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Fuego griego

1. EN BUSCA DE ACCIÓN

En el otoño de 1940, incluso los enemigos de Churchill en Westminster y en Whitehall tuvieron que admitir que, desde que había tomado posesión de su cargo, había mostrado un notable aumento de su prudencia. No se había convertido en alguien distinto del personaje que había sido siempre, pero se había despojado del manto de inconformismo. Tenía el aspecto y el lenguaje de un rey. —«¡Sí, un rey de pies a cabeza!»—, eso sí, patéticamente consciente de que era un servidor de la democracia. En unos pocos meses había alcanzado un dominio personal del país que convertía a sus colegas en meros acólitos, casi invisibles a la sombra de su pedestal. Sólo Eden y Bevin causaban tanto impacto sobre la imaginación popular.

Entre los políticos y altos cargos, sin embargo, seguía viva una incertidumbre generalizada, aunque se expresaran al respecto con discreción. Los alemanes no habían invadido Inglaterra, sí, pero ¿qué iba a pasar? ¿Qué posibilidades de victoria tenía Gran Bretaña? El capitán Basil Liddell Hart, famoso escritor de obras de doctrina militar, no veía más opciones que el empate y, por consiguiente, instaba a que se alcanzara una paz negociada. En el mes de septiembre Dalton comunicaba que Beaverbrook era «muy derrotista», pues estaba convencido de que Gran Bretaña debía simplemente «esperar y defenderse hasta que Estados Unidos entre en guerra». Pero ¿llegaría a ocurrir esto alguna vez? Raymond Lee, agregado militar de la embajada estadounidense en Londres, era uno de los muchos americanos que se preguntaban qué había querido decir el presidente Roosevelt cuando prometió que su país iba a ayudar a Inglaterra «por todos los medios menos con la guerra». Lee buscó una respuesta consultando a los diplomáticos más veteranos de su embajada: «Dicen que no lo sabe nadie, que depende de lo que R. piense de un día para otro. Me pregunto si a los de Washington se les ocurrirá alguna vez que no tienen derecho a declarar la guerra por la gracia de Dios. Quizá un día se despierten y se encuentren de repente con que otros han declarado la guerra a Estados Unidos. Ésa es la forma en que actúan Alemania y Japón. ¿O tal vez es en ese sentido en el que está maniobrando Roosevelt?».

Una vez ganada la batalla de Inglaterra, el desafío más importante al que se enfrentaba Churchill era encontrar otro terreno en el que luchar. En julio de 1940, Lee se sentía lleno de admiración por la firmeza de Gran Bretaña ante la amenaza de invasión. Pero sugería irónicamente que si, por el contrario, Hitler lanzaba a sus ejércitos contra el este de Europa, «Inglaterra volvería a meterse en la cama tranquilamente». Del mismo modo, el diputado Harold Nicolson decía: «Si Hitler pospusiera la invasión y se dedicara a perder el tiempo en África y en el Mediterráneo, nuestra moral se debilitaría». Mientras le pareció que Gran Bretaña iba a enfrentarse a una catástrofe inminente, su pueblo mostró una fortaleza notable. Pero un rasgo curioso del comportamiento de los británicos durante la guerra fue que a medida que fue alejándose el momento de peligro, muchos ciudadanos de a pie empezaron a abrigar la fantasía de que la terrible situación que estaban atravesando no tardaría en pasar, y el espectro de la guerra fue disipándose poco a poco. El soldado Edward Stebbing escribía el 14 de noviembre: «He oído decir a muchos miembros de esta unidad que desearían que la guerra acabara tanto si ganamos como si perdemos… Casi cada día oigo alguna variación de la misma idea, y la razón en todos los casos es que casi todos nosotros estamos hartos del asunto… El gobierno es criticado por su falta de agresividad».

Un corresponsal escribió a Ernest Bevin desde Portsmouth: «La pasada noche, durante nuestra reunión semanal de delegados, en representación de miles de trabajadores… los miembros se mostraron muy decepcionados por el hecho de que no dijera usted en público que el gobierno tenía intención de seguir adelante con la guerra de manera más enérgica, y de que pretendía emprender la ofensiva, en vez de estar siempre a la defensiva… Tenemos oficiales retirados que nos dicen que no tenemos líderes. Que no hemos ganado una batalla desde que empezó la guerra y que por ese motivo no se nos unirá ningún país, pues todos saben perfectamente que Alemania los atacaría y se los comería mientras nuestro gobierno debate la cuestión… En nuestras asociaciones de trabajadores hay unionistas, liberales y laboristas, todos unidos para forzar al actual gobierno a dimitir a la primera oportunidad, y si no sucede algo enseguida, las autoridades no serán capaces de sujetar a los trabajadores».

Pero ¿cómo iba Inglaterra a mostrar agresividad y capacidad de hacer algo más que resistir las acometidas del Eje con sus bombarderos y sus submarinos? Clementine Churchill preguntó un día a su marido durante el almuerzo: «Winston, ¿por qué no desembarcamos un millón de hombres en la Europa continental? Estoy segura de que Francia se levantaría y nos ayudaría». Haciendo gala de una insólita paciencia, el primer ministro contestó que habría sido imposible desembarcar un millón de hombres de una vez, y que los que fueran en vanguardia habrían sido diezmados a tiros. Allá por 1915, cuando el teniente coronel Winston Churchill se disponía a capitanear un batallón de los Reales Fusileros Escoceses en las trincheras, dijo a sus oficiales: «Al principio iremos despacio: cavaremos un poquito e iremos familiarizándonos con la situación, y luego tal vez podamos intentar realizar alguna hazaña». Esta última frase despertó poco entusiasmo entre sus camaradas en aquella ocasión, y menos aún entre sus generales una generación más tarde. Pero en el invierno de 1940 Churchill sabía que había que intentar realizar alguna «hazaña» para mantener una apariencia de energía en el esfuerzo de guerra británico.

En el ámbito interno, no iba a poder producirse una invasión alemana antes de la primavera. Los habitantes de las ciudades tuvieron que soportar los bombardeos, mientras que la marina real se encargaba de mantener la línea de salvación del Atlántico frente a los submarinos y las embarcaciones de superficie que atacaban a los mercantes. La flota había sufrido ya graves daños, y desde 1939 había perdido un acorazado, dos portaaviones, dos cruceros, veintiún submarinos y treinta y siete destructores. Estaban construyéndose más barcos, pero en 1941 las pérdidas serían aún más graves. Churchill tenía muchas esperanzas en la ofensiva de la RAF contra Alemania, pero, como él mismo observó el 1 de noviembre de 1940, «el número de bombas lanzadas es lamentablemente pequeño». Y seguiría siendo así durante mucho tiempo. Sir John Dill, jefe del Estado Mayor Imperial, dio instrucciones a su director de Operaciones Militares, el general de división John Kennedy, para que elaborara un informe estratégico sobre la forma en que podía ganarse la guerra. Kennedy dijo que lo mejor que podía ofrecer era un plan para evitar la derrota. Para que fuera posible la victoria, era indispensable la beligerancia de los americanos.

El teniente general Henry Pownall asistió a una reunión que mantuvo el primer ministro con el ejército en noviembre de 1940, y quedó impresionado por la solidez de su prudencia: «Mejor que nadie veía él con toda claridad cómo iba a ganarse la guerra, y nos recordó que durante cuatro años, de 1914 a 1918, nadie había podido prever la caída final de Alemania, que se había producido de forma tan inesperada… De momento, como sucediera durante la Gran Guerra, todo lo que podíamos hacer era seguir adelante con ella y ver qué sucedía… Habló tan bien como siempre, y quedé muy impresionado por la amplitud de miras y la paciencia con la que hablaba de la guerra en general». Churchill expresó esas mismas ideas ante los altos oficiales de la RAF con los que conferenció en Downing Street: «Cuando el primer ministro se despidió de los mariscales del Aire, les dijo que tenía la seguridad de que íbamos a ganar la guerra, pero confesó que no veía con claridad cómo íbamos a poder hacerlo».

Un documento de los jefes de Estado Mayor acerca de la estrategia futura, con fecha 4 de septiembre de 1940, daba a entender que el objetivo de Gran Bretaña debía ser «pasar a la ofensiva general en todas las esferas y en todos los teatros de operaciones con la máxima fuerza posible en la primavera de 1942». Aunque incluso aquella lejana perspectiva era puramente imaginaria, ¿qué debía hacer mientras tanto el ejército? Con su brillante conocimiento intuitivo del pueblo británico, Churchill se percataba de la importancia de la actividad militar, cosa de la que a menudo no eran capaces sus oficiales de mayor rango. Puede que la cautela de los militares fuera prudente, pero gran parte del pueblo, individuos tan poco heroicos como, por ejemplo, Edward Stebbing y sus colegas, ansiaban sentir la acción, ver algún resultado, cualquier perspectiva que no fuese la mera actitud de víctima. Por aquel entonces, a raíz de los bombardeos aéreos, corría un macabro chiste acerca del Departamento de Guerra que decía que a los soldados británicos que estaban en las trincheras iban a ponerlos a hacer calcetines de punto para los civiles.

Es uno de los principios más importantes del liderazgo en tiempo de guerra, y Churchill lo entendió perfectamente, aunque a menudo se equivocara a la hora de ponerlo en práctica. Se daba cuenta de que tenía que haber acción, aunque ésta no siempre resultara útil; tenía que haber éxitos, aunque fueran exagerados o incluso imaginarios; tenía que haber gloria, aunque fuera inmerecida. Attlee diría más tarde haciendo gala de una gran sagacidad: «De hecho, siempre estaba preguntándose: “¿Qué debería hacer ahora Inglaterra para que el veredicto de la historia fuera favorable?”… Siempre andaba buscando “los mejores momentos”, y si no tenía ninguno inmediatamente a mano, su primer impulso era fabricarlo».

Churchill abordaba la dirección de la estrategia con una seguridad que desesperaba a la mayoría de los generales británicos, pero que había ido evolucionando a lo largo de los años. Ya en 1909, decía en una carta a Clementine acerca de los generales británicos: «Estos militares muy a menudo son completamente incapaces de ver las simples verdades que se ocultan detrás de las relaciones existentes entre todas las fuerzas armadas… ¿Sabes? Me gustaría mucho tener algo de práctica en el manejo de grandes contingentes. Tengo mucha confianza en el juicio que me formo de las cosas, cuando las veo con claridad, pero me da la sensación de que sobre nada soy más consciente de la verdad que en lo tocante a las combinaciones tácticas». En 1932, hallándose Churchill de viaje por Norteamérica, Clementine leyó la célebre biografía de Stonewall Jackson escrita por G. F. R. Henderson. En una carta a su marido le decía: «El libro está lleno de denuestos contra los políticos que pretenden interferir en la actuación de sus generales en campaña… (¡Ejem!)». Su exclamación se debía, naturalmente, al recuerdo de las peleas de Churchill con los jefes de Estado Mayor de las distintas armas durante la primera guerra mundial.

Churchill se consideraba excepcionalmente capacitado para dirigir los ejércitos de tierra, la marina y las fuerzas aéreas. No consideraba que constituyera ninguna barrera para el desempeño de ese papel el hecho de no poseer ni formación militar profesional ni experiencia en campaña como alto mando. En su historia de la primera guerra mundial escribía:

En la opinión pública quedó grabada, acaso irremediablemente, una serie de convenciones absurdas. La primera y más monstruosa de ellas era que los generales y los almirantes eran más competentes a la hora de abordar las grandes cuestiones de la guerra que los hombres más capacitados que ellos en otros ámbitos de la vida. El general era, sin duda alguna, un experto en la forma en que debía mover a sus tropas, y el almirante lo era en la forma en que debía combatir con sus barcos… Pero fuera de ese aspecto técnico ambos actuaban como árbitros impotentes y engañosos en problemas para cuya solución se requería también la ayuda del estadista, del financiero, del fabricante, del inventor o del psicólogo… El liderazgo claro, la acción enérgica y la decisión rigurosa en un sentido u otro, constituyen la única senda no sólo hacia la victoria, sino hacia la seguridad e incluso la clemencia. El estado no pude permitirse el lujo de la división o la vacilación en su centro ejecutivo.

