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Teherán

A los ojos del mundo, en el otoño de 1943 el prestigio de Churchill era indiscutible. Junto con Roosevelt y Stalin, era uno de los «Tres Grandes», esos hombres destinados claramente a convertirse en los vencedores del conflicto armado más grande de la historia de la humanidad. En Inglaterra, «los agoreros» habían sido ahuyentados con los triunfos en el campo de batalla que le habían sido negados a Gran Bretaña entre 1939 y 1942. Pero los que colaboraban más estrechamente con el primer ministro, funcionarios y jefes de Estado Mayor de las distintas armas por igual, estaban preocupados por determinadas manifestaciones de abatimiento y de criterio errático. A su gobierno nunca le faltaban voces críticas dentro del país. La negativa de Churchill a abordar con seriedad cuestiones relacionadas con la reconstrucción de posguerra provocaba una consternación generalizada. «Su oído está tan perfectamente afinado con las notas del clarín de la historia», escribiría Aneurin Bevan —por fin acertadamente—, «que a menudo parece sordo al potente clamor de la vida contemporánea». Y en la misma línea Eden decía: «Al señor Churchill no le gustaba dedicar su tiempo a todo aquello que no estuviera exclusivamente relacionado con el curso de la guerra. Este rasgo parecía profundamente instintivo en él, y, aunque formaba parte de su poderío como líder de guerra, también podía resultar embarazoso».

Suponía un verdadero quebradero de cabeza para los ministros responsables de abordar cuestiones vitales relacionadas con el futuro de Gran Bretaña comprobar que su líder era reacio a hablar de ellas o a tomar las decisiones pertinentes. Cada vez surgirían más dificultades para reconciliar las opiniones concernientes a la política de posguerra de los laboristas y los tories que integraban el gobierno. Leo Amery, por ejemplo, escribiría lo siguiente a propósito de una reunión celebrada posteriormente: «Winston condujo el debate [sobre la ley llamada “Town and Country Planning Bill”] con considerable habilidad e imparcialidad, pero cuanto más nos vayamos acercando al tema de la reconstrucción, más difícil resultará mantener al equipo unido». El 29 de noviembre de 1943, a Bevin le fue permitido el acceso al dormitorio del primer ministro, donde tuvieron lugar tantas escenas memorables en un marco que Brooke nos esboza así: «El batín escarlata y dorado bien merecía desplazarse desde un montón de kilómetros para verlo, ¡y sólo a Wilson se le podía ocurrir llevarlo! ¡Más bien parecía un mandarín de la China! Sus pocos cabellos solían estar revueltos en su cabeza pelada. De su boca salía hacia un lado un enorme puro. La cama estaba cubierta de papeles y documentos. A veces la bandeja con lo que quedaba de su desayuno seguía en la mesilla de noche. El timbre no paraba de sonar, llamando a sus secretarias, mecanógrafas, estenógrafas o a Sawyers, su fiel ayuda de cámara».

En esa visita Bevin planteó la cuestión del futuro papel de lord Woolton en la planificación de la posguerra. Con mal humor, Churchill exclamó que estaba a punto de partir para entrevistarse con Stalin, que tenía otras cosas en la cabeza, «y que en aquellos momentos le resultaba totalmente imposible hablar de ese tipo de asuntos y entrar en detalles». El enfado de Bevin fue igual que el del primer ministro. Nunca había un momento propicio para abordar a Churchill y discutir sobre temas que no le interesaban en absoluto. Pero recibió tantas críticas por no querer abordar seriamente los asuntos de posguerra que comparar su actitud con la de Hitler puede resultar una experiencia saludable. Los nazis infligieron un daño económico, social y militar sumamente demoledor a su propio imperio con su idea de forjar una nueva «Gran Alemania» mientras el resultado de la guerra seguía sin estar definido. El hecho de que la única preocupación de Churchill fuera alcanzar la victoria tal vez provocara desasosiego entre sus colegas, pero parece que, aparte de un defecto, también fue una virtud.

