Atenas: «heridos en casa de nuestros amigos»
La retirada de los alemanes de la región de los Balcanes precipitó una crisis en la que Churchill vería seriamente comprometida su posición con los americanos, se enzarzaría en duras disputas internas y encontraría la última aventura militar arriesgada de su vida. Al final de la Segunda Guerra Mundial quedaría demostrado que es mucho más difícil poner orden en los asuntos de las naciones liberadas que en los de las vencidas. Esto sucede porque resultaría verdaderamente despreciable, por no decir imposible, arbitrar sus asuntos con la misma implacabilidad. Si los neoconservadores del Washington del siglo XXI hubieran poseído un conocimiento más claro de lo sucedido en 1944-1945 y estudiado más detalladamente las dificultades de los aliados a la hora de organizar los territorios liberados en la época de Roosevelt y Churchill, probablemente no habrían causado tanto dolor en el mundo de nuestro tiempo con sus patochadas en Irak y en Afganistán.
Prácticamente en todos los países europeos liberados de la dominación nazi, los antiguos grupos de resistencia armados por la SOE intentaron reafirmarse en el gobierno. En Francia, sólo la extraordinaria autoridad personal de De Gaulle y la presencia de los ejércitos angloamericanos —junto con la abstención de Stalin de movilizar a sus partidarios en un país en el que la inestabilidad política podía perjudicar a los intereses soviéticos— permitieron poner freno a los comunistas de los FTP. En la vecina Bélgica, el gobierno en el exilio, que regresó de Londres en septiembre, se encontró con la tarea de afrontar un claro desafío de los izquierdistas, incluidos los comunistas de la resistencia. Tras haber desempeñado un papel muy modesto en la liberación de su país, se negaban, para mayor sorpresa de las autoridades, a entregar las armas. Sentó muy mal la supuesta negativa del gobierno belga a imponer un justo castigo a los que habían servido al régimen de ocupación alemán. El 25 de noviembre, sindicalistas de izquierdas protagonizaron una gran manifestación de protesta en Bruselas y trataron, al parecer, de forzar la entrada en los edificios gubernamentales. La policía respondió con contundencia, disparando contra los manifestantes e hiriendo a cuarenta de ellos. Durante las semanas siguientes, la tensión fue en aumento. El ejército británico, con el firme respaldo de Churchill, decidió no tolerar ni una amenaza a sus líneas de comunicación con el frente ni lo que podía ser un intento por parte de los comunistas de hacerse con el poder. Gran Bretaña desplegó un gran número de tropas en Bruselas.
Esta acción restauró la paz en medio de un ambiente de resentimiento, pero provocó numerosos comentarios en la prensa hostil. Especialmente, los corresponsales americanos deploraron el uso de la fuerza para someter a «unos combatientes heroicos de la Resistencia» de toda tendencia política. Churchill demostraba insensibilidad con su apoyo a la restauración de gobiernos, que habían permanecido en el exilio durante largo tiempo, en sociedades traumatizadas y radicalizadas por la experiencia de la ocupación. Sin embargo, el entusiasmo de los norteamericanos por la autodeterminación subestimaba tanto la perversidad de los comunistas como el peligro de que la anarquía se apoderara de los países liberados.
Mientras tanto en los Balcanes, a medida que iban retirándose las fuerzas alemanas, los movimientos partisanos comunistas de Albania y Yugoslavia se dispusieron a hacerse con el control de sus regiones. No había ningún otro elemento político suficientemente fuerte para detenerlos, y en Serbia Tito contaba con la colaboración directa del Ejército Rojo. «Tito está convirtiéndose en un desagradable problema», comentó Churchill a Smuts el 3 de diciembre. Los partisanos yugoslavos exigían la expulsión de los británicos de la zona costera de Dubrovnik. Por su parte, en Europa oriental, los «polacos de Lublin» se erigieron como gobierno provisional de su país, negándose a aceptar la participación de las autoridades exiliadas en Londres. Todo ello vino a avivar la preocupación de Churchill por el futuro de Grecia. Durante los primeros días posteriores a la retirada de los alemanes, las tropas británicas que llegaron al país fueron recibidas con júbilo y entusiasmo. Cuando Eden visitó Atenas el 26 de octubre, su automóvil tuvo que abrirse paso entre una multitud que se agolpaba a su alrededor lanzando vítores de alegría. Lord Moyne, que lo acompañaba, comentó con satisfacción: «Es muy positivo que haya un país en el que gocemos de tanta popularidad».
Pero la luna de miel griega acabó bruscamente. Facciones armadas empezaron a llenar las calles, en medio de noticias procedentes de fuentes fidedignas que hablaban de que los comunistas estaban asesinando a supuestos «reaccionarios». El gobierno de Papandreou se esforzaba por mantener el control del país, mientras los comunistas del EAM-ELAS se negaban a desmovilizarse, y bandas de guerrilleros convergían en Atenas. Los británicos intentaron reforzar su débil presencia en la capital con su potencial humano disponible en el Mediterráneo. «Todo está en franca degeneración en el gobierno griego», escribía el 28 de noviembre Churchill a Eden, «y debemos decidir si conviene imponer nuestra voluntad mediante el uso de la fuerza, o es mejor marchar de allí». Dos días más tarde, tomó una decisión, por otro lado previsible: «Es importante que dejemos bien claro que si estalla una guerra civil en Grecia, estaremos al lado del gobierno que hemos instaurado en Atenas, y que, sobre todo, no dudaremos en emplear las armas».
Al día siguiente, 1 de diciembre, los seis ministros socialistas y comunistas del régimen de Atenas dimitieron en bloque, y convocaron una huelga general. El día 3, en el curso de una protesta, la policía, asustada y mal organizada, abrió fuego contra los manifestantes. La acción se saldó con la muerte de once civiles y un agente. Multitudes enfurecidas se lanzaron contra las comisarías de policía. Los agentes del orden, al igual que otros elementos de las fuerzas de seguridad improvisadas por el gobierno de Papandreou, eran considerados por muchos griegos antiguos colaboradores de los invasores alemanes. El historiador Mark Mazower comenta lo siguiente: «Aunque Churchill creyera que había sabido adelantarse a las intenciones de los comunistas de hacerse con el poder, lo cierto es que nada indica que la revuelta de Atenas no fuera otra cosa más que un movimiento popular espontáneo que cogió a las autoridades del partido [comunista] por sorpresa». En un primer momento, las guerrillas del EAM-ELAS se dedicaron a abrir fuego exclusivamente contra las fuerzas gubernamentales griegas. Pero cuando se dieron cuenta de que las tropas británicas apoyaban la causa de sus enemigos derechistas, empezaron a disparar a los «liberadores».
Los comandantes británicos sobre el terreno no fueron capaces de discernir los matices de esta delicada situación. Simplemente percibieron un violento desafío a su autoridad. Debemos hacer hincapié en un hecho que la mayoría de observadores americanos de la época no supo apreciar, a saber, que por toda Grecia los comunistas se dedicaban a llevar a cabo sangrientas purgas de sus adversarios burgueses, a menudo familias enteras. Churchill se puso hecho una furia, pues veía la situación griega, y las intenciones de los comunistas, a través del prisma de lo que iba ocurriendo en Polonia, Albania, Yugoslavia y Bélgica.
