Yalta
Durante la guerra, si no estaba de viaje, Churchill visitaba casi todos los días la sala de mapas. El larguirucho galés que la dirigía, el capitán Richard Pim de la marina real, era una figura clave del personal de Downing Street, y a menudo acompañaba al primer ministro en sus viajes para llevar al día el flujo de noticias llegadas del campo de batalla, como le gustaba al primer ministro. Churchill seguía interviniendo constantemente en asuntos relacionados con los pormenores de sus fuerzas armadas. La falta de empuje de los soldados británicos era preocupante. El primer ministro deploraba la disgregación de algunas unidades para completar la falta de soldados de otras. Esa escasez de hombres provocaba constantes peleas por las reclamaciones respectivas del ejército de tierra, la RAF y el sector minero del carbón. Churchill estaba empeñado en aumentar la paga de los soldados que fueran enviados a Extremo Oriente cuando acabara la guerra contra Alemania. Seguía con detenimiento las acciones de los submarinos que Alemania estaba enviando al Atlántico, los progresos de la industria aeronáutica británica en la producción de unos cazas equiparables a los de Hitler y los esfuerzos para contrarrestar los ataques con bombas voladoras V2, que continuaban atormentando a la población del sur de Inglaterra.
Pero todos esos asuntos eran menudencias en comparación con las importantísimas decisiones estratégicas de los años anteriores. Los ejércitos aliados avanzaban por toda Europa sin que el primer ministro tuviera la oportunidad de influir en sus tácticas. Celebraba las victorias, se impacientaba como era habitual cuando se sufría algún revés o se producía un retraso, pero era perfectamente consciente de que el poder estaba en el cuartel general de Eisenhower y en Washington. Oliver Harvey escribiría con cierto desdén: «Como los problemas puramente militares se simplifican, el chico está dirigiendo principalmente su atención hacia los asuntos internacionales». Churchill tenía fijados casi todos sus pensamientos en la organización de la Europa de posguerra, que se vería fuertemente influida por las decisiones que se tomaran en Yalta. «Tengo grandes esperanzas depositadas en esta conferencia», dijo en la Cámara de los Comunes, «porque tiene lugar en un momento en el que es posible preparar muchísimos moldes para recibir una gran cantidad de metal fundido». No obstante, se lamentó con Harry Hopkins, que estaba en Londres, de que, si los aliados se hubieran pasado diez años buscando lugares en los que celebrar su entrevista, no habrían podido encontrar uno más inapropiado que Crimea. Era absurdo que el presidente de Estados Unidos, terriblemente enfermo, se viera obligado a realizar un viaje de casi diez mil kilómetros para satisfacer los antojos de los médicos rusos que supuestamente habían recomendado a Stalin que no se moviera de la Unión Soviética. En cuanto al primer ministro británico, llegó el 29 de enero a Malta, escala de la misión angloamericana que se dirigía a Yalta, con 39 °C. de fiebre.
Los jefes del Estado Mayor conjunto celebraron una desagradable reunión preliminar, en la que reinó un ambiente envenenado por las diferencias personales que mantenían respecto a la campaña militar en el noroeste de Europa. La grosera actitud de Montgomery hacia Eisenhower provocó numerosas tensiones. Brooke tuvo una gran decepción al comprobar que, en lo referente a estrategia, Marshall no quiso ni siquiera sacar el tema con los británicos. Estados Unidos ya había tomado una decisión, y el avance hacia el Elba sería gradual y calculado. Franklin Roosevelt llegó a bordo del crucero Quincy el 2 de febrero. Si Churchill presentaba un cuadro clínico con síntomas febriles, el líder estadounidense sorprendió a los británicos porque parecía la ruina de un hombre. No era una perspectiva alentadora empezar una cumbre con el presidente norteamericano en condiciones lamentables para abordar asuntos de suma importancia. Después de cenar por primera vez juntas en Malta las dos delegaciones, Eden se quejó por la ausencia de conversaciones sobre temas serios. Fue «imposible entrar incluso en cuestiones básicas. Hablé de ello sin tapujos con Harry [Hopkins]… remarcando que íbamos a celebrar una conferencia decisiva y que todavía no habíamos acordado los asuntos que se debían discutir ni el modo en el que abordarlos con un Oso que seguramente tendría muy claro lo que quería». La compasión inicial por Roosevelt dio paso a una gran consternación por las implicaciones que su incapacidad iba a tener en la defensa de los intereses de Occidente.
