Europa en llamas
La primavera y el verano de 1944 fueron testigos del florecimiento, aunque incompleto, a ojos del primer ministro, de uno de sus motivos de inspiración más queridos: la resistencia en la Europa ocupada y en los Balcanes. Allá por 1940, Churchill dictó una célebre orden a su ministro de Guerra Económica: «¡Pon a Europa en llamas!». Esta medida dio lugar a la creación de la Dirección de Operaciones Especiales (SOE por sus siglas en inglés), organización secreta encargada de fomentar la resistencia —explícitamente el terrorismo, esto es, la actividad armada a manos de civiles no uniformados— en todos los países dominados por el Eje. En submarinos y barcos pequeños, en avión y en paracaídas, agentes entrenados en Gran Bretaña entraron primero en Europa, y luego en el Sureste Asiático, con el fin de establecer contacto con cuantos quisieran levantar la bandera de la oposición a la tiranía, aunque fuera por medios no convalidados por la Convención de Ginebra. Los sucesos de Francia han recibido la máxima atención de los cronistas de posguerra, aunque la resistencia de Yugoslavia llegó a tener una significación estratégica mucho mayor, como Churchill empezó a pensar a partir de 1943.
Los hombres y mujeres de la SOE crearon una de las leyendas más duraderas de la Segunda Guerra Mundial. Se consideraba entonces particularmente heroico, como sigue considerándose hoy día, arriesgarse a la tortura y a la muerte en solitario, detrás de las líneas enemigas. El apoyo a la insurrección interna representaba un acto personal de fe por parte del primer ministro, creencia que iba en contra de las opiniones de muchos de sus asesores militares. Churchill tenía el convencimiento de que los pueblos de Europa desempeñarían un papel importante en su propia liberación, y de ese modo llegó a declarar el 10 de junio de 1941: «Ayudaremos y animaremos a los pueblos de todos los países conquistados a resistir y a rebelarse. Arruinaremos y perjudicaremos cualquier intento que haga Hitler de sistematizar y consolidar su dominación». Por orden del primer ministro, un documento de planificación del Departamento de Guerra abordaba ese mismo mes el fomento de la resistencia: «Debe hacerse que los pueblos sojuzgados se levanten contra sus opresores, pero no hasta que se haya montado el escenario debido. El “ataque desde dentro” es el concepto básico de esas operaciones, y deberíamos poder hacerlo en mayor medida que los alemanes. Ellos tenían sólo unos pocos colaboracionistas dispuestos a ayudarlos, y nosotros contamos con poblaciones enteras. Los patriotas deben ser organizados en secreto y ser provistos de armas personales que se les entregarán por vía aérea en caso de que sea necesario».
Churchill suponía que las poblaciones autóctonas desempeñarían un papel primordial en su propia liberación. Si Estados Unidos entraba en la guerra, escribía en un comunicado a Portal, el jefe del Estado Mayor del Aire, el 7 de octubre de 1941, habría «ataques simultáneos de fuerzas blindadas en muchos de los países conquistados que están maduros para la rebelión». En un artículo de 15 de junio de 1942 citaba el «levantamiento de la población» entre los primeros objetivos de los desembarcos de los aliados en el continente. La misión de la SOE era acelerar esa maduración y esos «levantamientos». En numerosos libros publicados incluso en el siglo XX, el relato de lo sucedido cada vez que se intentó hacer realidad esa visión se halla profusamente teñido de detalles novelescos. La realidad fue, como mínimo, igual de interesante, pero mucho más compleja.
En junio de 1940, expresando al primer ministro canadiense Mackenzie King su incertidumbre sobre si Francia seguiría en la guerra o no, Churchill escribió: «Espero que, en el peor de los casos, mantengan una guerrilla gigantesca». A la hora de la verdad, durante los primeros años de ocupación, Francia y el resto de los países de Europa occidental permanecieron pasivos. Los actos de oposición violenta fueron muy esporádicos. El drama de la derrota tardó algún tiempo en ser superado, y lo mismo les ocurrió a los espíritus rebeldes de mentalidad afín, que necesitaron tiempo antes de encontrarse y de unirse formando grupos. Los británicos no estaban en condiciones de ofrecer ayuda. Y lo que es más importante, sólo una pequeña minoría de gente estaba dispuesta a oponerse activamente a los alemanes. En materia de resistencia, como en muchas otras cosas, el entusiasmo heroico de Churchill tuvo poca resonancia en el ánimo de los ciudadanos de Europa, preocupados por intereses más prosaicos. Su prioridad era dar de comer a sus familias, ganar un sueldo, y seguir teniendo un techo sobre sus cabezas. Cualquier desafío a los ocupantes podía poner en peligro —ni más ni menos que en peligro de muerte— todos esos objetivos sencillamente humanos.
Las manifestaciones de violencia iban en contra de los consensos nacionales. No era que los alemanes fueran del agrado de la gente, pero la aceptación de su hegemonía parecía representar la única actitud racional. Figuras tan destacadas como el escritor francés André Gide, aunque rechazaba expresamente la colaboración con los ocupantes, se mostraba en contra también de la idea de oposición violenta. Hasta que la Unión Soviética y Estados Unidos entraron en la guerra, el dominio que ejercía Hitler sobre su imperio estaba por encima de cualquier desafío militar. El primer ministro de Gran Bretaña pronunció palabras de ánimo, repetidas en numerosas lenguas a los pueblos oprimidos por locutores radiofónicos que hablaban desde Londres, pero no había ningún ejército inglés capaz de instalarse de nuevo en el continente. Eso hacía que los habitantes de los dominios recién conquistados de Hitler no estuvieran en su mayor parte dispuestos a arriesgar el bienestar de sus sociedades mediante acciones que habrían recibido cumplida venganza.
Incluso en el caso de los que estaban dispuestos a luchar, Churchill no supo entender las dificultades que comportaba el hecho de llevar a cabo acciones de guerrilla contra un ocupante eficaz y despiadado en las regiones fuertemente urbanizadas de Europa. En Dinamarca, Holanda, Bélgica y muchas partes de Francia, había pocos escondites para las bandas armadas. Los alemanes adoptaron políticas destinadas a fomentar la pasividad. Cualquier acción realizada contra sus tropas acarreaba el castigo de comunidades enteras. El 27 de mayo de 1941, Churchill envió una nota a lord Selborne, el sucesor de Dalton en el Ministerio de Economía de Guerra, sugiriéndole que suministrara a los pueblos oprimidos armas sencillas y cartuchos de dinamita. Pero el uso de esas «armas sencillas» por esos «pueblos oprimidos» provocó reacciones conscientemente desproporcionadas por parte de los alemanes. El 20 de octubre de ese mismo año, un comunista alsaciano mató de un tiro al gobernador militar alemán de Nantes, y logró escapar. El historiador Robert Gildea ha escrito: «Lejos de acoger aquel asesinato como el primer paso hacia su liberación, la población de Nantes quedó horrorizada, entre otras cosas porque el alemán asesinado era un personaje singularmente simpático». Fueron ejecutados cincuenta rehenes civiles. Este episodio hizo que Maurice Schumann efectuara una alocución desde Londres a través de la emisora francesa de la BBC, solicitando que no volvieran a repetirse actos terroristas como aquél. De Gaulle transmitió el mismo mensaje el 23 de octubre.
Churchill, sin embargo, no estaba de acuerdo. Creía que era fundamental infligir el mayor dolor y las mayores molestias al enemigo. Consideraba que las muertes de los rehenes eran un sacrificio necesario para que el pueblo de Francia pudiera demostrar que no iba a doblegarse nunca ante la tiranía, como en realidad había hecho la mayoría de los franceses desde junio de 1940. En una ocasión dijo a los presentes en una sesión del Comité de Defensa del gabinete que aunque los actos de resistencia provocaran represalias sangrientas, «la sangre de los mártires ha sido la semilla de la iglesia». El comportamiento de los secuaces de Hitler en la Europa ocupada había hecho que los alemanes fueran odiados como no lo había sido ningún otro pueblo, dijo, y había que aprovechar esos sentimientos. Deploraba cualquier intento de sofocar la resistencia en interés de los meros espectadores inocentes: «No hay que hacer nada que redunde en perjuicio de este método valiosísimo de acosar al enemigo». Se trataba de una extensión de la postura que había adoptado cuando Gran Bretaña se vio amenazada por la invasión. En 1940, los generales Pager y Auchinleck insistieron en que se dijera a la población civil que se quedara en sus casas y que no arriesgara su vida ofreciendo una resistencia inútil a los alemanes armada con guadañas y adoquines. El primer ministro se mostró vigorosamente en contra. En la guerra, dijo, se da cuartel al enemigo no ya por motivos de compasión, sino para disuadirle de seguir luchando hasta el final: «Aquí deseamos que todos los ciudadanos luchen a la desesperada y lo harán con tanto más ahínco si saben que la alternativa es la muerte». Lo mismo que esperaba de la población civil británica en 1940, es lo que intentó que hicieran luego los habitantes de la Europa ocupada.
