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Fiebre de invasión

Durante los meses posteriores a septiembre de 1939, Gran Bretaña se vio en la incómoda posición —de hecho, algunos la tacharían de absurda— de haber declarado la guerra a Alemania y carecer al mismo tiempo de medios para emprender cualquier iniciativa militar importante, por no hablar de salvar a Polonia. La pasividad que caracterizó a la llamada «guerra de broma» (drôle de guerre) minó profundamente la moral del pueblo británico. En cambio, los acontecimientos de mayo y junio de 1940 tuvieron al menos el mérito, brillantemente aprovechado por Churchill, de que lanzaron ante la nación un objetivo claro y fácil de comprender: defenderse del ataque de un enemigo extraordinariamente poderoso. Los Reales Fusileros Irlandeses, de vuelta de Dunkerque, montaron una ruidosa fiesta para celebrar la noticia de que los franceses se habían rendido. «Gracias a Dios que lo han hecho», dijo alegremente un oficial. «Ahora al menos podremos seguir con la guerra». Un taquígrafo de los juzgados de mediana edad llamado George King, que vivía en Surrey, escribió en su diario una carta dirigida a su hijo, soldado de artillería, que se había quedado en Francia y se dirigía a Alemania camino del cautiverio: «Winston Churchill nos ha dicho exactamente dónde estábamos. Estamos solos y tenemos que llegar en esto hasta el final; y podemos hacerlo, si somos guiados como es debido. Sabe Dios lo que intentarán esos cerdos, pero sea como sea tenemos que aguantar».

El oficial de marina Robert Hichens escribía el 17 de junio: «Ahora sabemos que sólo tenemos que mirar por nosotros; me da la impresión de que Inglaterra responderá maravillosamente a este revés. Siempre ha sido la más grande a la hora de asumir los reveses». Tras el discurso de Churchill ante los Comunes del día 18, un diputado laborista por Keighley, el doctor Hastings Lees-Smith, se levantó de su escaño y dijo: «Mis honorables amigos de estos bancos me han pedido que pronuncie en su nombre una o dos frases. Desean decir al primer ministro que en su experiencia entre las grandes masas del pueblo de este país nunca en su vida la nación ha estado más unida de lo que lo está hoy en su apoyo a las palabras del primer ministro cuando afirma que seguiremos hasta el final. Una sola frase puede resumir lo que sentimos. Sea lo que sea lo que se pida al país en los meses y, si fuera necesario, en los años venideros, el primer ministro puede tener la seguridad de que el pueblo estará a la altura de sus responsabilidades».

Pero, aunque los ánimos mostrados por King, Hichens y Lees-Smith fueran bastante sinceros, sería un error suponer que los compartía todo el mundo. No todos los escépticos respecto a las posibilidades de supervivencia de Inglaterra eran políticos u hombres de negocios de avanzada edad. Un piloto de los Hurricanes de la RAF, Paul Mayhew, escribía en una hoja informativa dirigida a su familia: «Supongo que ahora nos toca a nosotros y aunque mi moral es en estos momentos bastante buena…, no puedo creer que tengamos muchas esperanzas, por lo menos en Europa. Contra un ataque feroz y despiadado, el Canal no supone ningún obstáculo, y con el ejército presumiblemente mal equipado, yo no apostaría mucho por nuestras posibilidades. Personalmente sólo veo dos cosas que me inspiren esperanza; la primera es que Churchill es más de fiar que Reynaud y que seguiremos luchando si Inglaterra es conquistada; y la segunda es que Rusia, a pesar de nuestras meteduras de pata, estará ahora lo bastante asustada para montar un ataque de distracción por el este. En América no tengo mucha fe; me figuro que cuando Dios quiera la Tierra del Señor se decidirá a luchar. Pero de momento su ejército es más pequeño que el de Suiza, su fuerza aérea es débil y como si dijéramos “de juguete”, y dudo que nos haga falta para nada su marina». Una semana más tarde, Mayhew se disculpaba con su familia por mostrarse «ridículamente derrotista». Pero lo que tenemos aquí es a un joven aviador proclamando unos temores que compartían muchos de los que eran más viejos que él.

El verano y el otoño de 1940 fueron una época muy poco propicia para decir la verdad en Gran Bretaña. Es decir, incluso a los hombres buenos, valientes y honrados les resultaba difícil saber si el mejor servicio que podían prestar a su país era manifestar sus pensamientos íntimos, según lo que les dictaba la razón, o guardar silencio. La lógica afirmaba que Gran Bretaña no tenía la más mínima posibilidad de ganar la guerra en ausencia de la participación americana, que seguía siendo muy poco plausible. Churchill lo sabía tan bien como cualquiera. Pero tanto él como los que lo apoyaban creían que la causa de la libertad y el desafío a la tiranía exigían que el pueblo británico continuara luchando a pesar de todo, dejando a un lado cualquier tipo de cálculo acerca de las fuerzas relativas de unos y otros o de sus desventajas estratégicas. La posteridad ha colmado de admiración la grandeza de ese compromiso. Pero en su momento exigió de los hombres y mujeres sensatos una suspensión de juicio que algunos se negaron a realizar. Por ejemplo, el capitán Ralph Edwards, director de operaciones navales del Almirantazgo, era un escéptico casi inamovible. El 17 de junio anotó en su diario: «[El capitán] Bill Tennant pasó a decirme que había contado a sir Walter Monckton todos nuestros recelos acerca de la dirección de la guerra». Y en otra ocasión, el 23 del mismo mes, escribió: «Nuestro gobierno, con ese idiota de Winston al frente, cambia de opinión cada veinticuatro horas… Estoy llegando rápidamente a la conclusión de que somos tan ineptos que no merecemos ganar, y desde luego casi tengo la seguridad de que seremos derrotados. Nunca hacemos nada bien». Durante los solitarios dieciocho meses que habían de venir, Churchill se sentiría mortificado con los azotes que le propinaría, por ejemplo, el diputado Aneurin Bevan en la Cámara de los Comunes recordándole hechos desagradables de los que era plenamente consciente, o dolorosas realidades como aquéllas a las que debía enfrentarse a cada paso. Desde el primer momento, aunque siempre insistiera en que la victoria iba producirse, su prestigio personal se basó en la honestidad con la que reconoció ante el pueblo británico la gravedad de la prueba a la que se enfrentaba.