La llegada de los líderes aliados a Crimea el 3 de febrero no auguró nada bueno. Después de que aterrizaran los aviones en los que viajaban los grandes protagonistas del acontecimiento, Roosevelt tuvo que ser ayudado a subir a un Jeep para pasar revista a una guardia de honor rusa, mientras Churchill caminaba junto al vehículo. Luego vino una pesadilla de seis horas de viaje hasta Yalta, por unas carreteras en pésimas condiciones. El primer ministro miraba a su alrededor sin entusiasmo. «¡En qué agujero la he metido!», exclamó dirigiéndose a Marion Holmes. Más tarde describiría con tristeza la localidad balnearia como «la Riviera de Hades». A los generales los colocaron en habitaciones cuádruples, y a los coroneles en dormitorios de once camas. Todos, empezando por los líderes nacionales, se quejaron de la falta de cuartos de baño. El 4 de febrero, antes de inaugurar la conferencia, se celebró una cena con los máximos responsables. Eden escribiría: «En mi opinión, una fiesta horrible. El presidente vago, perdido y poco eficaz. W., comprendiendo que la conversación languidecía, se esforzó denodadamente, pronunciando largos discursos, para que las aguas volvieran a su cauce. Me sorprendió la postura lúgubre, por no decir siniestra, de Stalin hacia los países pequeños». La seguridad que rodeaba al líder soviético era tal que, cuando llegó la hora de realizar una sesión fotográfica para conmemorar el encuentro, apareció oculto por una falange de guardias armados.
A pesar de todas las críticas de las que Churchill había sido objeto en Estados Unidos durante los últimos meses, pocos americanos de los que acudieron a Yalta dudaban del poder de su personalidad.
C. L. Sulzberger escribía en el New York Times que, de los «Tres Grandes», Roosevelt era «seguramente el más blando», mientras que Churchill, «con sus concepciones románticas, su toque de misticismo, su imperialismo, su amor por los uniformes y las banderas, es una especie de figura renacentista. Posee más talento que Stalin o Roosevelt, más que prácticamente cualquier personaje político de su nivel».
Los sondeos realizados en Estados Unidos seguían poniendo de manifiesto el respeto que los americanos en general profesaban por la persona del primer ministro, así como una fe renovada en que Gran Bretaña acabaría siendo un buen aliado en la posguerra. Pero el entusiasmo por el país de Churchill venía acompañado de una serie de condiciones. La mayoría de los americanos —el 70 por 100— se mostraba implacable en su demanda de que, una vez acabada la guerra, los británicos pagaran los miles de millones que habían recibido en forma de suministros por la Ley de Préstamo y Arriendo. Incluso cuando se les decía que el aliado carecía de medios para ello, el 43 por 100 exigía que lo hicieran como fuese. Para Gran Bretaña era un cumplido perverso y desagradable que los americanos y su líder siguieran valorando de manera exagerada la riqueza del país de Churchill. Pocos se daban cuenta de la envergadura de su agotamiento moral, estratégico y financiero. Además, ni que decir tiene que la guerra no había contribuido a disminuir el antiimperialismo de Estados Unidos. Un informe de la OWI del mes de marzo decía: «Durante el último año, Gran Bretaña… ha sido duramente atacada por una minoría activa por su supuesta incapacidad a la hora de desempeñar el papel que le corresponde en el “Grupo de los Tres Grandes”… En los meses de diciembre y enero la desafección respecto a la cooperación de los Tres Grandes… ha señalado principalmente a Gran Bretaña… [a la que se ha] acusado principalmente de “no mantenerse en el marco de la Carta del Atlántico”. La postura de esa minoría antibritánica insólitamente numerosa… ha encontrado un gran eco en un artículo muy difundido de la Army and Navy Journal. En un pasaje mordaz, tan crítico con la política rusa como con la británica, esta revista acusaba a Gran Bretaña de “mostrar una mayor preocupación por Italia, Grecia y Albania, con el fin de proteger su vía de acceso a la India a través del Mediterráneo, que por conseguir el objetivo principal de nuestros ejércitos americanos, esto es, derrotar lo antes posible a Alemania”». El informe terminaba con la siguiente conclusión: «Los últimos sondeos revelan que las mayores acusaciones ya no se imputan a Rusia sino a Gran Bretaña».
