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Camaradas

La invasión alemana de Rusia el 22 de junio de 1941 supuso un cambio radical en la Segunda Guerra Mundial. Los británicos, gracias a las interceptaciones de Ultra, hacía tiempo que tenían conocimiento del inminente ataque de Hitler. Se convencieron a sí mismos de que su intervención en Grecia había supuesto la imposición de posponer la puesta en marcha de la Unternehmen Barbarossa. En realidad, un retraso en el deshielo y la escasez de equipamiento alemán constituyeron los factores decisivos de que el ataque tuviera lugar más tarde de lo previsto por Hitler. Incluso hoy día, el pueblo americano y el británico perciben su contribución a la guerra en el este en términos de convoyes, objeto de heroicas contiendas a través del Ártico hasta Murmansk, que transportaban un sinfín de ayuda de Occidente. Pero la realidad es mucho más simple. En 1941-1942, tanto Gran Bretaña como Estados Unidos estaban desesperadamente faltos de material de guerra para suplir a sus propios ejércitos, y tenían muy poco que ofrecer al pueblo de Stalin. Durante los dieciocho meses que siguieron a la invasión, el período durante el cual la salvación de Rusia pendió de un hilo, la ayuda de Occidente fue mucho más marginal que lo que indicaba la retórica de Winston Churchill o Franklin Roosevelt y se hacía creer a la gente corriente de occidente.

En junio de 1941 el impacto inmediato que tuvo en Gran Bretaña la puesta en marcha de la operación «Barbarroja» fue sorprendentemente silencioso. Las conmociones vividas durante los años precedentes habían tenido un efecto anestésico. La gente daba gracias por encontrarse sana y salva cada mañana sentada a la mesa para tomar su desayuno y por ver que su isla seguía intacta de la amenaza nazi, y recibía las noticias de aquel acontecimiento histórico con sorprendente despreocupación. Edward Stebbing, un soldado de veintiún años de cuya impaciencia con la guerra se ha hablado anteriormente, se sentía desconcertado: «No hay nada claro sobre esta guerra. En este laberinto de mentiras y traiciones resulta imposible hallar la verdad». Lex, columnista del Financial Times, escribía el 23 de junio: «Los mercados se han pasado la mañana intentando averiguar si la agresión alemana contra Rusia es alcista o bajista… La mayoría ha llegado a la conclusión de que, ocurra lo que ocurra, difícilmente estaremos peor a raíz de la última pirueta de Hitler». He aquí otro ejemplo de la teoría del «caño de tres pulgadas» de Churchill a propósito de las emociones humanas. En medio de un exceso de tragedias y peligros, muchos se refugiaban en proteger suficientemente su propia vida cotidiana, dejando que un torrente de noticias internacionales, buenas y malas, fluyera ante ellos hasta alcanzar el mar.

Buena parte de la clase dirigente británica, empezando por el primer ministro, abominaba de la Unión Soviética. Desde que estallara la guerra, los rusos habían hecho caso omiso de todas las iniciativas diplomáticas británicas, así como de las advertencias de Londres acerca de las verdaderas intenciones de los nazis. Hasta el día del ataque alemán, en virtud del pacto nazi-soviético de 1939 Stalin estuvo suministrando a Hitler grandes cantidades de ayuda material. Apenas unos meses antes, Vyacheslav Molotov, ministro de Asuntos Exteriores soviético, estuvo negociando con los nazis, aunque sin éxito, la cesión de una parte de los despojos de la derrota de Gran Bretaña. La extravagancia de las pretensiones soviéticas supuso para Hitler el pretexto decisivo para la puesta en marcha de la operación «Barbarroja».

Cuando se aborda el estudio de la historia de la Segunda Guerra Mundial es imprescindible reconocer los enormes compromisos morales adquiridos por las naciones que combatieron bajo el estandarte de la democracia y la libertad. Gran Bretaña, y posteriormente Estados Unidos, lucharon por el triunfo de estos admirables principios allí donde pudieran quedar garantizados, con la vergonzosa excepción a veces de los imperios de ultramar europeos. Pero, una y otra vez, tuvieron que hacerse cosas muy duras que apartaron la fe de cualquier definición de bondad absoluta. Es algo que sucede con los políticos de todas las épocas, pero fue así especialmente entre 1939 y 1945. Ya fuera respecto a Francia, a Grecia, a Irak, a Persia, a Yugoslavia o a otras naciones, lo cierto es que por parte de los aliados se adoptaron unas actitudes y se tomaron unos derroteros que ningún filósofo moral podría calificar de impecables. El trato dispensado por los británicos a sus colonias durante la guerra, a Egipto y especialmente a la India, fue muy poco ilustrado. Pero si se reconoce la nobleza fundamental de los objetivos de Churchill, la mayoría de sus decisiones merecen nuestra benevolencia.

Gobernó según el principio de que todos los intereses y consideraciones debían subordinarse al gran objetivo, esto es, a la derrota de las fuerzas del Eje. Los que incluso hoy día sostienen que Churchill «habría podido salvar el imperio británico», pactando con Hitler y dejando que Rusia y Alemania se destruyeran la una a la otra, ignoran la dificultad práctica de llegar a un acuerdo sostenible con el régimen nazi, y adoptan, además, una actitud de absoluto cinismo, pues pasan por alto la vileza e infamia de ese gobierno alemán. El precio moral y material que supuso acabar con Hitler fue muy elevado, pero gran parte de la humanidad ha reconocido siempre que había que pagarlo. A lo largo de la guerra se pidió al primer ministro en repetidas ocasiones que indicara no ya qué partido, nación o política encarnaba la virtud, sino cuál debía ser tolerado o apoyado como mal menor. Este imperativo nunca quedó tan patente como durante las negociaciones de Gran Bretaña con la Unión Soviética.

Entre 1917 y 1938, Churchill conservó la reputación de enemigo acérrimo del bolchevismo. Pero en los últimos años antes de su nombramiento como primer ministro cambió su mentalidad y mostró una voluntad sorprendente de llegar a los rusos. En octubre de 1938, en contra de la férrea opinión de Chamberlain, instó a establecer una alianza con Moscú y aconsejó a los polacos que alcanzaran un acuerdo con Stalin. Esta nueva postura hizo que subiera su popularidad entre los parlamentarios laboristas en la misma medida que hizo que bajara entre los parlamentarios tories. En septiembre de 1939 instó a Chamberlain a considerar el avance soviético hacia Polonia como un hecho positivo: «Ninguno de estos hechos entra en conflicto con nuestro interés primordial, que no es otro que detener el avance alemán hacia el este y el sureste de Europa». En un discurso transmitido por la radio dos semanas después dijo: «Que los ejércitos rusos se mantuvieran en esa línea [en Polonia] era a todas luces de vital importancia para la salvaguardia de Rusia frente a la amenaza nazi». Es bien cierto que en enero de 1940 fue un entusiasta defensor de la causa de Finlandia ante el asedio al que ésta se veía sometida por parte de los soviéticos. En cierta ocasión llegó a preguntar incluso acerca de la posibilidad de bombardear los campos de petróleo rusos de Bakú, en el Cáucaso, para cortar el suministro de combustible a los alemanes. Con la excepción de este breve período de tiempo, sin embargo, Churchill se mostró normalmente dispuesto a hacer causa común con los rusos, siempre y cuando éstos tuvieran la determinación de compartir la carga que suponía derrotar a Hitler. Probablemente pensara así porque no veía otra manera de cumplir este objetivo.

