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«Overlord»

En Gran Bretaña, después de cinco años de guerra, todos los que tenían algo que ver con la dirección de la contienda estaban completamente exhaustos: «No es por el peso del trabajo, es por el peso de las preocupaciones», diría Robert Bruce Lockhart, jefe de la Dirección de la Guerra Política [PWE, por sus siglas en inglés]. Tras un consejo de ministros presidido por Churchill, Dalton escribiría: «Noto que Woolton y algunos más están prácticamente agotados». Para la opinión pública británica, la espera del Día D, hito decisivo de la guerra en el oeste de Europa, se hacía interminable. El Ministerio de Información, tras realizar uno de sus habituales sondeos de opinión, describía la moral del país en la primavera de 1944 con el adjetivo de «pobre», sobre todo por los temores del pueblo a las bajas que pudieran derivarse de la invasión. «El estado de ánimo sigue siendo bajo», comunicaban el 14 de abril los observadores del ministerio.

Cada vez eran más los trabajadores que manifestaban su descontento. Los paros en la industria aumentaron vertiginosamente. En febrero se vivió una huelga no autorizada de ciento veinte mil mineros en Yorkshire, cien mil en Gales y varios centenares de miles más en el resto del país. Incluso el presidente del sindicato de mineros indicó que detrás de esas demostraciones había elementos agitadores de tendencias trotskistas. Las huelgas de los mineros disminuyeron en abril tras una revisión salarial, pero entonces se produjeron paros por parte de los trabajadores del gas y los aprendices mecánicos.

En una fábrica escocesa de aviones se perdieron 730 000 horas de trabajo. En agosto de 1944, en otra empresa, se perdieron 419 000 cuando los trabajadores rechazaron una propuesta de la dirección para que las mujeres fabricaran maquinaria textil —la actividad habitual de la compañía—, mientras que los hombres debían seguir produciendo componentes para la industria aeronáutica. El 8 de abril de 1944, la embajada británica en Washington informaba a Londres sobre lo que pensaba la opinión pública americana en los siguientes términos: «Se percibe una inquietud considerable por la situación política general de Inglaterra. Se centra principalmente en la petición de Churchill de un voto de confianza [del Parlamento], por las continuas huelgas en el sector del carbón y la construcción naval, las supuestas pruebas de que no se ha conseguido una tregua entre las partes… se consideran un indicio de que las cosas no van bien ni mucho menos. La información publicada por la prensa da a entender que hay una profunda insatisfacción por la política interna, y que la opinión pública británica, en la misma medida que la americana, se siente intranquila por la aparente falta de unidad de los aliados».

El pueblo de Gran Bretaña y el pueblo de Estados Unidos se habrían alarmado todavía más de haber sabido las dificultades por las que atravesaban las relaciones de Churchill y sus jefes de Estado Mayor en la primavera de 1944. Curiosamente, como el interés del primer ministro por la guerra contra Japón era intermitente, ese desacuerdo se debía a la diferencia de criterios en las discusiones en torno a las operaciones en Extremo Oriente. Churchill estaba obsesionado con su afán de destinar todas las fuerzas británicas disponibles, incluida la poderosa flota que debía unirse a los americanos en el Pacífico, a una acción estratégica en el «golfo de Bengala» para reconquistar Birmania y Malaca. Mostraba un especial entusiasmo por la perspectiva de llevar a cabo un desembarco en Sumatra que sirviera de trampolín. Ante la férrea oposición de los jefes de Estado Mayor, amenazó con imponerles su plan, ejerciendo la prerrogativa que le correspondía en calidad de ministro de Defensa. El 21 de marzo, Brooke escribió lo siguiente tras mantener una reunión con Cunningham y Portal: «Estuvimos hablando… sobre cómo afrontar el último documento imposible de Winston. Está llenó de afirmaciones falsas, de deducciones erróneas y de consideraciones estratégicas equivocadas. No podemos aceptarlo tal como está planteado, y sería mejor que los tres presentáramos nuestra dimisión antes de aceptar su propuesta».

El hecho de que los tres se plantearan la posibilidad de dimitir cuando estaba a punto de llegar el Día D permite calibrar lo extravagante que podía ser el comportamiento de Churchill, y el agotamiento que acusaban por entonces los jefes de estado. El primer ministro no había visitado nunca Extremo Oriente, desconocía por completo las condiciones de la zona, y raras veces actuaba con prudencia en sus intervenciones ocasionales en un hemisferio en el que las operaciones aliadas estaban dirigidas fundamentalmente por Estados Unidos. A la hora de la verdad, no se llegó a ningún compromiso. Los británicos planearon una campaña contra los japoneses, lanzada desde Australia, y a través de Borneo. Una versión de menos envergadura de este proyecto fue puesta en marcha por fuerzas australianas en el verano de 1945. Las relaciones entre los jefes de Estado Mayor y el primer ministro fueron estabilizándose durante las semanas siguientes a las horribles reuniones de marzo de 1944, pues las mentes de aquellos hombres tan agotados e inquietos tuvieron que concentrarse en la realidad arrolladora de la inminente invasión del continente.

