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Último acto

En los últimos meses del mandato de Churchill como primer ministro durante la guerra, su satisfacción por la inminente caída de los nazis se vio casi completamente ensombrecida por la consternación que le causó el triunfo de la tiranía soviética en el este de Europa. El 6 de marzo escribió a un diputado tory. «Ahora estamos trabajando para asegurarnos de que los acuerdos de Yalta sobre Polonia y las elecciones libres se cumplen tanto en el espíritu como en la letra». En realidad, fueron incumplidos en su totalidad. Casi a diario llegaban a Downing Street noticias de la brutal opresión soviética en Polonia, empezando por el encarcelamiento de dieciséis destacadas personalidades polacas que acudieron a una reunión con el debido salvoconducto del Ejército Rojo, y la deportación a campos de concentración de miles de personas no comunistas. El NKVD de Beria llevó a cabo una guerra de represión contra los demócratas de Polonia que se prolongó hasta el término de la guerra contra Alemania, e incluso después. Churchill redactó un iracundo telegrama a Stalin, para el cual solicitó la aprobación de los americanos: «Todas las partes estaban preocupadas», decía en él, «por los informes que aseguraban que la administración de Varsovia estaba poniendo en práctica a gran escala deportaciones, liquidaciones de personas y otras medidas opresivas contra los que creyera que estaban en desacuerdo con ella».

Roosevelt, casi moribundo, vetó el envío de semejante mensaje, y después rechazó repetidamente las peticiones de Churchill solicitando que Estados Unidos adoptara una postura más severa hacia Moscú. El presidente propuso una «tregua política» en Polonia, que, a juicio de los británicos, no haría más que fortalecer al régimen marioneta de los soviéticos. «No puedo convenir en que estemos ante una ruptura de los acuerdos de Yalta», escribió Roosevelt el 15 de marzo. «… Debemos tener cuidado y no dar la impresión de que proponemos que se ponga freno a las reformas agrarias [colectivización] impuestas por las nuevas autoridades polacas». A continuación se produjo una marea de mensajes de Churchill a Roosevelt, en los que el primer ministro subrayaba su idea sobre la urgencia y la gravedad de la situación de Polonia. Casi ninguno obtuvo respuesta. Los británicos siguieron con sus esfuerzos, pero recibieron poco consuelo de Washington y ninguno de Moscú.

Los acontecimientos en el campo de batalla seguían su propia inercia, sobre la que Churchill no podía influir. En ese último instante, hizo un breve intento por reafirmar la influencia británica sustituyendo a Tedder por Alexander. El 1 de marzo escribió a su mariscal de campo, como si fuera ya un hecho consumado: «He escrito en privado a Eisenhower para decirle que sustituirá usted a Tedder como comandante supremo adjunto a mediados de este mismo mes y que propongo que Tedder le sustituya a usted en el Mediterráneo». La justificación aducida era que la presencia de Alexander en el noroeste de Europa reduciría las tensiones entre Eisenhower y Montgomery. En realidad, Churchill quería que su favorito asumiera el control de todos los combates terrestres de los aliados durante la última fase de la campaña alemana. La propuesta constituía un error desde todos los puntos de vista imaginables, empezando por la falta de idoneidad de Alexander para el desempeño del papel. Los americanos la rechazaron de inmediato. Churchill tampoco recibió mayor satisfacción de Washington cuando se manifestó en contra del comunicado enviado por Eisenhower a Stalin afirmando que los ejércitos occidentales se mantendrían lejos de Berlín, Los americanos no lo escuchaban. Aunque la forma en la que trataban al primer ministro era cada vez más brusca, desde el punto de vista del fundamento militar no cabe duda de que tenían razón.

Churchill hizo una nueva intervención acerca de la política de bombardeos estratégicos, que arrojaría una sombra siniestra sobre la historiografía de la Segunda Guerra Mundial. El 28 de marzo informó a Portal, jefe del Estado Mayor del Aire, y al comité de jefes de Estado Mayor:

Me parece que ha llegado el momento de revisar la cuestión del bombardeo de las ciudades alemanas simplemente con el fin de intensificar el terror, aunque se aduzcan otros pretextos. De lo contrario, acabaremos apoderándonos de un país completamente arrasado… La destrucción de Dresde sigue planteando una objeción importante en contra de la forma que tienen los aliados de llevar a cabo los bombardeos… Siento la necesidad de una concentración más precisa en objetivos militares, como los oleoductos o las vías de comunicación inmediatamente detrás de la zona de combate, y no en meros actos de terror y destrucción gratuita, por impresionante que ésta sea.

Portal, abanderado de la Real Fuerza Aérea, se sintió ofendido por esos comentarios, tanto como habría cabido imaginar. Convenció a Churchill de que los retirara, sustituyéndolos por otro documento que omitía expresiones tales como «actos de terror». El nuevo informe empezaba en términos más prosaicos: «Me parece que ha llegado el momento de revisar la cuestión de los llamados “bombardeos de zona” de las ciudades alemanas desde el punto de vista de nuestros intereses…». Esta versión modificada fue firmada el 1 de abril. A Churchill, sin embargo, no le cabía la menor duda de que había ordenado una interrupción de los ataques contra las ciudades. Se sintió, por consiguiente, consternado cuando poco después se enteró de que quinientos Lancasters del Mando de Bombarderos habían arrasado Potsdam. Se dijo que habían perdido la vida unos cinco mil civiles porque la población había descuidado las precauciones antiaéreas, convencida de que los tesoros arquitectónicos de la ciudad le garantizaban la inmunidad frente a los bombardeos. Churchill escribió enfurecido a Sinclair, secretario de Estado del Aire, y a Portal: «¿Qué sentido tiene presentarse en Potsdam y hacerla saltar por los aires?». Portal respondió que el cuartel operacional de la Luftwaffe había sido trasladado allí y que el ataque había sido «calculado para acelerar la desintegración de la resistencia enemiga».

La verdadera respuesta a la pregunta de Churchill era que había una fuerza gigantesca de bombarderos pesados británicos y que la renuencia a prescindir de sus servicios era enorme mientras continuara la resistencia en Alemania. El Ejército Rojo había empezado a librar la última batalla de la guerra europea por Berlín, a pocos kilómetros de Potsdam. La actitud de Churchill, manifestada en el borrador de nota enviado a Portal el 28 de marzo, era típica en él por su impulsividad, incluso por su irracionalidad. En una fase anterior de la guerra había sido un apasionado partidario de los bombardeos de área, aunque una vez pasada la desesperada situación del período 1940-1941, nunca había compartido la exagerada fe de los miembros de las fuerzas aéreas en que de esa forma podía ganarse la guerra. Cuando dieron comienzo las grandes campañas por tierra en Italia y en Francia, perdió el interés por el Mando de Bombarderos. Su contribución quizá fuera útil, pero no era a todas luces decisiva. Puede parecer frívolo pensar que el primer ministro de Gran Bretaña no era consciente de las operaciones realizadas por cientos de aviones pesados, dedicados a sembrar la muerte y la destrucción en plena noche por algunas de las ciudades más importantes de Europa. Pero en medio de las terribles cuestiones que se le amontonaban cada día, la ofensiva aérea pasiva a segundo plano, lo mismo —hay que decir también— que la cuestión de los campos de exterminio nazis y las eventuales operaciones de la RAF para entorpecer sus actividades. En la mente de Churchill, el destino de los judíos estaba inextricablemente unido al de millones de otros cautivos de Hitler. El mejor medio de asegurar su liberación era ganar la guerra lo más rápidamente posible.

Tan enorme era la magnitud de la guerra en 1944-1945 y tan diversas sus manifestaciones, que ningún ser humano, ni siquiera Winston Churchill, habría podido abordar todos sus aspectos con el compromiso que algunos críticos modernos creen que habría cabido esperar de él. ¿Cómo habría podido ser de otra forma? Se interesó por una variedad mucho mayor de asuntos que cualquier otro líder nacional de la historia. Pero muchos asuntos, incluida la política aérea de los últimos años de la guerra, fueron descuidados. Se permitió a los altos mandos que hicieran lo que les pareciera mejor. La única controversia importante sobre los bombardeos de la que se ocupó en serio Churchill a partir de 1942 fue la relativa al ataque contra la red de carreteras y ferrocarriles de Francia antes del Día D, sobre la que fue convencido, aunque a regañadientes, de que apoyara.

Durante toda la guerra, la dirección de los bombardeos estratégicos se vio dificultada por el hecho de que sus logros estuvieron siempre envueltos en el misterio. El progreso de los ejércitos de tierra era medido enseguida por los avances o las retiradas, y el de las armadas rivales por el número de hundimientos. Pero las exageradas afirmaciones de los hombres de la fuerza aérea sólo podían evaluarse mediante la problemática interpretación de la fotografía aérea, con la limitada ayuda suministrada por los mensajes descifrados por Ultra. En diciembre de 1941, el informe del señor Butt presentado al Cabinet Office llevó al primer ministro a admitir que la campaña de la RAF contra Alemania, tremenda por la demanda de recursos nacionales que suponía, no estaba obteniendo unos resultados en consonancia. Se tomó así la decisión de cambiar de política y llevar a cabo «bombardeos de área» sobre las ciudades, en vez de los desacreditados ataques de precisión contra objetivos militares e industriales. «En plena vorágine de la guerra», observaría Churchill en su vejez, «aquél era el único medio de devolver los golpes. Naturalmente yo fui en último término responsable… Pero luego dejé de estar seguro de la eficacia del empleo de los métodos expeditivos». Hasta junio de 1944, cuando los ejércitos aliados se lanzaron al campo de batalla, al primer ministro le pareció conveniente fomentar la idea de que los bombardeos estratégicos suponían una contribución importante a la derrota del enemigo. Si no hubiera sido así, mucha gente —empezando por Stalin— se habría preguntado si Gran Bretaña estaba desempeñando un papel lo bastante importante en la consecución de la victoria.

Al intentar distanciarse del bombardeo de Dresde, como hizo Churchill el 28 de marzo de 1945, se olvidaba de la petición que había hecho él mismo a Sinclair como responsable del Ministerio del Aire, justo antes de la conferencia de Yalta, encargándole que lanzara grandes ataques aéreos contra el este de Alemania para ayudar e impresionar a los rusos. Dresde había figurado durante años en las listas de objetivos del Mando de Bombarderos. Había salido ilesa hasta entonces sólo porque era una prioridad menor y porque estaba demasiado lejos de los aeródromos británicos. Durante toda la guerra, ningún alto mando de las fuerzas aéreas británicas mostró demasiada sensibilidad estética. Portal se había manifestado a favor de efectuar un bombardeo pesado sobre Roma cuando la ciudad estaba todavía en manos de Mussolini. Harris había asegurado al jefe del Estado Mayor del Aire que no albergaba «falsos sentimientos» sobre la idea de mandar a sus bombarderos contra uno de los centros culturales más importantes del mundo. Sólo la oposición de los americanos evitó los ataques. La intervención personal de Churchill fue la causa de que Dresde, junto con Chemnitz y Leipzig, fuera adelantada en la lista de objetivos programados para el mes de febrero y destruida casi por completo la noche del 13-14 de ese mismo mes. No es de extrañar que en el cuartel general del Mando de Bombarderos nadie manifestara la menor preocupación por la suerte de las iglesias barrocas antes de enviar a los Lancasters.

El primer ministro, sin embargo, no se lo pensó dos veces antes de presentar su petición, casi informal, a Sinclair. Durante toda la guerra hubo una legión de asuntos que atrajeron brevemente su atención y que luego pasaron a segundo plano. Es bastante poco plausible, aunque no imposible, que el 28 de marzo hubiera olvidado realmente «que había pedido a la RAF que atacara las ciudades del este de Alemania». La clave para entender la destrucción de Dresde, interpretada demasiado a menudo como una atrocidad única, es que en medio de la carnicería global diaria, la orden de ataque tenía para los responsables de la misma menos importancia de la que la posteridad piensa que habría merecido.

Después de lo de Dresde, sin embargo, el bombardeo fue objeto de muchos comentarios… y de algunas críticas. Al término de una conferencia del SHAEF[16] acerca de la política de bombardeos celebrada el 16 de febrero, un corresponsal de Associated Press llamado Howard Cowan presentó un informe en el que afirmaba: «Los mandos de las fuerzas aéreas aliadas han tomado la decisión, esperada durante largo tiempo, de llevar a cabo el bombardeo terrorista deliberado de centros de población alemanes como medio cruel de acelerar la caída de Hitler». Este artículo recibió una atención destacada en los periódicos norteamericanos, aunque fue censurado en los ingleses. El secretario de Guerra estadounidense Henry Stimson exigió una investigación del bombardeo de Dresde, que llevó al general «Hap» Arnold, de las fuerzas aéreas norteamericanas, a responder en los siguientes términos: «No debemos volvernos blandos. La guerra debe ser destructiva y hasta cierto punto inhumana y cruel». En Gran Bretaña, aunque no se produjeron muchas protestas, el inveterado crítico del gobierno, el diputado laborista Richard Stokes, planteó algunas preguntas en la Cámara de los Comunes. Por primera vez en muchos meses, Churchill abordó seriamente la cuestión de los bombardeos de área. Se daba cuenta de que, efectivamente, era una crueldad gratuita seguir adelante con la destrucción de las grandes ciudades cuando los alemanes estaban a punto del colapso. Con su habitual instinto de compasión con los vencidos, quiso detener el proceso. Era una decisión justa y humana. Pero se ofendió a sí mismo cuando en el borrador de orden a Portal intentó situar semejante opinión en un momento anterior y condenar la decisión del bombardeo de Dresde, de la cual había sido partidario implícitamente, si no de manera absolutamente explícita.