La mañana de aquel domingo de junio el primer ministro se encontraba en Chequers cuando llegó la noticia de que los alemanes habían lanzado la operación «Barbarroja». De inmediato comunicó a Eden, que estaba allí en calidad de invitado, su firme propósito de recibir a la Unión Soviética como nación aliada en la contienda; luego pasó el resto del día yendo de aquí para allá bajo un sol abrasador, puliendo argumentos y frases del siguiente discurso que iba a pronunciar por la radio. Estuvo charlando con Beaverbrook y con sir Stafford Cripps, embajador en Moscú que se encontraba en aquellos momentos en Gran Bretaña, pero no se preocupó por convocar al gabinete. Cuando por fin se sentó delante del micrófono de la BBC a última hora de la tarde, empezó reconociendo su anterior hostilidad hacia los soviéticos: «El régimen nazi no se distingue de los peores aspectos del comunismo. Al margen de su ambición y de su afán de dominación racial, carece de ideas y principios. En los últimos veinticinco años, no ha habido nadie que mostrara su oposición al comunismo con tanta determinación como yo. Y no voy a desdecirme de todo lo que he dicho al respecto». Pero a continuación manifestó, utilizando con energía unos términos brillantes, el propósito de Gran Bretaña de combatir codo con codo con la Rusia de Stalin:

El pasado, con sus crímenes, sus locuras y sus tragedias, se olvida. Veo a los soldados rusos a las puertas de su patria, guardando los campos que sus padres han cultivado desde tiempos inmemoriales. Los veo defendiendo sus hogares en los que madres y esposas rezan —¡ah, sí, pues hay veces en las que todos rezamos!— por sus seres queridos, por el regreso de quien se gana el pan para alimentar a la familia, por el regreso de su adalid, de su protector. Veo las diez mil aldeas de Rusia en las que el medio de subsistencia se obtiene con el trabajo duro en los campos, pero en las que sigue habiendo esos momentos de alegría propios de la naturaleza humana, en las que las muchachas ríen y los niños juegan.

Y, avanzando hacia todo ello con su horrible embestida, veo la máquina de guerra nazi con sus oficiales prusianos marchando con paso firme a golpe de tacón, con sus astutos agentes expertos en intimidación y sometimiento de decenas de países. Veo también a las sombrías, obedientes y feroces masas de la soldadesca teutona, perfectamente adiestradas, avanzando como una plaga de voraces langostas. Veo cubriendo los cielos a los bombarderos y cazas alemanes, todavía escocidos por las numerosas derrotas sufridas a manos de los británicos, pero sonriendo satisfechos por haber encontrado lo que consideran una presa más fácil y segura.

Debo hacer pública la decisión del gobierno de Su Majestad… Cualquier hombre o cualquier nación que luche contra la dominación nazi recibirá nuestro apoyo… Tenemos que prestar a Rusia y al pueblo ruso toda la ayuda posible… Así pues, la amenaza que se cierne sobre Rusia es la misma que se cierne sobre nosotros, y sobre Estados Unidos de América, del mismo modo que la causa de todos los rusos que combaten por su hogar y su patria es la causa de todos los hombres y pueblos libres de cualquier rincón del mundo.

No era la primera vez que durante la guerra las palabras de Churchill recibían la aclamación de la mayoría del pueblo británico, a la vez que suscitaban ciertas dudas entre algunos parlamentarios tories y altos oficiales. El sentimiento de rechazo hacia los soviéticos manchados de sangre corrió como la espuma entre miembros de la clase alta británica. Leo Amery, secretario de Estado para la India, mostró su disconformidad ante la perspectiva de hacer causa común con los comunistas. El coronel John Moore-Brabazon, ministro de Producción Aeronáutica, fue lo suficientemente imprudente como para manifestar en público su deseo de ver cómo los alemanes y los rusos se exterminaban los unos a los otros. Jock Colville diría que se trataba de «un sentimiento muy extendido». El teniente general Pownall se quejó de la falta de firmeza que había percibido en las gestiones llevadas a cabo ante los rusos por el secretario de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, y los diplomáticos de su departamento. «Creen que tratan con gente normal. Y no lo son. Los rusos son orientales, y deben ser tratados de manera muy distinta y sin tantos miramientos. No son antiguos alumnos de Eton». Cuthbert Headlam, diputado tory, comentó con curiosa frialdad: «No creo que la “conquista de Rusia” tarde mucho en materializarse. ¿Y luego? Pues es probable que o bien Hitler haga un propuesta de paz a cambio de que reconozcamos el “Nuevo Orden”, o bien apueste por invadirnos, o bien intente avanzar en el teatro de Oriente [Medio]». Headlam consideraba que la postura de Churchill era inteligente desde el punto de vista táctico, pero al igual que otros muchos no se sentía capaz de augurar un final feliz sin la participación de los americanos. Así las cosas, ponía sus esperanzas en manos más sublimes: «Se percibe que Dios está de nuestro lado, y esto es lo importante».

Sin embargo, entre la izquierda británica, y la población en general, el entusiasmo por la declaración de Churchill de apoyar a Rusia era abrumador. El diputado laborista independiente Aneurin Bevan, crítico incansable de la gestión de Churchill, no dudó en felicitar al primer ministro por acoger a los rusos como compañeros de armas: «Fue una declaración sumamente inteligente, y muy difícil de hacer, pero realizada con gran sabiduría y bravura». George King, taquígrafo de los juzgados de Surrey, escribió: «Me enorgullezco de todo esto. Siempre he tenido cierta debilidad por los rusos, y nunca los he culpado de vernos con malos ojos. Les dimos buenos motivos para ello durante los años que siguieron a la última guerra… Doy gracias a Dios por Rusia. Este año [los rusos] nos han salvado de una invasión». Una londinense de nombre Vere Hodgson escribía el 22 de junio: «Los rusos no se han portado muy bien con nosotros en el pasado, pero ahora debemos ser amigos y ayudarnos unos a otros… Así pues, en esta guerra nos queda un aliado en Europa. Siento cómo me sube la moral». Y al mes siguiente añadía con mucha sagacidad: «En cierto modo creo que Stalin está más capacitado que cualquiera de nosotros para medirse con Hitler de igual a igual… parece un tipo muy desagradable». Y no se equivocaba en absoluto. Nunca hubo la más mínima probabilidad de que, para derrotar a Hitler, los británicos hubieran estado dispuestos a devorarse unos a otros. Pero los rusos no dudaron en hacerlo durante el sitio de Leningrado. De hecho, tuvieron que soportar muchas situaciones extremas entre 1941 y 1945, lo que libró a los aliados occidentales de verse obligados a tomar algunas decisiones que no habrían amedrentado al primer ministro británico, pero sí a su pueblo.