Churchill siguió dudando de la operación «Overlord» hasta el mismo Día D. Sir Frederick Morgan, encargado de la planificación del Día D cuyo rencor se intensificaría cuando le negaran un papel operacional en los desembarcos, diría más tarde: «Creo que, hasta que no se demostró por fin que la invasión del noroeste de Europa había sido un éxito, [el primer ministro] estuvo convencido de que iba a ser un fracaso». Se trata de un comentario exagerado y simplista, pero de lo que no cabe duda es de que Churchill no veía con agrado los despliegues de los aliados. Durante toda la primavera de 1944 estuvo quejándose porque, en su opinión, no se enviaban a Italia los recursos adecuados, y por la continua insistencia de los americanos en poner en marcha la operación «Anvil», el desembarco franco-americano que se había previsto en el sur de Francia. Curiosamente, después de los innumerables desencuentros entre Churchill y sus jefes de Estado Mayor, en aquellos momentos todos se unieron para oponerse a la estrategia que planteaban los estadounidenses para Europa. «Vuelve a haber dificultades con nuestros amigos americanos», escribía Brooke el 5 de abril, «que siguen insistiendo en la cancelación de operaciones en Italia para poner en marcha otras nuevas en el sur de Francia, precisamente en el momento más crítico». Ese mismo día Churchill hizo constar a los jefes del Estado Mayor que «la campaña del Egeo fracasó por los cuentos que se contaron acerca de unas batallas decisivas en Italia. Las batallas decisivas en Italia fracasaron por retirar a siete de las mejores divisiones en el momento crítico para destinarlas a “Overlord”».

El 19 de abril, comentando con Cadogan la invasión, dijo: «Esta batalla nos ha sido impuesta por los rusos y por las autoridades militares de Estados Unidos». El diplomático, que ese día pasó unas cuantas horas con el primer ministro asistiendo a diversas reuniones, quedó muy consternado por sus desvaríos: «Estoy realmente muy preocupado por el primer ministro», escribió en su diario. «Ya no es el hombre que era hace doce meses, y en verdad no sé si conseguirá salir adelante». Cuando los primeros ministros de las ex colonias del imperio se reunieron en Londres el 1 de mayo para empezar una conferencia que duraría nueve días, el primer ministro de Canadá, Mackenzie King, se unió al de Sudáfrica, Jan Smuts, para elogiar a Churchill por haber impedido que los americanos fijaran un Día D en 1942 o 1943. Churchill confesó con claridad a los líderes de las ex colonias que personalmente habría «preferido entrar en Europa por el sureste, aunando esfuerzos con los rusos. Sin embargo, fue imposible convencer a Estados Unidos de este plan. En todo momento estuvieron firmemente decididos a invadir Europa por el noroeste y quisieron que nos olvidáramos de las operaciones en el Mediterráneo».

Los problemas que acuciaban al primer ministro eran más desalentadores que nunca, sobre todo cuando otros comenzaron a ver en él los mismos síntomas de agotamiento que había percibido Cadogan. «Estoy sumamente sorprendido por lo fatigado y consumido que parece el primer ministro», escribía Colville el 12 de abril. Churchill estaba preocupadísimo por el precio que probablemente acabaría pagándose por la operación «Overlord»; no obstante, ese mismo día, en una nota dirigida a Roosevelt, afirmaba con optimismo que no creía que las pérdidas llegaran a ser tan elevadas como predecían los más pesimistas: «En mi opinión, serán los alemanes los que sufran un número enorme de bajas cuando nuestro grupo de hermanos se lancen contra ellos». Al primer ministro nunca le había gustado Montgomery, cuyo egoísmo y estupidez le herían en lo más profundo. En aquellos momentos comunicó al Departamento de Guerra que el general debía abandonar sus bulliciosas recepciones y visitas públicas. En particular, Churchill quería evitar que siguiera adelante la propuesta de Montgomery de celebrar un «día de oración» y de «bendecir» antes del Día D a las fuerzas armadas británicas en el curso de un gran acto religioso durante el cual se exhibieran los emblemas y las insignias de la corona. En opinión de Churchill, semejante ceremonia habría servido más para desmoralizar a los hombres que para inspirarlos.

Los servicios de inteligencia avisaron de que Hitler iba a lanzar pronto contra Inglaterra sus armas secretas, esto es, las bombas voladoras y los misiles guiados. Por otro lado, las dificultades con los americanos por la cuestión de la Francia Libre eran cada vez mayores: Washington se negaba a conceder a De Gaulle el gobierno de Francia después de la invasión. Churchill estuvo de acuerdo en que sería prudente retener al intratable general en Argel hasta el último momento antes del Día D. Cada vez se mostraba más impaciente por la paralización de la campaña de Italia, tanto en Anzio como en los alrededores de Monte Cassino. Una y otra vez, las fuerzas aliadas sufrían importantes bajas en ataques que se veían frustrados por la firmeza de los hombres de Kesselring. En Egipto, los soldados y marineros griegos se amotinaron, exigiendo la participación de comunistas en su gobierno. Se produjo un grave enfrentamiento armado. Churchill se opuso firmemente a las peticiones de los amotinados. La revuelta fue sofocada después de que un oficial británico fuera asesinado.

El Foreign Office y los jefes de las tres armas del ejército instaron al primer ministro a que dejara de bombardear a Roosevelt con telegramas sobre cuestiones estratégicas. En aquellos momentos Churchill era proclive a llevar a cabo simultáneamente con «Overlord» más desembarcos en la costa atlántica. El 24 de abril, Dill le hizo la siguiente advertencia: «El presidente, como ya sabe, no tiene mentalidad militar». Las peticiones a Roosevelt simplemente eran notificadas a Marshall, que debía de sentirse mortificado por esa manera de pasar por encima de él. Los británicos perdieron una batalla importante con Washington relacionada con el bombardeo, antes de la invasión, de los enlaces ferroviarios en Francia. Churchill y el gabinete de guerra se oponían a llevar a cabo bombardeos extensivos, pues sin duda suponían la muerte de muchos civiles franceses. Eisenhower y su Estado Mayor, sin embargo, insistían en la necesidad de emprender una campaña de interdicción aérea continuada para ralentizar la reorganización de los alemanes después de los desembarcos del Día D. Roosevelt y Marshall eran de la misma opinión, y sin duda no se equivocaban. Durante las semanas anteriores al 6 de junio, la RAF se unió a las fuerzas aéreas estadounidenses para llevar a cabo incursiones nocturnas y diurnas, que supusieron graves pérdidas para los ejércitos aliados y la muerte de unos quince mil franceses. En el curso de toda la guerra, los bombardeos aliados acabaron con la vida de setenta mil ciudadanos del país galo, frente a los cincuenta mil británicos que perecieron a manos de la Luftwaffe.