Se hizo también rehén de la historia al declarar que la campaña del Mando de Bombarderos era de carácter terrorista. Ninguna personalidad de los niveles más altos de la maquinaria de guerra británica había dudado nunca en privado de que así era, aunque los ministros y los oficiales de la fuerza aérea se habían tomado muchas molestias para no tener que reconocerlo. No fue aquélla la primera alusión que hizo Churchill al terror, en el contexto de los bombardeos. Había utilizado un término parecido mucho antes, en un memorándum presentado al gabinete de guerra en noviembre de 1942, acerca de la política sobre Italia. «Deberían ser atacados de manera intensiva todos los centros industriales», escribió, «haciendo toda clase de esfuerzos para aterrorizar y paralizar a la población». En la guerra como en la paz, no es muy verosímil que nadie se enorgullezca de adoptar una política en la que se considera necesario engañar al pueblo. La reputación de Churchill, Portal y el Mando de Bombarderos queda muy malparada si se leen los comunicados intercambiados entre marzo y abril de 1945, El primer ministro, y él habría debido ser el primero en saberlo, había estampado su firma en un documento en el que se declaraba, aunque luego lo retirara, que la ofensiva aérea británica había sido de carácter terrorista. Y luego había estado al corriente del juego de manos administrativo llevado a cabo para suprimir esa admisión de la verdad.

Algunos escritos de Churchill que datan de la época de la primera guerra mundial ponen de manifiesto que consideraba que el bombardeo aéreo de la población civil era un acto de barbarie. Durante la primera fase de la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania ya había asolado la mitad de las ciudades de Europa y Gran Bretaña no tuvo otro medio plausible de atacar al Reich de Hitler, reprimió sus instintos y apoyó la ofensiva de bombardeos. Parece que semejante decisión fue inevitable y que estaría justificada. Identificar bombardeo de área y «crimen de guerra», como hacen algunos críticos modernos, constituye un abuso lingüístico de lo más burdo. Aquella política tenía por objeto acelerar la derrota de Alemania destruyendo su base industrial, no matar gratuitamente a personas inocentes. Pero no deja de ser una mancha en la manera de hacer la guerra de los aliados el hecho de que se permitiera la continuación de los ataques contra las ciudades hasta 1945, cuando se emplearon unas fuerzas aéreas enormes provistas de una tecnología sofisticada contra unas defensas insignificantes, y cuando la producción industrial alemana ya no podía influir en los resultados. Tanto la necesidad operacional de atacar las ciudades —porque la RAF no podía hacer otra cosa— como el objetivo estratégico de dichas operaciones habían desaparecido. Pero la ofensiva siguió adelante porque, hasta la tardía intervención de Churchill, nadie pensó en decir a las fuerzas aéreas que pararan, o mejor, que se limitaran a atacar objetivos militares residuales.

Tenemos aquí un ejemplo clásico de determinismo tecnológico. Las armas existían y por consiguiente siguieron siendo utilizadas. La lástima del memorándum de Churchill del 28 de marzo, si no más desde el punto de vista de los aproximadamente doscientos mil civiles alemanes que perdieron la vida en 1945, fue que no lo escribiera varios meses antes. Sin embargo, cuesta trabajo no compadecer al primer ministro, viejo y agotado, obligado a cargar sobre sus hombros con todos los problemas del mundo, por actuar con tanta lentitud. La historia de su conducta con el pueblo de Hitler pone de manifiesto un instinto en general hacia la compasión, notable en el líder de un país que había sufrido tanto a manos de los alemanes desde 1939. Los papeles de Churchill correspondientes a 1945 contienen muchas reflexiones e instrucciones caritativas sobre el trato dispensado a los alemanes. Esos comentarios deberían ponerse también en la balanza para compensar los indudables excesos de la ofensiva de los bombarderos y la responsabilidad que tuvo en ella.

Durante las últimas semanas de la guerra europea, Churchill realizó otras dos escapadas al campo de batalla. El 3 de marzo tuvo la satisfacción de aliviar su cuerpo en la Línea Sigfrido, en un momento en que pudo librarse de los fotógrafos: «Es una de las operaciones relacionadas con esta gran guerra que no deben ser reproducidas gráficamente». Ejecutó la misma ceremonia tres semanas después a orillas del Rin, durante una visita para contemplar en compañía de Alan Brooke cómo Montgomery cruzaba el gran río. Mientras observaba el vasto panorama que se desplegaba ante sus ojos, sentado en una silla que habían colocado para él en lo alto de la colina de Xanten, dijo: «Ojalá hubiera desplegado a mis hombres con casacas rojas ahí abajo y les hubiera ordenado marchar a la carga». Y añadió, no sin satisfacción: «Pero ahora mis ejércitos son demasiado grandes». Al oír el rugido de los aviones, se levantó de un salto: «¡Ya vienen! ¡Ya vienen!».

Y vio fascinado cómo pasaba sobre sus cabezas la gran armada aerotransportada, miles de paracaídas multicolores que se abrían como si fueran flores sobre la orilla alemana del río. Los generales le instaron a retroceder rápidamente en busca de refugio cuando empezaron a caer bombas alemanas lanzadas de modo intermitente. Brooke escribió: «Fue un verdadero alivio tener de nuevo en casa a Winston sano y salvo… Honradamente creo que en realidad le habría gustado que lo mataran en el frente en aquel momento de triunfo. Me había dicho a menudo que la mejor forma de perder la vida es morir cuando le hierve a uno la sangre y no se siente nada».

Durante un almuerzo en Chequers unos días después, Churchill contó a su prima Anita Leslie cuánto había disfrutado con aquella excursión: «Soy un viejo y trabajo mucho. ¿Por qué no iba a poder divertirme un poco? Al menos, creo que fue entretenido, aunque uno tiene que detestar ver morir a los valientes». Leslie hacía de conductora de ambulancia para la Francia Libre. «Con un anhelo infantil en su voz, Winston me preguntó qué pensaban de él los franceses. “¿Les gusto? ¿Me quieren? Dales muchos recuerdos de mi parte”». Aunque fueran las palabras de un viejo sentimental, su interés cada vez menor por su trabajo diario reflejaba la situación de un hombre agotado. «El primer ministro está convirtiéndose ahora en una rémora para la administración», escribió Colville.

Pudo apreciarse un último espasmo de frustración en su incapacidad para influir en las operaciones militares. Cuando se enteró de que Eisenhower había enviado un comunicado a Stalin diciendo que los ejércitos angloamericanos no harían ningún intento de unirse a los rusos en Berlín, expresó su profundo disgusto por el hecho de que se hubiera tomado semejante decisión sin hacer la menor alusión a los gobiernos británico y americano. A medida que fue empeorando el comportamiento de los rusos, insistió en que los ejércitos angloamericanos avanzaran lo más al este que les fuera posible y en que se quedaran allí, sin tener en cuenta las zonas de ocupación acordadas, hasta que Moscú se mostrara dispuesto a permanecer en el lado que le correspondía según los pactos de Yalta. Mientras tanto, la paranoia rusa fue intensificándose en la idea de que Occidente iba a firmar su propio tratado de paz con los alemanes. El 29 de marzo Zhukov visitó el Kremlin. Stalin se dirigió a su escritorio, hojeó unos cuantos documentos, cogió uno y se lo entregó a su mariscal. «Lee esto», dijo. Era un expediente basado en información proveniente de unos «simpatizantes extranjeros» que afirmaba que ciertos representantes de los aliados occidentales estaban manteniendo conversaciones secretas con unos emisarios de Hitler para alcanzar una paz por separado. Las propuestas de Berlín habían sido rechazadas, decía la carta, pero seguía cabiendo la posibilidad de que el ejército alemán abriera su frente occidental para dejar paso a los aliados hasta Berlín. «¿Qué te parece?», preguntó Stalin, y continuó diciendo sin esperar la respuesta de Zhukov: «No creo que Roosevelt viole los acuerdos de Yalta. Pero en cuanto a Churchill… Ese hombres es capaz de cualquier cosa».

Efectivamente, los americanos no mostraron ningún interés en tensar la cuerda de las relaciones diplomáticas con el Kremlin. Aunque Roosevelt fuera convencido de que enviara a Stalin una última misiva desafiante sobre Polonia, Washington no precipitaría la confrontación. Cuando Himmler intentó parlamentar con los aliados occidentales, Churchill comunicó el hecho a Stalin, que había enviado una marea de cables enfurecidos e incluso insultantes a Londres y a Washington a propósito de las negociaciones llevadas a cabo por los estadounidenses en Suiza con el general de la SS Karl Wolff a propósito de la rendición de los alemanes en Italia. En esta ocasión, el líder ruso mandó un mensaje particularmente suave a Churchill: «Conociéndolo a usted, no tenía la menor duda de que iba a actuar de esa forma». El primer ministro encontró el cable esperándolo en Downing Street cuando volvió de cenar con el embajador francés la noche del 25 de abril. La misiva le provocó un espasmo de sensiblería y de buena voluntad hacia Stalin. Jock Colville anotó consternado que Churchill, que no estaba del todo sobrio, se pasó noventa minutos en el Anexo conversando lleno de entusiasmo con Brendan Bracken acerca del cablegrama, y luego gastó otros noventa minutos haciendo lo mismo con su joven secretario particular: «Su vanidad era asombrosa y me alegro de que el t[ío] P[epe] no sepa qué efecto pueden tener sobre nuestra política respecto a Rusia unas pocas palabras amables, después de soltar tantas otras duras… No se había hecho nada y yo me sentí irritado y ligeramente disgustado por aquella exhibición de susceptibilidad al halago. Eran casi las cinco de la mañana cuando me fui a acostar». Tres días después, Churchill cablegrafió a Stalin ofreciéndole una nueva rama de olivo: «Me ha preocupado mucho el malentendido que se ha suscitado entre nosotros en lo tocante a los acuerdos de Crimea sobre Polonia». No había habido ningún malentendido, por supuesto. Stalin estaba decidido a reafirmar la hegemonía soviética sobre Polonia, y ahí se acababa la cuestión.

Allá por diciembre de 1941, cuando Eden cablegrafió a Churchill desde Moscú ponderándole la necesidad de aceptar las exigencias planteadas por Rusia sobre el reconocimiento de sus fronteras anteriores a la operación «Barbarroja», el primer ministro contestó: «Cuando dice usted que “nada de lo que podamos hacer o decir nosotros y Estados Unidos afectará a la situación cuando acabe la guerra”, está usted haciendo una gran conjetura sobre las condiciones que reinarán entonces. Nadie puede prever cómo estará el equilibrio de fuerzas ni dónde se situarán los ejércitos vencedores. Parece probable, sin embargo, que Estados Unidos y Gran Bretaña, lejos de estar agotados, sean el bloque armado y económico más poderoso que el mundo haya visto nunca, y que la Unión Soviética necesite nuestra ayuda para su reconstrucción mucho más de lo que nosotros podamos necesitar la suya». En 1945, la frustración de esas esperanzas era evidente. Los soviéticos eran infinitamente más fuertes y los británicos mucho más débiles de lo que había previsto Churchill. El compromiso de Estados Unidos con los intereses comunes angloamericanos, en Europa o en cualquier otro sitio, era mucho más tenue que nunca.

A la fría luz del día, el primer ministro se dio cuenta de ello. El 4 de mayo, escribió a Eden, por entonces en San Francisco con motivo de la sesión inaugural de las Naciones Unidas, acerca de la evolución de la situación en la Europa del Este, tal como él la veía:

Me temo que han ocurrido cosas terribles durante el avance de los rusos por Alemania en dirección al Elba. La retirada del ejército estadounidense a las líneas de ocupación acordadas que se propone… significaría una ola de dominación rusa que avanzaría ciento ochenta kilómetros en un frente de entre trescientos y seiscientos. Se trata de un acontecimiento que, de producirse, sería uno de los más tristes de la historia. Una vez pasado y cuando el territorio fuera ocupado por los rusos, Polonia habría quedado totalmente sumergida y sepultada entre las tierras ocupadas por los rusos… La frontera de Rusia iría desde el cabo Norte, en Noruega… a lo largo del Báltico hasta un punto situado justo al este de Lübeck… atravesando [Austria] hasta el río Isonzo, a partir del cual Tito y Rusia reclamarían todo lo que queda hacia el este. De ese modo, los territorios controlados por los rusos incluirían las provincias bálticas, toda Alemania hasta la línea de ocupación, toda Checoslovaquia, gran parte de Austria, toda Yugoslavia, Hungría, Rumanía y Bulgaria, hasta Grecia, en la situación de inestabilidad en la que se halla en la actualidad… Esto constituye un acontecimiento en la historia de Europa del que no se conoce paralelismo alguno… Todas estas cuestiones deben solucionarse antes de que los ejércitos estadounidenses queden debilitados en Europa… Es en esa confrontación y en el rápido e inmediato acuerdo con Rusia en lo que debemos volcar ahora nuestras esperanzas. Mientras tanto, estoy totalmente en contra de suavizar nuestras reclamaciones contra Rusia en nombre de Polonia.