El pueblo británico veía en él la personificación de su esfuerzo de guerra. A medida que era más evidente la supremacía de Estados Unidos y la Unión Soviética, la retórica y la capacidad como estadista de Churchill iban convirtiéndose en las mejores armas que su debilitada nación podía empuñar para defender el lugar que le correspondía en la cumbre de la Gran Alianza. Pero los últimos dieciocho meses de la guerra, mientras recibía su parte de aplausos por las victorias aliadas, también fue una época de grandes frustraciones y decepciones. Una y otra vez vería cómo sus proyectos más ambicionados se malograban, las políticas que favorecía no salían adelante, y todo porque no podían llevarse a cabo sin los recursos o el beneplácito de los americanos, que eran inconstantes. Esto no redundó siempre en perjuicio de Gran Bretaña. Ciertos proyectos, como la campaña del Egeo, estaban mal concebidos y tenían pocas probabilidades de prosperar. Pero a ningún hombre como a Churchill le gustaba tan poco verse ninguneado. Muchas cosas ocurrieron, o no ocurrieron, en los años de hegemonía americana que provocaron que el primer ministro echara humo por sentirse impotente.

Sus palabras seguirían siendo tan magníficas en los años de las victorias como lo habían sido en los años de las derrotas. Tuvo momentos de euforia, porque tenía una gran capacidad para sentirse satisfecho. Pero los de dolor fueron frecuentes y diversos. Se negaba a abandonar la idea de conseguir que Turquía entrara en guerra, y en un cablegrama a Eden, de vuelta de Moscú, decía que era necesario «recordar a los turcos que se acercaba la Navidad». Descartó todas las propuestas de deponer sumariamente al rey de Italia, comentando: «¡Por qué quieren arrancar el asa de la jarra antes de llegar a Roma y de tener la oportunidad de encontrar una nueva!». Un día, en una reunión del gabinete, cuando se discutía acerca de la perfidia soviética al publicar en Pravda noticias que afirmaban que Gran Bretaña había entablado unilateralmente conversaciones con los nazis para firmar un tratado de paz, dijo: «Tratar de mantener buenas relaciones con un soviético es como cortejar a un cocodrilo. Nunca sabes si debes acariciarlo por debajo de la barbilla o darle un golpe en la cabeza. Cuando abre la boca no adivinas si es que te va a sonreír, o se dispone a engullirte».

En aquellos días Churchill tenía una única obsesión: la campaña del Mediterráneo. Pero habría redundado en beneficio de los intereses del esfuerzo de guerra británico si también hubiera abordado otra cuestión sumamente importante de la que se desentendió. El jefe del Aire, el mariscal sir Arthur Harris, que estaba al frente del Mando de Bombarderos, eligió ese momento para divertir el grueso de sus fuerzas, cada vez más formidables, de la zona del Ruhr, donde los Halifax y los Lancaster se habían pasado años destruyendo fábricas, con la finalidad de lanzar un ataque contra la capital alemana. Fue uno de los peores errores estratégicos que cometió la RAF durante la guerra. La región de Berlín era, sin duda, muy importante desde el punto de vista industrial, pero estaba muy alejada de Gran Bretaña, perfectamente defendida y envuelta a menudo en niebla y nubarrones invernales. Este ataque se prolongaría hasta abril de 1944, y por él la RAF pagaría un precio elevadísimo, sin conseguir dar el golpe decisivo pretendido por Harris, y que éste personalmente había garantizado al primer ministro. El Mando de Bombarderos perdió la «batalla de Berlín».

Mucho más significativa, sin embargo, fue la tregua que se dio a la cuenca del Ruhr. El importante estudio sobre la economía nazi de Adam Tooze, recientemente publicado, pone de manifiesto que en el otoño de 1943 las industrias del Ruhr estaban a punto de derrumbarse. Si el Mando de Bombarderos hubiera seguido con sus ataques contra la zona en lugar de fijar sus objetivos más hacia el este, las consecuencias para la máquina de guerra alemana habrían sido nefastas. La información secreta de los aliados sobre la producción alemana era escasa. Uno de los grandes errores de Harris, en su calidad de máximo responsable de las ofensivas de los bombarderos, fue no saber comprender la importancia de seguir golpeando los objetivos ya dañados. Permitió erróneamente que las fotografías aéreas de unas ciudades devastadas bastaran para convencerlo de los logros alcanzados por sus fuerzas.