Churchill dijo a los diputados el 4 de junio: «Nuestro agradecimiento por la salvación de nuestro ejército y de tantos hombres, cuyos seres queridos han pasado una semana tan angustiosa, no debe cegarnos y hacernos olvidar el hecho de que lo que ha sucedido en Francia y en Bélgica ha sido un desastre militar de proporciones gigantescas. Yo tengo la plena seguridad de que si todos cumplen con su deber, si no se comete ninguna negligencia, y se hacen los mejores planes, como se están haciendo, demostraremos una vez más que somos capaces de defender nuestra isla, de capear el temporal de la guerra, y de sobrevivir a la amenaza de la tiranía, si es preciso durante años; y si es preciso, solos. Ésa es la determinación del gobierno de Su Majestad». Cuando el primer ministro volvió a ocupar su escaño, las réplicas y contrarréplicas de los diputados degeneraron como siempre en una sucesión de lugares comunes. El doctor Lees-Smith pronunció algunas palabras de aprecio. Un anticonformista de Glasgow, el diputado del Partido Laborista Independiente Jimmy Maxton, planteó una cuestión de procedimiento, que desembocó en un cruce de palabras y trivialidades. El capitán Bellenger, representante de Bassetlaw, refutó al señor Thorne, diputado por Plaistow, que, a juicio de Bellenger, había puesto en duda su valor: «No tiene usted derecho a hacer comentarios de ese estilo».

Clausewitz escribió en 1811: «Un gobierno no debe nunca dar por supuesto que el destino de su país y su existencia entera dependen del resultado de una sola batalla, por decisiva que sea». La conducta de Churchill tras la caída de Francia exasperó a algunos escépticos que se consideraban a sí mismos pensadores lúcidos, pero respondía perfectamente a la máxima del militar prusiano. Su mayor hazaña en 1940 fue movilizar a los británicos partidarios de la guerra, hacer callar por vergüenza a los que dudaban de ella y espolear las pasiones de la nación, de modo que durante una temporada el pueblo de Gran Bretaña se enfrentó al mundo unido y exaltado. El «espíritu de Dunkerque» no fue espontáneo. Fue creado por la retórica y la postura de un solo hombre, que hizo gala de unos poderes que marcarían el liderazgo político durante el resto del tiempo. Con otro primer ministro, el pueblo británico, perplejo y desconcertado, habría podido ser llevado fácilmente en una dirección distinta. Semejante estado de ánimo tampoco duró mucho. Persistió sólo hasta el invierno, cuando se vio sustituido por un espíritu nacional más tenaz, más dubitativo y menos exuberante. Pero ese primer período fue decisivo: «Si podemos soportar los próximos tres meses, podremos soportar los próximos tres años», dijo Churchill en los Comunes el 20 de junio.

Kingsley Martin sostuvo en el número de esa semana del New Statesman que el «mejor momento» del discurso de Churchill retransmitido por radio el 18 de junio a toda la nación era demasiado simplista: «No supo entender los sentimientos [del pueblo británico] cuando dijo que éste era el mejor momento de su historia. Nuestros sentimientos son más complejos que eso. Hablar al pueblo llano, con uniforme o sin él, supone manifestar que la determinación de defender esta isla lleva aparejada la tristeza profunda y casi universal de que nos hemos visto reducidos a semejante extremo». Sin embargo, el primer ministro supo juzgar el estado de ánimo predominante entre la población con más perspicacia que el veterano socialista. En 1938 los británicos no habían sido lo que Churchill quería que fueran. En 1941 y en los años siguientes a menudo defraudarían sus expectativas. Pero en 1940, el primer ministro fue capaz en una medida extraordinariamente grande de modelar la nación y elevarla hasta el punto de colmar sus aspiraciones.

Mollie Panter-Downes escribía en el New Yorker del 29 de junio:

A un observador imparcial le costaría trabajo decidir hoy día si los británicos son el pueblo más valiente del mundo o simplemente el más estúpido. El modo en que están actuando en la situación presente podría ser utilizado para apoyar tanto una idea como otra. En el plano individual, el inglés parece singularmente poco impresionado por el hecho de que en estos momentos no haya nada entre él y una maquinaria de guerra nunca vista hasta la fecha en el mundo, que lo tiene puesto en su punto de mira. Posiblemente sea falta de imaginación; posiblemente sea a su vez el mismo tipo de resolución tenaz que en ocasiones produce una hazaña como la de Dunkerque. Millones de familias británicas, sentadas a la hora del desayuno ante mesas bien provistas, comiendo excelentes huevos con tocino británico, pueden seguir hablando tranquilamente de los horrores que suceden al otro lado del Canal, quizá sin entender del todo ni siquiera ahora que algo así podría suceder un día en el verde y plácido paisaje de Inglaterra.

Muchos americanos, en cambio, consideraban poco probable que Gran Bretaña sobreviviera. En Nueva York, «una cosa que me sorprende es la cantidad de conversaciones derrotistas», escribía el general estadounidense Raymond Lee, «la presunción casi patológica de que ya se ha acabado todo, excepto el griterío… de que es demasiado tarde para que Estados Unidos haga algo». Kay Pittman, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, invitó a Churchill a enviar la flota británica al Nuevo Mundo: «No es ningún secreto que Gran Bretaña no está en absoluto preparada para la defensa y que nada de lo que pueda hacer Estados Unidos significará más que retrasar el resultado… Cabe esperar que este plan no se vea también demorado en exceso por inútiles exhortaciones a continuar con la lucha. Es de todo punto evidente que el Congreso no autorizará la intervención en la guerra europea». La revista Time informaba el día 1 de julio: «Tan asustados estaban la semana pasada muchos ciudadanos americanos que quisieron impedir el envío de ayuda a Gran Bretaña por miedo a que Estados Unidos debilitara sus propias defensas, que quisieron que Estados Unidos se lavara las manos y no ayudara a Gran Bretaña, por miedo a verse envueltos en el bando perdedor».