Todo esto debe contemplarse en el contexto de un verdadero milagro político; a saber, el milagro de que, gracias a la talla de unos grandes estadistas como George Marshall, Dwight Eisenhower, Alan Brooke, Winston Churchill y Franklin Roosevelt, los aliados occidentales lograran preservar hasta el final de la guerra una imagen de unidad. Si consideramos las deficiencias que han caracterizado a todas las alianzas de la historia, la relación que supieron mantener británicos y americanos no deja de ser realmente sorprendente. No obstante, durante sus últimos meses de vida Roosevelt desarrolló su política sabiendo perfectamente que los estadounidenses secundaban la visión que él tenía de la posguerra, y que no veían con mucho agrado la de Churchill. Gran Bretaña gozaba de muy pocos apoyos en Estados Unidos.
La primera entrevista de los líderes occidentales con Stalin, en el palacio Livadia, sede de la conferencia, sirvió para que Churchill recuperara brevemente su sentido del humor. Stalin, el afable anfitrión, utilizó las únicas frases que conocía en lengua inglesa: «¡Tú lo has dicho!», «¿Y qué pasa?», «¿Qué diablos ocurre aquí?» y «El lavabo está allí» (todas ellas, excepto la última, probablemente oídas en películas americanas). Para describir la sensación que le producía ser uno de los tres hombres más poderosos de la tierra, reunidos en aquellos momentos, Churchill escribiría más tarde: «Teníamos el mundo a nuestros pies, a veinticinco millones de hombres marchando a nuestras órdenes por tierra y por mar. Parecía que fuéramos amigos». Aquel espejismo romántico no tardaría en desvanecerse. Al menos para los británicos, la experiencia de Yalta sería cada vez más dolorosa y agotadora.
Churchill comenzó con muy mal pie cuando expuso durante la primera sesión plenaria sus esperanzas de que los aliados decidieran avanzar desde el noreste de Italia a través del «pasillo de Liubliana». Hacía meses que esta idea había quedado aparcada en la mente de todos, con la excepción del primer ministro. Revivirla fue absurdo.
Como los ejércitos de Eisenhower se aproximaban al Rin, Churchill quiso halagar a los rusos invitándoles a dar un consejo sobre cómo efectuar el cruce de un río a gran escala. Stalin, a su vez, pidió a Roosevelt y a Churchill que le dijeran qué querían que hiciera el Ejército Rojo, precisamente como si sus respuestas pudieran alterar lo que ya tenía pensado. Con hipocresía, declaró que había considerado el lanzamiento de la gran ofensiva rusa de enero «un deber moral», después de que los americanos hubieran pedido una actuación que ayudara a mitigar la presión de la ofensiva alemana en las Ardenas. En realidad, es harto improbable que el ataque soviético se adelantara ni un solo día para satisfacer los deseos de los aliados occidentales.
Churchill respondió a Stalin que las fuerzas de Eisenhower sólo querían una cosa del Ejército Rojo: que siguiera avanzando. Sin embargo, los soviéticos siempre fueron perfectamente conscientes de que las dosis de halagos de los británicos encubrían una profunda hostilidad hacia sus objetivos, mientras que el presidente americano tenía un trato más fácil. «Nuestros guardias comparaban a Churchill con un perro de aguas que movía el rabito para agradar a Stalin», escribió Sergo Beria. «Compartíamos un sentimiento de amistad hacia Roosevelt que no era extensivo a Churchill». Pero uno y otro líder fueron objeto del cinismo de los soviéticos en la misma medida. Molotov citaría a un camarada anónimo que hizo el siguiente comentario a propósito de Roosevelt: «¡Menudo estafador debe de ser este hombre, que ha conseguido trepar y llegar a la presidencia en tres mandatos consecutivos estando paralítico!». Los escuchas soviéticos rieron a carcajadas cuando oyeron a Churchill quejarse de que por las noches no podía conciliar el sueño por culpa de las chinches.