Los aliados se vieron de pronto en un nuevo mundo desconcertante y desconocido, pues Roosevelt había desaparecido. Tras el golpe demoledor que supuso su fallecimiento el 12 de abril, Churchill tuvo por un breve instante la idea de volar a Washington para asistir al funeral. Finalmente, decidió que lo necesitaban en Londres, conclusión a la que probablemente llegara influido por su propia falta de ganas de emprender semejante viaje. El entusiasmo del primer ministro por el difunto presidente había disminuido de, forma espectacular. Había sufrido demasiados desaires. Algunos habían sido relativamente triviales, como, por ejemplo, la decisión tomada por Washington en el mes de marzo de interrumpir las exportaciones de carne a Gran Bretaña. Otros habían sido más graves, como la imposición de restricciones durísimas a la aviación civil británica durante la posguerra en cumplimiento de las condiciones del Plan de Préstamo y Arriendo. Pero, naturalmente, estaba sobre todo la unilateralidad de los americanos en las cuestiones relacionadas con el este de Europa. La grandeza de Roosevelt no estaba en duda, y menos aún en la mente de Churchill. Pero esa grandeza había sido desplegada al servicio de Estados Unidos, y sólo de manera tangencial y a regañadientes en interés del imperio británico o incluso de Europa. «Las cosas han cambiado mucho», escribía Moran en el mes de febrero, «desde que, hablando de Roosevelt, Winston me dijo: “Me encanta este hombre”».

Ahora Churchill se veía obligado a tratar con la figura totalmente desconocida de Harry Truman. En las primeras semanas del nuevo presidente en el cargo, aunque su inexperiencia fuera evidente, se vieron algunos indicios alentadores de que estaba dispuesto a tratar a los rusos con más dureza que la que había mostrado Roosevelt durante sus últimos meses. Pero el nuevo inquilino de la Casa Blanca no estaba más dispuesto que su antecesor a arriesgarse a un enfrentamiento armado con la Unión Soviética por Polonia, ni por ningún otro país europeo. Dada la situación, Washington creía que no valía la pena adoptar poses huecas, cuando el Ejército Rojo se hallaba a orillas del Elba. La combatividad de Churchill frente a Moscú tampoco tuvo mucha resonancia entre su pueblo. Durante cuatro años los británicos habían acogido a los rusos como héroes y camaradas, ignorando la falta de entusiasmo mutuo. Excepto unas decenas de hombres y mujeres situados en la cúspide de la maquinaria de guerra británica, pocos conocían la perfidia y la brutalidad de los soviéticos. Y, como en Estados Unidos, tampoco en Gran Bretaña había muchas ganas de emprender una cruzada churchilliana contra un nuevo enemigo.

Se decretó que el Día de la Victoria en Europa fuera el 8 de mayo. La tarde del 7, los jefes de Estado Mayor se reunieron en Downing Street para celebrar una pequeña fiesta. El propio Churchill sacó la bandeja y las copas, y luego brindó con Brooke, Portal y Cunningham como «artífices de la victoria». Ismay escribió en sus memorias: «Esperaba que levantaran sus copas en honor del jefe, que había sido el máximo responsable de la planificación; pero quizá estuvieran demasiado emocionados para fiarse de sus voces». El comentario no puede ser más hipócrita. Brooke y Cunningham, cuando no también Portal, abrigaban unos sentimientos muy complejos hacia el primer ministro. Otros, entre ellos el propio Ismay y el personal de Downing Street, perdonaban la rudeza del trato de Churchill debido al amor y la admiración que sentían por él. Al mariscal de campo y al almirante les costaba más trabajo. Brooke escribió el 7 de mayo: «No me puedo sentir contento, lo que tengo sobre todo es una sensación de infinito cansancio mental. Una especie de letargo cerebral que se niega a registrar los momentos más brillantes, y que continúa en un tono homogéneo, apagado, plano». Al día siguiente añadió con cierta amargura: «No cabe duda de que la opinión pública no ha entendido nunca lo que han estado haciendo los jefes de Estado Mayor mientras dirigían la guerra. En general, el primer ministro no lo ha aclarado mucho, y ni una sola vez en sus discursos ha mencionado a los jefes de Estado Mayor… Es indudable que sin él Inglaterra estaba perdida, pero con él ha estado al borde del desastre una y otra vez. Y, pese a todo, prácticamente ni una sola muestra de reconocimiento a todos los que lo han ayudado, excepto algunas migajas ocasionales, con el fin de que el perro no se aleje demasiado de la mesa».

Brooke estaba envidioso del poder y la fama mucho mayores de que gozaba Marshall, su homólogo norteamericano. Hombre de considerable vanidad, como se pone de manifiesto en sus diarios, sobrestimaba su propio talento y fue muy poco generoso en su estima del de Churchill. Pero una parte importante de lo que consiguió como jefe del Estado Mayor General del Imperio —y fue bastante— se debió a su decisión de enfrentarse día y noche a Churchill cada vez que creía que éste se equivocaba. Aunque Brooke era un militar precavido, que tal vez no habría prosperado nunca como comandante de campo, supuso un contraste excelente con el primer ministro, librándolo de muchos sinsabores. Su contribución al esfuerzo de guerra de los británicos fue notabilísima. Como si fuera un erizo, había sabido darse cuenta de una cosa importante: de que los aliados no debían hacer frente prematuramente a todo el peso de la Wehrmacht. Fue incapaz, sin embargo, de admitir que el precio de ponerse al servicio de un personaje histórico de gran talla era quedar oscurecido por su sombra.

Clementine se hallaba visitando Rusia en representación de la Cruz Roja el Día de la Victoria en Europa, para su propio disgusto y el de su marido. A las tres de la tarde Churchill hizo una alocución radiofónica al pueblo británico: «La pasada madrugada, a las 2.41 de la mañana, en el cuartel general, el general Jodl, representante del alto mando alemán, y el gran almirante Dönitz, designado jefe del estado alemán, firmaron el acta de rendición incondicional de todas las fuerzas alemanas de tierra, mar y aire de Europa a la Fuerza Expedicionaria Aliada, y simultáneamente al alto mando soviético… Por consiguiente, la guerra contra Alemania ha terminado». Recordó la lucha en solitario de Gran Bretaña, y la gradual llegada de los grandes aliados: «Finalmente casi todo el mundo se unió contra los malhechores, que ahora están postrados ante nosotros. Quizá nos permitamos un breve período de regocijo; pero no olvidemos ni por un instante el trabajo y el esfuerzo que tenemos por delante. Japón, con toda su perfidia y su codicia, sigue sin ser sometido… Ahora debemos dedicar todas nuestras fuerzas y todos nuestros recursos a la terminación de nuestra tarea, tanto en nuestro país como en el extranjero. ¡Adelante, Gran Bretaña! ¡Viva la causa de la libertad! ¡Dios salve al rey!». Sus secretarios y el personal a su servicio se pusieron en fila en el jardín de Downing Street para aplaudirlo cuando salió en su coche. Él les dijo sonriendo: «¡Muchísimas gracias! ¡Muchísimas gracias!». A continuación se dirigió a la Cámara de los Comunes para repetir ante los diputados el discurso que acababa de hacer a la nación.

Unos pocos protestones se quejaron de que les habría gustado oírle decir alguna expresión de gratitud a la divinidad, y sería interesante especular si Churchill manifestó o no alguna expresión de agradecimiento a un poder superior en la ceremonia de acción de gracias de la Cámara de los Comunes celebrada en la capilla de Sta. Margarita, en Westminster. Jock Colville creía que los acontecimientos de la guerra, especialmente la batalla de Inglaterra, alejaron bastante a Churchill del ateísmo desafiante y lo acercaron a la religión. El primer ministro comentó una vez a su secretario particular que no podía dejar de preguntarse si el gobierno de lo alto no sería tal vez una monarquía constitucional, «en cuyo caso siempre cabía la posibilidad de que el Altísimo lo mandara llamar».

Aquella noche, desde un balcón de Whitehall, Churchill se dirigió a un gentío inmenso que lo vitoreaba: «¡Queridos amigos, ésta es vuestra hora! No es la victoria de un partido ni de ninguna clase en particular. Es la victoria de la gran nación británica en general. Los habitantes de esta antigua isla hemos sido los primeros en desenvainar la espada contra la tiranía…». La multitud se puso a cantar «Land of Hope and Glory» y «Por ser un chico excelente» mientras el primer ministro regresaba al Anexo de Downing Street a pasar el resto de la velada con lord Camrose, propietario del Daily Telegraph. En compañía suya, Churchill dejó a un lado la exuberancia de las primeras horas de la tarde, repitiendo una vez más su consternación por la barbarie de los soviéticos en el este. A la una y cuarto de la madrugada, cuando se fue Camrose, Churchill volvió con sus secretarios y sus papeles.

Pravda afirmaba en tono triunfal que «el significado de la unión del Ejército Rojo y de las fuerzas aliadas angloamericanas es muy grande desde el punto de vista político y militar. Ofrece una prueba más de que las provocaciones del pueblo de Hitler con el fin de destruir la solidaridad y la hermandad en las armas entre nosotros y nuestros aliados… han fracasado». Pero Churchill pasó los primeros días de la paz sumido en la más profunda tristeza por el destino de Polonia. El 13 de mayo envió el siguiente cablegrama a Truman:

El poder de nuestras armas en el continente está en rápida decadencia. Mientras tanto, ¿qué va a pasar con Rusia? Siempre he trabajado en pro de la amistad con Rusia, pero, como usted, siento una profunda angustia por la mala interpretación que ellos han hecho de las decisiones de Yalta, por su actitud frente a Polonia, su influencia arrolladora en los Balcanes, con la excepción de Grecia, las dificultades que ponen respecto a Viena… y sobre todo por su capacidad de mantener unos ejércitos grandísimos en campaña durante mucho tiempo. ¿Cuál será la situación dentro de un año o dos, cuando los ejércitos británicos y americanos hayan sido disueltos… y cuando Rusia pueda decidir mantener doscientas o trescientas [divisiones] en servicio activo? Caerá un telón de acero sobre su frente… Ahora es indudablemente fundamental llegar a un acuerdo con Rusia, o ver dónde estamos con ellos antes de que debilitemos de manera mortal a nuestros ejércitos, o nos retiremos a las zonas de ocupación. Le estaría agradecidísimo si me diera su opinión o su consejo… En resumen, esta cuestión del acuerdo con Rusia antes de que nuestra fuerza haya desaparecido me parece que deja pequeñas a todas las demás.

Truman respondió en los siguientes términos: «Desde el punto de vista actual, es imposible hacer conjeturas sobre lo que puedan hacer los soviéticos cuando Alemania está en poder de unas pequeñas fuerzas de ocupación y la mayor parte de los ejércitos que podemos mantener está luchando en Oriente contra Japón». El presidente estaba de acuerdo con Churchill en que era urgentemente necesaria una reunión tripartita con Stalin.

Pero ¿qué pasaría si las conversaciones con Stalin no llegaban a ninguna parte, como era más que probable? Al cabo de unos días de la rendición de Alemania, el primer ministro británico sorprendió a sus jefes de Estado Mayor preguntándoles si las fuerzas angloamericanas podrían lanzar una ofensiva para hacer retroceder a los soviéticos por la fuerza de las armas. Churchill estaba entusiasmado por la decidida actitud de Truman, cuyo tono sugería una nueva disposición a responder despiadadamente al incumplimiento de los términos acordados en Yalta por parte de los soviéticos. El 13 de mayo, al término de una reunión del gabinete de guerra, Brooke escribió: «Winston estaba encantado. ¡Me da la sensación de que ya está soñando con otra guerra! ¡Aunque supusiera combatir contra los rusos!». El 24, el primer ministro ordenó a los jefes de Estado Mayor que, con «el oso ruso despatarrado sobre toda Europa», consideraran las posibilidades militares de hacer retroceder hacia el este al Ejército Rojo antes de que se produjera la desmovilización de los ejércitos angloamericanos. Pidió a los expertos en planificación que estudiaran los medios para «imponer a Rusia la voluntad de Estados Unidos y el imperio británico» y conseguir «un trato justo para Polonia». Se les decía que contaran con disponer de todo el apoyo de la opinión pública británica y americana, y se les invitaba a suponer que podrían «contar con la utilización de los recursos humanos de Alemania y lo que quedara de su capacidad industrial». La fecha prevista para el lanzamiento de tal ofensiva sería el 1 de julio de 1945.