Los comunistas británicos, muchos de los cuales se habían mostrado hasta entonces indiferentes ante la guerra, cambiaron drásticamente su actitud. Algunos, como, por ejemplo, la señora Elizabeth Belsey, comenzaron a manifestar una apasionada admiración por la causa de la Madre Rusia junto con un profundo desprecio por los líderes británicos. En una carta dirigida a su esposo, un soldado, decía:

Me ha sorprendido gratamente… que Churchill acoja a Rusia con tanta rapidez en nuestro círculo de valientes aliados. Pensé que iba a seguir con su propia guerra, ignorando la de Rusia, o que iba a quitarse de en medio y dejar que Rusia cargara con el muerto. Tras meditarlo detenidamente, me doy cuenta de que la única decisión realista que había es la que ha tomado. Su discurso me ha repugnado… ¡Ese retrato, terriblemente sensiblero, que ha dibujado de los rusos «defendiendo su tierra»! ¡Esa actitud de incluso-los-ateos-rezan-a-veces atribuida a las mujeres soviéticas! Y la manera en la que todos los que hablan de este asunto quieren dejar bien claro que si bien apoyamos a Grecia por los griegos, a Noruega por los noruegos, a Abisinia por los abisinios, etc., etc., ahora estamos apoyando a Rusia únicamente por nuestro propio interés… ¡Y qué me dices del historial personal de Churchill! ¿Quién se encargará de recordarle su declaración de que si tuviera que elegir entre comunismo y fascismo, no estaba seguro de que eligiera comunismo?

El hecho de que el ataque de Hitler en el este pudiera significar que «algo había cambiado» provocó en Churchill cierta satisfacción propia de esos individuos optimistas que, a pesar de las desgracias, nunca pierden la esperanza. Pero el primer ministro compartía con sus generales un profundo escepticismo respecto a la capacidad de las fuerzas rusas de resistir a la Wehrmacht. Un año antes, la minúscula Finlandia había humillado al Ejército Rojo. El orgullo nacional británico hacía que pareciera muy poco probable que Rusia lograra repeler a las legiones de Hitler cuando en 1940 el combinado de fuerzas británicas y francesas no lo había conseguido. Pownall escribía el 29 de junio: «Resulta imposible determinar hasta cuándo resistirán los rusos. ¿Tal vez tres semanas? ¿Quizá tres meses?». Lo máximo a lo que aspiraban los jefes del Estado Mayor del ejército británico en este sentido era que, tras el inicio de la operación «Barbarroja», los rusos pudieran resistir hasta el invierno en el nuevo frente oriental. Las tropas británicas seguían realizando preparativos para una eventual llegada de los alemanes a las costas de la isla, en parte porque no tenían mucho más que hacer. Pownall expresaba su escepticismo al respecto: «No creo que Churchill piense sinceramente que este país vaya a ser invadido. Por supuesto, no puede decirlo, porque entonces todo el mundo dejaría inmediatamente de trabajar con empeño».

Buena parte del ejército británico —una parte mucho mayor que la desplegada en Oriente Medio— permanecía en Gran Bretaña, donde seguiría tres años más, para mortificación de los rusos y posteriormente también de los norteamericanos. De las veinticinco divisiones de infantería y las cuatro blindadas que se encontraban en las islas, quizá sólo diez estaban suficientemente preparadas para entrar en combate. No había la más mínima intención de enviar formaciones a Oriente Medio, o al imperio británico de Oriente, hasta que no estuvieran equipadas con tanques, cañones antitanque, armas automáticas y artillería. Todos estos pertrechos seguían siendo escasos. Se estimó necesario mantener la producción de armamento y aviones ya obsoletos porque la introducción de nuevos diseños implicaba una serie de retrasos considerados inaceptables. Un sinfín de soldados británicos mal equipados, a medio entrenar y profundamente aburridos tuvieron que permanecer en su propio país durante meses, y en algunos casos durante años, mientras que un número muy inferior de sus camaradas combatía en el extranjero. Alan Brooke, comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa, se lamentaba de lo difícil que era entrenar a unidades para la batalla cuando los hombres carecían del estímulo de la acción.

Por otro lado, la inmensa mayoría de cazas de la RAF seguían siendo utilizados en el sur de Inglaterra, desde donde llevaban a cabo «barridos» en el norte de Francia considerados de gran importancia para la moral, pero que supusieron para la RAF unas pérdidas muy superiores a las de la Luftwaffe: 411 pilotos entre los meses de junio y septiembre, por 103 aviones alemanes abatidos (aunque la RAF afirmara que fueron 731). Generales y almirantes montaron en cólera por este uso de los recursos aéreos. Los cazas tenían un valor incalculable para las operaciones en Oriente Medio y el mar Mediterráneo. Cuando el almirante Cunningham tuvo noticia de que iba a ser nombrado Caballero de la Gran Cruz del Baño, replicó ásperamente que prefería que le concedieran tres escuadrones de Hurricanes. «Me resultaba imposible comprender por qué las autoridades de nuestro país no podían ver aparentemente lo peligrosa que era nuestra situación en el Mediterráneo sin un apoyo aéreo adecuado», escribió este alto oficial de la marina británica. Pero había otra dificultad que perseguiría a la RAF durante el resto de la guerra: el Spitfire y el Hurricane eran unos magníficos interceptores, ideales para la defensa de la nación, pero de corto alcance debido a una capacidad muy limitada de combustible. A medida que avanzó la guerra, Gran Bretaña sufrió más severamente la falta de cazas de largo alcance. La marina real no tuvo buenos aviones embarcados hasta 1944-1945, cuando pudo disponer de los modelos americanos. Los jefes de Estado Mayor justificaban aquel gran despliegue de cazas en Inglaterra indicando que, si Hitler se decidía a invadir la isla, tocaría a la RAF desempeñar el papel más crucial en la defensa de la nación. Sin embargo, no deja de parecer un importante error estratégico el hecho curioso de que en 1941 y 1942 Gran Bretaña retuviera un importante número de fuerzas aéreas en los aeródromos del país —75 escuadrones de cazas diurnos frente a los 34 que tenía en todo Oriente Medio a finales de 1941—, incluso después de que casi toda la Luftwaffe se hubiera trasladado al frente oriental. Gran Bretaña estuvo muy sobreprotegida de cualquier posible invasión hasta bien entrado el año 1942, en grave detrimento de sus fuerzas destacadas en los campos de batalla de ultramar.

Si Hitler, en lugar de dirigir su atención hacia el este de Europa, hubiera preferido aumentar la presión sobre Gran Bretaña en 1941, incluso sin decidirse a invadir, habría intensificado los bombardeos nocturnos, ocupado Gibraltar y Malta, reforzado a Rommel y expulsado a la marina real de las aguas del Mediterráneo. De haber sido así, no es seguro ni mucho menos que Churchill hubiera podido mantenerse en el cargo. Pero lo cierto es que al final la providencia disipó la amenaza de una catástrofe inmediata en el oeste de Europa, aunque sólo pudieran mantenerse abiertas las rutas marítimas del Atlántico. En este sentido, el papel desempeñado por Ultra fue esencial a mediados de 1941. Un gran número de mensajes de la marina alemana, principalmente órdenes a submarinos en navegación, fueron descifrados en Bletchley Park en «tiempo real». A partir del mes de julio, diversos convoyes fueron alejados con éxito de zonas en las que se sabía que había una importante concentración de submarinos enemigos, reduciendo así sustancialmente las pérdidas.