Tenemos aquí a Churchill en su faceta más despiadada. Tuvo miedo en todo momento de que, si se la dejaba sola, Europa cayera en una completa subordinación a la hegemonía de Hitler. El hecho de que fueran pocos los franceses que se unieran bajo la bandera de De Gaulle no sólo en 1940, sino durante todos los años siguientes, constituyó para él un constante motivo de decepción. Por fortuna para las aspiraciones de Churchill, Alemania adoptó hacia la mayoría de los países de su imperio europeo unas políticas tan descaradamente egoístas que hasta los gobernantes de la Francia de Vichy llegaron a comprender que no podían crear una asociación con sus ocupantes. Berlín buscaba sólo el saqueo económico. Así pues, la política de Hitler redundó en beneficio de la de Churchill.
No obstante, al menos hasta después del Día D, en 1944, las represalias convencieron a la mayoría de los habitantes de los países ocupados de que el coste de los actos de violencia era muy superior a su valor. Los noruegos, aunque profundamente antialemanes, organizaron la resistencia con una prudencia considerable. Las fuerzas especiales noruegas enviadas desde Gran Bretaña atacaron ocasionalmente objetivos importantes, como las instalaciones de producción de agua pesada de Rjukan, pero la población del país evitó participar en combates abiertos. En Checoslovaquia, el asesinato de Reinhard Heydrich, el «protector» de Bohemia y Moravia, el 27 de mayo de 1942 a manos de unos checos enviados en paracaídas desde Gran Bretaña, dio lugar a unas represalias espantosas, particularmente la matanza de 198 hombres de la aldea de Lídice, cuyas mujeres fueron enviadas a campos de concentración. Los grupos de resistencia local fueron aplastados. Muchos checos creen incluso hoy día que el asesinato fue un error, puesto que costó un precio tan alto en vidas inocentes.
En Francia, la detonación de una bomba al borde de la carretera en Marsella dio lugar a que los alemanes demolieran todo el vieux quartier de la ciudad, dejando a cuarenta mil personas sin hogar. Terrasson, una bonita localidad del centro sur de Francia, sufrió muchísimo a consecuencia de las actividades de la resistencia y de las represalias de los alemanes. «El ciclo es muy sencillo», escribía desconsolado el alcalde del pueblo, Georges Labarthe a su madre, residente en París, en junio de 1944: «El maquis lleva a cabo una operación; llegan los alemanes; la población civil paga los platos rotos; los alemanes se van y vuelve a aparecer el maquis. Cuando se producen bajas entre los alemanes, su venganza es terrible. Debo confesar que en estas circunstancias cuesta trabajo ser el representante y defensor del pueblo».
En la Europa occidental, la resistencia cobró fuerza sobre todo en las zonas despobladas que menos interesaban estratégicamente a Hitler, esto es, en las más alejadas de la costa y de una posible invasión. Como eran los que más tenían que perder, la inmensa mayoría de las personas que poseían cuantiosos bienes, la aristocracia y los hombres de negocios, colaboró con los ocupantes. Muchos agentes de la SOE capturados por los alemanes fueron traicionados por la población del país. Los oficiales británicos buscaron apoyo y cobijo sobre todo en las gentes humildes: maestros de escuela, sindicalistas y granjeros. Sólo el 20 por 100 de las cartas abiertas por la censura francesa incluso cuando la guerra estaba ya avanzada, durante los primeros seis meses de 1944, expresaba una aprobación del «terrorismo». Un comentario que podía leerse habitualmente en ellas era el siguiente: «El maquis actúa en nombre del patriotismo, pero afortunadamente la policía es cada vez más fuerte y espero con todo mi corazón que acabe con esos jóvenes lo antes posible, pues cometen toda clase de atrocidades contra gentes inocentes». Julian Jackson escribe: «Existen otras pruebas de que la violencia del maquis era condenada por muchos». En el Jura, donde se produjeron terribles actos de barbarie por parte de los alemanes en 1944, algunos médicos de la región ni siquiera quisieron atender a los heridos de la resistencia. Había mucha gente que no estaba dispuesta a dar cobijo a los refugiados. Y los curas se negaban a rezar por los moribundos. En el departamento de Haute-Saóne, el prefecto del régimen de Vichy anotó el siguiente comentario: «Los terroristas gozan cada vez menos de la complicidad de la población rural». Represión extrema, brutalidad desenfrenada, odio fomentado y también miedo. La política alemana se mostró notablemente eficaz en la supresión de la disidencia.
Churchill imaginaba que la población de Europa causaría tantos problemas a los alemanes que la ocupación resultaría demasiado costosa, e incluso inviable. Pero unos civiles sin adiestramiento y mal organizados nunca podrían aspirar a derrotar a unas tropas regulares. «¿Qué es un ejército sin artillería, sin tanques ni fuerza aérea?», preguntaba Stalin en tono despectivo refiriéndose a la resistencia polaca. «En la guerra moderna un ejército semejante tiene muy poca utilidad». Y desde luego no se equivocaba. La objeción que ponían muchos europeos honestos y patriotas a la resistencia era que su violencia, que, aunque lentamente, iba incrementando su ritmo, conseguía molestar a los alemanes, pero no provocaba en ellos ninguna crisis. Salvo notables excepciones, cabe afirmar en general que la resistencia contó sobre todo con el apoyo entusiasta de todos aquéllos, tanto británicos como habitantes de los países ocupados, que no tenían ningún interés personal en las comunidades locales, que eran las que sufrían directamente las represalias.
Algunos oficiales británicos de alto rango se opusieron a la labor encomendada a la SOE por motivos pragmáticos y éticos. Veían la improbabilidad de que el fomento de una rebelión masiva, como quería Churchill, saliera bien, y se sentían incómodos teniendo que promocionar las acciones terroristas de unos civiles armados. El jefe del Estado Mayor del Aire, Portal, intentó en febrero de 1941 insistir en que uno de los primeros grupos de la SOE lanzados en paracaídas sobre territorio francés llevara uniforme: «Opino que el lanzamiento de hombres vestidos de paisano con el fin de cometer atentados para matar a miembros de las fuerzas enemigas no es una operación con la que deba asociarse a la Real Fuerza Aérea», dijo a Gladwyn Jebb, del Foreign Office. «Creo que estará usted de acuerdo en que existe una diferencia enorme, en el terreno ético, entre la operación de lanzamiento de un espía desde el aire, método que lleva largo tiempo practicándose, y este nuevo plan de lanzar a gentes que sólo puede uno llamar asesinos». Semejante puntillosidad puede parecer irónica en un individuo que fue uno de los arquitectos de los bombardeos de área. Pero ilustra los sentimientos de muchos altos oficiales del ejército. Otros, como sir Arthur Harris, del Mando de Bombarderos, se convirtieron en enemigos acérrimos de la SOE, porque les molestaba la diversión de aviones que provocaba la necesidad de prestar apoyo a sus redes.