El Foreign Office —aunque no el propio Eden— retrocedió espantado ante la belicosidad de Churchill. Uno de los informantes de Moscú en Whitehall dio inmediatamente noticia a Stalin de la orden enviada desde Londres a Montgomery, pidiéndole que acaparara las armas capturadas a los alemanes para su posible utilización en el futuro. Zhukov escribe en sus memorias:

Recibimos información fiable en el sentido de que la campaña final seguía en marcha. Churchill envió un telegrama secreto al mariscal Montgomery ordenándole que recogiera cuidadosamente armas y pertrechos alemanes y que los almacenara de modo que pudiera localizarlos fácilmente de cara a repartirlos entre algunas unidades alemanas con las cuales habrían debido cooperar si hubiera continuado el avance soviético. Nos vimos obligados a efectuar una declaración muy dura en la siguiente sesión de la Comisión de Control Aliada. Hicimos hincapié en que la historia conocía pocos ejemplos de perfidia y de traición de las obligaciones y deberes de los aliados tan grandes como aquél. Afirmamos que pensábamos que el gobierno y el ejército de Gran Bretaña merecían la condena más rotunda. Montgomery intentó refutar la afirmación soviética. Su colega americano, el general [Lucius] Clay guardó silencio. Al parecer, estaba al tanto de esa orden del primer ministro británico.

A pesar de su carácter sensacionalista, la versión de Zhukov se basaba en una realidad no conocida en sus detalles en Gran Bretaña hasta que no fue levantado el secreto de los documentos relevantes por el Archivo Nacional en 1998. Alan Brooke y sus colegas ejecutaron fielmente los deseos del primer ministro de estudiar los posibles escenarios para el inicio de una acción militar contra los rusos. El informe preparado por el gabinete de guerra junto con los expertos en planificación exigió de sus creadores unas proezas de imaginación sin precedentes durante todo el mandato de Churchill. En el preámbulo, los redactores del informe afirmaban que daban por supuesto que, en caso de que se rompieran las hostilidades entre los rusos y los aliados occidentales, Rusia se aliaría con los japoneses. «El objetivo general o político es imponer a Rusia la voluntad de Estados Unidos y del imperio británico». Pero los expertos en planificación señalaban a continuación que el alcance de cualquier nuevo conflicto iniciado por las potencias occidentales no podrían determinarlo ellas: «Aunque “la voluntad” de esos dos países pudiera definirse simplemente como un trato justo para Polonia, ello no limita necesariamente su compromiso militar. Un éxito rápido podría inducir a los rusos a someterse a nuestra voluntad… pero podría ser que no fuera así. A los rusos les tocará decidir. Si quieren la guerra total, están en condiciones de tenerla».

Los expertos en planificación observaban que, aunque la ofensiva inicial de los occidentales saliera bien, los rusos podrían adoptar luego las mismas tácticas que habían empleado con tanto éxito contra los alemanes, cediendo terreno en la inmensa extensión de la Unión Soviética: «Prácticamente no hay límite a la distancia hasta la cual tendrían que penetrar en Rusia los aliados a fin de hacer imposible la resistencia… Conseguir la derrota definitiva de Rusia… exigiría… (a) el despliegue en Europa de una gran proporción de los enormes recursos de Estados Unidos; (b) el reequipamiento y la reorganización de la población alemana y de todos los aliados de Europa occidental».

Los expertos en planificación llegaban a la conclusión de que el potencial aéreo occidental podría utilizarse con eficacia contra las vías de comunicación soviéticas, pero afirmaban que «la industria soviética está tan dispersa que no es probable que constituya un objetivo aéreo provechoso». Proponían que en el caso de una ofensiva occidental, se consideraba razonable el despliegue de cuarenta y siete divisiones aliadas, catorce de ellas acorazadas. Habría que situar asimismo más de cuarenta en la retaguardia para tareas defensivas y de ocupación. Los rusos podrían hacer frente a la acometida aliada con ciento setenta divisiones de una fuerza equivalente, treinta de ellas acorazadas. «Resulta difícil evaluar hasta qué punto nuestra superioridad táctica en el terreno de la aeronáutica y la mejor dirección de nuestras fuerzas permitirían restablecer el equilibrio, pero las desventajas citadas harían claramente del lanzamiento de tal ofensiva una empresa arriesgada». Los expertos en planificación proponían dos ataques principales, uno a lo largo de un eje norte, Stettin-Schniedemuhl-Bydgoszcz, y otro por el sur, a lo largo del eje Leipzig-Poznan-Wroclaw. Concluían diciendo: «Si vamos a embarcarnos en una guerra contra Rusia, debemos estar preparados para comprometernos con una guerra total, que será larga y costosa».

En un anexo advertían que Moscú probablemente solicitara la ayuda de los comunistas de Francia, Bélgica y Holanda para que llevaran a cabo una amplia campaña de sabotaje contra las líneas de comunicación de los aliados. La palabra «arriesgada» se utilizaba ocho veces en el documento de planificación para calificar las operaciones angloamericanas propuestas. El Anexo IV abordaba la cuestión de las posibles actitudes de los alemanes ante una invitación a participar en las hostilidades entre Rusia y Occidente: «El Estado Mayor Alemán y su Cuerpo de Oficiales probablemente decidirían que lo más conveniente para sus intereses era ponerse al lado de los aliados occidentales, aunque la medida en la que pudieran prestar una colaboración eficaz y activa probablemente se vería limitada al principio por el agotamiento de guerra que sufrían tanto el ejército alemán como la población civil». Se indicaba lacónicamente que los veteranos alemanes que hubieran combatido en el frente oriental podrían mostrarse reacios a repetir la experiencia. Sin embargo, al abordar la cuestión de la moral de los soldados aliados invitados a combatir contra los rusos, los expertos en planificación mostraban un optimismo asombroso. Afirmaban que cabía esperar que sus hombres combatieran con un espíritu no muy inferior al que habían mostrado contra los alemanes; eso, a pesar de que Alexander había empezado ya a dar la lata al primer ministro desde Italia comunicándole que sus tropas eran reacias a enfrentarse a los comunistas de Tito.

Los jefes de Estado Mayor nunca se hicieron muchas ilusiones respecto a la impracticabilidad militar, y no digamos política, del lanzamiento de una ofensiva contra los rusos para liberar a Polonia. El jefe del Estado Mayor General del Imperio escribía el 24 de mayo: «La idea es naturalmente pura fantasía y las posibilidades de éxito nulas. No cabe duda de que a partir de ahora Rusia es todopoderosa en Europa». El 31 de mayo, los jefes de Estado Mayor «debatieron una vez más la cuestión de la “guerra impensable” contra Rusia… y quedaron todavía más convencidos de que era “impensable”». Es imposible que el debate no despertara en la mente de los que estaban al tanto del secreto ecos de la situación de 1918-1919, cuando Churchill insistió en enviar a Rusia una expedición militar británica con el fin de revocar el veredicto de la revolución bolchevique de 1917.

El 8 de junio, al entregar el informe de los expertos en planificación al primer ministro, Ismay escribió: «En el informe adjunto sobre la operación “IMPENSABLE”, los jefes de Estado Mayor han expuesto los hechos desnudos, que pueden elaborar mejor en el curso de una discusión con usted, si así lo desea. Pensaron que cuanto menos se pusiera sobre el papel en este sentido, mejor». Los propios jefes de Estado Mayor añadieron un comentario al informe: «Nuestra opinión es… que una vez que se rompan las hostilidades, no estaría a nuestro alcance obtener un éxito rápido, pero limitado, y nos veríamos abocados a una guerra prolongada con muchas desventajas. Además esas desventajas serían increíbles si los americanos se cansaran o se mostraran indiferentes y empezaran a retirarse atraídos por el imán de la guerra del Pacífico».

El 10 de junio Churchill respondió:

Si los americanos se retiran a su zona y trasladan el grueso de sus tropas a Estados Unidos y al Pacífico, los rusos tendrán la facultad de avanzar hacia el mar del Norte y el Atlántico. Les ruego que hagan un estudio de cómo podríamos defender nuestra isla, suponiendo que Francia y los Países Bajos no fueran capaces de resistir el avance de los rusos hasta el mar. ¿Qué fuerzas navales nos harían falta y dónde estarían situadas sus bases? ¿Cuál sería la fuerza que se requeriría para el ejército, y cómo habría que disponerla? ¿Cuánta aviación sería necesaria y dónde estarían localizados los principales aeródromos?… Al mantener el nombre clave «IMPENSABLE», los jefes de Estado Mayor se darán cuenta de que éste sigue siendo un estudio preliminar de algo que, al menos eso espero, sigue siendo una contingencia puramente hipotética.

En el borrador original de esta nota, las palabras finales de Churchill eran «un suceso sumamente improbable». Las modificó con su habitual tinta roja, para subrayar que la puesta en práctica de «Impensable» pareciera todavía más remota.

El 11 de julio, el comité de planificación conjunta de los jefes de Estado Mayor respondió a las preguntas del primer ministro acerca de las implicaciones de un posible avance soviético hacia el canal de la Mancha tras la desmovilización de los ejércitos de Eisenhower. La fortaleza naval de los rusos, concluían, era demasiado limitada para que resultara verosímil una invasión anfibia de Gran Bretaña en fecha temprana. Excluían asimismo un ataque aerotransportado de los soviéticos. Más verosímil les parecía, aseguraban, que Moscú recurriera a un bombardeo intensivo con cohetes, de una magnitud más destructiva que las V1 y V2 alemanas. Para disponer de una defensa eficaz contra una amenaza rusa a largo plazo, calculaban que serían necesarios doscientas treinta escuadrillas de cazas, cien de bombarderos tácticos y doscientas de bombarderos pesados.

El expediente «Impensable» fue cerrado unos días después, cuando llegó otro cablegrama de Truman. Rechazaba en él los argumentos a favor de una denuncia o incluso un retraso de la retirada de los aliados a las zonas de ocupación acordadas en Yalta. Washington había llegado a la conclusión de que no había necesidad de nada parecido. El primer ministro se vio obligado a reconocer que no había ni la más mínima posibilidad de que los americanos encabezaran un intento de expulsar a los rusos de Polonia por la fuerza, ni siquiera de amenazar a Moscú con hacerlo. Era asimismo inimaginable que el gobierno y los compatriotas de Churchill apoyaran semejante acción. En 1945, la percepción que tenía Churchill de la Unión Soviética estaba a años luz de la que tenía su país. La mayoría de los británicos estaban mucho menos impresionados por los peligros que acechaban a Polonia que por las hazañas durante la guerra de sus camaradas rusos, a los que se habían acostumbrado a mirar con entusiasmo. Churchill se vio obligado a emprender un espectacular cambio de opinión. Si los aliados occidentales no podían liberar Polonia, habría que hacer un nuevo intento para persuadir a Stalin de la conveniencia de llegar a un compromiso sobre su futuro. Olvidándose de sus escarceos con la operación «Impensable», el primer ministro se dedicó a hacer nuevos esfuerzos diplomáticos con el fin de aprovechar sus supuestas buenas relaciones con Stalin en beneficio de los intereses polacos.

Fue una suerte para la reputación de Churchill que sus especulaciones sobre una eventual confrontación con Rusia tardaran otro medio siglo en ser reveladas en todos sus detalles. Durante los años inmediatamente posteriores al término de la guerra, fue quedando cada vez más claro para los jefes de Estado Mayor y para todo el mundo occidental que los aliados occidentales debían adoptar las medidas defensivas más fuertes posibles contra eventuales nuevas agresiones soviéticas en Europa. El 30 de agosto de 1946, el mariscal de campo «Jumbo» Maitland Wilson comunicaba desde Washington que los jefes de Estado Mayor norteamericanos estaban lo bastante asustados de que llegara a producirse un posible conflicto con los rusos para favorecer el inicio de una planificación militar de semejante contingencia. En Londres, se sacó del cajón en el que había ido acumulando polvo el expediente «Impensable». Los preparativos militares para un eventual conflicto con la Unión Soviética se convirtieron en elemento esencial de la guerra fría, aunque en ningún momento se consideró aceptable desde el punto de vista político ni practicable desde el punto de vista militar intentar liberar a la Europa del Este por la fuerza de las armas. En mayo y junio de 1945, los instintos guerreros de Churchill eran sorprendentemente fuertes. Pero la sociedad en la que vivía sólo tenía energía suficiente para poner fin a la guerra de Japón. No había nadie en absoluto a favor de plantar cara a nuevos enemigos, fueran cuales fuesen los méritos y los principios de la causa.

El líder laborista Clement Attlee se mostró favorable en un principio a apoyar un gobierno de coalición y retrasar las elecciones generales hasta que se consiguiera la derrota de Japón. Su partido, en cambio, pensaba de otra forma. El 23 de mayo, la coalición quedó disuelta después de cinco años y trece días de vigencia. Hubo una emotiva reunión de despedida de los ministros en Downing Street. Luego Churchill emprendió la tarea de formar nuevo gobierno, sin participación de laboristas ni liberales. Se convocaron elecciones para el 6 de julio, que casi todos los expertos preveían que ganarían los conservadores. Se suponía que la gratitud del país hacia Winston Churchill podría más que su desafección por el Partido Conservador y el fracaso de éste antes de la guerra.