El liderazgo de Churchill se caracterizaría por las tensiones entre sus instintos y el juicio de los altos mandos profesionales del ejército británico. Un oficial polaco que asistió en la Escuela del Estado Mayor británico a una conferencia acerca de los principios de la guerra, se levantó al término de la misma para decir que el conferenciante había omitido el dato más importante: «Hay que ser más fuerte». Pero ¿en qué terreno podía Gran Bretaña lograr esa superioridad? Como ministro de Defensa, Churchill publicó una importante directiva. Las limitaciones cuantitativas, afirmaba, «hacen que al ejército de tierra le resulte imposible desempeñar un papel primordial en la derrota del enemigo, excepto cuando se trata de resistir una invasión. Esa labor sólo puede ser llevada a cabo por el aguante de la marina y sobre todo a consecuencia del predominio aéreo. El ejército de tierra puede prestar servicios muy valiosos e importantes en ultramar en operaciones de carácter secundario, y es a esas operaciones especiales a lo que deberían adaptarse su organización y su carácter». Tras la incursión de un comando británico en las islas Lofoten, Churchill escribió al comandante en jefe de la Home Fleet[8]: «Estoy encantado de que lograrais encontrar los medios de ejecutar la operación “Claymore”. Esta admirable incursión ha causado graves daños al enemigo y ha producido una cantidad inmensa de inocente placer en nuestro país». Esta última frase era más plausible que la primera.

Churchill y sus jefes militares renunciaron a toda perspectiva de entablar batalla con el grueso del ejército de Hitler. Adoptaron una estrategia basada en operaciones de menor importancia que se mantuvo, en gran medida, hasta 1944. Pantelleria, la pequeña isla italiana situada entre Túnez y Sicilia, ejerció una fascinación siniestra sobre el gabinete de guerra. Al término de una cena celebrada en Chequers en noviembre de 1940, Churchill fantaseó acerca de la eventualidad de un asalto «a manos de trescientos hombres resueltos, con la cara pintada de negro, con cuchillos entre los dientes y pistolas debajo de la chaqueta». En 1940-1941 Eden acariciaba ideas absurdas acerca de la conquista de Sicilia: «Los sicilianos siempre han sido antifascistas», afirmaba entusiasmado. Un plan del Departamento de Guerra con fecha 28 de diciembre defendía la realización de un ataque contra la isla por parte de dos brigadas de infantería. Se habló de Cerdeña y de las islas del Dodecaneso, ocupadas por los italianos. Los jefes de Estado Mayor aprendieron a no aludir al norte de Noruega cada vez que el primer ministro dejaba volar su imaginación.

Ninguno de estos planes fue llevado a la práctica, excepto una breve y embarazosa incursión en el Dodecaneso, pues las objeciones prácticas resultaron insuperables. Hasta el ataque más modesto requería el empleo de algún medio de navegación, por pequeño que fuera, y no era prudente correr semejante riesgo en una zona situada al alcance de la Luftwaffe, a menos que se dispusiera de cobertura aérea, circunstancia que habitualmente no se daba. Resultaba difícil identificar objetivos creíbles para la realización de incursiones «cruentas por sorpresa» y reunir información suficiente para que tuvieran posibilidades razonables de éxito. Por mucho que el primer ministro presionara a las fuerzas armadas británicas para que desplegaran iniciativas y agresividad, los jefes de Estado Mayor se oponían resueltamente a llevar a cabo cualquier operación que entrañara riesgos de pérdidas cuantiosas a cambio de unos simples titulares efímeros.

En otoño de 1940, África ofrecía las únicas oportunidades realistas que tenía Inglaterra de emprender una acción por tierra. Libia llevaba siendo colonia italiana desde 1911, y Abisinia desde 1936. Churchill tenía una perversa deuda de gratitud con Mussolini. Si Italia hubiera permanecido neutral, si su dictador no hubiera decidido buscar pelea, ¿en qué otra cosa se habría ocupado el ejército británico tras ser expulsado de Francia? Lo cierto es que de ese modo Gran Bretaña pudo lanzar las espectaculares campañas de África contra uno de los pocos grandes ejércitos del mundo a los que era capaz de derrotar. No todos los generales italianos eran incompetentes, ni todas las formaciones italianas combatían con desgana. Pero en ningún momento los guerreros de Mussolini demostraron estar hechos de la misma pasta que los de Hitler. El norte de África y la forzada pose de Mussolini como uno de los señores de la guerra del Eje proporcionaron a los militares británicos la ocasión de mostrar su valía. Aunque el ejército británico fuera incapaz de jugar en un estadio importante contra un adversario de primera, tenía la posibilidad de dar ánimos al país y de impresionar al mundo con una demostración de poderío en un campo de segunda.

Los jefes de Estado Mayor del ejército británico, sin embargo, seguían mostrándose escépticos respecto al valor estratégico de una intervención importante en Oriente Medio, costara lo que costara. La ruta del canal de Suez hacia Oriente, en cualquier caso, no podía utilizarse, pues el Mediterráneo era demasiado peligroso para los buques mercantes, y siguió siéndolo hasta 1943. Los campos de petróleo iraníes suministraban combustible para las actividades militares británicas en el teatro de operaciones del comandante en jefe en Oriente Medio, sir Archibald Wavell, pero estaban demasiado lejos a través de la ruta del Cabo para aprovisionar de petróleo a Gran Bretaña, que tenía que depender de los suministros llegados de América. A menudo se ha pasado por alto el hecho de que en aquellos momentos Estados Unidos era el productor de petróleo más importante del mundo. Dill aconsejaba reforzar el Extremo Oriente frente a una probable agresión de los japoneses, y en su fuero interno siguió oponiéndose a la intervención en Oriente Medio durante todo el tiempo que permaneció en su puesto como máxima autoridad militar. El jefe del Estado Mayor General del Imperio comprendía los imperativos políticos a los que se enfrentaba Churchill, pero en su mente ocupaba un lugar primordial el temor de que la aceptación de nuevos riesgos innecesarios precipitara un nuevo desastre gratuito. El primer ministro lo desautorizó. Creía que las dificultades de la inercia en Oriente Medio pesaban más que los peligros que comportaba el hecho de tomar la iniciativa. En plena guerra, ¿qué iba a decir el mundo de un país que enviaba un gran número de fuerzas a guarnecer sus posesiones en el otro extremo del planeta frente a un posible enemigo futuro, en vez de enfrentarse a un enemigo real que tenía mucho más cerca?

En septiembre de 1940 un ejército italiano a las órdenes del mariscal Graziani, formado por doscientos mil hombres y superior, por tanto, numéricamente a las fuerzas británicas de la zona en una proporción de cuatro a uno, cruzó la frontera oriental de Libia y se internó unos ochenta kilómetros en Egipto antes de que le cortaran el paso. Mientras tanto en África oriental, las tropas de Mussolini se apoderaron de la pequeña colonia de la Somalilandia británica y se adentraron en Kenia y Sudán desde sus bases de Abisinia. Wavell ordenó la evacuación de Somalilandia después de una corta resistencia. Permaneció impertérrito ante la cólera de Churchill por aquella nueva retirada.

Este primer «general del desierto» británico era muy querido en todo el ejército. Durante la primera guerra mundial, Wavell ganó una cruz militar y perdió un ojo en Ypres, y entre 1917 y 1918 estuvo en Palestina como oficial de Estado Mayor a las órdenes de Allenby, cuya biografía escribió posteriormente. Aficionado a leer obras de poesía y propenso a la introspección, Wavell pasaba entre los militares por un intelectual. Su limitación más notable era su taciturnidad, que perjudicó mucho sus relaciones con Churchill. Muchos de los que lo conocieron, impresionados acaso por su enigmática personalidad, pensaron que se hallaban en presencia de un gran hombre. Pero subsiste la incertidumbre sobre si su grandeza tenía que ver también con el dominio de los campos de batalla, donde la fuerza de voluntad de un general tiene más importancia que sus proezas culturales.

El 28 de octubre de 1940, los italianos invadieron el noroeste de Grecia. En contra de lo que esperaban, tras una lucha feroz fueron derrotados por el ejército griego y obligados a regresar a Albania, donde las dos fuerzas enfrentadas languidecieron en una posición bastante incómoda durante los cinco meses siguientes. La estrategia británica durante este período se vio dominada por los dilemas del Mediterráneo, entre los cuales destacaban sobre todo la cuestión de la ayuda a Grecia y la de la ofensiva en Libia. Churchill incitaba constantemente a su comandante en jefe a tomar la iniciativa contra los italianos en el desierto occidental, utilizando los tanques que con tanto peligro le habían hecho llegar durante el verano. Wavell insistió en que necesitaba más tiempo. Pero en aquellos momentos a esta cuestión vino a sumarse la de Grecia, asunto sobre el cual Churchill cambió varias veces de opinión. El 27 de octubre, el día antes de que Italia invadiera el territorio griego, el primer ministro despachó en tono abrupto una propuesta de Leo Amery y lord Lloyd, secretarios de estado respectivamente de la India y de las colonias, sobre la necesidad de enviar más ayuda: «No estoy de acuerdo con sus propuestas de que en este momento deberíamos hacer más promesas a Grecia y a Turquía. Es muy fácil escribir en términos generales cuando no está uno obligado a tener en cuenta los recursos, el transporte, el tiempo y la distancia».

Pero en cuanto Italia invadió Grecia, dijo a Dill que era preciso enviar la «máxima ayuda posible». En marzo de 1939, Neville Chamberlain había dado a los griegos garantías de apoyo por parte de Gran Bretaña frente a una eventual agresión. Ahora Churchill se daba cuenta de que si no actuaban, causarían la peor impresión posible a Estados Unidos, donde muchos dudaban de que Gran Bretaña pudiera hacer la guerra de un modo eficaz. En un primer momento propuso enviar aviones y armas a Grecia, en vez de tropas británicas. Dill, Wavell y Eden —que por entonces estaba de visita en El Cairo— pusieron objeciones incluso a aquello. Churchill envió a Eden un severo aviso instándole a actuar con audacia, dictado a su mecanógrafa en presencia de Jock Colville:

Estaba ahí, tumbado en su cama de cuatro columnas con colgaduras de cretona floreada, con la mesita auxiliar al lado. La señorita Hill [su secretaria] estaba sentada pacientemente frente a él, que mordisqueaba su puro, tomaba frecuentes sorbos de agua de soda helada, jugueteaba con los dedos de los pies por debajo de las sábanas y murmuraba entre dientes con una especie de gruñido lo que pretendía decir. Verlo componer un telegrama o una nota para luego dictarlo le hace a uno creer que está asistiendo a un parto: tan tensa es su expresión, tan inquietas son las vueltas que da de un lado a otro, tan curiosos los ruidos que emite al respirar. Entonces sale al fin una frase magistral y por último, lanzando un «Deme aquí», coge la hoja de papel mecanografiado y estampa en ella sus iniciales, o la modifica con su estilográfica, que sostiene de un modo complicadísimo por la parte superior.

El 5 de noviembre, Churchill se dirigió a los diputados de la Cámara, informándoles de las graves pérdidas sufridas en el Atlántico y describiendo la conversación mantenida cuando se dirigía a la Cámara de los Comunes, con los guardias provistos de armas y casco apostados a la puerta del edificio. Uno de los soldados proporcionó al primer ministro un cliché eterno de lo británico: «Qué bien se vive, si no se flaquea». Ésa, dijo Churchill a los diputados, era la consigna de Gran Bretaña para el invierno de 1940: «Ya pensaremos en algo mejor para el invierno de 1941». A continuación suspendió la sesión y se dirigió a la sala de fumadores, donde se entregó a un estudio atento del Evening News, «como si fuera la única fuente de información de la que disponía». Olvidemos por un momento el arte de su actuación en el Parlamento. ¿Qué dominio más brillante de la escena podría mostrar el líder de una democracia que leer un periódico en la sala común de los diputados de todos los partidos, estando en plena guerra y en medio de los ataques aéreos? «¿Qué tal está usted?», dice en tono risueño al diputado más desconocido… «Su simple presencia nos transmite a todos alegría y valor», escribía un diputado. «La gente se congrega alrededor de su mesa sin el menor recato».

A pesar de las protestas de Wavell, Churchill insistió en enviar una fuerza británica a sustituir a las tropas griegas que estaban de guarnición en la isla de Creta para que pudieran ir a combatir en el continente. El primer envío de material destinado a Grecia estaba formado por ocho cañones antitanque, doce Bofors y veinte mil fusiles americanos. A ellos se añadieron, a raíz de las nuevas exigencias del primer ministro, veinticuatro cañones de campaña, veinte fusiles antitanque y diez tanques ligeros. Estos sencillos materiales venían a reflejar la desesperada escasez de armas que padecían los militares británicos, por no hablar de la que sufrían los de otros países. También se enviaron algunos aviones caza del tipo Gladiator, capaces de enfrentarse a la fuerza aérea italiana, pero no desde luego a la Luftwaffe. Churchill se puso hecho una furia al leer el cable mandado por sir Miles Lampson, embajador británico en Egipto, en el que éste desdeñaba el envío de ayuda a Grecia calificándola de «completa locura». El primer ministro dijo al Foreign Office: «Espero estar protegido frente a las insolencias de este tipo». Y dictó una mordaz reprimenda a Lampson: «No debería usted mandar un telegrama a expensas del gobierno con una expresión como ésa de “completa locura”, que usted aplica a las graves decisiones de orden político que han tomado el Comité de Defensa y el Gabinete de Guerra tras considerar una variedad de requisitos y ventajas mucho mayor de lo que posiblemente llegue usted a imaginarse nunca».