Una encuesta de opinión de la revista Fortune demostraba que antes incluso de que cayera Francia, la mayoría de los americanos creía que Alemania iba a ganar la guerra. Sólo un 30,3 por 100 veía alguna esperanza para los aliados. Un corresponsal llamado Herbert Jones escribió una carta al Philadelphia Inquirer que reflejaba el sentimiento generalizado: «La inmensa mayoría de los americanos no es pacifista ni aislacionista, sino que, tras la experiencia de la última guerra y de Versalles, no tiene el menor deseo de sacarle a Gran Bretaña las castañas del fuego bajo el eslogan de “Salvemos al mundo en aras de la democracia”. Piensan con razón que poco se puede ganar ofreciendo nuestro dinero y las vidas de nuestros jóvenes para defender la causa del opresor de los judíos y los checos o la del opresor de los irlandeses y la India…». Richard E. Taylor, de Apponaugh, Rhode Island, escribió a un amigo en Inglaterra invitándole a llamar la atención de las autoridades ante el peligro de que los alemanes abrieran un túnel por debajo del canal de la Mancha.

Pero algunos americanos no se desmoralizaron. Un comité de «ayuda a Gran Bretaña» reunió tres millones de firmas con peticiones a la Casa Blanca. La organización produjo un Comité de Historiadores encabezado por Charles Seymour, de la Universidad de Yale; un Comité de Científicos, presidido por el ganador del Premio Nobel de Química Harold Urey; y un Comité de Teatro presidido por el dramaturgo y autor de los discursos de Roosevelt Robert Sherwood. Se invitó a los americanos a olvidar su visión caricaturesca de Gran Bretaña como nación de gentes encopetadas y atolondradas, y verla más bien como el país de los aguerridos paladines de la libertad. Al llegar a Nueva York, el novelista Somerset Maugham predijo una Gran Bretaña de posguerra totalmente distinta, y dio a entender que el país empezaría a mostrarse más favorable a la visión social de los americanos: «Tengo la sensación… de que en la Inglaterra del futuro el traje de noche será menos importante de lo que lo ha sido en el pasado». América estaba todavía lejos, muy lejos de la beligerancia, pero las fuerzas favorables a la intervención empezaban a alborotarse.

En 1941 Churchill dedicó una enorme energía a cortejar a Estados Unidos. Pero en 1940, cuando sus llamamientos del mes de junio a Roosevelt fracasaron, durante varias semanas dejó de escribir al presidente y rechazó las sugerencias de lanzar una ofensiva propagandística británica. «La propaganda está muy bien», dijo, «pero son los hechos lo que mueven el mundo. Si aplastamos a los hunos aquí, no hará falta ninguna propaganda en Estados Unidos… Ahora tenemos que vivir. El año que viene estaremos ganando. Y al año siguiente habremos vencido. Pero si podemos contener a los alemanes durante este próximo mes de julio… nuestra posición será muy distinta de la que tenemos hoy».

¿Pero cómo «contenerlos»? Un anglófilo como el general Raymond Lee, agregado militar en la embajada estadounidense en Londres, escribía: «Una cosa extraña de las actuales circunstancias es que estamos ante una situación que no ha sido estudiada nunca en la Escuela de Estado Mayor. Durante años [los oficiales británicos] han estudiado nuestra Campaña del Valle [durante la guerra de Secesión americana], operaciones en la India, Afganistán, Egipto y Europa, han efectuado desembarcos en costas hostiles, pero nunca se les había ocurrido que un día tuvieran que defender a los no combatientes de un país en guerra». Un diputado contaba que Churchill había dicho por aquel entonces: «No sé con qué combatirlos… Tendremos que atizarles en la cabeza con botellas… vacías, desde luego». El chiste era casi con toda seguridad apócrifo, pero como el propio primer ministro observó acerca del modo en que se incrementaban las anécdotas churchillianas espurias, su persona se había convertido en una especie de «imán que atrae las limaduras de hierro».

El 8 de junio, las Fuerzas de Defensa británicas tenían inventariados sólo 54 cañones antitanque de dos libras, 420 cañones de campaña con 200 cargas de munición por pieza, 613 cañones pesados y de medio calibre con 150 cargas cada uno; 105 tanques entre pesados y medios, y 395 ligeros. Disponían únicamente de 2300 ametralladoras ligeras Bren y 70 000 fusiles. El 26 de junio, en el curso de una visita a las defensas de playa de la bahía de St. Margaret, en Kent, el general de brigada del puesto dijo a Churchill que tenía tres cañones antitanque y seis cargas de munición por pieza. «No hay que desperdiciar ni una bala haciendo ejercicios», replicó el primer ministro. Rechazó la sugerencia de que Londres, como París, fuera declarada ciudad abierta. Las intrincadas calles de la capital británica, dijo, ofrecían oportunidades sin igual para la defensa local. Tan grave era la escasez de armas pequeñas que cuando el 10 de julio llegó de Estados Unidos una remesa de viejos fusiles de la primera guerra mundial, Churchill decretó que fueran repartidos en el plazo de cuarenta y ocho horas. Rechazó la propuesta de que Gran Bretaña intentara disuadir a España de entrar en la guerra prometiendo iniciar conversaciones sobre la disputada soberanía de Gibraltar en cuanto se restaurara la paz. Los españoles sabrían perfectamente, dijo, que, si Inglaterra vencía, no habría trato alguno.

Su ingenio nunca flaqueó. Cuando oyó decir que seis personas habían sufrido episodios de insuficiencia cardíaca tras los avisos de ataques aéreos, comentó que lo más probable era que él muriera de un atracón de comida. Pero no quería abandonar este mundo todavía, «ahora que estaban ocurriendo tantas cosas interesantes». Cuando le contaron que la Luftwaffe había bombardeado unas fundiciones propiedad de la familia de Stanley Baldwin, el archiconciliador primer ministro de los años treinta, murmuró: «¡Qué poco se lo han agradecido!». Cuando su esposa, Clementine, le contó cómo había tenido que salir asqueada de unos oficios religiosos en St. Martin-in-the-Fields al oír al cura pronunciar un sermón pacifista, Churchill comentó: «Deberías haber gritado: “¡Qué vergüenza! ¡Profanar la casa de Dios con mentiras!”.». A continuación se dirigió a Jock Colville diciendo: «Coménteselo al ministro de Información con el fin de que pongan a ese hombre en la picota». El general sir Bernard Paget exclamó junto a Colville: «¡Qué efecto tan tonificante tiene!».