Pero los aficionados a buscar en el ambiente pistas acerca del estado de ánimo del pueblo británico habrían podido encontrar muchas. El 3 de julio de 1940, el general americano Raymond Lee había almorzado en Londres con un diputado tory innominado que afirmó estar convencido de que, aunque Gran Bretaña ganara la guerra, el Partido Laborista gobernaría cuando acabara el conflicto. En 1945 había llegado el momento de que muchos viejos pasaran por el espetón. Anthony Eden, considerado por muchos la estrella más rutilante de los tories de su generación, encontraba su partido todavía menos de su agrado que el propio Churchill. Durante una visita a Grecia escribió acerca de su sensación de alejamiento de los soldados británicos a los que vio, y de sus dudas sobre cómo llegar hasta ellos en una campaña electoral: «Sería el mayor honor estar al servicio de esos hombres y ser su líder. Pero ¿cómo conseguirlo a través de una política de partido? La mayoría de estos hombres no tiene ninguna, del mismo modo que tampoco yo creo tenerla. ¿Y cómo van a expresar estas elecciones generales algo de eso, pues no pueden estar más alejados de los hombres de Múnich en su manifestación más extrema, a favor de los cuales debo pedir a los electores que voten? Es un infierno. Curiosamente, W[inston] no parece darse cuenta de nada de esto y está lleno de ganas de pelea electoral, y aparentemente contento de trabajar luego con unos hombres con muchos de los cuales, con la mayoría probablemente de los cuales, no está de acuerdo. No cabe duda de que está seguro de que puede dominarlos, pero yo me siento culpable de pedir al electorado que vote por ellos».

El soldado británico Edward Stebbing había escrito en noviembre de 1940: «Hay… muchos que piensan que sólo valdrá la pena luchar en esta guerra si después viene un nuevo orden de cosas». Todo lo que había sucedido posteriormente había reforzado esta creencia en la mente de muchos británicos. En diciembre de 1944, el Wall Street Journal hizo gala de un gran poder de adivinación al identificar la cólera popular hacia la política de Churchill en Grecia con un profundo rechazo del viejo imperialismo tory: «Es evidente que el gobierno de Churchill aguantará hasta el final de la guerra en Europa, pero más dudosas son sus posibilidades de repetir el mandato cuando se celebren elecciones después de la victoria. No es muy probable que se repita [la victoria en] las “elecciones caquis” del señor Lloyd George [en 1919]».

Los Mayhew eran una familia de clase media alta de Norfolk, uno de cuyos retoños, Christopher, se presentó en 1945 como candidato del Partido Laborista en su condado frente a un tory, antiguo miembro del destacado movimiento derechista llamado The Link. El tío de Christopher Mayhew, Bertram Howarth, secretario de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, escribió en una carta a su familia: «Estoy sufriendo la angustia de un vuelco político en mi cabeza. Creo que he votado por los conservadores toda mi vida, pero a menos que suceda algo que verdaderamente haga época entre este momento y las elecciones generales, no puedo volver a hacerlo». Su esposa, Ellie, comandante de distrito del Servicio de Mujeres Voluntarias, era de la misma opinión: «Personalmente no puedo votar por nuestro actual diputado tory; es estúpido, viejo y reaccionario… Fue el único diputado que votó contra el Informe Beveridge. Así que tendré que hacerme liberal». Cuando Churchill manifestó su optimismo ante sus perspectivas electorales al general Bill Slim, de permiso en Inglaterra procedente de Birmania, éste le contestó con su característica franqueza: «Bueno, señor primer ministro, yo sólo sé una cosa. Mi ejército no va a votarle a usted».

Fue apoderándose de los británicos de todas las clases sociales un movimiento de opinión, fruto de la preocupación por la construcción de un nuevo futuro más que del orgullo por el pasado. El propio Churchill había dicho allá por 1941 a propósito de los chicos de la escuela secundaria que pilotaban la mayoría de los aviones de la RAF: «Han salvado a este país; tienen derecho a gobernarlo». El laborista Aneurin Bevan dijo en uno de sus numerosos mítines electorales: «Hemos sido los que han soñado, hemos sido los que han sufrido, ahora somos los que van a construir». Churchill fue aplaudido en todos los sitios a los que fue durante su gira electoral en junio de 1945, y la admiración que despertaba en el público era real. Pero con la sabiduría que a veces demuestran las democracias, pocos permitieron que ese sentimiento influyera en su voto. Las alocuciones radiofónicas de Churchill durante la campaña fueron muy combativas. Desplegó contra la amenaza del socialismo toda la apasionada retórica que había utilizado durante tanto tiempo contra los enemigos del país. Pero incluso muchos de sus partidarios consideraron imprudentes aquellas diatribas, y hubo momentos en los que él mismo pareció reconocerlo.

Clementine escribió a su hija Mary el 20 de junio: «Papá habla por la radio esta noche. Está muy bajo de moral, el pobre. Cree que ha perdido su “toque” y se lamenta de ello». La londinense Jennifer McIntosh escribió a su hermana, residente en California, el 4 de julio: «Una de las cosas más extraordinarias ha sido el terrible bajón sufrido por el prestigio de Churchill… Me gustaría que hubieras oído sus alocuciones radiofónicas con motivo de las elecciones… han sido deplorables; la última, lamentablemente rastrera». De modo parecido, aunque más sorprendente, Oliver Harvey, del Foreign Office, pensaba que Churchill estaba haciendo una campaña «electoral patriotera que es terriblemente inadecuada». Churchill era un conservador más en el terreno social que en el político. Carecía realmente de simpatía o de interés por el partido al frente del cual se presentaba a las elecciones. Supuso que el resultado electoral iba a representar un voto de confianza a su liderazgo durante la guerra, y no un veredicto sobre la idoneidad de los tories para gobernar. Pero la guerra ya estaba casi acabada.

Mientras los candidatos rivales hacían su campaña, casi todas las complejidades de la ocupación de Alemania y de la continuación de la lucha contra Japón fueron abordadas sin que interviniera el primer ministro. Acostumbrado a los informes procedentes de los campos de batalla, a menudo irrumpía en la sala de los secretarios en Downing Street para preguntar: «¿Ha llegado alguna noticia?». Después de escuchar, quizá por sexta vez al cabo del día, que no había ninguna, decía lleno de irritación: «No voy a tenerlas… Tengo que tener informes con más regularidad. ¡Su obligación es mantenerme informado!». Pero en aquellos momentos había pocas oportunidades de ordenar el movimiento de ejércitos, flotas o fuerzas aéreas. Ordenó a Alexander que actuara enérgicamente para echar a los partisanos de Tito de Trieste y del noreste de Italia, zona que reclamaban. Cuando el comandante en jefe advirtió que las tropas británicas mostraban menos entusiasmo por luchar contra los yugoslavos que por combatir contra los alemanes, Churchill desoyó sus temores y ordenó que efectuara una demostración de fuerza. Al verla, los yugoslavos se retiraron detrás del río Isonzo. Una vez más el primer ministro utilizó tropas británicas para obligar a los franceses a retirarse de Siria, que había dejado en manos de un gobierno árabe autóctono. Francia ocupó una zona del noroeste de Italia que reivindicaba. También en este caso el primer ministro actuó sin compasión y con éxito, insistiendo en la expulsión de las tropas de De Gaulle.

En el Sureste Asiático, el XIV Ejército de Slim estaba acabando con los últimos japoneses de Birmania y preparándose para un ataque anfibio contra Malaca, previsto para septiembre. El capitán Pim movió diligentemente las chinchetas y las flechitas necesarias en la pared de la Sala de Mapas de Downing Street, pero el primer ministro nunca se interesó demasiado por el asunto en el fondo de su corazón. Seguía preocupado por el destino de Europa y por insistir ante el nuevo presidente norteamericano en la necesidad de adoptar políticas firmes frente a los rusos.

El 18 de mayo los Churchill ofrecieron un almuerzo en Downing Street en honor del embajador ruso, Fyodor Gusev. Cuando Clementine y otros invitados se levantaron de la mesa, el primer ministro se desahogó con el emisario soviético. Vale la pena citar por extenso la versión que da Gusev de la entrevista, como testimonio de las opiniones de Churchill y de la forma en que éstas fueron comunicadas a Moscú. El primer ministro empezó describiendo la importancia que concedía a la celebración de una nueva reunión en la cumbre, en la que «o alcanzamos un acuerdo en torno a la cooperación futura de nuestros tres países, o la comunidad angloamericana se unirá en oposición a la Unión Soviética. Es muy difícil prever las posibles consecuencias de esta segunda alternativa». Gusev escribió:

Aquí Churchill levantó la voz y dijo: «Tenemos muchas quejas». Le pregunté a qué se refería. Irritado y elevando el tono de la voz empezó el catálogo de asuntos: 1) Trieste. Tito se ha «colado subrepticiamente en Trieste y quiere conquistarla». Churchill puso las manos sobre la mesa y mostró cómo Tito se había colado en Trieste subrepticiamente igual que una serpiente. «No consentiremos», rugió, «la resolución de las disputas territoriales por medio de la conquista… Los americanos y nosotros estamos unidos en nuestra determinación de que todas las cuestiones territoriales se resuelvan por medio de una conferencia de paz». Comenté que, por lo que yo sabía, Tito no tenía intención de resolver ninguna cuestión territorial. Churchill no me hizo caso y siguió diciendo: «Los ejércitos están enfrentados. En cualquier momento pueden desencadenarse graves disturbios a menos que se muestre buena voluntad». 2) Praga. Churchill afirmó que no permitíamos la entrada de representantes británicos en Praga. «Se ha impedido a nuestro embajador acreditado en el país entrar en Checoslovaquia», dijo. Yo señalé que sólo el día antes de que los representantes del gobierno checo viajaran de Londres a Praga en un avión británico. Churchill continuó diciendo: «Ustedes pretenden reclamar derechos exclusivos en todas las capitales ocupadas por sus tropas. El gobierno británico no puede comprender una actitud semejante por parte de los soviéticos y no puede justificarla ante el pueblo británico, teniendo en cuenta que estamos obligados mutuamente a hacer alarde de amistad y cooperación… Nosotros, los británicos, somos una nación orgullosa y no podemos tolerar que nadie nos trate de ese modo».

«Churchill no quiso escuchar mi comentario a este respecto y continuó: 3) Viena. “No nos permiten ustedes entrar en Viena. La guerra ha terminado, pero nuestros representantes no pueden buscar alojamiento para nuestros soldados”».

Gusev pasaba a continuación a hacer una exposición de la postura soviética, pero el primer ministro lo cortó en seco: «¿Por qué no permiten a nuestros representantes entrar en Viena? Ahora la guerra ya ha terminado, ¿qué posible consideración puede justificar la negativa del gobierno soviético a admitir a nuestros representantes en Viena?». Hubo otros intercambios de opinión más bruscos en torno al establecimiento de un gobierno títere en Austria, y a continuación Churchill abordó la cuestión de la capital de Alemania:

«No nos permiten ustedes entrar en Berlín. Pretenden ustedes hacer de Berlín una zona exclusivamente suya». Yo aseguré que su afirmación no tenía fundamento, pues tenemos un acuerdo sobre las zonas de ocupación y el control del Gran Berlín. Churchill repitió una vez más que él está dispuesto a permitir que los representantes soviéticos, sea cual sea su número, vayan a todas partes. Churchill pasó a hablar de Polonia y lo hizo con más rabia todavía. Las cosas iban de mal en peor en lo que concernía a la cuestión polaca, dijo. No veía esperanza alguna de llegar a ninguna solución satisfactoria al respecto. «Hemos dado nuestro respaldo a unos delegados polacos, y ustedes los han metido en la cárcel. El Parlamento y el pueblo están profundamente preocupados…». Churchill piensa que los próximos debates en el Parlamento pondrán de manifiesto la gran indignación del pueblo británico, y él no sabrá cómo satisfacer a la opinión pública. Churchill apuntó entonces vagamente a la posibilidad de que un desenlace satisfactorio de la cuestión polaca podría dar lugar a una solución de la cuestión de los estados bálticos.

Churchill no quiso ni oír mis comentarios y pasó a describir la gravedad de la situación en general. «Su frente se extiende desde Lübeck hasta Trieste. No permiten ustedes entrar a nadie en las capitales que tienen bajo su control. La situación de Trieste es alarmante. Los asuntos de Polonia han llegado a un punto muerto. El clima en general ha alcanzado el punto de ebullición». Yo dije a Churchill que ya conocía la postura del gobierno soviético, es decir, que no reclama territorio ni capitales europeas. Nuestro frente no llega hasta Trieste. Puede que las tropas del mariscal Tito estén allí, pero nosotros no somos responsables del mariscal Tito. El pueblo yugoslavo y él se han ganado un lugar de honor en las Naciones Unidas debido a la lucha que han librado.

Churchill dijo: «Sé que son ustedes un gran país. Por la lucha que han librado se han ganado ustedes un estatus de igualdad entre las grandes potencias. Pero nosotros, los británicos, somos también un país orgulloso y no permitiremos a nadie que nos insulte y pisotee nuestros intereses. Quiero que comprendan ustedes que estamos profundamente preocupados por la situación actual. He ordenado que se retrase la desmovilización de la Real Fuerza Aérea». Luego concluyó bruscamente la conversación, pidió disculpas por su franqueza y se fue a discutir con Attlee las próximas elecciones parlamentarias.