Sir Stewart Menzies y sus subordinados del Servicio Secreto de Inteligencia (SIS por sus siglas en inglés) odiaban a sus rivales, simples aficionados, en primer lugar por motivos territoriales en Whitehall, y en segundo lugar porque sobre el terreno las emboscadas y los actos de sabotaje irritaban a los alemanes y hacían que resultara más difícil la recogida de información de manera discreta por parte de los agentes del SIS. Uno de los primeros colaboradores de la SOE en Oriente Medio, Bickham Sweet-Escott, escribió a propósito de su introducción en aquel mundo de capa y espada: «Nadie que no la haya experimentado puede imaginarse la atmósfera de envidia, suspicacia e intriga que envenenaba las relaciones existentes entre los distintos departamentos secretos y semisecretos en El Cairo durante aquel verano de 1941». La situación no era mucho mejor un año después, cuando fue enviado al Mediterráneo como ministro residente Oliver Lyttelton, que hizo el siguiente comentario: «Me molestó… la falta de seguridad, el derroche y la ineficacia de la SOE». Las mismas críticas se oían a menudo en Londres.
Entre 1940 y 1943, la máxima hazaña de la SOE en la mayoría de los países ocupados fue mantener vivos a sus agentes y sus radiotransmisores en funcionamiento, cosechando casi todos sus éxitos en las zonas rurales. La entrada en la guerra de la Unión Soviética provocó un clamoroso aumento del poder de la resistencia, gracias a la integración en ella de los comunistas europeos. Un segundo acontecimiento decisivo para Francia fue la introducción en 1943 de enormes cantidades de mano de obra forzosa en Alemania, el llamado Service de Travail Obligatoire, STO. Decenas de millares de jóvenes intentaron esconderse huyendo al campo, al maquis, para no ser deportados a Alemania. Formaron bandas capitaneadas por individuos de distintas filiaciones políticas, a menudo hostiles entre sí. A la mayoría lo único que le preocupaba era salir adelante por medio del bandolerismo, lo que provocaba las iras de sus victimas burguesas, y no luchar contra los alemanes. Muchos franceses aseguraron con tristeza una vez acabada la guerra, al menos en privado, que los alemanes se comportaron mejor que los maquisards comunistas. Corre la especie falsa de que los grupos de la resistencia estaban capitaneados por oficiales de la SOE, pero rara vez fue así. La mayoría de los agentes británicos desempeñó el papel de enlaces, ejerciendo diversos grados de influencia sobre los cabecillas de los grupos franceses gracias a su control de los lanzamientos de dinero y de suministros.
Y sobre todo, hasta la primavera de 1944 la resistencia estuvo muy mal armada. Sólo entonces los aliados poseyeron aviones y armas suficientes para empezar a equipar como era debido a los maquisards. La descabellada propuesta hecha en noviembre de 1941 por lord Cherwell, consistente en lanzar cajas de armas al azar por toda la Europa ocupada con el fin de fomentar actos espontáneos de violencia, fue rechazada porque suponía un despilfarro de los escasos recursos aéreos disponibles. Hasta los últimos meses antes de la liberación, las operaciones de sabotaje y de guerrilla en la mayor parte de los países europeos —con la notable excepción de Yugoslavia, sobre la cual hablaremos con mayor profundidad más adelante— fueron de una magnitud relativamente pequeña. La llamada Armée Secrète, que reconocía la autoridad de De Gaulle, en general respetó las órdenes de Londres de permanecer pasiva hasta que estuvo cerca el Día D. Las bandas comunistas de los FTP —Franc-Tireurs et Partisans— adoptaron una táctica más activa, con un desprecio implacable de los intereses de la población local.
A Churchill le encantaba reunirse con los agentes británicos y franceses cuando regresaban de sus arriesgadas misiones. Recibió en Downing Street al comandante de ala Edmund Yeo-Thomas —«el Conejo Blanco»—, a Jean Moulin y a Emmanuel d’Astier de la Vigerie. Aquellos encuentros lo inducían invariablemente a solicitar a la RAF que desviara más aparatos para ayudarlos en su lucha. Su entusiasmo personal por la resistencia fue fundamental para vencer el escepticismo de los guerreros convencionales. A veces se ha dicho a propósito de los «Irregulares de Baker Street» que Gran Bretaña se inclinó demasiado a su favor, y que todas las acciones feas recayeron en la SOE. Como cabría esperar, muchos de sus agentes eran individualistas y excéntricos. Con frecuencia su perspicacia no estaba a la altura de su entusiasmo. Tenían una extraña fe en sus protegidos de los países de la Europa ocupada, a los que nadie había visto nunca. Un escéptico comentó a propósito del coronel Maurice Buckmaster, jefe de la sección francesa de la SOE: «Creía que todos sus patos eran cisnes».
El fallo de seguridad más notable de la SOE fue el hecho de no darse cuenta, a pesar de las numerosas advertencias recibidas, de que los alemanes estaban tan al corriente de sus operaciones en Holanda que casi todos los agentes que fueron lanzados en paracaídas en ese país en 1942-1943 cayeron en manos del enemigo. La revelación de este desastre, a finales de 1943, precipitó una crisis en los asuntos de la organización. Sus enemigos de Whitehall, que eran muchos, corrieron a exigir la reducción de sus operaciones y que no se atendieran sus reclamaciones de recursos. Menzies y sus colegas del SIS sostenían que aquella debacle reflejaba la falta de profesionalidad crónica y el desconocimiento de la metodología propia de las labores de espionaje que reinaban en su cuartel general de Baker Street y que se contagiaban a sus operaciones sobre el terreno. No se equivocaban en absoluto. Desde 1940 la SOE había estado aprendiendo el oficio, a costa de un alto precio en vidas y en materiales despilfarrados. Mientras tanto, en septiembre de 1943, la exasperación del ejército por las operaciones de la SOE en los Balcanes, que, según decía, estaban fuera de control, llevó al comandante en jefe de Oriente Medio a exigir que la organización fuera puesta a sus órdenes. El asunto no había sido resuelto aún cuando estalló el escándalo de Holanda.
A la vuelta de Churchill de Marrakech en enero de 1944, se encontró con las peticiones de ambos contendientes, que apelaban a su autoridad. Renovó el mandato de la SOE (aunque rechazando su presuntuosa exigencia de un puesto en el comité de jefes de Estado Mayor), confirmó su independencia, y ordenó a la RAF que le proporcionara más aviones para el lanzamiento de armas. El autor de la historia interna de la organización escribiría más tarde: «No cabe duda de que, en aquella fase crítica de su desarrollo, la SOE y los movimientos de resistencia que dirigía se mantuvieron en gran medida debido a la influencia personal del señor Churchill». El primer ministro era del parecer de que el entusiasmo y el activismo de la SOE pesaban más que sus deficiencias. La guerra estaba demasiado avanzada para emprender una reestructuración completa. A su juicio, muchas de las críticas que se hacían a la SOE eran fruto de las envidias y las rencillas de Whitehall. Era imposible llevar a cabo una guerra secreta de un tipo desconocido hasta la fecha sin desgracias que costaran vidas humanas, como sucede con todos los errores de un conflicto.
De ese modo, durante los últimos meses previos a la liberación, empezaron a llegar a los resistentes cantidades relativamente grandes de armamento, aunque unas cantidades desesperadamente pequeñas de munición. Los británicos calculaban que había sobre el terreno unos treinta y cinco mil maquisards activos, aunque De Gaulle aseguraba que el ejército secreto de Francia estaba formado por ciento setenta y cinco mil hombres. La SOE creía que sus lanzamientos en paracaídas habían suministrado armas a unos cincuenta mil. La alocada confianza generada de ese modo indujo a algunos grupos a entablar desastrosas batallas campales contra los alemanes. El 20 de mayo de 1944 en el Mont Mouchet, el comandante de la Armée Secrète de la región, Émile Coulaudon, ordenó una concentración en masa de sus grupos, en total unos seis mil hombres. El 10 de junio sufrieron el ataque de los alemanes. Murieron al menos trescientos cincuenta maquisards, mientras que el resto se dispersó y salió huyendo. Las comunidades de la zona sufrieron unas represalias terribles.