Entre junio y septiembre de 1940, y en menor medida durante los dieciocho meses siguientes, la mente del gobierno y el pueblo británico siguió obsesionada con la amenaza de que Hitler enviara un ejército a invadir la isla. Siempre será una cuestión fascinante determinar hasta qué punto fue real alguna vez ese peligro, o si sólo fue visto como tal por Winston Churchill. La caída de Francia y la expulsión del ejército británico del continente supusieron la destrucción de los fundamentos estratégicos en los que se basaba la política británica. Sin embargo, si la victoria alemana en Francia hubiera sido menos rápida y si los aliados se hubieran enzarzado en una lucha más larga, los costes en sangre británica y francesa habrían sido muchísimo mayores, mientras que cuesta trabajo imaginar que el resultado final hubiera sido distinto. John Kennedy estaba entre los militares británicos de alto rango que se dieron cuenta de ello: «Habríamos tenido que poseer un ejército enorme en Francia para seguir allí tiempo suficiente y, a pesar de todo, habríamos acabado perdiendo nuestros pertrechos». Sir Hugh Dowding, comandante en jefe del Mando de Cazas, aseguraba que, al enterarse de la rendición de Francia, «me hinqué de rodillas y di gracias a Dios», pues ya no hacía falta seguir destruyendo en vano más cazas británicos en el continente. Sólo la percepción que tenían los alemanes del papel marginal de la BEF permitió que tantos soldados ingleses escaparan del campo de batalla por mar no ya en una ocasión, sino en dos, en junio de 1940. Ninguna simulación de la Escuela de Estado Mayor habría permitido un resultado tan benigno. Aunque en aquellos momentos resultara difícil ver las cosas en esos términos, lo cierto es que la derrota de Francia había sido inevitable y que Gran Bretaña se libró de sus consecuencias con sorprendente facilidad.

En junio de 1940 los británicos creían que se cernía sobre ellos la amenaza de una invasión inminente seguida de su probable aniquilación. Como es natural, pensaban que eran el foco principal de las ambiciones de Hitler. Pocos se daban cuenta de la obsesión del Führer por el este de Europa. No podían saber que Alemania no estaba ni preparada militarmente ni comprometida psicológicamente con el lanzamiento de una gigantesca operación anfibia al otro lado del canal de la Mancha. La Wehrmacht necesitó meses para dirigir la conquista de Francia y los Países Bajos. La percepción que tenían los nazis de Gran Bretaña y de su clase dirigente se vio distorsionada por la familiaridad mantenida antes de la guerra con tantos aristócratas partidarios del apaciguamiento. En aquellos momentos esperaban confiadamente en la sustitución del gobierno de Churchill por otro que se hiciera cargo de la realidad. «¿Están empezando a ceder los ingleses? Todavía no hay signos visibles de ello», escribía Goebbels en su diario el 26 de junio. «Churchill sigue lanzando baladronadas. Pero él no es Inglaterra». Algunos historiadores han expresado su sorpresa ante la idea de que Hitler se anduviera con tantos rodeos respecto a la invasión. Pero sus evasivas las imitarían más tarde los aliados. A pesar de toda la retórica agresiva de Churchill y Roosevelt, los británicos abrigaron durante años la esperanza de que Alemania se hundiera sin necesidad de un desembarco de los aliados en Francia. Los americanos se sintieron muy aliviados al ver que Japón se rendía sin ser invadido. Ningún país beligerante se arriesga a llevar a cabo una gran operación anfibia en tierra enemiga hasta que no se han agotado todas las demás opciones. En 1940 Alemania no fue ninguna excepción.

El pueblo de Churchill habría dormido un poquito mejor aquel verano si se hubiera dado cuenta de que su isla estaba mucho mejor situada para resistir el asedio y los bombardeos que cualquier otro escenario estratégico imaginable. Su ejército se había librado de la necesidad de enfrentarse a la Wehrmacht en el campo de batalla, y de hecho no llevaría a cabo ninguna operación importante en el continente durante más de tres años. La marina real, a pesar de las pérdidas sufridas en Noruega y Dunkerque, seguía siendo una fuerza enormemente poderosa. Una flota alemana de barcazas a remolque cruzando el Canal a una velocidad de apenas tres o cuatro nudos habría permanecido al alcance de las baterías de los buques de guerra británicos durante varias horas. El 1 de julio, la marina alemana poseía sólo un crucero pesado y dos ligeros, así como cuatro destructores y algunas lanchas torpederas tipo Schnellboot, capaces de realizar labores de escolta. La Real Fuerza Aérea estaba mejor organizada y equipada para defender Gran Bretaña de un bombardeo que para cualquier otra operación bélica. Si un ejército alemán conseguía apoderarse de una cabeza de playa, las fuerzas terrestres de Churchill no estaban capacitadas para repelerlo. Pero en el verano de 1940, el foso que rodeaba Inglaterra, esas veintiuna millas de aguas turbulentas bordeadas por acantilados de caliza a uno y otro lado, representaba un obstáculo formidable y probablemente decisivo para el ejército de Hitler, poco familiarizado con el mar.

Una de las principales preocupaciones del gobierno era asegurarse de que Hitler no tuviera a su disposición la flota de la Francia de Vichy. Tras días de discusiones del gabinete sobre este tema, en un momento dado Churchill planteó la posibilidad de convencer a los americanos de que compraran los buques de guerra. A la hora de la verdad, sin embargo, fue escogida una opción más directa y brutal. Horace Walpole había escrito dos siglos antes: «Ningún gran país fue salvado nunca por hombres buenos, pues los hombres buenos no llegarán nunca a los extremos a los que tal vez sea necesario llegar». En Mers-el-Kebir, Orán, el 3 de julio, las autoridades francesas rechazaron el ultimátum del almirante sir James Somerville, comandante de la Fuerza «H» de la marina real anclada frente a la costa, que les instaba a hundir la flota o a salir del puerto y unirse a los británicos. El posterior bombardeo de los buques de guerra franceses fue uno de los actos más despiadados llevados a cabo por una democracia que conocen los anales de la historia. Fue fruto de una decisión como probablemente sólo Churchill habría podido tomar. No obstante, provoca el respeto de la posteridad, igual que provocó el de Franklin Roosevelt, como prueba de la férrea determinación de Gran Bretaña de no abandonar la lucha. Churchill dijo al día siguiente en la Cámara de los Comunes: «Esperamos hasta primera hora de la tarde que fueran aceptadas nuestras condiciones sin que se produjera derramamiento de sangre». En cuanto a la aprobación de la medida, es algo que dejó «con toda confianza al Parlamento. Se lo dejo también a la nación, y se lo dejo a Estados Unidos. Se lo dejo al mundo y a la historia».