La tarde del 8 de noviembre, sin embargo, volvió a cambiar de perspectiva. Eden regresó de El Cairo para comunicar al primer ministro las primeras noticias de la ofensiva que Wavell proponía lanzar en el desierto occidental para el mes siguiente. Era el comunicado que Churchill ansiaba: «Me puse a ronronear de contento como lo harían seis gatos a la vez». Ismay lo encontró «entusiasmado y feliz». El primer ministro estaba exultante: «Por fin vamos a quitarnos de encima los intolerables grilletes de la posición defensiva. Las guerras las gana el que tiene mayor fuerza de voluntad. Ahora quitaremos al enemigo la iniciativa y le impondremos nuestra voluntad». Tres días después, cablegrafió a Wavell: «Puede usted… estar seguro de que tendrá en todo momento mi pleno apoyo en cualquier acción ofensiva que emprenda usted contra el enemigo». El mismo 11 de noviembre por la noche, veintiún torpederos biplanos Swordfish despegaron del portaaviones Illustrious y lanzaron un brillante ataque contra la flota italiana de Tarento, hundiendo tres acorazados o dejándolos mal parados. Gran Bretaña empezaba a actuar con fuerza.

Churchill aceptó que la ofensiva en el norte de África asumiera la prioridad sobre cualquier otra consideración, y que no se reservaran tropas para Grecia. Una victoria en el desierto quizá convenciera a Turquía de que debía entrar en la guerra. La principal preocupación del primer ministro era que Wavell, cuyas palabras lacónicas y cuya comedida expresión no le inspiraban confianza, se decidiera a correr riesgos. Lleno de disgusto al enterarse de que la operación «Compass» había sido planeada como un «ataque» limitado, Churchill escribió a Dill el 7 de diciembre: «Si, teniendo en cuenta la actual situación, el general Wavell piensa asumir sólo pocos riesgos y no se lanza enérgicamente a la ofensiva con todas las fuerzas de las que dispone, no habrá sabido ponerse a la altura de las circunstancias… Nunca me “preocupo” por la actividad, sino por la falta de actividad». Proponía incluso una idea disparatada, a saber, que Eden sustituyera a Wavell como comandante en jefe de Oriente Medio, citando el precedente de lord Wellesley en la India durante las guerras napoleónicas. Eden se negó absolutamente a considerar siquiera la posibilidad de aceptar semejante nombramiento.

El 9 de diciembre, llegó al fin el momento de que el «Ejército del Nilo», como Churchill lo había bautizado, lanzara su ataque. La 4.a División de la India y la 7.a División Acorazada que tenía Wavell a su disposición, al mando del teniente general sir Richard O’Connor, atacaron a los italianos en el desierto occidental. La operación «Compass» se vio brillantemente coronada por el éxito. Los generales de Mussolini pusieron de manifiesto que eran unos auténticos chapuceros. En los primeros tres días fueron hechos prisioneros 38 000 hombres, a costa sólo de 624 bajas entre indios y británicos.

«Parece demasiado bonito para ser verdad», escribía Eden el 11 de diciembre. Wavell decidió aprovechar el éxito y dar rienda suelta a O’Connor. El pequeño ejército británico, reforzado en aquellos momentos por la 6.a División de Australia, se lanzó al asalto de Libia a través de la costa, tomando Bardia el 5 de enero. A las 05.40 del 21 de enero de 1941, unas bengalas rojas surcaron el cielo para anunciar el comienzo del ataque de O’Connor contra el puerto de Tobruk. Los torpedos Bangalore abrieron boquetes en las alambradas italianas. Una voz con acento australiano gritó: «¡Adelante, hijos de puta!».

A las 06.45, empezaron a avanzar pesadamente los tanques británicos. Los italianos ofrecieron una feroz resistencia, pero al amanecer del día siguiente el cielo estaba iluminado por las llamas de sus depósitos de aprovisionamiento, miles de prisioneros entraban en las jaulas británicas, y los defensores estaban dispuestos a rendirse. O’Connor mandó precipitadamente sus tanques a través del desierto con el fin de cortar la retirada a los italianos, que habían emprendido la huida. El ejército del desierto se mostraba muy animoso y estaba contentísimo. «Atravesamos aquel país desconocido dando gritos», escribió Michael Creagh, uno de los jefes de sección de O’Connor. En una rara manifestación de emoción, O’Connor preguntó al jefe de su Estado Mayor: «¡Dios mío! ¿Cree usted que saldrá todo bien?». Efectivamente, todo «salió bien». Los británicos llegaron a Beda Fomm por delante de los italianos, que acabaron rindiéndose. En dos meses, el ejército del desierto había avanzado más de seiscientos kilómetros y había hecho ciento treinta mil prisioneros. El 11 de febrero otro contingente de Wavell avanzó desde Kenia penetrando en Abisinia y Somalilandia. Después de duros combates —mucho más duros que los de Libia— también aquí los italianos se vieron arrastrados inexorablemente a la rendición final.

Durante un breve período, Wavell se convirtió en un héroe nacional. Al final del invierno y el comienzo de la primavera de 1940-1941, para el pueblo británico, castigado por los bombardeos de la Luftwaffe, temeroso aún de la invasión y consciente de la fragilidad de la línea de salvación del Atlántico, el éxito cosechado en África fue valiosísimo. Sobre Churchill recayó la delicada tarea de equilibrar el júbilo por la victoria con la cautela sobre las perspectivas de futuro. En sus alocuciones radiofónicas y en sus discursos, subrayaría una y otra vez la larga duración de la prueba por la que iban a tener que pasar y la necesidad de trabajo constante. Con esta finalidad siguió haciendo hincapié en el peligro de un desembarco alemán en Gran Bretaña: en febrero de 1941 exigió una nueva evacuación de los civiles de las regiones costeras de las zonas de peligro.

Churchill sabía con qué facilidad podía la nación caer en la inercia. Las fuerzas del ejército dedicadas a la defensa del país consagraron mucha energía a las maniobras antiinvasión, como la operación «Victor» de marzo de 1941. «Victor» se basaba en la hipótesis de que cinco divisiones alemanas, dos acorazadas y una motorizada, habían desembarcado en la costa de East Anglia. El 30 de marzo, cuando le presentaron el informe sobre estas maniobras, Churchill anotó maliciosamente, pero con intención perfectamente seria: «Todos estos datos serían valiosísimos para nuestras futuras operaciones ofensivas. Me agradaría muchísimo que los mismos oficiales elaboraran un plan sobre un eventual desembarco de una fuerza nuestra exactamente igual en la costa francesa». Aunque en aquellos momentos no era ni remotamente practicable un desembarco en Francia, Churchill se esforzó en presionar una y otra vez a los generales británicos para que abandonaran la mentalidad de defensa a ultranza.

Pero el temor y la impaciencia pública siguieron siendo constantes. «Por primera vez a mucha gente —y a mí entre otros— se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de salir derrotados», escribía Oliver Harvey, secretario particular de Eden, el 22 de febrero de 1941. «El discurso del señor Churchill me ha tranquilizado bastante», escribió Vera Hodgson, dedicada a hacer obras de caridad en Londres, tras escuchar una alocución radiofónica del primer ministro ese mismo mes. «Empezaba a sentirme un poco optimista. Empecé incluso a pensar que tal vez no hubiera invasión…, pero, según parece, él cree que la habrá. Además tenía yo la sensación de que quizá el final estuviera ya a la vista; él, en cambio, parece que piensa en unos cuantos años más. Así que no sé lo que va a ser de nosotros. Parece que estamos esperando. Esperando no sabemos qué».

Churchill tenía respuesta para las preguntas de la Srta. Hodgson. «¡Aquí está la mano que va a ganar la guerra!», dijo una noche del mes de febrero a unos invitados a Chequers, entre los que se encontraban Duff Cooper y el general Sikorski. Y extendió los dedos como quien muestra una jugada de póquer: «Escalera real: ¡Gran Bretaña, el mar, el aire, Oriente Medio y la ayuda americana!». Pero de momento todo eso no era más que palabrería. Los triunfos británicos en África generaron unas ilusiones que se hicieron añicos rápidamente. Lo que había llevado al pequeño contingente de O’Connor hasta Tobruk e incluso más allá, más que la fortaleza y el genio de los británicos, había sido la debilidad y la incompetencia de los italianos. Posteriormente, las fuerzas de Wavell habían chocado de nuevo con sus propias limitaciones, al enfrentarse a la enérgica intervención alemana.

En otoño de 1940 Hitler había declarado que no se gastaría «ni un hombre ni un céntimo» en África. Su atención estratégica se centraba en el este. Con su ambición de hacer del Mediterráneo «un lago italiano», Mussolini estaba ansioso en cualquier caso por llevar a cabo sus propias conquistas sin ayuda de Alemania. Pero cuando los italianos sufrieron aquella humillación, Hitler no quiso ver a su aliado vencido ni arriesgarse a contemplar cómo el Eje perdía el control de los Balcanes. En el mes de abril lanzó a la Wehrmacht contra Yugoslavia y Grecia. A Libia fue enviado un Afrika Korps formado por dos divisiones al mando de Erwin Rommel. Se inició así un nuevo capítulo de infortunios para los británicos.

La decisión de Churchill de enviar un ejército a Grecia en la primavera de 1941 sigue siendo una de las más controvertidas de su gestión como primer ministro durante la guerra. Cuando la misión fue propuesta por primera vez en el mes de octubre, casi todos los militares se opusieron a ella. El 1 de noviembre, Eden, secretario de estado de guerra, cablegrafió desde El Cairo diciendo: «Con los recursos de Oriente Medio no estamos en condiciones de enviar suficientes refuerzos aéreos o terrestres para poder tener una influencia decisiva sobre el desarrollo de los combates… Enviar allí semejantes fuerzas… significaría poner en peligro toda nuestra posición en Oriente Medio y arriesgar los planes de operaciones ofensivas». Estos comentarios dieron lugar a toda una parrafada del primer ministro, y llevaron a Eden a escribir dos días después en su diario: «La debilidad de nuestra política radica en que nunca nos mantenemos fieles a los planes que hacemos».

Parecía sumamente inverosímil que sólo cuatro divisiones —todos los hombres que podían sustraerse de los recursos de Wavell— pudieran marcar la diferencia entre la victoria y la derrota de los griegos. Faltaban aviones. Con la amenaza de intervención alemana cerniéndose sobre el norte de África, semejante distracción de fuerzas suponía una seria amenaza para la campaña británica en el desierto. Kennedy dijo a Dill el 26 de enero que le habría gustado ver a los jefes de Estado Mayor presentar una resistencia mucho más firme a los planes sobre Grecia. «Estábamos al borde del precipicio… el jefe del Estado Mayor General del Imperio me dijo que no se oponía, y que consideraba que las limitaciones impuestas a los primeros refuerzos que iban a ofrecerse a los griegos constituían una garantía suficiente. A mí me parecía que aquello era terriblemente peligroso… Si los alemanes avanzan hasta Tesalónica, todo el tinglado se vendrá abajo, y no habría nada que fuera de utilidad, excepto veinte divisiones y un numeroso contingente aéreo, sostenidos por unas fuerzas navales que no podemos permitirnos… Lo que deberíamos hacer es mantenernos a distancia protegidos por el agua. Todas las fuerzas que enviemos a Grecia se perderán si vienen los alemanes». Como ocurría a menudo con los consejos que daban los generales de Churchill, esta posición representaba la prudencia. Pero ¿qué habría dicho el pueblo británico, por no hablar de Goebbels, si el león británico se hubiera escondido lleno de temor detrás del Nilo?

Churchill cambió varias veces de parecer respecto a Grecia. Probablemente el indicio más significativo de su opinión más íntima podamos encontrarlo en los comentarios hechos al enviado de Roosevelt, Harry Hopkins, a comienzos de enero. El día 10 de ese mismo mes Hopkins envió a Washington el siguiente comunicado: «Piensa que Grecia está perdida, aunque ahora está enviando refuerzos a los griegos y debilitando a su ejército de África». Del mismo modo que su corazón indujo al primer ministro, en contra de toda lógica militar, a enviar más tropas a Francia en junio de 1940, también ahora lo llevó a creer que los griegos no podían ser abandonados a su suerte. Un imperativo moral básico, su habitual determinación de no hacer nada vulgar o mezquino, fue lo que impulsó el debate británico durante los primeros meses de 1941. Churchill abrigaba una ligera esperanza de que, tras el éxito de la operación «Compás», Turquía se uniera a los aliados si Gran Bretaña hacia gala de firmeza en los Balcanes.

