harry Hopkins que solicitara a Roosevelt el envío de un ejército americano a Rusia. Hopkins, comprensiblemente sorprendido ante semejante propuesta, respondió que, aunque Estados Unidos entrara en la guerra, era muy improbable que enviara soldados a combatir en el Cáucaso.

Una prueba de la ansiedad de Churchill por aplacar a Moscú es que accedió en principio a enviar tropas británicas a Rusia. Especulaba de modo absurdo con la posibilidad de que Wavell, que hablaba ruso, se pusiera al mando de ese contingente. Intentar ayudar a Rusia y fracasar, declaró, era mejor que no intentarlo. Pero se mostró vacilante. El 23 de octubre, la idea fue abandonada formalmente. Stalin se quejó de que los aviones británicos, mal embalados, llegaban «rotos» a Arcángel. Los ingleses esperaban contra todo pronóstico que las siniestras amenazas rusas de firmar una paz por separado fueran un farol, lo mismo que eran un farol sus tímidas afirmaciones acerca de la eventualidad de abrir un segundo frente.

En vista de que la flota mercante británica sufría un desgaste incesante en el Atlántico, el ministro de Alimentación, lord Woolton, informó al gabinete acerca de la necesidad de racionar los productos enlatados. Churchill murmuró haciendo una broma dolorosa: «¡No volveré a ver más sardinas en mi vida!». En realidad, como es natural, sufría menos que cualquier otro ciudadano británico las carencias de la guerra, y ocasionalmente confesó avergonzado que nunca en su vida había vivido con tanto lujo. Aunque su energía había disminuido un poco con la edad, tenía menos necesidad que nunca de preocuparse por sus necesidades personales, a las que subvenía su numerosa plantilla de criados y funcionarios. Ningún otro colega suyo del gobierno gozaba de los privilegios como él en materia de dieta, comodidades, y de medios domésticos y de viajes. Siendo ya secretario de Asuntos Exteriores, Eden se deshizo en elogios cuando vio que le ofrecían una loncha de jamón frío en un almuerzo en el palacio de Buckingham, o unas naranjas en una recepción en la embajada de Brasil. En sus diarios, todos los miembros del gobierno británico que tenían la suerte de salir de viaje, hasta los ministros y generales más exaltados, dedican mucho espacio a aplaudir la comida de la que disfrutaban en el extranjero, debido a lo frugal que era la alimentación que podían permitirse en su país.

El primer ministro no comía muy a menudo en casa de otras personas, pero de vez en cuando disfrutaba de alguna comida en el Buck’s Club. En ocasiones asistía en el Savoy a reuniones del Other Club, el grupo de comensales que fundó, junto con F. E. Smith, en 1910. Allí, la mayor parte de las veces se sentaba junto a lord Camrose, propietario del Daily Telegraph, amigo suyo, que ambicionaba en vano un puesto gubernamental. Una noche de otoño de 1941 logró escaparse de Downing Street en compañía de Eden y Beaverbrook para ir a cenar al Ritz. Recordando tiempos pasados, dijo que le habría gustado tener a su lado a sus viejos colegas de la primera guerra mundial, Balfour y Smith. Beaverbrook comentó que si Churchill hubiera jugado mejor sus cartas, habría podido ser primer ministro en 1916. Churchill dijo que el peor momento de su vida había sido cuando Lloyd George le comunicó que no había sitio para él en el nuevo gabinete.

Las amas de llaves de Downing Street y de Chequers recibían suministros ilimitados de cupones diplomáticos de comida para las recepciones oficiales. Ello permitía a Churchill y a sus huéspedes gozar de unos lujos desconocidos para los ciudadanos corrientes. Los costes de Chequers aumentaron de forma espectacular durante los años en que Churchill estuvo al frente del gobierno, a diferencia de lo que ocurriera en tiempos de Neville Chamberlain, en consonancia con los gastos ocasionados por las recepciones. En enero de 1942, el procurador del Chequers Trust reconoció a Kathleen Hill, la secretaria de Churchill, que «la cuenta de comida era muy alta». La familia hacía regularmente una modesta aportación en metálico para compensar a los fideicomisarios la parte privada de los costes de la casa correspondiente a los Churchill, incluido el pago de una cuarta parte de la factura del pequeño coche Ford utilizado por Clementine.