Una de las decisiones más críticas a la que tuvo que enfrentarse Gran Bretaña después del 22 de junio de 1941 fue determinar hasta qué punto debía reducir su propio arsenal, por lo demás bastante pobre, para ayudar a los rusos. La experiencia de Creta no vino más que a aumentar la paranoia de los británicos por los paracaidistas. Se temía que un posible lanzamiento nocturno de fuerzas alemanas aerotransportadas en el sur de Inglaterra lograra poner en entredicho todas las especulaciones acerca de la capacidad de la marina real y de la RAF de frustrar el ataque de una flota anfibia. El 29 de junio Churchill ofreció al Departamento de Guerra una de sus predicciones más fantásticas: «Debemos contemplar la posibilidad de que caigan del cielo quizá unos doscientos cincuenta mil hombres, entre paracaidistas y soldados aerotransportados que llegan en planeadores o en aviones que se han visto obligados a realizar un aterrizaje forzoso. Todos los individuos con uniforme, y todo el que quiera, tienen que lanzarse sobre ellos cuando se los encuentren y atacarlos con la mayor presteza: “¡Que cada uno, mate a un teutón!”».

Frente a semejante perspectiva, los ministros y los jefes de Estado Mayor de las fuerzas militares británicas se opusieron tenazmente al envío de aviones y tanques a Rusia. Semejante situación venía a reflejar el debate que se mantenía en Washington en torno a Gran Bretaña. Al igual que sus hermanos estadounidenses un año atrás, los soldados, los marineros y los aviadores de Churchill se mostraban reacios al envío de armas sumamente valiosas a una nación que podía acabar derrotada antes de poder utilizarlas.

Los rusos tampoco favorecieron mucho su causa. Por un lado, formularon al gobierno de Churchill unas peticiones absurdas: el envío de veinticinco divisiones británicas a Rusia, que un ejército escenificara un desembarco inminente en el continente para obligar a los alemanes a combatir en un «segundo frente», expresión que se oiría en muchas otras ocasiones. Por otro lado, atendían a los diplomáticos y militares británicos en Rusia levantando un muro de silencio en todo lo relacionado con su lucha armada. Un invitado americano, que asistió en Londres a un almuerzo dominado por grandes figuras políticas, escribiría más tarde: «Era bastante evidente que todos los británicos desconfiaban muchísimo de los rusos. En realidad, nadie sabía muy bien qué estaba ocurriendo».

Hasta el final de la guerra los británicos siguieron enterándose de más cosas del frente oriental gracias a la interceptación de mensajes enemigos por parte de Ultra que por la información recibida de sus supuestos aliados de Moscú. No fueron pocos los comunicados sobre operaciones enemigas de los que Londres pudo disponer de inmediato. Unas rigurosas medidas de seguridad intentaban evitar que el enemigo supiera que Bletchley Park descifraba sus códigos. En cierta ocasión, Churchill se alarmó muchísimo por un articulo aparecido en el Daily Mirror titulado «Los espías se apoderan del sistema de codificación nazi». La historia empezaba así: «Los radioescuchas británicos trabajan todas las noches… captando los mensajes codificados en Morse que están en el aire… En manos de expertos pueden proporcionar un mensaje de vital importancia para nuestros servicios de inteligencia». El artículo en cuestión fue publicado sin que el periódico tuviera conocimiento de la existencia de Ultra, y simplemente contaba las actividades de algunos «radioaficionados» británicos. Pero Churchill escribió una nota a Duff Cooper, por aquel entonces todavía ministro de Información, deplorando la publicación de aquel artículo. Le preocupaba de manera enfermiza todo aquello que pudiera levantar la más mínima sospecha de los alemanes y hacer que se fijaran en los sistemas de seguridad de sus transmisiones por radio.

Pero se produjeron algunas peligrosas indiscreciones, como, por ejemplo, cuando el 24 de agosto el propio primer ministro, en una alocución radiofónica, se basó en unas interceptaciones de Ultra para poner de relieve el número de civiles asesinados por la SS en Rusia. Los alemanes se enteraron. El máximo responsable de la policía de Hitler, el SS-Oberstgruppenführer Kurt Daluege, mandó el siguiente comunicado a todas sus unidades el 13 de septiembre: «El peligro de que el enemigo descodifique los radiogramas es enorme. Por esta razón sólo debería transmitirse información no confidencial». Fue una verdadera suerte que el alto mando alemán no supiera sacar de las palabras de Churchill una conclusión de mayor alcance.

Las primeras semanas después de que los tanques alemanes cruzaran la frontera soviética, los servicios de inteligencia informaron de que los rusos estaban sufriendo unas pérdidas ingentes en hombres, carros de combate, aviones y territorio. Todas las noticias que llegaban al Departamento de Guerra venían a confirmar la predisposición de los generales a dar por hecho la derrota de Stalin. Sólo dos fuerzas importantes de Gran Bretaña presionaban para que se enviara ayuda a Rusia. La primera era la opinión pública. Lejos de la órbita de los oficiales de alto rango, los aristócratas y los hombres de negocios que detestaban a los soviéticos, lo cierto es que la operación «Barbarroja» provocó el inicio de un sentimiento británico, en realidad de un sentimentalismo, a favor del pueblo ruso, que se prolongó hasta 1945. En las fábricas y los astilleros, donde los sindicatos comunistas habían mostrado hasta entonces un apoyo muy poco entusiasta a una «guerra de patrones», se produjo de repente una oleada de entusiasmo por Rusia. Subió el número de afiliados al Partido Comunista británico (sobre todo porque durante ese tiempo se dejó de hablar con claridad de las barbaridades del régimen soviético). El pueblo británico desarrolló un sentimiento de vergüenza por sus propias derrotas, un sentimiento de culpa porque parecía que su país contribuía poco y mal a la derrota de Hitler, un sentimiento que se expresaría de manera aún más estridente en los años por venir.

