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Los dos Dunkerques

El 28 de mayo Churchill recibió la noticia de que los belgas se habían rendido al amanecer. Reprimió para después su ira y amargura, aunque fueran injustificadas, pues era evidente que los belgas no tenían ninguna posibilidad de seguir en combate. Simplemente se limitó a comentar que no era él quien debía juzgar la decisión del rey Leopoldo. Durante la noche habían sido evacuados de Dunkerque unos pocos miles de soldados británicos, pero Gort era pesimista en lo concerniente al destino de los más de doscientos mil que seguían en el continente, expuestos al abrumador poder aéreo de Alemania. «Y aquí estamos de nuevo, en las costas de Francia en las que hace ocho meses desembarcamos con tantas esperanzas», escribió ese día Pownall, jefe del Estado Mayor de Gort. «Creo que somos un grupo valeroso, cuyos esfuerzos no merecen este aciago final… Aunque tal vez no tengamos la misma destreza, sin duda superamos a los alemanes en coraje y resistencia». El ejercicio de autocrítica que supone este comentario de Pownall sobre la escasa profesionalidad del ejército británico estuvo en la mente de sus inteligentes soldados hasta el fin de la guerra en 1945.

Aquella tarde, en el curso de una reunión del gabinete de guerra celebrada en el despacho de Churchill en la Cámara de los Comunes, el primer ministro volvió a rechazar, por última vez, los planteamientos de Halifax en el sentido de que el gobierno podía conseguir unas condiciones de paz más favorables antes de que Francia se rindiera y las fábricas aeronáuticas británicas fueran arrasadas. Chamberlain, tan indeciso como siempre, se decantó entonces por apoyar al secretario de Exteriores en su exigencia de que Gran Bretaña debía considerar cualquier «propuesta de paz digna si ésta llegaba». Churchill replicó que la probabilidad de que Hitler mostrara tanta generosidad era una entre mil, y les advirtió que «las naciones que perdían combatiendo volvían a resurgir, pero que las que se rendían sumisamente estaban acabadas». Los laboristas Attlee y Greenwood apoyaron la opinión de Churchill. Aquel debate supuso la última oposición de los viejos apaciguadores. En privado, siguieron pensando, al igual que el antiguo primer ministro Lloyd George, que antes o después sería imprescindible entablar negociaciones con Alemania. Incluso el 17 de junio el embajador sueco llegó a manifestar en un informe a Halifax y a su subsecretario, R. A. Butler, que no se permitiría que «intransigencia» alguna se interpusiera en el camino de una paz con «condiciones razonables». Andrew Roberts ha sabido defender de manera convincente que Halifax no fue partícipe directo de los comentarios realizados durante una conversación fortuita que mantuvieron Butler y el embajador. No obstante, sigue siendo insólito el hecho de que algunos historiadores hayan intentado enjuiciar las opiniones acerca de la actitud del secretario de Exteriores durante el verano de 1940. Ésta no fue deshonrosa; un espíritu tan elevado nunca habría podido actuar así. Pero fue cobarde.

Inmediatamente después de la reunión del 28 de mayo, otros veinticinco ministros —todos los que no estaban incluidos en el gabinete de guerra— entraron en el despacho del primer ministro para que éste les informara. Churchill describió la situación en Dunkerque, les advirtió de la rendición de Francia y expresó su convicción de que Gran Bretaña debía seguir resistiendo. «Estuvo realmente magnífico», escribió Hugh Dalton, ministro de Economía de Guerra, «era el hombre, y el único hombre que teníamos, para un momento como ése… Estaba firmemente decidido a preparar a la opinión pública para las malas noticias… Era evidente que intentarían invadirnos». Churchill dijo a los ministros que había considerado la posibilidad de negociar con «ese hombre», y la había descartado. La posición de Gran Bretaña, con su flota y sus fuerzas aéreas, seguía siendo sólida.

Terminó su discurso con una espléndida arenga: «Estoy convencido de que cada uno de ustedes estaría dispuesto a saltar de su silla para apartarme de mi puesto si yo llegara a contemplar por un momento la posibilidad de parlamentar o de presentar la rendición. Si la larga historia de nuestra isla está por llegar a su fin, que acabe sólo cuando cada uno de nosotros yazca en el suelo ahogado por su propia sangre».

Era recibido con una gran ovación en todas las asambleas de ministros. No se oían voces de disenso. Aquella reunión supuso para él un triunfo personal absoluto. Informó de sus resultados al gabinete de guerra. Aquella noche el gobierno británico comunicó a Reynaud en París su rechazo a la mediación de los italianos para llegar a un acuerdo de paz. Se descartó la idea de Halifax de lanzar un llamamiento directo a Estados Unidos. Una postura enérgica ante Alemania, repitió Churchill, resultaba mucho más significativa que un «servil llamamiento» en un momento como aquél. En la reunión del gabinete de guerra del día siguiente se discutieron las nuevas órdenes que Gort debía recibir. Halifax era partidario de dejar la capitulación a la discreción del comandante en jefe. Churchill no estaba ni siquiera dispuesto a oír hablar de ello. Gort recibió la orden de seguir peleando, al menos hasta que fuera imposible cualquier evacuación desde Dunkerque. Consciente de los posibles reproches por parte de los aliados, indicó al Departamento de Guerra que a los soldados franceses de la zona debía permitírseles el acceso a los barcos británicos. Comunicó a Reynaud su determinación de crear una nueva fuerza expedicionaria británica, con base en el puerto atlántico de Saint-Nazaire, para combatir junto al ejército francés en el oeste.

A lo largo de todos aquellos días se siguieron llevando a cabo operaciones de evacuación en puertos y playas; evacuaciones que se veían obstaculizadas por la falta de naves pequeñas que trasladaran a los soldados hasta los buques, deficiencia que el Almirantazgo se esforzó en superar pidiendo públicamente embarcaciones apropiadas. La historia ha revestido el episodio de Dunkerque de una dignidad que, a ojos de los que participaron en él, no fue tan evidente. John Horsfall, comandante de una compañía de los Reales Fusileros Irlandeses, comentó a unos de sus jóvenes oficiales: «Espero que se dé cuenta de la distinción de la que es objeto. En estos momentos está siendo partícipe del mayor grado de caos militar jamás alcanzado por el ejército británico». Un gran número de soldados rasos regresó de Francia nutriendo mucho resentimiento hacia la jerarquía militar que los había expuesto a una situación tan peliaguda. Horsfall advirtió que en la última etapa de la marcha hacia las playas sus hombres se mostraban inconcebiblemente silenciosos: «Había un límite a lo que cualquiera de nosotros podía soportar, con todas aquellas rojas bolas de fuego llameantes que incendiaban el cielo una y otra vez, y supongo que habíamos llegado a ese punto en el que ya no hay nada que decir». Al grupo se le unió un comandante de artillería montada, elegantemente vestido con sus pantalones de montar —propios de una de las sastrerías de Savile Road— y su gorra escarlata y dorada, que dijo: «Yo ya estoy curado de espantos, muchacho. Estuve en Mons [en 1914]». A la espera de un barco, Edward Fox, un joven oficial de los Granaderos de la Guardia, pasó largas horas leyendo una copia de la traducción de George Chapman de las obras de Homero que encontró entre la arena. Hasta el final de sus días, Ford nunca dejó de preguntarse con insatisfecha curiosidad quién pudo haber abandonado su ejemplar de este clásico del célebre poeta y traductor inglés entre el detritus de la playa.