Los grandes dignatarios se reunían cada día a las cuatro de la tarde durante cuatro o cinco horas. Entre reunión y reunión se celebraban almuerzos, cenas y tensas consultas nacionales de cada una de las delegaciones. Stalin se mostró sorprendentemente afable, cosa que no es de extrañar, pues era el que más provecho sacaba de la guerra. Roosevelt no se concentraba nunca del todo en los temas que se trataban. Cuando parecía seguir el hilo de las conversaciones, era normalmente para insistir en no precipitarse —por ejemplo, en organizar las zonas de ocupación alemanas— o para aceptar las posturas de los soviéticos.
Una y otra vez, los británicos se veían aislados. Churchill se oponía al «desmembramiento» de Alemania que pretendía Stalin, así como a la imposición de exageradas indemnizaciones a los vencidos. Recordó a los asistentes el fracaso de semejante política en 1919: «Si quieren que el caballo tire del carro, deben darle algo de heno». Pero los estadounidenses y los rusos ya habían estipulado una cifra provisional en concepto de indemnizaciones de veinte mil millones de dólares, la mitad de los cuales sería para la Unión Soviética.
Los americanos se unieron a los rusos para oponerse a la propuesta de Churchill de que Francia formara parte de la Comisión de Control Aliada en Alemania. No obstante, gracias a la insistencia de los británicos, se acordó a regañadientes conceder a Francia una zona de ocupación. Las reuniones bilaterales que mantuvo Churchill con Roosevelt fueron estériles. En los almuerzos y las cenas se entablaban charlas, pero no se abordaba ningún asunto serio. La postración de Roosevelt, propia de un hombre a las puertas de la muerte, junto con su rechazo a satisfacer los deseos británicos, fue como un mazazo para las esperanzas de Churchill. No cabe duda de que, tanto en Yalta como en Teherán, el presidente norteamericano intentó deliberadamente mantener una sintonía con Stalin, distanciándose del primer ministro inglés. No es que pueda afirmarse que semejante táctica perjudicara gravemente los intereses de Occidente, pues Stalin ya tenía perfectamente decidido su plan. Pero ni que decir tiene que no supuso ninguna ventaja tangible.
La noche del 5 de febrero, cuando llegó a su villa, Churchill se sintió muy molesto al comprobar que no había recibido de Londres ningún informe de los servicios de inteligencia. John Martin escribiría: «Me ha dolido mucho tener que oír al “coronel Kent” llamar una y otra vez pidiendo noticias, y ver que sólo le ofrecían caviar». Aquella noche, antes de acostarse, Churchill dijo a su hija Sarah: «No creo que en ningún momento de la historia el sufrimiento del mundo haya sido tan grande y haya estado tan extendido». La compasión por el enemigo que sentía Churchill desde lo más profundo de su alma, incomparablemente mayor que la de sus compañeros de Yalta, era una de sus cualidades más notables. «Puedo confesarte claramente», escribió a Clementine, «que mi corazón está afligido por las historias que se cuentan acerca de mujeres y niños alemanes que, en columnas de más de sesenta kilómetros de longitud, huyen en masa por las carreteras de su país hacia el oeste ante el avance de los ejércitos. Estoy plenamente convencido de que se lo han buscado, pero ello no implica que pueda quitármelo de la vista. Las miserias del mundo entero me repugnan, y cada vez temo más que surjan nuevos conflictos a partir de los que ahora estamos concluyendo con éxito». Ante frases como éstas, se desmorona cualquier argumento que acuse a Churchill de «amante de la guerra».
A menudo se ha criticado al presidente norteamericano y al primer ministro británico por haber acordado en Yalta la entrega a Stalin de todos los soviéticos detenidos en Europa. De los que regresaron, incluidos los que habían sido cautivos de los alemanes, unos fueron ejecutados, y la mayoría enviados a campos de trabajo. Prácticamente todos los que habían vestido el uniforme enemigo fueron liquidados. Sin embargo, en lo tocante a la repatriación, resulta imposible concebir otro modo de actuar por parte de ingleses y americanos. La Unión Soviética había cargado con la abrumadora tarea de combatir en tierra contra las fuerzas de Hitler. Los aliados occidentales seguían solicitando la ayuda del Ejército Rojo para completar la derrota de Japón. El precio que hubo que pagar por la colaboración militar soviética, por la gran cantidad de sangre rusa derramada mientras Estados Unidos y Gran Bretaña evitaban verter la de sus ciudadanos, fue en gran medida el reconocimiento del imperialismo soviético. Churchill expresó a Stalin su ansiedad por el regreso de los prisioneros de guerra británicos, a los que los rusos estaban liberando en gran número. En un mundo consumido por el sufrimiento y el dolor, como Churchill lo describió vívidamente, era difícil que los angloamericanos pudieran exigir comprensión para los súbditos soviéticos que habían servido a la causa nazi. La integridad de los objetivos aliados en la Segunda Guerra Mundial estuvo inexorablemente comprometida por asociación con la tiranía de Stalin para conseguir derrotar a la de Hitler. Una vez aceptado este mal, llegaron implacablemente otros males menores. Entre ellos, la entrega de centenares de miles de rusos sospechosos de haber renegado de la Unión Soviética.