La crisis griega estalló cuando la belga seguía copando los titulares de los periódicos. Churchill fue juzgado con dureza por los americanos, que pensaban que quería imponer un resultado no democrático en Grecia. Su error fue que, durante dos meses de graves turbulencias, concedió al rey de los helenos, Jorge II, exiliado en Londres, el derecho de vetar disposiciones constitucionales. Eran tan destempladas sus expresiones de hostilidad a los comunistas del EAM-ELAS que la propia Clementine sintió la necesidad de escribirle una nota de advertencia:
Mi querido Winston:
Te ruego que, antes de comprobar todos los hechos, no repitas delante de nadie lo que me has dicho esta mañana, esto es, que los comunistas de Atenas habían demostrado su propia cobardía al poner en primera línea de fuego a mujeres y niños. Pues parece que, aunque sean peligrosos, de hecho incluso siniestros, los comunistas han sabido demostrar en esta guerra en el continente su coraje…
Tuya siempre, Clemmie.
Las palabras de Clementine resultan muy significativas, pues eran un reflejo de un sentimiento muy extendido entre la opinión pública británica y americana. Durante la ocupación nazi, la propaganda aliada había destacado en muchísimas ocasiones el papel de los comunistas en la resistencia, presentando a los integrantes del EAM-ELAS, al igual que a los partisanos de Tito en Yugoslavia, como combatientes heroicos que defendían la libertad. No sólo se exageró su contribución a la lucha contra los nazis, sino que fueron ocultados numerosos informes sobre sus atrocidades, bien conocidas por los oficiales de la SOE en el terreno. Así pues, no es de extrañar que mucha gente de uno y otro lado del Atlántico viera a la izquierda griega con tintes róseos.
Y lo que era peor: el firme propósito de Churchill de restaurar la monarquía en Grecia, a pesar de las evidentes muestras de su impopularidad, ponía en entredicho su autoridad. Casi todos sus ministros, Eden y Macmillan incluidos, no querían ofrecer ni el más mínimo apoyo a Jorge II. También eran perfectamente conscientes de la naturaleza endeble del régimen de Papandreou, unos cimientos muy poco consistentes para la restauración de la democracia. El instinto de Churchill probablemente no se equivocara, en el sentido de que, si los aliados no hubieran intervenido, los comunistas se habrían adueñado de Grecia con la misma implacabilidad que mostraban en Europa oriental y en los Balcanes. Pero la torpeza diplomática hizo que los británicos fueran considerados, sobre todo por Washington, futuros opresores imperialistas de un pueblo liberado. Lincoln McVeagh, delegado de Estados Unidos en Atenas, criticaba al Reino Unido por «tratar a ese país tan amante de la libertad como si estuviera formado por nativos indios sometidos al imperio británico».
El 5 de diciembre, el norteamericano Edward Stettinius, que acababa de sustituir a Cordell Hull como secretario de Estado, caldeó los ánimos criticando públicamente la política británica en Grecia y también en Italia, donde los ingleses estaban enfrentados con los americanos por la cuestión de si debía concedérsele o no al conde Sforza un cargo en el nuevo gobierno de Roma. Stettinius declaró lo siguiente: «Esperamos que los italianos solucionen sus problemas de gobierno siguiendo unas pautas democráticas y sin presiones del exterior. Se aplicará esta política incluso con mayor rigidez en lo concerniente a los gobiernos de las Naciones Unidas[14] en sus respectivos territorios liberados». Independientemente de los méritos de ese principio, lo cierto es que fue de muy poca ayuda por parte de Stettinius, y sumamente dañino para Churchill, evidenciar públicamente con ese comentario el distanciamiento que había surgido entre Estados Unidos y Gran Bretaña.
Comenzó a producirse un giro drástico en la línea de pensamiento de los medios de información americanos. Los comentaristas de tendencia conservadora, hasta entonces críticos y escépticos respecto a la política exterior británica, empezaron a mostrar sus simpatías por el intento de Churchill de poner freno a la expansión del comunismo en Europa. La prensa liberal, sin embargo, deploraba lo que percibía como una nueva demostración de imperialismo británico. Cuando se estudia los estados de ánimo de la época, resulta sorprendente comprobar que lo que se entendió como un comportamiento arbitrario de los ingleses en Grecia e Italia provocó muchos más comentarios y protestas en Estados Unidos que la implacabilidad con que la Unión Soviética trataba a los territorios del este de Europa que acababa de ocupar.
Muchos periódicos americanos defendieron el derecho de los movimientos de resistencia, al margen de su ideología política, a tener voz y voto en la construcción de los gobiernos de sus respectivos países. Una encuesta de opinión encargada por el Departamento de Estado llegó a la siguiente conclusión: «Los periódicos “liberales”, que abogaban por una mayor representación de las fuerzas de resistencia, se mostraron críticos con el supuesto intento de Churchill de mantener un régimen reaccionario en contra de los deseos del pueblo griego». William Shirer, de CBS, instaba al gobierno de Estados Unidos a reafirmarse en sus palabras emprendiendo acciones que contrarrestaran el «conservadurismo» británico. El Departamento de Estado emitió el siguiente comunicado: «La propuesta de que la composición de los gobiernos de Italia y otros “territorios liberados” sea un asunto interno ha sido acogida con entusiasmo generalizado… Representantes de organizaciones greco-americanas se entrevistaron con el Departamento de Estado para manifestar su repulsa por la intervención británica en Grecia… El Departamento de Estado también recibió numerosas cartas, tanto de organizaciones como a título personal, protestando por la política de Gran Bretaña y aplaudiendo la declaración de Estados Unidos [del 5 de diciembre]».
En Estados Unidos, numerosos periódicos percibían a soviéticos y británicos como lobos de una misma camada, pues, en su opinión, unos y otros pretendían imponer sus intereses egoístas a pueblos libres. Los aislacionistas culpaban a Gran Bretaña, y explícitamente a Churchill, de «intentar enterrar la Carta del Atlántico» con su declaración del derecho a la autodeterminación. Por ejemplo, el periódico de Carolina del Norte Raleigh News & Observer hablaba de que «la matanza de griegos, cuyo único crimen era oponerse a un gobierno que pretende restaurar a un rey desacreditado», suponía, «no sólo un error, sino una verdadera tragedia». Comenzó a llegar una lluvia de peticiones, de las que el Congreso se hizo eco, solicitando la revisión de la Ley de Préstamo y Arriendo, para vincular la ayuda americana a Gran Bretaña y Rusia a una política exterior mucho menos arbitraria. El Chicago Sun, que se manifestaba favorable a ese tipo de medidas, decía que «Washington tiene el derecho y la obligación de dejar bien claro al gobierno británico que no estamos dispuestos a ayudar a los enemigos de la democracia en Italia, Grecia u otros lugares del mundo mediante la Ley de Préstamo y Arriendo u otros métodos».
En diciembre, una encuesta dirigida por la Universidad de Princeton ponía de manifiesto que los americanos pensaban que Gran Bretaña era un aliado de posguerra mucho menos fiable que China. El 13 de diciembre de 1944, la prensa norteamericana informaba que se habían producido protestas y marchas antibritánicas organizadas por los estudiantes de Harvard, Radcliffe, Wellesley y Northeastern. En Boston, los universitarios portaron pancartas en las que se leía:
«LOS AMERICANOS APOYAMOS A CHURCHILL COMO LÍDER DE GUERRA, NO DE LOS TORIES».
Los manifestantes emitieron un comunicado: «No estamos en contra de Churchill como líder de guerra, sino que estamos en contra de su política reaccionaria en Bélgica, Italia y Grecia». Los sindicatos estadounidenses también salieron a la calle para expresar su repulsa por la política británica.