Aunque la marina real británica se ajustó a su mejor tradición para llevar a cabo la empresa de Dunkerque, muchos hombres sólo percibieron un caos absoluto. «Me parece increíble que la organización del trabajo en la playa haya sido tan nefasta», escribe el teniente Robert Hichens del dragaminas Niger, a la vez que manifiesta su admiración por la ausencia de pánico entre los soldados que debían embarcar.

Se nos dijo que habría muchísimas embarcaciones y que el embarque de los soldados iba a estar perfectamente organizado… Ésa era la razón por la que se había procedido al traslado de todas aquellas pequeñas embarcaciones desde Inglaterra… La única conclusión a la que se podía llegar era que los civiles y las barcas habían zarpado rumbo a casa con unos cuantos hombres a bordo en vez de quedarse allí para cumplir su cometido, esto es, hacer los viajes de traslado a los buques. En cuanto a la organización en la playa, ésta simplemente brillaba por su ausencia… A cualquiera le pone bastante enfermo oír en la radio el bombo que se da a los organizadores del espectáculo de las playas y el modo con el que se les condecora con la Orden del Servicio Distinguido, pues jamás he visto un desorden más desafortunado y tanta falta de organización… De haber desembarcado a unos cuantos oficiales con un par de centenares de marineros… la evacuación de las playas se habría producido de manera bien distinta… Cuando por fin se izaron las barcas, me di cuenta de lo agotado y lo ronco que estaba, además de empapado. Luego bebí algo y me cambié. En mi camarote había un individuo muy interesante, oficial de artillería. Todos parecían muy impresionados por los bombarderos en picado y su elevado número, así como por la eficiencia en general de las fuerzas alemanas. Los soldados no es que levanten el ánimo precisamente, pues el cansancio ha hecho mella en ellos, circunstancia que suscita cierto pesimismo, y han permanecido aislados durante bastante tiempo.

Ese oficial de artillería ni siquiera tenía conocimiento de que Churchill había sustituido a Chamberlain como primer ministro.

Pownall se trasladó a Londres desde Francia con el fin de explicar el 30 de mayo ante el Comité de Defensa los planes de Gort para retener el perímetro de Dunkerque. «Ninguno de los presentes», escribió Ian Jacob, de la secretaría del gabinete de guerra, «creía que podían tener éxito si las divisiones blindadas alemanas, apoyadas por la Luftwaffe, presionaban con sus ataques». Ni que decir tiene que el hecho de que no se «presionara» con ningún ataque fue como un regalo llovido del cielo. Siempre que pudieron, a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, los victoriosos ejércitos alemanes mostraron de manera mucho más consistente un mayor empeño por completar la destrucción de sus enemigos que lo que lo hicieron los aliados en circunstancias ventajosas similares. Dunkerque no fue una excepción. La mayoría de los hombres de la BEF logró escapar no por una pasividad de Hitler, sino gracias a una combinación de azar y error de juicio. El hecho en sí de salir airosos de aquella situación generó, más allá de lo que pudieran pensar los alemanes, enormes problemas. Los comandantes estaban obsesionados por completar la derrota de las fuerzas de Weygand, de las que un número importante seguía intacto. El paisaje roto de los alrededores de Dunkerque era apropiado para establecer una buena defensa. El I Ejército francés, situado al sur del puerto, entretuvo a un notable contingente de fuerzas alemanas durante el período crítico de la huida de la BEF, factor que en su momento no fue valorado por los británicos como se debía.

El 24 de mayo Von Rundstedt, al mando del Grupo de Ejércitos A, ordenó a sus tanques, cuya logística exigía hacer urgentemente un alto, que no cruzaran el canal de Aa y que acabaran con los «remanentes» británicos, que era cómo se percibía en aquellos momentos al ejército de Gort. Hitler apoyó su decisión. Compartía los deseos de Goering de demostrar que su aviación podía encargarse de completar la destrucción de la BEF. No obstante, en palabras de las voces más autorizadas de la historia de Alemania, «la Luftwaffe, extremadamente debilitada por operaciones anteriores, no estaba capacitada para satisfacer lo que se le exigía». Durante el mes de mayo las fuerzas aéreas de Goering perdieron mil cuarenta y cuatro aparatos, una cuarta parte de ellos cazas. Gracias a los esfuerzos realizados en Dunkerque por el Mando de Cazas de la RAF, en el diario de guerra del IV Ejército alemán se escribiría el día 25 la siguiente nota: «El enemigo ha mostrado su superioridad aérea. Para nosotros se trata de un hecho insólito en esta campaña». El 3 de junio las fuerzas aéreas alemanas se alejaron de Dunkerque para dedicarse a ejercer mayor presión sobre los franceses mediante el bombardeo de objetivos en los alrededores de París.

Casi toda la Fuerza de Ataque Aéreo de la RAF quedó reducida a chatarra a lo largo de la costa del norte de Francia. Da la impresión de que a los alemanes prácticamente no les importara que unos pocos miles de soldados británicos lograran escapar con sus uniformes cubiertos de salitre mientras dejaban atrás los instrumentos propios de un ejército moderno (tanques, cañones, camiones, ametralladoras y equipos diversos). El hecho de que Hitler no lograra completar la destrucción de la BEF supondría un error histórico garrafal, pero un error que no sorprendió en medio de la magnitud de las victorias y dilemas de los alemanes en los últimos días de mayo de 1940. Cuando regresaran al continente para las campañas de 1943-1945, los aliados, con muchísima más superioridad, serían responsables de una serie de equivocaciones estratégicas mucho peores.

Ian Jacob fue uno de los que quedó impresionado por la calma con que Churchill recibió el informe de Pownall sobre la situación en Dunkerque el 30 de mayo. Fue entonces cuando el gabinete de guerra tuvo que discutir otra serie de peticiones de los franceses: tropas de ayuda en el frente del Somme, más aviones, concesiones a Italia y un llamamiento conjunto a Washington. Churchill interpretó que esas demandas iban a servir para establecer el contexto de la rendición de Francia cuando Inglaterra se negara a atenderlas. Se tomó la decisión de retirar a las últimas fuerzas británicas del norte de Noruega. El primer ministro quiso volar de nuevo a París para presionar a Francia a seguir en la guerra y para dejar bien claro que Gran Bretaña no participaría jamás en ninguna negociación de paz con Alemania que hubiera sido mediada por los italianos. A la mañana siguiente, cuando partió a bordo de su Flamingo desde Northolt, Churchill ya sabía que 133 878 soldados británicos y 11 666 soldados aliados habían sido evacuados de Dunkerque.

El general sir Edward Spears, un viejo amigo del primer ministro al que sus compañeros de oficio consideraban un charlatán, estaba actuando de nuevo como oficial británico de enlace con los franceses, papel que ya había ejercido durante la primera guerra mundial. Spears, que esperó la llegada del grupo británico en el aeródromo de Villa-Coubray, quedó sorprendido ante la fingida alegría del primer ministro inglés. A modo de broma, Churchill dio un golpe en el estómago del oficial británico con su bastón, y parecía más entusiasmado que nunca de hallarse en el escenario de unos grandes acontecimientos. Con gran complacencia, sonrió a los pilotos de los Hurricanes que lo habían escoltado y que acababan de aterrizar, tras lo cual fue conducido hasta París para almorzar en la embajada británica, y luego fue trasladado al Ministerio de la Guerra francés para entrevistarse con Reynaud.