Por privilegiadas que fueran las circunstancias domésticas de la familia, a la esposa del primer ministro no le resultaba siempre más fácil que al resto de sus compatriotas encontrar productos alimenticios aceptables. Esta circunstancia resultaba desesperante para los visitantes menos sensibles. Al año siguiente, en una ocasión en que Eleanor Roosevelt y otras personalidades de Washington estuvieron en calidad de huéspedes en el Anexo del nº. 10, la señora Churchill se disculpó por la comida ofrecida: «Lo siento, queridos, no he podido comprar ninguna clase de pescado. Tendrán que comer macarrones». Henry Morgenthau anotó en su diario sin demasiado entusiasmo: «Luego nos dieron unos pocos restos convertidos en pastel de carne». En cambio, algunos invitados de Churchill se escandalizaron ante su falta de moderación en una época en la que el resto del país tenía que conformarse con carne de ballena. Una noche que Churchill asistió a una fiesta en el Savoy, el primer ministro canadiense, Mackenzie King, se sintió molesto al ver que su anfitrión insistía en pedir pescado y carne, desafiando las normas del racionamiento. El ascético King encontró «vergonzoso que Winston se comportara de esa forma».

El ingenio de Churchill resultaba más útil que su hospitalidad o las noticias de guerra para mantener altos los ánimos de sus colegas. En una enojosa reunión del Comité de Defensa celebrada para discutir el envío de pertrechos a Rusia, sacó unos puros cubanos, recién llegados de La Habana como regalo. «Puede que cada uno de estos cigarros contenga un veneno mortal», comentó con expresión satisfecha mientras los fumadores encendían sus cerillas. «Puede que dentro de unos días me vea a mí mismo siguiendo la larga fila de vuestros ataúdes por el pasillo central de la abadía de Westminster… ¡en medio de los insultos del pueblo, que verían en mí al hombre que superó en perfidia a los Borgia!». Eden, que fue a pasar un fin de semana a Chequers, fue conducido al piso de arriba por el propio Churchill, que se encargó personalmente de encender la chimenea del dormitorio de su huésped. El secretario del Foreign Office escribió en tono ligeramente malicioso: «No conozco a nadie que tenga unos modales tan perfectos como anfitrión… sobre todo cuando quiere».

Mientras los grandes hombres discutían asuntos de estado en Downing Street o en Chequers, en los sótanos el servicio cotilleaba acerca de su señor, como habría sido habitual en cualquier casa patricia. «Ay, señorita, no adivinará usted nunca lo que hizo después», diría Nellie, la camarera de Downing Street, a Elizabeth Layton, una de las tres secretarias del primer ministro. La señora Landemore, la cocinera, era una verdadera fuente de cotilleos acerca de la aristocracia británica, mientras que Sawyers, el ayuda de cámara del primer ministro, repartía copas de vino distraídas del comedor. Todos los viernes por la tarde o a veces los sábados por la mañana, una columna de tres grandes coches negros aguardaba junto a la puerta del jardín de Downing Street para llevar al primer ministro a Chequers a una velocidad vertiginosa, acompañado de motoristas de la policía con sirena. A menos que llevara consigo en el coche a algún visitante con el que deseara conversar, habitualmente se dedicaba a dictar a alguna secretaria durante todo el trayecto. Un día, al llegar a su destino, dijo a Elizabeth Layton: «¡Ahora corra adentro y páselo a máquina COMO UN DEMONIO!». El personal del turno de noche rara vez se iba a la cama antes de las tres de la madrugada.