Lo mismo hizo el primer ministro. Para explicar por qué permitió que la RAF hiciera lo que quisiera durante buena parte de la guerra, es necesario reconocer que se disponía de muy poca información fiable acerca de lo que conseguían, o no, los bombardeos sobre Alemania. Los progresos de los ejércitos de tierra británicos se medían rápidamente siguiendo en el mapa sus avances o sus retiradas, y los de la marina real, examinando las estadísticas con los datos de los barcos hundidos. Pero tras conseguir la victoria en la batalla de Inglaterra, la actuación de la RAF sería valorada principalmente por los comunicados, a menudo con los detalles falseados, que eran preparados por sus propios jefes de Estado Mayor. Nadie —ni Portal, ni Harris, ni Churchill— sabía realmente lo que se conseguía con los bombardeos, aunque los militares del ejército de tierra y de la marina creían que era mucho menos de lo que afirmaban los hombres de las fuerzas aéreas. El gran interés personal que tenía el primer ministro en el éxito de los bombardeos británicos lo llevaban a pensar lo mejor. Alardeaba de sus hazañas ante los americanos, por no hablar de Stalin, para mitigar sus frustraciones por las deficiencias de las operaciones terrestres en el oeste de Europa. Habría resultado sumamente embarazoso desde el punto de vista político que hubiera salido a la luz que los éxitos de aquellas ofensivas estratégicas no eran tan contundentes como proclamaba Harris.

Así pues, entre 1942 y el momento en el que en 1944 se discutió la conveniencia de bombardear o no la red ferroviaria de Francia antes de poner en marcha la operación «Overlord», Churchill nunca buscó una opinión independiente que valorara los resultados del Mando de Bombarderos, pese a que éste utilizaba aproximadamente una tercera parte de todo el esfuerzo de guerra británico. Harris convenció al primer ministro de que sus aviones hacían verdaderos estragos, como, en efecto, así era. Pero las imágenes dramáticas de fuego y destrucción en el Reich no iban acompañadas de un análisis riguroso de la situación de la industria alemana, sobre la que los servicios de inteligencia eran, en cualquier caso, muy poco precisos, y la mayoría de las estadísticas de la RAF eran decididamente engañosas. Harris, al igual que sus homólogos americanos, tuvo libertad para librar su batalla como mejor considerara, para intentar demostrar su obsesión de que los bombardeos podían ganar la guerra, pero sin poner mucho empeño creativo en ello y sin aportar pruebas que lo evidenciaran claramente. Fue una grave negligencia por parte del primer ministro, y una oportunidad perdida para las fuerzas aéreas británicas.

En esta última fase de la guerra, el cansancio del pueblo de Churchill era cada vez mayor, del mismo modo que iba en aumento el poderío de los estadounidenses y los rusos. La campaña del Egeo supuso una pequeña demostración de la vulnerabilidad de Gran Bretaña, pero vendrían otras de mayor envergadura. A finales del otoño de 1943, cuatro asuntos dominaban la agenda militar de los británicos: la campaña de Italia, la operación «Overlord», alguna que otra posibilidad de llevar a cabo ambiciosas acciones en los Balcanes y la operación «Buccaneer», un supuesto desembarco anfibio en Birmania. El 6 de noviembre sir Archibald Clark Kerr informó desde Moscú que los rusos temían que los británicos siguieran oponiéndose a poner en marcha la operación «Overlord». Churchill respondió: «Haré todo lo humanamente posible para estimular el siguiente paso que mi corazón me dice que hay que dar en este momento». Pero la expresión «siguiente paso» abarcaba toda una serie de posibles operaciones, algunas en el Mediterráneo, de las que «Overlord» no era más que una. Dalton escribiría al término de una reunión del gabinete: «En un momento de expansión, Winston nos confesó sus reservas respecto a la política “Overlord” que nos habían impuesto los americanos, y que comportaba una repartición —que además de peligrosa, suponía una verdadera pérdida de tiempo— de nuestros barcos de transporte y de nuestras lanchas de desembarco entre dos objetivos, cuando habríamos podido seguir con nuestro avance en Italia y los Balcanes con mayor efectividad».