En medio de la pesadumbre que reinaba entre todos los líderes franceses, reunidos junto con su primer ministro, Pétain y el almirante Jean François Darlan parecían los más apesadumbrados. Como comentaría Ismay: «Un anciano de rostro abatido, vestido con ropas sencillas, avanzó cabizbajo hacia mí, extendió su mano y murmuró, “Pétain”. Costaba creer que se trataba del gran mariscal de Francia». Los que se consideraban racionalistas escucharon impasibles el retórico discurso de Churchill. El primer ministro inglés habló de las dos divisiones británicas que ya se encontraban en el noroeste de Francia, y que esperaba que pudieran verse reforzadas para ayudar en la defensa de París. Describió en términos dramáticos lo acontecido en Dunkerque. En su extraordinario «franglés», reforzado por gestos, declaró que los soldados franceses y británicos partirían cogidos del brazo, «partage; bras dessous, bras dessous». Según órdenes del gobierno, Gort debía salir de Dunkerque aquella misma noche. Si, como se esperaba, Italia entraba en guerra, los escuadrones de bombarderos británicos atacarían inmediatamente las industrias de este país. El rostro de Churchill volvió a iluminarse con una sonrisa. Si Francia conseguía resistir durante el verano, dijo, se abriría todo un abanico de posibilidades. En un último arrebato de emoción, manifestó su convicción de que la ayuda de Estados Unidos no tardaría en llegar. Así fue como concluyó el orden del día de la decimotercera reunión del Consejo Supremo de Guerra aliado.

Reynaud y otros dos ministros fueron invitados a cenar aquella noche en la palaciega embajada británica de la rué Saint-Honoré. Churchill habló con gran vehemencia y pasión sobre la posibilidad de lanzar fuerzas de ataque contra las columnas de blindados alemanas. A la mañana siguiente abandonó París sabiendo que había hecho todo lo humanamente posible para dar aliento a los corazones de los hombres encargados de la salvación de Francia. Pero pocos tenían fe en sus palabras. La apurada situación militar de los aliados era terriblemente desastrosa. Visto el desánimo y el abatimiento de la nación francesa, era imposible concebir un escenario creíble en el que poder repeler a los ejércitos de Hitler.

Paul Reynaud fue uno de los pocos franceses que, al menos momentáneamente, fueron susceptibles a la verborrea de Churchill. Para cualquier mente lógica, casi todo lo que dijo el inglés a los ministros y comandantes de París rozaba el absurdo. El primer ministro de Gran Bretaña hizo gala ante su aliado de su extravagante sentido del honor. Prometió actuaciones militares que habrían podido debilitar todavía más a su propio país, y que era imposible que sirvieran para salvar a Francia. Dibujando castillos en el aire, se comprometió a prestar más ayuda militar, cuyo impacto habría sido insignificante. La presencia de dos divisiones británicas en el noroeste de Francia era irrelevante para el resultado final de la batalla, y se necesitaba desesperadamente a estas formaciones para la defensa de Inglaterra. Pero el 1 de junio Churchill comunicó al gabinete de guerra en Londres que debían enviarse más tropas al otro lado del Canal, junto con un componente aéreo en consonancia. Incluso mientras se seguía desarrollando el milagro de Dunkerque, el primer ministro continuaba barajando la posibilidad de trasladar más cazas al continente. Pregonaba el éxito obtenido por la RAF al evitar que la Luftwaffe frustrara la evacuación, hecho que veía como un magnífico augurio.

Chamberlain y Halifax se oponían con firmeza al envío de más hombres a Francia, pero Churchill discrepaba. Se sentía en la obligación de responder a los nuevos llamamientos de Reynaud. Concebía un enclave británico en Bretaña, una base desde la que los franceses se sintieran inspirados y apoyados para seguir «una colosal guerra de guerrillas… Debe restablecerse de inmediato una BEF en Francia, de lo contrario los franceses no seguirán en la guerra». En medio de una acuciante escasez de soldados, prometió a Francia la 1.a División canadiense, que había llegado a Gran Bretaña sin haber recibido prácticamente instrucción alguna y pobremente equipada. El primer ministro dijo a uno de los generales británicos encargados de la defensa del noroeste de Francia que «no iba a poder contar con la artillería». En los alrededores de Rouen se improvisó una nueva «división» con personal del servicio de comunicaciones, equipado con unas cuantas ametralladoras Bren y escaso armamento antitanque que nunca habían utilizado, junto con una sola batería de artillería de campaña que carecía de alzas circulares para sus cañones. Hasta que el teniente general Alan Brooke, quien acababa de llegar de Dunkerque, no regresó a Francia el 12 de junio, las fuerzas británicas que se encontraban en este país permanecieron a las órdenes de franceses, sin ningún comandante en jefe de su nacionalidad sobre el terreno.

Con su obstinación por reanudar una campaña condenada al fracaso, Churchill cometió su peor error de 1940. No es de extrañar la desesperación de sus críticos en los círculos de poder. La carga de las emociones de Churchill era de admirar. Pero cuando su sentir lo impulsaba a realizar despliegues condenados al fracaso, horripilaba a sus generales, así como a los viejos caballeros «chamberlainescos» con paraguas. Casi todos los altos cargos civiles y militares de Whitehall se daban cuenta de que la batalla de Francia se había perdido. Cualquier compromiso británico más amenazaba con negar el extraordinario rescate de soldados llevado a cabo en Dunkerque. El Estado Mayor del Aire cerró filas con Halifax, Chamberlain y otros para oponerse a las pretensiones de Churchill de enviar más cazas a Francia, como refuerzo de los tres escuadrones británicos que seguían operando en este país. En lo concerniente a la cuestión aérea, el propio Churchill vacilaba, y al final cedió a regañadientes. Ésta fue la primera de las muchas ocasiones en las que a Dios gracias subordinó sus instintos a los consejos de los jefes del ejército y de sus colegas. Chamberlain y Halifax no siempre estaban equivocados. La grandeza moral de los gestos de Churchill hacia su aliado en los primeros días de junio fue totalmente fruto de la magnitud de la tragedia de Francia y del peligro que corría Inglaterra.

La evacuación de Dunkerque concluyó el 4 de junio, después de haber trasladado a Inglaterra un total de 224 328 soldados británicos y otros 111 172 aliados, la mayoría de los cuales decidió posteriormente su repatriación a Francia en vez de proseguir la lucha en calidad de exiliados. Aquella tarde, durante treinta y cinco minutos, Churchill describió en la Cámara de los Comunes la operación llevada a cabo, finalizando su discurso con una de sus frases más célebres: «Combatiremos en las playas, combatiremos en los campos de aterrizaje, combatiremos en los campos y en las calles, combatiremos en las colinas, jamás nos rendiremos».

Más tarde, por la noche, encontró tiempo para enviar unas breves notas, una de ellas para agradecerle al rey que retirara sus objeciones al nombramiento de Brendan Bracken como miembro del Consejo Privado del monarca por su temperamento, y otra dirigida al antiguo primer ministro Stanley Baldwin, en señal de reconocimiento por la carta que éste le había hecho llegar expresándole sus mejores deseos. Churchill pedía disculpas por haber tardado quince días en responderle: «Estamos atravesando tiempos muy difíciles, y creo que lo peor está todavía por venir», decía; «pero estoy bastante convencido de que llegarán mejores días; aunque ya no estoy tan seguro de si viviremos para verlo. No es que la carga de mi responsabilidad me resulte muy pesada, pero tampoco puedo decir que hasta el momento haya disfrutado mucho de mi cargo de primer ministro».