Cuando los diputados se pusieron a aplaudir y a agitar los folletos con el orden del día en una manifestación de entusiasmo, que por lo demás denotaba un pésimo gusto, por una acción que, aunque fuera necesaria, había costado la vida a 1250 franceses, Churchill volvió a sentarse en su escaño con el rostro bañado en lágrimas. Él, tan francófilo, se daba cuenta de lo amargos que eran los frutos que se habían recogido en Orán. Más tarde, en confianza, comentaría: «Fue una decisión terrible, como quitarle la vida a un hijo para salvar al estado». Temía que la consecuencia inmediata fuera empujar al gobierno de Vichy a unirse a Alemania en armas contra Gran Bretaña. Pero en un momento en el que el Comité Conjunto de Inteligencia (QIC por sus siglas en inglés) avisaba de que la invasión parecía inminente, se negó en rotundo a admitir el riesgo de que los importantísimos barcos franceses sirvieran de escudo a la armada alemana.

El régimen de Pétain no declaró la guerra, aunque el rencor de los franceses por lo de Orán perduró durante los años siguientes. El bombardeo fue menos transcendental como acción estratégica de lo que pretendía Churchill, pues un crucero de batalla francés salió ileso y todavía seguía amarrada en Toulon una poderosa flota a las órdenes del gobierno de Vichy. Pero los actos tienen a veces unas consecuencias que permanecen desapercibidas durante mucho tiempo. Ése fue el caso del ataque contra Mers-el-Kebir, seguido por el fracaso dos meses después de un intento de la Francia Libre de conquistar Dakar, capital de la colonia africana de Senegal. Cuando el general Francisco Franco, el dictador español, presentó a Hitler su lista de peticiones a cambio de unirse a las potencias del Eje, la primera exigencia fue que Hitler entregara a España las colonias francesas de África. Pero el rechazo por parte de la Francia de Vichy de las insinuaciones diplomáticas y de las amenazas militares británicas, junto con la negativa de la mayor parte de las colonias francesas de África a «unirse» a De Gaulle, persuadió a Hitler de que el país de Pétain se convertiría enseguida en su aliado en el combate. En consecuencia, se negó a complacer a Franco a expensas de Francia. El ataque contra Orán, que fue una necesidad dolorosa, y el aparente fiasco de Dakar contribuyeron significativamente a mantener a España fuera de la guerra.

Una parte de la Commonwealth británica no ofreció ayuda alguna a la «madre patria»: el Estado Libre Irlandés, enconadamente hostil a Gran Bretaña desde que obtuvo la independencia en 1921, mantenía una lealtad nominal en virtud de una sutileza constitucional según los términos del tratado de partición de la isla. Churchill había hablado con enorme desprecio de la entrega de los «Puertos del Tratado» al gobierno de Dublín realizada por Neville Chamberlain en 1938. En su calidad de primer lord del Almirantazgo, en 1939 contempló la realización de una acción militar contra Eire, como se denominaba el dominio británico de Irlanda del Sur. Sin embargo, en medio de las desesperadas circunstancias de junio de 1940, Churchill respondió con cautela a la sugerencia de Chamberlain —precisamente— de obligar a Irlanda a entregar sus puertos, que habrían desempeñado un papel transcendental para mantener abierta la línea de salvación de Gran Bretaña por el Atlántico. Churchill prefirió oponerse por temor a una reacción hostil por parte de Estados Unidos. En vez de seguir el consejo de Chamberlain, el gobierno británico instó a lord Craigavon, primer ministro de la Irlanda del Norte protestante, que seguía formando parte del Reino Unido, a intentar reunirse con el primer ministro de Eire, Éamon de Valera, para discutir la defensa de la isla que compartían. Craigavon, como la mayoría de los habitantes del Ulster, odiaba a los católicos del sur. Y rechazó la idea sin más.

Pero a finales de junio, Londres presentó a Dublín una propuesta secreta curiosamente radical: Gran Bretaña estaba dispuesta a comprometerse firmemente a crear una Irlanda unida cuando acabara la guerra a cambio de obtener acceso inmediato a los puertos y bases irlandeses. El embajador británico en Dublín comunicó a sus superiores la inflexible respuesta de De Valera. El Taoiseach estaba dispuesto a comprometerse firmemente sólo a la neutralidad de una Irlanda unida, aunque comentó de forma muy poco convincente que «quizá» entrara en la guerra cuando el gobierno británico hiciera una declaración pública de compromiso con la unificación de la isla.

No obstante, el gobierno británico instó a Dublín a entablar conversaciones con el régimen de Belfast acerca de una eventual unión respaldada por Gran Bretaña, a cambio de la beligerancia de Eire. Chamberlain comentó al gabinete: «No creo que el gobierno del Ulster se niegue a desempeñar su papel con tal de hacer realidad un desarrollo tan favorable». De Valera se negó una vez más a aceptar el pago atrasado. MacDonald telegrafió a Londres, instando a Churchill a ofrecer garantías personales. El primer ministro escribió en el margen de este mensaje: «Pero todo depende de consentimiento Ulster y de entrada en guerra Irlanda S.».