Durante varias semanas Churchill había estado pidiendo insistentemente celebrar una entrevista con Roosevelt y Stalin, que le habría encantado que tuviera lugar en la ciudad de Londres. Nadie se extrañó cuando el líder soviético rechazó inmediatamente la propuesta, pero los británicos se sintieron ofendidos al enterarse de que el presidente norteamericano tampoco quería visitar su país. En opinión de Roosevelt, aquel encuentro habría tenido una influencia negativa en el electorado de Estados Unidos, donde debían celebrarse elecciones al año siguiente. Tras algunos escarceos y divagaciones, Teherán fue considerada por todos un punto de encuentro aceptable. Churchill quiso celebrar previamente una cumbre bilateral en El Cairo, y los americanos aceptaron. El primer ministro zarpó rumbo al Mediterráneo a bordo del acorazado Renown, acompañado de su comitiva habitual, de los jefes de Estado Mayor de las tres armas, y de sus hijos, Sarah y Randolph. Harold Macmillan subió a bordo del gran navío de guerra en Gibraltar: «Fuimos recibidos por su propietario —o al menos eso es lo que parecía— al que resultaba un sistema muy agradable de navegar». Pero Churchill no estaba muy bien de salud. Tras desembarcar en Malta, pasó dos días en cama en la residencia del gobernador, lord Gort.

Gort no era precisamente esclavo de las comodidades de la vida. Cuando Ismay visitó al primer ministro enfermo, fue recibido con patéticos ruegos de que aumentaran sus raciones de comida y le permitieran tomar un baño: «¿Cree que podrá traerme un poco de mantequilla de ese espléndido barco?… Sólo quiero una jofaina de agua caliente, pero no consigo que me la traigan». La habitación de Churchill daba a una vía pública atestada de ruidosos malteses. Moran nos describe un episodio enternecedor que protagonizó el primer ministro: «De la calle de abajo llegaba un gran ruido confuso de voces. Frunció las cejas. Saltó de la cama, cruzó resuelto la habitación, asomó la cabeza por la ventana abierta y se puso a gritar: “¡Queréis hacer el favor de marchar de aquí! Por piedad, idos; y no hagáis tanto ruido”».

Apiñados en el dormitorio del primer ministro, los jefes de Estado Mayor celebraron una reunión bastante poco satisfactoria. Unos días antes, John Kennedy anotó en su diario la política que iban a seguir los británicos en su encuentro con los americanos: «Ahora hemos cristalizado nuestras ideas respecto a la estrategia que hay que defender». La campaña de Italia debía seguir adelante, mediante la actividad de los aliados en los Balcanes había que hacer nuevos esfuerzos para convencer a Turquía de que entrara en la guerra y se tenía que insistir a los americanos en la conveniencia de «aceptar un aplazamiento de “Overlord”». El ayudante-general sir Ronald Adam dijo a unos de sus compañeros: «En estos momentos el primer ministro ha perdido bastante peso a ojos del presidente norteamericano, que a regañadientes se ha visto arrastrado hasta El Cairo… El primer ministro aboga actualmente por centrar la atención en el Mediterráneo, y el futuro de “Overlord” vuelve a ser tema de discusión».

Churchill se impacientaba por la lentitud con la que se desarrollaban las operaciones aliadas en Italia. El invierno había ralentizado sumamente el avance de las tropas, y los alemanes resistían con su habitual determinación. «Raras veces cambiaba el patrón de las batallas», escribiría Fred Majdalany, un veterano de la campaña. «Los alemanes solían mantenerse firmes en una posición durante un tiempo, hasta que respondíamos con contundencia; entonces, retrocedían dos o tres kilómetros hasta la siguiente posición defendible, dejando tras de sí un sinfín de puentes que habían volado, campos de minas y carreteras bloqueadas y destruidas… Los ejércitos aliados solían lanzar un ataque nocturno: al caer la noche vadeaban un río o un riachuelo, tomaban por asalto las colinas situadas al otro lado de la corriente, se atrincheraban y esperaban que por entonces los zapadores, que iban detrás de ellos, hubieran conseguido reparar lo destruido y limpiar de obstáculos el camino para permitir el paso de los tanques… Los alemanes, que observaban todo esto, intentaban evitarlo abriendo fuego desde lo alto con la artillería y los morteros».