El avance alemán hacia París comenzó el 5 de junio. Las comunicaciones entre franceses y británicos durante los días sucesivos estuvieron dominadas por los emotivos llamamientos de Reynaud solicitando el envío de cazas. En Francia seguían teniendo su base de operaciones cinco escuadrones de la RAF, mientras que desde bases británicas operaban otros cuatro. El gabinete de guerra y los jefes de Estado Mayor eran unánimes en su determinación de no debilitar aún más las defensas de Gran Bretaña. El 9 de junio, Churchill envió un telegrama al primer ministro sudafricano, Jan Smuts, que había solicitado el envío urgente de más aparatos aéreos, diciendo: «Actualmente sólo veo un camino seguro posible, a saber, que Hitler ataque a este país, y destruir su aviación cuando lo haga. Si lo conseguimos, se verá obligado a afrontar el invierno con Europa pisándole los talones, y probablemente con Estados Unidos en contra una vez pasadas las elecciones presidenciales». La marina real británica estaba preocupada por la suerte que podía correr la flota de Francia. El almirante sir Dudley Pound, primer lord del Mar, declaró que únicamente su hundimiento garantizaba que los alemanes no pudieran utilizarla.

Sin embargo, de manera obstinada e injustificada, Churchill siguió enviando tropas a Francia. El borrador de la orden en la que se establecía la puesta en marcha de la 1.a División canadiense, redactado cuando ésta embarcaba el 11 de junio, decía así: «El objetivo político de la reconstituida BEF es dar apoyo moral al gobierno de Francia mostrando la determinación del imperio británico de ayudar a su aliado con todas las fuerzas disponibles… La intención es… concentrarse… en la zona del norte y el sur de Rennes… Probablemente una división deba cubrir cincuenta millas [ochenta kilómetros] de frente». En una reunión de ministros celebrada en Londres ese mismo día, Dill fue informado de que se había emprendido un estudio sobre el mantenimiento de una cabeza de puente en Bretaña, «el reducto bretón». Ya el 13 de junio, el Real Cuerpo de Ingenieros estaba preparando puntos de llegada y campamentos de tránsito en la costa de Bretaña con el fin de recibir más refuerzos procedentes de Inglaterra.

Churchill reconocía que la rendición de Francia parecía un hecho más que probable, pero abrigaba la esperanza de mantener un pie firme al otro lado del canal de la Mancha. A sus ojos, era mucho más preferible afrontar las dificultades que suponía esta empresa que organizar desde Gran Bretaña el regreso a una costa totalmente en manos de alemanes. Trataba de mantener la fe de los franceses en la alianza mediante el despliegue de tan sólo tres divisiones británicas. El 10 de junio se había mostrado impasible ante la declaración de guerra de Mussolini, por otro lado esperada desde hacía tiempo, limitándose a realizar el siguiente comentario a Jock Colville: «La gente que viaja a Italia para visitar ruinas ya no tendrá que bajar hasta Nápoles o Pompeya». El secretario privado del primer ministro se dio cuenta de que aquel día su jefe estaba de un humor de perros. La tarde del 11 de junio Churchill, acompañado de Eden, Dill, Ismay y Spears, voló hasta el nuevo cuartel general del ejército de Francia en Briare, junto al Loira, a unos ciento quince kilómetros de París, para volverse a entrevistar con las autoridades francesas. Según cuenta Spears, el coronel que los recibió al pie del avión habría podido estar saludando a unos pobres familiares en un funeral. En su destino, el Château du Muguet, no puede decirse que tuvieran una cálida acogida precisamente. Aquella tarde, en la reunión del Consejo Supremo de Guerra, después de que los franceses relataran una crónica de desgracias, Churchill se armó de todo su talento. Habló con pasión y elocuencia acerca de las fuerzas que Gran Bretaña podría desplegar en Francia en 1941; veinte, incluso veinticinco divisiones. Weygand se limitó a exclamar que el resultado de la guerra iba a determinarse en horas, no días ni semanas. En lo que cabría calificar de ofrecimiento patético, Dill invitó al comandante supremo a utilizar las fuerzas provisionales británicas que se encontraban en Francia cuando y como considerara oportuno.

A los franceses, con los alemanes a las puertas de París, difícilmente puede reprochárseles que se sintieran burlados. Eden cuenta lo siguiente: «Reynaud era inescrutable, y Weygand tuvo un comportamiento cortés, ocultando con dificultad su escepticismo. El mariscal Pétain mostró claramente su incredulidad. Aunque no dijera nada, su actitud era evidentemente la del que piensa “C’est de la blague”, “es una broma”». El enfrentamiento más duro se produjo cuando Weygand afirmó que se había llegado a la cuestión decisiva, que los británicos tenían que hacer entrar en acción todos los cazas disponibles. Churchill contestó: «Ésta no es la cuestión decisiva. Éste no es el momento decisivo. El momento decisivo llegará cuando Hitler lance a su Luftwaffe contra Gran Bretaña. Si podemos mandar en nuestro espacio aéreo —esto es todo lo que les pido—, recuperaremos el suyo». Gran Bretaña combatiría «por los siglos de los siglos».

Reynaud parecía emocionado. El recién nombrado ministro del Ejército, el general de brigada Charles de Gaulle, quedó mucho más impresionado por la representación que de sí mismo hizo el primer ministro como británico que como aliado: «El señor Churchill parecía imperturbable, lleno de confianza. Pero daba la impresión de que se limitaba a ocultar con cordialidad sus reservas hacia los franceses, pues ya se sentía sobrecogido —tal vez con una oscura satisfacción— ante la terrible y magnífica perspectiva de una Inglaterra totalmente aislada, con él liderando la lucha hacia la salvación». Los otros franceses presentes no sacaron nada en claro de las palabras del primer ministro inglés. Aunque se conservaron las maneras a lo largo de la difícil cena que se celebró aquella noche, a la hora del brandy Reynaud comunicó al líder británico que Pétain consideraba esencial llegar a un armisticio.

En conversaciones con el personal que lo acompañaba, Churchill echó pestes contra la influencia que ejercía sobre Reynaud la esposa de éste, la condesa de Portes, partidaria acérrima de la rendición: «Esa mujer… deshará durante la noche todo lo que yo he hecho durante el día. Pero es evidente que ella puede proporcionarle unos servicios que yo no puedo darle. Puedo razonar con él, pero no puedo acostarme con él». Pese a todas las esperanzas depositadas por Churchill en la persona de Reynaud, el primer ministro francés nunca llegó a compartir, ni siquiera en sus momentos de mayor optimismo, el entusiasmo del inglés por una guerra a l’outrance. El subsecretario de Estado norteamericano, Sumner Welles, cuenta una conversación que mantuvo con el líder de Francia a comienzos de aquel verano en los siguientes términos: «M. Reynaud piensa que, si bien Mr. Churchill es un hombre brillante y sumamente ingenioso, con una gran capacidad de organización, su estilo ha perdido elasticidad. En su opinión, Mr. C es incapaz de concebir otra alternativa que la guerra hasta sus últimas consecuencias, aunque esto signifique el caos y la destrucción más absoluta. Eso —está convencido— no es propio de un verdadero estadista». Estas palabras parecen representar de manera convincente cómo veía Reynaud las cosas en junio de 1940. Al igual que un número importante de políticos británicos respecto a su propia sociedad, el primer ministro francés percibía, al contrario de Churchill, un límite a los perjuicios que podían considerarse aceptables para las estructuras y el pueblo de Francia en la causa de seguir con firmeza la guerra contra el nazismo.