El 26 de junio Chamberlain comunicó con retraso a Craigavon estas conversaciones, añadiendo: «Observará usted que el documento adopta sólo la forma de encuesta, pues no hemos considerado adecuado dirigirnos a usted oficialmente con una petición de beneplácito a menos que tuviéramos ya una seguridad vinculante por parte de Eire de que entrarían en la guerra, si se daba ese beneplácito. En consecuencia, si rechazan el plan, no está usted comprometido a nada en absoluto, y si lo aceptan, sigue siendo libre de hacer sus propios comentarios o de presentar las objeciones que considere oportunas». El político norirlandés contestó con el siguiente telegrama: «Me ha sorprendido y disgustado profundamente su carta, en la que se hacen unas sugerencias de tanto alcance a mis espaldas y sin consultarme previamente. Nunca participaré en semejante traición al Ulster leal».

Chamberlain, a su vez, respondió en unos términos igualmente airados a lo que consideraba el insufrible provincianismo de Craigavon. Y concluía diciendo: «Recuerde por favor la gravedad de la situación, que exige hacer todos los esfuerzos para estar a la altura».

El gabinete de guerra, evidentemente muy poco impresionado por el enfado de Craigavon, reforzó entonces su propuesta a Dublín: «Esta declaración adoptaría la forma de una promesa solemne de que la Unión se convertirá en fecha temprana en un hecho consumado sobre el que no cabrá dar marcha atrás». Cuando Craigavon fue informado de todo, respondió: «Su telegrama no viene más que a confirmar mis informaciones confidenciales y mi convicción de que De Valera está a las órdenes de los alemanes y de que ya no se puede razonar con él. Puede que dilate las negociaciones a propósito hasta que el enemigo haya desembarcado. Abogo firmemente por la inmediata ocupación naval de los puertos y por el avance militar hacia el sur».

Craigavon aseguraba en una carta personal a Churchill que el Ulster sólo participaría en una Fuerza Defensiva Panirlandesa «si se impone en toda la isla la ley marcial británica». Los dos políticos se reunieron en Londres el día 7 de julio. No existe documentación alguna de sus conversaciones. Cabe presumir razonablemente que fue una entrevista gélida, pero en aquellos momentos Churchill pudo ya aliviar los temores del norirlandés. Dos días antes, De Valera había rechazado finalmente el plan británico. Como muchos irlandeses, tenía el convencimiento de que Gran Bretaña estaba condenada a perder la guerra. Dudaba de la sincera voluntad de Churchill de obligar a Craigavon a obedecerle. Si en algún momento contempló seriamente la posibilidad de aceptar las propuestas de Londres, es probable que también temiera que una vez comprometida con la beligerancia, Irlanda se convirtiera en una marioneta en manos de Inglaterra.

En sus memorias de la guerra Churchill no hace ninguna alusión a las negociaciones irlandesas. Como la oferta que hicieron los británicos a Dublín era algo extraordinario, ese silencio indica que su simple recuerdo no resultaba demasiado agradable al primer ministro. Dada la implacable hostilidad de De Valera, el desaire de Irlanda era inevitable. Pero supuso un enorme error de cálculo por parte del líder irlandés. Ernest Bevin escribía en tono confidencial a un profesor amigo suyo que instaba a llegar a un acuerdo en torno a una Irlanda unida: «Hay dificultades que de momento parecen casi insuperables. Como usted sabe, la política de De Valera consiste en seguir siendo neutral, aun cuando consiguiéramos [ofrecerle] una Irlanda unida. En eso es inamovible. De no ser por esa actitud, creo que sería fácil encontrar una solución… Puede usted tener la seguridad de que estamos atentos a cualquier oportunidad que pueda presentarse». Si Irlanda hubiera llegado a entrar en la guerra en el bando de los aliados, incluso después de que lo hiciera Estados Unidos en diciembre de 1941, cuando la victoria aliada estaba asegurada, el dinero americano habría inundado el país, adelantando quizá dos generaciones su despegue económico.

Con las conversaciones de julio no se acabó la historia. En diciembre de 1940, Churchill proponía en una carta al presidente Roosevelt que «si el gobierno de Eire mostrara su solidaridad con las democracias del mundo de habla inglesa… podría crearse un Consejo de Defensa de toda Irlanda del que después de la guerra probablemente surgiría de una forma u otra la unidad de la isla». Se trataba de una sugerencia mucho menos explícita que la del verano, evidentemente modificada por la disminución del peligro al que se veía enfrentada Gran Bretaña. Es imposible saber si, de haber accedido De Valera a la propuesta británica de junio de 1940, Churchill habría obligado efectivamente a los protestantes recalcitrantes del Ulster a aceptar la unión con el sur. Teniendo en cuenta el despótico trato que dispensó a los otros dominios y colonias británicos a lo largo de la guerra —por no hablar de la entrega de las bases británicas de ultramar a Estados Unidos—, no parece ni mucho menos imposible que lo hiciera. Tan apurada era la situación de Inglaterra y tan vital era la importancia de los puertos y los aeródromos irlandeses en la guerra de submarinos, que se consideraba justo pagar casi cualquier precio con tal de garantizar su disponibilidad.

Churchill se puso manos a la obra con el fin de preparar a su isla para resistir la invasión. Ordenó que, si los alemanes desembarcaban, se emplearan contra ellos medidas de todo tipo, incluidos los gases tóxicos. El día 6 de julio realizó una visita de inspección a unas maniobras en Kent. «Winston estaba en una forma excelente», escribe Ironside en su diario, «y nos ofreció un almuerzo en su casa de campo de Chartwell. Llovía mucho, pero a nadie le importaba lo más mínimo». Llegó de América una remesa de doscientos cincuenta mil fusiles y trescientos cañones de campaña de 75 mm, armas viejas y bastante malas, pero que fueron muy bien venidas. Ironside esperaba que la invasión alemana tuviera lugar el 9 de julio, y se quedó muy sorprendido al ver que no se producía. En cambio, el día 10 la Luftwaffe lanzó su primer gran ataque contra Gran Bretaña, con una incursión de setenta aviones contra los astilleros del sur de Gales. Churchill sabía que aquello no era más que un aviso del durísimo y prolongado ataque aéreo que estaba por venir. Dos días después visitó los escuadrones de Hurricanes de la RAF en Kenley, al sur de Londres. En su afán de aprovechar todo lo que pudiera servir para fortalecer la moral de la población, pidió que desfilaran bandas militares tocando por las calles. Destacó la importancia de las máscaras antigás, pues temía que Hitler recurriera a las armas químicas. Se opuso a que los niños fueran evacuados de las ciudades, y deploró que los retoños de los ricos fueran enviados para su salvaguardia a Estados Unidos. Se manifestó vigorosamente en contra del racionamiento excesivamente riguroso, y lamentó las expresiones de pesimismo siempre que se encontró con algún caso. Dill, al frente del ejército desde hacía menos de dos meses, había empezado ya a despertar su desconfianza; según dice en una carta a Eden, el jefe de Estado Mayor General del Imperio «me llama la atención por lo cansado, lo desanimado y lo excesivamente impresionado que está por el poderío de Alemania». A juicio de Churchill, durante los largos meses que siguieron, el derrotismo era el único delito que no tenía perdón.

