La batalla de Inglaterra
Comenzaron así en el verano de 1940 los acontecimientos que definirán para la eternidad la imagen de Inglaterra. Densas formaciones de bombarderos alemanes acompañados de su escolta de cazas zumbaban por los cielos azules en dirección a Kent y a Sussex, para enfrentarse con los Hurricanes y los Spitfires que salían a interceptarlos, trazando blancas estelas de vapor en el aire. Los aviones estéticamente más hermosos que ha visto el mundo, cuya belleza ha aumentado a ojos de la posteridad debido al papel desempeñado como salvadores de la libertad, atravesaban las formaciones de bombarderos lanzándose en picado, girando en espiral, ladeándose y disparando sin cesar. Los observadores levantaban la cabeza, como hipnotizados por el espectáculo. Los dependientes de las tiendas y las amas de casa, los empleados de banca y los escolares, oían el estruendo de las ametralladoras; veían fragmentos de avión y cartuchos vacíos que caían tintineando en sus calles y ensuciaban los jardines de las afueras; a veces incluso encontraban aviadores abatidos de uno y otro bando, que llegaban dando tumbos hasta sus puertas.
Los aviones alcanzados se hundían en el suelo vomitando humo y levantando montones de polvo que luego caía en cascada cuando sus ocupantes tenían la suerte de estrellarse y caer a tierra, porque otros estallaban en el aire y se deshacían en mil fragmentos ígneos. Fue una contienda como no ha conocido otra la experiencia humana, presenciada por millones de personas que siguieron adelante con su monótona vida cotidiana, encantadas del hecho de que los calentadores de agua hirvieran en la cocina, de que las flores brotaran en los setos de los jardines, de que se repartieran los periódicos y se sirviera miel a la hora del té a varios centenares de metros por debajo del escenario de una de las batallas más decisivas de la historia. Los pilotos que se enfrentaban al olvido eterno durante todo el día se pasaban la noche cantando en sus «locales de costumbre», cuando lograban sobrevivir. Su jerga propia de colegiales —«darse un tortazo estupendo», «estirar la pata»— pasó al lenguaje coloquial, haciendo realidad la observación de un escritor francés citado por el doctor Johnson: «Il y a beaucoup de puerilités dans la guerre».
Cuando las bombas empezaron a caer sobre las ciudades británicas, las explosiones hacían que se depositara sobre cualquier superficie una densa capa de polvo, envolviendo todo el tejido urbano del país en una monótona tonalidad gris que persistía durante la totalidad del bombardeo. No obstante, seguía habiendo islas de belleza temporal. Jock Colville quedó sorprendido al ver unas mariposas de las ortigas revoloteando alegremente sobre el césped detrás de Downing Street: «Siempre asociaré con 1940 ese jardín en verano y la esquina del Tesoro recortándose sobre un cielo azul de porcelana». Churchill, intensamente vulnerable al sentimentalismo, presenció muchas escenas que lo hicieron desfallecer. Un día, yendo en coche a Chequers, divisó una fila de gente. Ordenó al chófer que se detuviera y pidió a un detective que investigara para qué estaban haciendo cola. Cuando le dijeron que estaban esperando para comprar alpiste, el secretario particular de Churchill, John Martin, anotó: «Winston se puso a llorar».
El 10 de julio fue designado después oficialmente como el primer día de la batalla de Inglaterra, aunque a los aviadores de uno y otro bando no les pareciera muy distinto de las jornadas que lo precedieron y que lo habrían de suceder. El mes siguiente se caracterizaría por las escaramuzas sobre el canal de la Mancha y la costa meridional de Inglaterra, donde la Luftwaffe nunca perdió más de dieciséis aparatos en un día de combate —el 25 de julio— y el Mando de Cazas de la RAF no más de quince. Churchill insistió en que los convoyes costeros siguieran navegando por los Narrows, en parte para reafirmar los derechos de navegación de los británicos, y en parte para hacer que la Luftwaffe entrara en acción en unas condiciones consideradas favorables para la RAF. El 11 de agosto aumentó notablemente el desgaste: fueron abatidos 30 aparatos ingleses y 35 alemanes. El mes siguiente, Goering lanzó su gran asalto contra el Mando de Cazas, sus aeródromos, centros de control y estaciones de radar. Entre el 12 y el 23 de agosto, la RAF perdió 133 cazas en combate, y otros 44 en accidente, mientras que la Luftwaffe perdió en total 299 aviones.
A comienzos del otoño, las bajas británicas y los desperfectos sufridos por las instalaciones habían alcanzado unas proporciones críticas. Entre los jefes de escuadrilla de Dowding, 11 de 46 resultaron muertos o heridos entre julio y agosto, junto con 39 comandantes de vuelo de un total de 97. Un piloto del Mando de Cazas de veintiún años, George Barclay, de la 249.a escuadrilla, hijo de un clérigo de Norfolk, escribió tras los amargos combates del 7 de septiembre: «Nuestra desventaja ha sido hoy increíble (¡y estamos realmente abrumados!)… Hay bombas y cosas cayendo por todas partes esta noche y una cortina de fuego de artillería terrible. ¿Ha empezado el bombardeo? La frialdad del jefe de ala es asombrosa y contribuye muchísimo a mantener alta nuestra moral, cosa que es muy necesaria esta noche». Como en cualquier batalla, no todos los participantes demostraron tener madera de héroe. Tras los repetidos bombardeos alemanes sobre el aeródromo avanzado de la RAF en Manston, el personal de tierra permaneció hacinado en los refugios antiaéreos y se negó a salir de ellos y ocuparse del mantenimiento de los Hurricane. El trabajo tuvieron que hacerlo los tripulantes de los cazas nocturnos Blenheim, que todavía se encontraban fuera de servicio.
El primer ministro siguió atentamente el desarrollo de los enfrentamientos cada día. El Servicio Secreto de Inteligencia advirtió que estaba a punto de producirse un desembarco alemán en Gran Bretaña. Pero no resultaba fácil mantener al pueblo británico a un nivel tan alto de expectación. El 3 de agosto, Churchill se vio obligado a hacer una declaración: «El primer ministro desea hacer saber que la posibilidad de los intentos de invasión por parte de los alemanes sigue vigente». Llevó este espíritu a su propio hogar. Downing Street y las estancias subterráneas del gabinete de guerra estaban protegidas por pensionistas de la marina real, y la mansión de Chequers por una compañía de la Guardia. El primer ministro se encargó personalmente de realizar varios simulacros de alerta ante la posibilidad de un lanzamiento de paracaidistas alemanes sobre St. James’s Park. «Parecerá muy extraño hoy día, pero en el verano de 1940 nos lo tomábamos todos muy en serio», recordaba un funcionario de la secretaría del gabinete.
Churchill se ejercitaba con un revólver y con su propio rifle Mannlicher en un campo de tiro en Chequers, realizando los entrenamientos completamente en serio y no sin una agradable excitación. Era extraño que, después de utilizar fuerzas especiales con gran efectividad durante la guerra relámpago de mayo en el continente, los alemanes no mostraran luego demasiado interés en sus posibilidades. Un ataque directo contra Churchill en 1940, probablemente a manos de un comando de paracaidistas lanzados sobre Chequers, les habría producido muy buenos dividendos. Gran Bretaña tuvo suerte de que semejante tipo de acciones piráticas ocupara en la mente de Hitler y en la doctrina de la Wehrmacht un lugar mucho menor que en la imaginación de Churchill. En el verano de 1940, los alemanes no se habían dado cuenta todavía de lo primordial que era la figura del primer ministro para el esfuerzo de guerra de Gran Bretaña.
El suministro de aviones para el Mando de Cazas constituía un factor fundamental. Aunque la propaganda aplaudía las hazañas del Ministerio de Producción de Aparatos Aéreos, la gestión del mismo por lord Beaverbrook provocaba en Whitehall duras críticas. Durante algunas semanas el ministro dirigió el departamento desde su residencia particular, Stornoway House, en Cleveland Row, detrás del hotel Ritz. Resulta fácil comprender por qué mucha gente, entre otros ni más ni menos que Clementine Churchill, deploraba la actitud del magnate de la prensa convertido en barón, por entonces de sesenta y un años. En otro tiempo había sido partidario de la política de apaciguamiento y antes de la guerra había subvencionado en secreto la carrera política de sir Samuel Hoare, el más brillante de los ministros de Chamberlain. En enero de 1940, Beaverbrook habló al duque de Windsor, el ex rey Eduardo VIII, acerca de una posible oferta de paz a Alemania. El 6 de mayo afirmó en el Daily Express, periódico de su propiedad, que Londres no sería bombardeada y que los alemanes no atacarían la línea Maginot. El ayudante del Führer, Rudolf Hess, dijo después a Beaverbrook: «A Hitler le gusta usted mucho». El historiador G. M. Young ha señalado que Beaverbrook parecía un médico expulsado de la carrera por haber llevado a cabo una operación ilegal. Se dijo en una ocasión de sus periódicos que nunca apoyaron una causa que fuera honrada ni que se viera coronada por el éxito. El rey se opuso a su inclusión en el gabinete, pero el 10 de mayo de 1940, fecha de su nombramiento como primer ministro, Churchill escogió precisamente a ese antiguo colega del gobierno de Lloyd George de 1917-1918 como compañero de mesa durante el almuerzo.
Beaverbrook logró atraer a Churchill con un hechizo que no llegó a romperse nunca a pesar de su petulancia de viejo amigo, su deslealtad y sus insultantes meteduras de pata. La riqueza que poseía aquel magnate nacido en Canadá impresionaba al primer ministro de una manera casi mística. Churchill reconocía en el «querido Max» a otro personaje original como él, lleno de juguetona simpatía, rasgo muy difícil de encontrar aquel verano en Downing Street. A menudo se ha comentado que Churchill tenía muchos acólitos, pero pocos amigos íntimos. Más que cualquier otra persona, excepto su esposa, Beaverbrook calmaba la soledad provocada por la apurada situación y las responsabilidades del primer ministro. La fe de Churchill en la idoneidad de su antiguo camarada para el gobierno era excesiva. Pero entre los colegas de gabinete de Beaverbrook ¿quién estaba más dotado de dinamismo y determinación, rasgos que se consideraban tan fundamentales para hacer frente a los desafíos de 1940?