Las relaciones con los rusos se habían enfriado. Los de Moscú acusaban a los británicos de intrigar contra ellos en Rumanía. El 8 de mayo, Churchill escribía desolado a Eden: «Los rusos están borrachos de victorias, y son capaces de cualquier cosa, no tienen límites». Durante los seis meses anteriores, un total de 191 barcos británicos habían llevado a Rusia más de un millón de toneladas de alimentos, armas y otros pertrechos, poniéndose por fin a la altura de las necesidades de la Unión Soviética. Pero no hubo ninguna señal de agradecimiento por parte de Stalin. Las discusiones por la cuestión de Polonia eran más vivas que nunca. Churchill volvió a pedir a los polacos de Londres más flexibilidad. Se daba cuenta del escaso peso de ese gobierno en el exilio, con los rusos a punto de ocupar su país, y la aparente indiferencia de Washington.

Aquella primavera los británicos obtuvieron una importante victoria tras rechazar una ofensiva japonesa contra Imfal y Kohima en el noreste de la India. Sin embargo, este triunfo vendría a aumentar las tensiones con los americanos. Estados Unidos comenzó a intensificar sus demandas de poner en marcha una gran ofensiva en el norte de Birmania, con el fin de abrir una ruta terrestre hasta China. Churchill no veía con buenos ojos la perspectiva de una campaña por una jungla donde reinaba la malaria y un calor húmedo sofocante; en su opinión, carecía de sentido. Pero, ante la falta de medios navales americanos para llevar a cabo desembarcos anfibios en el Sureste Asiático, finalmente se destinó el XIV Ejército de Slim a la invasión de Birmania.

El 14 de mayo llegaron buenas noticias desde Italia. La ofensiva «Diadem» de Alexander permitió abrir una brecha en las líneas alemanas, con la notable contribución de las fuerzas coloniales francesas del general Alphonse Juin. El día 23 los angloamericanos iniciaron su ataque desde el perímetro de Anzio. Churchill hizo hincapié a Alexander en la necesidad de cortar la retirada a los hombres de Kesselring, objetivo mucho más importante que la propia conquista de Roma. Pero el general Mark Clark no estuvo de acuerdo con la idea del primer ministro. Ordenó a su V Ejército avanzar a marchas forzadas hacia la capital italiana, y destinó sólo una división a impedir el repliegue enemigo. Fueron tan hábiles los alemanes en sus acciones de retirada, como se demostró en Italia y, más tarde, en el noroeste de Europa, que es muy poco probable que Clark hubiera conseguido detener a Kesselring incluso de haber puesto todo su empeño en ello. Pero, desde luego, no lo puso. La liberación de Roma el 4 de junio llevó a los países aliados a la celebración de una victoria simbólica, pero, desde el punto de vista estratégico, carecía prácticamente de importancia. Como sin duda se daban cuenta todos los interesados, empezando por el primer ministro, la capital italiana no era más que un punto geográfico. Kesselring consiguió establecer otra línea defensiva. La campaña italiana siguió como había empezado, con frustraciones y contrariedades para sus comandantes, y, sobre todo, para su principal adalid, Winston Churchill.

Parece que el primer ministro se equivocó cuando supuso que la causa aliada se habría visto beneficiada por un compromiso mayor por parte de los italianos en 1944. Por mucho que Churchill sintiera pasión por Alexander, lo cierto es que este general era un comandante mediocre, cuya principal virtud fue que supo colaborar en armonía con los americanos, cosa que Montgomery no. Raras veces quiso imponer una idea, pero porque raras veces tenía una. El terreno de Italia favoreció la defensa, que Kesselring dirigió con brillantez. Fue una decisión acertada la conquista de Sicilia por parte de los aliados en julio de 1943, y también fue acertado desembarcar y combatir en Italia dos meses después. Y fue esencial, una vez iniciada esa empresa, llevar a cabo una campaña limitada en el país hasta 1945. Pero los americanos no se equivocaron; primero cuando insistieron en poner en marcha la operación «Overlord», y luego cuando decidieron que había que darle absoluta prioridad. Cuesta creer que las fuerzas que más tarde fueron destinadas a la operación «Anvil» habrían podido conseguir unos resultados parecidos si hubieran permanecido en Italia. El ejército alemán era demasiado bueno, y el campo de batalla muy poco apropiado para los objetivos de los aliados. Además, con la red ferroviaria del norte de Francia prácticamente destruida por los bombardeos, Marsella se convertiría luego para todos los ejércitos de Eisenhower en un centro logístico de importancia vital, por el que se canalizaría el 40 por 100 de sus suministros y pertrechos hasta diciembre de 1944.