Churchill se puso contentísimo cuando el 8 de septiembre Roosevelt dictó a los buques de guerra americanos en el Atlántico la orden de «disparar primero», favoreciendo de manera espectacular a su país frente a los submarinos alemanes. Pero dos semanas más tarde, después de asistir a una cena con Churchill y Oliver Lyttelton, el ministro de Estado de Oriente Medio, que acababa de volver de El Cairo, Eden anotó en su diario que «Winston se encontraba deprimido al principio, y dijo que en su opinión nos aguardaban tiempos muy duros». Gracias a la interceptación de los mensajes diplomáticos japoneses, el primer ministro se había enterado de que Tokio estaba reduciendo el volumen de sus legaciones en el extranjero y evacuando a sus nacionales del territorio británico. Sir Stewart Menzies, «C», le mostró un cable enviado desde Berlín a Tokio en el que el Estado Mayor de Hitler aseguraba a los nipones que «en caso de un choque entre Japón y Estados Unidos, Alemania rompería inmediatamente las hostilidades con América». Cierto sábado los descodificadores de Bletchley Park vieron pasar de lejos a Churchill, que había ido a visitar su campamento, instalado en barracones húmedos y oscuros; cuatro de sus oficiales de mayor graduación le escribieron personalmente solicitando más recursos. Aquella carta motivó que enviara a «C» la siguiente nota de «Acciones de la jornada»: «Asegúrese de que obtienen todo lo que necesiten con absoluta prioridad».

El 20 de octubre, Churchill dijo al Comité de Defensa que «no creía que los japoneses entraran en guerra con Estados Unidos y con nosotros». Después de muchos meses de exagerar caprichosamente las perspectivas de que América entrara en la guerra, las posibilidades de que semejante eventualidad se verificara eran en aquellos momentos mayores de lo que él se atrevía a confesar. Puede que, después de tantas decepciones, no quisiera abrigar demasiadas esperanzas. Persistía el terrible temor de que Tokio decidiera descargar el golpe sólo contra las posesiones británicas, sin provocar a Estados Unidos. La visión del gobierno británico y la del gobierno norteamericano estaban distorsionadas por la lógica. Ambos poseían en aquellos momentos suficientes testimonios de los servicios de inteligencia en el sentido de que el régimen de Tokio iba a iniciar una guerra con Estados Unidos que racionalmente no podía esperar ganar.

El envío de una escuadra de combate a Extremo Oriente, supuestamente con el fin de disuadir a los japoneses de lanzar una agresión, fue decisión personal del primer ministro y venía a reflejar su fe anacrónica en los grandes buques de guerra. Del mismo modo, también fue decisión suya el nombramiento del comandante de esa escuadra, el almirante Tom Phillips, irónicamente uno de los críticos más severos de Churchill en el Almirantazgo; la elección no parecía demasiado convincente, pues toda la experiencia bélica de Phillips se había desarrollado en cargos de Estado Mayor en tierra. Churchill comparaba el impacto previsto de los acorazados británicos en Extremo Oriente con el provocado por la presencia del Tirpitz de Hitler en aguas del Ártico: «Una amenaza real». Del mismo modo que los americanos sobrevaloraron de modo absurdo el poder disuasorio del despliegue de apenas treinta y seis bombarderos B-17 de la fuerza aérea estadounidense en Filipinas, también el primer ministro fue incapaz de apreciar el hecho de que, con o sin la escuadra del almirante Phillips, las fuerzas británicas en Extremo Oriente carecían lamentablemente de solidez y de autoridad.

Cuando se efectuó el envío de acorazados, el director de operaciones navales, el capitán Ralph Edwards, escribió en su diario el siguiente comentario: «Otra plegaria del primer ministro, que desea que formemos una escuadra de “barcos modernos, poderosos y veloces, sólo lo mejor que pueda utilizarse”, en el océano Indico. Eso asegura que tendrá un efecto paralizador sobre los japoneses… sólo Dios sabe por qué iba a ser así… Y eso, recuérdalo bien, al mismo tiempo que desea formar una flota en Malta, reforzar el Mediterráneo, ayudar a Rusia y estar listo para hacer frente a la fuga del Tirpitz. La cantidad de trabajo innecesario que ese hombre echa sobre las espaldas del Estado Mayor de la armada es tal que, si nos quitaran semejante incumbencia, podríamos disfrutar todos de un mes de permiso… Si el honorable caballero tuviera la bondad de limitarse a sus labores de estadista y a la política y dejara la estrategia naval en manos de aquéllos a quienes concierne propiamente, las oportunidades de ganar la guerra aumentarían muchísimo. Es indudablemente uno de los peores estrategas de la historia». Churchill escribió a Roosevelt comunicándole el envío del Prince of Wales, el Repulse y el portaaviones Indomitable: «No hay nada como poseer algo que puede capturar y matar lo que sea». Era una curiosa afirmación, después de dos años de guerra que habían venido a demostrar la vulnerabilidad de los navíos de gran tonelaje y las deficiencias del Brazo Aéreo de la Armada.