La segunda fuerza era el primer ministro. En la cuestión de Rusia, como en su desafío a Hitler un año antes, mantuvo una política totalmente en consonancia con el sentir del pueblo: todo tipo de ayuda para los nuevos compañeros de armas de Gran Bretaña. A Raymond Lee, agregado militar americano, le parecía muy gracioso ver cómo el embajador soviético, Ivan Maisky, que había sido «prácticamente como un paria en Londres durante muchos años», en aquellos momentos estaba en permanente comunicación con Churchill, Eden y el embajador estadounidense «Gil» Winant. La grandeza de Churchill en esta cuestión ponía de relieve la pequeñez de la mayoría de sus colegas. El primer ministro se daba cuenta de que, al margen de las dificultades, por pocas que fueran las perspectivas de éxito, no podía permitir que se dijera que Rusia había sido derrotada porque Gran Bretaña no había hecho lo que podía por ayudarla. En un principio, cuando se puso en marcha la operación «Barbarroja», presionó a los jefes de Estado Mayor para llevar a cabo un desembarco en el norte de Noruega que permitiera abrir una vía de comunicación directa con el Ejército Rojo. Cuando vio rechazada su propuesta, principalmente debido a que Noruega estaba fuera del alcance de una cobertura aérea desde bases en tierra firme, ordenó que fueran enviados a Stalin todos los tanques y aviones posibles, incluidos unos adquiridos a los americanos. Sin embargo, seguiría habiendo un buen trecho, mucho más del que han venido diciendo la mayoría de historiadores, entre el dicho y el hecho, entre voluntad y ejecución efectiva. A lo largo del verano de 1941, mientras la salvación de Rusia pendía de un hilo, se procedió al envío de poquísimo material bélico.

En cuanto a Estados Unidos, este país no sabía muy bien al principio cuáles eran los pasos que debía dar en aquella nueva situación. Roosevelt parecía despreocupado, incluso poco serio, en una carta de fecha 26 de junio, dirigida al embajador norteamericano en Vichy, el almirante William Leahy: «Ahora toca esta diversión en Rusia. Si va a mayores, significará la liberación de Europa de la dominación nazi, y al mismo tiempo no creo que deba preocuparnos la posibilidad de una dominación rusa». Pero el aislacionista Chicago Tribune se preguntaba por qué Estados Unidos debía aliarse con «un carnicero asiático y su pandilla de impíos». El New York Times seguía mostrando sus dudas incluso en agosto: «Hoy Stalin está en nuestro bando. ¿Pero dónde estará mañana?». Bennet «Champ» Clark, senador por Missouri, comentó encogiéndose de hombros: «Es como cuando un perro se come a otro perro». El senador Burton K. Wheeler, defensor acérrimo de la política de aislacionismo, declaró sentir el mismo desprecio por Stalin que por Churchill o por Roosevelt.

Los jefes de Estado Mayor norteamericanos se mostraron incluso mucho más reacios al envío de armamento a Rusia que a Gran Bretaña. Aunque el presidente expresó enérgicamente su determinación a ayudar al pueblo de Stalin, pasaron meses antes de que se procediera al embarque de material. A comienzos de agosto Roosevelt lanzó feroces críticas contra los departamentos de Estado y de Guerra por no haber sabido satisfacer sus deseos de prestar ayuda a la Unión Soviética: «Los rusos creen que sólo se les da largas y evasivas en Estados Unidos». A finales de septiembre sólo se había enviado material por un valor de veintinueve millones de dólares. Había una diferencia palmaria en el trato financiero dispensado por los americanos a los británicos y a los rusos. Cabe señalar, sin embargo, que en 1940-1941 Gran Bretaña se vio obligada a vender todos sus activos negociables para pagar las facturas de los estadounidenses antes de poder recibir ayuda en virtud de la Ley de Préstamo y Arriendo, y cuando Washington realizó una propuesta similar a Moscú, ésta fue rechazada de plano. Los rusos no quisieron soltar su oro. Roosevelt mostró una condescendencia que los británicos habrían querido para ellos. Estados Unidos suministró gratis su material a Rusia, en virtud de la misma Ley de Préstamo y Arriendo. Pero el envío de remesas siguió siendo lento. Como en el caso de Gran Bretaña, había cierta reticencia y escasez de medios rápidos.

La ausencia de ayuda de Occidente hizo que fuera inaplazable la intervención de Gran Bretaña en el oeste de Europa, que de nuevo el ejército del desierto tuviera que emprender una ofensiva. Auchinleck, «un hombre terco y altruista», como cuenta Churchill en un borrador inédito de sus memorias de la guerra, insistía en que no podía lanzar ataque alguno antes del otoño. La operación «Crusader», nombre en clave que recibió la nueva ofensiva en el desierto, fue pospuesta una y otra vez. Hecho una furia, Churchill perdió la paciencia, llegando incluso a comentar —aunque sin mucho convencimiento— la posibilidad de sustituir a Auchinleck por lord Gort. No obstante, el mensaje que llegaba desde El Cairo seguía siendo el mismo. Lo más esperanzador en el norte de África era la firme defensa de Tobruk por la 9.a División australiana. Churchill se exasperaría a finales de ese mismo año, cuando el gobierno de Australia en Canberra, bajo la dirección del laborista John Curtin tras la caída de Robert Menzies, insistió en que esa formación debía ser evacuada del disputado puerto, y reemplazada por tropas británicas. El 25 de agosto las fuerzas británicas entraron en Persia después de que el gobierno pronazi del Sha rechazara un ultimátum de Londres en el que se exigía la expulsión del país de varios centenares de alemanes. Churchill y Eden se sintieron turbados por la incursión en Persia, que se vio intensificada cuando fuerzas rusas entraron en el norte del país. Persia se convirtió en una importante vía de suministro de ayudas para Stalin, pero los británicos eran conscientes de que la manera con la que se habían hecho con las riendas de esta nación tenía claras reminiscencias del método hitleriano de hacer negocios.

En Inglaterra, Churchill instó al Mando de Bombarderos de la RAF a intensificar sus ataques nocturnos contra las fábricas alemanas. Pero estas incursiones no sólo resultaban muy poco efectivas, sino también sumamente costosas. Sólo entre el 1 y el 18 de agosto se perdieron ciento siete bombarderos británicos en los cielos de Alemania y Francia. Los ataques aéreos nocturnos contra Gran Bretaña habían supuesto para la Luftwaffe unas pérdidas inferiores al 1 por 100 en cada incursión, una parte importante de ellas debido a accidentes. Pero las pérdidas de bombarderos de la RAF eran de un 4 por 100 de media. Se trataba de un porcentaje bastante moderado para unos jóvenes pilotos obligados a realizar treinta salidas para completar una tanda de operaciones. Por otro lado, las heroicas y sangrientas batallas libradas por la marina real en aguas del Mediterráneo para defender Malta lograban centrar la atención mediática, pero no la alemana, que seguía concentrada en el frente oriental.

Los rusos retrocedían, y ejércitos enteros se desintegraban con el avance de la monstruosa máquina de guerra nazi. Stalin se puso hecho una furia cuando Eden y lord Moyne, líder del gobierno en la Cámara de los Lores, pronunciaron sendos discursos descartando la posibilidad de crear un incipiente segundo frente. La intención de los ministros era, por supuesto, acabar con las especulaciones en Inglaterra, pero en Moscú sus comentarios fueron percibidos como absurdos. A ojos de los soviéticos, aquella renuncia explícita a amenazar la retaguardia alemana era una forma de complacer a Hitler. A finales de agosto, Stalin mandó a Maisky el siguiente mensaje: «El gobierno británico, con su política de espera y pasividad, está ayudando a los nazis. Los nazis quieren derrotar a sus enemigos uno a uno; hoy los rusos, mañana los británicos… ¿Acaso los británicos no lo entienden? Creo que sí. ¿Qué pretenden con todo esto? Quieren debilitarnos. Si mis sospechas son acertadas, tendremos que ser muy rígidos en nuestro trato con los británicos».