Tuvo mucho eco una declaración de H. G. Wells arremetiendo contra el primer ministro. «Churchill tiene que irse», escribió el anciano novelista y pensador británico en Tribune. «Winston Churchill, actual Führer británico del futuro, es un individuo cuyas ideas se limitan a las aventuras y oportunidades que ofrece la vida política británica… Parece que ahora haya perdido por completo la cabeza… Cuando el pueblo británico sufrió críticas humillantes por culpa de la abominable política del viejo grupo conservador en el poder, la mordacidad de Winston lo puso en primera línea. El país quería combatir, y él disfrutaba con el combate. Sólo fue por esta razón por la que se convirtió en el símbolo de nuestro empeño nacional en el conflicto, un papel que ahora ya es historia». Thomas Stokes escribía el 12 de diciembre en Los Angeles Times: «A lo que estamos asistiendo es al comienzo de la gran batalla entre la derecha y la izquierda por el control de la Europa de posguerra. Por un lado está Gran Bretaña, y por otro Rusia, con Estados Unidos a modo de árbitro o mediador, tratando de establecer una vía intermedia, y encontrándose en la difícil posición del liberal al que se hostiga y se ve atrapado en el fuego cruzado de los dos bandos».
Para Churchill, la única noticia positiva que llegaba de Grecia era la aparente retirada de los rusos. «Es una buena noticia», escribiría a Eden, «que pone de manifiesto cómo juega Stalin». Por una vez, el optimismo del primer ministro estaba justificado. Durante la crisis griega, Moscú no había hecho ningún gesto de intromisión. De hecho, Churchill llegó a declarar que, en esa crisis, los rusos habían sido mucho más comedidos que los americanos. Stalin reconocía las esferas de influencia de los demás, por mucho que quisiera extender las suyas propias. Roosevelt, no.
El 8 de diciembre de 1944 se produjo un agitado debate en la Cámara de los Comunes sobre la cuestión griega, en el que Emanuel Shinwell y Aneurin Bevan, los dos de izquierdas, encabezaron el ataque contra el gobierno. Churchill, que volvió a recordar a los parlamentarios que podían destituirlo si ése era su deseo, ganó un voto de confianza por 279 a favor y 30 en contra. Pero muchos diputados siguieron mostrándose insatisfechos. En opinión de Harold Nicolson, el primer ministro no supo interpretar el estado de ánimo del Parlamento, que, «en el mejor de los casos era de angustiosa perplejidad, y en el peor de pura rabia contenida». Harold Macmillan, que asistió al debate, se reunió más tarde con el primer ministro en el Anexo de Downing Street. Lo vio cansado y jactancioso: «Daba vueltas triste y deprimido. Era evidente que el debate lo había dejado sumamente exhausto, y creo que se daba cuenta de los peligros que podía conllevar la política para Grecia en la que ahora estamos embarcados. Ha ganado el debate, pero no la batalla de Atenas».
Parecía que Churchill estaba decidido a mantenerse en sus trece. El 10 de diciembre envió un cablegrama a Rex Leeper, embajador británico en Grecia, diciendo: «En Atenas, como en el resto del mundo, nuestra máxima es “no hay paz sin victoria”». Pero el teniente general Ronald Scobie, al frente de las tropas británicas, mandó un telegrama informando que no disponía de hombres suficientes para controlar la capital, y mucho menos para satisfacer el deseo del primer ministro de desarmar a las guerrillas. En aquellos momentos, el comandante en jefe en el Mediterráneo era Alexander, en sustitución de Maitland Wilson, que había sido trasladado a Washington en calidad de delegado militar de Gran Bretaña tras el inesperado fallecimiento de sir John Dill. Churchill pidió a Alexander que buscara con la máxima urgencia más soldados para Grecia.
Las relaciones con los americanos dieron un brusco giro para peor. El 5 de diciembre, Churchill había enviado un mensaje a Scobie, instándole a adoptar una política implacable que pusiera freno a las guerrillas comunistas. «Que no se dude en abrir fuego contra cualquier varón armado de Atenas que se resista a la autoridad británica o griega… Actúen como si estuvieran en una ciudad conquistada en la que está organizándose una rebelión». Jock Colville mandó este mensaje a las cinco de la mañana, pero en medio del cansancio olvidó marcarlo con la palabra «PRECAUCIÓN», que indicaba que su contenido no debía ser revelado a los americanos. El almirante Ernest King, por propia iniciativa e incluso antes de tener noticia del riguroso mensaje de Churchill, ordenó que los barcos estadounidenses no fueran utilizados para abastecer o reforzar a los británicos en Grecia. El 9 de diciembre Churchill envió el siguiente cablegrama a Harry Hopkins: «Me causa una profunda tristeza observar signos de discrepancias entre nosotros en un momento en el que mantenerse unidos es más importante que nunca, pues disminuyen los peligros, pero surgen las facciones». Hopkins convenció a King de que revocara la orden, según parece sin comentárselo a Roosevelt. Pero el 9 de diciembre el Washington Post decía en su editorial: «el pueblo americano simplemente no quiere presenciar el espectáculo de unos tanques Sherman entrando en acción contra los hombres que defienden el paso a una Grecia destrozada por la guerra». El corresponsal Barnet Nover arremetía contra Churchill por la dureza de sus comentarios acerca de las guerrillas comunistas griegas: «¿Qué ha transformado de repente a esos patriotas en “bandidos”?».
En la capital estadounidense, una mano malintencionada filtró el contenido del riguroso mensaje enviado por Churchill a Scobie al columnista Drew Pearson, que se encargó de publicarlo en el Washington Post el 11 de diciembre. Las invectivas contra Gran Bretaña que provocó su artículo hicieron que Churchill llegara a una conclusión muy desfavorable respecto a Estados Unidos, al comparar la actitud de este país con el silencio sumamente conveniente de Moscú. «Creo que Stalin se ha portado muy bien con nosotros en la cuestión de Grecia», escribió a Eden, «de hecho, mucho mejor que los americanos». El 6 de diciembre el Washington Post decía en su editorial: «El empleo de la fuerza lleva consigo las semillas de su destrucción». Y el día 8, en un artículo de Marquis Childs, añadía: «Winston Churchill y los que lo rodean pretenden creer que basta con dar una capa de pintura y un poco de barniz al viejo orden para que se sostenga de nuevo. Pero no se sostendrá. Esto es lo que indican las noticias llegadas de Bruselas y de Atenas… el camino que se está siguiendo en Grecia y en Bélgica es la mejor manera de asegurar la implantación final del comunismo».
En el mismo periódico Walter Lippmann escribía el 14 de diciembre que los problemas de Grecia se debían a que «el señor Churchill trata de aplicar el gran principio de la legitimidad de un gobierno sin valorar correctamente la situación sin precedentes derivada de la conquista y ocupación de los nazis». El problema que debían afrontar los que intentaban reconstruir Europa era ver cómo se podía «fusionar la legitimidad adquirida por los movimientos de la resistencia con la legitimidad heredada por los antiguos gobiernos». Esta reflexión constituye un análisis muy preciso del dilema al que se enfrentaba Churchill, pero sin ofrecer respuestas. Los acontecimientos en Grecia, y en el resto de Europa, se vieron fuertemente influenciados por los frutos de las políticas promovidas por el propio primer ministro a través de la SOE. Si el ELAS pudo desafiar al gobierno griego y a sus promotores británicos fue porque Londres había armado a los comunistas.