El primer ministro se puso hecho una furia cuando se enteró de que dos divisiones británicas ya habían sido retiradas de la línea de avance para regresar a Inglaterra y prepararse para el Día D. En un documento de fecha 20 de noviembre enviado a los jefes de Estado Mayor se lamentaba de que la campaña de Italia se viera afectada por «la sombra de “Overlord”». Decía que los partisanos de Yugoslavia, a los que deseaba prestar un mayor apoyo, mantenían inmovilizadas a más divisiones del Eje que los ejércitos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Reprobaba a los americanos por insistir en que el Día D debía ser el 1 de mayo, «con una rigidez inflexible, y sin tener en cuenta las pérdidas y los daños que sufrirá a partir de ese momento la causa aliada». Como consecuencia de esa «fecha fijada para el objetivo», decía, «nuestros asuntos se deteriorarán en los Balcanes, y el Egeo seguirá firmemente en manos de los alemanes… y todo en nombre de una operación fijada hipotéticamente para mayo, que es muy probable que no se ponga en marcha en esa fecha». Churchill quería que todos los recursos disponibles fueran destinados primero a la conquista de Roma, que preveía para enero de 1944, y luego a la de Rodas a finales de ese mismo mes. Pero había muy pocas probabilidades de que sus ideas recibieran el beneplácito de los americanos, y no es de extrañar.

La delegación británica zarpó de Malta rumbo a Alejandría, desde donde se trasladó en avión hasta El Cairo, llegando a la capital egipcia el 21 de noviembre. Macmillan, que se encontraba con Churchill por primera vez después de varios meses, se dio cuenta de que las facultades y la energía del primer ministro habían mermado, aunque seguían siendo considerables: «Winston es cada día más dogmático (al menos en apariencia), y se hace muy repetitivo. Uno se olvida, por supuesto, de que en realidad es un anciano, aunque un anciano maravilloso… Resulta divertido observar cómo toma una idea y al cabo de uno o dos días la repite como suya. No se le escapa casi nada, aunque no siempre parezca que escuche».

La primera reunión de la conferencia «Sextant» tuvo lugar el 23 de noviembre, y en ella se abordó la situación en Extremo Oriente. Los americanos estaban de bastante mal humor, pues se había filtrado a los periodistas la noticia del encuentro, poniendo en peligro la seguridad de la cumbre. Los británicos aceptaron de muy mala gana la asistencia de Chiang Kai-shek y su esposa, invitados por los estadounidenses. China fue uno de los temas principales de la reunión. Los ingleses no compartían la fe de los norteamericanos en la importancia de China como país aliado ni en el compromiso de proporcionar ayuda «a través de la Joroba» del Himalaya. No podían olvidar que unos meses atrás Roosevelt había insistido en que cedieran la colonia de Hong Kong a Chiang Kai-shek en «señal de buena voluntad». Esto hizo que Eden señalara a Harry Hopkins que no había oído hablar al presidente de un acto de generosidad semejante por parte de los americanos. Haciendo de bálsamo, Smuts dijo: «Nos inclinamos por olvidar las dificultades del presidente. Hay una corriente muy fuerte en su contra. Lo que hacen los americanos se debe en parte a la ignorancia, y en parte a su determinación por obtener más poder. Durante los cuatro años de guerra hemos aprendido lecciones muy duras. Ellos no han recibido lecciones tan duras. Pero no estamos dispuestos a esperar otros cuatro años para que las aprendan».

Los británicos tenían razón respecto a la intratabilidad de China, pero su actitud desdeñosa no vino más que a aumentar las tensiones entre ellos y los americanos. Churchill hizo muchos planes para lanzar a Orde Wingate y sus chindits al interior del norte de Birmania. Los estadounidenses, sin embargo, consideraban que esos proyectos de incursión reflejaban el entusiasmo característico de los ingleses por las acciones secundarias a expensas de las operaciones de gran envergadura. Apoyaban la operación «Buccaneer», que preveía un gran desembarco en las costas de Birmania. Pero los británicos comenzaron a decir que la campaña en el Mediterráneo, por no hablar de «Overlord», se vería fatalmente comprometida por la diversión de lanchas de desembarco al golfo de Bengala.