El tema principal de la conferencia de Yalta, sobre todo en opinión de Churchill, era el futuro de Polonia. Stalin quería que se reconocieran las nuevas fronteras del país, la llamada «línea Curzon» en el este, y la Oder-Neisse en el oeste. Churchill dejó bien claro que en aquellos momentos no estaba tan preocupado por cuestiones territoriales como por la naturaleza democrática del nuevo gobierno de Varsovia. Con el fin de conseguir un poco de libertad para los polacos, intentó convertir en moneda de cambio el reconocimiento por parte de Occidente de las fronteras que deseaba Moscú. No podía, dijo, aceptar que los «polacos de Lublin» representaran la voluntad de la nación. Stalin respondió que el nuevo régimen de Varsovia era tan representativo del pueblo polaco como el nuevo gobierno de De Gaulle lo era del francés. Roosevelt trató de aplazar la sesión, pero Churchill insistió en que había que resolver la cuestión de Polonia. Lleno de impaciencia, el presidente americano comentó que «Polonia había sido fuente de problemas a lo largo de más de quinientos años». El primer ministro replicó: «Debemos hacer todo lo humanamente posible para poner fin a este conflicto». Fue otro duro intercambio de palabras que ponía gravemente en entredicho los objetivos de los británicos. Los rusos eran de nuevo testigos de la aparente indiferencia de Roosevelt hacia los ingleses.
Por la noche, sin embargo, se logró que la causa polaca obtuviera cierto apoyo. Roosevelt firmó una carta a Stalin diciendo que Estados Unidos —al igual que Gran Bretaña— no podía reconocer al gobierno de Polonia tal y como estaba compuesto en aquellos momentos. El 7 de febrero, durante la tercera reunión plenaria de la conferencia, el presidente calificó la cuestión de Polonia de «sumamente importante». Hubo más conversaciones relacionadas con las zonas de ocupación en Alemania. Se llegó a un acuerdo en lo referente a los derechos de voto de los respectivos estados en lo que debería ser la futura Organización de las Naciones Unidas. El 8 de febrero, Churchill volvió a incidir en la necesidad de llegar a una solución en lo tocante a Polonia. Molotov dijo que el nuevo gobierno comunista había sido «acogido con entusiasmo por la mayoría de los polacos». Churchill insistió en que fueran convocadas inmediatamente unas elecciones libres, lo que provocó que Stalin comenzara de nuevo a establecer comparaciones con Francia, donde no se había previsto que el pueblo manifestara su opinión. No obstante, el líder ruso accedió luego a que se convocaran elecciones en Polonia en menos de un mes. Aún no había signos evidentes de enfado en la sala de la conferencia. De hecho, a continuación se sucedieron una serie de intercambios de elogios entre los dignatarios allí reunidos. Pero aquella noche Churchill comentaría con tristeza: «El único lazo que une a los vencedores es su odio común» hacia Hitler.