Al día siguiente por la mañana, 12 de junio, Churchill dijo a Spears que se quedara con los franceses y que hiciera todo lo posible por ayudarlos: «Guiaremos a los que se dejen guiar». Pero Gran Bretaña no tenía ninguna autoridad para «guiar» a Francia. Pétain se ausentó de la subsiguiente reunión del Consejo Supremo de Guerra. Se había alcanzado su decisión. Churchill montó en cólera cuando se enteró de que la misión planeada por la RAF para bombardear Italia la noche anterior se había visto frustrada porque pilotos franceses habían bloqueado las pistas de despegue con carros de labranza. Reynaud dijo que, a partir de ese momento, cualquier misión parecida debía emprenderse desde Inglaterra. En el aeródromo de Briare, Ismay exclamó en tono alentador que sin más aliados de los que preocuparse, «ganaremos la batalla de Inglaterra». Con mirada severa, Churchill respondió: «En tres meses, usted y yo estaremos muertos». No hay razón para dudar de este intercambio de palabras. Más tarde, Churchill afirmaría que siempre había tenido el convencimiento de que Gran Bretaña lograría salir airosa. Es evidente que tenía una especie de fe mística en el destino, por vago que fuera su apego a una divinidad. Pero también es evidente que en el verano de 1940 vivió momentos muy crueles de racionalidad, en los que la derrota parecía mucho más plausible que la victoria, en los que el gran esfuerzo de voluntad necesario para seguir con la guerra representaba una tarea demasiado ardua incluso para él.

Seis meses después, Eden revelaría al primer ministro que, durante el verano, él y Pound, primer lord del Mar, se habían confesado el uno al otro su sentimiento de desesperación. Churchill dijo: «Normalmente me levanto con ánimos para afrontar el nuevo día. Luego despierto con pavor en el corazón». En el ambiente enfebrecido del momento, el pánico hizo mella en varios miembros del parlamento. Harold Macmillan fue uno de los principales instigadores de la llamada «sublevación de subsecretarios» impulsada por los tories exigiendo que los viejos «hombres de Múnich» fueran expulsados inmediatamente del gobierno. «Todo ello», en palabras de Leo Amery, «en la creencia de que Francia está totalmente acabada y de que seremos derrotados». Los alborotadores fueron aplastados.

En un momento en el que morían tantos hombres, ni siquiera el propio Churchill podía sentirse totalmente a salvo. Una bomba alemana, un lanzamiento de paracaidistas sobre Whitehall o un accidente por tierra, mar o aire —como el que sufrieron otros personajes importantes durante la guerra—, podía poner fin a su vida en cualquier momento. Es evidente su valentía, y la de los que lo seguían y trabajaban para él, en el desafío permanente al azar, en su manera de dejar a un lado todo pensamiento sobre el resultado más probable de la guerra y en su forma de afrontar todos los días las batallas con el ánimo entero, sin dejarse quebrantar por las desgracias del día anterior. Volando a ras de tierra sobre los hermosos campos de Bretaña, aquel miércoles 12 de junio por la mañana, su Flamingo lo conducía de vuelta a Inglaterra. Al llegar cerca del humeante puerto de Le Havre, el piloto se vio obligado de repente a descender en picado para no ser visto por dos aviones alemanes que atacaban a unas barcas de pesca. El Flamingo logró pasar desapercibido, aterrizando sano y salvo en Hendon, pero este episodio fue sin duda uno de los avisos más serios que recibió Churchill. Luego, por la tarde, comunicó al gabinete de guerra que era evidente que la resistencia francesa estaba llegando a su fin, y también habló con admiración de De Gaulle, cuya férrea determinación lo había impresionado.

Churchill llevaba en Londres apenas treinta y seis horas cuando Reynaud lo telefoneó, poco después de la medianoche, pidiéndole que se reuniera urgentemente con él en Tours, ciudad en la que acababa de refugiarse. A la mañana siguiente, el primer ministro británico, acompañado de Halifax y Beaverbrook, partió de su residencia en su automóvil, pasando por las calles de la capital, atestadas por una multitud de estrafalarios londinenses que hacían sus compras aprovechando la llegada del verano. A su llegada a Hendon le comunicaron que, debido al mal tiempo, había que posponer el viaje. «¡Al infierno!», exclamó. «¡Voy a ir pase lo que pase! ¡Estamos ante una situación demasiado crítica para preocuparse por el tiempo!». Aterrizaron en Tours, en medio de una tormenta, en un aeródromo que había sido gravemente bombardeado la noche anterior, y pidieron un pasaje a un tumultuoso grupo de exhaustos pilotos franceses. Churchill, Beaverbrook y Halifax se montaron, no sin dificultad, en un pequeño automóvil que los condujo hasta la prefectura del lugar, donde estuvieron deambulando por sus pasillos sin ser reconocidos. Al final, un oficial de Estado Mayor los escoltó hasta un restaurante próximo para que tomaran un poco de pollo frío y queso. Parecía una broma de mal gusto. No es difícil imaginar cuán despechado debió de sentirse Halifax por el tormento que Churchill le había hecho pasar.

De vuelta en la prefectura, los británicos aguardaron impacientes a Reynaud. Era esencial que su avión despegara antes del atardecer, pues la falta de iluminación y los agujeros provocados por las bombas hacían que la pista del aeródromo fuera impracticable para operaciones nocturnas. Por fin llegó el primer ministro francés acompañado de Spears. Dijo al grupo británico que, si bien Weygand estaba dispuesto a capitular, cabía aún la posibilidad de que él consiguiera convencer a sus colegas de seguir en la lucha armada, siempre y cuando recibiera plenas garantías de que Estados Unidos entraría en guerra. Y si esto no podía ser, ¿estaba dispuesta Gran Bretaña a reconocer la imposibilidad de Francia de seguir en pie de guerra? Churchill respondió con expresiones de comprensión ante la agónica situación de Francia. No obstante, terminó simplemente diciendo que Gran Bretaña iba a seguir resistiendo, con un no rotundo a las negociaciones de paz, con un no rotundo a la rendición. Reynaud dijo que el primer ministro no había contestado a su pregunta. Churchill replicó que no podía aceptar una capitulación de Francia, e instó al gobierno de Reynaud a hacer un llamamiento directo al presidente Roosevelt antes de dar cualquier otro paso. En el grupo británico se vivió con consternación el hecho de que no se dijera nada sobre la posibilidad de continuar la guerra desde el imperio francés en el norte de África. Sobrevolaba el temor de que la nación de Reynaud no sólo dejara de ser una aliada, sino que llegara a unirse a Alemania para convertirse en enemiga. Había el claro convencimiento de que, aunque al líder francés todavía le quedaba algo de arrojo, a sus generales, con la excepción de De Gaulle, no les quedaba ni un ápice.

En el patio de abajo, un tropel de políticos y de oficiales franceses, emocionados y abatidos, se apiñó alrededor de Churchill cuando éste abandonó el lugar. Acongojados, los galos sollozaban y se retorcían las manos. El primer ministro murmuró a De Gaulle: «L’homme du destin». No hizo caso de una apasionada intervención de la condesa de Portes que, abriéndose paso, gritó que su país estaba sangrando y que debían escucharla. Los militares franceses dijeron a los políticos presentes que, en aquella última reunión del Consejo Supremo de Guerra, Churchill había mostrado toda su comprensión por la situación de Francia y que se había resignado a su capitulación. Reynaud no invitó a Churchill a reunirse con sus ministros, como deseaban éstos, que, en consecuencia, se sintieron desairados, aunque aquella omisión no vendría a cambiar nada.

Tras un vuelo de dos horas y media de duración, Churchill estaba de nuevo en Hendon. Cuando llegó a Downing Street le comunicaron que el presidente Roosevelt había contestado a un anterior llamamiento de los franceses con su promesa particular de más ayudas materiales, declarándose impresionado por el firme compromiso de Reynaud de seguir luchando. Churchill dijo al gabinete de guerra que, en su opinión, un mensaje como ése era lo más parecido a una declaración de guerra que podía ofrecer Estados Unidos sin contar con la aprobación del Congreso. Pero ni que decir tiene que este pensamiento no era más que un reflejo de lo que él mismo deseaba y anhelaba. Roosevelt, por consejo de Cordell Hull, su secretario de Estado, rechazó la petición de Churchill de publicar su telegrama.