Otro acto de locura, la breve liberación de la ciudad de Tulle, en el departamento de Corréze, durante apenas unas horas el 9 de junio de 1944, por los FTP comunistas, provocó que los granaderos acorazados de la SS ahorcaran a 99 rehenes inocentes colgándolos de las farolas de las calles en represalia por la matanza perpetrada por la resistencia de los viejos reservistas de la Wehrmacht, que formaban la guarnición de la ciudad. Al día siguiente, en Oradour-sur-Glane, 642 hombres, mujeres y niños fueron asesinados, supuestamente en represalia por el secuestro a manos de los maquisards del comandante de un famoso batallón de la SS. Aquel día desde Londres, el general Koenig, comandante de las Forces Françaises de l’Intérieur (FFI), ordenó una «detención en la mayor medida posible de las actividades guerrilleras». Aquella exigencia iba en contra del espíritu reinante en aquellos momentos entre la gente y de todas las instrucciones recibidas hasta entonces. Creó, pues, gran confusión entre los miembros de la resistencia. El 7 de junio, Koenig dictó una nueva orden: «Continuar las actividades guerrilleras evasivas al máximo», y al mismo tiempo evitar las concentraciones. Ello no impidió la locura del 21 de julio en el Vercors, donde 640 maquisards y 201 civiles de la comarca fueron asesinados cuando los alemanes arremetieron contra otra imprudente concentración de fuerzas de la resistencia.
Unos veinticuatro mil combatientes de las Fuerzas Francesas del Interior (FFI) murieron durante la lucha por la liberación de Francia. Varios millares más, en su mayoría civiles, perecieron víctimas de las represalias y de las ejecuciones de prisioneros, por ejemplo unos 11 000 en París y sus alrededores, 3673 en Lyon, 2863 en la zona de Limoges, 1113 en Lille, y proporciones similares en otras ciudades menores, junto con miles de deportados a los campos de concentración alemanes, la mayoría de los cuales no volvió nunca. Parece dudoso que tuviera alguna utilidad o incluso que resultara prudente armar a la resistencia francesa a gran escala. El entusiasmo de Churchill hizo que el maquis se volviera lo bastante peligroso como para enfurecer a los alemanes, pero no lo bastante poderoso como para defenderse a sí mismo o a sus comunidades. La mayoría de los maquisards tenía sólo pistolas o subfusiles Sten, con dos o tres cargadores cada uno. Carecían de armas pesadas, de munición y de comunicaciones por radio para mantener enfrentamientos largos o a gran escala.
Las afirmaciones de posguerra acerca de los daños infligidos al enemigo por la resistencia francesa y sus patrocinadores de la SOE fueron descaradamente exageradas, como ponen de manifiesto los diarios de guerra de los alemanes. Los especialistas en la historia de la resistencia, por ejemplo, han afirmado que el maquis causó centenares de bajas a la 2.a División Acorazada de la SS «Das Reich» en su marcha desde el sur de Francia hacia Normandía en junio de 1944. Los archivos alemanes, en cambio, revelan que se produjeron sólo 35 muertos. Las repercusiones de los ataques del maquis sobre las comunicaciones alemanas aquel verano fueron infinitamente menores que las de los ataques aéreos de los aliados. La resistencia desempeñó una función moral significativa, especialmente importante para el restablecimiento de la autoestima de los países ocupados durante la posguerra. Pero uno de los mejores especialistas en la historia de esta época, Julián Jackson, ha escrito: «En la historia de Francia, la resistencia es más importante como fenómeno social y político que como fenómeno militar».
Los Balcanes, sin embargo, fueron distintos. Allí, el terreno era mucho más apto para el desarrollo de la guerra de guerrillas. En Albania, Grecia, Yugoslavia y también en Italia, el primer ministro notó que se daban unas circunstancias políticas y unas oportunidades militares que habrían podido producir beneficios espectaculares. El primer ministro neozelandés, Peter Fraser, pidió a Churchill que tuviera cautela, observando con gran sensatez que los Balcanes eran una región llena «de facciones en plena efervescencia, que podían volverse a favor de aquél que les prestara más apoyo». Pero el primer ministro creía que las pasiones locales podían supeditarse a los fines que perseguían los aliados. Los críticos han señalado a menudo que el entusiasmo del primer ministro y de los agentes de la SOE reflejaban un «complejo de T. E. Lawrence», una ilusión tremenda basada en la perspectiva de que unos pocos oficiales británicos bien parecidos habrían sido capaces de influir en el comportamiento de toda la sociedad balcánica en apoyo de los objetivos de la política exterior británica. Las sospechas que abrigaban los americanos de que la SOE se basaba en motivaciones imperialistas llevaron a Roosevelt a plantear a Churchill en octubre de 1943 una petición muy torpe, inmediatamente rechazada por el ministro, cuya finalidad era que el coronel Donovan, de la Oficina de Servicios Estratégicos americana (OSS por sus siglas en inglés), asumiera el mando de todas las operaciones especiales de los aliados en los Balcanes.
A partir de 1943, la SOE dilapidó muchos esfuerzos en los países del Mediterráneo, con resultados de un signo y de otro. Algunos de sus oficiales británicos más extravagantes, hombres como Billy MacLean y David Smiley, por ejemplo, fueron lanzados en paracaídas sobre las montañas de Albania para que colaboraran con los partisanos del país. Casi todos, sin excepción, acabaron odiando al país y a su gente. Comprobaron que los albaneses estaban más dispuestos a quedarse con las armas y a robar los pertrechos y las provisiones que a luchar contra los alemanes. «Qué contento estaré de regresar de nuevo a la civilización», confió un oficial británico a su diario, «de estar entre personas en las que puede uno confiar y no verme rodeado de suciedad, basura y malos modales… No es como si estuviera uno haciendo aquí algo útil o como si pudiera hacerlo. Hay tan poca caridad entre esta gente, que no pueden creer que alguien recorra un camino tan largo para venir hasta aquí a ayudarlos… Son presumidos y vanidosos sin tener nada de lo que poder presumir ni de lo que poder envanecerse. No tienen valor, ni aguante ni sentido del honor».
A Enver Hoxha, el líder comunista albanés que dominaba las operaciones de guerrilla, le preocupaba sobre todo asegurar su propia base de poder para hacerse con el gobierno después de la guerra. Resulta fácil comprender por qué los albaneses, hundidos en la miseria y en la lucha por la existencia, mostraron tan poco entusiasmo por apoyar los objetivos activistas de las misiones británicas. La actividad guerrillera hacía que los alemanes tomaran unas represalias que los equipos de la SOE no eran capaces de evitar. Algunos jóvenes agentes británicos arriesgaron sus vidas en Albania con un notable desprecio del peligro. Los campesinos del país, sin embargo, veían sus casas, sus cosechas y sus familias amenazadas, sin obtener ninguna ventaja perceptible excepto una turbia visión de la «libertad». Fuera de algunos actos útiles de sabotaje, los logros militares de la resistencia en Albania fueron escasos.
En todos los Balcanes, las rivalidades políticas internas malograron los esfuerzos llevados a cabo por los británicos para movilizar a las sociedades de los distintos países contra las fuerzas de ocupación. En Grecia y en Creta, la población era mayoritariamente hostil a los alemanes. El país tenía una larga tradición de oposición a la autoridad.
Por desgracia, sin embargo, la sociedad griega estaba desgarrada por unas disensiones cuya ferocidad dejó pasmados a los agentes británicos que se vieron envueltos en ellas. Nadie amaba al rey ni al gobierno en el exilio respaldado por Churchill. Cada banda de guerrilleros tenía sus propias lealtades. El coronel Monty Woodhouse, uno de los agentes más aclamados de la SOE, que prestó servicio en Grecia, comunicó a El Cairo: «No hay nadie que esté libre de la lucha por la existencia; todo lo demás es secundario. Por eso no hay nadie fuera de Grecia que pueda hablar a favor de los griegos». Siguiendo órdenes de El Cairo y en última instancia de Churchill, los agentes británicos tenían una predisposición a apoyar a los monárquicos. Cuando Napoleon Zervas, líder del grupo republicano EDES, relativamente pequeño, dijo en 1943 a la SOE que apoyaba la restauración del rey Jorge, fue recompensado con el doble de lanzamientos de armas que recibieron los comunistas del EAM-ELAS, aunque éstos eran seis veces más numerosos y estaban llevando a cabo toda la lucha. Zervas pagó la generosidad de los británicos estableciendo una tregua tácita con los alemanes y dedicando la mayor parte del tiempo a perseguir sus propios fines. Como ocurriría tantas veces en la Europa ocupada, los objetivos políticos y militares empujarían a la política británica en diferentes direcciones.