Así pues, el primer ministro malgastó un capital en una disputa con Washington que estaba condenado a perder justamente. Le habría ido mejor en algunas de sus pruebas de fuerza con los estadounidenses en 1944 si no hubiera desafiado a su aliado en tantos frentes. El 4 de junio, después de que llegara la noticia de la caída de Roma, envió a Roosevelt el siguiente cablegrama: «¡Cuán magníficamente han combatido sus tropas! Me he enterado de que allí son admirables las relaciones entre nuestros dos ejércitos, de todos los soldados, y aquí hay sin duda una total fraternidad». Es necesario que los grandes hombres se digan unos a otros cosas parecidas en los grandes momentos, pero en este caso la retórica de Churchill iba más allá de la realidad. El periodista americano John Gunther demostró ser mucho más realista cuando, en un libro de la época sobre «Overlord», escribió: «Entre muchos americanos y británicos existe un rechazo atávico».

El mejor fruto que dieron las relaciones angloamericanas en 1944 —y es un fruto muy importante— fue que, a nivel operacional, las fuerzas armadas de las dos naciones supieron trabajar juntas. Los hombres sobre el terreno fueron perfectamente conscientes de que era imprescindible colaborar unos con otros. A los americanos les gustaban algunos altos oficiales británicos —Portal, Tedder, Morgan o el jefe del Estado Mayor de Montgomery, De Guingand—, aunque les costara relacionarse con otros, como, por ejemplo, Brooke. Por parte de la marina real, Cunningham comentaría que le resultaba más fácil entenderse con los soldados del ejército de tierra de Estados Unidos, que con los marineros de este país, sobre todo King, el ceñudo jefe de operaciones navales. Este almirante americano nunca perdonaría a los ingleses que en 1942, en un momento crítico, se negaran a prestar un portaaviones para las operaciones en el Pacífico, después de que los americanos hubieran puesto varias veces sus «plataformas flotantes» al servicio de los objetivos británicos en Occidente. Pero si tenemos en cuenta que en cualquier alianza las relaciones entre las partes interesadas son sumamente complejas, no podemos más que manifestar admiración y gratitud por la manera en la que las fuerzas armadas de Estados Unidos y de Gran Bretaña hicieron causa común entre 1942 y 1945. Y el mérito fue en buena medida de Eisenhower, al que en realidad le gustaban mucho menos los ingleses de lo que su genialidad les hizo creer.

Los problemas entre los miembros de la alianza fueron más evidentes durante la celebración de sus conferencias. En una célebre ocasión, Churchill, hablando de los planes de desinformación elaborados por los aliados para engañar al enemigo, diría que la verdad es un tesoro tan preciado que había que protegerla con una escolta de mentiras. Probablemente dijera lo mismo de sus relaciones con Estados Unidos. En numerosas ocasiones fue preciso recurrir a mentiras piadosas. En mayo de 1942, cuando más arreciaron las críticas a su gestión, un lector de The Times sugirió que en lugar del de primer ministro, Churchill debía ocupar «un puesto que desde hace mucho tiempo está vacante en nuestro cuerpo político, el de Orador Público». La propuesta estaba cargada de malicia, pero es evidente que se trataba de un papel que Churchill supo interpretar con extraordinaria efectividad en las negociaciones de Gran Bretaña con Estados Unidos. En los discursos que pronunció entre 1940 y 1945 se inventó una historia gloriosa de objetivos compartidos por británicos y americanos. Nunca dejó entrever a su pueblo, y mucho menos al de Estados Unidos, sus frustraciones y decepciones por las políticas de Roosevelt y Stalin. El presidente norteamericano, por su parte, correspondió en la misma medida. Para comprender las relaciones angloamericanas durante la guerra es imprescindible dejar de lado la retórica de los dos líderes y darse cuenta de que éstas se basaban, como todas las relaciones entre estados, en percepciones de intereses nacionales. Por parte de Churchill hubo algo de sinceridad en sus sentimientos, pero no por parte de Roosevelt.

A medida que iba acercándose el Día D, la actitud de Churchill resultaba cada vez más desconcertante y compleja, tal vez incluso para él mismo. Sentía un gran estremecimiento ante una operación militar que iba a ser histórica, cuyo éxito podía satisfacer sobradamente las esperanzas que había venido abrigando desde 1940. Dejó claro ante su pueblo, y también al americano, que Gran Bretaña estaba totalmente entregada a esa gran empresa. Prestó el máximo interés por todos los detalles de los planes de invasión, y se encargó personalmente de ordenar la construcción de los puertos artificiales Mulberry que iban a ser utilizados frente a las costas de Normandía. Pero nunca dejó de lamentar las consecuencias que tenía aquel enorme compromiso con la operación liderada por Eisenhower para la campaña de Alexander en Italia. Era perfectamente consciente de que, una vez desembarcadas las tropas aliadas, Estados Unidos iba a controlar las operaciones en el noroeste de Europa. El esfuerzo de guerra de Gran Bretaña alcanzaría su máximo apogeo el 6 de junio. A partir de ese día, iba a verse recortado ante la mirada triste de su jefe y director. En el momento de mayor presencia inglesa en Normandía, Montgomery estuvo al frente de catorce divisiones británicas, una división polaca y tres divisiones canadienses en contacto con el enemigo. Los estadounidenses llegaron a tener sesenta divisiones en el noroeste de Europa, mientras que el Ejército Rojo estaba utilizando a mediados de 1944 cuatrocientas ochenta unidades, pero formadas por un número más reducido de hombres. Raras veces hubo menos de dos tercios del ejército alemán desplegado en el frente oriental. A lo largo del último año de guerra, Churchill, valiéndose sólo de su fuerza de voluntad y de su personalidad, se esforzó por compensar la menor relevancia de las aportaciones de Gran Bretaña en la contienda.