En casi todos los sentidos, durante la Segunda Guerra Mundial la marina real puso de manifiesto que era la mejor de las tres armas del ejército británico en combate, del mismo modo que la marina de Estados Unidos fue la mejor del ejército americano. Los submarinos y los ataques aéreos del Eje causaron graves pérdidas, pero los marinos británicos hicieron gala en todo momento de un gran valor y un alto grado de profesionalidad. La cultura institucional de la armada resultó más impresionante que la del ejército de tierra, y quizá incluso también que la de la RAF. La batalla del Atlántico fue menos espectacular y gloriosa que la batalla de Inglaterra, pero el mantenimiento de las rutas de los convoyes resultó una hazaña igualmente decisiva. La debilidad crónica de la marina, sin embargo, era el apoyo aéreo y la defensa antiaérea. Desde que empezó la guerra hasta que acabó, la actuación del Brazo Aéreo de la Armada quedó muy por detrás de la de los escuadrones aéreos de la marina de Estados Unidos, en parte debido a lo inadecuado de sus aparatos, en parte también debido a que los británicos no sabían manejarlos con tanta pericia, y en parte también porque nunca hubo suficientes portaaviones. Churchill no supo atender debidamente a los intereses de la armada al no hacer hincapié en que la RAF dedicara más aviones con suficiente autonomía de vuelo a operaciones de apoyo marítimo, y en especial a los convoyes del Atlántico.

Cuando el otoño dio paso al invierno no parecía que hubiera muchos motivos de optimismo en el mar, ni tampoco por tierra ni por aire. El 4 de noviembre el viejo y sabio mariscal de campo Jan Smuts cablegrafió a Churchill desde Sudáfrica en tono notablemente consternado: «Me ha sorprendido cómo se ha intensificado aquí y en otros lugares la impresión de que la guerra va a acabar en un empate, y por lo tanto de manera fatal para nosotros». Muchos americanos tenían la sensación de que los británicos permanecían ociosos detrás del foso que para ellos representaba el canal de la Mancha, esperando a que Estados Unidos corriera a salvarlos. Averell Harriman escribió una carta personal a Churchill desde Washington: «La gente se pregunta por qué no realizan ustedes alguna acción ofensiva. En mi opinión convendría que se hablara más de lo que están ustedes haciendo». El diplomático instaba a que se llevara a cabo en los medios de comunicación una enérgica promoción de la ofensiva de los bombardeos de la RAF, y de los convoyes de la marina real a Rusia.

Smuts, por su parte, creía que Rusia iba a ser derrotada, y que Estados Unidos seguía decidido a evitar a toda costa la beligerancia. Esta opinión era compartida por muchos en Londres. El vicejefe de Estado Mayor del ejército británico seguía temiendo una invasión alemana de Gran Bretaña, y no sabía cómo su bando iba a poder ganar la guerra: «Pase lo que pase en el frente ruso, Hitler sólo podrá ganar definitivamente la guerra mediante la invasión de estas islas… Ojalá tuviéramos nosotros una idea tan clara de cómo podríamos ganarla. De momento nos aferramos bastante vagamente a una mezcla de poblaciones insatisfechas, caída de la moral de la población y de las tropas alemanas, bloqueo y bombardeos nocturnos bastante poco precisos… América… parece ahora más lejos de entrar en la guerra de lo que lo estaba en el pasado mes de abril».