El 19 de julio, Ironside fue destituido como comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa, siendo sustituido por sir Alan Brooke. Ironside pretendía hacer frente a la invasión con una delgada línea de defensas costeras y apoyarse fundamentalmente en la creación de líneas más fuertes tierra adentro. Brooke, en cambio, proponía la realización de contraataques rápidos con fuerzas móviles. Brooke y Churchill tenían indudablemente razón en su apreciación de que si los alemanes se aseguraban un emplazamiento fijo y aeródromos en el sureste del país, la batalla de Inglaterra estaría irremisiblemente perdida. Las defensas en el interior del país no valían para nada, excepto para confirmar la sensación de utilidad entre los responsables de su construcción.

Peter Fleming sostenía en la historia de este período que escribió más tarde que aunque los británicos previeron aparentemente la invasión, en realidad nunca creyeron en el fondo de su corazón que pudiera producirse semejante contingencia, porque no tenían experiencia histórica de nada parecido: «Admitieron la realidad, pero de boquilla. Tomaron las precauciones que el gobierno aconsejaba, hicieron los sacrificios que se les pedían y trabajaron como posesos… Pero…, por mucho que miraran cara a cara al futuro, les parecía imposible enfocar de un modo satisfactorio las terribles contingencias que se esperaba que acarreara la invasión». Fleming añadía además una observación muy perspicaz: «La amenaza de invasión fue un tónico y a la vez una droga… la tremenda y descorazonadora desolación de sus perspectivas a largo plazo se veía oscurecida todavía más por el melodramático carácter de la situación en la que… los habían situado los azares de la guerra».

Churchill comprendió la necesidad de movilizar al pueblo británico para la acción sin más consideraciones, en vez de darle tiempo para contemplar las oscuras realidades que lo rodeaban y meditar sobre ellas. Él mismo reflexionaba frenéticamente acerca de lo que podía ocurrir a medio plazo. «Cuando miro a mi alrededor para ver cómo podremos ganar la guerra», escribía a Beaverbrook el 10 de julio, «sólo veo una senda segura. No tenemos un ejército continental capaz de derrotar al poderío militar de Alemania. El bloqueo se ha roto y Hitler cuenta con Asia y probablemente también con África para apoyarse en ellas. Si fuera rechazado aquí o si no intentara llevar a cabo la invasión, recularía hacia el este y no tenemos nada para detenerlo. Pero hay una cosa que lo haría volver y lo traería de nuevo a la realidad, y es un ataque absolutamente devastador y de aniquilación lanzado desde este país con bombarderos pesados contra la patria del nazismo». Y de modo parecido anotó durante una estancia en Chequers el 14 de julio: «Hitler no tiene más remedio que llevar a cabo la invasión o se hundirá. Si no nos invade, se verá obligado a ir hacia el este, y se hundirá». Churchill no tenía ningún fundamento de los servicios de inteligencia para afirmar que los alemanes probablemente iban a arremeter contra Rusia. En aquellos momentos sólo lo guiaba un singularísimo instinto, que compartían muy pocos excepto el embajador británico en Moscú, famoso por su carácter excéntrico, el diputado del Partido Laborista Independiente sir Stafford Cripps. Hasta marzo de 1941, tres meses antes de que tuviera lugar el hecho, los servicios británicos de inteligencia no llegaron a la conclusión de que era probable que se produjera una invasión alemana de la Unión Soviética.

En cuanto a la producción aeronáutica, aunque la primera necesidad eran los cazas, el primer ministro instó a la creación de la fuerza de bombarderos más numerosa que fuera posible. Esta política, que era una medida desesperada, fruto de unas circunstancias igualmente desesperadas y de la absoluta falta de cualquier otra alternativa plausible, no alcanzaría su madurez destructiva hasta unos años más tarde, cuando la victoria estuviera ya asegurada por otros medios. Churchill decidió nombrar al almirante sir Roger Keyes, el alocado viejo héroe del ataque aéreo sobre Zeebrugge de 1918, jefe de las operaciones combinadas, con instrucciones de preparar la realización de incursiones aéreas en el continente. No quería fiascos desagradables, dijo, sino ataques de entre cinco y diez mil hombres. Ordenó la creación de la Dirección de Operaciones Especiales (SOE por sus siglas en inglés), al frente de la cual estaba Hugh Dalton en su calidad de ministro de Economía de Guerra, con orden de «prender fuego a Europa». Apoyó a De Gaulle como portavoz y líder de la Francia Libre. Brooke, que estuvo con Churchill en Gosport el 17 de julio, lo encontró «de un humor estupendo y lleno de planes agresivos para el verano siguiente». La mayoría de los compromisos alcanzados durante aquellos días quedarían en agua de borrajas y no se llevarían a cabo durante los años siguientes. Pero representaban señales para el futuro que servirían de inspiración a los colegas de Churchill; y por supuesto, eso era exactamente lo que él pretendía.