Desde la embajada británica en Washington, Halifax decía apesadumbrado en un telegrama: «Prácticamente nadie cree nuestra versión de los hechos». En Atenas, las unidades de Scobie en el terreno se enfrentaban a una presión cada vez más violenta por parte de grupos guerrilleros del ELAS. Estalló una insurrección abierta. Alexander mandó un mensaje: «Las fuerzas británicas se encuentran de hecho sitiadas en el corazón de la ciudad». En la embajada británica tanto Macmillan como Leeper pensaban que Churchill no había sabido comprender las complejidades de la situación. Por aborrecibles que fueran los comunistas, la derecha griega no les iba a la zaga. Macmillan instó al primer ministro a aceptar el hecho de que el rey —«el verdadero villano de aquella obra»— debía permanecer exiliado en Londres, y el primado de Atenas, el arzobispo Damaskinos, tenía que ser nombrado regente en Atenas, con el fin de reconciliar a las facciones en lucha. Damaskinos, a la sazón de cincuenta y tres años, cuyo nombre civil era Dimitrios Papandreou, se había hecho famoso durante la ocupación alemana por desafiar abiertamente a los invasores, y especialmente por denunciar la persecución de los judíos. Macmillan no quiso perder tiempo con el primer ministro griego: «No tenemos ninguna intención de comenzar una tercera guerra mundial contra Rusia hasta que no hayamos ganado la Segunda Guerra Mundial contra Alemania, y menos aún para contentar al señor Papandreou». En Atenas los británicos, que se daban cuenta de que la opción de la regencia era la que tenía más posibilidades de ser una alternativa aceptable para el pueblo griego, se pusieron hechos una furia cuando percibieron el doble juego del primer ministro, que instaba a Jorge II a rechazar la propuesta de una regencia.
Los hombres del ejército de tierra británico, que tenían el cometido de mantener en el poder al régimen de Atenas con el uso de la fuerza, estaban tan divididos como el resto del mundo en lo concerniente a la validez de su causa. El capitán Phillip Zorab, por ejemplo, detestaba a los comunistas y consideraba execrable todo lo que veía y oía decir que hacían: «A estas guerrillas del ELAS no les importa contra quién disparan», escribió en una carta a los suyos, «y tengo en mi poder cuatro informes de primera mano sobre las atrocidades que han cometido, contra otros griegos… Los griegos se dan cuenta ahora de que cuando decíamos que las diferencias políticas no iban a resolverse con el uso de las armas, sabíamos de lo que estábamos hablando».15 Otros militares británicos, sin embargo, se sentían profundamente angustiados por el papel que les tocaba desempeñar. El comandante A. P. Greene, artillero como Zorab, contaba a su familia:
He reflexionado mucho antes de ponerme a escribir esta carta, pues contiene una serie de opiniones bien definidas. Pero hay que exponerlas con claridad, o será como tirar por la borda diez años de principios. En pocas palabras, creo que nuestro país se está equivocando en la cuestión de Grecia. Acabo de leer el discurso pronunciado por Churchill, y no estoy en absoluto de acuerdo con él. Grecia es un país sin antecedentes realmente democráticos en su historia reciente… Nosotros, los que predicamos la no intervención, estamos imponiendo a los griegos el gobierno que queremos y que pensamos que quieren… El discurso de Churchill constituye, en mi opinión, una falacia política… La gente de nuestro país debería saber que es el Manchester Guardian, y no Churchill, el que representa la opinión del 80 por 100 de los soldados que nos encontramos aquí. Ya sean regulares o voluntarios, oficiales de alto rango o soldados rasos, lo cierto es que la inmensa mayoría de los miembros del ejército no quieren participar en lo que, a sus ojos, es una guerra para salvar las apariencias ideada por el propio Churchill.
Greene admitía que todas las facciones locales habían cometido graves atrocidades, «pero creo que la inmensa mayoría de los jóvenes griegos quieren el socialismo… Permaneceré aquí hasta que esté tan profundamente asqueado de asistir a la instauración de un régimen fascista en Grecia que sea capaz de reunir la suficiente dosis de valentía para presentar mi dimisión». No se equivocaba al creer que la experiencia de la guerra había radicalizado a la juventud griega, como parece que también lo radicalizó a él. Pero, aunque el apoyo de Churchill a la restauración de la monarquía fuera un error, sin duda estaba justificada la aprehensión que sentía el primer ministro ante la posibilidad de que, en su defecto, el poder cayera en manos de los comunistas, como muy probablemente habría ocurrido de no ser por la intervención militar de Gran Bretaña.
El 17 de diciembre Alexander envió un mensaje comunicando que era necesario contar con otra división de infantería para mantener el control de Atenas, lo que suponía una verdadera conmoción porque había que retirar del frente italiano la formación que solicitaba. Dos días más tarde, en el cuartel general de las fuerzas aéreas inglesas en Kifissa, a las afueras de Atenas, se produjo la rendición de 563 hombres de la RAF al ELAS tras una batalla en la que 75 británicos perdieron la vida o resultaron heridos. Para el ejército de tierra inglés, el mes de combates en Atenas se saldó con 169 muertos y 699 heridos, además de 640 desaparecidos, que en su mayoría habían caído prisioneros; un número extraordinario de bajas por lo que había comenzado como una operación de seguridad tras la liberación de Grecia. El 21 de diciembre Macmillan escribía en su diario: «¡Pobre Winston! Entre Polonia, Grecia y el avance alemán en el frente occidental, éstas van a ser unas Navidades horribles». El 22, mientras la lucha se intensificaba, empezó a ser factible convencer a Churchill de que considerara la alternativa de la regencia, que implicaba mantener al rey alejado de Grecia hasta la celebración de un plebiscito para decidir su futuro. Pero dijo enfadado a Cadogan: «No colocaré a un dictador». En realidad, el primer ministro no sabía qué hacer. Prácticamente a diario el gobierno se veía presionado en la Cámara de los Comunes con un aluvión de preguntas hostiles. Churchill envió el siguiente mensaje a Smuts: «Hemos tenido un sinfín de problemas por lo de Grecia, donde, de hecho, podemos decir que hemos sido heridos en casa de nuestros amigos. Las fuerzas comunistas e izquierdistas de todo el mundo se han soliviantado en solidaridad con esta nueva oportunidad, y la prensa americana, con sus informaciones, ha contribuido en cierta medida a minar nuestro prestigio y nuestra autoridad en Grecia. No tendríamos ninguna posibilidad de basar la política británica en el regreso del rey. Debemos evitar a toda costa que dé la impresión de que se lo imponemos a golpe de bayoneta».
Se habría podido evitar mucho sufrimiento —tal vez incluso el derramamiento de sangre en Grecia—, si Churchill hubiera llegado a esa conclusión meses antes, y la hubiera comunicado explícitamente al pueblo griego. Pero era una tarea muy ardua resolver los asuntos de medio mundo —que acababa de salir de los horrores de la ocupación nazi—, en medio de la nueva realidad del expansionismo soviético. Si a veces se juzgó mal la política británica, lo mismo sucedió con la americana. La embajada de Gran Bretaña en Washington envió a Londres el siguiente informe acerca de la opinión de los medios de comunicación estadounidenses: «La indignación con Gran Bretaña ha dado paso a una especie de cinismo malhumorado y desencantado, según el cual fue una estupidez suponer que Europa, y en particular Rusia y Gran Bretaña, dejaría realmente de ser genio y figura hasta la sepultura simplemente a raíz de unas cuantas palabras idealistas de Estados Unidos».
¿Qué debía hacerse en aquellos momentos? La tarde del sábado 23 de diciembre, Churchill se dirigió en su automóvil a Chequers, donde lo aguardaba un nutrido grupo de familiares para celebrar la Navidad. Al poco de llegar anunció su decisión de abandonar la fiesta para viajar inmediatamente a Atenas. Su firme determinación provocó una gran tristeza, sobre todo a Clementine. Aquél fue uno de los poquísimos momentos de la guerra en los que su esposa se derrumbó. Clementine salió corriendo escaleras arriba, envuelta en un mar de lágrimas. Su marido ya tenía setenta años, y su estado de salud era delicado. John Martin, secretario privado del primer ministro, escribiría en su diario: «Me alegra no participar en una expedición que desapruebo, pues lo que puede obtenerse con ella no recompensa los riesgos». Así pues, aquel día de Nochebuena, Churchill y su séquito, en el que figuraba Anthony Eden, se dirigieron a Northolt para volar hasta Italia en un avión nuevo C-54 Skymaster de fabricación americana. «Hagan que parezca británico», dijo el primer ministro cuando fue entregado el aparato, que había sido remodelado y equipado para alcanzar unos niveles de confort extraordinarios en la época. Su pasajero más importante sólo se quejó de que el tictac del reloj que había en su compartimiento privado resultaba muy ruidoso, e insistió en que fuera desconectado el sistema de calefacción eléctrica del asiento del lavabo.