Como ministro, Beaverbrook trataba sin miramientos a los generales del ejército del aire, intimidaba a los magnates de la industria, desdeñaba los consejos, y prescindía de los debidos procedimientos con tal de obtener el simple objetivo de incrementar la producción de cazas. Mandaba a golpe de puñetazos en la mesa. Jock Colville sugirió en una ocasión que Beaverbrook le robaba a Churchill más tiempo que Hitler. El propio primer ministro comentó el parecido existente entre Beaverbrook y el actor de cine Edward G. Robinson, famoso especialmente por sus papeles de gángster. No cabe negar que Beaverbrook era una especie de monstruo. La RAF lo detestaba. Su éxito en el incremento de la producción de aviones se debió en gran parte a decisiones y compromisos alcanzados antes de que él tomara posesión de su cargo. Sin embargo, durante un breve período de tiempo se hizo merecedor de agradecimiento por asignar a un área tan fundamental como la de la producción de armas la urgencia que requerían las necesidades del momento. Contó con el apoyo de tres grandes funcionarios —Eaton Griffiths, Edmund Compton y Archibald Rowlands—, junto con el de sir Charles Craven, antiguo director ejecutivo de Vickers Armstrong, y Patrick Hennessy, el director de Ford en Dagenham, de sólo cuarenta y un años. Su otro gran puntal, y a veces su adversario, fue el mariscal del aire sir Wilfred Freeman, que odiaba a Beaverbrook como hombre, pero que admitiría a regañadientes su rendimiento durante aquel verano.
Las presiones que debía sufrir a diario el primer ministro eran tremendas. El gabinete de guerra se reunió ciento ocho veces en los noventa y dos días comprendidos entre el 10 de mayo y el 31 de julio. En su cartera ministerial se acumulaba un montón de papeles que parecía no disminuir nunca, «un revoltijo de asuntos operacionales, civiles, políticos y científicos». Desoyendo las objeciones del Departamento de Guerra, promocionó al general de división Millis Jefferis, militar astuto dedicado a la experimentación con nuevas armas, y ordenó que presentara sus informes directamente a Lindemann en el Cabinet Office. Insistió en que diera un destino en consonancia con sus capacidades al general Percy Hobart, inconformista y entusiasta de los acorazados, desestimando las objeciones de Dill con el comentario de que debía recordar que no sólo los niños buenos ayudan a ganar las guerras: «También sirven los chivatos y los canallas». Atormentó a los jefes del ejército apoyando una de las iniciativas personales más absurdas «del Profe», el despliegue de cohetes aéreos contra la aviación enemiga. Sir Hugh Dowding, del Mando de Cazas, quería que sus hombres mataran a los pilotos alemanes que recurrieran al paracaídas. Churchill, rechazando una conducta que consideraba deshonrosa, no lo permitiría. En un viaje realizado a finales de julio con el almirante Roger Keyes, le dijo que tenía «muchos detractores» como jefe de Operaciones Conjuntas. Keyes le contestó ásperamente: «Tal vez los tenga. Pero, bueno, ahora está usted ahí a pesar de todo». Churchill comentó: «Ahora no tengo competidores para mi trabajo. No lo conseguí hasta que no se metieron en líos».
Además de insistir en la urgencia de la producción de cazas, Churchill realizó pocas intervenciones tácticas durante la batalla de Inglaterra, pero una de las más famosas (y con razón) tuvo lugar el 21 de junio en la sala de juntas de Downing Street. Se produjo una acalorada controversia entre Lindemann y sir Henry Tizard, presidente del Comité de Investigación Aeronáutica, a propósito de una sugerencia del Servicio de Inteligencia del Aire en el sentido de que la Luftwaffe pretendía utilizar haces de luz electrónicos para guiar a sus aparatos hasta los objetivos británicos en el curso de sus ataques nocturnos. Tizard negó que semejante técnica fuera factible. Churchill lo convocó, junto con Lindemann y los oficiales de aviación de mayor rango, a una reunión a la que asistió un oficial de los servicios de inteligencia científicos de apenas veintiocho años, R. V. Jones. Pronto se puso de manifiesto que sólo él entendía el asunto. Aunque impresionado por hallarse en compañía de tan grandes personajes, Jones dijo al primer ministro: «¿Consideraría útil que les contara toda la historia desde el principio, señor?». Así de pronto la pregunta lo pilló por sorpresa, pero Churchill respondió enseguida: «¡Bueno, sí, creo que resultaría útil!». Jones tardó veinte minutos en explicar cómo sus propias investigaciones, con la ayuda de los mensajes alemanes descifrados por los servicios Ultra de descriptación de Bletchley Park —todavía rudimentarios en aquellos momentos de la guerra—, le habían ayudado a entender los sistemas de ayuda a la navegación de la Luftwaffe. Como era habitual en él, Churchill se vio a sí mismo parafraseando mentalmente unos versos de la colección de relatos folclóricos del siglo XIX llamada The Ingoldsby Legends: «Y ahora un tal señor Jones se presenta / ante nos y nos cuenta / que desde hace quince años / viene oyendo una algarabía tremenda».
Cuando Jones acabó sus explicaciones, Tizard expresó de nuevo su escepticismo. Churchill no le hizo caso y ordenó que el joven científico recibiera todo tipo de facilidades para estudiar los haces de luz germánicos. Profundamente consternado al principio por las revelaciones de Jones, se animó cuando el joven «cerebrito» le dijo que, una vez identificadas las longitudes de onda, las transmisiones podrían ser interceptadas. Jones se sintió encantado, como es natural, al ver la receptividad del primer ministro: «Allí había fuerza, determinación, humor, disposición a escuchar, a preguntar por las investigaciones y, una vez convencido, a actuar». En efecto, los haces de luz fueron interceptados. Jones se convirtió en uno de los oficiales más destacados de los servicios de inteligencia británicos de la guerra. Por desgracia, la carrera de Tizard quedó prácticamente destrozada por su equivocación. Era un viejo enemigo de Lindemann, quien a partir de ese momento dispondría de munición para desacreditarlo. Aunque era un hombre excepcionalmente capacitado que había realizado aportaciones transcendentales para la creación de las defensas de Inglaterra por medio de los sistemas de radar, Tizard no volvió a gozar nunca más de influencia. Pero el episodio de las «luces» permitió ver las mejores cualidades de Churchill: como hombre accesible, imaginativo, perspicaz, decisivo y siempre abierto a las innovaciones tecnológicas.
A partir del verano de 1940, el desciframiento de los mensajes alemanes asumió una importancia cada vez mayor para el esfuerzo de guerra británico. Algunas muestras seleccionadas, a las que se dio el nombre cifrado de «Boniface», eran entregadas diariamente a Churchill, en una caja especial de cuya llave no se permitía disponer ni siquiera a los secretarios particulares. Los jefes de Estado Mayor deploraban que el primer ministro tuviera acceso directo a Ultra, sosteniendo que a menudo se hacía falsas impresiones a partir de informaciones que no habían sido previamente filtradas, y que no entendía el significado de los comunicados del enemigo. Pero Ultra permitió al primer ministro dirigir la guerra con unos medios con los que no había contado nunca ningún otro líder nacional de la historia. Los informes Ultra desempeñaron un papel transcendental para encauzar las concepciones estratégicas de Churchill, para bien y para mal, y reforzaron su confianza en los comandantes más influyentes.
Las actividades de desciframiento de Bletchley Park, todavía incipientes en 1940, fueron la hazaña más importante de los británicos durante la guerra, y a partir de 1941 se convirtieron en la piedra angular de sus operaciones secretas. El Servicio Secreto de Inteligencia (SIS por sus siglas en inglés) estaba dirigido por el general de brigada sir Stewart Menzies, «C», quintaesencia del oficial y caballero, antiguo presidente del Pop[4] y capitán del equipo XI de cricket de Eton, miembro de la Guardia Real y socio del club White’s. Menzies debía su nombramiento a lord Halifax. Su historial resultaba más impresionante como intrigante de Whitehall que como jefe de espías, y el SIS no llegó nunca a disponer de «humint» —inteligencia humana, esto es, información obtenida por medio de agentes— acerca del alto mando del Eje. Antes de que Ultra cogiera ritmo, casi todas las valoraciones realizadas por Menzies, por ejemplo acerca de las intenciones de los alemanes en 1940-1941, fueron clamorosamente erróneas. Menzies tuvo muy poco que ver con el desarrollo de Bletchley Park antes de la guerra, pero gracias a un hábil golpe de mano se hizo con el control administrativo de sus actividades. Se encargaba de presentar personalmente al primer ministro los bocados más exquisitos preparados por los servicios de descriptación, y en consecuencia era siempre bienvenido en Downing Street. Todos los líderes nacionales sienten un estremecimiento de placer cuando tienen acceso a la información secreta. Tal era el caso especialmente de Churchill (como, por lo demás, es natural que así fuera). Menzies, proveedor de los huevos de oro de Bletchley Park, obtuvo un crédito exagerado como propietario de la gallina que los ponía.
Junto con los grandes asuntos de la defensa nacional estaban las responsabilidades constitucionales, entre ellas las reuniones habituales con el monarca. El rey y la reina estaban «un poco soliviantados», según pudo saber Jock Colville, «por el modo displicente en que los trataba: dice que va a venir a las seis, avisa por teléfono de que se retrasará hasta las seis y media, y luego llega a las siete». Sólo un rey se atrevería a sentirse molesto por el retraso de su primer ministro cuando Churchill tenía que supervisar la creación de la ruta de transporte aéreo de Takoradi que llevaba desde el África ecuatorial a Egipto, visitar los aeródromos bombardeados, obligar al Tesoro a pagar las correspondientes indemnizaciones a las casas particulares destruidas por las bombas, y escribir personalmente largas misivas a Neville Chamberlain, víctima en aquellos momentos del cáncer que acabaría con su vida en sólo tres meses. Desde luego había dificultades, reconocía el primer ministro a su antecesor en una carta de 31 de agosto: «Sin embargo, en resumidas cuentas, debo decir que me siento bastante bien con esta guerra». Pero Churchill se sintió exasperado el 10 de agosto, cuando sir Stafford Cripps, el embajador en Moscú, le presentó un informe detallándole las propuestas de reconstrucción de posguerra. Ya habría tiempo para esas cosas, pero no en el verano de 1940. Sólo a un loco se le habría ocurrido pensar de otra forma.