Sin embargo, hay pruebas de que la opinión personal de Churchill estaba decantándose hacia la expectativa de una beligerancia inmediata de Estados Unidos. El 14 de noviembre afirmó ante lord Camrose en el Other Club que esperaba que los americanos entraran pronto en guerra. A Camrose le impresionó aquella manifestación lo suficiente como para escribir a su hijo repitiendo las palabras del primer ministro. El día 19, Churchill dijo a sus invitados en un almuerzo en Downing Street que esperaba llevarse el segundo de cuatro «premios» posibles. El primero era la entrada en la guerra de Estados Unidos sin arrastrar a Japón; el segundo, la transformación de Estados Unidos en aliado, junto con la de Japón en enemigo; el tercero era que ninguno de estos países entrara en la guerra; y el cuarto, que Japón se convirtiera en enemigo y que Estados Unidos permaneciera neutral. Pero a otras personas que estaban al tanto de la información secreta acerca de los movimientos de los japoneses, las esperanzas del primer ministro les parecían carentes de fundamento.

Churchill se esforzó por dar motivos a los americanos para que modificaran la sensación de pasividad que tenían los británicos. En una reunión informativa con el comodoro lord Louis Mountbatten acerca de su nuevo papel como «asesor jefe» de Operaciones Conjuntas, que se vio traducido muy pronto a mando supremo, el primer ministro dijo: «Debe concentrar usted toda su atención en la ofensiva». Era aquél otro de los períodos en los que se hallaba entusiasmado por un posible ataque contra Noruega, sin tener en cuenta la incontrastable realidad de que su costa se hallaba fuera del alcance de los cazas británicos. Eden expresó a su secretario particular su consternación ante semejantes planes: «A. E. está muy perplejo… Cree, lo mismo que yo, que muchos de los grandiosos proyectos de WSC han acabado en fracaso… un paso en falso —la toma de un atajo equivocado— nos haría retroceder años».

En su búsqueda febril de comandantes agresivos, Churchill no veía con buenos ojos a algunos de los que en aquellos momentos ostentaban el mando. Guardó siempre animosidad hacia el general sir Ronald Adam, ayudante general y uno de los oficiales de Estado Mayor más capacitados, en parte porque había creado la Oficina de Asuntos Corrientes del Ejército, considerada un instrumento de propaganda socialista. Habló de destituir a Tender, comandante en jefe de la Fuerza Aérea del Desierto, que no tardaría en ser reconocido uno de los aviadores más capaces de la guerra. Sir Wilfred Freeman, vicejefe del Estado Mayor del Aire, pidió a Hankey, siempre descontento, que preguntara lo que haría su jefe, Portal, si Churchill insistía en destituir a Tender. Hankey contestó con su respuesta habitual: dimitir. Freeman afirmó que, en tal caso, también él se quitaría de en medio: «Dijo que no tenía ninguna utilidad para Churchill».

El primer ministro a menudo se sintió oprimido por la mezquindad y la petulancia que creía ver en el Parlamento. El 11 de noviembre de 1941 se enfrentó en la Cámara de los Comunes a una andanada de preguntas y preguntas complementarias: primero sobre las supuestas atrocidades de los italianos en Montenegro, y luego sobre la aparente renuencia del gobierno a permitir que la RAF bombardeara Roma. Al ver que respondía con evasivas, sir Thomas Moore, diputado por Ayr, preguntó: «¿Piensa realmente, mi honorable amigo, que es prudente proporcionar un escondite a esa rata de Mussolini?». Churchill respondió: «Creo que también lo sería tener confianza en las decisiones del gobierno, cuyo único deseo es infligir el mayor daño posible al enemigo». Otro diputado llamó la atención sobre la escasez de los equipamientos, descrita en el informe de lord Gort, recientemente publicado, acerca de la campaña de 1940 en Francia. Churchill rechazó con brusquedad las peticiones de abrir una investigación. Habría podido indicar que esas cuestiones tenían que ver con la arqueología, no con la marcha actual de la guerra.