Los esfuerzos británicos por ocultar ciertos secretos a su nuevo aliado se vieron lamentablemente comprometidos por una plétora de simpatizantes comunistas, encabezados por Donald Maclean y John Cairncross, que tenían acceso a información privilegiada. Se pasó a los soviéticos más documentos, cablegramas, actas de asambleas y mensajes interceptados por Ultra que los que los servicios de inteligencia de Stalin podían traducir. El 28 de agosto de 1941, por ejemplo, Beria, jefe del espionaje soviético, informaba a su líder de lo siguiente: «Es nuestro deseo comunicarte el contenido de un telegrama del Ministerio de Asuntos Exteriores de Inglaterra, de fecha 18 de agosto de este año, dirigido al embajador inglés en Estados Unidos. El contenido de dicho telegrama ha sido obtenido por el Departamento de Inteligencia del NKVD de la URSS en Londres, utilizando a nuestros agentes. “En respuesta al párrafo 3 de su telegrama nº. 3708 de 8 de agosto. Nuestra postura hacia Rusia dependerá totalmente del principio de reciprocidad. Debemos conseguir que abran sus instalaciones militares y otros lugares de interés para los nuestros en Rusia. Hasta ahora, apenas hemos mostrado nada a los rusos. En un futuro no muy lejano, se les mostrará fábricas de armamento estándar. Sin embargo, no se permitirá su acceso a plantas experimentales. Los jefes de Estado Mayor han establecido un principio general para todas las instituciones, en virtud del cual a los rusos sólo se les puede entregar información que no pueda tener ninguna utilidad para los alemanes ni siquiera en el supuesto de que caiga en sus manos… Esperamos que las autoridades americanas no se excedan de los límites que nosotros nos hemos fijado”». El conocimiento de la postura de los británicos no consiguió persuadir a los rusos de la conveniencia de acabar con el obsesivo secretismo que envolvía a sus actividades militares e industriales.

Lo cierto es que, pese a todas las apasionadas declaraciones de Churchill sobre el envío de material bélico desde Gran Bretaña, las cosas estaban muy paradas. Entre los miembros de su gobierno, sólo Eden y Beaverbrook apoyaban sinceramente los deseos del primer ministro británico en esta causa. Lord Hankey fue uno de los que abiertamente se opuso a ayudar a Stalin, instando a que se diera mayor prioridad a la batalla del Atlántico. El 9 de septiembre Churchill declaró en una transmisión de la BBC que «una gran cantidad de suministros va de camino» a la Unión Soviética. Tres semanas después diría en la Cámara de los Comunes que «para permitir que Rusia siga indefinidamente en la palestra como potencia de primer orden en pie de guerra, será necesario que el pueblo británico realice importantes sacrificios y un esfuerzo extremo, y se tendrá que proceder a la creación en Estados Unidos de nuevas instalaciones enormes, o a la reconversión de plantas ya existentes, con todo el trabajo, el dinero y los inconvenientes para nuestra vida cotidiana que ello implica».

Pero las objeciones que ponían los jefes del Estado Mayor consiguieron retrasar incluso el envío de doscientos cazas Tomahawk fabricados en Estados Unidos y de otros tantos Hurricane que Churchill había prometido a Stalin. Estos aparatos aéreos llegaron a Rusia a finales de agosto. Por lo demás, la principal aportación de Gran Bretaña en otoño consistió en una remesa de caucho. El pueblo de Churchill estaba tan desconcertado como Moscú enfadada ante la pasividad de Gran Bretaña, que no desplegaba sus fuerzas en alguna acción rotunda de emergencia para distraer a los alemanes. George King, el taquígrafo de Surrey, escribía el 16 de septiembre: «Hitler está echando todo lo que tiene en el frente oriental. Creo que aquí todos compartimos el deseo de que se le ataque por algún lugar del oeste [de Europa], pero supongo que todavía no estamos preparados». Y unas semanas más tarde añadiría: «Estos maravillosos rusos siguen resistiendo al enemigo».

A finales de septiembre el gobierno británico tomó una importante iniciativa. Lord Beaverbrook, que por aquel entonces ya estaba al frente del ministerio encargado de los abastecimientos, zarpó rumbo a Rusia con una delegación británica formada por veintidós hombres —entre ellos H. L. Ismay, enlace de Estado Mayor de Churchill—, acompañada por otra de once americanos, encabezada por Averell Harriman, emisario de Roosevelt (hecho que es de destacar, pues Estados Unidos seguían siendo un país no beligerante). Antes de partir, Churchill dijo a Beaverbrook: «Asegúrese de que no nos dejen sin sangre». Pero Beaverbrook tenía el firme propósito de tender su mano a Stalin para demostrar buena voluntad y disposición, dejando al margen las recomendaciones del gobierno y los jefes de Estado Mayor. En las tres reuniones celebradas con Stalin, en las que el líder soviético mostró una curiosidad insaciable por la persona de Churchill, Beaverbrook utilizó todo su encanto y entusiasmo. Se tragó los insultos de Stalin («¿De qué sirve un ejército si no entra en combate?», «Su escasez de propuestas demuestra que quieren ver la derrota de la Unión Soviética», fueron algunas de las lindezas que le espetó el dictador). El lord de la prensa escrita intentó por un lado divertir, y por otro estimular, al señor de la guerra. Un funcionario público comentaría cínicamente que Beaverbrook y Stalin llegaron a entenderse porque los dos eran unos estafadores. Los británicos prometieron el envío de carros de combate, aparatos aéreos y equipamiento —en concreto, doscientos aviones y doscientos cincuenta tanques al mes—, y Harriman, en nombre de Estados Unidos, mostró una generosidad similar. La propuesta británica suponía entre un cuarto y un tercio de la producción nacional de cazas correspondiente al período 1941-1942, y más de un tercio de la de tanques. Ningún ministro habría podido superar aquel ofrecimiento, pero los rusos lo consideraron una miseria en el contexto de la titánica contienda a la que estaban entregados en cuerpo y alma.

Beaverbrook regresó a Londres el 10 de octubre en una especie de estado mesiánico. En público, elogió hasta la saciedad a Stalin y su país. Y en un informe para el Comité de Defensa del gabinete de guerra, señaló: «En este momento sólo hay un problema militar: cómo ayudar a Rusia. Pero cuando se aborda esta cuestión, los jefes de Estado Mayor se contentan con decir que no puede hacerse nada». Defendió con tanta vehemencia y energía la causa de Rusia que Ian Jacob, del secretariado del gabinete de guerra, estuvo convencido de que aspiraba a sustituir a Churchill como primer ministro. Beaverbrook instó a que se llevara a cabo inmediatamente un desembarco de tropas en Noruega, y desde Moscú Cripps mandó un cablegrama proponiendo el envío de soldados británicos para reforzar al Ejército Rojo. A partir de entonces, Beaverbrook se convirtió en el máximo defensor de la creación de un segundo frente, utilizando sus propios periódicos en defensa de la causa. A veces se ha indicado que su única aportación importante al esfuerzo de guerra de Gran Bretaña la hizo en el verano de 1940, como ministro de Producción Aeronáutica. Pero su intervención en otoño de 1941 para exigir el envío de material a Rusia tuvo incluso mayor importancia. En un momento en el que en Londres muchos otros, militares de alto rango y ministros indistintamente, se limitaban a dar largas sin más, el celo apasionado del barón de la prensa escrita marcó una diferencia en la postura de la opinión pública y en la actitud política.