Mientras tanto, Gran Bretaña iba quedándose sin dinero. La guerra costaba cincuenta y cinco millones de libras a la semana, y Washington se mostraba implacable con sus exigencias de pago inmediato en efectivo por las toneladas de armas y suministros enviados al otro lado del Atlántico. El ministro de Hacienda, Kingsley Wood, propuso que se fundieran todas las alianzas matrimoniales de oro del país, expediente mediante el cual se habrían obtenido veinte millones de libras. El primer ministro respondió que el Tesoro no debía recurrir a una medida tan drástica, a menos que fuera preciso para presumir de ella y avergonzar así a Estados Unidos. El 16 de agosto visitó la Sala de Operaciones del Grupo 11 del Mando de Cazas, y observó atentamente el desarrollo de los combates de la jornada en la gran mesa de dibujo. Cuando regresaba a Chequers en su automóvil, «Pug» Ismay, su jefe de Estado Mayor, hizo cierto comentario. Churchill respondió: «No me hable. Nunca me he sentido tan conmovido». Tras unos minutos de silencio, se inclinó hacia delante y dijo: «En el terreno de los conflictos humanos nunca tantos han debido tanto a tan pocos». Ismay escribió: «Sus palabras se quedaron clavadas en mi cerebro». Aquel día, el Centro de Información Conjunta comunicó su creencia de que Hitler no tomaría ninguna decisión respecto a la invasión hasta tener claro el resultado del enfrentamiento aéreo. El 24 de agosto cayeron las primeras bombas alemanas sobre la periferia de Londres, y los aeródromos del Mando de Cazas resultaron de nuevo gravemente dañados.
El domingo 1 de septiembre, otro de los días en que los servicios de inteligencia sugirieron que podría tener lugar la invasión, pasó sin que se produjeran mayores incidentes. El día 3, el gabinete de guerra se reunió por segunda vez en la nueva Sala Central de Guerra subterránea. Churchill declaró que era «lamentable» que las fábricas británicas tuvieran previsto producir sólo quinientos mil fusiles hasta finales de 1941. El 5 de septiembre utilizó el mismo calificativo para deplorar la pasividad a la que, aparentemente, había quedado reducida la marina real tras negarse a bombardear las nuevas baterías alemanas de Cap Gris Nez, apenas a veinte millas de la costa del sur de Inglaterra. Dijo a Cunningham, comandante en jefe de las fuerzas del Mediterráneo, que la supuesta vulnerabilidad de su flota frente a la aviación italiana era «exagerada». Instó a la rápida construcción de lanchas de desembarco para facilitar las incursiones en las playas enemigas que tan ansioso estaba por lanzar.
Un bromista del Ministerio de la Guerra descubrió en el libro de Job una descripción de un caballo de guerra que los generales pensaron que encajaba perfectamente con la imagen de su superior político: «Piafa de contento en la llanura, se lanza con brío al encuentro de las armas: se ríe del miedo y no se asusta de nada, no retrocede delante de la espada. Por encima de él resuena la aljaba, la lanza fulgurante y la jabalina. Rugiendo de impaciencia, devora la distancia, no se contiene cuando suena la trompeta. Relincha a cada toque de trompeta, desde lejos olfatea la batalla, las voces de mando y los gritos de guerra». Pero aunque Churchill no desdeñara nunca los gestos y los símbolos del guerrero, lo que le interesaba también era el fondo de las cosas. Cada noche, le dijo a Colville, «me someto a un verdadero consejo de guerra para ver si he hecho algo eficaz durante la jornada. Y no me refiero sólo a dar patadas en el suelo como hacen los caballos —cualquiera puede actuar mecánicamente—, sino a algo realmente eficaz».
A cualquier historiador, como a los contemporáneos de Churchill, le cuesta trabajo concebir cómo era para él soportar la responsabilidad de mantener viva la civilización europea. Harold Nicolson escribió acerca de la enorme distancia que separaba al primer ministro del común de los mortales. Sus ojos eran «opacos, vigilantes, airados, combativos, visionarios y trágicos… los ojos de un hombre que está muy preocupado y es incapaz de fijar su atención en cosas de poca importancia… Pero en otro sentido son los ojos de un hombre enfrentado a una verdadera ordalía o a una tragedia, unos ojos en los que se combinan la amplitud de miras, la truculencia, la resolución y una gran infelicidad». Durante toda la guerra hubo momentos en los que Churchill sintió la opresión de la soledad, una soledad que sólo la compañía de Beaverbrook parecía capaz de aliviar. Fue por decisión personal, por su determinación realmente infatigable, por lo que delegó en otros tan pocas responsabilidades de mando. Pero la emoción y la exaltación que suponía representar su papel daban paso a veces a una sensación de abatimiento para superar la cual era necesaria toda su fuerza. En 1940 supo mantener perfectamente bien su ánimo, pero durante los siguientes años de la guerra se mostró propenso a arrebatos de autocompasión, a menudo acompañados de lágrimas.
La conciencia que tenía el personal particular del primer ministro de la carga de responsabilidad que pesaba sobre él hacía que le perdonara sus estallidos de falta de cortesía e intemperancia. Los ministros y los altos jefes de las fuerzas armadas se mostraron menos compasivos. Sus críticas al comportamiento de Churchill eran bastante humanas y objetivamente justas. Pero reflejan lapsos de imaginación. Pocos hombres en la historia de la humanidad han tenido que soportar una carga tan pesada, siempre presente en la primera línea de su conciencia e incluso de su subconsciente. Los sueños lo agobiaban cuando dormía, aunque rara vez revelara a otros su naturaleza. Lo asombroso es que en sus horas de vigilia conservara tanta jovialidad. Aunque era un hombre profundamente serio, desplegaba una capacidad de alegría tan notable como su poder de concentración y su memoria, o su infatigable compromiso con el trabajo duro. Pocas veces, si es que en alguna ocasión se ha dado el caso, un gran líder nacional ha desplegado una capacidad tan grande de entretener a su pueblo, haciéndole reír incluso en medio de las penalidades de la guerra.
Churchill no dudó nunca de su genio (a sus subordinados les habría gustado a menudo que lo hiciera). Pero hubo muchos momentos en los que su confianza en un resultado feliz se tambaleó ante las malas noticias provenientes del campo de batalla. Creía que el destino lo había señalado a él para entrar en la historia como salvador de la civilización occidental, y esa convicción se reflejaba en sus más mínimas palabras y acciones. Cuando un trabajador de Dover dijo a un compañero suyo al paso de Churchill: «Ahí va el maldito imperio británico», el primer ministro se sintió encantado. «¡Muy bonito!», susurró a Jock Colville, con la cara radiante. Pero, en profundo contraste con Hitler y Mussolini, conservó en todo momento una humanidad, una conciencia de que estaba hecho de barro mortal, que rara vez perdió su capacidad de conmover los corazones de los que estaban a su servicio, del mismo modo que la brillantez de su conversación provocaba la veneración que sentían por él.
No tenía miedo de nada excepto de la posibilidad de la derrota. Un día, yendo precipitadamente de Downing Street al Anexo con Colville, vestido con su habitual uniforme de levita corta negra, pantalones a rayas y pajarita azul con pintitas blancas, oyeron el silbido de las bombas al caer. El joven funcionario intentó cubrirse mientras a su alrededor resonaban las explosiones. Se levantó y vio cómo el primer ministro seguía avanzando a grandes zancadas por King Charles Street, con el bastón de pomo dorado en la mano.
Disraeli dijo en una ocasión: «Los hombres deberían ser siempre difíciles de tratar. No puedo soportar a los hombres que vienen a cenar contigo cuando tú quieres». Churchill, con sus modales turbulentos y sus momentos de insociabilidad, desde luego habría satisfecho plenamente esa exigencia. Se suponía que las mecanógrafas del primer ministro debían entender de inmediato el significado de algunas órdenes apenas farfulladas, del tipo: «Pásame a “Pug”». Cuando se les dictaba, se les exigía que respetaran todos los matices de su lenguaje extraordinariamente preciso. En una ocasión Alan Brooke se sintió ofendido porque Churchill le gritó por teléfono: «¡Largo de aquí, atontado!». Fue necesaria la intercesión del personal al servicio del primer ministro para calmar la susceptibilidad herida del general, explicándole que Churchill, que se hallaba en la cama cuando llamó Brooke, había dicho esas palabras a su gato negro, Smokey, que andaba mordisqueándole los dedos de los pies. Jock Colville y el auxiliar de secretario particular del rey, Tommy Lascelles, discutieron un día que almorzaron juntos «si en todos los grandes hombres solía haber un toque de charlatanismo», y naturalmente se referían al primer ministro. Algunas personas puntillosas rechazaban lo que percibían como crueldad de Churchill, aunque el agregado militar norteamericano Raymond Lee lo aplaudía calificándolo de «luchador pendenciero y sin escrúpulos… que está perfectamente cómodo a la hora de tratar con Hitler y Mussolini».
Churchill estaba obsesionado consigo mismo, pero mostraba ráfagas de interés por sus más íntimos justo con la frecuencia necesaria para evitar que se sintieran molestos por su egoísmo. Después de lanzar un exabrupto, de repente posó su mano sobre el hombro de su secretario particular, John Martin, y le dijo: «Sabe usted, puede que le parezca muy raro, pero en realidad sólo soy rudo con un hombre: Hitler». Manifestó su disgusto por no haber tenido tiempo de conocer a Martin en los primeros momentos de su relación, allá por el mes de mayo.
Siempre estaba encantado de recordar cosas de sí mismo, pero no era amigo de charlatanerías, en el sentido de que quisiera mostrar un interés cortés por las cosas de los demás, excepto por aquéllas que pudieran ser importantes para el estado. Se mostraba reacio incluso a fingir prestar atención a gente que no atraía su interés. Leo Amery lo comparaba con el líder británico de la primera guerra mundial: «Lloyd George era puramente superficial y receptivo, a consecuencia de su relación con sus colegas, y en ausencia de ellos, era como si no existiera, mientras que Winston es literario y se expresa a sí mismo casi sin necesidad de contacto con la mente de los demás». «Pug» Ismay sacudió la cabeza disgustado en cierta ocasión en la que el primer ministro estuvo una hora entera esperando a la tripulación de un barco para lanzarles un discurso: «Ha estado muy feo por parte del primer ministro. Es por culpa de toda esa energía desenfrenada».