En 1944, las realidades sobre el terreno parecían demostrar que era imprescindible suministrar armas a los comunistas del ELAS, de las cuales sólo algunas fueron empleadas contra los alemanes. Monty Woodhouse fue mandado llamar de vuelta a Inglaterra durante el verano, y visitó a Churchill en Chequers para defender que siguiera prestándose ayuda al ELAS. Woodhouse dijo al primer ministro que si se cortaba el envío de suministros a los comunistas, «dudo mucho que alguno de mis agentes pueda salir vivo de Grecia». Churchill puso por un momento cara de tristeza, luego cogió a Woodhouse del brazo y comentó: «Sí, joven, ya le entiendo». Cuando el agente británico se iba de Chequers, el primer ministro le dijo a modo de despedida: «Estoy muy impresionado, abrumado y deprimido». Aunque a regañadientes, Churchill ordenó que la ayuda a los comunistas continuara. Los agentes británicos se esforzaron por convencer a los griegos de que hicieran causa común, pero los odios mutuos eran demasiado profundos. Además, cada ataque de la resistencia contra los alemanes provocaba unas represalias tan terribles como las que se tomaron en Rusia o en Yugoslavia, que venían a sumarse a la hambruna generalizada.
No obstante, la resistencia en Grecia se convirtió en un movimiento popular más extendido que en la Europa occidental. Algunos actos espectaculares de sabotaje fueron llevados a cabo por equipos de la SOE, especialmente la destrucción del viaducto de Gorgopotamos en 1942. Pero «los expertos sobrestimaron las acciones que podían realizar las guerrillas», en palabras de Noel Annan, que prestó servicio en el Estado Mayor conjunto de inteligencia del Cabinet Office. Afirma que éxitos tales como la destrucción del puente de Gorgopotamos llegaron demasiado tarde para resultar estratégicamente útiles, y provocaron un optimismo excesivo entre los expertos en planificación de Londres. «Nuestros oficiales de enlace tardaron meses en convencer al ELAS de que volara el puente. Si hubiera sido destruido antes, habría cortado una de las líneas de abastecimiento de Rommel cuando éste se encontraba en El Alamein. Pero no lo fue… Las dificultades planteadas por el ELAS deberían haber llevado al Foreign Office a prever que el objetivo primordial del ELAS era menos acosar a los alemanes que quitar de en medio a otros grupos guerrilleros y a sus líderes». Nick Hammond, un agente británico infiltrado entre los griegos, escribiría más tarde: «La resistencia armada en campo abierto es una actividad que rara vez se lleva a cabo. Sólo hombres movidos por un entusiasmo extremo, incluso fanático, emprenderán ese tipo de resistencia y asumirán su jefatura, pues induce a que se tomen represalias terribles contra la propia familia, y contra los propios amigos y paisanos».
En Grecia y otros países ocupados, los alemanes economizaron hombres reclutando colaboradores entre la población autóctona para realizar labores de seguridad. En Francia hubo varias milicias pétainistas que tuvieron un comportamiento brutal y que hasta el verano de 1944 fueron notablemente más numerosas que el maquis. En Yugoslavia, los ustachi croatas se convirtieron en sinónimo de barbarie. Los cosacos con uniforme alemán, posteriormente objeto de enorme simpatía en Occidente por su repatriación forzosa a Rusia, desempeñaron un papel destacado en la supresión de la resistencia en el norte de Italia y en Yugoslavia, donde su brutalidad se hizo célebre. El gobierno títere de Atenas desplegó sus propios «batallones de seguridad» contra los grupos guerrilleros. Un millón de griegos perdieron sus hogares como consecuencia de la represión de los alemanes, y mil aldeas fueron arrasadas. Durante la guerra murieron más de cuatrocientos mil civiles griegos, aunque la mayoría de ellos pereció simplemente de hambre.
El derramamiento de sangre fue incesante. El cuartel general del OKW (Oberkommando der Wehrmacht. Alto Mando de la Wehrmacht) ordenó que fueran asesinados entre cincuenta y cien rehenes por cada víctima alemana. A finales de octubre de 1943, los grupos de guerrilleros del norte del Peloponeso lograron dar un golpe bastante notable, capturando y matando después a 78 hombres de la 117.a División Jäger. Como consecuencia de esta acción fueron ejecutados 696 griegos y fueron incendiadas 25 aldeas. El 1 de mayo de 1944, fueron fusilados en Atenas 200 rehenes tras el ataque sufrido por un general alemán. El 5 del mismo mes, fueron masacrados 216 habitantes de la aldea de Klisura. El 17, otros 100 rehenes fueron ejecutados en Calcis. El ritmo de esas atrocidades fue acelerándose hasta el último día de la presencia alemana en Grecia. Cuando la Wehrmacht se retiró, los agentes británicos intentaron con un éxito limitado convencer a las facciones armadas rivales de que hostigaran su retirada. «No les infligimos tanto daño como habríamos podido», escribió Monty Woodhouse, de la SOE. «Pero por aquel entonces, y desde luego en el caso del EAM y del ELAS, todos tenían puestas sus miras en el futuro, pero no en el futuro inmediato». Cabría afirmar de manera bastante convincente que muchas cosas de las que ocurrieron y de las que no ocurrieron reflejaban las disensiones internas existentes entre los griegos, junto con los actos espontáneos de oposición a los ocupantes, sobre los cuales los británicos lograron ejercer una influencia muy escasa.
En Italia, la guerra de los partisanos empezó a cobrar fuerza tras la rendición del gobierno de Roma en septiembre de 1943. Una vez más, hubo profundas divisiones entre las bandas comunistas y las no comunistas. En junio de 1944, en medio de la euforia del avance hacia Roma, las alocuciones radiofónicas del cuartel general de Alexander instaron a los grupos guerrilleros, que por entonces contaban con más de cien mil combatientes, a que atacaran a los alemanes por la retaguardia. La consecuencia de todo ello fue una oleada de ataques locales, seguidos de terribles represalias. Cuando la ofensiva de los ejércitos se vio obligada a detenerse debido a las lluvias del otoño, se hizo un nuevo llamamiento radiofónico en nombre de Alexander, esta vez pidiendo discreción. En el cuartel general de los aliados se habían dado cuenta de que la llamada a las armas había sido hecha prematuramente.
A comienzos de la primavera de 1945, los partisanos reanudaron el acoso a los alemanes y desempeñaron un papel muy ruidoso en la última fase de la campaña italiana. Sabotearon puentes, instalaciones eléctricas y telefónicas, y atacaron las líneas de comunicación de los alemanes. No obstante, el 4 de febrero Alexander se vio obligado a publicar una nueva orden, abandonando formalmente cualquier aspiración que pudiera tener a crear un gran ejército partisano, y sustituyéndola por un nuevo interés por los sabotajes selectivos. El problema era que los grupos de la resistencia se mostraron en todo momento reacios a dejarse dirigir por las misiones de la SOE: «Bandas organizadas por su cuenta… se nos están escapando de las manos». Se decretó que en adelante se suministraran armas sólo a aquéllos en los que cabía confiar que iban a utilizarlas contra los alemanes, y no a promover sus propias ambiciones políticas en el ámbito local. El cuartel general del 15º. Grupo de Ejército señaló con disgusto: «En el balance de los aliados un mismo movimiento de resistencia puede pasar repentinamente él solo de la página del crédito a la del débito». Fue aquél el merecido castigo de muchas esperanzas, aunque en las últimas semanas de la guerra los partisanos italianos tomaron por propia iniciativa numerosas ciudades y pueblos.