El embajador soviético agregó un apéndice al despacho con un comentario personal acerca de la entrevista:

Churchill estaba extraordinariamente enfadado y parecía estar haciendo un esfuerzo por mantener el control de sí mismo. Sus comentarios estaban llenos de amenazas y chantajes, pero no eran sólo chantajes. A raíz de su alocución radiofónica del 13 de mayo, la prensa inglesa ha adoptado una línea antisoviética más rigurosa a la hora de informar sobre los sucesos de Europa. Parece interpretar todos los problemas que surgen apelando a la actitud de la URSS. El discurso de Churchill ha sido una orden para la prensa. Agentes polacos están llevando a cabo una audaz campaña antisoviética en los círculos parlamentarios y exigen nuevos debates acerca de la cuestión polaca. Eden ya ha anunciado en la Cámara de los Comunes que tendrá lugar un debate sobre asuntos exteriores después de las vacaciones. Cabe esperar que se convierta en una gran manifestación antisoviética destinada a presionar y amenazar a la URSS. Hasta el momento no tenemos información concreta sobre la finalidad de la inminente visita de Eisenhower y Montgomery a Londres, pero tenemos razones para pensar que han sido convocados para discutir y evaluar la posición militar de los aliados. Deberíamos reconocer que tenemos que vérnoslas con un aventurero que se encuentra en su elemento en la guerra y que se siente mucho más a gusto en una situación de guerra que en las condiciones impuestas por la paz.

Es muy poco probable que se mostrara a Stalin la versión de esta entrevista realizada por Gusev, pues la franqueza de Churchill no habría sido de su agrado. En cualquier caso, no habría tenido la más mínima influencia sobre la política de Moscú. Los rusos sabían que los americanos no compartían demasiado la pasión del primer ministro por la Europa del Este. A pesar de las baladronadas de Churchill y sus comentarios a los jefes de Estado Mayor acerca de la posibilidad de lanzar la operación «Impensable», ningún país occidental estaba dispuesto a desafiar a los rusos por la fuerza. La diatriba del anciano estadista no era más que un desahogo de su amargura y sus frustraciones personales. En el fondo de su corazón sabía que la tiranía establecida por el Ejército Rojo no podía ser desmantelada ni por medio de la diplomacia ni por la fuerza de las armas.

Después de las elecciones del 6 de julio, hubo una pausa de tres semanas hasta que se anunciaron los resultados de las votaciones, para permitir el recuento de los votos de ultramar. Churchill voló al suroeste de Francia para gozar de sus primeras vacaciones desde 1939, en el castillo propiedad de un admirador canadiense. Luego, el 15 de julio, tomó un avión a Berlín para asistir a la última gran conferencia de los aliados, episodio final de la que había sido su guerra.

Churchill manifestó su confianza en el resultado de las elecciones. Esa misma confianza era compartida por Stalin, que creía que volvería al poder con una mayoría parlamentaria de al menos ochenta escaños. No obstante, en un nobilísimo gesto de respeto por la democracia, Churchill invitó a Clement Attlee, el posible primer ministro a la espera, a que se uniera a la delegación británica en Potsdam. El líder laborista estaba esperándolo en el palacete que le había sido asignado, Ringstrasse número 23, junto con Montgomery, Alexander y Eden. El día 16, Churchill mantuvo su primera entrevista, de dos horas de duración, con Harry Truman. Salió muy animado por lo que vio y oyó en ella. Truman hablaba con mucha más energía de lo que lo hacía Roosevelt en sus últimos meses de vida. Luego, el primer ministro dio una vuelta por las ruinas de Berlín y miró sin animosidad a los alemanes que rebuscaban entre los escombros. «Mi odio había muerto con su rendición», escribiría más tarde. «Me conmovió mucho su desolación y también su aspecto flaco y macilento, y sus ropas hechas jirones». Contemplando lo que quedaba del búnker de Hitler, pensó que así habría sido como habría quedado Downing Street si las cosas hubieran salido de modo distinto en 1940. Pero enseguida se cansó del turismo. En aquellos momentos, como de costumbre, lo que atraía su imaginación era la oportunidad de discutir grandes cuestiones con los hombres más poderosos de la tierra, y si no como uno más en términos de poderío nacional, sí al menos como su igual por su talla personal.

La conferencia de Potsdam, cuya primera sesión oficial tuvo lugar el 17 de julio, acabó sin que se tomaran decisiones ni se llegara a conclusiones significativas. Churchill dijo de sí mismo: «Sólo seré medio hombre hasta saber el resultado de las elecciones». El diplomático John Peck notó, como si fuera una especie de presentimiento, que cuando el primer ministro y Attlee pasaron revista a unas tropas británicas en Berlín, Attlee se llevó los vítores más clamorosos. Durante la inauguración de un club de militares, Churchill dijo: «¡Ojalá no muera nunca el recuerdo de este glorioso peregrinaje de guerra!». Pero muchos de los integrantes de su público, hombres de los ejércitos de Montgomery, veían su pasado reciente y sus perspectivas futuras en términos mucho más pragmáticos.

La primera responsabilidad de Churchill era tomar las medidas a Harry Truman, y exponer ante el nuevo presidente sus temores por Gran Bretaña y el mundo. Truman, a su vez, sintió cierto recelo ante aquel encuentro. Harry Hopkins, en Moscú a finales de mayo, dijo a Zhukov, cuando se despidió de él antes de volar a Londres para ver a Churchill: «Respeto mucho al viejo, pero es un hombre difícil. La única persona a la que le resultaba fácil hablar con él era Franklin Roosevelt». Ahora, en Potsdam, el primer ministro expuso a Truman sus temores por la solvencia de Gran Bretaña, pues la deuda externa del país ascendía a tres billones de libras. Manifestó sus esperanzas en el apoyo de los norteamericanos. Hablaron mucho de Europa del Este, de donde llegaban peores noticias cada día. Churchill se alegró mucho de la noticia que recibió el presidente en Potsdam, acerca del éxito de las pruebas de la bomba atómica en Alamogordo. Animó al presidente a revelar a Stalin «el simple hecho de que tenemos esa arma», en un empleo muy significativo y optimista del posesivo en plural.

Churchill se mostró de acuerdo, sin consultar al gabinete británico, en que los estadounidenses emplearan la bomba atómica contra Japón sin decir nada más a Londres. Insistió en que Gran Bretaña y Estados Unidos mantuvieran los vínculos militares más estrechos después de la guerra, con derechos mutuos de estacionamiento de tropas por todo el mundo. Cuando Truman intentó buscar refugio en las perogrulladas y se negó a comprometerse de manera explícita, el primer ministro exclamó decepcionado: «Un hombre puede hacer una petición de matrimonio a una señorita, pero de nada le sirve si ella le contesta que siempre será una hermana para él». Fue lo bastante audaz como para permitirse lanzar una diatriba contra China y sus pretensiones, cosa que naturalmente irritó a los americanos. Brooke se indignó al ver que los jefes de Estado Mayor norteamericanos discutían la estrategia para la fase final de la guerra del Pacífico en ausencia de los británicos. ¿Qué otra cosa habría cabido esperar? El papel más importante de los británicos era respaldar y modificar de manera marginal la llamada declaración de Potsdam sobre Japón, en la que se advertía a este país de las funestas consecuencias que le aguardaban si no se rendía inmediatamente a los aliados.

Brooke se exasperó de mala manera ante las exuberantes muestras de entusiasmo de Churchill cuando llegaron noticias sobre «Tube Alloys», nombre en clave del proyecto de bomba atómica, y demostró una extraordinaria falta de comprensión cuando el 23 de julio el primer ministro discutió el asunto con sus jefes de Estado Mayor en la sobremesa del almuerzo. «¡Me quedé hecho polvo ante las perspectivas del primer ministro!», escribió el jefe del Estado Mayor General del Imperio.

Había absorbido todas las pequeñas exageraciones de los americanos, y en consecuencia estaba completamente entusiasmado. Ya no hacía falta que los rusos entraran en la guerra de Japón, el nuevo explosivo bastaba solito para arreglar las cosas. ¡Además ahora teníamos en nuestras manos algo que podía restablecer el equilibrio con los rusos! ¡El secreto de ese explosivo y la capacidad de usarlo alteraría por completo el equilibrio diplomático! Ahora teníamos un nuevo tesoro que permitía remediar nuestra posición (y de paso levantaba la barbilla y fruncía el ceño), ahora podíamos decir: Si insistís en hacer esto o lo otro, bueno, pues no tendremos más que borrar del mapa Moscú, y luego Stalingrado, y luego Kiev, y luego Kuibyshev, Kharkov, Stalingrado, Sebastopol, etc., etc. ¿Y ahora dónde están los rusos? Intenté calmar ese optimismo excesivo basado en los resultados de un experimento, y se me preguntó con desprecio qué motivos tenía para minimizar los resultados de aquellos descubrimientos. Yo intentaba que se desvanecieran sus sueños y, como de costumbre, no le gustó nada. ¡Pero me estremezco al pensar que está permitiendo que los resultados aún sin perfilar de un experimento distorsionen todas sus perspectivas diplomáticas!

Si el primer ministro no supo ver las limitaciones estratégicas de las armas nucleares, su máximo asesor militar mostró en este encuentro una extraordinaria falta de comprensión de la empresa científica más importante de la guerra, de hecho la más transcendental de la historia. Se trata de una manifestación del modo en que hasta los dirigentes militares más encumbrados de los aliados tardaron en entender el significado de la bomba. Allá por 1940-1941, las investigaciones nucleares teóricas de los científicos británicos iban por delante de las de los americanos. Tras llegar conjuntamente al compromiso de fabricar una bomba atómica, y una vez trasladados a Estados Unidos todo el material y el personal británico relevante, los norteamericanos adoptaron una política de ordeno y mando cada vez más descarada ante el proyecto «Tube Alloys». Se había acordado que el proyecto fuera una empresa común. Pero sir John Anderson, el ministro responsable, no tardó en hacer saber a Churchill que los americanos ocultaban información a los británicos de un modo «realmente intolerable». En Quebec, en mayo de 1943, se llegó a un nuevo pacto entre el primer ministro de Gran Bretaña y el presidente de Estados Unidos, posteriormente confirmado por escrito en Hyde Park en el mes de agosto. De nuevo en Hyde Park, en septiembre de 1944, Churchill convenció a Roosevelt, aunque demasiado tarde, de que firmara un documento reconociendo que la cooperación nuclear y el intercambio de información entre ingleses y americanos continuarían una vez acabada la guerra. Pero los americanos se mostraron muy poco dispuestos a considerar las investigaciones atómicas una empresa común, y, dado su empobrecimiento, Gran Bretaña no estaba en condiciones de fabricar una bomba ella sola. Después de la guerra, los sucesivos gobiernos británicos se vieron obligados a suplicar a Washington que respetara los acuerdos nucleares alcanzados por Roosevelt y Churchill.

Los matices sociales de Potsdam fueron infinitos. Durante una recepción de los aliados en el palacete de Churchill, el anfitrión hizo un brindis por el mariscal Zhukov. El militar ruso, pillado por sorpresa, respondió tratando al primer ministro de «camarada». Luego, alarmado por el peligro de que lo oyeran emplear un lenguaje tan fraternal con un supercapitalista, se corrigió rápidamente llamándolo «camarada en las armas». Al día siguiente, en el despacho de Stalin, el mariscal tuvo que aguantar las pullas que le lanzaron por la facilidad con la que había hecho a Churchill su camarada. Sólo Stalin, entre todos los demás rusos, se consideraba con derecho a tomarse libertades personales con los aliados occidentales.

Churchill pasó mucho tiempo —una de las sesiones llegó a durar cinco horas— a solas con el caudillo soviético. Stalin estaba de un humor excelente. Se veía a sí mismo como el gran vencedor de la Segunda Guerra Mundial. Hasta muchas décadas después no se pondría de manifiesto que la devastación de la Unión Soviética y las consecuencias económicas de supeditar todos los demás intereses del país a su enorme maquinaria de guerra habían echado la semilla de la caída final del sistema comunista. En julio de 1945, el mundo entero, como el propio líder soviético, veía sólo que estaba al frente de la potencia más grande del continente europeo, militarmente incontestable. Stalin aseguró que confiaba en Churchill como si fuera un viejo amigo, pidiendo disculpas por el hecho de que Rusia no mostrara públicamente su gratitud por los suministros proporcionados por los británicos durante la guerra, y prometiendo que enmendaría el error en el momento oportuno. En un banquete celebrado en su honor por Churchill, el tirano sorprendió a los invitados dando la vuelta a la mesa para que todos los asistentes estamparan su firma en el menú: «Le brillaban los ojos de júbilo y buena voluntad». Aduló descaradamente al primer ministro, y fue recompensado con la radiante benevolencia de Churchill. Eden escribió consternado: «Otra vez está bajo el hechizo de Stalin. No deja de repetir: “¡Me encanta ese hombre!”». Pero el señor de la guerra soviético no hizo, como era inevitable, ninguna concesión. Las autoridades títeres polacas fueron obligadas a acudir a Potsdam a instancias de Churchill y escucharon impertérritas sus peticiones de que dieran cabida a los no comunistas en el gobierno de Varsovia y de que moderaran sus expectativas en lo referente a las fronteras de su país por el oeste.