El médico de Churchill, sir Charles Wilson, hablaba de la «formidable muralla de indiferencia que muestra hacia las mujeres», y que sólo su esposa Clementine y sus hijas eran a veces capaces de escalar. Clementine —excitable, profundamente moralista y sensible a la vulgaridad— a menudo era desatendida, e incluso vapuleada, en la seguridad de que siempre estaba allí. No obstante, al margen de su inquebrantable lealtad a su marido, conservó asombrosamente siempre una constante decisión a rechazar los excesos de éste y a arreglar los platos rotos en sus relaciones. El 27 de junio escribió una carta que se ha hecho justamente célebre:
Querido Winston, uno de los hombres de tu entorno (un amigo devoto) ha venido a verme y me ha dicho que corres el riesgo de resultar desagradable en general a tus colegas y subordinados debido a tus modales rudamente sarcásticos y despóticos… Mi querido Winston: debo confesar que yo misma he notado un deterioro de tus modales, que no eres tan amable como solías. Tú eres el que da las órdenes y si éstas no se cumplen correctamente, puedes echar a la calle a todo el mundo, a excepción del rey, del arzobispo de Canterbury y del Speaker de la Cámara. Por consiguiente, teniendo como tienes un poder tan terrible, debes saber conjugar la urbanidad, la amabilidad y, si te es posible, una serenidad olímpica… No puedo soportar que las personas que sirven al país y que te sirven a ti no te amen tanto como te admiran y te respetan. Además no obtendrás los mejores resultados por medio de la irascibilidad y la grosería. Guardarán hacia ti animosidad o una mentalidad de esclavo… «¡Y la rebelión en tiempos de guerra está fuera de todo lugar!». Por favor, disculpa a tu devota, atenta y amantísima.
Clemmie.
Esta nota, cuya firma iba decorada con el dibujo de un gato, fue hecha pedazos por su autora. Pero cuatro días después, la recompuso y se la entregó a su esposo (es la única carta que sepamos que le escribiera en 1940). No sólo él, sino todo el país, debe mucho a semejante mujer. Más que cualquier otro ser humano, Clementine impidió que Churchill sucumbiera a la tentación de ejercer una autoridad casi absoluta sobre su país.
Churchill no tuvo prácticamente tiempo de leer ni un libro en 1940, pero dedicaba mucha atención a la prensa diaria, auténtica ventana abierta al sentir del pueblo británico. El hambre de información del primer ministro era insaciable. Con frecuencia llamaba por teléfono personalmente al Daily Telegraph o al Daily Express a medianoche para preguntar cuál era la «sensación» que iban a incluir en portada al día siguiente. Una noche, en Chequers, hizo que Colville llamara tres veces al Almirantazgo pidiendo noticias. A la tercera, el capitán de servicio que se encontraba al otro extremo del hilo telefónico, lleno de exasperación, cedió a la invectiva. El primer ministro, que oía el murmullo de la conversación desde el otro extremo, supuso que debía de haber sido hundido al menos un crucero. Quitó el auricular a Colville, «para verse sometido a una andanada de improperios malsonantes que claramente lo dejaron fascinado. Tras permanecer a la escucha uno o dos minutos replicó con gran humildad que sólo era el primer ministro y que simplemente preguntaba si había noticias de la marina».
Detestaba la actividad física gratuita, a diferencia de la que se realizaba con alguna finalidad, y le gustaba relajarse jugando a báciga o a backgammon, entretenimientos a los que podía uno entregarse sin abandonar la conversación. Sus compañeros de juego se fijaron en su falta de destreza manual, evidente cada vez que sus dedos gordezuelos barajaban las cartas. «Tiene más ingenio que sentido del humor», señaló Charles Wilson. Colville comentó que, aunque sonreía e incluso se le oía a menudo lanzar una risita sofocada, Churchill no se reía abiertamente nunca, quizá por considerarlo una vulgaridad. La devoción que inspiraba a la mayoría de los que estaban a su servicio provenía de su actitud a la vez grandiosa y exenta de pomposidad. Un domingo, a primera hora de la mañana, en su dormitorio de Chequers, Colville notó que Churchill «se cayó entre la silla y el taburete, acabando por adoptar en el suelo una postura de lo más absurdo, con los pies por los aires. Al no tener un falso sentido de la dignidad, trató el incidente como una simple broma y lo repitió varias veces, “igual que un auténtico Charlie Chaplin”». Mostraba una falta de timidez por la propia desnudez característica de los antiguos alumnos de un colegio privado inglés, de los soldados y los patricios acostumbrados a mirar a los servidores como meras extensiones del mobiliario.
A sus ministros y a sus altos cargos les inspiraba unos sentimientos más ambiguos. Éstos se veían obligados a soportar sus monólogos, y a veces sus farragosos recuerdos, cuando mucho más útil habría resultado para él prestar atención a sus informes y —al menos eso creían ellos— a sus opiniones. «Winston se regodea con el sonido de sus adjetivos», escribía Charles Wilson. «Le gusta utilizar cuatro o cinco palabras, todas ellas con el mismo significado, igual que un viejo que le enseña a uno sus orquídeas; no para hacer ostentación de ellas, sino porque le encantan las flores. Los personajes de sus anécdotas no vuelven a la vida; son enterrados en un gran sepulcro de palabras… Sucede así que sus oyentes, cansados de las fatigas de la jornada, no aguarden más que la mínima oportunidad de meterse en la cama, dejando a Winston hablando con los que no se atrevieron a levantarse e irse».
Su volubilidad, a veces en cuestiones de máxima gravedad, exasperaba a aquéllos que tenían grandes responsabilidades. Ian Jacob observaba: «Nadie podía prever cuál iba a ser su opinión sobre un problema». Para cualquier general o miembro de la administración exhausto, que no podía, como el primer ministro, escoger sus horas de trabajo, resultaba mortificante oír que Churchill no podía discutir ninguna cuestión de vital importancia a primera hora de la tarde, pues a la puerta de su dormitorio había colgado un cartelito que llevaba la sacrosanta palabra «Descanso». Y luego el infortunado oficial o ministro era convocado a trabajar a media noche o incluso más tarde.
La crítica más demoledora realizada contra Churchill por un personaje importante era que no toleraba ningún tipo de pruebas que no se adecuaran a su propio instinto, y que a veces mostraba una actitud caprichosa e irracional. Las demostraciones de sabiduría suprema se combinaban con estallidos de petulancia infantil. Pero una vez concluidas las disputas, una vez acabado el griterío, en las cuestiones importantes cedía habitualmente ante la razón. Más o menos de la misma manera, los subordinados a los que exasperaban sus excesos en los momentos «normales» —en la medida en que la guerra admitiera alguno— se asombraban ante el modo en que el primer ministro era capaz de estar a la altura de la crisis. Las malas noticias sacaban de él lo mejor que tenía. Los desastres le inspiraban reacciones que obligaban a todo el mundo a reconocer su grandeza. Pocos colegas dudaban de su genio, y todos admiraban su inquebrantable compromiso con la guerra. John Martin habla del «fermento de ideas, la persistencia en realizar propuestas, en incitar a los altos mandos a atacar: todas ellas eran expresiones de una energía ardiente y explosiva sin la cual aquella enorme maquinaria, civil y militar, no habría podido ser movilizada de manera tan firme ni gobernada en medio de tantos reveses y dificultades». Churchill dirigía los asuntos de su país con una confianza en sí mismo que a veces quizá estuviera mal encauzada, pero que proporcionaba un elixir de esperanza a aquéllos que padecían la enfermedad crónica de los miedos racionales. En medio del mar de problemas en que se hallaba inmersa Gran Bretaña, él representaba un faro de calor y humanidad, de fuerza de voluntad y de valor supremo, virtudes por las cuales hasta sus compatriotas más exaltados y escépticos se mostraron agradecidos.
Persiste la ilusión generalizada de que en 1940 Churchill realizó constantes alocuciones por radio al pueblo británico. En realidad pronunció sólo siete discursos a través de la BBC entre los meses de mayo y diciembre, apenas uno al mes. Pero el impacto de esas alocuciones fue tremendo sobre un país que en aquellos momentos estaba pendiente de los receptores de radio como en otro tiempo los marineros azotados por la tormenta se ataban a los mástiles de sus naves. No había ningún ejército inglés avanzando cuyos pasos hubiera que seguir en el mapa, ni flotas que cosecharan victorias. Sin embargo, las agitadas frases del primer ministro, sus inquebrantables certezas en un mundo de tiranos enloquecidos, supieron mantener en su sitio a su pueblo y a su isla. Aquel verano pocas intervenciones suyas fueron más significativas que la que realizó el 23 de agosto, en el momento culminante del supuesto peligro de invasión alemana. Las gastadas defensas del país se vieron reducidas todavía más tras el envío al Comando de Oriente Medio, a las órdenes del general sir Archibald Wavell, de ciento cincuenta y cuatro tanques valiosísimos, con los que debía hacer frente al ataque previsto de los italianos contra Egipto. Además de los blindados, le mandaron cuarenta y ocho cañones de veinticinco libras, veinte Bofors, quinientas ametralladoras ligeras Bren y doscientos cincuenta fusiles antitanque. Ésta fue una de las decisiones más difíciles que tuvo que tomar Churchill durante la guerra. Debemos dar a Eden y a Dill el mérito que les corresponde por instarle a hacerlo, en vista de las dudas mostradas al respecto en un principio por el primer ministro. Es imposible que tomaran una decisión semejante sin tener la profunda creencia, un convencimiento casi perverso de que Hitler no iba a atreverse a realizar la invasión; y quizá también la certeza de que la defensa de Gran Bretaña se basaba fundamentalmente en el poderío de la RAF y de la marina real, y no en el ejército de tierra.
No es de extrañar que un paisano ignorante como «Chips» Channon escribiera el 16 de septiembre que aguardaba la «invasión casi segura» del país. Más curioso es que los altos mandos militares y los jefes del Servicio de Inteligencia compartieran esos temores, suponiendo que pudiera producirse sin previo aviso una incursión alemana masiva. Las operaciones anfibias, a diferencia de los desembarcos allí donde no existen instalaciones portuarias, no requieren meros transportes mecánicos de tropas de mar a tierra. Son consideradas las operaciones bélicas más difíciles y complejas. Fueron precisos dos años de planes y preparativos antes del regreso a Francia de los ejércitos aliados en junio de 1944. Es cierto que en el verano de 1940, Gran Bretaña se hallaba casi en cueros, mientras que cuatro años después el Muro Atlántico de Hitler se encontraba terriblemente fortificado y guarnecido. En 1940, Gran Bretaña carecía del profundo conocimiento del sistema alemán de comunicaciones sin cable que se alcanzaría más tarde durante la guerra, de modo que los jefes de Estado Mayor tenían sólo una idea fragmentaria de los movimientos de la Wehrmacht por el continente.