Rusia y Yugoslavia fueron los únicos países en los que la guerra de los partisanos tuvo una influencia significativa sobre las fuerzas desplegadas por Hitler. En Rusia, el Ejército Rojo apoyó a grandes contingentes de fuerzas irregulares para que hostigaran las líneas de comunicación de los alemanes, Esas operaciones soviéticas se vieron favorecidas por la indiferencia de Stalin hacia el número de bajas que se pudieran sufrir y hacia las víctimas de las represalias. En Yugoslavia, casi desde el momento mismo de su conquista en abril de 1941, los alemanes tuvieron que enfrentarse a la oposición de las gentes del país. El mariscal de campo Von Weichs ordenó que las tropas alemanas fusilaran a los varones de cualquier zona en la que existiera alguna resistencia armada, independientemente de que hubiera pruebas de su complicidad. En el mes de octubre de ese mismo año, tras sufrir una docena de bajas en un choque con los partisanos, los alemanes masacraron a toda la población de varones, unos dos mil aproximadamente, de la localidad de Kragujevac, en Serbia. Todos los hombres del pueblo, adultos y niños, fueron fusilados en un solo día en grupos de cien. Pero ni siquiera la pura brutalidad logró acabar con las guerrillas comunistas, que llegaron a contar con unos doscientos mil miembros. Hitler estaba decidido a asegurar el flanco derecho de su frente oriental y a mantener su dominio de los recursos minerales de Yugoslavia. Para ello, en 1944 había desplegadas en el país 21 divisiones del Eje.
Michael Howard, especialista en historia de la estrategia de desinformación de los británicos durante la guerra, cree que esa decisión fue consecuencia más de los temores de un desembarco anfibio de los aliados en Grecia o en Yugoslavia que del miedo a la actividad partisana, que habría podido ser frenada con unas fuerzas mucho menos numerosas. Sostiene que el alto mando alemán fue inducido a error por una operación de desinformación, llamada en clave «Zeppelin», que hablaba de la existencia de un grupo de ejército aliado en Egipto dispuesto a lanzarse sobre los Balcanes. Ya en la primavera de 1944, el OKW de Berlín calculaba que había unas catorce divisiones aliadas en Egipto y Libia, en vez de las tres que había en realidad. En esos momentos, sin embargo, eran los supuestos éxitos de las guerrillas los que captaban la imaginación de Churchill. Le alegraban muchísimo las noticias de las hazañas de Tito, considerablemente exageradas tal como se contaban. Allá por el mes de enero de 1943, cuando le informó por primera vez sobre Yugoslavia su viejo investigador Bill Deakin, había intuido que podían darse unas posibilidades que ahora le parecían por fin maduras. Allí, al menos, se había desarrollado el tipo de rebelión civil en la que había puesto tantas esperanzas.
En el otoño de 1943, los británicos, que hasta ese momento habían apoyado a las fuerzas monárquicas chetnik del general Draza Mihajlovic, llegaron a la conclusión de que los partisanos de Tito estaban llevando a cabo unas operaciones mucho más eficaces contra los alemanes, especialmente en Bosnia-Herzegovina. Con una ingenuidad incorregible en el mejor de los casos —aunque posiblemente se tratara de un engaño premeditado, pues uno de sus subordinados, James Klugmann, era un agente del NKVD y otros tenían unas ideas profundamente izquierdistas—, se convencieron a sí mismos de que los hombres de Tito no eran «comunistas de verdad». En la conferencia de Teherán, los «Tres Grandes» acordaron que había que prestar el máximo apoyo a los partisanos yugoslavos. Resultaba conveniente para los intereses de Stalin minimizar la importancia de la afinidad ideológica con Moscú que pudieran tener los «yugos», como llamaban los soldados británicos a los hombres de Tito. El caudillo soviético pidió a una delegación partisana —aunque sin éxito— que retiraran las estrellas rojas de sus gorras «para no asustar a los ingleses».
En la parada que efectuó en El Cairo en su viaje de regreso de Teherán, Churchill reafirmó su entusiasmo por el compromiso yugoslavo. Haciendo caso omiso de las protestas que recordaban la incoherencia que suponía apoyar a los monárquicos en Grecia y a los «rojos» en Yugoslavia, adoptó simplemente la teoría de que el ejército de Tito iba a matar más alemanes que Mihajlovic, y desde luego en eso tenía razón. El eje de la ayuda británica se desplazó de manera despiadada y espectacular. Además de los lanzamientos en paracaídas y de los aterrizajes de los Dakota, en 1944 fue posible enviar armas por vía marítima hasta la costa dálmata. Las fuerzas de Tito empezaron a recibir suministros en grandes cantidades, viendo así transformadas sus capacidades. Entre 1943 y 1945, se suministraron a Yugoslavia 16 470 toneladas de armas aliadas, frente a las 5907 lanzadas en paracaídas sobre Italia, y las 2878 suministradas al sur de Francia.
Una importantísima misión británica, dirigida por el general de brigada Fitzroy Maclean, asumió en septiembre de 1943 el papel de enlace que había desempeñado Bill Deakin en el cuartel general de Tito, y no tardó en sumársele el comandante y diputado Randolph Churchill. Pese a mantener una postura ideológica implacablemente hostil, los partisanos reconocieron que el primer ministro había enviado a los hombres mejores y más brillantes para representarlo en su territorio. El líder partisano Milovan Djilas escribió: «Deakin era extraordinariamente inteligente… Descubrimos que era una especie de secretario de Churchill y eso nos impresionó, tanto por la consideración mostrada hacia nosotros como por la ausencia de favoritismos entre los círculos británicos más elevados por lo que se refiere a los peligros de guerra». En cuanto al disoluto comandante Churchill, «naturalmente nos sentimos muy honrados, aunque se nos pasó por la imaginación que Randolph tal vez fuera la eminencia gris de la misión. Pero él mismo nos convenció de que su padre había decidido hacer ese gesto por su aristocrático sentido del sacrificio y para dar relevancia a su hijo. Randolph encantó enseguida a nuestros comandantes y comisarios con su ingenio y sus modales poco convencionales, pero por su afición a la bebida y su falta de interés demostró que no había heredado ni la imaginación ni el dinamismo de su apellido».
No es de extrañar, y desde luego tampoco tiene nada de injusta, la impresión que se formó Djilas del comportamiento de los británicos, después de que los partisanos se pasaran casi tres años luchando sin ayuda de nadie: «Los británicos no tenían más elección que o efectuar un desembarco para luchar contra los partisanos, o llegar a un acuerdo con ellos sobre unas bases racionales y provechosas para unos y otros. Escogieron esta segunda opción, con cautela y sin mucho entusiasmo… El dogmatismo de nuestra desconfianza ideológica nos impidió entenderlos, aunque también nos libró de caer en un entusiasmo precipitado». Los americanos nunca compartieron con los ingleses su simpatía por Tito. En abril de 1944 enfurecieron a Churchill enviando una misión a Mihajlovic; el primer ministro ordenó que se la mantuviera en tránsito el mayor tiempo posible: «Úsese la mayor cortesía con nuestros amigos y aliados en todo caso», escribía el 6 de abril, «pero no se les facilite ningún medio de transporte». El equipo norteamericano acabó poniéndose en contacto con los chetnik, pero los británicos lograron impedir que Washington les enviara suministros.
Los partisanos de Tito nunca tuvieron el entrenamiento, la organización ni las armas y los pertrechos necesarios para derrotar a las fuerzas alemanas en un combate cara a cara. No fueron capaces de echar a los ocupantes de ninguna ciudad importante. No obstante, se hicieron con el control de gran parte de las zonas rurales de Yugoslavia. Las constantes ofensivas alemanas, con apoyo de la Luftwaffe, infligieron graves pérdidas, sobre todo entre la población civil, pero no lograron acabar con el ejército de Tito. Se lanzaron en paracaídas más agentes británicos con destino a los cuarteles generales locales, de modo que pronto hubo once misiones y otros tantos radiotransmisores sobre el terreno. Los equipos de la SOE se sintieron frustrados porque los partisanos se mostraban indiferentes a sus propuestas y a sus consejos, excepto en materia de mecánica de abastecimientos. El autor de la historia interna de la SOE observa lacónicamente: «Es bastante dudoso que las misiones sirvieran para algo excepto para dar una ocupación arriesgada a varios jóvenes muy valientes… media tonelada de munición y de explosivos habría resultado más eficaz que media tonelada de agentes de enlace británicos». La lealtad de los hombres de Tito iba dirigida inequívocamente a su movimiento comunista. De 1942 a 1945, paralelamente a la lucha contra los alemanes se desarrolló una guerra civil entre los partisanos y los chetnik, en la que el equilibrio de las atrocidades fue bastante parejo.