El 12 de junio, la 51.a División Highland, que se encontraba en Saint-Valery, fue obligada a adherirse a la capitulación en esta región de las tropas del X Ejército francés, al cual había sido agregada. De haberse dado unos días antes las órdenes pertinentes, es probable que los soldados hubieran sido evacuados a Gran Bretaña desde Le Havre. En cambio, fueron sacrificados en aras del afán de Churchill por demostrar que seguía adelante con la campaña. Aquel mismo día, el general sir Alan Brooke se presentó con la orden del envío de fuerzas británicas en ayuda de Francia. El día 13 seguían desembarcando tropas de refuerzo en los puertos de Bretaña.

Cuando Ismay sugirió la conveniencia de trasladar de manera paulatina a las unidades británicas destinadas a Francia, Churchill exclamó: «Ni hablar. La historia nos juzgaría muy mal si llegáramos a hacer semejante cosa». Estas palabras estuvieron en consonancia con la respuesta que dio a su ministro de Hacienda, Kingsley Wood, cuando unas semanas más tarde éste propuso que, como Gran Bretaña estaba ayudando financieramente al gobierno holandés en el exilio, se debía pedir a cambio una participación mayor en la Royal Dutch Shell, la compañía petrolífera anglo-holandesa. «Churchill, que se negaba a aprovecharse de las desgracias de otros países, dijo que no quería oír nunca más sugerencias como ésa». Veía constantemente sus propias palabras y acciones bajo el prisma de la posteridad. Estaba firmemente determinado a que los historiadores comentaran: «Nada vulgar o mezquino hizo en aquel memorable lugar». De hecho, en aquellos días, tenía muy presentes los versos de Marvell sobre la ejecución del rey Carlos I. Los recitaba una y otra vez a sus colaboradores, y también en la Cámara de los Comunes. En el teatro de las cuestiones propias de la naturaleza humana, pocas veces un gran actor ha sido tan consciente del juicio de las generaciones futuras, aun cuando interpretara su propio papel y recitara sus propios versos.

El 14 de junio los alemanes entraban en París sin encontrar resistencia. No obstante, en Londres se seguía soñando con poder mantener un reducto británico en el continente pese a las circunstancias.

Ese mismo día Jock Colville escribió lo siguiente desde Downing Street: «Si los franceses siguen combatiendo, deberemos replegarnos hacia el Atlántico, creando nuevas líneas de Torres Vedras tras las que poder concentrar a las divisiones británicas y los suministros americanos. París no es Francia, y… no hay razones para creer que los alemanes logren someter a todo el país». Colville era por aquel entonces un jovencísimo funcionario, pero sus fantasías estaban alimentadas por figuras mucho más relevantes. Aquella noche Churchill habló por teléfono con Brooke en Francia. El primer ministro deploró el hecho de que las restantes formaciones británicas estuvieran en retirada. Quería que los franceses sintieran que se les estaba ayudando. Brooke, con una franqueza propia de sus orígenes norirlandeses de la que Churchill adquiriría muchísima experiencia a lo largo de la guerra, replicó que «era imposible hacer que un cadáver sintiera». Después de lo que a ojos del militar fue una discusión interminable y absurda, Churchill dijo: «Está bien, estoy de acuerdo con usted».

Con aquella conversación, Brooke salvó a unos doscientos mil hombres de la muerte o de la cautividad. Por la fuerza de su propio temperamento, dote que no era muy frecuente entre los generales británicos, convenció a Churchill de que sus hombres dejaran de estar bajo el mando de los franceses y fueran evacuados. El día 15 se envió una orden urgente a los canadienses que desde la costa de Normandía se dirigían por ferrocarril hacia lo que se consideraba el frente de batalla. Los trenes se detuvieron, y las locomotoras fueron enganchadas a la cola de los convoyes, que se pusieron de nuevo en marcha para regresar a los puertos. En Brest se mandó a las tropas que destruyeran todos los vehículos y el equipamiento. No obstante, algunos oficiales resueltos e imaginativos trabajaron denodadamente con gran afán con el fin de evacuar sus valiosas piezas de artillería, cosa que consiguieron. En cuanto a los franceses, Weygand volvió a montar en cólera cuando tuvo noticia del nuevo repliegue de los británicos. Resulta sorprendente que sus compatriotas no hicieran nada por obstaculizar la operación, y que incluso llegaran a colaborar.

Mucho se ha escrito acerca de la prudencia de Churchill al negarse a agravar la derrota con el envío de más escuadrones de cazas a Francia en 1940. Pero a menudo se pasa por alto el error de juicio contrario. Alan Brooke comprendía las razones que movían al primer ministro, a saber, demostrar a los franceses que el ejército británico seguía en pie de guerra. Pero también supo deplorar con acierto la inutilidad de su pretensión. Si Dunkerque representó un milagro, apenas deberíamos considerarlo un milagrito si tenemos en cuenta que dos semanas después fue posible evacuar a casi todas las fuerzas de Brooke a Gran Bretaña desde los puertos del noroeste de Francia. Hubo, efectivamente, dos Dunkerques, aunque del segundo la historia se haya hecho mucho menos eco. Churchill logró evitar las consecuencias potencialmente catastróficas de aquella última oferta precipitada que hizo a Reynaud, gracias a la determinación de Brooke y a la obsesión de los alemanes por completar la destrucción del ejército francés. De no haber sido por la divina providencia, es probable que Gran Bretaña hubiera perdido a todos los hombres de Brooke, lo que habría significado un golpe verdaderamente demoledor para las perspectivas de reconstitución de su ejército.

El 15 de junio, siguiendo órdenes de Churchill, Dill llamó a Brooke a través de una débil línea telefónica llena de ruidos intermitentes para decirle que retrasara la evacuación de Cherburgo de la 52.a División. En Londres había nuevas esperanzas de mantener un reducto en Francia, aunque en realidad eran esperanzas infundadas. En cualquier caso, los franceses descartaban esa posibilidad. Brooke estaba exasperado. Dijo al jefe del Estado Mayor General del Imperio: «Es desesperante tener la misión de intentar la evacuación o el despacho de más de ciento cincuenta mil hombres y un montón de material, municiones, combustible y otros pertrechos, sin disponer de nada que cubra esta operación, con la excepción del despedazado ejército francés… Estamos perdiendo unas horas preciosas para el éxito de la evacuación». Al día siguiente, Londres autorizó a regañadientes que continuara la repatriación de la 52.a División. Pero el caos administrativo persistió. Algunos soldados fueron embarcados en Le Havre rumbo a Portsmouth, aunque acabaron en Cherburgo para ser subidos a un tren que los condujo a Rennes. La mañana del día 18, un barco llegó a Brest trayendo piezas de artillería y munición de Inglaterra. En una docena de puertos del noroeste de Francia se apiñaron caóticamente decenas de miles de soldados británicos, muchos de ellos sin órdenes precisas y sin oficiales que los dirigieran.

Sólo la obsesión que tenían los alemanes por el ejército francés permitió el traslado de aquellos hombres y de una pequeña cantidad de armamento pesado, en medio del caos y el desgobierno. Se produjeron algunas escaramuzas entre británicos y fuerzas enemigas, pero ninguna con graves consecuencias. Entre el 14 y el 25 de junio, desde los puertos de Brest y Saint-Nazaire, desde el de Cherburgo y otras localidades menos importantes del oeste de Francia, 144 171 soldados británicos fueron rescatados con éxito y conducidos a Inglaterra, junto con 24 352 polacos y otros 42 000 soldados aliados. Se produjeron pérdidas, como la que supuso el hundimiento del crucero Lancastria, que acabó con la vida de al menos tres mil hombres[3]; pero fueron una minucia en comparación con las fuerzas que había en juego: el equivalente a dos tercios de los hombres evacuados en Dunkerque.