Con todo, no deja de ser extraordinario que hasta finales del otoño, cada vez que se producían las mareas propicias, los altos mandos británicos temieran que llegara a las costas del sur o del este de la isla un gran ejército alemán. La marina advirtió —aunque el primer ministro no lo creyera nunca— que los alemanes podrían llevar a cabo un desembarco por sorpresa de cien mil hombres. Los preparativos más importantes del enemigo con vistas a una invasión fue la concentración de 1918 barcazas en la costa de Holanda. Los responsables de planificación militar de Hitler pensaron en trasladar a tierra una primera oleada de tres regimientos aerotransportados, nueve divisiones y ciento veinticinco mil caballos, entre Ramsgate y Lyme Bay, tarea para la cual las naves disponibles eran totalmente inadecuadas. Otro problema serio, que no llegó a resolverse nunca, era que para efectuar el desembarco al amanecer que en un primer momento habría deseado la Wehrmacht, habría sido preciso cruzar el canal de la Mancha de noche. Habría sido casi imposible embarcar a las tropas y concentrar las lanchas sin llamar la atención de los británicos. La marina alemana, que nunca fue demasiado fuerte, se había visto gravemente debilitada por las pérdidas sufridas durante la campaña de Noruega. Los defensores habrían dispuesto al menos de seis horas de oscuridad para atacar a los convoyes invasores alemanes, sin peligro de que interviniera la Luftwaffe. La marina real desplegó alrededor de veinte destructores en Harwich, y un contingente similar en Portsmouth, junto con una importante cantidad de cruceros. Los convoyes invasores que cruzaran el Canal habrían sufrido pérdidas enormes, probablemente fatales. Cuando se hiciera de día, los pilotos alemanes se habrían mostrado mucho más hábiles que los de la RAF y que los del Brazo Aéreo de la Armada lanzando ataques contra los barcos, y los buques de guerra defensores habrían salido bastante malparados. Pero para una flota anfibia alemana los riesgos de destrucción habrían sido enormes. La marina real británica, con una superioridad numérica de diez a uno respecto a la flota alemana, supuso el elemento disuasorio decisivo de la operación «León Marino».
Los británicos, sin embargo, casi con la única excepción del primer ministro, pensaban que todos los peligros los amenazaban a ellos. Dill, el jefe del Estado Mayor General del Imperio, parecía «como todos los demás militares… muy preocupado y lleno de ansiedad por la invasión, convencido de que las tropas no están bien entrenadas y de que quizá no sean muy fiables». En su calidad de comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa, Brooke escribía el 2 de julio acerca de «la debilidad de nuestras defensas». La marina real temía que, si daban comienzo los desembarcos alemanes, no pudiera contar con apoyo adecuado de la RAF. El almirante sir Ernie Drax, comandante en jefe del sector Norte, declaraba que «no [estaba] convencido de que… la cooperación de nuestros cazas esté asegurada».
Los temores de los máximos responsables de las distintas armas respecto a las consecuencias de que los alemanes lograran establecer una cabeza de playa estaban justificados. Brooke creía, probablemente con razón, que si los invasores llegaban a la costa, Churchill intentaría asumir personalmente el mando de la batalla en tierra firme… con unas consecuencias catastróficas. A falta de desembarco, el primer ministro pudo desempeñar, eso sí, su extraordinaria función moral. Los temores que abrigaban los generales británicos de que se produjera un ataque sin avisar reflejaban el trauma que les había causado la derrota sufrida en Francia. Esta experiencia ofuscaba su juicio acerca de los límites de lo posible, incluso en lo tocante a la Wehrmacht de Hitler. Churchill, en cambio, abrigó siempre dudas sobre si el enemigo llegaría por fin o no. Se dio cuenta de cuál era el problema fundamental: la invasión representaba una jugada mucho más importante que el ataque de Alemania contra Occidente del día 10 de mayo. La operación «León Marino» no podía salir bien sólo en parte. Debía de alcanzar un éxito total o ser un fracaso absoluto. Teniendo en cuenta el dominio que ejercía sobre el continente y la impotencia del ejército británico, Hitler no tenía necesidad de jugárselo todo a esa carta.
Pero el primer ministro se había comprometido en cuerpo y alma a seguir adelante con la guerra. En el verano y el otoño de 1940, preparar una defensa frente a la invasión no sólo era esencial, sino que representaba casi la única actividad militar de la que era capaz Gran Bretaña. Era fundamental para excitar los ánimos del pueblo británico. Si dejaban que la gente se instalara en la pasividad, contemplando con temor la magnitud del poderío alemán, capaz de conquistarlo todo al otro lado del canal de la Mancha, ¿quién podía asegurar que iba a mantenerse en pie su voluntad de defenderse? Uno de los grandes logros de Churchill durante aquellos meses fue convencer a todos los hombres y mujeres del país de que tenían un papel que desempeñar en el drama más grande de su historia, aunque la utilidad práctica de sus acciones y de sus preparativos fuera a menudo ridículamente pequeña. Robert Hichens, joven teniente de la marina real, escribió: «Siento una alegría inmensa por ser británico, el único pueblo que se ha levantado contra el chantaje de la guerra aérea».
Entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre, la Luftwaffe realizó seiscientas salidas diarias. Morían centenares de civiles británicos. La destrucción aumentaba de manera incesante. Pero el 7 de septiembre marcó un punto de inflexión en la batalla de Inglaterra. Goering cambió el objetivo de sus ataques, olvidándose de los aeródromos de la RAF y concentrándose en la ciudad de Londres. Sigue vivo un debate estéril sobre si fue Gran Bretaña o Alemania la primera que se dedicó a lanzar ataques contra las ciudades enemigas. El 25 de agosto, a raíz de las bajas causadas en la población civil por las bombas de la Luftwaffe caídas sobre Croydon, Churchill en persona ordenó que el Mando de Bombarderos de la RAF realizara una operación de represalia sobre Berlín. Algunos altos oficiales de la RAF opusieron resistencia, arguyendo que, teniendo en cuenta las fuerzas disponibles, el impacto de un ataque semejante no habría sido muy grande y que probablemente habría incitado a los alemanes a emprender acciones más destructivas contra zonas urbanas británicas. Churchill no les hizo caso y respondió: «Han bombardeado Londres, de manera intencionada o no intencionada, y el pueblo británico y Londres especialmente deben saber que podemos devolver el golpe. Resultaría conveniente para la moral de todos nosotros». Fueron enviados unos cincuenta bombarderos británicos contra Berlín, y cayeron algunas bombas sobre la capital alemana. Si bien los daños materiales fueron escasos, las autoridades nazis se vieron inducidas a lanzar una respuesta devastadora contra Londres, aunque indudablemente ésta se habría producido de todos modos.
La noche del 7 de septiembre, doscientos aviones de la Luftwaffe sobrevolaron la capital de Inglaterra. El vicemariscal del Aire Keith Park, al mando del Grupo 11, escribió el 8 de septiembre: «La ciudad ardía a lo largo del río. Era una visión espantosa. Pero miré hacia abajo y me dije: “Gracias a Dios por permitir una cosa así”.». Al día siguiente, Churchill visitó el East End, que había resultado gravemente dañado. Vio la miseria y la destrucción, pero sabía que era cien veces preferible que las bombas cayeran en Bethnal Green o en Hackney que no en el aeródromo de Biggin Hill o en las instalaciones de radares de la costa sur. Los alemanes habían cometido un error estratégico decisivo. A partir de ese momento, los centros urbanos británicos pagarían un alto precio por los ataques de la Luftwaffe, primero a la luz del día y luego de noche. Los combates a la luz del día sobre el sur de Inglaterra continuaron hasta finales de octubre. Pero nunca más volvió a estar en peligro la supervivencia del Mando de Cazas. El 11 de septiembre, en una intervención por radio, Churchill dijo al pueblo británico que la fuerza aérea alemana había «fracasado clamorosamente» en su intento de obtener el dominio aéreo del sur de Inglaterra. En cuanto a la invasión, «no podemos estar seguros de que no vayan a intentarlo». Pero el peligro persistía y había que tomar todas las precauciones.
El 12 de septiembre, cuando el primer ministro visitó Dungeness y North Foreland, en la costa de Kent, en compañía del comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa, Alan Brooke, éste escribió: «Su popularidad es asombrosa, en todas partes la multitud se agolpa y lo vitorea enfebrecida». El general estadounidense Raymond Lee notó una mejora del estado de ánimo incluso entre la clase gobernante, anteriormente tan escéptica respecto a las perspectivas británicas. El 15 de septiembre anotó en su diario: «Gracias a Dios… las opiniones derrotistas expresadas después de lo de Dunkerque no son ya las predominantes». El 17 de septiembre, Churchill dijo en la Cámara de los Comunes que en adelante sus sesiones no debían ser anunciadas de antemano: «No debemos halagarnos imaginándonos que somos insustituibles», dijo dirigiéndose a los demás diputados utilizando un lenguaje magistral que sugería que estaba haciendo confidencias a un grupo de hermanos, «pero al mismo tiempo no puede negarse que doscientas o trescientas elecciones parciales supondrían una complicación bastante innecesaria de nuestros asuntos en la actual coyuntura».
Una vez más, hizo gala de su serena confianza: «Estoy tan seguro como que el sol va a salir mañana, de que nos alzaremos con la victoria». Arengó a Dalton, ministro de Economía de Guerra, con lo que este mismo, asiduo cultivador de su diario, califica de «su habitual buen sentido, vigoroso y retórico», paseándose mientras tanto arriba y abajo por la sala: «Es ésta una guerra de trabajadores… La voluntad pública lo aguantará todo menos el optimismo… El país no está encontrando la guerra tan desagradable como cabía esperar… Los ataques aéreos están causando menos daños de lo que se esperaba antes de que diera comienzo la guerra… No seáis como el caballero del cuento, que era tan lento poniéndose la armadura que el torneo se había acabado antes de que él saliera al palenque».