A pesar del optimismo manifestado a Roosevelt y a Marshall, así como en la última reunión informativa celebrada el 15 de mayo en el cuartel general de Montgomery —instalado en la St. Paul’s School, en la zona oeste de Londres— con el rey y con los altos jefes militares de las fuerzas aliadas, Churchill tenía un miedo horrible de que la operación fracasara, o de que se saldara con un número de bajas catastrófico. Todos los cálculos lógicos hacían suponer que los aliados, debido al factor sorpresa, a su poderío aéreo y a sus enormes recursos, iban a desembarcar con éxito. Pero nadie conocía mejor que Churchill la extraordinaria capacidad de combate del ejército de Hitler, así como las limitaciones de los reclutas británicos y norteamericanos; unas limitaciones que habían quedado patentes hacía muy poco en la ofensiva de Anzio. A menudo su imaginación volaba hasta unas alturas inalcanzables para los demás mortales, pero a veces también se hundía en profundos abismos. En diversas ocasiones —en Francia y en el Mediterráneo, en Singapur, en Creta, en Libia y Túnez, o en Italia— sus expectativas heroicas se habían visto frustradas, o mínimamente cumplidas como mucho.

Si, por alguna razón, el Día D resultaba un fracaso, las consecuencias serían increíblemente nefastas para la Gran Alianza. La derrota de Hitler seguiría siendo un hecho que podía considerarse consumado, pero no habría sido posible lanzar una nueva invasión hasta el año siguiente, 1945. El pueblo de Gran Bretaña y el pueblo de Estados Unidos, cansados ya de la guerra, sufrirían un duro golpe que afectaría a su moral y a su confianza en los líderes. Eisenhower y Montgomery tendrían que ser reemplazados, y habría que buscar a sus sustitutos en una lista muy reducida de candidatos. Ese año había elecciones presidenciales en Estados Unidos, y un desastre en Normandía podría precipitar la derrota de Roosevelt. En Westminster y en Whitehall ya corrían muchos rumores en los que se cuestionaba la capacidad de Churchill para dirigir el país debido a su precario estado de salud. «Estoy agobiado de trabajo», exclamó refunfuñando a su secretaria Marion Holmes la noche del 14 de mayo, «de modo que apenas voy a poder prescindir de tus servicios». Aunque era muy improbable que sus temores respecto a «Overlord» se materializaran, y no cabe duda de que sus recelos se veían magnificados por sus responsabilidades y el agotamiento físico, ¿quién podía culparle de que tuviera esos sentimientos y sensaciones? Lo realmente sorprendente es el optimismo y el buen humor con que, durante las semanas previas al Día D, supo ocultar sus lúgubres pensamientos a todos los que lo rodeaban.

Alan Brooke apeló a la autoridad del rey para disuadir a Churchill de que contemplara la ofensiva del Día D desde un crucero en el canal de la Mancha. El primer ministro consideraba que se había ganado el derecho de presenciar in situ aquel gran acontecimiento de la guerra en el oeste de Europa. En un tono entre ofendido y apenado, escribió: «Es lógico que un hombre en el que recaen grandes responsabilidades, y que debe desempeñar un papel efectivo en la toma de una serie de decisiones sumamente graves y terribles relacionadas con el desarrollo de la guerra, necesite refrescarse con un poco de aventura». Sin embargo, además del riesgo para su integridad personal, seguramente Brooke temiera que, de producirse alguna crisis ese día, Churchill no habría podido resistir la tentación de entrometerse. Era por esta razón por la que, desde 1942, el jefe del Estado Mayor General del Imperio había procurado siempre que el primer ministro no estuviera presente en los teatros de la guerra cuando iba a librarse una batalla. La mañana del 6 de junio, si hubiera estado en el canal de la Mancha a bordo de un barco de guerra, a Churchill le habría parecido inconcebible permanecer callado con los brazos cruzados mientras, por ejemplo, los americanos se esforzaban denodadamente por establecer una cabeza de playa en Omaha. Los comandantes que concentraban todas sus energías para llevar a cabo la ofensiva con éxito merecían librarse de los consejos y las invectivas de Churchill.

Así pues, el primer ministro se vio obligado a contentarse con llevar a cabo una ronda de visitas a las fuerzas encargadas de la invasión, mientras éstas se preparaban para el cometido que el destino les había asignado. «Winston… se ha subido a su tren, y está realizando una gira por la zona de Portsmouth. ¡Se está convirtiendo en un verdadero pelmazo!», escribía Brooke de manera poco solidaria. El 4 de junio el convoy ferroviario del primer ministro, que se encontraba a unos cuantos kilómetros de la costa en una vía muerta de la estación de Droxford, en Hampshire, no paró de recibir visitas. Eden se puso hecho una furia por las deficiencias del equipamiento del tren, que sólo contaba con un baño y un único teléfono: «El señor Churchill parecía estar siempre en el baño, y el general Ismay al teléfono. De modo que, aunque físicamente nos encontrábamos más cerca del escenario de la batalla, era prácticamente imposible trabajar». Sin que el primer ministro pudiera escucharlos, Bevin y el secretario de Exteriores charlaron amistosamente, pero con absoluta deslealtad, acerca de las perspectivas que tendría un gobierno de coalición si «el viejo» se veía obligado a retirarse. Bevin comentó que podía trabajar con Eden como primer ministro, siempre y cuando el tory se comprometiera a nacionalizar las minas de carbón, como pretenderían los sindicatos. Smuts se unió a la conversación y preguntó sobre qué habían estado hablando. Cuando supo las condiciones de Bevin, «Sócrates» replicó secamente: «¡Pues qué barato!». Fue sorprendente que los tres mantuvieran una conversación de tan mal gusto mientras un cuarto de millón de hombres en la flor de la juventud se preparaban para asaltar el Muro Atlántico de Hitler. Sin embargo, no era más que un reflejo de la nueva actitud de la clase política británica, que miraba hacia un futuro más allá de Winston Churchill.