El único factor con el que contaban los angloamericanos en sus negociaciones con Stalin derivaba exclusivamente de la Ley de Préstamo y Arriendo. Aunque Roosevelt hubiera amenazado con la suspensión de suministros a la Unión Soviética si no se satisfacían las pretensiones de las potencias occidentales en lo referente a Polonia, los rusos no habrían dado su brazo a torcer. Stalin se había mostrado implacable en sus exigencias territoriales desde 1941, cuando la ayuda de Occidente era mucho más indispensable que en 1945. En todo momento fue plenamente consciente de que británicos y americanos necesitaban el inmenso sacrificio humano de la Unión Soviética mucho más que la Unión Soviética los suministros de Occidente. Aunque Roosevelt se hubiera mostrado dispuesto a utilizar esa arma de presión —cosa que, desde luego, ni siquiera se planteó—, ni el pueblo americano ni el británico habrían aprobado la medida. El entusiasmo popular que suscitaba la existencia de un frente común contra los países del Eje seguía siendo muy alto. Cualquier intento de imposición de las pretensiones de Occidente a los heroicos rusos sólo habría conseguido la adhesión de una reducida minoría que se daba cuenta de la realidad de aquella lúgubre servidumbre a la que se veían abocados los pueblos del este de Europa.
El 9 de febrero, en el curso de la quinta reunión plenaria, Churchill dijo que un grupo de diplomáticos debía velar por el desarrollo sin incidencias de las elecciones polacas en calidad de observadores. Los rusos contestaron amablemente que les parecía una propuesta perfectamente aceptable, pero que el gobierno de Varsovia tenía que dar su opinión al respecto: la presencia de esos observadores podría ofender a los polacos porque implicaba falta de confianza. Análogamente, cuando Churchill dijo que había que enviar a un embajador británico a Varsovia, los rusos dejaron este asunto a discreción de los polacos. Con la malicia que lo caracterizaba, Stalin recordó al primer ministro su deuda con Moscú diciendo que tenía «plena confianza» en la política que iba a seguir Gran Bretaña en Grecia.
Un día más tarde, el 10 de febrero, Roosevelt dejó consternada a la delegación británica con su anuncio de que iba a abandonar Yalta a la mañana siguiente. Cuando en enero el presidente comunicó en un mensaje a Churchill su propósito de permanecer sólo cinco días en Yalta, el primer ministro británico se quejó a su personal, diciendo que hasta Dios Todopoderoso se había concedido un plazo de siete días para crear el mundo. En aquellos momentos, a juicio de los británicos, todavía quedaban decisiones importantísimas que tomar. Pero el presidente no andaba equivocado al pensar que, por mucho que se prolongara la cumbre, era harto improbable que se alcanzaran más compromisos. El abismo que separaba las intenciones de los rusos y las aspiraciones de las potencias occidentales en Europa oriental era insalvable. No obstante, se había llegado a un acuerdo en lo concerniente a Polonia, que, si Stalin cumplía su palabra, podría conservar ligeros tintes de democracia. Churchill manifestó su satisfacción. Poco más podía hacer. Dedicó el 12 de febrero a hacer turismo, visitando los campos de batalla en los que lucharon los británicos durante la guerra de Crimea y contemplando las ruinas de Sebastopol. Al día siguiente, estuvo descansando a bordo del transatlántico británico Franconia, que se hallaba anclado frente a la costa a su disposición, y luego voló hasta Atenas.
No habría podido haber más contraste entre su anterior visita, en medio de los disparos y los cañonazos, y la ovación apasionada con la que fue recibido en la capital griega el 14 de febrero. La multitud se agolpó en las calles de la ciudad, en un acto de vindicación que le resultó muy agradable. Churchill decidió hacer otra escala en El Cairo. Recordando un popular motivo de sus admirados Gilbert y Sullivan, se puso a cantar entre dientes: «Un juglar errante soy; un montón de hilos y remiendos…». Llegó a Gran Bretaña el 20 de febrero. Beaverbrook fue uno de los que cometieron la extravagancia de felicitarlo por su «supuesto» triunfo en Yalta, que «ha llegado tan rápido después del triunfo en Grecia, que se ha convertido usted para sus compatriotas en el mejor estadista y el mejor guerrero de todos los tiempos».
Incluso para los parámetros de Beaverbrook, aquello no era más que una parodia. En la Cámara de los Comunes reinaba una gran preocupación por los resultados de Yalta y lo que éstos podrían suponer para los polacos. En el comunicado final emitido por los «Tres Grandes» se declaraba que el gobierno provisional de Polonia debía «reorganizarse sobre unas bases democráticas más amplias, en las que tengan cabida líderes democráticos de la propia Polonia y de los grupos polacos del exterior». El nuevo gobierno «deberá comprometerse a convocar sin trabas elecciones libres lo antes posible… En estas elecciones tendrán derecho a participar todos los partidos democráticos y antinazis». Se reconocía la cesión de Polonia oriental a Rusia, a cambio de una compensación territorial en el oeste no precisada, que quedaría «establecida en la conferencia de paz».