Las bombas, que ahora caían sobre las calles de la ciudad, además de hacerlo sobre las fábricas de aviones y los astilleros, causaron al principio cierta alarma en el gobierno. Las gentes humildes de Londres vitoreaban al primer ministro diciendo: «¡Dale, Winnie!» o «¡Nosotros podemos aguantar!», mientras él visitaba las zonas de la ciudad afectadas por los ataques. ¿Pero era sincero aquello? Decenas de millares de fugitivos procedentes de las ciudades se convirtieron en «excursionistas», saliendo al campo en cuanto anochecía para huir de los bombardeos nocturnos. Hay testimonios de que en algunas zonas bombardeadas estuvo a punto de producirse una quiebra social. El Mando de Cazas, con su primitivo sistema de radares de interceptación, no disponía de ningún medio eficaz de neutralizar los ataques de la Luftwaffe en la oscuridad. La producción industrial se vio gravemente afectada. La destrucción de viviendas y bienes materiales y el incesante temor a los bombardeos hicieron grave mella en el ánimo de mucha gente.
Sin embargo, aunque siguieran produciéndose incursiones aéreas, la nación aprendió a vivir y a trabajar con sus horrores y sus inconveniencias. Los temores de los ministros respecto a la moral de la población disminuyeron. Churchill llamó por teléfono al Mando de Cazas de la RAF una noche del mes de septiembre para quejarse, indignado, al oficial de guardia: «Estoy en Whitehall, al frente del Cabinet Office, y no puedo ni ver ni oír a un solo avión. ¿Por qué no quitan la Alerta Roja de Londres? Lleva demasiado tiempo tocándonos a nosotros». Los informes diarios de pérdidas infligidas al enemigo que suministraba la RAF alegraban a Churchill y a su pueblo, pero eran muy exagerados. El 12 de agosto, por ejemplo, dijeron a Churchill que habían sido abatidos 62 aviones alemanes, y sólo 25 ingleses. En realidad, la Luftwaffe había perdido únicamente 27. Del mismo modo, dos días después, el Mando de Cazas dijo que se habían producido 78 pérdidas de los alemanes por tres de los británicos, mientras que en realidad Goering había perdido 34 aparatos, y los británicos trece. La unidad Duxford llegó a decir en una ocasión que había destruido 57 aparatos de la Luftwaffe. Resulta que la cifra real fue ocho.
Este abismo entre lo que se decía y lo que sucedía en realidad continuó durante toda la batalla de Inglaterra, y de hecho durante toda la guerra. Alcanzó su punto culminante tras los enfrentamientos del 11 de septiembre, cuando la RAF indicó que el enemigo había perdido 89 aparatos frente a sólo 28 por su parte. En realidad, habían sido abatidos 22 aviones alemanes y 31 británicos. Pero las cifras infladas resultaban muy útiles para el ánimo de los ingleses, y había una realidad que seguía siendo innegable: la aviación de Goering estaba sufriendo un número insostenible de pérdidas, a razón de dos a uno, frente a las de los escuadrones de Dowding. Ello se debía en parte a que casi todos los pilotos alemanes abatidos eran hechos prisioneros, mientras que los pilotos de la RAF que se lanzaban en paracaídas podían volver a combatir. Más importante aún es el hecho de que la producción de las fábricas aeronáuticas británicas superaba a la de las alemanas. En 1940, la Luftwaffe recibió un total de 3382 nuevos aviones de uno y dos motores, mientras que a la RAF le entregaron 4283 aparatos de un solo motor. La dirección de la industria de guerra británica se vio menoscabada por múltiples errores de juicio y numerosos fracasos. En este caso, sin embargo, obtuvo un éxito brillante y decisivo.
Sir Hugh Dowding, mariscal del aire, comandante en jefe del Mando de Cazas, era un hombre de carácter difícil; no por nada lo llamaban «Estirado». Cometió también sus errores en la batalla de Inglaterra, por ejemplo tardando en reforzar al Grupo 11 cuando se puso de manifiesto que la acometida alemana iba dirigida principalmente contra el sureste de Inglaterra. Casi toda la doctrina táctica inicial del Mando de Cazas resultó errónea. Pero Dowding demostró tener más amplitud de miras que el Ministerio del Aire, por ejemplo al comienzo de la guerra, cuando insistió en la necesidad de adquirir cazas nocturnos equipados con radar y aviones escolta de largo recorrido. Mostró una tenacidad notable en sus propósitos y cometió menos errores de bulto que la parte contraria, y así es justamente como se ganan todas las batallas.
Su contribución más determinante se debió a que supo ver que su finalidad era mantener vivo el Mando de Cazas, y no jugárselo todo a la destrucción de la aviación enemiga. Todos los días dosificaba sus reservas y las guardaba para el siguiente. Churchill no reconoció nunca este refinamiento suyo. La política de Dowding ofendía el instinto del primer ministro, que lo inducía a lanzar todas sus armas contra el enemigo. El militar, espiritualista austero, no podía ofrecer a Churchill una camaradería que resultara a éste de su agrado. El carácter distante de Dowding hacía que no fuera muy popular entre algunos de sus oficiales. Probablemente fuera acertado imponer su retiro, que ya estaba previsto, aunque se produjera más tarde de lo debido, una vez ganada la batalla. No obstante, el modo groseramente abrupto en que se llevó a cabo fue una ignominia según los altos mandos de la RAF. La prudente gestión que llevó a cabo Dowding de sus escuadrones contribuyó de manera decisiva a la victoria británica.
Algunos historiadores afirman hoy día que Hitler no se tomó nunca en serio la idea de invadir Inglaterra. Esta tesis parece que es bastante errónea. Es cierto que los preparativos de las fuerzas armadas alemanas fueron muy poco convincentes, y que los temores británicos de que se produjera un ataque inminente estaban infundados y dicen muy poco a favor de los servicios de inteligencia del país y de los altos mandos de la defensa. Pero es indudable que, como buen oportunista, Hitler habría lanzado con toda seguridad una gran armada contra Inglaterra si la Luftwaffe se hubiera hecho con el control del espacio aéreo del canal de la Mancha y del sur de Inglaterra. La experiencia mediterránea demostraría enseguida que en un ambiente aéreo hostil, la marina real se habría encontrado con muchos problemas.
La Luftwaffe fracasó, en primer lugar, porque el Mando de Cazas y las instalaciones de control y estaciones de radar asociadas con él estaban magníficamente organizados. Por otra parte, la RAF apenas tenía Hurricanes y Spitfires suficientes y disponía de un número muy justo de pilotos cualificados para enfrentarse a una cantidad superior de aviones enemigos, aunque no tan superior como diera a entender la leyenda en su época. La Luftwaffe empezó la campaña con setecientos sesenta cazas Messerschmitt Bf 109 —su aparato más importante— en buen estado, frente a los setecientos Hurricanes y Spitfires más o menos que tenía la RAF. Casi tan importante como ese dato es que los Bf 109 llevaban sólo combustible suficiente para sobrevolar Inglaterra durante un máximo de treinta minutos. La Luftwaffe poseía la tecnología necesaria para dotar a sus aviones de tanques de combustible de recambio, pero no la utilizó. En efecto, si los Bf 109 hubieran tenido capacidad de permanecer más tiempo en vuelo, el Mando de Cazas se habría encontrado en una situación mucho más apurada. Lo cierto es que los alemanes no pudieron hacer frente a unas fuerzas decididamente superiores en el campo de batalla, y se vieron perjudicados por errores de estrategia y de información. En las primeras fases de la batalla de Inglaterra, las tácticas de combate de la Luftwaffe fueron marcadamente superiores a las fijadas por el Mando de Cazas. Pero los pilotos de Dowding aprendieron enseguida, y en septiembre igualaron las habilidades de sus adversarios.
La Real Fuerza Aérea (RAF), la más joven y audaz de las tres armas del ejército británico, fue la única que reconoció sin ambages el valor de la publicidad, y que lo explotó con un éxito notable. La batalla de Inglaterra hizo que el prestigio de los aviadores del país subiera como la espuma, y así siguió siendo durante los cinco años siguientes de guerra. La RAF consiguió una aureola y una estimación pública que no perdió nunca. Los altos mandos del ejército de tierra y de la marina, en cambio, desdeñaron a la prensa. «La publicidad es anatema para casi todos los oficiales de la marina», escribió malhumoradamente el almirante sir Andrew Cunningham, comandante en jefe de la flota del Mediterráneo, «y yo no fui una excepción. No veía cómo podía ayudarnos a ganar la guerra». A pesar de las constantes quejas del primer ministro, la marina y el ejército se expusieron sólo a regañadientes a la atención de los medios de comunicación.
La actitud altanera de Cunningham, habitual entre los oficiales de su arma, estaba equivocada. Como siempre supo reconocer Churchill, la guerra moderna se libra en parte en el campo de batalla y en parte también en las ondas, en los titulares de la prensa, y en el corazón de los hombres y las mujeres de un país. En un momento en el que las fuerzas de Gran Bretaña eran tan escasas, era fundamental crear una leyenda que sirviera de inspiración al país y al mundo. A ello contribuyó poderosamente la RAF en 1940, a través de sus hazañas y de la información de las mismas. La RAF fue una creación del siglo XX, que se ganó la admiración de Churchill, aunque no la entendiera del todo. El primer ministro hizo gala de una emotividad constante ante el valor y los sacrificios de los aviadores. Los hombres del Mando de Cazas y del Mando de Bombarderos nunca fueron blanco de las acusaciones de pusilanimidad que el primer ministro lanzó regularmente contra los soldados del ejército de tierra británico, y a veces también contra los de la marina. Al igual que el pueblo británico, no olvidó nunca que, hasta noviembre de 1942, la RAF fue responsable de la única victoria decisiva conseguida por su país en el campo de batalla, a saber, la que obtuvo contra la Luftwaffe en 1940.