Churchill no dudó nunca de la malevolencia de las intenciones soviéticas en la Europa del Este, y de hecho en todo el mundo. Pero seguía haciéndose la ilusión de que iba a ser capaz de influir en Stalin, y de que lograría así hacer realidad los objetivos a los que los americanos habían retirado su pleno apoyo. Sergo Beria, hijo del director del NKVD, escribió: «Entre todos los líderes occidentales Churchill era el que mejor entendía a Stalin y el que lograba ver claro entre casi todas sus maniobras. Pero cuando se dice que llegó a tener influencia sobre Stalin, no puedo más que sonreír. Parece increíble que una persona de su talla pudiera engañarse hasta ese punto».

La única forma de arrebatar a Stalin el enorme botín que había conseguido era por la fuerza de las armas. Sabía que los aliados occidentales no tenían agallas ni medios para hacer una cosa así. Por eso no tuvo ningún empacho en divertirse en compañía de aquel viejo imperialista, al que efectivamente tal vez encontrara gracioso, como lo encontraba gracioso el resto del mundo. Gran Bretaña no perdió nada con los escarceos del primer ministro con Stalin en Potsdam, pues no habría habido nada que hacer ni que decir que pudiera cambiar los resultados. Pero fue un triste final para la magnífica gestión que había llevado a cabo Churchill durante la guerra ver al león obligado a acostarse con el oso, a ponerse boca arriba y a dejar que le hicieran cosquillas en la tripa. Mucho tiempo atrás, en octubre de 1940, Churchill había comentado que «mucha gente ha dicho un montón de tonterías cuando ha afirmado que las guerras nunca han arreglado nada; en la historia no se ha arreglado nunca nada excepto mediante guerras». En julio de 1945 no se podía pretender que los asuntos de Europa se habían «arreglado» satisfactoriamente mediante la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial.

El 25 de julio, la delegación británica dejó que los americanos y los rusos siguieran conferenciando y regresó a Gran Bretaña para enterarse del resultado de las elecciones. Churchill aterrizó en Northolt por la tarde, esperando volver a Potsdam dos días después. Incluso los rusos lo daban por descontado: «Ningún miembro de nuestra delegación en la conferencia tenía la menor duda de que sería reelegido», recordaba el almirante Kuznetsov. En Downing Street, el capitán Pim había reorganizado la Sala de Mapas para exponer los resultados de las votaciones según iban llegando, en una interpretación un tanto generosa de sus obligaciones como capitán de marina en beneficio del líder de un partido político. El día 26 por la mañana, Churchill se instaló delante de los cuadros de Pim, permaneciendo allí todo el día en compañía de Beaverbrook y Brendan Bracken. Pronto quedó claro que los conservadores habían sufrido un desastre. En la nueva Cámara de los Comunes el Partido Laborista había conseguido 393 escaños. Los de los tories bajaron de 585 a 213. El gobierno conservador había acabado. Churchill había perdido su mayoría parlamentaria. Ya no podía ser primer ministro. A las siete de la tarde dijo a Pim utilizando una curiosa expresión: «Vaya a buscar mi carruaje; debo ir a palacio». A continuación presentó la dimisión. Clement Attlee asumió el cargo, formó gobierno y regresó a Potsdam en sustitución de Churchill. Los rusos quedaron impresionados por la derrota sufrida por éste. «¡Todavía no he podido comprender cómo pudo ocurrir que perdiera las elecciones!», dijo luego Molotov. «Parece que es preciso conocer mejor el modo de vida de los ingleses… ¡En Potsdam… estaba tan activo!».

El líder caído se esforzó por actuar como un hombre. A su regreso a Downing Street procedente del palacio de Buckingham dijo a su secretario particular Leslie Rowan: «Ya no tiene usted que pensar en mí; ahora su obligación es ponerse al servicio de Attlee, si él desea que lo haga. Por lo tanto vaya usted a hablar con él, pues tiene usted que pensar también en su futuro». Rowan no pudo contenerse y se echó a llorar. Cuando Moran dijo algo sobre la ingratitud de los votantes, Churchill respondió: «¡Oh no! ¡Yo no diría eso! Han pasado por unos momentos muy malos». Pero lo terrible de su situación lo hería en lo más vivo. Durante más de cinco años había vivido en un mundo de acción enfebrecida. Una marea casi ininterrumpida de informes, comunicados, cablegramas y cuestiones que requerían una decisión llegaba a su despacho, a la sala de mapas, a la sala de gabinete, a su dormitorio e incluso al cuarto de baño tanto de día como de noche. Ahora, en cambio, con una brusquedad brutal, no quedaba nada de eso. El vacío resultaba casi insoportable. «Pasaré el resto de mi vida de vacaciones», dijo a Moran. «Es una sensación extraña. Todo el poder ha desaparecido».

Churchill se trasladó de Downing Street al Claridge’s Hotel. Tuvo que enfrentarse a un sinfín de problemas domésticos, que se había tomado la licencia de descuidar durante los últimos seis años, por ejemplo la necesidad de pagar las facturas. Sus finanzas personales durante los años de guerra siguen estando bastante opacas. Cobró del Tesoro un sueldo mensual de 449 libras por sus servicios como primer ministro. Además, sus libros generaron considerables ingresos en concepto de derechos de autor. Se desencadenó cierta controversia política una vez acabada la guerra en torno al hecho de que durante la contienda obtuvo cuantiosos beneficios de los derechos de autor generados por las ventas de las colecciones de los discursos pronunciados durante su mandato como primer ministro. Por ejemplo, con Into Battle, el primer volumen, ganó 11 172 libras, suma de la cual ordenó a su banco que pasara la mitad a la cuenta de su hijo Randolph. En octubre de 1943 cobró una enorme cantidad de dinero, cincuenta mil libras, en concepto de derechos de autor por la película basada en su biografía de Marlborough, y recibió de Alexander Korda otras cincuenta mil en abril de 1945 por los derechos de la película basada en su Historia de los pueblos de habla inglesa. Pudo adoptar una actitud arrogante con su editorial, Macmillan, ante los contratos de libros y las fechas de entrega porque uno de sus directivos más influyentes era miembro de su gobierno. Un viejo amigo, sir Henry Strakosch, que murió en 1943, dejó en herencia al primer ministro veinte mil libras. Pero los niveles punitivos alcanzados por los impuestos durante la guerra, de más del 80 por 100, se llevaron una parte considerable de ese dinero. Incluso en concepto de cuidado y mantenimiento, Chartwell, su casa de Kent, generaba muchos gastos. Y Randolph, el monstruoso pelícano de la familia, suponía una importante sangría para su bolsa. Como primer ministro, Churchill aportó unas treinta y cinco libras al mes como contribución personal a los gastos de Chequers. De lo que no cabe duda en cualquier caso es de que salió casi sin un céntimo de su experiencia como salvador del país.

Smuts había dicho más de dos años antes: «La mente de Winston tiene un tope cuando acabe la guerra». Y el propio Churchill farfulló: «No creo en ese estupendo mundo nuevo… Dígame algo bueno que haya en cualquier cosa nueva». Aunque hubiera ganado las elecciones, al gran conflicto con el que habría sido identificado irremisiblemente durante el resto de la historia de la humanidad le quedaban menos de tres semanas. Las decisiones militares menores que aún quedaban al arbitrio del líder nacional británico poca influencia podían tener sobre el modo en que se llevaran a cabo sus últimas operaciones. Después, aunque Churchill hubiera disfrutado de seguir luciendo los arreos del poder, como cualquier otro primer ministro, no habría sido el adecuado para afrontar los retos de la paz. Isaiah Berlin escribió: «Churchill ve la historia —y la vida— como un gran espectáculo del Renacimiento: cuando piensa en Francia o en Italia, en Alemania o los Países Bajos, en Rusia, en la India, en África, en los países árabes, ve animadas imágenes históricas, una cosa intermedia entre las ilustraciones victorianas de un libro infantil de historia y la gran procesión pintada por Benozzo Gozzoli en el Palacio Medici-Riccardi… Nadie ha amado nunca la vida con más vehemencia ni ha infundido tanta en todas las personas y en todas las cosas que ha tocado».

Pero en julio de 1945 los británicos ansiaban cosas más sencillas y más inmediatas. Habían desempeñado su papel en el drama global más terrible de la historia. Y ahora tenían ganas de salir de escena, de dedicarse a sus propios asuntos y a objetivos sociales que Churchill sólo entendía apenas, y que no estaba capacitado para ayudarles a hacer realidad. Alejandro Dumas escribió: «Il existe des services si grands qu’on ne peut les payer que par l’ingratitude». El electorado había hecho un favor a Churchill y se lo había hecho a sí mismo separándose de su gran líder de guerra cuando éste se había quedado sin nada que liderar. Estaba profundamente feliz por su país, viendo que su lucha estaba a punto de concluir, pero se sentía profundamente triste por sí mismo. El 27 de julio a medio día celebró su última reunión de gabinete, «un acto bastante lúgubre», en palabras de Eden.

Una vez terminado, me dirigía yo a la puerta principal cuando W. me llamó y estuvimos media hora solos. Estaba bastante afligido, pobre hombre. Dijo que esa mañana ya no se sentía resignado, por el contrario, le hacía más daño, como una herida que se vuelve más dolorosa después del primer golpe. No podía dejar de pensar que el trato recibido había sido una vileza. «Treinta años de mi vida los he pasado en esta habitación. No volveré a ella. Usted sí, pero yo no», y más cosas del mismo estilo.

Cuando abandonó Chequers después de pasar allí un último fin de semana con su familia y sus íntimos, escribió en el libro de visitas: «FINIS». Tres semanas después, el 15 de agosto, la rendición de Japón ponía fin a la Segunda Guerra Mundial.

Churchill había tenido más poder que el que cualquier otro primer ministro británico había conocido hasta entonces o habría de conocer después. En 1938 parecía un hombre de su tiempo, un patricio imperialista cuya visión del mundo estaba enraizada en el pasado Victoriano de Gran Bretaña. En 1945, aunque eso seguía siendo cierto, y así se explican también muchas de sus decepciones, no fue un obstáculo para que se convirtiera en el líder de guerra más grande que su país había conocido, en un estadista cuyo nombre se ha difundido por todo el mundo como el de ningún otro inglés de la historia. Convencido como estaba de la grandeza de Gran Bretaña, durante una breve temporada consiguió que así fuera. En una medida extraordinaria, lo que consiguió entre 1940 y 1945 definiría la imagen que de sí mismo tenía el país hasta el siglo XXI.

Su gran hazaña fue ejercer los privilegios de un dictador sin quitarse en ningún momento los ropajes del demócrata. Ismay se lo encontró una vez quejándose de lo molesto que resultaba preparar un discurso para la Cámara de los Comunes, y lo vio evidentemente temeroso de la acogida que pudiera tener. El militar dijo para consolarlo: «¿Por qué no les dice que se vayan al infierno?». Churchill se volvió al instante y le dijo: «No debería usted decir una cosa así: soy el servidor de la Cámara». El general Sikorski comentó en una ocasión en Chequers que el primer ministro era un dictador elegido por el pueblo. Churchill lo corrigió: «No. Soy un criado privilegiado, un valet de chambre, el servidor de la Cámara de los Comunes». En vez de poner en duda sus palabras, debería ser causa de asombro y de orgullo que un hombre semejante guiara a Gran Bretaña durante la guerra. Fue sumamente oportuno que encabezara un gobierno de coalición, pues nunca fue un hombre de partido. Como ejemplar sui generis, vivía fuera del marco de la política convencional, y nunca se sintió más cómodo con el Partido Conservador de lo que éste se sintió con él. A. G. Gardiner escribió del futuro primer ministro allá por 1914: «No se le ocurriría nunca consultar al partido, como al chófer no se le ocurriría nunca consultar al coche». La afirmación seguía siendo válida en 1945.

En cuanto a la dirección de la guerra por Churchill, no entraña ninguna dificultad identificar sus errores ni sus entusiasmos inmerecidos. Anatole France escribió: «Aprés la bataille, c’est la que triomphent les tacticiens». Pero los resultados lo justifican todo. El hecho definitorio del liderazgo de Churchill fue que Gran Bretaña salió de la Segunda Guerra Mundial entre los vencedores. Y eso lo reconocería la mayor parte de su pueblo. No ha habido ningún caudillo guerrero, ningún comandante de la historia que no haya cometido errores. Como observó Tedder, «la guerra es la confusión organizada». Resulta tan fácil catalogar los errores de Alejandro Magno, de Julio César o de Napoleón como los de Churchill. Los líderes de guerra más ilustres de la Gran Bretaña de otro tiempo, los dos Pitt, el Viejo y el Joven, fueron responsables de locuras estratégicas más graves que las suyas.