Convocado premeditadamente con retraso, De Gaulle llegó a Inglaterra procedente de Argel. El primer ministro caminó por las vías del tren para ir a su encuentro con los brazos abiertos. De Gaulle, despreciando el abrazo que se le ofrecía, descargó toda su ira porque se le había negado un papel en el regreso de los aliados a su país. Churchill explicó que los americanos insistían en que no debía cederse a su comité el gobierno de los territorios de la Francia liberada. Los británicos tenían que acatar los deseos de los estadounidenses. Instó a De Gaulle a solicitar una entrevista personal con Roosevelt, en la esperanza de que en el curso de la misma lograran resolver las diferencias. Más tarde, el francés declararía que fue en Droxford donde Churchill le dijo que, de verse obligada a elegir entre Estados Unidos y Francia, Gran Bretaña elegiría siempre al primero. Es muy probable que esta afirmación fuera una falacia, o como poco una exageración deliberada. Pero el rencor de De Gaulle por habérsele negado su autoridad en Francia, pretensión que durante cuatro años se había esforzado en justificar, se manifestaría en una animosidad hacia Gran Bretaña hasta el final de su vida. Churchill intercambió con Roosevelt diversos mensajes acerca de la conveniencia de enviar de vuelta a Argel al líder de la Francia Libre. Al final, se le permitiría quedarse. Pero las relaciones anglo-francesas quedarían envenenadas hasta un punto que no se vería mitigado ni siquiera por la posterior ascensión al poder del general De Gaulle.

Milovan Djilas, el líder partisano yugoslavo, se encontraba con Stalin en su dacha, situada a las afueras de Moscú, cuando llegó la noticia de que los aliados iban a desembarcar en Francia al día siguiente. El caudillo soviético comentó con su habitual cinismo: «Sí, tendrá lugar un desembarco, pero si no hay niebla. Hasta ahora siempre ha habido algo que ha interferido. Sospecho que mañana ocurrirá alguna otra cosa. ¡Tal vez se reúnan con un grupo de alemanes! ¿Y qué pasará si se reúnen con unos alemanes? Tal vez ya no haya un desembarco, sino más promesas como viene siendo habitual». Inmediatamente, Molotov se puso a explicar al yugoslavo que, en realidad, Stalin no dudaba de que fuera a producirse una invasión, pero que se divertía riéndose de los aliados. En ese sentido, después de oír tantas evasivas y tantas verdades a medias durante los últimos dos años, puede que el líder soviético se hubiera ganado el derecho a mofarse.

A última hora de la tarde del 5 de junio, Churchill estaba de vuelta en Londres. Antes de irse a acostar, Clementine dio las buenas noches a su esposo, que se encontraba en la sala de los mapas. El primer ministro dijo: «¿Te das cuenta de que cuando te levantes mañana, veinte mil jóvenes quizá hayan perdido la vida?». A diferencia de los americanos, con su optimismo inquebrantable, desde 1940 Churchill había cargado con las consecuencias de muchos fracasos. Para Gran Bretaña sería mucho más que nefasto si sus ejércitos no lograban estar a la altura de un momento tan transcendental como aquél.

El 6 de junio, los desembarcos del Día D representaron la mayor proeza de organización militar de la historia; un verdadero triunfo de la planificación, la logística y, sobre todo, el esfuerzo humano. La gran ofensiva de las fuerzas aerotransportadas en los flancos, que dio inicio en plena oscuridad, y los bombardeos aéreos y navales, seguidos al alba por la llegada precipitada a las playas que habían sido atacadas de más de cien mil hombres, entre ingenieros, soldados de infantería, tripulaciones de blindados y artilleros, de nacionalidad británica, estadounidense y canadiense, constituyeron un enorme éxito. Con un espíritu que habría conmovido el corazón del primer ministro, cuando una lancha de desembarco del Regimiento East Yorkshire se acercaba a la playa de La Breche, el comandante de la compañía, «Banger» King, leyó en voz alta a sus hombres unos versos de Enrique V:

¡Adelante, adelante nobles ingleses, por cuyas venas corre la sangre de los padres probados en la guerra!

Tocado con un reluciente casco de latón del cuerpo de bomberos, el alcalde de Colville se presentó en la playa para dar la bienvenida a los invasores. En la playa de Omaha la 29.a División estadounidense fue la que encontró la oposición más feroz. «Cuando nuestra lancha tocó fondo, y bajó la rampa», recordaría más tarde un soldado de infantería, «me convertí en visitante del infierno». En opinión de Ernest Hemingway, que servía como corresponsal de guerra, los cañones de los buques de guerra de apoyo «sonaban como si estuvieran lanzando trenes enteros a través del cielo». Los invasores lucharon con tenacidad, en medio del fuego y el humo, rodeados de enormes alambradas y campos de minas, contra fortines y posiciones de artillería, para reafirmar las pretensiones de los ejércitos aliados en la Europa de Hitler.