¿Qué esperaba conseguir Churchill con su viaje a Atenas? En su opinión, era esencial para el prestigio global de Gran Bretaña, y sobre todo para sus relaciones con Estados Unidos, conseguir estabilizar la situación de Grecia; y no se equivocaba. Era harto improbable lograrlo con Papandreou. Se necesitaba un gobierno de coalición de amplio espectro. Sus asesores pensaban que el arzobispo Damaskinos podría convertirse en el ancla de la esperanza que se necesitaba y en el supervisor de la creación del nuevo régimen. Pero a Churchill le daba mala espina tener que poner el país en manos de un prelado local célebre por su astucia. Como siempre, quería ver las cosas, y que se viera que las hacía, personalmente. A primera hora de la tarde del día de Navidad, su Skymaster aterrizó en el aeródromo de Kalamaki.
Uno de los integrantes de la comitiva de bienvenida comentaría cínicamente que los visitantes «tenían el aire de unos hombres a los que se les había ocurrido una idea después de tomar la tercera copa de Oporto, tras lo cual habían decidido actuar inmediatamente, pero que ya no podían recordar con claridad cuál era esa idea». Macmillan encontró al primer ministro «muy dócil, por no decir sumiso». El grupo celebró una conferencia de dos horas en el avión, en cuyo interior hacía cada vez más frío. La mecanógrafa de Churchill, Elizabeth Layton, titiritaba, y cada vez estaba más preocupada por la «salud del Jefe». En cuanto a la seguridad, la situación era mucho peor de lo que se había pensado en Londres, pues había francotiradores activos en muchas zonas de la capital griega. Hacia el atardecer un convoy de vehículos blindados condujo a los miembros de la comitiva, en lo que fue un viaje largo, tenso e incómodo, hasta Falero, desde donde fueron trasladados en lanchas al crucero ligero Ajax, veterano de la batalla del Río de la Plata de 1939, que se encontraba anclado frente a la costa, fuera del alcance de armas cortas.
El capitán del navío advirtió a su entusiasmado visitante de que su tranquilidad tal vez se viera alterada si había que abrir fuego con las baterías principales del barco para apoyar a las fuerzas terrestres británicas. Ni que decir tiene que Churchill se sintió encantado con esa perspectiva: «Le ruego que no olvide, capitán, que vengo aquí como arrulladora paloma de la paz que trae en su pico una pequeña rama de muérdago, pero lejos de mí está entorpecer las exigencias militares». Al poco rato, Macmillan, Leeper, Papandreou y Damaskinos subieron a bordo. El espectáculo de todo un prelado, ataviado con su traje eclesiástico y con un báculo negro en la mano cuya asta estaba adornada de nudos de plata, bajando por las escalerillas del barco entre los marineros que celebraban la Navidad vestidos con disfraces, impresionó a los británicos por lo insólito y divertido que resultaba.
Churchill quedó cautivado por la alegría y la jovialidad del arzobispo, que expresó su aversión por los comunistas y las atrocidades que éstos habían cometido. Más tarde, el primer ministro diría a los parlamentarios británicos que el prelado «me sorprendió por su singularidad, con esa especie de birreta cilíndrica que se eleva sobre su cabeza, tanto moral como físicamente, por encima del caos». Colville escribió: «Ahora nos encontramos en la confusa posición de que el primer ministro se siente un pro Damaskinos acérrimo… mientras que [Eden] se inclina por lo contrario». A la mañana siguiente, los visitantes subieron para inspeccionar el campo de batalla, lo que Churchill definiría «el panorama rosado y ocre de Atenas y El Pireo, vibrante de vida placentera y adornado con las glorias clásicas y el sinfín de miserias y de triunfos de su historia». La costa brillaba bajo los resplandecientes rayos del sol. «Puede verse el humo de la batalla en las calles del oeste del Pireo», escribió Colville, «y se oyen constantemente los disparos de cañones y ametralladoras. Hemos tenido una vista espléndida del ataque de los Beaufighter contra un fortín del ELAS».
El artista Osbert Lancaster, que por aquel entonces servía como agregado de prensa en la embajada británica, nos describe la llegada de Churchill al día siguiente por la tarde, de nuevo en un vehículo blindado, que lo trajo del puerto por unas calles tristes, polvorientas y acribilladas a balazos. El primer ministro vestía el uniforme de comodoro del Aire de la RAF, y «su aspecto había cambiado mucho desde que lo viera de cerca por última vez unos tres años antes. Parecía como si su rostro hubiera sido moldeado con manteca salpicada de venitas rojas, y en la cabeza apenas le quedaban cabellos que cortar. Pero el ruido de los morteros y de los disparos de los fusiles, en combinación con los vínculos históricos de los campos que acababa de cruzar, comenzaba a tener un claro efecto estimulante, y él se distinguía de todos sus acompañantes por un evidente e inquebrantable sentido del propósito, todavía más impresionante porque éste seguía sin estar definido». En esta última apreciación Lancaster se equivocaba. Los británicos ya habían acordado celebrar una conferencia de todas las facciones en lucha, bajo el auspicio de Churchill, pero presidida por Damaskinos.
La embajada parecía el fortín asediado de una avanzadilla durante el motín de la India. No había corriente eléctrica, y las paredes retumbaban con los disparos de los cañones. El personal, formado por unas cincuenta personas, en su mayoría mujeres, había estado subsistiendo durante los últimos nueve días gracias a las raciones del ejército, en unas condiciones penosas, sin ningún tipo de comodidades. La esposa del embajador, cuya personalidad, en opinión de Harold Macmillan, era mucho más impresionante que la de su marido, dirigía las actividades domésticas con un coraje y una energía propios de un drama imperial de época victoriana. Por suerte para los habitantes de la casa, las guerrillas del ELAS disponían únicamente de armas cortas, por lo que los británicos estaban a salvo siempre y cuando evitaran situarse junto a puertas y ventanas. Entre una y otra reunión con los comandantes, Churchill encontró un hueco para conocer y ovacionar a los miembros del personal de la embajada, y, más tarde, dispuso que fueran distinguidos con condecoraciones.
A las cuatro de la tarde, los representantes de las distintas facciones griegas se reunieron alrededor de una mesa alargada, en la helada y fría sala de conferencias del Foreign Office. El orden del día estuvo salpicado por el traqueteo de fusiles, y en diversos momentos las explosiones de los cohetes y los morteros ahogaron las voces de los participantes. Churchill se sentó en el centro, flanqueado por el arzobispo Damaskinos, Eden y Macmillan. En un extremo se encontraban los representantes de Estados Unidos, Rusia y Francia. Los griegos ocuparon los demás asientos, dejando un espacio vacante para los comunistas, que llegaron con retraso. Churchill y el prelado heleno hablaron largo y tendido con gran brillantez, haciendo largas pausas para que los intérpretes pudieran realizar su trabajo, antes de que llegaran noticias de los ausentes, «tres bandidos harapientos». Los comunistas se habían retrasado debido a la discusión mantenida con los guardias británicos de seguridad por querer entrar con armas en la sala de la reunión. Churchill escribió más tarde las siguientes líneas a Clementine a propósito de la llegada de los tres individuos en cuestión: «tras pensármelo, decidí extender la mano a los delegados del ELAS, y por su reacción fue evidente que se sintieron gratificados». El primer ministro volvió a repetir buena parte de su discurso de apertura: «El señor Eden y yo hemos realizado este largo viaje, a pesar de que en Bélgica y en la frontera alemana se estén librando duras batallas, con el fin de hacer un esfuerzo para salvar a Grecia de un destino miserable, y elevarla a una posición de gran prestigio y reputación… Que sea una monarquía o una república es una cuestión de los griegos, que sólo los griegos pueden decidir. Os deseo todo lo mejor, y lo mejor para todos».