Churchill dijo al gabinete de guerra que estaba «bastante seguro» de que Stalin «tenía buenas intenciones hacia el mundo y hacia Polonia». Del mismo modo, el 27 de febrero, temiendo las duras críticas de la Cámara de los Comunes, citó el hecho de que «el mariscal Stalin y el estado Soviético se han manifestado solemnemente» a favor de la celebración de elecciones en Polonia. «Niego y rechazo cualquier sugerencia de que nuestro compromiso es cuestionable o que estamos cediendo ante presiones o temores… Los polacos tendrán su futuro en sus propias manos, con la única condición de que sigan honestamente… una política de amistad con Rusia. Se trata de algo a todas luces razonable». Fortalecido por el cumplimiento de la promesa de Stalin de no interferir en Grecia, se aferró a la esperanza de que el caudillo soviético mantuviera su palabra en lo concerniente a Polonia: «No conozco un gobierno que se atenga a sus obligaciones, aunque sea a su pesar, con mayor firmeza que el gobierno soviético de Rusia. Me niego rotundamente a entrar en discusiones sobre la buena fe de los rusos». Más tarde, mientras tomaba una copa en la sala de fumadores con Harold Nicolson y lord De la Warr, comentó que no sabía qué más habría podido hacer en Yalta, salvo aceptar la palabra de Stalin.
El día 28 por la noche dijo a Jock Colville que no estaba dispuesto a tolerar que le tomaran el pelo con lo de Polonia, «aunque esto nos ponga al borde de una guerra con Rusia». Expresó en voz alta su temor de que Stalin lo engañara, del mismo modo que Neville Chamberlain había sido engañado por Hitler, pero luego descartó esa posibilidad. Se llenó de alegría cuando una enmienda sobre Polonia presentada en la Cámara de los Comunes por un grupo de parlamentarios del ala más conservadora de los tories fue derrotada por 396 votos en contra frente a 25 que la apoyaron. Pero once ministros se abstuvieron, y uno presentó la dimisión. Eden, que no confiaba en la buena voluntad de los rusos, quedó sumido en una profunda depresión. Por parte de los polacos, el general Anders dijo a Brooke que «nunca se había sentido tan angustiado desde que comenzara la guerra… No veía esperanzas por ninguna parte».
De regreso a Moscú, Stalin manifestó su satisfacción por los resultados de Yalta. Como era de esperar, habló con más entusiasmo de Roosevelt que del primer ministro británico. «Churchill quiere una Polonia burguesa como vecina de la URSS», dijo a Zhukov, «una Polonia que nos sea hostil. No podemos tolerarlo. Nuestro deseo es garantizar que haya una Polonia amiga de una vez por todas, y esto es lo que también quiere el pueblo polaco». Un columnista político de Pravda decía con satisfacción a sus lectores: «Vemos en Estados Unidos y en Inglaterra una unanimidad sin precedentes en aceptar las resoluciones de la conferencia de Crimea». El periódico afirmaba que los comentaristas americanos y los británicos trataban las protestas de los exiliados polacos con el desprecio que merecían.
Excepto una guerra con Rusia, nada habría podido salvar a la democracia polaca en 1945, y en el mes de febrero sólo una mezcla de vanidad y desesperación habría podido inducir a Churchill a pretender lo contrario. La Unión Soviética consideraba que al haber pagado sobradamente el precio más elevado para conseguir la derrota de Hitler, había adquirido el derecho a decidir la política de Europa oriental en concordancia con los intereses de su propia seguridad. Hasta hoy día, los admiradores de Roosevelt sostienen que el presidente norteamericano demostró mayor realismo que el primer ministro de Gran Bretaña por darse cuenta de este hecho. Los aliados occidentales carecían de poder para lograr que las cosas fueran de distinta manera. Churchill, que había luchado con más nobleza que nadie por la liberación de Europa, se veía obligado ahora a presenciar no la liberación de los países del este, sino la simple sustitución en ellos de una tiranía asesina por otra.