Los británicos no fueron capaces de influir en esta situación, aunque Churchill realizó repetidos intentos de reconciliar a Tito con el rey Pedro II, que se hallaba en el exilio. Incluso en junio de 1944, cuando el líder partisano tuvo que salir huyendo de un ataque sorpresa de los alemanes y se vio obligado a aceptar una evacuación en avión al santuario del cuartel general de los aliados en Bari, no se mostró en ningún momento dócil. Más tarde, los británicos lo enviaron amablemente a la isla de Vis, donde se hallaba seguro del ataque de los alemanes, y allí pudo preparar una nueva ofensiva de los partisanos. Pero las fuerzas de Tito no fueron capaces de descargar el golpe de gracia contra sus ocupantes, y para echar a los chetnik de Serbia a finales de 1944 no tuvieron más remedio que recurrir a la ayuda del Ejército Rojo. A diferencia de cualquier movimiento guerrillero de Europa occidental, la resistencia yugoslava logró atraer a un número significativo de fuerzas enemigas y apartarlas de los principales campos de batalla de la guerra, aunque no fueran tantas, si la interpretación que hace Michael Howard de los documentos del OKW es correcta, como la leyenda sugiere.
Las complejidades políticas de la ayuda suministrada a la resistencia provocaron la exasperación de los ministros y los altos mandos británicos, encargados de alcanzar acomodos en el ámbito local. Harold Macmillan escribía en mayo de 1944 que ya podía el primer ministro insistir en que se prestara apoyo a las diversas facciones antialemanas de todos los colores y tendencias políticas, pero en una época en la que las comunicaciones eran tan rápidas, «la dificultad estriba en que… como todo el mundo escucha la radio, [a los británicos les] resulta muy difícil ser comunistas en Yugoslavia y monárquicos en Grecia». Aunque los comunistas griegos querían armas, odiaban a Churchill, porque sabían que deseaba la restauración dé la monarquía en su país. Casi todas las armas enviadas a los Balcanes durante la guerra y probablemente también las suministradas a los nacionalistas del Sureste Asiático, fueron utilizadas luego para favorecer los intereses antioccidentales y anticapitalistas. Churchill dijo en una ocasión a Eden: «He llegado a la conclusión de que en el caso de Tito hemos criado una víbora… y ya ha empezado a mordernos».
Sir William Deakin ha escrito: «Paradójicamente, la influencia británica sobre la resistencia en Europa llegó a su punto culminante cuando nuestra fuerza militar y nuestros recursos estaban en su punto más bajo, y durante la época de nuestro aislamiento». Cuando los grupos resistentes fueron ganando confianza y los alemanes empezaron a retirarse, cualquier gratitud que pudieran sentir hacia los británicos por suministrarles armas se vio superada por el rechazo de los objetivos políticos que pensaban que tenían los ingleses. El especialista en historia de la resistencia francesa, Henri Michel, ha escrito: «Gran Bretaña prometió a la resistencia la vuelta a una Europa de preguerra, que la misma resistencia había rechazado». Se trata de una generalización exagerada, pero refleja un sentimiento que estaba muy extendido.
En mayo de 1944, cuando ya era inminente el Día D, ciento veinte aviones pesados ingleses y americanos fueron dedicados al lanzamiento de armas en paracaídas con destino a los movimientos de resistencia europeos. La SOE se había convertido en una organización a cuyo servicio estaban más de once mil soldados y civiles, que mantenían viva una red de escuelas de adiestramiento en Gran Bretaña, el Mediterráneo y la India, y que estaba en comunicación con agentes en casi veinte países. Su historia interna, escrita durante la posguerra, sostiene que ninguna otra fuerza de sus mismas dimensiones contribuyó tanto al esfuerzo bélico de los aliados. Sus agentes y sus activistas han dado lugar a una marea de libros y de películas, de carácter histórico y de ficción, que siguen vivos incluso hoy día. Los tintes novelescos de su historia son indiscutibles, aunque el trabajo en la SOE sobre el terreno —de nuevo al contrario de lo que dice el mito popular— era indudablemente menos arriesgado que combatir en un batallón de infantería, y no digamos que volar en un Mando de Bombarderos. Por ejemplo, de los 215 agentes de la SOE lanzados sobre Yugoslavia, sólo murieron 25. La sección «F» perdió una cuarta parte de los cuatrocientos agentes enviados a Francia, pero incluso este porcentaje resulta positivo comparado con el número de bajas sufridas por las compañías de fusileros en muchas campañas.
Es indiscutible que para los aliados era esencial mantener el contacto entre el mundo libre y los países ocupados. Las transmisiones de la BBC en muchos idiomas mantuvieron encendidas velas de esperanza que desempeñaron un papel transcendental de movilización en las vidas de millones de personas que tuvieron que soportar la tiranía. No cabe poner en duda los méritos del envío de agentes encargados de reunir información, contactar con los grupos antialemanes, establecer redes y ayudar a escapar al personal aliado. En 1944-1945, los partisanos resultaron útiles con frecuencia como guías y como fuentes de información para el avance de las fuerzas aliadas, pero ésa era una actividad marginal.
La duda más importante en lo concerniente a la SOE tiene que ver con la prudencia o no de sus políticas militares. Al final de la guerra, mientras los jefes de Estado Mayor estaban ansiosos de que la resistencia «metiera la pata», según la interpretación de las órdenes recibidas que dio un agente de la SOE destacado en la Francia ocupada, no se declaró ninguna estrategia coherente, basada en una valoración realista de lo que cabía esperar que hicieran los grupos guerrilleros. Aunque se llevaron a cabo algunos trabajos útiles en Francia después del Día D, los ataques contra las comunicaciones y las guarniciones alemanas hicieron casi invariablemente más daño a las poblaciones locales que al enemigo. ¿Qué otra cosa habría cabido esperar?
Los jefes de Estado Mayor británicos insistieron en 1944 en que la resistencia local fuera avisada de que no debía enzarzarse en batallas campales con los alemanes. El general de división Colin Gubbins, jefe militar de la SOE, recibió una reprimenda pública a raíz del levantamiento sangriento que se produjo en Eslovaquia, pues, al parecer, su organización había desobedecido sus órdenes y había provocado la acción.
Pero lo cierto es que el alto mando intentó, aunque con retraso, dar marcha atrás a la política seguida por la SOE desde 1940 y promovida calurosamente por el primer ministro. Pero Churchill no tenía tantos escrúpulos como sus generales. Por ejemplo, en una reunión celebrada el 27 de enero de 1944 con el Estado Mayor del Aire, con el ministro de Economía de Guerra, con Ismay y con otros personajes, propuso fomentar enfrentamientos a gran escala entre la resistencia francesa y los alemanes. «Creía que era posible, y así lo deseaba, crear una situación en toda la zona comprendida entre el Ródano y la frontera italiana comparable a la de Yugoslavia. Hombres valientes y desesperados podían causar problemas gravísimos al enemigo y era verdad que debíamos hacer cuanto estuviera en nuestras manos por ofrecer una ayuda tan valiosa a la estrategia de los aliados». El 22 de abril, Churchill insistió a los jefes de Estado Mayor en la realización de la operación «Caliph», plan consistente en desembarcar unos cuantos miles de soldados británicos en la costa de las inmediaciones de Burdeos al mismo tiempo que se llevaba a cabo el Día D. Según escribió, era «una oportunidad de efectuar una incursión por sorpresa en el territorio de una población deseosa de sublevarse».
Aunque el proyecto «Caliph» no llegó a ejecutarse nunca, Churchill seguía ansioso por incitar a los guerrilleros para que atacaran en masa a los alemanes. Había sido un millón los yugoslavos que habían muerto en un conflicto que ahora intentaba explícitamente reproducir en el sur de Francia. Las sublevaciones populares, la última de las cuales se produjo en Praga en mayo de 1945, costaban muchas vidas, aunque la utilidad de sus resultados fuera muy poca. Mark Mazower ha escrito: «Unicamente en la URSS los alemanes no fueron capaces de aplastar al terrorismo». La imponente visión que tenía Churchill de una sublevación de los pueblos oprimidos de Europa era heroica, pero no podía desempeñar un papel apropiado en la guerra industrializada contra un ocupante despiadado. La liberación dependía de los grandes ejércitos.