Otro diputado solicitó información acerca de la composición exacta del séquito del primer ministro en la entrevista de la bahía de Placentia, y preguntó «si en vista de que estamos luchando por nuestra existencia, pensaba expulsar de los servicios gubernamentales a todas las personas de educación alemana y de origen alemán». Churchill invitó al autor de la pregunta a ser más explícito. El aludido no quiso hacerlo, pero la Cámara comprendió fácilmente que la pregunta era un ataque contra lord Cherwell. Otros diputados plantearon luego otras preguntas en las que Cherwell era citado por su nombre. El «Profe» era considerado por muchos una influencia perniciosa sobre el primer ministro. Los diputados que no se atrevían a atacar a Churchill personalmente descargaban su frustración sobre sus socios. El primer ministro defendió a Cherwell. Pero detestaba profundamente verse obligado a hacerlo.

En esa misma ocasión, un diputado instó a que se prohibieran las carreras de galgos en días laborables para luchar contra el absentismo en las fábricas y las minas. Otros solicitaron la revisión y modificación de la Norma 18B, en virtud de la cual los extranjeros podían ser detenidos sin juicio. Estas interpelaciones ocuparon doce columnas de las actas de la Cámara, e hicieron que Churchill regresara a Downing Street de un humor de perros. ¿Quién podría culparle por ello? ¡Qué nimias parecían las cuestiones planteadas por los diputados y qué mezquinas las pullitas que acompañaban a sus críticas, comparadas con los grandes asuntos con los que debía bregar a diario! Si la autocompasión por las intrusiones de la democracia es en cierta medida habitual en todos los primeros ministros, tanto en la guerra como en la paz, aquellas quejas constantes resultaban infinitamente irritantes para el líder de un país que tenía que luchar por su supervivencia contra todo pronóstico.

La mejor noticia que llegó en noviembre fue el lanzamiento de la ofensiva de Auchinleck en el desierto, tantas veces retrasada, la operación «Crusader», que dio comienzo el 18 de noviembre. Churchill pregonó a los cuatro vientos su desarrollo: «Por primera vez los alemanes están probando su propia medicina y están viendo lo amarga que es». El día 20, en la Cámara de los Comunes, describió el ataque en el norte de África en los términos más dramáticos: «Una cosa es segura: que todos los soldados del ejército del imperio británico que participan en él están movidos por un ardiente deseo, reprimido durante mucho tiempo, de entablar combate con el enemigo… Es la primera vez que nos enfrentamos a los alemanes al menos igual de bien armados y equipados que ellos». El primer ministro sabía por Ultra que Auchinleck había lanzado 658 tanques contra los 168 de Rommel, y que la RAF había desplegado 660 aviones frente a los 642 de la Luftwaffe. Sin embargo, durante los primeros días de la operación «Crusader», los británicos sufrieron pérdidas más graves que los alemanes. Churchill seguía abrigando esperanzas en los encarnizados y turbulentos combates del desierto, pero no había el menor indicio de que estuviera produciéndose ningún avance importante. El 23 de noviembre Auchinleck destituyó a Alan Cunningham, al mando del recién creado VIII Ejército, sustituyéndolo por su jefe de Estado Mayor, Neil Ritchie. Rommel había destruido la carrera de otro general británico. Los alemanes combatían por enésima vez con más dureza, con más rapidez y con más eficacia que los británicos.

Fue entonces cuando se agotó por fin la paciencia de Churchill con su máxima autoridad militar, sir John Dill, jefe del Estado Mayor General del Imperio desde mayo de 1940. Lo malo de Dill era que, como su antecesor, «Tiny» Ironside, sufría de un exceso de realismo. Ese realismo inspiró sucesivamente en uno y en otro un pesimismo respecto a las perspectivas de su país que exasperaba de manera intolerable al primer ministro. Dill estaba harto de la insistencia de Churchill en decidir cualquier cuestión de estrategia por medio de una especie de Juicio de Dios, poniendo a prueba los argumentos del contrario hasta acabar con ellos en interminables reuniones en Downing Street. «Los métodos de Winston a menudo le resultaban repulsivos», escribió Alan Brooke. Dill rechazaba la necesidad de colaborar con los rusos, a los que aborrecía, creía que si Hitler decidía enviar refuerzos a Rommel Oriente Medio se perdería, y temía que descuidar las defensas del Extremo Oriente británico precipitara la catástrofe en caso de que los japoneses atacaran. Dill no puso nunca en duda la grandeza de Churchill como líder nacional, pero lo consideraba absolutamente inepto para la estrategia directa.