Alexander dijo: «En vez de enviar mis brigadas a Grecia, preferiría ver cómo las brigadas griegas acuden a Italia en mi ayuda para combatir a nuestro enemigo común en la guerra». Macmillan sintió repugnancia por las bobadas empalagosas que dijeron los comunistas cuando ensalzaron sus deseos de paz: «Pensé que todo aquello era una verdadera hipocresía, sobre todo al recordar las horribles atrocidades que esos hombres cometen con nuestras tropas y con sus propios paisanos, gente de campo inofensiva, por toda Grecia. Winston, sin embargo, se sintió conmovido». Luego los extranjeros se levantaron y abandonaron la mesa de las conversaciones para que los griegos negociaran entre ellos.
Una vez fuera de la sala, su charla dio lugar a una serie de anécdotas muy notables. El primer ministro abordó al jefe de la misión militar soviética, y le dijo: «¿Cómo se llama? ¿Popov? Bien, Popov, ¡el otro día vi a tu jefe, Popov! ¡Muy buenos amigos tu jefe y yo, Popov! ¡No lo olvides, POPOV!». Incluso el poco inglés que hablaba el coronel ruso bastó para que comprendiera que Churchill quería alardear de su relación con Stalin. Luego contaron al grupo que el retraso de los delegados comunistas se había debido a una negativa a dejar las armas antes de acceder a la reunión. El primer ministro, que había sido previsor, sacó una pistola de uno de sus bolsillos y exclamó complacido: «¡No os imagináis lo seguro que se siente uno cuando sabe que es el único hombre armado en una asamblea como ésa!». Guardó el arma en un bolsillo de su gabardina antes de retirarse con su comitiva, abandonando el lugar en un vehículo blindado que lo condujo a la embajada, y de allí a Falero. Cuando Elizabeth Layton, su mecanógrafa, se sentó en el banco de la motonave opuesto al que ocupaba Churchill, éste dijo, «No, venga a sentare a mi lado». Para diversión del retorcido Alexander, los dos realizaron el viaje por mar hasta el Ajax abrazados y tapados por una enorme manta.
Al día siguiente el arzobispo se presentó en la embajada británica para informar sobre los avances de las ruidosas y duras conversaciones mantenidas en el Foreign Office. Por lo visto, llegado un punto, el general Plastiras —al que Churchill siempre se dirigía llamándolo «plaster-arse[15]»— gritó a un comunista: «¡Siéntate, asesino!». El primer ministro estaba de muy buen humor, pues Alexander lo había conducido a un lugar estratégico desde donde pudo darle todo tipo de detalles y explicaciones sobre el campo de batalla de Atenas. Macmillan vio aquello como una repetición de la famosa aparición de Churchill de 1911 en un tiroteo contra terroristas en Londres durante su breve etapa como ministro de Interior: «Ni que decir tiene que este asunto es una especie de “super Sidney Street”, y le ha gustado mucho que un maestro del arte militar le haya dado una explicación pormenorizada de toda la situación». Cuando los delegados del ELAS solicitaron entrevistarse con Churchill en privado, el primer ministro aceptó encantado, pero Macmillan y Damaskinos lo convencieron de que en aquellos momentos era esencial dejar que los griegos resolvieran solos sus diferencias. Esa misma tarde, a última hora, el arzobispo comunicó al primer ministro británico la dimisión de Papandreou. Su último acto en el cargo fue mandar un cablegrama al rey Jorge II en Londres, informándole de que los políticos de Grecia apoyaban unánimemente la instauración de una regencia. Churchill escribió a Clementine: «Este miércoles ha sido un día apasionante y bastante fructífero en general. El odio que se tienen estos griegos es terrible. Si un bando conserva todas las armas que les entregamos para combatir a los alemanes, y el otro, pese a contar con un número mucho mayor de partidarios, no tiene ninguna, es evidente que, de retirarnos, se producirá una horrible matanza».
La falta de corriente eléctrica por un lado, y de flashes por otro, obligó a hacer las fotografías de grupo con el primer ministro en el jardín de la embajada, para disgusto de los responsables de la seguridad del líder británico. Sólo podía llegarse hasta allí pasando por un caminito enlosado al que se accedía por el salón, desde el que Churchill era visible por cualquiera que anduviera por la Avenida de la Constitución. Los intentos de conducirlo a toda prisa al jardín en aras de su seguridad se vieron frustrados por una avalancha de fotógrafos que hicieron que el primer ministro se detuviera en el caminito. Para horror del agregado de prensa que se encontraba a sus espaldas, «el ruido de un pequeño estallido, seguido de una lluvia de yeso, anunció que una bala había dado en la pared, pasando a unos sesenta centímetros por encima de nuestras cabezas. Reuniendo todo el valor que pude… propiné al primer ministro un empellón en la espalda, precipitándolo rápidamente escaleras abajo hasta la relativa seguridad del jardín». El 28 de diciembre abandonó Atenas en un vuelo que lo condujo hasta Nápoles. Había pensado en quedarse un poco más de tiempo para volver a reunirse con los griegos. Macmillan, sin embargo, logró convencerlo de que su deber era regresar a Londres y conseguir que Jorge, el rey de los helenos, aceptara un gobierno de regencia. Churchill permitió que le abrocharan el cinturón de seguridad de su asiento en el Skymaster, reconociendo que «incluso las personas más eminentes están sometidas a las leyes de la gravedad». Cuando el avión se puso a rodar por la pista, ordenó de repente que lo detuvieran. Insistió en que tenía que transmitir al grupo que se quedaba en tierra una modificación del comunicado final preparado por los británicos. A continuación emprendió el vuelo hacia Italia, y de allí a Inglaterra.
Tras llegar a Londres al día siguiente por la tarde, el primer ministro se entrevistó dos veces con el soberano griego, a las 22.30 y a la 01.30. A las 04.00, Jorge II aceptó por fin el gobierno de regencia. Churchill se acostó tras una jornada de trabajo y viajes que había durado veintidós horas. El general Plastiras fue nombrado primer ministro, pero poco después se vio obligado a dimitir, tras filtrarse una carta que revelaba que en 1941 se había puesto a disposición de los nazis como líder de un gobierno griego colaboracionista. La noche del 4 de enero de 1945, el poder de la artillería del ejército británico y la falta de confianza en sus propias perspectivas convencieron a las guerrillas comunistas a retirarse al campo. Las distintas facciones acordaron un armisticio inseguro. Disminuyó la violencia en Atenas, aunque para ello fue necesario el despliegue de noventa mil soldados británicos que garantizaran la seguridad del país. Grecia permaneció en un estado de guerra civil desde 1946 hasta 1949, pero un gobierno no comunista —de hecho, totalmente anticomunista— logró permanecer en el poder hasta que los americanos libraron a los británicos de la responsabilidad de velar por la seguridad del país.