La noche del 2 de octubre, Churchill pasó algunas horas expuesto a la lluvia y al frío sin obtener resultados que merecieran la pena, visitando las posiciones antiaéreas de Surrey en medio de la infernal tiniebla del toque de queda. Ya en el coche, de vuelta a Downing Street en compañía del general sir Frederick Pile, al mando de las defensas antiaéreas, dijo de repente. «¿Le gusta el Bovril?», pronunciando el nombre de esta marca de concentrado de carne. Eran las cuatro y media de la madrugada. Pile respondió que sí. El primer ministro se sumió en un silencio reconcentrado durante unos momentos y a continuación dijo: «El Bovril y las sardinas están muy buenos juntos… Veremos lo que puede hacer por nosotros el Comisariado en cuanto lleguemos al nº. 10». Pile escribiría más tarde: «Muy poco después nos detuvimos a la entrada. El primer ministro llevaba consigo un bastón con el cual golpeó ruidosamente la puerta. Cuando el mayordomo abrió, el primer ministro dijo: “Goering y Goebbels vienen a presentar sus informes”. Y añadió: “¡Yo no soy Goebbels!”.».
El 11 de octubre, en Chequers, Churchill comentó: «Los esfuerzos de ese hombre flaquean». Pero la Luftwaffe de Goering no era ni mucho menos una fuerza acabada. Los meses de bombardeos nocturnos que aún estaban por venir causaron mucho dolor y mucha destrucción, daños que el Mando de Cazas no pudo evitar debido a la falta de tecnología adecuada. Cuando John Martin llamó una noche al Reform Club desde Downing Street para preguntar en qué medida le había afectado la bomba caída en sus inmediaciones, el botones respondió tranquilamente: «El club está ardiendo, señor». Pero la RAF había impedido a los alemanes hacerse con el control del espacio aéreo británico a la luz del día y les infligió un número insostenible de pérdidas. La Luftwaffe carecía de contingentes suficientes para causar daños transcendentales a los británicos. Al no poder contar con una victoria fácil, Hitler no vio la necesidad de asumir más riesgos continuando con una guerra aérea generalizada. El país y el ejército de Churchill siguieron siendo incapaces de frustrar sus designios en el continente, o de poner en tela de juicio su dominio sobre los pueblos que lo habitaban. Como sospechaba Churchill, previendo un ataque contra Rusia, la atención de Hitler cambió de orientación y se dirigió entonces hacia el este.
La Luftwaffe continuó con sus bombardeos nocturnos sobre Inglaterra durante varios meses hasta bien entrado 1941, y mantuvo la presión sobre la obstinada isla con unos costes mínimos en pérdidas de aviones. Faltaba de hecho todavía mucho para que los británicos se sintieran libres del peligro de invasión. Las Fuerzas de Defensa seguían preocupando a Churchill y a sus altos mandos. El primer ministro sufrió de nuevo espasmos de inquietud, que lo llevaron a llamar por teléfono al Almirantazgo preguntando por las condiciones del Canal las noches consideradas propicias para el asalto de los alemanes. Pero la llegada del otoño y el abandono de los ataques diurnos por parte de la Luftwaffe hicieron que Gran Bretaña se sintiera casi segura de que estaba libre de peligro hasta la primavera. Churchill había llevado las riendas de su país durante una temporada que él mismo consideró decisiva para su supervivencia.
Al otro lado del Atlántico, fueron muchísimos los americanos que se vieron sorprendidos por esta hazaña suya. La propaganda nazi intentó sacar provecho de una famosa fotografía de Churchill blandiendo un subfusil Thompson para presentar al primer ministro británico como un gángster. Pero la foto en cuestión proyectó una imagen totalmente positiva ante el país de Roosevelt. Allí lo que contaba era que aquella arma era de fabricación norteamericana. A los estadounidenses se les mostró al líder británico utilizando personalmente un arma importada de su país, y eso les encantó. El 30 de septiembre, una encuesta Gallup mostró que el 52 por 100 de los americanos estaban a favor de prestar ayuda al pueblo de Churchill, aún a costa de entrar en la guerra. En el artículo de Time titulado «La batalla de Inglaterra» se afirmaba que «Winston Churchill simboliza de un modo [tan] adecuado y encantador la decisión de Gran Bretaña de no rendirse cuando aparentemente se halla acorralada… Hay algo extraordinario en la democracia inglesa; a saber, que en casi todo momento sale un líder inglés que se convierte en símbolo perfecto de su pueblo. En tiempos de la abdicación de Eduardo VIII, Stanley Baldwin se comportó como el típico inglés. En tiempos de la crisis de Múnich, Neville Chamberlain actuó de una forma lamentablemente típica. Pero por lo que respecta a la cuarta semana de septiembre de 1940, Winston Churchill fue la esencia de su país. Estos tres personajes son tan distintos como la niebla, la lluvia y el granizo, que en definitiva son agua. Pero el país que gobernaban ha cambiado. Esta Inglaterra es distinta… [Churchill] es un tory, un imperialista, y ha sido un reventador de huelgas y amigo de denunciar a los rojos; sin embargo, cuando recorre los suburbios de Londres, las mujeres mayores dicen: “¡Dios te bendiga, Winnie!”». Pocas semanas después, Churchill se convirtió por aclamación de los lectores americanos en el Hombre del Año de la revista Time.
Una noche, en Chequers, haciendo una metáfora irresistiblemente prosaica, se comparó a sí mismo con «un campesino que lleva por un camino a unos cerdos y va dándoles empujones todo el rato e impidiendo que se extravíen». Declaró que «no podía entender por qué era tan popular». A pesar de su indudable vanidad, lo cierto es que casi todo lo que tenía que contar al pueblo británico eran malas noticias. Su serena seguridad en público enmascaraba una incertidumbre en privado que basta para explicar su cautela en 1940 a la hora de hacer nombramientos gubernamentales y firmar destituciones. Durante más de una década había sido un hombre repudiado, agarrado de manera harto precaria a un pequeño asidero en las barandillas del poder. Aunque desde mayo de 1940 desempeñó el papel de primer ministro con una extraordinaria convicción aparente, pasaron muchos meses hasta que se sintió seguro de su autoridad. «Durante casi un año después de tomar posesión de su cargo, Winston no tuvo la menor idea de cuál era su fuerza política entre los votantes, lo cual es una bendición», observó su asistente, el comandante Desmond Morton.
Ivan Maisky, embajador soviético en Londres, haría gala en los informes enviados a su país de un entusiasmo cada vez mayor por Churchill: «Ahora puede decirse con seguridad», comunicaba a Moscú a finales de junio, «que la decisión del gobierno de seguir adelante con la guerra ha obtenido un apoyo popular abrumador, especialmente entre la clase trabajadora. La confusión y el abatimiento de los que hablaba yo en los primeros días de la guerra han desaparecido. Los discursos de Churchill han tenido mucho que ver con ello… Aunque hasta el momento Churchill cuenta con el apoyo de la clase trabajadora, la clase dirigente está a todas luces dividida… [La facción] encabezada por Chamberlain está terriblemente asustada y deseosa de firmar la paz con Alemania en unos términos aceptables, sean éstos los que sean… Estos elementos son la verdadera “Quinta Columna” de Inglaterra… El problema es que, pese a la determinación de Churchill de seguir con la guerra, tiene miedo de dividir al Partido Conservador y de apoyarse en una coalición de trabajadores».
La teoría que tenía Maisky de las divisiones políticas de Gran Bretaña no era del todo fruto de su imaginación. Se equivocaba al atribuir a Chamberlain la dirección de una facción favorable a la paz, pero tenía razón cuando afirmaba que algunos antiguos partidarios de Chamberlain, así como unos cuantos diputados laboristas, seguían deseosos de entablar negociaciones. A finales de junio, el diputado laborista Richard Stokes figuró entre los integrantes de un grupo que se mostró a favor de llegar a un acuerdo negociado. En una carta a Lloyd George, Stokes afirmaba que hablaba como portavoz de un grupo pluripartidista de treinta diputados y diez lores. El 28 de julio, el diputado «Chips» Channon escribía deplorando la noticia de que Chamberlain padecía cáncer: «Se desvanece así la última esperanza de paz». Lord Lothian, embajador británico en Washington, telefoneó a Halifax más o menos por esa misma época suplicándole que 110 dijera en público nada que supusiera cerrar la puerta a un posible acuerdo negociado. Harold Nicolson expresó su alivio al enterarse de que Halifax no se había dejado impresionar, al parecer, por el «alocado» llamamiento de Lothian. Después de una conversación con cierto hombre de negocios, Raymond Lee escribió: «[El individuo en cuestión] estaba muy interesado por lo que pasaba en la City… vino… a confirmar mi creencia en que la City está dispuesta a aceptar el apaciguamiento en cualquier momento y que se halla un poquito irritada porque no tiene ascendiente alguno sobre Churchill». David Kynaston, distinguido historiador especializado en la City de Londres, señala que Lee no aporta prueba alguna de esta afirmación. Pero Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra, a finales de otoño de 1940 seguía aferrándose a la esperanza de que Neville Chamberlain «recuperara lo que le pertenecía». Una de las grandes personalidades de la City, sir Hugo Cunliffe-Owen, manifestó su deseo de que Churchill fuera sustituido por el laborista A. V. Alexander.
En privado, el primer ministro expresó su preocupación por la lealtad de la clase alta. Entre algunos miembros de la casta dirigente de Gran Bretaña la admiración por su oratoria indiscutiblemente espléndida no significaba la confirmación de su idoneidad para el cargo de primer ministro. En las cenas de algunas grandes casas, los árbitros tradicionales del poder murmuraban entre cucharada y cucharada de sopa acerca de las supuestas vulgaridades, las locuras y el egotismo del atontado gordinflón al que la suerte había colocado con tanta precipitación en Downing Street y le había confiado los destinos de Inglaterra. Algunos individuos de las altas esferas —oficiales de alto rango y políticos destacados— veían con malos ojos su popularidad entre el público. No supieron ver cuán desesperadamente necesitaba el país imaginarse que era dirigido por un superhombre. ¿Quién podía, si no, garantizar su supervivencia?
Durante todo el verano la Cámara de los Comunes se dejó arrastrar por el estado de ánimo de la nación y los deslumbrantes discursos de Churchill. George Lambert, diputado liberal desde 1891, dijo en una sesión secreta de la Cámara celebrada el 30 de julio que no había escuchado una oratoria semejante desde la época de Gladstone. Pero los viejos chamberlainistas seguían llenos de resentimiento, retirando su confianza y su afecto al primer ministro. Un número considerable de tories seguía esperando que su gobierno de crisis durara poco, y hacían cábalas para identificar a un sustituto creíble. «Las opiniones en el Carlton Club están cada vez más en su contra», escribía «Chips» Channon el 26 de septiembre. Cuando Chamberlain murió en el mes de noviembre, se consideró inevitable, por lamentable que fuera, la elección en su lugar de Churchill como líder del partido tory. Hasta mucho después los diputados conservadores no mostraron al primer ministro el afecto que habían profesado a su antecesor.