Cualquier juicio sobre la resistencia debe tener en cuenta el equilibrio entre beneficio moral y costes humanos, reconociendo que los frutos militares fueron escasos. El coronel Dick Barry, jefe de Estado Mayor de Gubbins, admitiría después: «Simplemente casi no valió la pena». Los franceses, por ejemplo, se sintieron muy orgullosos de la brillante demostración efectuada por las FFI cuando salieron a las calles de París mientras los alemanes se retiraban en agosto de 1944. Pero en la decisión alemana de abandonar la capital no influyó prácticamente para nada la resistencia. En julio de 1944, en Creta, desobedeciendo las órdenes de la SOE, las guerrillas de la isla lanzaron una serie de ataques a campo abierto que indujeron a los alemanes a ejecutar a mil civiles inocentes y a quemar treinta aldeas. El propio autor de la historia de la SOE escribió con tristeza: «No valía la pena seguir con el juego en esos términos».
La epopeya de resistencia más desastrosa fue, naturalmente, la sublevación de Varsovia, que dio comienzo en agosto de 1944. Allí se hizo realidad de manera espectacular la visión que tuviera Churchill en 1940 de un pueblo oprimido sublevándose contra sus ocupantes, aunque la SOE no fomentara directamente la iniciativa de los polacos. Pero, como no había fuerzas regulares de los aliados, el Ejército Nacional fue derrotado de manera rotunda. Los británicos sacaron mucho provecho de sus intentos, frustrados por la intransigencia de los rusos, de lanzar armas en paracaídas para los polacos de Varsovia. Gubbins fue incluso lo suficientemente temerario como para pedir a los jefes de Estado Mayor que accedieran a la petición de los líderes del Ejército Nacional para que fuera lanzada en ayuda de los sublevados una brigada de paracaidistas polacos, que en aquellos momentos se encontraba en Gran Bretaña. Incluso más allá de las dificultades prácticas, apoyar una idea tan romántica e inútil era un lamentable reflejo del criterio profesional de Gubbins. La ayuda de los británicos lanzada en paracaídas quizá aliviara la frustración de Churchill y su pueblo, pero es de suponer que no habría alterado el trágico resultado de la sublevación de Varsovia. Los grandes levantamientos populares estaban condenados al fracaso, a menos que fueran llevados a cabo de manera concertada con el avance de un ejército, lo que, por otra parte, los hacía estratégicamente irrelevantes. El fomento de una oposición violenta en los países ocupados tenía sentido entre 1940 y 1942, cuando se intentaron todos los medios imaginables, por crueles que fueran, para evitar la derrota de los aliados. Pero se convirtió en una irresponsabilidad en 1944-1945, cuando la victoria de los aliados estaba asegurada.
En los países ocupados, la gratitud mostrada durante la posguerra a Gran Bretaña por el fomento de la resistencia fue a menudo equívoca. Con sus características malas maneras, De Gaulle expulsó de Francia al personal de la SOE en cuanto tuvo poder para hacerlo. Giorgos Papandreou, el primer ministro griego en el exilio, dijo a Harold Macmillan poco antes de la liberación de su país que los británicos no debían olvidar el hecho de que su prestigio en los Balcanes se había hundido, mientras que el de los rusos había aumentado, a pesar de las victorias de los aliados en Francia y en Italia: «Además, en nuestro afán de atacar a los alemanes habíamos alentado y armado a las fuerzas comunistas más peligrosas en la propia Grecia». El entusiasmo mostrado por Churchill durante la guerra por la resistencia se enfrió en 1944 y en los años siguientes debido al triunfo de varios movimientos comunistas y nacionalistas en sus propios países. Éstos se hicieron con el poder o, en algunos casos, simplemente lo intentaron lanzándose a las luchas intestinas con más determinación de la que habían mostrado combatiendo contra los alemanes.
Casi al final de la guerra, Jock Colville cuenta cómo el Controlador de los Servicios Europeos de la BBC, el antiguo diplomático Ivone Kirpatrick, «ofreció una versión condenatoria de la ineficacia de la SOE y de la PWE [Political Warfare Executive. Dirección de Guerra Política], a las que hemos oído hacerse tanta propaganda».
Kirpatrick observaba que sus fracasos venían a confirmar su propia creencia en la importancia del control parlamentario. El carácter secreto de sus mandatos hacía que la SOE y la PWE estuvieran exentas de la supervisión escéptica de sus actividades, que, en condiciones normales, habrían recibido. Se trata de una crítica aplicable a la mayoría de las organizaciones de inteligencia secreta tanto en tiempos de guerra como en tiempos de paz, pero Kirpatrick conocía lo suficiente la SOE para que su opinión resulte significativa. Las «Operaciones Especiales» reclutaron a algunos hombres y mujeres notables, y pudieron jactarse de llevar a cabo algunos actos de sabotaje muy útiles. Pero su objetivo fundamental estaba equivocado. «Los países ocupados creían apasionadamente», según dice sir William Deakin, «en la construcción de sus ejércitos secretos en la resistencia interior y exterior, que desempeñaría un papel protagonista en la última fase de la liberación de sus países, y por ello lucharon denodadamente. Pero se trataba de un sueño obsesivo».
El educador e historiador Thomas Arnold manifestó en 1842: «Si la guerra, hecha por ejércitos regulares bajo la más estricta disciplina, es un gran mal, una guerra de partisanos irregulares es un mal diez veces más intolerable… pues deja suelta a una multitud de hombres armados, que no tienen ni la obediencia ni los sentimientos honrosos del soldado». Cabría objetar que la visión idealizada de la guerra que tenía Arnold se volvió anacrónica como consecuencia de la tiranía de Hitler, y por la necesidad de movilizar todos los medios posibles para acabar con ella. De hecho, Arnold matizó su afirmación diciendo que si un invasor quebrantaba las leyes de la guerra, «una guerra de guerrillas contra un invasor semejante resulta justificable». Pero en ninguna parte, ni siquiera en Yugoslavia, las operaciones de la resistencia impidieron que fueran las fuerzas regulares las que tuvieran que derrotar a las de los nazis. Francia no habría sido liberada ni un solo día después si no hubiera existido nunca el maquis. La utilidad de los movimientos de resistencias, aunque no fuera ni mucho menos despreciable, reside en la contribución que hicieron a la autoestima histórica de las sociedades ocupadas, esto es, a la leyenda nacional.
La consecuencia más funesta de la resistencia fue que supuso la legitimación de la actividad civil violenta en contra de los regímenes de los distintos países, de una forma que desde entonces ha seguido siendo foco de controversia en todo el mundo. No sólo los alemanes, sino también muchos ciudadanos de los países ocupados apoyaban la tesis que afirma que «el luchador de la libertad de unos es el terrorista de otros». Conviene recordar que un hombre como Charles Portal pensaba que el personal de la SOE estaba formado por simples terroristas. Aunque los agentes británicos raras veces participaron directamente en las acciones más crueles de los grupos locales, en la naturaleza de su lucha estaba que los partisanos armados por Londres fusilaran a sus prisioneros, a veces a todos los que capturaban; que asesinaran a los colaboradores reales o supuestos, y a los miembros de las facciones rivales; y que a menudo se apoyaran en un bandolerismo institucionalizado. El apoyo prestado por las democracias durante la contienda a la guerra irregular sentó un precedente que no ha podido ser eliminado nunca.
Sería exagerado decir que la SOE permitió que los elementos disidentes de distintas sociedades europeas derrocaran sus ordenamientos sociales tradicionales. La caída de las monarquías balcánicas fue inevitable, y sólo fue motivo de lamento para un sentimental Victoriano como el primer ministro. En 1944-1945, lograron imponerse en la Europa occidental los gobiernos anticomunistas gracias a la presencia de los ejércitos angloamericanos. Pero el impacto de la ayuda de la SOE a los movimientos de resistencia fue significativamente mayor en las sociedades de posguerra que en el resultado militar de la lucha contra los alemanes. Churchill acabó por reconocerlo así. David Reynolds señala el hecho singular de que, en los seis volúmenes de sus memorias, la SOE es mencionada sólo una vez, y concretamente en un apéndice. «Lo de “Poner a Europa en llamas” acabó en un chasco», dice el historiador. Y fue una suerte para los habitantes de muchos países ocupados que así fuera.