Es difícil exagerar el caos de organización de los mandos británicos que caracterizó las últimas tres semanas de campaña en Francia, incluso en zonas en las que las formaciones no estaban seriamente amenazadas por el avance alemán. Dos valiosos convoyes ferroviarios cargados de tanques británicos en perfectas condiciones fueron abandonados gratuitamente en Normandía. «Sin razón alguna se destruyó muchísimo equipamiento», comentó lleno de enojo el general de división Andrew McNaughton, al frente de la 1.a División canadiense. Aunque habían pasado casi nueve meses desde el inicio de la contienda, el teniente general Sir Henry Karslake, comandante en jefe en Le Mans hasta la llegada de Brooke, escribió el siguiente comentario en un informe: «La falta de adiestramiento previo de nuestras formaciones ha quedado patente de muchas maneras». En junio llegaron a Francia hombres de la 52.a División con un equipamiento que les había sido entregado dos días antes, sin haber disparado nunca un cañón antitanque y, de hecho, sin haber visto nunca un tanque. Karslake estaba horrorizado ante la indisciplina que había visto en diversas unidades regulares, incluso antes de que entraran en servicio: «¡Su comportamiento era espantoso!». Habrían podido salvarse muchos más vehículos, provisiones y pertrechos, pero no fue así debido al caos administrativo reinante en los puertos, en los que varios barcos llegados de Inglaterra seguían con sus operaciones de desembarco, mientras que en otros muelles cercanos se estaba procediendo al embarque de los hombres que eran evacuados. Aquella forma de aferrarse obstinadamente a permanecer en el noroeste de Francia constituyó un grave error de valoración por parte de Churchill, pues los franceses no lo supieron agradecer, y pudo haber supuesto a los aliados una pérdida de soldados equivalente a la sufrida en los desastres de Grecia, Creta, Singapur y Tobruk juntos.

Aunque todos los altos cargos, y otros muchos de menor importancia, se daban cuenta con horror de lo terrible que era en realidad la apurada situación de Gran Bretaña, Churchill estaba visiblemente exaltado ante aquella perspectiva. En Chequers, durante la calurosa noche del 15 de junio, Jock Colville describiría cómo llegaban sin parar lúgubres noticias por vía telefónica, mientras los centinelas, con sus cascos de acero y las bayonetas enastadas, rodeaban la casa. El primer ministro, sin embargo, hacía gala de un magnífico estado de ánimo, «recitando poesía, extendiéndose en la narración de los dramáticos hechos de la situación presente… ofreciendo puros a todo el mundo y murmurando intermitentemente: “Bang, bang, bang, dispara el granjero con su escopeta, corre conejo, corre conejo, corre, corre, corre”». A primera hora de la mañana, cuando Joseph Kennedy, embajador estadounidense, llamó por teléfono, el primer ministro le soltó un torrente de retórica acerca de la oportunidad de salvar al mundo que se les presentaba en aquellos momentos a Estados Unidos. Luego estuvo hablando largo y tendido con su Estado Mayor sobre las mejoras que experimentaba la capacidad de combate de los británicos, «contó un par de chistes verdes» y a eso de la una y media se marchó a acostar, diciendo, «Buenas noches, hijos míos». Es evidente que todo esto fue en parte una pequeña farsa, pero una farsa de imponente nobleza. En opinión de Eric Seal, su secretario privado, Churchill había experimentado un gran cambio a partir del 10 de mayo, mostrándose más sobrio, «menos violento, menos frenético, menos impetuoso». Tal vez exagere, pero lo cierto es que era innegable que el primer ministro había aprendido a ejercer un mayor control de sí mismo.

El 16 de junio el gabinete de guerra envió un mensaje a Reynaud, que ya se encontraba en Burdeos, ofreciendo liberar a Francia de la obligación que tenía como aliada de renunciar a entablar conversaciones con Alemania, con una única condición, a saber, que la flota francesa fuera trasladada a puertos británicos. De Gaulle, que viajó a Londres, fue invitado a almorzar con Churchill y Eden en el Carlton Club. Dijo al primer ministro que sólo una iniciativa dramática por parte de Gran Bretaña podría evitar la rendición de Francia. Instó a que se formalizara una propuesta de unión política de los dos países sobre la que el gabinete había estado meditando durante días sin llegar a conclusión alguna. En medio de la crisis, aquellos hombres desesperados sopesaron por un momento esa quimérica idea. Se envió a Reynaud el correspondiente mensaje, exponiendo la oferta en términos transcendentales. Churchill se preparó para desplazarse de nuevo a Francia, esta vez por mar, con el fin de discutir el borrador de una «Proclamación de Unión». Ya estaba en la estación de Waterloo, junto con Clement Attlee, Archibald Sinclair y los jefes del Estado Mayor, subidos todos en el tren que debía conducirlos hasta el puerto en el que les aguardaba un destructor, cuando llegó la noticia de que Reynaud no podría recibirlos. Con el corazón apesadumbrado, el primer ministro regresó a Downing Street. Lo ocurrido fue para bien. La propuesta de unión era totalmente absurda y poco realista, y no habría conseguido cambiar nada. La batalla de Francia había terminado. El gobierno de Reynaud prestó un último servicio a su aliado: aquel día, en Washington, todos los contratos de compra de armamento americano de la nación francesa fueron transferidos formalmente a Gran Bretaña.

Por la noche llegó a Downing Street la noticia de que Reynaud había dimitido como primer ministro, siendo sustituido por el mariscal Pétain, que pedía el armisticio. El prestigio del que gozaba Pétain entre los franceses se debía, en primer lugar, a su defensa de Verdún en 1916 y, en segundo lugar, a la creencia infundada de que este mariscal poseía una humanidad insólita entre los generales, manifestada en su benevolente actitud con el ejército francés durante los motines militares de 1917. No cabe la menor duda de que en junio de 1940 el compromiso de Pétain con la firma de la paz a cualquier precio reflejaba los deseos de la mayoría de los franceses. Reynaud, sin embargo, probablemente cometiera un grave error histórico cuando aceptó renunciar a su cargo. De haber decidido junto con sus ministros marchar al exilio, como hicieron los gobiernos de Noruega, Bélgica y Holanda, habría podido impedir la entrega de la legitimidad democrática de su país, y habría podido establecer sobre bases sólidas en Londres una resistencia francesa contra la tiranía. Pero al final permitió que se impusiera la opción de los militares derrotistas, encabezada por Pétain y Weygand, e impidió así que su nombre figurara en la lista de los mártires políticos más famosos de la historia.

Un sargento británico llamado George Starr, que había sido evacuado de Dunkerque, no llegó a su casa en Yorkshire hasta el 18 de junio. Encontró a su padre escuchando por la radio la noticia de la rendición de Francia. La familia Starr había dirigido durante muchos años un circo ambulante en el continente. El padre de George apagó el aparato y, sacudiendo la cabeza, exclamó: «Los franceses nunca nos perdonarán por esto». Su hijo no supo entender a qué se refería el padre con sus palabras. Sin embargo, más tarde, George Starr pasó tres años de la guerra como espía británico con la Resistencia francesa y tuvo muchas oportunidades de explorar el sentimiento de rencor hacia Gran Bretaña que tenían muchos franceses y que nunca llegó a desaparecer totalmente.