Es probable que Churchill hubiera seguido su instinto de hacer ver que ayudaba a Grecia aunque en Oriente Medio Wavell mostrara su oposición. Lo cierto, sin embargo, es que el comandante en jefe dejó de una pieza a los militares de rango más elevado al cambiar de parecer. Cuando Dill y Eden llegaron a El Cairo a mediados de febrero en una segunda visita a la región, se encontraron con que Wavell estaba dispuesto a apoyar la intervención en Grecia. El día 19, el general dijo: «Se nos plantea una alternativa muy difícil, pero creo que seguiremos más el juego al enemigo si permanecemos inactivos que si emprendemos la acción en los Balcanes». Entonces fue cuando le tocó a Churchill mostrarse vacilante. «No se consideren obligados a emprender una campaña griega si en el fondo de su corazón piensan ustedes que va a ser otro fiasco como el de Noruega», comentó a Eden el 20 de febrero. Dill, sin embargo, dijo que creían que «había una posibilidad razonable de resistir al avance de los alemanes». Eden comentó a Wavell: «Es un asunto de militares. Son ustedes los que tienen que decidir». Wavell respondió: «La guerra consiste en elegir entre varias dificultades. Adelante». El día 24, Churchill dijo a sus hombres en El Cairo: «Aunque no nos hagamos ninguna ilusión, todos les mandamos la siguiente orden: “¡Adelante a toda máquina!”».

El compromiso con Grecia supuso una de las primeras pruebas que tuvo que superar Anthony Eden como secretario del Foreign Office, cargo al que había sido devuelto en el mes de diciembre, tras la marcha de lord Halifax para ocupar el cargo de embajador británico en Washington. A juicio de muchos de sus contemporáneos, Eden mostraba un temperamento muy inquieto, bastante petulancia y una falta de solidez que inspiraba poca confianza. Oficial de infantería durante la primera guerra mundial, dotado de un célebre encanto y un gran atractivo físico, estableció sus credenciales como político contrario al apaciguamiento dimitiendo de su ministerio en el gobierno de Chamberlain en 1938. Durante toda la guerra, y aun después, abrigó una profunda ambición de suceder a Churchill en su cargo, lo que animaba al propio primer ministro. Churchill estimaba la inteligencia y la lealtad de Eden, pero los militares lo consideraban irremisiblemente «verde todavía», con unos modales afectados que ellos identificaban con los de los homosexuales. Sir James Grigg, subsecretario permanente del Departamento de Guerra y más tarde secretario de Guerra, consideraba a Eden un «pobre sarasa débil», aunque debemos recordar que Grigg casi nunca tenía buena opinión de nadie. Pero en un mundo en el que el talento pocas veces basta, si es que alguna es suficiente, para hacer frente a los desafíos del gobierno, sigue costando trabajo encontrar un candidato mejor para ocupar la Secretaría de Asuntos Exteriores durante la guerra. Eden estuvo a menudo a la altura de Churchill a unos niveles que merecen mucho respeto. Pero sus informes a Downing Street desde el Mediterráneo en 1940-1941 ponen de manifiesto una gran volubilidad de juicio y una tendencia a la vacilación.

Dill, el jefe del ejército, seguía profundamente disgustado por tener que enviar tropas a Grecia. Pero, en el teatro de operaciones de Oriente Medio, la voz decisiva era la de Wavell. Muchos historiadores han expresado su asombro ante la idea de que este militar inteligente se comprometiera con una política que presagiaba el desastre. Pero no parece difícil explicar el comportamiento de Wavell. Durante meses, el comandante en jefe de Oriente Medio había sido espoleado y acosado por el primer ministro, que deploraba su supuesta pusilanimidad. Ya en agosto de 1940, cuando Wavell visitó Londres, Eden describió el disgusto del general ante la impaciencia que mostró Churchill con él: «Encontré a Wavell esperándome a las nueve de la mañana. Estaba a todas luces nervioso por los actos de la noche anterior y comentó que creía que debía de haber dejado bien claro que si el primer ministro no podía aprobar sus disposiciones y no tenía confianza en él, debía nombrar a otro». Aunque este primer rifirrafe se resolvió, los dos hombres no llegaron a establecer nunca una relación de amistad. Churchill escribió que Wavell era «un buen coronel mediocre… [que] quedaría muy bien como presidente de una asociación tory». El general mostró una notable torpeza social, por ejemplo sentando sus reales durante sus posteriores visitas a Londres durante la guerra en casa de «Chips» Channon, uno de los miembros más imprudentes del Parlamento, y desde luego el más rico. Durante todo el otoño de 1940, estuvieron yendo y viniendo de Downing Street a El Cairo y viceversa comunicados de tono displicente, fruto de la impaciencia del primer ministro ante la cautela de Wavell, y de la exasperación del comandante en jefe por la indiferencia de Churchill ante las realidades militares, tal como él las entendía.

Churchill presionó a Wavell, y de hecho a todos sus generales, una y otra vez, con el fin de que superaran su temor al enemigo, de que mostraran el espíritu de lucha que él apreciaba por encima de todas las cosas, y que era lo único, a su juicio, que permitiría sobrevivir a Gran Bretaña. Me parece que es necesario reconocer la soledad de los comandantes en tiempos de guerra, cuando son empujados al centro del escenario en medio del destello de los focos. A diferencia de los ministros, que en su mayoría habían sido hombres famosos en la cabina de mando de los negocios, hasta los militares, marineros y aviadores británicos de mayor rango habían desarrollado sus carreras en la más absoluta oscuridad, desconocidos para todo el mundo excepto para sus hombres. Ahora, de repente, un hombre como Wavell se veía a sí mismo convertido en foco de la atención y de las esperanzas de su país. Incluso tras los éxitos en el campo de batalla de Libia durante los últimos meses, el comandante en jefe establecido en El Cairo habría sido menos que humano si no se hubiera sentido escocido por las pullas de Churchill. En 1939 se había permitido que Polonia se enfrentara a la derrota sola, pues estaba fuera del alcance del ejército británico o del francés. En 1940 muchos franceses y belgas pensaron que habían sido traicionados por sus aliados anglosajones. En 1941, el primer ministro británico instaba casi a diario a los pueblos del mundo libre a unir sus fuerzas para disputar el dominio de los nazis. ¿Iba ahora un ejército inglés a permanecer ignominiosamente de brazos cruzados viendo cómo sucumbía Grecia?

A comienzos de marzo, Eden y Dill volaron a Atenas para reunirse con el gobierno griego. Las instrucciones que les había dado el primer ministro eran acelerar el envío de ayuda a Grecia, donde empezaron a desembarcar tropas británicas el día 4, e incitar a los turcos a adoptar una postura beligerante. Churchill no se hacía demasiadas ilusiones respecto a los riesgos: «Hemos tomado una decisión grave y peligrosa, a saber: prestar ayuda a Grecia e intentar crear un frente balcánico», escribió a Smuts el 28 de febrero. Bulgaria se unió al Eje el 1 de marzo, y Yugoslavia se vio amenazada. Los turcos permanecían decididamente neutrales, aunque los jefes de Estado Mayor temían que, como aliada, Turquía resultara un estorbo. Pero ahora que Gran Bretaña se había comprometido con Grecia, y en medio de las graves dificultades políticas y diplomáticas, Eden y Dill se esforzaron en hacer efectivas las declaraciones de buena voluntad realizadas anteriormente. Los informes enviados a Londres eran en todo momento lúgubres. El mariscal del Aire sir Arthur Tedder, al mando de la Fuerza Aérea del Desierto, se mostraba desdeñoso respecto a la palabrería de casi todos los políticos y altos mandos que tomaban decisiones en Oriente Medio. «Wavell, creo yo, es un buen hombre», escribía, «pero ¿los demás? Oscilan a diario entre un optimismo facilón y el derrotismo desesperado, y viceversa».

En una reunión del gabinete de guerra celebrada en Londres el 7 de marzo, a la que asistió el primer ministro australiano, Robert Menzies, su entusiasmo por el compromiso alcanzado con Grecia llevó a Churchill, como tantas otras veces, a hablar a la pata la llana acerca de la inconveniencia de las realidades materiales. Afirmó, por ejemplo: «Deberíamos disponer pronto de fuerzas aéreas numerosas en Grecia». En realidad, el débil contingente de la RAF —apenas unos cien aparatos— era abrumadoramente inferior a los mil trescientos cincuenta aviones del Eje. La subsiguiente campaña se vio dominada por la política de fachada. Los británicos bombardearon los depósitos del ferrocarril de Sofía en un intento de estorbar los movimientos de los pertrechos alemanes hacia Yugoslavia. Sin embargo, este ataque nocturno fue llevado a cabo sólo por seis Wellingtons, fuerza insuficiente a todas luces para interrumpir unas maniobras en las colinas de Aldershot. Los nueve escuadrones prometidos por la RAF estaban formados fundamentalmente por aparatos obsoletos y desacreditados, cazas biplanos Gladiator y bombarderos ligeros Blenheim. Tras los primeros triunfos obtenidos ante los italianos, aquellos modelos, enfrentados a los modernos cazas alemanes, no tenían nada que aportar. Su destrucción supuso también la pérdida de unos pilotos valiosísimos. A partir de enero, cuando la Luftwaffe extendió cada vez más su radio de acción por el Mediterráneo, la marina real se vio obligada a actuar casi sin cobertura aérea. Y pagó un alto precio por ello. El 14 de abril, la RAF tenía en Grecia sólo cuarenta y seis aviones operativos.

No existe ninguna prueba objetiva que permita medir los beneficios morales del intento de ayudar a Grecia aún a costa de condenar a otro ejército británico a la derrota. Los autores de la historia oficial de los servicios de inteligencia británicos durante la guerra han puesto de relieve el error de juicio que se cometió durante la primavera de 1941: Churchill y sus generales no se dieron cuenta, porque las interceptaciones de los comunicados llevadas a cabo por Ultra no se lo advirtieron, de que el objetivo fundamental de Hitler en los Balcanes no era ofensivo, sino defensivo. Lo que pretendía era proteger los campos de petróleo de Rumanía y asegurarse su flanco sur antes de atacar Rusia. Es muy poco probable, sin embargo, que este detalle, aunque Londres se hubiera dado cuenta de él, indujera a Churchill a decantarse por permanecer de brazos cruzados. A lo largo de toda su historia, Gran Bretaña había intentado una y otra vez menospreciar la importancia de la cantidad de los efectivos en el campo de batalla, enviando fuerzas inadecuadas con el fin de reafirmar los principios morales o estratégicos. Ése fue también el sistema adoptado por Churchill en marzo de 1941. Se ha indicado que Wavell habría debido dimitir antes de enviar tropas a Grecia. Pero los comandantes de campo no tienen derecho a realizar esos gestos. Wavell hizo lo que pudo para apoyar los objetivos de su país, aunque sabía que, como comandante en jefe, tendría la responsabilidad de lo que ocurriera después. El 7 de abril, cuando el jefe del Estado Mayor General del Imperio partió de El Cairo con destino a Londres en compañía de Eden, Wavell dijo a Dill a modo de despedida: «Jack, espero que seas tú quien presida mi consejo de guerra».

El resultado fue tan rápido como inevitable. Los alemanes aplastaron la resistencia yugoslava durante dos días de combates en Macedonia entre el 6 y el 7 de abril, y luego emprendieron una serie de espectaculares operaciones contra los griegos destinadas a rebasarlos por los flancos. El ejército griego estaba agotado y desmoralizado tras la campaña de invierno contra los italianos. El éxito inicial de su avance por Albania, que tanta impresión causara a los británicos, supuso el único esfuerzo del que fue capaz. Al cabo de unos días, los sesenta y dos mil soldados ingleses, australianos y neozelandeses enviados a Grecia se vieron emprendiendo desordenadamente la retirada hacia el sur, acosados en todo momento por la Luftwaffe. Una incursión aérea realizada sobre El Pireo el día 6 de abril se saldó con la voladura de un barco polvorín británico y la destrucción del puerto. El pequeño contingente de cazas enviado por la RAF fue aniquilado sin compasión.