Pero sobre todo, de aquellos días tenemos sus palabras. «Se nos ha dado la fe como ayuda y como consuelo para cuando nos sintamos atemorizados ante el pergamino aún sin desenrollar del destino humano», dijo al pueblo británico en una alocución retransmitida por radio el 14 de julio, día de la toma de la Bastilla, en la que recordó que justo un año antes había asistido en París a un magnífico desfile militar. «Y yo proclamo mi fe en que algunos de nosotros viviremos para ver un 14 de julio en el que una Francia liberada disfrute una vez más de su grandeza y de su gloria». Y continuó diciendo:

Aquí, en esta poderosa ciudad que guarda los títulos de propiedad del progreso humano y que tan profunda importancia tiene para la civilización cristiana; aquí, ceñidos por los mares y los océanos en los que impera nuestra marina; protegidos desde lo alto por las proezas y la entrega de nuestros aviadores, esperamos impávidos el ataque inminente. Quizá llegue esta noche. Quizá llegue la semana que viene. Quizá no llegue nunca. Debemos mostrarnos igualmente capaces de hacer frente a un golpe violento y repentino o —lo que quizá sea una prueba más dura— a una vigilia prolongada. Pero si la ordalía a la que nos enfrentamos es repentina o larga, o si es las dos cosas a la vez, no intentaremos llegar a acuerdos, no toleraremos negociaciones; tal vez mostremos compasión; pero no la pediremos.

Un oyente del primer ministro escribió: «Los aparatos de radio no eran por entonces muy potentes y había siempre interferencias. Las familias debían sentarse junto al receptor y alguien tenía que estar siempre toqueteando los botones. Era como estar sentado alrededor del hogar, con alguien encargado de atizar el fuego; y hasta ese hogar llegaba la voz cascada de Winston Churchill». Vere Hodgson, una londinense de treinta y nueve años, dice: «Poco a poco nos sentíamos hechizados por aquella voz y aquella inspiración maravillosa. Su estatura se hacía cada vez mayor, hasta llenar por completo nuestro cielo». Vita Sackville-West escribió a su esposo, Harold Nicolson, diciendo que uno de los discursos de Churchill la hizo «sentir escalofríos (pero no de miedo). Creo que uno de los motivos de que se sienta una conmovida por sus frases isabelinas es que se percibe todo el macizo sostén de poder y determinación que se oculta tras ellas, como si de una gran fortaleza se tratara: las suyas nunca son palabras dichas porque sí». Mollie Panter-Downes decía a los lectores del New Yorker: «El señor Churchill es el único hombre de la Inglaterra actual que habitualmente interpreta el sentir de la nación, callado, pero absolutamente resuelto».

Isaiah Berlin escribía: «Como un gran actor —quizá el último de su especie— sobre el escenario de la historia, pronuncia sus memorables frases con una entonación amplia, pausada y majestuosa en medio de una llamarada de luz, como corresponde a un hombre que sabe que su obra y su persona seguirán siendo objeto de escrutinio y de crítica durante muchas generaciones». El diputado tory Cuthbert Headlam escribió en su diario el 16 de julio: «Indudablemente es su momento, y la confianza en él aumenta en todos lados». La sublime hazaña de Churchill consistió en inspirar a las personas más corrientes percepciones extraordinarias de su propio destino. Eleanor Silsby, una profesora de psicología de edad ya avanzada que vivía al sur de Londres, escribió a un amigo de Estados Unidos el 23 de julio de 1940: «No seguiré hablando de la guerra. Pero sólo quiero decir que estamos orgullosos de tener el honor de luchar solos por las cosas que son más importantes que la vida y la muerte. Me hace sentirme bien pensar no sólo que somos ingleses, sino que hemos sido escogidos para vivir este momento con la finalidad concreta de salvar al mundo… Nunca habría pensado que pudiera aprobar la guerra… Curiosamente en todo esto hay muy poca ira y muy poco odio; es simplemente una misión que debe ser cumplida… Estamos ante el fin del mundo». Churchill se sintió enormemente conmovido cuando recibió por correo una caja de puros de una joven trabajadora que decía que había ahorrado su sueldo para comprárselos. Una mañana, en Downing Street, John Martin se encontró saludando a una mujer que había llamado para donar al estado un collar de perlas valorado en sesenta mil libras esterlinas. Cuando se lo contaron, Churchill dijo citando a Macaulay:

En las batallas de Roma los romanos

no escatimaban ni tierras ni oro.

Muchos periódicos alemanes publicaron editoriales acerca del discurso pronunciado por Churchill el 14 de julio calificándolo de «máximo caudillo de la plutocracia». La Deutsche Allgemeine Zeitung fue una de las publicaciones que sugirieron que su absurda determinación de luchar hasta el final haría que Londres corriera la misma suerte que habían corrido otras ciudades conquistadas: «Las autoridades de Varsovia, totalmente carentes de escrúpulos, no se dieron cuenta de las consecuencias de su obstinación hasta que la ciudad quedó reducida a ruinas y a cenizas. Del mismo modo, Rotterdam pagó por no tomar una decisión razonable, como la que salvó a otras ciudades holandesas y —en el último momento— a París». Las fuerzas alemanas, se hizo saber al pueblo de Hitler, se sentían descansadas al término de la campaña de Francia, y en aquellos momentos estaban listas para lanzar un ataque contra Inglaterra, en cuanto el Führer diera la orden. Mientras tanto, las incursiones aéreas de la Luftwaffe contra el país de Churchill, que hasta entonces habían sido de poca envergadura, aumentarían de forma espectacular. Cabía prever una rápida victoria sobre Inglaterra. Las emisiones propagandísticas en inglés de la radio alemana transmitían el mismo mensaje de destrucción inminente.

El 19 de julio Hitler pronunció una alocución al Reichstag y al mundo entero, ofreciendo públicamente a Gran Bretaña que eligiera entre la paz y «un sufrimiento y una ruina infinitos». Churchill respondió en los siguientes términos: «No pretendo decir nada en contestación al discurso de Herr Hitler, pues no me hablo con él». Instó a lord Lothian, embajador británico en Washington, a que presionara a los americanos para que satisficieran la petición presentada ya por Gran Bretaña de un «préstamo» de destructores viejos. El 1 de agosto propinó una magnífica reprimenda al Foreign Office por la elaborada formulación de la respuesta que le proponía que diera al mensaje del rey de Suecia, en el que éste se ofrecía a actuar como mediador entre Inglaterra y Alemania. «El borrador en cuestión se equivoca», escribió, «al intentar pasarse de listo y entrar en sutilezas de política que no encajan con la trágica sencillez y la grandeza del momento y del asunto que está en juego». Ese mismo día, Hitler publicó su Directiva N.º 17, en virtud de la cual se desencadenaría la campaña masiva de la Luftwaffe contra Inglaterra.