En el Muro Atlántico del Führer se abrió una brecha. Churchill se pasó la mañana del Día D en la sala de mapas, siguiendo hora a hora el desarrollo de los desembarcos. Había pocos hombres en el mundo para los que aquella batalla significara tanto. A mediodía dijo en la Cámara de los Comunes: «Esta colosal operación es sin duda la más compleja y difícil que ha tenido lugar en la historia». Almorzó con el rey, y por la tarde regresó a Downing Street; luego, a las seis y cuarto, pensó que era el momento de informar a los parlamentarios de que la batalla estaba desarrollándose «de manera sumamente satisfactoria». En lugar de la matanza que había temido que se produjera, en el Día D sólo perdieron la vida tres mil soldados, entre estadounidenses, británicos y canadienses, y un número aproximadamente igual de civiles franceses. Por la noche, en algunos lugares los británicos habían podido avanzar varios kilómetros hacia el interior, asegurando una serie de perímetros que en poco tiempo quedarían unidos. Todavía quedaba por delante una lucha prolongada y terriblemente encarnizada, pues tanto atacantes como defensores se apresurarían a reforzar sus ejércitos en Normandía. Habría jornadas en las que morirían muchos más soldados aliados que los que cayeron el propio 6 de junio. Pero el triunfo de «Overlord» estaba garantizado.

Gracias a los planes ideados por los angloamericanos para despistar al enemigo, mediante los cuales se consiguió que Hitler siguiera esperando la realización de nuevos desembarcos, y gracias también a los bombardeos efectuados antes de comenzar la invasión, la concentración de fuerzas de los alemanes fue mucho más lenta de lo temido. La noche del 7 de junio, doscientos cincuenta mil hombres de Eisenhower se hallaban ya en territorio francés. Al cabo de tres días, esa cifra alcanzaría los cuatrocientos mil, Churchill advirtió a los parlamentarios británicos que debían evitarse las manifestaciones de optimismo exagerado. Aunque «hayan quedado atrás graves peligros, aún nos aguardan enormes esfuerzos». El 10 de junio, en un cablegrama dirigido a Stalin, expresó las esperanzas que tenía depositadas en la campaña de Italia, diciendo, de manera harto curiosa, que Alexander estaba «persiguiendo a lo que queda del maltrecho ejército de Kesselring en su rápida huida hacia el norte. Va pisándole los talones, y mientras tanto arremete contra todas las fuerzas enemigas que encuentra a su paso». Pero, en honor a la verdad, semejante derroche de energía y una victoria tan exhaustiva estaban completamente fuera del alcance de Alexander y sus hombres.

Dos días después, el 12 de junio, a Churchill por fin le fue permitido visitar la cabeza de playa de la invasión en Normandía; una expedición que, por supuesto, le encantó. De camino a Portsmouth quiso bromear a costa de uno de sus acompañantes, el almirante Ernest King, aunque su empeño fuera como pretender encender una cerilla en un iceberg: «No esté tan triste. No voy a tratar de quitarle nada a la marina de Estados Unidos en este preciso momento». Quedó encantado con el espectáculo de las costas invadidas, y volvió a enviar un cablegrama a Stalin diciendo: «Es una vista magnífica la que ofrece esa ciudad de naves que se extiende a lo largo de casi ochenta kilómetros de costa, aparentemente a salvo de los aviones y de los ataques de los submarinos, que se encuentran cerquísima». Durante un almuerzo con Montgomery expresó su sorpresa de que los campos normandos parecieran relativamente intactos: «Estamos rodeados de vacas bien cebadas, tumbadas en verdes pastos, con las patas cruzadas». Antes de regresar a Inglaterra, el destructor en el que viajaba disparó unas cuantas cargas hacia unas posiciones alemanas situadas en la costa, a una distancia de alrededor de seis mil metros. Churchill manifestó su satisfacción por encontrarse por primera vez a bordo de un barco de la marina real en acción.

En Londres le esperaba una lúgubre bienvenida. Aquella noche, comenzaron a llover bombas voladoras alemanas V1 sobre la capital británica. Churchill, ya en su residencia de Downing Street, salió a la calle y permaneció allí de pie, mirando el cielo, oyendo el estruendo de los motores de las bombas volantes, cuyo repentino silencio presagiaba su caída e inmediata detonación. No tardaron en explotar cerca de donde él estaba. El domingo, 18 de junio, una V1 acabó con la vida de sesenta personas que celebraban un servicio en la Capilla de los Guardias, a unos trescientos metros de su despacho. Durante la que fue una larga noche de explosiones y fuego antiaéreo, a las 2 de la madrugada, se puso a dictar a su secretaria, Marion Holmes. «El primer ministro me preguntó si estaba asustada. Respondí, “no”. ¿Quién podía estar asustada en su compañía?». El primer lord del Mar, Cunningham, a menudo fue muy crítico con Churchill, pero el 19 de junio, después de una reunión del comité de «Crossbow», la campaña de operaciones contra todas las fases del programa alemán de bombas voladoras y misiles, escribiría en su diario: «[El primer ministro] estuvo espléndido, y dijo que había que exponer el asunto sin rodeos al pueblo, y explicarle que sus tribulaciones formaban parte de la batalla que se libraba en Francia, y que debían estar muy alegres por poder compartir los peligros de sus soldados».