Y lo que es peor, al mismo tiempo que los alemanes ocupaban Grecia, el Afrika Korps atacaba en Libia. El 3 de abril los británicos evacuaron Bengasi, y a continuación se vieron retirándose en tropel hacia el este por la carretera de la costa que habían utilizado en su avance triunfal dos meses antes. El 11 de abril, cuando Rommel llegó al límite de su cadena de aprovisionamiento, había hecho retroceder a los ingleses casi hasta el punto de partida de su operación «Compass». Fue una suerte que Hitler enviara a Libia un contingente demasiado pequeño y un apoyo logístico inadecuado para convertir la retirada británica en un auténtico desastre. Fueron tantos los errores de liderazgo, entrenamiento, armamento y táctica del ejército del desierto de Wavell que cabe preguntarse si habría sido capaz de repeler al Afrika Korps aún a falta de la diversión de fuerzas que supuso la aventura griega. Sin embargo, Grecia fue considerada inexorablemente responsable de la derrota en Libia.

El fiasco del desierto hizo salir a la superficie lo mejor y lo peor de Churchill. Presentó propuestas tácticas absurdas. Se mostró irritado al comprobar que la marina no bombardeaba Trípoli, base de aprovisionamiento de Rommel, acción que habría supuesto un riesgo insoportable bajo la amenaza aérea alemana. Por tierra, planteó la siguiente exigencia absurda: «El general Wavell debería recuperar la ventaja de la unidad sobre el enemigo y acabar con sus pequeños grupos de ataque, en vez de permitir que los nuestros sean acosados y perseguidos por ellos. Las patrullas enemigas deben ser atacadas en todo momento y las nuestras deben ser usadas con audacia. Las partidas británicas de pequeño tamaño, en carros blindados, montadas en motocicletas, o, si se presenta la ocasión, a pie, no deberían dudar en atacar los tanques con bombas y bombardas, tal como está previsto para la defensa de Gran Bretaña». En cambio, el primer ministro dio lo mejor de sí cuando se saltó a la torera las objeciones de los jefes de Estado Mayor y asumió el enorme riesgo de enviar a Egipto un convoy de tanques de refuerzo, llamado en clave Tiger, directamente a través del Mediterráneo, en vez de utilizar la ruta mucho más segura, pero también mucho más larga, del Cabo.

Dill volvió de El Cairo sumido en el más absoluto pesimismo. John Kennedy, director de Operaciones Militares, intentó animarlo, pero el jefe del Estado Mayor General del Imperio rechazó las palabras tranquilizadoras que le dijo su colega acerca de las perspectivas existentes. «Creo que son desesperadas. Y yo estoy terriblemente cansado». Al día siguiente Kennedy hizo la siguiente anotación: «El jefe del Estado Mayor General del Imperio está muy abatido y cree que ha perpetrado el hundimiento del imperio». Esa misma noche, en una cena con un amigo, Kennedy discutió la eventualidad de evacuar todo Oriente Medio. «Teniendo en cuenta todos los factores, era muy dudoso que pudiéramos ganar más de lo que perderíamos quedándonos allí. El prestigio y el efecto sobre los americanos quizá sean los argumentos más contundentes para quedarnos». Como muchos militares de alto rango, Kennedy se sintió aterrorizado por los acontecimientos de Grecia y por el papel desempeñado por Gran Bretaña en todo aquel desastre: «Los jefes de Estado Mayor, intimidados e influenciados enormemente por la apabullante personalidad de Winston… En estos momentos odio mi título, pues supongo que los que no están en el ajo piensan que realmente “dirijo” las operaciones y que soy en parte responsable de la absurda y desastrosa estrategia que están siguiendo nuestros ejércitos». La confianza en sí mismos de los militares británicos de alto rango se vio agotada por las sucesivas derrotas sufridas en el campo de batalla. Se sentían incapaces de oponerse a Churchill, pero también incapaces de apoyar con convicción muchas decisiones suyas. Se veían a sí mismos cargando con la responsabilidad de perder la guerra, y se daban cuenta de que no podían ofrecer ninguna propuesta alternativa para ganarla. De haber sido por ellos, los generales habrían aceptado entablar batalla sólo en los términos más favorables. El primer ministro, en cambio, creía que la pasividad operativa significaba por fuerza la condena de sus esperanzas de lograr que el pueblo británico no sucumbiera a la inercia y de persuadir a los americanos de que debían entrar en la guerra.

Tras el suicidio del primer ministro griego, Alexandros Koryzis, el día 18 de abril, la voluntad de las autoridades de su país se vino abajo. En Londres, Robert Menzies escribió al término de una reunión del gabinete de guerra el 24 de abril de 1941: «Me temo que se produzca un desastre, y ahora entiendo menos que nunca por qué Dill y Wavell aconsejaron que la aventura griega tenía méritos militares. De sus méritos morales no me cabe duda. Mejor Dunkerque que Polonia o Checoslovaquia». Y dos días después añadió: «Gabinete de guerra. Winston dice: “Sólo perderemos quinientos hombres en Grecia”. En realidad perderemos al menos quince mil. W. es un gran hombre, pero cada día es más aficionado a hacerse ilusiones».

Hacia finales de abril, un soldado joven que estaba de permiso en Lancashire y había ido a visitar a la señora Nella Last, se levantó y salió del cuarto de estar cuando la familia encendió la radio para escuchar un discurso del primer ministro. La señora Last dijo: «¿No quieres escuchar a Winston Churchill?». El invitado declinó la invitación, según anotó la mujer en su diario: «Torció la boca con gesto de desagrado y dijo: “No, lo dejo para aquéllos a los que les gustan los idiotas”. Yo respondí: “¡Eres un cascarrabias, compórtate! Nosotros creemos en Churchill… ¡Hay que creer en alguien!”. Él añadió en tono sombrío: “Bueno, no a todo el mundo le afecta tan de cerca”». La señora Last, como la inmensa mayoría del pueblo británico, anhelaba confirmar su fe en el primer ministro. Pero parecía difícil poder hacerlo en noches como aquélla: «Me pregunto si no sentí hastío y… un oscuro desconcierto respecto al futuro en el discurso de Winston, o si quizá todo estaba en mi corazón cansado. En cualquier caso, no me aportó ninguna inspiración, ninguna banderita que coger entre las manos. Por el contrario, sentí que vislumbraba unas imágenes de horror y una carnicería en las que todavía no había pensado nunca… Cada vez estoy más convencida de que se trata del “fin del mundo”, o en cualquier caso del Viejo Mundo». La pobre mujer reconocía que se sentía triste y asustada. «Es curioso lo mala que puede ponerse una, hasta no poder comer… sólo por… miedo». Harold Nicolson, subsecretario parlamentario del Ministerio de Información, escribía: «En realidad todo lo que quiere el país es cierta seguridad sobre cómo va a lograrse la victoria. Está harto de las palabras acerca de lo justa que es nuestra causa y de nuestro triunfo final. Lo que quiere son hechos que indiquen cómo vamos a derrotar a los alemanes. No tengo ni la menor idea de cómo vamos a darle esas cosas convertidas en realidad».

En Grecia, el ejército en retirada se sintió conmovido por la forma en que se produjo su separación del pueblo afligido. «Eramos casi las últimas tropas británicas que iban a ver y los alemanes probablemente estuvieran pisándonos los talones», escribió el teniente coronel R. P. Waller acerca de la retirada de su unidad de artillería por las calles de Atenas. «Pero la multitud se alineaba en las aceras y se acercaba a nuestros coches entre vítores y aplausos… Chicas jóvenes y hombres subían de un brinco al estribo de los vehículos para dar un beso o estrechar la mano a los artilleros, mugrientos y agotados. Nos tiraban flores y corrían junto a nosotros gritando: “¡Volved! ¡Tenéis que volver! ¡Adiós! ¡Buena suerte!”». Los alemanes tomaron la capital griega el 27 de abril. Se habían adueñado del país sufriendo sólo cinco mil bajas. Los británicos perdieron doce mil hombres, nueve mil de los cuales fueron hechos prisioneros. El resto de la fuerza expedicionaria de Wavell tuvo la suerte de escapar a Creta desde los puertos del Peloponeso.

Dill comunicó por radio su tristeza desde el Departamento de Guerra. «Él también tenía una idea pesimista de nuestras perspectivas en Libia, Siria e incluso Irak», señalaría lord Hankey tras una conversación con el jefe del Estado Mayor General del Imperio, «y dijo que las fuerzas acorazadas alemanas son superiores a las nuestras en número y en eficiencia… incluso en los propios tanques. Evidentemente estaba muy angustiado por la invasión, y parecía temer que Winston insistiera en despojar a este país de las fuerzas defensivas esenciales. Preguntó qué podía hacer un jefe del Estado Mayor General del Imperio si pensaba que el primer ministro estaba poniendo en peligro la salvaguardia del país». En tal caso debía dimitir, dijo Hankey, cada vez más resentido y crítico con el primer ministro. Dill farfulló en voz alta: «¿Pero se puede acaso dimitir estando en guerra?». Es curiosísimo que el jefe de las fuerzas armadas británicas se permitiera manifestar en voz alta esos sentimientos tan derrotistas en un momento como el que estaba atravesando el país, incluso ante un miembro del gobierno como Hankey. Pero pasarían otros seis meses antes de que Churchill se atreviera a destituir a Dill. Las limitaciones del general reflejaban una escasez crónica de capitanes guerreros mínimamente creíbles en la cúpula de las fuerzas armadas británicas. No era que Dill fuese estúpido, ni mucho menos. Más bien mostraba un exceso de racionalidad, unida a una falta de entusiasmo, cosa que irritaba profundamente al primer ministro.

El 20 de mayo, tres semanas después de que fuera ocupada Grecia, los paracaidistas de Kurt Student, general de la Luftwaffe, empezaron a lanzarse sobre Creta para enfrentarse a una verdadera matanza a manos de los cuarenta mil defensores ingleses de la isla, al mando del general de división Bernard Freyberg. Gracias a Ultra, los británicos conocían de antemano todo el plan enemigo e incluso sus horarios. El primer día, la batalla resultó un desastre para los alemanes. La 14.a Brigada británica los derrotó en Heraklion, y los australianos obtuvieron otra victoria en Rethymnon. La infantería neozelandesa, quizá los mejores soldados aliados que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, logró retener el aeródromo de Maleme. Pero aquella noche los comandantes neozelandeses cometieron un error fatal al retirarse de Maleme con el fin de reorganizarse para un contraataque al día siguiente. La tarde del 21 de mayo, a primera hora, un nuevo batallón de tropas alemanas de montaña aterrizó dificultosamente en ese campo en aviones de transporte Junker. Una vez asegurado el aeródromo, acudieron nuevos refuerzos. Las fuerzas de Freyberg empezaron a retirarse hacia el este. La marina real infligió graves pérdidas al convoy aerotransportado de refuerzo alemán, pero sufrió también daños importantes. «Estábamos con el corazón en un puño por lo de Creta», escribió Vere Hodgson el 25 de mayo. «… Creo que a Churchill le pasaba lo mismo. Parece que no le importó la evacuación de Grecia, pero llevará muy a mal la pérdida de Creta».

Mientras los alemanes reforzaban su dominio sobre la isla y Freyberg recibía la autorización de Wavell para evacuarla, la Luftwaffe machacaba a la armada británica. Dos acorazados, un portaaviones y numerosos barcos menores sufrieron desperfectos, y cuatro cruceros y seis destructores fueron hundidos. La de Creta se convirtió en la campaña naval británica más costosa de toda la Segunda Guerra Mundial. En tierra, los defensores perdieron dos mil hombres, que resultaron muertos, y otros doce mil, que fueron hechos prisioneros. Dieciocho mil fueron rescatados y trasladados a Egipto por la flota. Freyberg convenció a Churchill de que en sus memorias de posguerra afirmara que la campaña costó a los alemanes quince mil bajas. La cifra real, por lo demás bien conocida por entonces, fue de seis mil, incluidos dos mil muertos. Unos diecisiete mil quinientos invasores alemanes habían derrotado a una fuerza conjunta de soldados británicos y de la Commonwealth que ascendía a más de dos veces esa cifra. El 1 de junio ya había acabado todo.

Desde el punto de vista estratégico, la caída de Creta supuso para los británicos una pérdida mucho menos grave de lo que habría sido la pérdida de Malta. El almirante Cunningham creía que si se hubiera retenido la isla, los británicos habrían pagado un precio muy alto para seguir abasteciéndola frente a la apabullante superioridad aérea alemana. Fue un error de Hitler permitir que Student desplegara su división paracaidista contra la guarnición de Freyberg, en vez de lanzar a los Fallschirmjäger contra Malta, la isla más importante de Gran Bretaña en el Mediterráneo, que probablemente habría caído en poder de los alemanes. Pero Churchill había prometido al pueblo británico y al mundo que Creta sería defendida con toda firmeza. Su pérdida supuso un duro golpe para su autoridad, e incluso más aún para su fe en la capacidad de combate del ejército británico. También los civiles más sensatos se daban cuenta de las limitaciones de sus fuerzas. «La diferencia entre la capacidad del ejército británico frente a los italianos y los alemanes está sin duda demasiado clara para que pueda escapársele a nadie», escribía a su marido destinado en el frente Elizabeth Belsey, una comunista residente en Huntington que tenía una opinión profundamente cínica acerca de los dirigentes del país. «Pueden detectarse aquí y allá, especialmente en los discursos de Churchill, signos de que Gran Bretaña se da cuenta de lo delicado de su situación».