La posterior campaña de Beaverbrook a favor de un segundo frente, sobre la que comentaremos más cosas, fue irresponsable y desleal. El magnate mediático demostró falta de intelecto y experiencia, por no decir algo peor, en sus extravagantes elogios a la Unión Soviética, pues ignoró, e incluso negó, la naturaleza despiadada y sangrienta de la tiranía de Stalin hasta un punto inimaginable para el propio Churchill. Alan Brooke fue uno de los que nunca le perdonó que llegara a aquellos compromisos con Moscú, pues los consideró de una generosidad irresponsable. Pero como ministro de Abastecimientos, Beaverbrook supo comprender una cuestión fundamental que otros políticos, generales y funcionarios británicos más quisquillosos no quisieron reconocer. Fueran cuales fuesen las deficiencias de Rusia como aliada, era evidente que el resultado de la guerra en el frente oriental iba a ser decisivo para determinar la suerte final de Gran Bretaña. Tal vez la campaña del norte de África fuera de gran relevancia para los planes y la propaganda de Gran Bretaña, pero lo cierto es que su importancia era nimia en comparación con la batalla que libraba Stalin. Si Hitler hubiera arrasado Rusia, habría podido convertirse en una fuerza invencible en Europa, por mucho que más tarde Estados Unidos entrara en la guerra.

Hasta marzo de 1942, cuando los alemanes se dieron cuenta de la importancia de cortar las líneas de abastecimiento aliadas, y mejoraron de manera considerable las condiciones de sus fuerzas navales y aéreas del norte de Noruega, los convoyes que se dirigían a Rusia llegaban a su destino prácticamente sin problemas, y sólo se perdieron dos barcos británicos. Churchill nombró a Beaverbrook director de un nuevo Servicio de Abastecimientos Aliado, encargado de planificar y supervisar las entregas de material. Pero, incluso con su apoyo, los envíos siguieron realizándose con cuentagotas. Gran Bretaña mandó cazas Hurricane obsoletos y mal embalados, por lo que muchos de ellos llegaron gravemente dañados; cazas Tomahawk de fabricación americana que en opinión de los rusos eran poco fiables, y que por un tiempo dejaron en tierra; y carros de combate y fusiles antitanque Boys, cuya idoneidad había sido cuestionada por el propio ejército británico. El segundo convoy a Rusia de la serie llamada «PQ» no zarpó hasta el 18 de octubre de 1941, y el tercero partió el 9 de noviembre. Fue en esta fase de la guerra cuando los rusos, en su desesperación, mostraron lo que podría considerarse la actitud más parecida a una forma de agradecimiento. Un almirante soviético comentaría más tarde: «Todavía recuerdo con qué atención seguíamos el avance de los primeros convoyes a finales del otoño de 1941, con qué celeridad y vigor los descargábamos en Arcángel y Murmansk».

Lord Hankey, sin embargo, escribió con maliciosa satisfacción acerca de la hipocresía que percibía en el entusiasmo de Beaverbrook por armar a Rusia, pues en su calidad de ministro de Abastecimientos era responsable de las deficiencias de la producción británica de tanques: «Ahora tendré que sacar a la luz el hecho de que no está fabricando nada más que una porquería de tanques cuando, dando voces, insta a los operarios a trabajar todo el día y toda la noche para producir para Rusia un sinfín de tanques, una porquería de tanques». A los rusos les gustaba el Valentine, que, por las condiciones del frente oriental, resultaba mucho más práctico que el Matilda, modelo enviado también en grandes cantidades. Pero no tardaron en darse cuenta de que la mayor parte del armamento recibido era el que menos quería el ejército británico. Desde luego se hicieron un flaco favor rechazando con desdén las diversas ofertas de ayuda técnica de los británicos. La falta de familiaridad de los nuevos usuarios provocó daños, e incluso la pérdida, de buena parte de los equipos. Varios pilotos soviéticos se mataron al intentar despegar en su Tomahawk con los frenos puestos.

Cuando en 1943-1944 comenzaron a llegar a la Unión Soviética grandes cantidades de provisiones y pertrechos americanos, este material influyó de manera espectacular en la alimentación y el transporte del Ejército Rojo. Los rusos perdieron enseguida su interés por los tanques y los aviones, máquinas que preferían fabricar ellos mismos, y su atención empezó a concentrarse en los camiones, las botas, los equipos técnicos, el aluminio y la carne en lata de los estadounidenses. Puede decirse que los suministros de alimentos casi evitaron que Rusia se muriera de hambre en el invierno de 1942-1943. En total, los americanos enviaron suministros por un importe de dos mil quinientos millones de libras esterlinas, frente a los cuarenta y cinco millones seiscientas mil libras que costó el material enviado por los británicos. Se considera que la ayuda aliada aportó un 10 por 100 del esfuerzo de guerra de los soviéticos en 1943-1944, pero sólo un 5 por 100 en 1942, y una pequeñísima parte en 1941. Chris Bellamy, uno de los especialistas occidentales en historia de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial mejor informados, indica que, aunque esta contribución pueda parecer marginal, probablemente fuera determinante cuando la Unión Soviética estaba a punto de ser derrotada.

En realidad no puede culparse a los británicos y a los americanos de haber enviado tan poco material a Rusia en 1941-1942, pues en este período los sistemas de producción y transporte de armamento ni siquiera podían satisfacer sus propias necesidades. Lo importante aquí es simplemente que había un abismo entre la retórica de americanos y británicos y la verdadera aportación de Occidente. Durante el año siguiente al lanzamiento de la operación «Barbarroja», de los 2443 tanques prometidos por las potencias occidentales sólo 1442 llegaron a su debido tiempo, y de los 1800 aviones sólo 1323. En este mismo período los rusos estaban fabricando dos mil tanques al mes, en su mayoría de calidad muy superior a la de los recibidos en Murmansk y Arcángel. Había semanas en que el Ejército Rojo llegaba a perder mil tanques en el campo de batalla.