Los historiadores y los biógrafos tienen la obligación de presentar pruebas para la acusación, de identificar las meteduras de pata y las deficiencias. Pero antes de que el jurado se retire a deliberar, es preciso quitar de en medio toda la hojarasca y centrarse en lo esencial. La figura de Churchill domina toda la guerra, destacando por encima de cualquier otro ser humano al frente de las fuerzas de la luz, como muchos americanos han reconocido. Mark Sullivan escribió en el New York Herald Tribune el 11 de mayo de 1945: «La grandeza de Churchill no hay quien la supere… El papel desempeñado por Churchill en esta guerra mundial reduce a los personajes clásicos de Grecia y Roma a la talla relativamente insignificante de actores de dramas de menor entidad… Churchill fue el líder combativo y su propio poeta». Sin él, el papel de Gran Bretaña habría parecido bastante pequeño el Día de la Victoria en Europa. Cualquiera que intente abordar la difícil tarea de imaginar la historia de Gran Bretaña durante la guerra sin su presencia, verá como la estatura de este país se encoge tristemente. Hasta Brooke se sintió en una ocasión movido a lamentarse: «Gabinete sosísimo sin el primer ministro». En una medida extraordinaria, hubo un hombre que levantó a su país dentro de la Gran Alianza muy por encima del lugar que le habría correspondido por su contribución en tropas, tanques, barcos y aviones a partir de 1943, Sería un error valorar aisladamente la figura de Churchill como líder de guerra. Cuando se la compara con la de Roosevelt o Stalin, por no hablar de Hitler, Mussolini o Tojo, sus fallos y sus deficiencias se reducen de manera espectacular. No hay ninguna acción honrosa que hubiera podido evitar la bancarrota y el agotamiento de su país en 1945, ni su eclipse de las potencias mundiales en medio de la nueva primacía ostentada por Estados Unidos y Rusia.

Gracias a la oratoria, Churchill poseyó la capacidad de revestir de majestad las hazañas e incluso los fracasos de los mortales. Más que cualquier otro líder nacional de la historia, y ayudado por el poder de las comunicaciones radiofónicas, logró que las palabras se convirtieran no en meras expresiones de hechos o declaraciones de intenciones, sino en actos de gobierno: «Sus compatriotas se han dado cuenta de que dice lo que a ellos les gustaría decir si supieran cómo hacerlo», escribió Moran. «… Quizá por primera vez en su vida, parece que ve las cosas a través de los ojos del hombre corriente. Sigue diciendo lo que siente en cada momento, pero resulta que ahora habla por todo el país».

En realidad, como el presente libro ha intentado demostrar, Churchill no contó en todo momento con el respeto y la confianza de todo el pueblo británico. Pero dio fuerzas a millones de personas para que miraran más allá de los estragos del campo de batalla, y de la miseria de sus circunstancias domésticas en medio de las privaciones y los bombardeos, y para que vieran un sentido más elevado en su lucha y en su sacrificio. Desde luego eso tuvo más importancia para evitar la derrota en 1940-1941 que más tarde, cuando los aliados pudieron emplear cantidades muy superiores de hombres y de materiales a la consecución de la victoria. La retórica de Churchill desempeñó un papel destacado al hacer que la lucha contra Hitler fuera vista por la posteridad como una «guerra justa». Explicó lo que era esa lucha como nadie más fue capaz de hacerlo, en términos que la humanidad pudiera comprender y con los que pudiera identificarse, tanto entonces como ahora. Incluso los historiadores americanos, cuando hacen la crónica de los años de la guerra, son en su mayoría más generosos en el uso de citas de las palabras de Winston Churchill que en el de las de su propio presidente, Franklin Roosevelt.

Churchill a menudo tuvo aspiraciones que resultaron más grandes de lo que su país era capaz de dar de sí. Éste también ha sido uno de los principales temas de nuestra narración. Pero parece absurdo aplaudir que desafiara a la razón insistiendo en que Gran Bretaña debía lanzarse al combate en junio de 1940, y denunciar luego la extravagancia de las exigencias que planteó al país y a sus fuerzas armadas. Los jefes del ejército a menudo deploraron sus errores de juicio y su intemperancia. Pero su instinto para la guerra estaba mucho más desarrollado que el de ellos. Aunque a menudo tuvieran razón quejándose de que el momento no estaba suficientemente maduro para el combate, si se hubieran seguido sólo sus consejos habrían sido de una lentitud intolerable a la hora de luchar. Aunque Brooke fuera un oficial de cualidades notables, como tantos militares era un ser humano con muchas limitaciones. Se engañó a sí mismo afirmando, como haría una vez acabado el conflicto, que la estrategia occidental evolucionó conforme a las concepciones que él tenía. Por mucho que pudiera ser así en 1942-1943, entre 1943 y 1945 la guerra llegó a su fin fundamentalmente como consecuencia de los esfuerzos de los soviéticos, con la ayuda de los suministros proporcionados por los americanos, y con un apoyo significativo de la ofensiva aérea estratégica y los ejércitos de Eisenhower. En Occidente, las principales operaciones militares —lo que significa la campaña del noroeste de Europa— respondieron a los planes de los americanos, a los cuales la contribución británica más notable consistió en retrasar la invasión del continente hasta que las condiciones fueron absolutamente favorables.

Gran Bretaña aportó muy pocos altos mandos destacados a la Segunda Guerra Mundial, reflejo de la debilidad institucional del ejército británico, que afectaba también a sus tácticas, la elección de su armamento y su actuación en los campos de batalla. La marina real fue el mejor cuerpo de combate británico durante la guerra, y su actuación se vio ensombrecida únicamente por las limitaciones del Brazo Aéreo de la Armada. La RAF también realizó una contribución destacada, pero, al igual que las fuerzas aéreas estadounidenses, se vio perjudicada por la obsesiva renuencia de sus altos mandos a subordinar sus propias ambiciones estratégicas a los intereses de las operaciones navales y terrestres.

A menudo se afirma, y con razón, que Churchill disfrutaba con la guerra. Veneraba a los héroes. Pero, fuera de los campos de batalla, raras veces encontró en esos hombres a unos compañeros de su agrado. Hay pocos generales que sean hombres cultos o grandes conversadores, capaces de dar brillo a una sala de conferencias o a un grupo de comensales al mismo nivel que Churchill. En tiempos de paz, incluso después de las dos guerras mundiales, los militares veteranos tuvieron en su vida un papel muy pequeño. Mucha gente supuso que habría ambicionado recibir la Cruz Victoria. Seguramente fue así en su juventud. Pero cuando su hija Mary le preguntó, siendo ya un anciano, si consideraba que faltaba algo en su imponente colección de laureles, no habló de condecoraciones, sino que dijo con voz pausada: «Me habría gustado que mi padre viviera lo bastante para ver que yo había conseguido hacer algo de mi vida».

Durante los años de la contienda, sus comandantes frustraron sus esperanzas muchas más veces de las que las satisficieron. Siempre estuvo buscando grandes capitanes, Marlboroughs y Wellingtons, pero hacia el final de la guerra comenzó a perder la paciencia incluso con Alexander, su general favorito, aunque poco merecedor de tan alta estima. Valoró a Brooke y a Montgomery, pero nunca sintió demasiada simpatía por ellos, excepto como instrumentos de su voluntad. Ni el ejército de tierra ni sus mandos respondían a su elevado ideal de guerrero, y nunca fue probable que pudieran conseguirlo. La historia de Churchill y de la Segunda Guerra Mundial es en buena parte la de un líder británico que buscaba en la aletargada cultura militar de su país cosas más grandes que las que ésta era capaz de dar de sí. Él supo inspirar a la nación para que llevara a cabo proezas que ni siquiera imaginaba que fueran posibles en junio de 1940, aunque nunca tan grandes como él habría querido. Ésa es la naturaleza de las relaciones existentes entre muchos grandes líderes y sus pueblos, conscientes de que son simples mortales. Si Gran Bretaña —o Estados Unidos— hubiera producido legiones de guerreros como los que produjeron Alemania y Japón durante todo el conflicto, habrían dejado de ser el tipo de democracias liberales por cuya conservación se había desencadenado la guerra.

Si la retórica y la personalidad de Churchill hubieran sido menos notables, si él mismo no hubiera sido una persona tan encantadora, algunas de sus decisiones militares probablemente habrían sido juzgadas con mayor dureza por sus contemporáneos y por la posteridad. Pero lo cierto es que en la Cámara de los Comunes y en sus escritos supo fabricar conjuros que ahuyentaron incluso las críticas más merecidas. La única acusación que hizo mella en la opinión pública y que lo llevó a perder las elecciones generales de 1945 fue fruto de su indiferencia a la creación de una nueva sociedad. Moran escribió en 1943: «Con Winston, la guerra es un fin en sí mismo más que un medio para la consecución de un fin». El pueblo británico se dio cuenta de su indiferencia por los asuntos rutinarios del país, y actuó con tanta cordura echándolo de Downing Street en 1945 como había mostrado apoyando su nombramiento en 1940.

Macmillan tenía al menos un 50 por 100 de razón cuando afirmaba que sólo Churchill habría podido garantizar el compromiso de Estados Unidos en el Mediterráneo y en Europa al año siguiente de lo de Pearl Harbor. Sin su influencia personal, el atractivo del Pacífico probablemente habría resultado irresistible para Roosevelt y sus jefes de Estado Mayor. Aunque en 1944-1945 los americanos se lamentaran a veces de haber tenido que intervenir en el Mediterráneo, es imposible imaginar de qué otra forma habrían podido los ejércitos aliados de Occidente desempeñar su papel luchando en 1942-1943 contra las fuerzas de Hitler.

Hay un evidente patetismo en la difícil situación que vivió Churchill durante el último año de la guerra, pues prácticamente todas sus ambiciones se vieron frustradas con la excepción de la victoria sobre las potencias del Eje. Su relación con los ejércitos fue casi exclusivamente la del turista, pues ya no podía seguir influyendo en sus movimientos. Para un guerrero tan ardoroso, semejante situación era motivo de infelicidad. Los límites a su poder de negociación con Roosevelt y Stalin fueron impuestos por las realidades económicas y estratégicas del momento. Pero consiguió lo poco que habría podido conseguir un líder británico.

La visión que tenía Churchill del imperio británico y de sus pueblos era muy poco progresista comparada con la del presidente norteamericano, o incluso con los parámetros de su propia época. Este hecho debemos colocarlo en el otro plato de la balanza frente a sus grandes virtudes. Excluyó en todo momento a los negros y a los pueblos de piel oscura en general de la visión personal que tenía de la libertad. Pero prácticamente todos hacemos alguna discriminación, aunque no necesariamente por cuestiones de raza, en la manera y la medida en que concentramos nuestra mayor o menor dosis de compasión. En esto, como en otras muchas cosas, Churchill demostró que no era infalible, como cualquier mortal. Los grandes líderes nacionales son en su mayoría individuos fríos, como en último término lo fue Roosevelt, por mucha capacidad que tuviera de simular calor y afabilidad. A pesar de su monumental egoísmo, Churchill mostró una ternura humana impresionante, por mucho que a menudo descuidara a las personas que lo rodeaban y que estaban a su servicio, y que no supiera hacer extensiva su caridad a las razas sometidas del imperio.

Cualquier valoración de lo que significó Churchill en la Segunda Guerra Mundial debe incluir palabras de elogio para su esposa. Clementine prestó servicio al mundo a través de los interminables servicios que prestó a su marido, el más importante de los cuales fue decirle claramente la verdad en lo concerniente a su persona. Churchill fue un fracaso en el hogar y como padre, como suele ocurrirles a casi todos los grandes hombres. Para cualquier familia supondría un gran trastorno tener un león en el salón de su casa. Sin lograr nunca domar a Winston, Clementine supo manejarlo y moderar sus excesos como ningún otro mortal, manteniendo a la vez vivo el amor de su marido de una manera que sigue conmoviendo a la posteridad. Independientemente de adónde hubiera llegado sin su indómita esposa, ni que decir tiene que nunca habría llegado tan alto como llegó.

La historia debe tomar a Churchill en su totalidad, como sus compatriotas se vieron obligados a hacer durante la guerra, en vez de utilizar un raspador para eliminar las imperfecciones creadas por sus arranques de exceso y de locura. Aunque en la paz el gobierno de una nación está mejor en manos de hombres razonables, en tiempos de guerra hay buenos motivos para defender el liderazgo de aquéllos que en ocasiones están dispuestos a adoptar medidas que exceden los límites de la razón, como hizo Churchill en 1940-1941. Su principal cualidad era la fuerza de voluntad. Fue tan importante para su éxito durante los primeros años de la guerra que parece absurdo sugerir que habría debido mostrarse más dócil, simplemente porque en 1943-1945 puso a veces su obstinación al servicio de objetivos errados.

Probablemente fuera el mejor actor en el escenario de los asuntos de estado que haya conocido el mundo. El hecho de estar familiarizados con sus discursos, sus conversaciones y el fabuloso anecdotario de sus actos durante la guerra no merma en absoluto nuestra capacidad de sentir el más profundo respeto, y de vernos movidos al llanto o a la risa por la constante excelencia de su actuación. No ha habido otro hombre tan grande que haya ocupado su cargo. Aunque su liderazgo durante la Segunda Guerra Mundial no fue perfecto, no cabe duda de que ningún otro gobernante británico ha igualado la forma en que dirigió el país en momentos de peligro, ni de que probablemente, Dios lo quiera así, se vea en la necesidad de superarla.