Prácticamente solo, De Gaulle, ministro del ejército de Reynaud, decidió instalar su tienda de campaña en Londres, y aseguró la evacuación de su esposa. El gabinete de guerra se opuso a su petición de autorizarle a dirigirse por radio a los franceses a través de los canales de la BBC. No obstante, Churchill, a instancias de Spears, insistió en que el renegado —pues así veían a De Gaulle muchos de sus paisanos— debía tener acceso a los micrófonos. El consejero legal del general, el profesor Cassin, preguntó a su nuevo jefe cuál era el estatus de su movimiento embrionario en Gran Bretaña. De Gaulle respondió con gran magnificencia: «¡Nosotros somos Francia!… Los derrotados son aquéllos que aceptan la derrota». El general también tuvo una respuesta para el problema que planteaba su propia condición: «Churchill me lanzará como a una nueva marca de sopas». En efecto, el gobierno británico contrató a una agencia de publicidad, Richmond Temple, para promocionar la Francia Libre. De Gaulle iba a necesitar toda la ayuda que pudieran prestarle. Había pocos franceses, incluso entre los evacuados a Gran Bretaña desde los campos de batalla, dispuestos a seguir combatiendo si su gobierno capitulaba. De Gaulle preguntó al capitán del destructor francés Milán, en el que cruzó el Canal, si estaba dispuesto a servir bajo los colores de Gran Bretaña. El oficial de marina dijo que no.

Y la mayoría de sus compatriotas pensaban igual. «El señor Churchill considera que el número de cadáveres de alemanes y franceses no es satisfactorio», declaraba el titular del editorial del periódico parisino Le Matin en uno de sus primeros números después de la rendición. «Nos preguntamos si el primer ministro británico ha perdido la cabeza. Si es así, qué pena que nuestros ministros no lo percibieran antes». El artículo seguía lanzando acusaciones contra De Gaulle, y también contra los británicos por fomentar la sublevación en el imperio de ultramar francés.

En 1941 y 1942 el primer ministro se vería obligado a presidir muchas derrotas británicas y, de hecho, muchas humillaciones. Pero ningún trauma fue tan profundo, y ningún golpe tan fuerte, como el que le tocó vivir durante sus primeras semanas en el cargo, cuando el ejército alemán acabó con Francia como potencia militar y barrió a los británicos del continente. A partir de entonces, la guerra adquiriría una naturaleza básicamente distinta de la de 1914-1918. Serían descartadas todas aquellas previsiones en las que se había basado la política de guerra de los aliados, e incluso el desafío personal de Churchill a Hitler. Independientemente de la capacidad aérea y naval de Gran Bretaña, desde septiembre de 1939 se había dado por hecho que el ejército de tierra británico se enfrentaría al lado del francés contra las legiones nazis, desempeñando claramente el papel de subordinado propio de su inferioridad numérica (en el frente occidental disponía tan sólo de nueve divisiones, y Francia de noventa y cuatro). El ejército de tierra británico nunca podía aspirar a enfrentarse solo en el campo de batalla a la Wehrmacht, y la conciencia de este hecho dominó la estrategia de Inglaterra.

Para mucha gente, incluso para los más encumbrados del país, fue sumamente duro tener que digerir la magnitud del desastre sufrido por las fuerzas aliadas, que, además, en aquellos momentos amenazaba a Gran Bretaña. Alan Brooke quedó impresionado por un comentario de Churchill acerca de la naturaleza humana. El primer ministro dijo que la capacidad receptiva de la mente de un hombre era como la de un caño de tres pulgadas de una obra de paso. «Cuando se produce una inundación, el agua cubre la obra de paso, mientras que el caño sigue teniendo su capacidad de tres pulgadas. De manera similar, el cerebro humano registra las emociones hasta alcanzar su “tope de tres pulgadas”, y a partir de ese momento todas las emociones de más no son procesadas». Ésta era la sensación que tenía el propio Brooke, y otros muchos. Percibían que estaba a punto de producirse una catástrofe, pero sus corazones no latían al mismo ritmo con que su cerebro enviaba las señales que indicaban la magnitud del hecho. El 15 de junio Harold Nicolson escribió en su diario: «La razón me dice que en estos momentos es prácticamente imposible derrotar a los alemanes, y que lo más probable es que Francia se rinda y que nos bombardeen y nos invadan… Pero esas probabilidades no provocan en mí desesperación alguna. Me da la impresión de que soy inmune tanto al placer como al dolor. Por ahora todos estamos anestesiados».

Otro testigo ocular, el escritor Peter Fleming, por aquel entonces oficial del Estado Mayor del ejército de tierra, identificó esa misma confusión emocional: «En lo concerniente a la mayoría de la población civil, era un período de improvisaciones inconscientes. Era como si todo el país hubiera sido invitado a un baile de disfraces, y todos preguntaran al otro, “Y tú, ¿de qué vas?”. Había una incredulidad latente, y el hecho de que prácticamente todos ya tuvieran más cosas que hacer de lo habitual contribuía a otorgar a los problemas relacionados con la invasión el estatus de absorbente digresión que apartaba de los principales asuntos de la vida… Los británicos, cuando su aliado fue desnucado a las puertas de su casa, quedaron más contentos y tranquilos de lo que habían estado desde que sonaran las primeras notas de la obertura de Múnich allá por 1937».

Las bajas británicas en Francia fueron bastantes si tenemos en cuenta el tamaño de la BEF, pero insignificantes en comparación con las de los franceses y con las de los enfrentamientos, infinitamente más intensos, que más tarde tendrían lugar en el curso de la guerra. El ejército británico perdió a 11 000 hombres, entre muertos y desaparecidos, frente a los 120 000 franceses fallecidos. Además, se evacuaron a 14 070 británicos heridos, y 41 030 hombres de la BEF cayeron en manos de los alemanes. Las pérdidas en tanques, artillería y armamento en general fueron, por supuesto, cuantiosas. La historia de que la Fuerza Expedicionaria Británica de 1940 estaba mal equipada es un tópico habitual y sin fundamento. En realidad, estaba mucho mejor provista de vehículos que el enemigo, y disponía de buenos tanques, pero que no fueron utilizados con la imaginación pertinente. Cuando Fedor von Bock, mariscal de campo de Hitler, vio lo que había quedado en Dunkerque, escribió con asombro: «Aquí se encuentra el material de todo un ejército, tan increíblemente bien equipado que nosotros, pobres diablos, sólo podemos admirarlo con envidia y estupor». La BEF fue evacuada de Dunkerque tras un combate no excesivamente arduo y una retirada muy difícil, pues carecía del volumen necesario para cambiar el resultado de la campaña cuando se rompió el frente francés, y se vio superada por unas formaciones alemanas mejor dirigidas, muy motivadas y magníficamente apoyadas desde el aire. En aquellos momentos el ejército británico estaba en la práctica desarmado. Y la RAF había perdido casi mil aviones, la mitad de ellos cazas.

Pero Gran Bretaña disponía del material humano necesario para forjar un nuevo ejército, pero un ejército que nunca podría ser lo bastante numeroso como para enfrentarse solo a los alemanes en una guerra en el continente. Bastaba que tuviera tiempo para ello antes de volver a entrar en combate. En uno de sus artículos, un corresponsal americano escribió que los londinenses habían recibido la noticia de la rendición de Francia con tristeza y en silencio, en lugar de manifestaciones irónicas o desafiantes declaraciones. Dirigiéndose al pueblo británico, Churchill dijo al día siguiente que la batalla de Francia había concluido. La batalla de Inglaterra estaba a punto de empezar. El 17 de junio la posición de Gran Bretaña no era en absoluto envidiable. Pero era mucho más halagüeña de lo que nadie habría pensado un mes atrás, cuando la BEF había estado a punto de ser aniquilada.