Pero lo cierto es que los hombres y mujeres de Gran Bretaña quedaron muy trastornados por la ofensiva de las V1. Eran cuatro años más viejos, y su cansancio incomparablemente mucho mayor que en los tiempos de los bombardeos masivos de 1940. La impersonalidad monstruosa de aquellos artefactos explosivos voladores, que caían sobre los objetivos a cualquier hora del día o de la noche, le parecía a la gente de una crueldad sumamente refinada. La señora Lylie Eldergill, una londinense de los barrios del este de la ciudad, escribía a una amiga estadounidense en los siguientes términos: «Espero que acabe muy pronto. Mis nervios ya no pueden más». Brooke se sintió realmente molesto por el sentimentalismo del secretario de Interior, Herbert Morrison: «No dejaba de repetir que a la población de Londres no podía pedírsele que soportara esa tensión después de cinco años de guerra… Fue una intervención patética». Los bombardeos tuvieron graves repercusiones sobre la producción industrial de las zonas afectadas. Durante la primera semana perecieron 526 civiles, y a partir de entonces el número de víctimas fue aumentando sin cesar. El hecho de que la caída de Roma y el Día D hubieran tenido lugar antes de que empezara la ofensiva de las V1 fue como un regalo llovido del cielo para la moral de los británicos. Hitler cometió un gravísimo error al malgastar tantos recursos en su programa de armamento secreto. Las bombas voladoras V1 y las V2, introducidas posteriormente, eran maravillas de la tecnología para los parámetros de la época, pero su sistema de guía era poco preciso, y sus ojivas demasiado pequeñas, para alterar los resultados estratégicos. Simplemente permitieron a los nazis someter a una gran tensión y fatiga a la población británica. Habrían infligido unos daños mucho más importantes si hubieran sido dirigidas a la cabeza de playa de los aliados en Normandía.

Macmillan describe a Churchill durante una velada en Chequers celebrada por aquel entonces, y nos cuenta que el primer ministro, «sentado en el salón, dijo a eso de las seis: “Soy un hombre viejo y hastiado. Me siento exhausto”. La señora Churchill replicó: “¡Pues piensa por un momento cómo deben sentirse Hitler y Mussolini!”. A lo que Winston contestó: “¡Ah, pero al menos Mussolini ha podido tener la satisfacción de matar a su yerno! [el conde Ciano]”. Aquel gracioso intercambio de frases agudas le divirtió tanto que salió a dar un paseo y pareció revivir». Uno de los comentarios más célebres que escribió Brooke en su diario a propósito del primer ministro es el que corresponde al 15 de agosto:

Hemos llegado al momento en el que, por el bien del país y por el bien de su propia reputación, sería un regalo llovido del cielo que desapareciera de la vida pública. Probablemente haya hecho por su país lo que ningún otro hombre ha hecho nunca, su reputación ha alcanzado el máximo apogeo, y sería una tragedia que semejante pasado se viera manchado por acciones alocadas durante una decadencia inevitable que se ha puesto en marcha desde el año pasado. Personalmente, me ha resultado imposible trabajar con él últimamente, y me asusta pensar hacia dónde es capaz de dirigirnos ahora.

Sin embargo, aunque era verdad que Churchill estaba viejo y cansado, y que a menudo se le iba la cabeza, era indiscutible su liderazgo como señor de la guerra de Gran Bretaña, y Brooke se deshonró a sí mismo manifestando semejante impaciencia con él. El primer ministro poseía una grandeza que elevaba el prestigio global de su país a unos niveles que superaban con creces los alcanzados a través de la menguada contribución militar británica. Jock Colville escribía: «Cualesquiera que sean las deficiencias del primer ministro, es indudable que él ofrece una guía y un sentido a los jefes de Estado Mayor y al Foreign Office en asuntos que, sin él, a menudo se perderían en el laberinto de los departamentos o se ignorarían por prudencia o por compromiso. Además, posee dos cualidades, imaginación y resolución, que brillan claramente por su ausencia entre los demás ministros y los jefes de Estado Mayor. Oigo cómo lo critican, con frecuencia individuos que están en estrecho contacto con él, pero, en mi opinión, buena parte de esas críticas se deben a una incapacidad de contemplar a las personas y sus acciones desde una perspectiva correcta cuando se las analiza desde demasiado cerca». Todas estas observaciones eran sumamente acertadas.

Incluso en la última fase de la guerra, cuando el dominio de los americanos se hizo dolorosamente explícito, Churchill cumplió con el difícil cometido de mantener vivo el ímpetu de su nación. Después del Día D, de no haber sido por las aportaciones personales del primer ministro, Gran Bretaña se habría convertido en un país atrasado, en un centro de abastecimiento y en un portaaviones de los ejércitos capitaneados por Estados Unidos en Europa. En el campo de batalla era evidente que el ejército de tierra británico volvía a demostrar sus limitaciones. Alan Moorehead, el corresponsal de guerra que cubrió la campaña del desierto, de Italia y de Normandía, tenía muy buena relación con Montgomery. Una vez acabada la guerra, Forrest Pogue se haría eco de su opinión en unas anotaciones muy concisas: «En julio, el soldado americano [era] mejor que el británico. El de origen inglés… procedía de divisiones que habían sufrido muchísimas bajas. En los primeros días fui en tanques británicos. Se detenían en cada puente porque era probable que hubiera un 88 por ahí cerca». Estas censuras tal vez parezcan muy duras, pero los americanos no se equivocaban cuando pensaban que los británicos sentían, después de cinco años de guerra, más aversión que ellos por las bajas y los incidentes.

En 1944-1945 Churchill ejerció mucha menos influencia en los acontecimientos que en el período comprendido entre los años 1940 y 1943. Pero sin él, su país habría parecido una simple víctima exhausta del conflicto, y no la protagonista que el primer ministro estaba decidido a hacer que siguiera siendo considerada Gran Bretaña, hasta el final. «A estas alturas», dijo Churchill en la Cámara de los Comunes, «es indudable de que se trata de una historia gloriosa, no sólo liberar los campos de Francia de una atroz esclavitud, sino también unir en lazos de verdadera camaradería a las grandes democracias de Occidente y a los pueblos de lengua inglesa del mundo… Sigamos, pues, con la batalla en todos los frentes… Avancemos a través de la tormenta, ahora que ha alcanzado su mayor furia, con la misma resolución y firmeza que demostramos al mundo cuando estábamos solos». Y eso es lo que él intentó hacer.