Clementine le aconsejó una y otra vez que no asumiera el papel irremisiblemente parcial de líder de los conservadores. Rechazándolo habría fortalecido su figura de héroe nacional de la guerra. Pero la aceptación de dicho nombramiento venía a satisfacer la ambición de toda su vida. Y lo que es más importante, Churchill sabía perfectamente lo voluble que era el apoyo de la opinión pública y del Parlamento. No estaba dispuesto a soportar ningún otro posible foco de influencia, y mucho menos de poder, como el que pudiera representar la elección de otro hombre —con toda probabilidad Anthony Eden— como líder tory. Subsistía un pequeño peligro, desde luego intolerable, de que si Churchill rehusaba, la elección de los tories recayera en Halifax. Al primer ministro le parecía esencial asegurarse el control del bloque más numeroso de votantes de la Cámara de los Comunes. La experiencia posterior hace pensar que probablemente tenía razón. Si se hubiera situado al margen del partido, en el período de estancamiento de 1942 se habría vuelto peligrosamente vulnerable a una sublevación de su partido.
Cuando el otoño dio paso al invierno, el nivel de destrucción causado por los ataques de la Luftwaffe aumentó. Pero también aumentó la confianza del gobierno en los ánimos de la nación. Algunos británicos sentían un entusiasmo casi masoquista por la terrible racha que estaban atravesando. Un ama de casa londinense, Yolande Green, escribió en una carta a su madre: «Creo que es bueno haber sufrido todos los reveses que hemos tenido este año, pues han supuesto una sacudida capaz de hacernos salir de la presuntuosa complacencia que nos dominaba, y han sido más eficaces que las palabras de ánimo de nuestros políticos… el pasado fin de semana hemos tenido bastante tranquilidad a pesar de las seis alarmas [de bombardeo]. Se acostumbra una tanto a ellas que ahora casi no molestan». En el mes de octubre, mientras disfrutaba de un espléndido puro sentado a la mesa del comedor de Chequers, vestido con su flamante mono de bombardeo, Churchill no tuvo inconveniente en comentar con ecuanimidad que, en su opinión, aquél era «el tipo de guerra que le habría ido bien al pueblo inglés, una vez se acostumbrara a ella. Todo el mundo preferiría estar en el frente participando de la batalla de Londres antes que contemplar una matanza en masa como en Passchendaele».
Los bombardeos provocaban montañas de escombros, borraban del mapa monumentos históricos, mataban a miles de personas, causaban desperfectos en las fábricas y ralentizaban la producción. Pero Churchill y sus colegas fueron viendo cada vez con mayor claridad que el tejido industrial de Gran Bretaña era demasiado extenso para resultar vulnerable a la destrucción desde el aire. Los bombardeos aéreos nunca llegaron a amenazar la capacidad de continuar la guerra que pudiera tener Inglaterra. Los bombardeos de ciudades, que unos años antes habían sido considerados por muchos estrategas un arma potencialmente capaz de ganar cualquier conflicto bélico, se comprobó que no tenían unos efectos tan exagerados, a menos que fueran llevados a cabo con unas bombas de un calibre que la Luftwaffe no era capaz de lanzar (y durante muchos años tampoco lo sería la RAF).
Millones de británicos llevaron una existencia compuesta a partes iguales de normalidad en el interior de sus hogares y de peligros que podían destruir en cualquier momento todas las cosas que los rodeaban y que pudieran considerar queridas. Casi noventa años antes, el novelista Anthony Trollope visitó Estados Unidos durante la guerra civil americana. Se fijó en las banalidades de la vida doméstica en medio de los combates, y sugirió, haciendo una curiosa premonición: «Enseguida… nos adaptamos a las circunstancias que nos rodean. Aunque tres cuartas partes de Londres estuvieran ardiendo, yo esperaría indudablemente que me sirvieran la cena, si viviera en la zona que hubiera quedado libre de las llamas». En 1940 lady Cynthia Colville parafraseaba a Trollope, comentando una mañana durante el desayuno que «si pensáramos que ésta es la vida corriente de los civiles, sería realmente infernal, pero si pensáramos que se trata de un asedio, estaríamos desde luego ante uno de los más cómodos de la historia».
El propio Churchill se sentía a veces agotado, sobre todo después de tener que hacer de árbitro en más de diez asuntos inabordables, o de soportar la aparente petulancia de los diputados de la Cámara de los Comunes: «Malasia, la intransigencia del gobierno de Australia y el “latazo” de la Cámara son más de lo que se supone que un hombre es capaz de aguantar», farfulló enojado una noche a Eden. Pero su generoso espíritu rara vez se debilitó, incluso delante del enemigo. Pese a sus frecuentes pullas acerca de «los horribles hunos», lanzadas por otra parte en un momento en el que se veía amenazada la existencia misma de Gran Bretaña, no mostró una actitud vengativa a la hora de discutir el panorama de posguerra. «Hemos tenido que admitir que Alemania debía seguir formando parte de la familia europea», comentó. «Alemania existía antes de la Gestapo».
Su energía parecía inagotable. La misma noche que se comparó en Chequers con un porquero, estuvo conferenciando con dos generales acerca de las tareas de la Guardia Local («Home Guard») en caso de invasión. Luego estudió las tablas de la producción de aviones, lo que lo llevó a manifestar en voz alta su entusiasmo por el genio de Beaverbrook y también su «brutal crueldad». Llevó a sus invitados a dar un paseo a la luz de la luna por el jardín, y luego se entretuvo interrogando a un oficial recién llegado de Egipto acerca de las tácticas en el desierto occidental. En Londres y en Buckinghamshire tenía que recibir una marea interminable de visitas. El primer ministro polaco en el exilio, el general Wladyslaw Sikorski, se presentó a pedir divisas extranjeras, y provocó una memorable salida churchilliana en francés teñido de inglés: «Mon general, devant la vieille dame de Threadneedle Street je suis impotent[5]». Para los americanos siempre tenía tiempo. Whitelaw Reid, corresponsal del New York Herald Tribune en Londres, de veintiocho años, se quedó de piedra al ver que había sido invitado a almorzar con el primer ministro en Downing Street. El contraalmirante Robert Ghormley, de la marina de Estados Unidos, de misión en Londres, recibió como regalo una copia firmada de la Vida de Marlborough de Churchill en cuatro volúmenes.
La muerte de Neville Chamberlain el 11 de noviembre provocó una de las muestras más notables de magnanimidad de Churchill. La opinión que tenía del antiguo primer ministro era muy desdeñosa: «Un hombre sumamente estrecho de miras, ignorante y carente de generosidad». Sentía agradecimiento a los leales servicios de Chamberlain como subordinado suyo a partir del 10 de mayo, y admiración por el valor con el que afrontó su enfermedad mortal, pero no desde luego por su actividad como primer ministro. En aquellas circunstancias, sin embargo, reunió sus mejores dotes de estadista para componer un último tributo a su persona. Sacó de la cama a su secretario particular, Eric Seal, para leérselo: «Sacad a la Foca [Seal] de su témpano de hielo[6]». Al día siguiente, pronunció en la Cámara de los Comunes un elogio que no perdió ni un ápice de su fuerza ni de su dignidad por el hecho de haber sido escrito en memoria de un hombre con el que tan poco había congeniado:
Al rendir tributo de respeto y consideración a un hombre eminente que nos ha abandonado, nadie está obligado a modificar las opiniones que se hubiera formado o que hubiera expresado sobre cuestiones que han pasado a formar parte de la historia; pero a la puerta del cementerio quizá todos sometamos nuestra conducta y nuestros juicios a una escrupulosa revisión. A los humanos no les es dado —por fortuna para ellos, pues, de lo contrario, la vida resultaría insoportable— prever ni predecir en gran medida el curso de los acontecimientos. En un momento dado los hombres parecen haber tenido razón, en otra haberse equivocado… La historia, a la luz temblorosa de su farol, camina dando tumbos por la senda del pasado, intentando reconstruir sus escenas, revivir sus ecos y suscitar con pálidos destellos la pasión de otros tiempos. ¿Cuál es el valor de todo eso? La única guía de un hombre es su conciencia; el único escudo frente a sus recuerdos es la rectitud y la sinceridad de sus acciones. Es muy imprudente caminar por la vida sin ese escudo, pues a menudo nos engañan la frustración de nuestras esperanzas y el fracaso de nuestros cálculos; pero con ese escudo, al margen de las jugarretas del destino, avanzamos siempre en las filas del honor.
A Neville Chamberlain le tocó, en una de esas crisis supremas del mundo, verse desmentido por los acontecimientos, frustrado en sus esperanzas y engañado y burlado por un hombre malvado. ¿Pero cuáles eran esas altas esperanzas suyas que se vieron decepcionadas? ¿Cuáles eran esos deseos suyos que se vieron frustrados? ¿Cuál era esa fe suya que fue violada? Seguramente fueran algunos de los instintos más nobles y benignos del corazón humano: el amor por la paz, el afán de paz, la lucha por la paz, la búsqueda de la paz, incluso en medio de grandes peligros, y, desde luego, con absoluto desdén de la popularidad y del aplauso.
Fue un acto político magistral mostrar tanta elegancia en memoria de un hombre que había fallado al pueblo británico y al que Churchill despreciaba con razón. Pero en noviembre de 1940 el primer ministro podía permitirse el lujo de hacer alarde de generosidad. Su dominio del país estaba asegurado. Su éxito al desafiar a Hitler despertaba la admiración de gran parte del mundo. Había demostrado que poseía unas dotes de autodisciplina y de dirección política como nunca lo había hecho a lo largo de su carrera. Sus discursos fueron reconocidos como ejemplo de los mejores pronunciados por un estadista, tanto en tiempos de guerra como en época de paz. Lo que le faltaba era encontrar los medios para hacer la guerra contra un enemigo cuyo dominio del continente era incuestionable y cuya superioridad sobre Gran Bretaña seguía siendo apabullante. Para Winston Churchill, la parte más dura empezó cuando la hazaña de «los Pocos[7]» era ya tema de leyenda.