Churchill, por su parte, había dicho a John Kennedy muchos meses antes que, a su juicio, a Dill le impresionaba «demasiado la fuerza de voluntad del enemigo». El jefe del Estado Mayor General del Imperio era un hombre muy inteligente y poseía un gran encanto. Pero, como muchos otros oficiales británicos, carecía de temple para soportar las responsabilidades en una guerra de supervivencia nacional. Churchill dijo a Dill que debía dejar su puesto el 16 de noviembre de 1941, designando en su lugar a sir Alan Brooke, comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa. El cambio causó consternación en las altas esferas. Ello se debió en parte a que, como persona, Dill resultaba del agrado de muchos. Sus compañeros y amigos se dejaron llevar por la funesta simpatía que sienten los británicos por los caballeros agradables, por inadecuados que sean para el cumplimiento de las tareas encomendadas. Dill fue considerado una víctima de la determinación que tenía Churchill de quitar de en medio cualquier disconformidad con su manera de dirigir la guerra. No cabe duda, sin embargo, de que su destitución fue un acierto. No había sido nunca un motor activo, y ahora era un motor apagado.

Su sucesor resultó ser el nombramiento británico más destacado de toda la Segunda Guerra Mundial. Como Dill, Montgomery y Alexander, Brooke era originario de Irlanda del Norte. Tenía cincuenta y ocho años. Poseía unas características a menudo identificadas con el Ulster protestante: dureza, diligencia, intolerancia, compromiso cristiano y una brusquedad que a veces rayaba en la intemperancia. Su agudeza era comparable con su extraordinaria determinación. Apasionado de la observación de las aves, Brooke guardaba su lado más tierno para sus amigos alados, su adorada segunda esposa, Benita, y sus dos hijos. Tenía bastante mala opinión de los hombres, de los soldados y de los aliados, expresada en los diarios que escribió durante la guerra con un fuerte aderezo de signos de exclamación. Su voz atronadora y sus gafas de montura gruesa intimidaban a los extraños. Brooke se dejaba ver tan poco por el Departamento de Guerra que, según se decía, sabía entrar sólo en dos habitaciones del edificio: su despacho y el lavabo.

Aunque el nuevo jefe del Estado Mayor General del Imperio se dejó encantar a menudo por el ingenio malicioso del primer ministro y nunca dudó de su grandeza, entre Churchill y él no llegó a instaurarse nunca una relación mutua plenamente armónica. Brooke detestaba el egoísmo de los hábitos de trabajo de Churchill, su costumbre de permanecer de pie hasta altas horas de la noche y los vuelos de su fantasía estratégica. Al igual que Dill y Wavell, odiaba la guerra tanto como el primer ministro disfrutaba con ella. Pero mostró una tenacidad y una determinación ante las dificultades y ante las locuras de Churchill de las que carecía Dill. David Margesson, secretario de Estado para la Guerra, decía que Brooke salía adelante gracias a «su capacidad para darse una buena sacudida, igual que hace un perro cuando sale del agua, tras sus desagradables entrevistas con Winston, y… [por] su energía en las discusiones (y su voz áspera)». El nuevo jefe del Estado Mayor General del Imperio era un hombre áspero y despiadado. Esas cualidades lo habilitaban para desempeñar su papel con mucha más eficiencia que Dill, hombre de maneras suaves.

Brooke demostró ser un planificador y un organizador excelente. Nunca llegó a tener la notoriedad pública de Montgomery o Alexander. No cabría definir al jefe del Estado Mayor General del Imperio y al primer ministro como hermanos en las armas, pero forjaron una sociedad en la dirección de la estrategia británica que, por tormentosa que fuera, resultó extraordinariamente útil para su país. Churchill, a menudo acusado de rodearse de acólitos y de hombres acostumbrados a decir a todo que sí, merece el mayor crédito por nombrar y mantener en su cargo a un jefe del Estado Mayor General del Imperio que, cuando tenía puntos de vista diferentes a los suyos, era capaz de luchar con él hasta el último aliento. El nombramiento de Brooke, justo antes de que se produjera otro punto de inflexión transcendental de la guerra, fue la mejor noticia que pudieron recibir las armas británicas.