El primer ministro se vio obligado a ofrecer unas explicaciones manidas del desastre del Mediterráneo, diciendo en la Cámara de los Comunes lo siguiente: «Gran cantidad de los cañones que habrían resultado muy útiles si hubieran sido empleados en Creta han sido o están siendo montados en barcos mercantes para repeler los ataques de los aviones Focke-Wulf y Heinkel, cuya devastación se ha reducido de ese modo notablemente». Pero entonces se hartó de sus propias evasivas y dijo: «La derrota es amarga. Es inútil intentar explicar la derrota. A la gente no le gusta la derrota, ni le gustan las explicaciones que se dan de ella, por elaboradas y plausibles que sean. Para la derrota no hay más que una respuesta. La única respuesta para la derrota es la victoria. Si en tiempos de guerra un gobierno da la impresión de que a la larga no va a poder conseguir la victoria, ¿a quién le importan las explicaciones? Tiene que irse».

Churchill creía, seguramente con razón, que Creta habría podido ser retenida. Pero Freyberg había sido escogido personalmente por él para capitanear su defensa. El general neozelandés, que como Gort había recibido la Cruz Victoria en la primera guerra mundial, era el tipo de héroe que a Churchill le encantaba. Freyberg era un hombre magnífico y valeroso, pero en Creta demostró que no era apto para una responsabilidad de mando. Muchos de sus soldados eran fugitivos llegados de Grecia. El ejército británico nunca tuvo la habilidad que mostrarían más tarde los alemanes para juntar «churras con merinas» y convertir a unos elementos heterogéneos en grupos de combate improvisados, pero efectivos. La escasez de radios dificultó las comunicaciones de los británicos e impidió a Freyberg entender bien la batalla. Había pocos medios de transporte para llevar a las tropas de un sitio a otro, y la Luftwaffe hizo estragos en las carreteras o lo más parecido a las mismas que pudiera existir en la isla. Cabría sostener que las unidades de combate británicas, australianas y neozelandesas de Creta —a diferencia de la gran «cola», que degeneró en una turbamulta durante la evacuación— lucharon bien. Se sintieron desconcertadas e irritadas cuando, tras diezmar a los paracaidistas de Student, se encontraron con la orden de que debían retirarse. El fracaso de Creta fue responsabilidad de los altos mandos británicos (y neozelandeses). Pero el veredicto final era ineludible: una vez más, un ejército imperial había sido vencido, en una batalla reñida en unos términos que habrían debido favorecer a los defensores.

Unos meses más tarde Churchill afirmaría que lamentaba la aventura griega, que calificó ante Colville del único error de juicio que había cometido su gobierno. Wavell habría debido establecer guarniciones en Creta, dijo, y aconsejar al gobierno de Atenas que alcanzara el mejor acuerdo con Alemania que pudiera. Pero era una opinión expresada mientras Gran Bretaña seguía luchando por sobrevivir. En el largo plazo de la historia, la nobleza de sus propósitos en Grecia merece respeto. Como supieron ver Robert Menzies y otros, la pasividad británica frente a la destrucción de la libertad de Grecia habría causado una impresión lamentable en todo el mundo, y en especial en Estados Unidos. No obstante, los acontecimientos del Mediterráneo decepcionaron a todos los enemigos del nazismo. Un judío de Bucarest, Mikhail Sebastian, escribió: «Una vez más Alemania da la impresión de ser una fuerza invencible, demoníaca, apabullante. La sensación general es de perplejidad e impotencia». Un corresponsal de guerra alemán, Kurt Pauli, abordó a unos prisioneros británicos cerca de Corinto y adoptando una postura de condescendencia caballeresca dijo: «Habéis perdido la partida». «De eso nada», replicaron los cautivos: «Todavía tenemos a Winston Churchill».

¿Pero era suficiente con eso? Alan Brooke escribiría más tarde acerca de «la tiniebla absoluta de aquellos primeros días de calamidades, cuando ni un solo rayo de esperanza podía atravesar la profundidad del pesimismo». Resulta sorprendente que el primer ministro conservara su exuberancia. Robert Menzies escribe: «En el curso de una conversación el primer ministro se sumirá (y le sumirá a uno) en el pesimismo más absoluto respecto a algún que otro aspecto sombrío de la guerra… para inmediatamente ponerse a buscar una salida a toda costa dando paseítos con el fulgor de la batalla en la mirada. En todas las conversaciones llega inexorablemente a un punto en el que se alegra realmente de la guerra: “Fue una bendición vivir en aquel tiempo”, dice. “¿Por qué la gente considera un período como éste una serie de años perdidos de nuestra vida, cuando está fuera de duda que es el más interesante de ella? ¿Por qué consideramos la historia una cosa del pasado y olvidamos que estamos haciéndola nosotros?”».

El Oriente Próximo fue sólo uno de los muchos teatros de operaciones desde los que llegaron malas noticias al primer ministro británico. El 30 de abril, las tropas iraquíes atacaron la base aérea de la RAF en Habbaniya, cerca de Bagdad, haciendo que Churchill y Eden llegaran a la conclusión de que debían conquistar Irak para impedir que los alemanes se apoderaran del país. Los bombardeos de la Luftwaffe en Gran Bretaña continuaban de manera incesante, y en aquellos momentos ya habían causado la muerte de más de treinta mil civiles. El 10 de mayo, el enloquecido lugarteniente del Führer, Rudolf Hess, se lanzó en paracaídas sobre Escocia en una misión personal de paz que curiosamente sirvió a los intereses propagandísticos de los nazis mejor que a los británicos. Llena de perplejidad, la gente, especialmente en Moscú y en Washington, supuso que de hecho debía de ser inminente el inicio de conversaciones entre Alemania e Inglaterra. Subsistían los temores de que España se uniera al Eje. Aunque la escasez de divisas extranjeras era desesperante, no se sabe cómo el gobierno logró reunir la enorme suma de un millón de dólares para sobornar a los generales españoles y lograr que su país se mantuviera fuera de la guerra. Los pagos, acordados a través del banquero de Franco, Juan March, se efectuaron en bancos suizos. No hay pruebas de que esta generosidad influyera en la política española, pero sin duda constituye una clara señal de la preocupación británica por la neutralidad de Franco.

El 20 de mayo, los alemanes empezaron a aparecer por la Siria de la Francia de Vichy, haciendo que, una vez más contra el parecer de Wavell, Churchill decretara: «Debemos entrar». Poco después, tropas británicas, australianas y de la Francia Libre estaban librando una pequeña campaña, no por ello menos dura, contra los soldados de la Francia de Vichy, que opusieron resistencia. Churchill observó con enfado que era una lástima que no hubieran mostrado la misma determinación contra los alemanes en 1940. Las tropas de Pétain fueron finalmente derrotadas. La ocupación de Irak y Siria por Gran Bretaña no atrajo demasiado entusiasmo popular en su momento, y después tampoco ha captado demasiado el interés ni el aplauso de los historiadores. Pero ambas iniciativas reflejan la osadía de Churchill en todo su esplendor. La acción de los británicos eliminó una peligrosa inestabilidad en el flanco oriental de Wavell. La diversión de tropas causó mucha angustia en El Cairo, pero representó un acto de sabiduría estratégica. Si los alemanes se hubieran salido con la suya en su intento de levantar al mundo árabe contra los británicos, la situación de éstos en Oriente Medio habría empeorado de modo espectacular. Los modernos especialistas alemanes en historia de la guerra más prestigiosos, los autores de la monumental serie del Potsdam Institut, consideran los éxitos británicos en Siria, Irak y Abisinia más importantes para el patrón estratégico de 1941 que la derrota de Creta. Churchill, dicen, «tenía razón cuando afirmó que, en general, la situación en el Mediterráneo y en Oriente Medio era mucho más favorable para Gran Bretaña de lo que era un año antes». Sin embargo, no le parecía lo mismo en su momento al pueblo británico, dolorosamente puesto a prueba por aquel entonces.

El viernes 23 de mayo, el crucero de batalla Hood fue volado durante un breve enfrentamiento con el Bismarck. Los días siguientes, con el acorazado alemán suelto por el Atlántico Norte, fueron terribles para el primer ministro. Su abatimiento no se alivió hasta el día veintisiete, cuando, justo mientras intervenía en la Cámara de los Comunes, recibió la noticia de que el Bismarck había sido hundido. Las pérdidas de convoyes en el Atlántico seguían siendo terroríficas. La ayuda americana distó mucho de responder a las esperanzas británicas, y a menudo Churchill manifestaría su tristeza por la crueldad de las condiciones financieras exigidas por Washington. «Hasta donde yo sé», escribía el ministro de Hacienda Kingsley Wood, «no sólo van a desplumarnos, sino que van a dejarnos pelados hasta el hueso».

Oriente Medio seguía siendo el principal campo de batalla de Gran Bretaña. Pese al éxito conseguido asegurando el flanco oriental en Siria y haciéndose con el control de Irak, la confianza de Churchill en su comandante en jefe en la zona, nunca excesiva, iba disminuyendo a pasos agigantados. «Dijo algunas cosas muy duras sobre Wavell, cuya exagerada cautela y cuya inclinación al pesimismo encuentra muy antipáticas». Durante unas cuantas semanas, flaqueó la confianza en una nueva ofensiva, la operación «Battleaxe». Dijeron al almirante Cunningham que si la operación tenía éxito y las fuerzas de Wavell llegaban a Trípoli, el siguiente paso sería un desembarco en Sicilia. Semejantes fantasías enseguida se vieron desmentidas. El 17 de junio se supo en Londres que la operación «Battleaxe» había fracasado, con la pérdida de cien tanques valiosísimos. Churchill se exasperó al oír decir que Wavell pretendía evacuar Tobruk. Se trataba de una medida razonable desde el punto de vista militar, pues el valor logístico del pueblo era escaso, pero desde el punto de vista político se consideraba intolerable. En abril, en el curso de una transmisión radiofónica Churchill había calificado a Wavell de «ese magnífico comandante al que vitoreamos en los buenos momentos y al que volveremos a vitorear en los malos». Pues bien, el 20 de junio destituyó al comandante en jefe de Oriente Medio, sustituyéndolo por sir Claude Auchinleck, comandante en jefe de la India, cuya conquista de Irak había sido ejecutada con una eficiencia impresionante. A Wavell le dieron la comandancia de Delhi sólo porque Churchill temía que condenarlo al olvido causara mala impresión a la opinión pública, ante la cual el general había sido presentado como un héroe.

Clementine Churchill escribió en cierta ocasión a su marido en tono despectivo acerca del depuesto comandante en jefe de Oriente Medio: «Entiendo que posee un gran encanto personal. Eso es algo agradable en épocas civilizadas, pero no es muy útil en una guerra total». En el ejército británico había demasiados oficiales de alto rango que eran hombres agradables, carentes por completo del instinto asesino indispensable para la victoria. El autor de la mejor biografía de Wavell, Ronald Lewin, ha observado que parecía destinado a la grandeza en cualquier terreno salvo en el del alto mando en la batalla. Podría decirse de forma más brutal que Wavell valía menos de lo que su enigmática personalidad haría suponer a sus admiradores. En una ocasión dijo a Pownall: «Mi problema es que realmente no estoy interesado en la guerra». Se trataba de una limitación sorprendentemente habitual entre los militares británicos de mayor rango. Es algo que explica por qué Winston Churchill estaba mucho mejor capacitado para interpretar su papel de lo que lo estaban algunos generales para interpretar el suyo.

2. LA MAQUINARIA DE GUERRA

En ocasiones se ha dicho que durante la Segunda Guerra Mundial no se dio entre los generales y los políticos, entre las «medallas» y las «levitas», la desconfianza que reinó entre la jerarquía británica durante el conflicto de 1914-1918. Es falso. Cuando era jefe del Estado Mayor General del Imperio en 1939, Ironside comentó despectivamente a un oficial de Estado Mayor en un momento en el que se disponía a asistir a una reunión del gabinete: «Ahora voy a perder una mañana educando a esos viejos caballeros en su propio oficio». Aunque Churchill no era por entonces primer ministro, era incluido entre los despreciados «viejos caballeros».