La visita de Churchill fue importante sobre todo porque lo reconcilió con un plan de acción que todos los demás actores británicos ya habían avalado. El factor decisivo en Grecia fue la ausencia de Stalin, en consonancia con el principio reconocido por Moscú de que el aliado que liberara a un país sería el encargado de decidir su posterior forma de gobierno. Los líderes de las guerrillas del ELAS quedaron mucho más sorprendidos por el silencio del coronel Popov, el hombre de Stalin en Atenas, que por la elocuencia del primer ministro británico. En Grecia Churchill recibió su única recompensa por el «acuerdo de porcentajes» con Moscú, que tan poco gustaba a los americanos. Era tal la división y el sufrimiento de la sociedad griega una vez expulsados los invasores que es difícil imaginar un plan de acción que hubiera podido derivar en el establecimiento pacífico de un gobierno democrático. A lo que se llegó fue probablemente la salida menos mala, aunque nadie pudiera enorgullecerse de ella.
La espectacular aventura de Churchill en la diplomacia personal mereció menos atención por parte del mundo de la que habría tenido en otro momento porque coincidió con la batalla de las Ardenas que se libraba en Bélgica y Luxemburgo. Según un informe del Departamento de Estado, la opinión de la prensa americana respecto a la actuación de Gran Bretaña siguió siendo desfavorable: «Las diferencias entre ingleses y americanos, así como la actuación militar de Gran Bretaña en Grecia durante los primeros días de diciembre, han ocupado en las primeras páginas de los periódicos más del doble de espacio que la misión de Churchill en Atenas… La opinión que ha predominado en los editoriales a lo largo de la crisis nunca ha sido contraria de manera categórica al liderazgo de Gran Bretaña en Grecia y el Mediterráneo, pero sí a la posible imposición a los griegos de un gobierno no representativo e impopular, así como a la posible creación de una cerrada esfera de influencia británica». El último artículo de 1944 del columnista Drew Pearson comparaba desfavorablemente el «imperialismo desmesurado» de Churchill con otras actitudes más ilustradas del cuerpo político británico. Las deficiencias de Gran Bretaña, tanto en el interior como en el exterior del país, eran objeto de crítica, y un tema recurrente, en la prensa norteamericana. El 31 de diciembre, Virginia Dabney escribía en el New York Times que la opinión en el sur de Estados Unidos, tradicionalmente favorable a Gran Bretaña, estaba cambiando: «El tema que provoca los comentarios más adversos es la política que sigue Winston Churchill en Grecia e Italia. Incluso en esta zona del país tan pro británica se oyen numerosas críticas, no sólo hacia Churchill, sino también hacia el pueblo británico».
En Gran Bretaña, este aluvión de críticas no fue recibido en silencio. El 30 de diciembre, tras una marea de comentarios en la prensa americana que añadían, a las acusaciones ya vertidas contra el aliado de Estados Unidos, la de «flojedad», el Economist contraatacó:
Las críticas americanas resultan intolerables no sólo porque son injustas, sino porque la fuente de la que proceden ha hecho bien poco para ganarse el derecho de mantener posturas de superioridad. Decir que el pueblo británico demuestra flojedad en su esfuerzo de guerra ya resultaría imperdonable para una gente que sufre su sexto invierno de cortes de electricidad, racionamiento y frío; pero cuando las críticas llegan de un país que se dedicó a practicar la venta al por mayor durante la batalla de Inglaterra, cuyos índices de consumo han aumentado en los años de la contienda y que sigue sin una ley de prestación del servicio militar, entonces es insufrible.
En Gran Bretaña todavía hay el espejismo, incluso dentro de las altas esferas, de que un buen comportamiento por nuestra parte conllevará una gran recompensa, como, por ejemplo, una alianza angloamericana… Por bruto que parezca, debemos decir, para ser francos, que las posibilidades de que eso ocurra son las mismas que las que hay de que Estados Unidos formule una petición para volverse a integrar al imperio británico… ¿A qué conclusión, pues, debería llegar la política británica en lo concerniente a lo que se dice en Estados Unidos? Evidentemente, que no hay que entrar al trapo… Pero que debe ponerse fin a la política de apaciguamiento que, por orden personal del señor Churchill, ha venido siguiéndose, con todas las humillaciones e ignominias que ello ha conllevado.
Tras la publicación de esta contraofensiva del Economist, el Departamento de Estado americano informaría de «una orgía de recriminaciones entre la prensa estadounidense y la británica». La semana siguiente, la embajada británica en Washington enviaba a Londres el siguiente informe sobre lo que se pensaba en Estados Unidos al respecto: «En general se opina que, aunque el ataque británico no era injustificado y nadie podía esperar que los ingleses recibieran impasibles el aluvión de críticas vertido por la prensa y la radio de Estados Unidos, los británicos son evidentemente demasiado susceptibles, y el tono de su réplica demasiado duro». Aunque el 14 de enero la revista Life decía en su editorial que las críticas lanzadas por el Economist estaban bien merecidas, numerosas publicaciones americanas siguieron mostrando una actitud de hostilidad. Los sondeos realizados por la OWI y el Departamento de Estado a comienzos de 1945 ponían de manifiesto que la mayoría de los americanos consideraban a los británicos más responsables que los rusos de las dificultades que debía afrontar la Gran Alianza.
El estudio del Departamento de Estado precisaba: «A pesar de los últimos comentarios aparecidos en la prensa favorables a los británicos, un sondeo confidencial indica que ha aumentado entre la opinión pública en general el sentimiento de desafección hacia Gran Bretaña. Los resultados ponen de relieve que la mayoría de los encuestados, insatisfechos por la manera en la que cooperan Estados Unidos, Rusia y Gran Bretaña, culpan de ello principalmente a esta última… La prensa “patriótica”, aunque elogia en sus comentarios al mariscal de campo Montgomery y al pueblo británico, sigue con sus acusaciones de que “los británicos y los rusos se dedican a competir en un juego político por el poder en medio de esta guerra, mientras nosotros libramos, al menos por el momento, casi todas las batallas”».
Churchill tuvo muy pocas cosas que celebrar en el que denominó el «nuevo y horrible año» de 1945. La intransigencia de los rusos era un hecho habitual, pero la actitud despótica de los americanos supuso un amargo cáliz. Había mucha crispación, tanto en el gobierno como entre la población británica. Eden escribió el 12 de enero: «La reunión del gabinete ha sido horrible, primero con lo de Grecia… En total ha durado cuatro horas y media. Ha sido verdaderamente insufrible. Me he puesto de un humor de perros… pues todo el mundo empezó a intervenir en la preparación de mensajes dirigidos a mí». A Churchill le resultaba mucho más difícil mantener una inactividad relativa en Downing Street que llevar a cabo iniciativas en el extranjero, por muy mal que éstas fueran recompensadas. Una mañana hizo a su mecanógrafa, Marion Holmes, el siguiente comentario: «Ya sabe que todos los días no puedo ofrecerle aquella emoción de Atenas».
Parecía que los problemas que se presentaban para afligirlo no tenían límite. Montgomery dio una conferencia de prensa ensalzándose a sí mismo con fanfarronería tras aportar una modesta contribución personal a la batalla de las Ardenas. Esto provocó un nuevo sentimiento de hostilidad en Estados Unidos y, en consecuencia, la exasperación del primer ministro. Churchill se vio obligado a admitir que ya no había ninguna posibilidad de volver a sentar en el trono al rey Pedro de Yugoslavia, ni tampoco a Zog de Albania ni a Carol de Rumanía. Roosevelt aceptó la propuesta de Stalin de celebrar una conferencia en Yalta, en la península de Crimea, lo que hizo que Churchill contestara con el siguiente telegrama: «Estaré esperando en el muelle. ¡Qué nada nos haga vacilar! ¡De Malta a Yalta! ¡Qué nadie cambie los planes!». En realidad, sin embargo, los británicos se quejaban amargamente del lugar elegido para el encuentro. Seguían sintiéndose despechados porque Roosevelt no deseaba visitar su país y tampoco aceptaba la alternativa propuesta por Churchill de celebrar la reunión en Islandia. El primer ministro envió sus felicitaciones a Stalin por la ofensiva del Ejército Rojo en el Vístula, tanto más obsequiosas debido a su preocupación por contar con la buena voluntad de los soviéticos en Grecia y Polonia. Brooke sintió un gran alivio cuando Churchill pareció por fin resignarse a no llevar a cabo un desembarco anfibio en el Adriático ni una ofensiva contra Viena. El primer ministro rechazó de plano la pretensión de De Gaulle de asistir a la conferencia de Yalta en nombre de su país. «Francia no puede hacerse pasar por una Gran Potencia para los objetivos de la guerra», espetó delante de Eden.