En el otoño de 1941, la tensión existente entre el entusiasmo de las gentes corrientes de Gran Bretaña por el pueblo de Stalin y el desprecio hacia los rusos de algunos sectores de la máquina de guerra ejerció una gran presión sobre el primer ministro. Un columnista del Observer comentó que la entrada de Rusia en la guerra venía a alimentar el instinto de complacencia de Gran Bretaña: «El efecto que tiene en nosotros es psicológicamente insano. Hemos encontrado un atajo hacia la victoria… Nos tranquilizamos volviendo a leer con satisfacción cómo nuestra ofensiva aérea contra Alemania está ayudando a nuestro gran aliado soviético. Con Rusia y Estados Unidos de nuestra parte, seguro que todo saldrá bien a partir de ahora». Edward Stebbing, un técnico de laboratorio ya licenciado del ejército, escribía en octubre: «Me corroe un sentimiento de rabia y amargura ante la inercia de nuestro gobierno… nuestra ayuda a Rusia ha sido prácticamente nula».

Mientras Stebbing anotaba sus tristes reflexiones, el primer ministro ya estaba advirtiendo al mando de Oriente Medio del «enfado cada vez mayor del pueblo británico por lo que considera nuestra pasividad». En una carta de fecha 31 de octubre dirigida a su hijo Randolph, que se encontraba en Oriente Medio, habla de las reacciones de sus críticos en el Parlamento y de las continuas amenazas de dimisión de Beaverbrook: «Las cosas son muy duras por aquí… Los comunistas se jactan de que son los únicos patriotas del país. Los almirantes, generales y mariscales del Aire entonan su majestuoso himno de “Lo primero es la seguridad”… En medio de esta situación, tengo que contener mi carácter belicoso mordiéndome la lengua. ¡Maldita sea!». En septiembre el general John Kennedy escribía en su diario el siguiente comentario: «La dificultad fundamental consiste en que, aunque ante todo queramos la destrucción de los alemanes, la mayoría pensamos… que no sería una mala idea que también los rusos dejaran de ser una potencia militar… El CIGS [jefe del Estado Mayor General del Imperio] pone de manifiesto a todas horas su aversión por los rusos… Es evidente que, por su parte, los rusos sienten lo mismo por nosotros».

El segundo de Dill, Pownall, escribía en octubre: «¡Ojalá esos dos repugnantes monstruos, Alemania y Rusia, se ahoguen juntos en un choque mortal en el lodo del invierno!». Oliver Harvey, del Ministerio de Asuntos Exteriores, quedó asombrado de lo profundo que era el encono hacia Moscú entre los miembros del gobierno: «Los ministros laboristas… están tan predispuestos contra los soviéticos como el primer ministro, por el odio y el temor que les inspiran los comunistas de nuestro país». Según este diplomático, al propio Churchill solían asaltarle las dudas y se preguntaba con frecuencia hasta qué punto era rentable prestar ayuda a Rusia: «Después de su entusiasmo inicial, ahora parece cada vez más resentido porque los rusos se están convirtiendo en un lastre, y dice que no podemos permitirnos el lujo de ayudarlos con hombres, sólo con material de guerra».

Pero Churchill se daba cuenta de la suerte que había tenido su país, que hasta entonces había hecho la guerra pagando un precio relativamente bajo en vidas humanas, en comparación con las pérdidas sufridas por Polonia y Francia, por no hablar de Rusia. Decía realmente maravillado: «Durante los dos años de contienda con la mayor potencia militar, armada con las armas más letales, apenas han muerto unos cien mil de los nuestros, de los cuales aproximadamente la mitad eran civiles». Una valoración tan fría de lo que, en otros tiempos, habría sido considerado las espantosas «cuentas de un carnicero», ayuda a explicar su idoneidad como líder de la nación. Robert Menzies, siendo todavía primer ministro de Australia, hizo la siguiente observación: «La postura de Winston ante la guerra es mucho más realista que la mía. Yo estoy fijándome constantemente en las “pérdidas secundarias”, exclamando “hay algunas viviendas sin luz”. Pero él es muy sabio. La guerra es algo terrible, y sólo se puede ganar a costa de vidas humanas. Así las cosas, mejor no pensar en ellas».

Churchill, desesperado de nuevo ante el panorama militar, instó al Departamento de Guerra a que acelerara los planes de ataque en el continente. «El ejército debe actuar; la gente lo quiere», dijo a John Kennedy y al director del Servicio de Inteligencia Militar durante un almuerzo en Downing Street. «Sin duda [entra] dentro de nuestras posibilidades. Podría tener un gran efecto. Los alemanes están empantanados en Rusia; ahora [es] el momento». Kennedy escribiría: «Winston está en una posición difícil. Tiene muchas presiones políticas para que actúe mientras Rusia combate desesperadamente. No para de decir, “no puedo mantener la posición”. El problema está en que con un desastre probablemente cueste mucho más trabajo mantener la posición». Las noticias que llegaban del frente oriental eran constantemente lúgubres. Las pérdidas del Ejército Rojo eran espeluznantes. Un buen pedazo del imperio de Stalin ya había caído en manos de Hitler. El 11 de octubre, después de una reunión con sus generales, Churchill se despidió de ellos y sacudió con pesimismo la cabeza. «Sí, creo que Moscú está acabada», dijo mientras tomaba lentamente el pasaje que lo conduciría a su residencia de Downing Street, donde esperaba poder echar su sueñecito de todas las tardes.

Desde el punto de vista moral, la Unión Soviética no podía reclamar nada a Gran Bretaña. Aunque Churchill hubiera dejado desguarnecidas a sus propias fuerzas armadas para enviar mucho más material a Murmansk cuando comenzó la operación «Barbarroja», las repercusiones en las campañas iniciales del frente oriental habrían sido muy pocas. Así las cosas, los jefes de Estado Mayor estaban sumamente preocupados por el impacto que pudieran tener los préstamos de ayuda a los soviéticos en las fuerzas blindadas y aéreas de los británicos tanto de Oriente Medio como del Lejano Oriente, que, en cualquier caso, eran gravemente inadecuadas. Y lo que era peor: los envíos de equipamiento americano a Gran Bretaña se habían visto seriamente reducidos para que Roosevelt pudiera cumplir con sus obligaciones con Stalin. Conociendo la precaria situación del arsenal británico en 1941, era absurdo imaginar que Churchill pudiera haber hecho mucho más para ayudar a los rusos. Sin embargo, en 1942 se abrió un profundo abismo entre las iniciativas de británicos y americanos por un lado y las cantidades de material enviado a los rusos por otro. Desde luego resultó bastante irónico que unos tramposos a toda costa, los soviéticos, proclamaran de inmediato su indignación moral —que tal vez sentían sinceramente— ante la actitud de Gran Bretaña y Estados Unidos. Pero la realidad principal de las posteriores operaciones militares es que los rusos se encargaron de llevar a cabo todas las matanzas necesarias para destruir el nazismo, mientras las potencias occidentales avanzaban a su paso perfectamente calculado hacia un enfrentamiento largamente pospuesto con la Wehrmacht.

Después de 1945, durante muchos años las democracias consideraron gratificante concebir la Segunda Guerra Mundial en Europa como una batalla por la supervivencia que libraron ellas y la tiranía nazi. Pero quien decidió rotundamente el resultado militar de la contienda fue el ejército de la tiranía soviética, y no el del combinado angloamericano. Curiosamente, muchos británicos de la época supieron entender mejor que sus descendientes esa realidad.