El teniente general Henry Pownall escribió acerca del gabinete de Churchill: «Son una buena pandilla de gángsteres algunos de ellos… Bevin, Morrison y sobre todo Beaverbrook, que tiene una de las caras más desagradables que he visto nunca en un hombre». John Kennedy escribió más adelante, todavía en plena guerra: «Es un rasgo funesto de la actual situación el hecho de que exista semejante grieta entre los políticos y las fuerzas armadas. Desde luego Winston no consigue que sus hombres estén a gusto tirando juntos del carro. Es una equivocación por su parte seguir vituperando a las fuerzas armadas. Esos ultrajes los repiten otros políticos y es muy malo para los asesores de las fuerzas armadas que los hagan avergonzarse de su uniforme».

Pero la evidencia de los acontecimientos indica que las críticas del primer ministro hacia sus militares eran bien merecidas. Las deficiencias del ejército británico durante la guerra son el tema de otro capítulo de este mismo libro. Por una curiosa ironía, la maquinaria de la que disponía Churchill para dirigir el esfuerzo bélico era mucho más impresionante que los medios para hacer cumplir sus decisiones sobre el terreno. El gabinete de guerra era el principal organismo político ejecutivo de Gran Bretaña, y a él asistían regularmente los jefes de Estado Mayor, así como los ocho miembros que lo integraban: éstos eran en 1941 Churchill, Attlee, Eden, Bevin, Wood, Beaverbrook, Greenwood y sir John Anderson. A partir de él se desarrollaron unos cuatrocientos comités y subcomités, de diversa importancia e integrados por un diverso número de miembros. Los asuntos de cada arma eran dirigidos por los jefes de Estado Mayor en sus respectivas reuniones, habitualmente en ausencia de Churchill. De las 391 reuniones de jefes de Estado Mayor celebradas en 1941, Churchill presidió sólo 23, mientras que asistió a 97 de las 111 sesiones del gabinete de guerra. También dirigió 60 de las 69 reuniones del grupo operativo del Comité de Defensa de dicho gabinete, y a 12 de las 13 del grupo de abastecimientos.

Siempre se mantuvieron las formas, y el primer ministro se dirigió en todo momento a ministros y comandantes por sus títulos, y no por sus nombres. Cuando tenía un día malo, los subordinados de Churchill se asustaban al ver su intemperancia y su irracionalidad.

Pero cuando tenía el día bueno —¡y cuán extraordinariamente alto fue el número de éstos!—, su conducta lograba que una guerra de supervivencia nacional resultara soportable para los encargados de dirigirla. «Cuando está de buenas, no hay entretenimiento que supere una reunión con él», escribía un general. «El otro día presidió una reunión sobre el suministro de equipamiento a los aliados y posibles aliados. Entró nerviosamente y dijo: “Bueno, supongo que es lo de siempre. Hay demasiados cerditos y la cerda no tiene suficientes tetas”».

Los jefes de Estado Mayor se reunían todos los días, menos los domingos, a las 10.30, en una sala situada debajo del Home Office y comunicada con las salas del gabinete de guerra. Las sesiones solían continuar hasta las 13.00. Por las tardes, los jefes trabajaban en sus propios despachos, y volvían después de cenar a menos que fueran convocados a otra sesión vespertina, como sucedía en los momentos de crisis, que fueron muy numerosos. Cada lunes por la noche los jefes asistían al gabinete de guerra. El conflicto de 1914-1918 precipitó el comienzo de un cambio histórico en el equilibrio de los procesos de toma de decisión, que pasó de los comandantes sobre el terreno al primer ministro y a los jefes de las fuerzas armadas en Londres. En la Segunda Guerra Mundial, esta situación se hizo mucho más pronunciada. Los generales al frente de los ejércitos y los almirantes en el mar siguieron siendo responsables de ganar las batallas. Pero los sistemas de comunicación modernos permitieron a los individuos que ocupaban los puestos más altos en materia de asuntos nacionales influir en la dirección de las operaciones realizadas en escenarios lejanísimos, para bien o para mal, de un modo que habría sido imposible en épocas anteriores. Alan Brooke escribió más tarde: «¡Es extraño el gran papel que tiene un comité en la dirección de la guerra y lo poco que se sabe de él o que se aprecian sus funciones! El hombre de la calle nunca ha oído hablar de él».

Para que cualquier ministro o jefe de Estado Mayor de un arma del ejército pudiera influir en el primer ministro, era esencial que fuera capaz de mantener una discusión. Churchill pensaba que, si los comandantes no tenían agallas para luchar con él, era muy poco probable que pudieran luchar con el enemigo. A pocos de ellos les resultaba fácil hacerlo. El almirante sir Dudley Pound, primer lord del Mar, era uno de los muchos oficiales de rango elevado que tenían una actitud ambivalente hacia Churchill: «A veces le besarías los pies, y en otros momentos te parece que podrías matarlo». Pound era un organizador muy capaz cuya presidencia de la junta de jefes de Estado Mayor, hasta mayo de 1942, se vio perjudicada, en un primer momento, por su repulsa a hacer valer su voluntad frente al primer ministro, y después por el deterioro de su salud. El capitán Stephen Roskill, autor de la historia oficial de la marina real durante la guerra, cree que Pound no fue nunca un hombre lo suficientemente grande para desempeñar el papel que le tocó en suerte. El almirante abrigaba dudas respecto a sus propias capacidades, y en una ocasión preguntó a Cunningham si no debería dimitir de su cargo. Churchill tuvo bastante culpa de que Pound siguiera ocupando su puesto cuando quedaron patentes su mal estado de salud y su falta de carácter, totalmente inadecuada. Fue una suerte para la marina real que el almirante contara con algunos subordinados capaces y enérgicos.

El almirante sir Andrew Cunningham, comandante en jefe del Mediterráneo, que sucedió a Pound cuando éste sufrió una apoplejía mortal, se sentía frustrado por su falta de elocuencia: «Debo… confesar que tengo una dificultad innata a la hora de expresarme en las discusiones verbales, en las que nunca me he enzarzado excepto en ciertas ocasiones en que me sentía muy excitado… Me siento como una araña en medio de una tela que vibra de pura actividad». Poco después de que Cunningham asumiera su puesto en el Almirantazgo, sonó el teléfono un sábado por la tarde en su casa de Hampshire. El primer ministro deseaba hablar por el emisor de interferencias. Cunningham explicó que no tenía. Churchill dijo, con impaciencia, que irían a instalarle uno inmediatamente. El almirante y su esposa permanecieron en vela hasta que los técnicos acabaron su trabajo a la una de la mañana, cuando por fin le pasaron la conferencia con Downing Street. Para entonces el primer ministro estaba ya durmiendo. A Cunningham, considerablemente molesto, le dijeron que la emergencia ya había pasado.

El mariscal jefe del Aire, sir Charles Portal, que asumió la dirección de la RAF en octubre de 1940, era considerado por muchos el más listo de los jefes de Estado Mayor. «Peter» Portal desplegó unas dotes diplomáticas notables, sobre todo más tarde, en sus tratos con los americanos. Como muchos altos oficiales del aire, su principal preocupación eran los intereses del arma a la que pertenecía, y sobre todo la ofensiva de los bombarderos. Su personalidad no tenía colores deslumbrantes, y su conducta no había generado el anecdotario que permite a un hombre brillar en las cenas y en la historiografía de la guerra, pero el principal subordinado de Ismay, el general de brigada Leslie Hollis, rindió tributo a la inteligencia incisiva de Pound y a su calma contagiosa: «Nunca lo vi con el ceño fruncido», dijo Hollis, «ni siquiera ante los ataques crueles y sin fundamento lanzados contra la fuerza aérea. Permanecía sentado escrutando fríamente al crítico con sus ojos de espesas pestañas, sin levantar la voz ni perder la compostura, pero rebatiendo la retórica con los hechos». El ejército de tierra sentía envidia de la habilidad con la que Portal ejercía su influencia sobre el primer ministro, a menudo con más eficacia que el jefe del Estado Mayor General del Imperio. El general sir John Dill resultaba agradable y era respetado por sus colegas, pero en el verano de 1941 estaba profundamente afectado por los fracasos cosechados por su arma; su chispa iba apagándose y su confianza en sí mismo era cada vez menor. Las reuniones de los jefes de Estado Mayor celebradas a lo largo de 1941-1942 se vieron dominadas por la conciencia de que el ejército de tierra era incapaz de obtener victorias, y por la consiguiente desafección del primer ministro hacia sus líderes.

El general de división Hastings «Pug» Ismay, que fue el jefe de Estado Mayor de Churchill mientras éste fue primer ministro, en su calidad de ministro de Defensa, y representante personal del comité de jefes de Estado Mayor, fue criticado a veces y tildado de cortesano y de ser demasiado condescendiente con los caprichos de su jefe. A John Kennedy, por ejemplo, no le gustaba Ismay: «Doy gracias por haber tenido tan poco que ver con él… Ismay es tan adepto del primer ministro que es un peligro. La otra noche dijo en el club que “si el primer ministro entrara y dijera que tenía ganas de limpiarse las botas encima de mí, me echaría al suelo y dejaría que lo hiciera. Es un hombre tan grande que habría que hacer cualquier cosa por él”. Es un rasgo peligroso en un hombre que tiene tanta influencia en los consejos militares».

Pero ésta era la opinión minoritaria. La mayoría de la gente —ministros, comandantes en jefe y oficiales— respetaba el tacto y la discreción de Ismay. Él mismo pensaba que su papel consistía en presentar los deseos del primer ministro ante los jefes de las distintas armas, y viceversa, y no actuar como principal motor. Nunca ofrecía consejos estratégicos porque creía, sin duda con razón, que ello suponía usurpar las funciones de los jefes de Estado Mayor. Era un diplomático excelente, que presidía una pequeña plantilla cuyos principales integrantes eran Hollis, que había prestado servicio como oficial de la marina real a bordo de un crucero en la batalla de Jutlandia en 1916, y el brillante y austero coronel Ian Jacob, con sus gafitas, hijo de un mariscal de campo. A menudo podía verse al propio Ismay en la antesala de Churchill, mientras que la secretaría se encontraba en Richmond Terrace, justo al lado de Downing Street, apenas doblando la esquina. Allí estableció Jacob el Registro de Defensa, que anotaba todos los comunicados procedentes de los comandantes en jefe sobre el terreno, incluidos los que iban dirigidos a los jefes de Estado Mayor. Por muchos errores que cometiera el alto mando británico y por agudas que llegaran a ser las tensiones personales entre el primer ministro y sus generales, almirantes y mariscales del Aire, en todo el tiempo que Churchill ejerció de primer ministro durante la guerra lo que prevaleció entre Downing Street y los ministerios de las distintas armas del ejército fueron los niveles más altos de coordinación, disciplina del personal e intercambio de informaciones.

En la faceta civil, el primer ministro contó con los servicios de un grupo singular de funcionarios. El secretario del gabinete, sir Edward Bridges, conservó siempre su entusiasmo por las distracciones cerebrales, incluso en medio de los bombardeos aéreos. Presidía los debates tímidamente intelectuales celebrados a la hora de cenar en el comedor del personal de Downing Street, como el que se suscitó en torno a si «existe el mal más allá de la intención». Bridges tenía el mérito adicional de que estaba tan apasionadamente comprometido con la victoria a toda costa como el primer ministro, y en junio de 1940 rechazó de antemano las propuestas de establecer una miniestructura de los departamentos de Whitehall en Canadá, ante la eventualidad de una ocupación alemana de Gran Bretaña.

El personal de Downing Street se dio cuenta —como no supieron hacer algunos extraños— que, por inusual que pudiera ser el régimen de vida del primer ministro, era notablemente disciplinado. Las actas de las reuniones eran mecanografiadas y, una hora o dos después de que éstas se hubieran celebrado, aunque fuera después de media noche, ya estaban en circulación. Los secretarios particulares —durante casi toda la guerra Leslie Rowan, John Martin, Tony Bevir y John Colville— trabajaban por turnos durante el día y buena parte de la noche. «La principal dificultad consiste en entender lo que dice», escribía Martin en los primeros días que estuvo a su servicio, «y se necesita mucha habilidad para interpretar los gruñidos inarticulados o algunas palabras lanzadas sin dar más explicaciones. Creo que es conscientemente raro en esto». Como joven patricio —era nieto de lord Crewe—, que además había asistido a Harrow, la vieja escuela de Churchill, Colville gozaba de la indulgencia paternalista de su jefe. Su seguridad en sí mismo, o en realidad su engreimiento social, le permitía chismorrear con los potentados en las cenas del primer ministro sin el menor empacho, aunque su papel fuera sólo el de un humilde funcionario. Como autor de un diario, Colville desempeñó un papel histórico valiosísimo como cronista de la rutina doméstica del primer ministro.