Durante los primeros días del mes de diciembre llegó una marea de informaciones de los servicios de inteligencia que revelaban que los japoneses estaban desplegando de nuevo sus fuerzas en el Sureste Asiático. La incertidumbre fue enorme mientras los británicos aguardaban que Tokio revelara sus propósitos. Hasta el último momento se temió que el torbellino nipón pasara por alto a Estados Unidos y sus posesiones. El domingo 7 de diciembre, Churchill se enteró de que Roosevelt se proponía anunciar en el plazo de tres días que consideraría un ataque contra América cualquier agresión contra las posesiones británicas u holandesas en Extremo Oriente. Ese mismo día, a la hora del almuerzo, el embajador estadounidense, «Gil» Winant, era uno de los invitados presentes en Chequers. Churchill afirmó enérgicamente que si los japoneses atacaban a Estados Unidos, Gran Bretaña declararía la guerra a Japón. Winant dijo que lo comprendía, pues el primer ministro lo había declarado en público. Entonces Churchill le preguntó: «Si nos declaran la guerra a nosotros, ¿les declararían ustedes la guerra a ellos?». Winant respondió: «No puedo contestarle, señor primer ministro. Sólo el Congreso tiene derecho a declarar la guerra, según la Constitución de Estados Unidos». Churchill guardó silencio. Seguía reinando aquel temor terrible de tener que enfrentarse a Japón solos. Entonces, utilizando el máximo encanto dijo: «Vamos con retraso, ¿se da usted cuenta? Lávese usted e iremos a almorzar juntos».

Harriman, que asistió también a la cena esa noche, encontró a Churchill «cansado y deprimido. No encontró nada que decir durante toda la velada y permaneció absorto en sus pensamientos, con las manos apoyadas en la cabeza buena parte del tiempo». Luego escucharon por la radio la noticia del ataque japonés contra Pearl Harbor y todos se miraron con incredulidad unos a otros. Churchill se levantó de un salto y empezó a dar vueltas por la habitación diciendo: «¡Declararemos la guerra a Japón!». Al cabo de unos minutos Winant y él estaban hablando por teléfono con Roosevelt. Poco después llamó el Almirantazgo comunicando los ataques perpetrados por los japoneses contra Malaca.

Churchill no podía jactarse de que su larga campaña de seducción fuera el motivo de que Estados Unidos entrara en la guerra. Semejante contingencia se había producido sólo a raíz de la agresión de Japón. La política norteamericana de disuasión en Oriente, reforzada por las sanciones, había inducido a Japón a entrar en combate. Aunque el «día de la infamia» resolvió muchos dilemas e incertidumbres, es muy improbable que Roosevelt viera lo de Pearl Harbor con el mismo entusiasmo que el primer ministro. Los acontecimientos habían producido un resultado que el presidente, por sí solo, tal vez no habría deseado ni provocado durante muchos meses. Lo que es seguro es que Churchill había sembrado unas semillas tan fértiles como sólo él habría podido cultivar, con vistas a una cosecha que ahora se disponía a recoger. Tenía una talla y suscitaba un afecto entre los americanos incomparablemente mayor que la alcanzada por la deficiente actuación de la maquinaria de guerra británica. En los años por venir, su personalidad le permitiría ejercer sobre la política americana una influencia a la que, a pesar de todas sus limitaciones, no habría podido aspirar ningún otro líder británico.

Cuando el embajador de Gran Bretaña en Tokio, sir Robert Cragie, envió más tarde un comunicado de despedida, el primer ministro lo censuró severamente por calificar el ataque de Japón en Oriente de «desastre para Gran Bretaña». Todo lo contrario, dijo Churchill, había sido «una bendición… Mayor fortuna no ha tenido nunca el imperio británico». Aquella noche del 7 de diciembre de 1941, Churchill escribió en el borrador de sus memorias: «Saciado y saturado de emociones y sensaciones, me acosté y dormí el sueño de los que han sido salvados y están agradecidos. Esperemos que el sueño eterno sea como éste».