Un día, Churchill dijo a Marion Holmes: «No le gustaría mi trabajo; siempre hay un montón de asuntos que deben ser solucionados en dos o tres minutos». En un período en el que muchos de los ministros de Churchill estaban hartos de él, Holmes le rinde un homenaje que pone de manifiesto el gran cariño y la lealtad que le profesaban los miembros de su personal: «En todas las facetas de su estado de ánimo —ya fuera cuando estaba absorbido por completo por los asuntos graves del momento o mortificado tras haber recibido una mala noticia de la guerra, cuando un sentimiento de compasión lo embargaba, cuando se sentía emocionado y lloroso, o se mostraba truculento, mordazmente sarcástico, travieso o increíblemente divertido—, siempre resultaba impresionantemente entretenido, humano y adorable». Aunque los ministros y los comandantes militares se quejaran, cada vez más impacientes, de la falta de concentración y los ataques de irracionalidad del primer ministro, lo cierto es que él seguía siendo un singular depositario de sabiduría y prudencia. Consideremos, por ejemplo, las palabras que dirigió a Eden, después de que éste hubiera insistido una y otra vez en la necesidad de elaborar un plan para la Alemania de posguerra:
Es un error intentar expresar por escrito en unas cuantas hojas de papel cuáles serán las inmensas emociones de un mundo ultrajado y estremecido inmediatamente después de la finalización de la contienda o cuando el inevitable frío suceda debidamente al calor. Esas imponentes avalanchas de sentimientos dominan la mente de la mayoría de las personas… El camino que debemos seguir en estas cuestiones mundanas lo iremos viendo paso a paso, o a lo sumo después de haber dado uno o dos pasos. Así pues, es de sabios reservar las decisiones el mayor tiempo posible, hasta poder conocer todos los factores y las fuerzas que en su momento intervendrán.
Análogamente, el 18 de enero Churchill informó a la Cámara de los Comunes de la situación de la guerra, utilizando unas palabras que algunos consideraron propias de esos despliegues de brillante oratoria a los que los había venido acostumbrando desde 1940. En su discurso, de dos horas de duración, dijo a propósito de Grecia:
Los miembros de esta Cámara no deben suponer que en esas tierras extranjeras los problemas se solucionan como se resolverían en Inglaterra. Incluso aquí es bastante difícil mantener una Coalición unida, por mucho que esté compuesta de hombres que, aunque divididos por sus partidos, tienen un objetivo supremo y muchas otras cosas en común. Pero imaginemos las dificultades que hay en los países trasegados por una guerra civil, pasada o inminente, donde diversas facciones de partidos intolerantes tienen sus propias ambiciones, sus propias culpas y su propia sed de venganza. Si yo hubiera dejado abandonada en medio de la nieve a la esposa del viceprimer ministro para que muriera de frío, si el ministro de Trabajo hubiera mandado a un largo exilio al secretario de Asuntos Exteriores, si el ministro de Hacienda hubiera: disparado contra el secretario de Estado para la Guerra, dejándolo gravemente herido… si nosotros, que nos sentamos aquí juntos, nos hubiéramos dedicado a hablar mal unos de otros y a traicionarnos unos a otros, fingiendo una colaboración, y hubiéramos antepuesto a nuestro grupo o partido por delante de cualquier cosa, olvidándonos del país, y hubiéramos impuesto ideologías, contraseñas o etiquetas en vez de raciocinio, camaradería y responsabilidad, es indudable que, como poco, habríamos convocado unas elecciones generales mucho antes de lo que probablemente vamos a hacerlo. Cuando unos hombres han sentido un deseo vehemente de matarse los unos a los otros, y mucho miedo de que fueran a matarlos muy pronto, es imposible que al día siguiente se pongan a trabajar juntos como amigos con unos colegas hacia los que han tenido ese sentimiento y que han sido la causa de ese temor.
En una conversación mantenida por aquel entonces sobre el primer ministro de Sudáfrica, Churchill dijo a Colville: «Smuts y yo somos como dos viejos periquitos que mudan juntos las plumas agarrados a una percha, pero que todavía pueden picotear». Y él «picoteaba» con efectos sorprendentes. Tras atravesar en diciembre un período difícil con los miembros del Parlamento por la cuestión de Grecia, en aquellos momentos había recuperado su posición. Sin embargo, en su discurso del 18 de enero había dicho una mentira bastante grave a la Cámara de los Comunes al negar que los acontecimientos en el Mediterráneo pudieran verse influidos de alguna manera por diferencias del concepto «esfera de influencia». En realidad, en su gratitud por la contención de Stalin en el tema de Grecia, quería a toda costa que se viera que mantenía su propia posición en el pacto con Moscú. Se desesperó cuando le comunicaron que los diplomáticos británicos en Rumanía habían protestado por lo que hacían los soviéticos en este país, y, enfurecido, envió la siguiente nota a Eden: «¿A qué vienen, por nuestra parte, tantos aspavientos por las deportaciones de sajones y otros que llevan a cabo los rusos en Rumanía? Se sobrentiende que los rusos hacen lo que quieren en esa esfera. En cualquier caso, no podemos impedírselo». Y el 23 de enero dijo a Colville: «No se lleve a engaño, todo los Balcanes, con la excepción de Grecia, serán bolchevizados; y no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo. Tampoco hay nada que pueda hacer por la desdichada Polonia».
Aunque Churchill demostrara con frecuencia su enorme talla en los grandes asuntos, sus ministros y comandantes eran cada vez más sensibles a las limitaciones «del anciano». Las vagas disertaciones del líder británico en las reuniones del gabinete, a menudo sobre documentos que no se había molestado en leer, exasperaban a sus colegas. Lo mismo ocurría con su manía de pedir y aceptar la opinión poco fundamentada que desde el otro lado de la mesa pudieran darle Brendan Bracken y Beaverbrook, anteponiéndola a la bien informada de los comités del gabinete. Clement Attlee escribió una nota de protesta por su actitud, que encendió de ira al primer ministro, pero que tanto los miembros de su personal como Clementine calificaron de valiente y justa. Con sus torpes dedos, Attlee se encargó personalmente de mecanografiar la nota para tener la seguridad de que nadie más la viera. Pero, una vez recibida, Churchill descargó toda su bilis leyéndola en voz alta a Beaverbrook por teléfono. John Martin, su secretario particular, comentó: «Ésa es la faceta del primer ministro que no me gusta». Jock Colville estuvo de acuerdo con él. Al final se logró convencer a Churchill de que reconsiderara su idea inicial de contestar a Attlee con dureza. Su respuesta fue moderada. Luego exclamó: «¡Dejemos ya de pensar en Hitler y en Attlee! ¡Vamos a ver una película!». Aunque a veces reaccionara con un exceso de orgullo al sentir atacada su dignidad, raramente mantenía esa postura mucho tiempo. Aunque a veces se comportara de un modo inapropiado, se había ganado el derecho de recibir inmediatamente el perdón.