Los integrantes del entorno personal de Churchill inspiraban desconfianza fuera del «círculo secreto», y a veces también dentro de él. Eran frecuentes las críticas a la predisposición del primer ministro a tolerar que los viejos amigos y los parientes ocuparan puestos significativos. Más adelante, todavía durante la guerra, su yerno, Duncan Sandys, se hizo sumamente impopular como subsecretario del Ministerio del Ejército. Alan Brooke llegó a jurar que dimitiría si, como se rumoreaba, aunque los rumores nunca llegaron a hacerse realidad, Sandys era ascendido a secretario de la Guerra. A menudo se ha afirmado que Beaverbrook, Cherwell y Brendan Bracken eran amigos íntimos poco recomendables del primer ministro, del mismo modo que algunos americanos importantes lamentaban la amistad de Harry Hopkins con Roosevelt. Pero a la hora de juzgar a los socios de Churchill escogidos por él mismo, la única cuestión relevante es si esos acólitos —los llamados «amigotes»— influyeron o no de manera inadecuada en sus decisiones.

Beaverbrook era el más terco y entrometido. Tanto en el cometido de sus funciones como fuera de ellas, ocupaba una sorprendente cantidad de tiempo y de atención del primer ministro. Parece que Churchill nunca se percató de la cobardía física de Beaverbrook, del todo inusual entre los integrantes de su círculo, y notada, en cambio, por la mayoría de sus colegas durante los bombardeos aéreos, cuando se retiraba siempre que podía al campo, o durante los largos viajes al extranjero realizados durante la guerra. El magnate de la prensa ejerció un poder considerable como ministro de Producción Aérea en 1940, y luego como ministro de Abastecimientos en 1941. Después siguió siendo uno de los pocos paisanos cuyas opiniones escuchaba Churchill. Beaverbrook hizo mucho daño a algunos personajes. Su desprecio abarcaba a todos los miembros de la Cámara de los Comunes de los tiempos de la guerra. «En verdad este Parlamento no es más que una farsa», decía en una carta enviada en mayo de 1941 a Hoare, que se hallaba en Madrid. «La primera fila de escaños forma parte de esa farsa. Ahí tenemos a Attlee y a Greenwood, un gorrión y un grajo, apalancados a uno y otro lado de la brillante ave del paraíso». Resulta fácil identificar los asuntos en los que Beaverbrook instó al primer ministro a hacer lo que no debía, asunto sobre el cual hablaremos más adelante. Mucho más difícil resulta descubrir un caso en el que sus reclamaciones estuvieron acertadas.

Brendan Bracken, inseparable de Churchill durante una década antes de la guerra, gozaba de un acceso fácil a su persona, cosa que disgustaba a sus rivales. Pero su influencia fue considerada mayor de lo que era en realidad, pues, debido a su afición a hablar demasiado, se jactaba mucho de ella. A los demás ministros y funcionarios les llamó a veces la atención el desparpajo con el que se dirigía al primer ministro llamándolo «Winston». Beaverbrook y él eran apodados los «caballeros del baño» en reconocimiento a los escabrosos encuentros que a veces tenían con Churchill. No obstante, aquel irlandés astuto y esquivo, con gafas de gruesas lentes y la cabeza coronada por lo que parecía una peluca de estopa rojiza, proporcionó a Churchill una utilísima fuente de información y chismorreos acerca de asuntos internos, y prestó un servicio excelente como ministro de Información desde julio de 1941 hasta mayo de 1945. Bracken, que en 1941 tenía cuarenta años, poseía una gran inteligencia y una notable capacidad de simpatía en privado. Como magnate también de la prensa de bolsillo, propietario de The Economist y presidente del Financial News, conocía perfectamente las necesidades de los medios de comunicación. Intervino a menudo para facilitar el acceso de los periodistas al ejército, y para aplacar la cólera del primer ministro cuando se pensaba que los periódicos habían sobrepasado los límites de la crítica razonable. No ejerció ninguna influencia en materias de estrategia, y rara vez estuvo presente cuando se trataron estos temas.

El profesor Frederick Lindemann, el asesor científico personal del primer ministro, nombrado lord Cherwell en junio de 1941, era el que despertaba menos simpatías de los íntimos de Churchill. Nadie ponía en duda su inteligencia, pero su arrogancia intelectual y su afición a las vendettas llegaron a crearle muchos enemigos. Cherwell, que en 1941 tenía cincuenta y cinco años, había heredado una fortuna creada gracias a las depuradoras de agua en Alemania. Le encantaba alardear de su riqueza ante sus colegas científicos menos afortunados, presentándose a veces en las reuniones de Oxford montado en un Rolls-Royce con chófer. Su costumbre de cruzar las calles mirando al frente, sin atender al tráfico, reflejaba su manera de abordar los asuntos de estado y las cuestiones de la guerra. Soltero y vegetariano, de fuertes convicciones derechistas e incluso racistas, era un hombre excéntrico y tímido. Cuando tres subordinados suyos en el Cabinet Office insistieron en ser trasladados a la marina mercante para tener un papel más activo en la guerra, sintió alarma por los secretos que pudieran llevarse consigo al mar. Les dijo: «Si ven ustedes que van a ser capturados, deben suicidarse inmediatamente».

Cuando su opinión de científico estuvo equivocada, su obstinación hizo un daño considerable. Defendió de manera obsesiva la utilización de minas aéreas como defensa frente a los ataques aéreos, dilapidando una cantidad significativa de trabajo de diseño y de producción. Su defensa de los «bombardeos de área» se basaba en una interpretación errónea de los datos, y lo llevó a perjudicar notablemente la causa de la marina real en la batalla del Atlántico. Como Churchill confiaba en Cherwell, los errores del «Profe» resultaron desproporcionadamente dañinos. El primer ministro abusó a veces de las estadísticas de Cherwell para proponer algunas tesis temerarias de su propia cosecha. Ian Jacob lo calificaba de «tábano con autorización». Teniendo en cuenta todos los factores, la contribución de Cherwell al gobierno de Churchill fue positiva. Permitió a éste sustentar con pruebas las discusiones en torno a una gran cantidad de temas.

Entre los personajes menores, el estruendoso comandante Desmond Morton era un oficial de inteligencia muy capaz, que suministró a Churchill importante información en sus años de travesía del desierto antes de la guerra, y que ejerció una influencia considerable sobre Downing Street en 1940. Más tarde, sin embargo, Morton se vio marginado, y su voz sólo sería significativa en los asuntos relacionados con Francia. Charles Wilson, el médico del primer ministro, titulado lord Moran en 1943, suscitó después de la guerra la cólera del personal de Churchill publicando los diarios íntimos de sus experiencias. Jock Colville escribió por entonces de aquel médico egoísta: «Moran raramente estuvo presente, si es que lo estuvo alguna vez, cuando se escribió la historia; pero después fue invitado a cenar con bastante frecuencia». Este comentario es tan excesivo como disparar a un ratón con una escopeta para matar elefantes. Moran no fue nunca un personaje encargado de hacer política, ni siquiera ejerció demasiada influencia. Bastaría con que hubiera servido bien a Churchill como médico, y resultó un compañero aceptable en los grandes viajes del primer ministro.

Los «amigotes» eran considerados por los críticos de Churchill meros charlatanes. Pero cada uno de ellos tenía méritos reales, aparte de cerebro. No había ningún loco en el entorno del primer ministro, aunque la solidez del juicio de cada uno no esté tan segura. Ninguno de los socios que escogió Churchill era conformista. Todos eran solitarios que iban por su cuenta, por dispuestos que estuvieran a adoptar las relaciones sociales como medio de influencia. En Whitehall y en Westminster, hombres menos dotados, con o sin uniforme, denunciaron a los falsos profetas que supuestamente llevaron por el mal camino al primer ministro. Pero casi todos los planes más descabellados de Churchill fueron fruto de su imaginación fertilísima, no de la de ningún chico travieso de su círculo íntimo. «Conservó siempre una inflexible independencia de criterio», escribió Jock Colville. «Enfocaba un problema tal como él lo veía y de todos los hombres que he conocido él fue el menos propenso a dejarse arrastrar por las opiniones, ni siquiera de sus consejeros más íntimos». Del mismo modo, Churchill formaba sus propios juicios acerca de los hombres, unas veces favorables y otras no, y se resistía mucho a la influencia de otros a la hora de modificarlos.

La interpretación de la gestión del gobierno de Churchill hecha por muchos de sus contemporáneos, incluso algunos muy próximos a la sede del poder, deriva de la promiscuidad de las conversaciones del propio Churchill. Todos los días, ya estuviera en compañía de generales, ministros, visitantes o con su propio personal privado, daba rienda suelta a sus juicios sobre las personas o los planes de acción de manera impulsiva e intemperante. Dichos juicios a veces producían hilaridad, pero a menudo también alarma y terror, incluso entre aquéllos que lo conocían desde hacía tiempo. Pero sus íntimos, sobre todo los funcionarios de la secretaría del gabinete de guerra, sabían que nada de lo que dijera Churchill se pretendía que fuera el punto de arranque para la acción, a menos que luego se viera confirmado por escrito. Sabían que a menudo hablaba sólo para ayudarse a sí mismo a formular ideas. Se ha señalado a menudo que tenía una mente indisciplinada, fuente de una auténtica plétora de ideas, unas brillantes y otras absurdas. Ismay lo llamaba «un hijo de la naturaleza». Pero el aspecto más curioso de la maquinaria encargada de dirigir la guerra que poseía Gran Bretaña era que estaba mejor ordenada que la de cualquier otro país beligerante, incluida curiosamente la de la propia Alemania y más tarde la de Estados Unidos. Un cínico habría podido señalar que Churchill creó un sistema destinado a protegerlo de sus propios excesos. Y en un grado muy considerable, lo consiguió.

A finales de la primavera de 1941, los británicos no estaban más cerca de ver la senda de la victoria de lo que lo habían estado seis meses antes. Cuando el general Raymond Lee regresó a Londres tras un viaje a Washington en el mes de abril, escribió: «La gente me sorprende… porque se la ve mucho más seria que en enero». El entusiasmo de Churchill por las fuerzas especiales y las operaciones ofensivas era consecuencia de su conciencia de que era preciso esforzarse en todo momento por mantener una apariencia de fuerza y energía. Un general dijo que su hermano le había contado un chiste, que llegó a tener una circulación muy amplia en el Departamento de Guerra. De pequeño, el narrador había asistido como invitado a una cacería en Blenheim Palace, durante la cual Churchill intentó absurdamente hacer un disparo larguísimo para matar una liebre. El niño le preguntó que por qué había malgastado el cartucho. «Jovencito», respondió alegremente Churchill, «quería que la liebre se enterara de que tenía algo que ver con todo esto». Ese mismo espíritu, aplicado a cuestiones de transcendencia mucho mayor, fue el que impulsó la actuación de Churchill durante la primavera y el verano de 1941. El Departamento de Guerra consideraba inútil retener Tobruk una vez que Rommel lo había rebasado en el mes de abril. Sólo la insistencia de Churchill llevó al despliegue en la ciudad de una guarnición australiana que no tardaría en ser más numerosa que la fuerza alemana que la rodeaba. Pero en aquella temporada de derrotas, la epopeya de los soldados de la infantería australiana —los «diggers»— resistiendo el «asedio de Tobruk» fue elevada por la propaganda británica al rango de leyenda, por lo demás utilísima.

Sin embargo, el panorama militar tenía sus limitaciones. Churchill tenía una fe exagerada en el poder de la sola audacia para superar las deficiencias materiales y numéricas. «La guerra», escribía, «consiste en luchar, morder y hacer pedazos… El más débil o el más frágil ve cómo le quitan la vida mediante ese método. Las maniobras son un mero embellecimiento, muy agradable cuando sale bien. La lucha es la llave de la victoria». Pero los acontecimientos de 1940-1941 demostraron —y la experiencia posterior vino a confirmarlo— que las fuerzas británicas podían derrotar a las de la Wehrmacht sólo cuando eran notablemente superiores. Si Hitler hubiera enviado al norte de África otras dos o tres divisiones de su gigantesco orden de batalla, es probable que Gran Bretaña hubiera sido expulsada de Egipto en 1941. Muchos militares británicos de alto rango pensaron que ese resultado era probable, aunque subestimaban los problemas logísticos de Rommel. «Supongo que se da usted cuenta de que vamos a perder Oriente Medio», dijo Dill a Kennedy el 21 de junio, comentario que venía a subrayar su falta de idoneidad para el puesto que ocupaba. Kennedy, a su vez, incurrió en la cólera de Churchill sólo por mencionar esa eventualidad en su presencia. Los británicos se libraron en 1941 del desastre en el Mediterráneo porque las prioridades estratégicas de Hitler se situaban en otra parte. El 22 de junio, Alemania invadió Rusia.