En la segunda sesión plenaria del día 24, Churchill se quejó enérgicamente por la pérdida de Cos y Leros. También dijo que no era cierto que favoreciera operaciones ilimitadas en Italia: estaba comprometido «hasta las cejas» con la puesta en marcha de la operación «Overlord». Pero intentó que se acordara que los ejércitos aliados debían fijarse el objetivo de alcanzar una línea entre Pisa y Rímini. Eisenhower asistió a la conferencia del día 26. En aquellos momentos seguía siendo sólo comandante supremo del Mediterráneo, y desconocía que «Overlord» iba a convertirse en breve en una operación exclusivamente de su responsabilidad. Dijo que apoyaba las propuestas británicas para el valle del Po y el Egeo. «Subrayó la importancia vital de continuar con la mayor cantidad posible de operaciones en una zona determinada, pues se perdía invariablemente mucho tiempo cuando se cambiaba de escenario de acción». Sus palabras fueron muy bien acogidas por Churchill, pero no por Marshall.

Los administradores británicos de la conferencia se esforzaron denodadamente por garantizar una hospitalidad equiparable a la ofrecida por los americanos durante el encuentro celebrado en Casablanca en el mes de enero. Pero debido a la difícil situación económica de Gran Bretaña, se veían abrumados por la voracidad de sus huéspedes. El tropel de oficiales y militares de los estados mayores reunidos supuso veinte mil cigarrillos y setenta y cinco puros. Cada día se consumían quinientas cervezas, ocho botellas de whisky, doce de brandy y treinta y cuatro de ginebra. Se decidió que, por respeto al pueblo británico sometido a un estricto racionamiento, en las próximas conferencias se pediría que los asistentes se pagaran al menos sus bebidas.

Entre sesión y sesión, Churchill llevó a Roosevelt a visitar las pirámides, y comentó con entusiasmo a los miembros de su personal que su relación con el presidente norteamericano era óptima. Pero Eden describiría la conferencia de El Cairo como «una de las más difíciles a las que he asistido». En Extremo Oriente la suerte de los británicos pasaba por su peor momento. Las fuerzas del imperio eran aparentemente incapaces de abrirse paso en Birmania, a pesar de la inferioridad numérica del ejército japonés. Ante la vaguedad con que Roosevelt abordaba los distintos temas, «W.[inston] tuvo que interpretar el papel de cortesano, limitándose a atrapar al vuelo las ocasiones a medida que éstas iban presentándose. Me sorprende la paciencia con que lo hace… Aunque el papel de oyente atento no es muy propio de él, el primer ministro supo interpretarlo de manera impecable durante todos esos días, de modo que salimos de allí sin perder ni una sola pluma, por no decir con la cresta bien levantada». Pero el presidente atosigó al primer ministro con más ahínco del habitual. Le reprochó haber permitido a Eden que dijera al rey de Grecia que no intentara regresar a su país cuando éste fuera liberado hasta que sus súbditos se pronunciaran claramente en su favor. Fue un comentario cuando menos extraño, vista la hostilidad que posteriormente mostrarían los americanos hacia el monarca. Los británicos se pondrían hechos una furia con Roosevelt por fomentar la intransigencia de los griegos.

En sus conversaciones con la delegación británica, Churchill se quejó de la manera poco formal con que Roosevelt abordaba las cuestiones de la guerra, observando que, si bien era «un encantador y caballeroso hombre de campo», sus costumbres dilatorias no servían más que para perder el tiempo. El primer ministro y sus colegas no sólo se sorprendieron, sino que se sintieron ofendidos por la falta de disponibilidad de los americanos a entablar conversaciones bilaterales con ellos antes de reunirse con Stalin. «El primer ministro y el presidente habrían debido reunirse, junto con sus jefes de Estado Mayor, antes de encontrarse con los rusos, pero, debido a una serie de inconvenientes, esto no ha podido ser», comentaría Cadogan malhumorado. A los británicos les costaba darse cuenta de que aquella falta de disponibilidad reflejaba una política y no «una serie de inconvenientes». Iba a ser la primera entrevista del presidente norteamericano con el líder de los soviéticos. Aquel año, con anterioridad, Roosevelt había intentado reunirse con Stalin sin la presencia de Churchill. Cuando su iniciativa fracasó, mintió con frialdad al primer ministro, asegurándole que la propuesta había sido idea de Moscú y no suya. Roosevelt creía que podía forjar una relación de cooperación con Moscú, que no debía verse comprometida por una apariencia de excesiva amistad o connivencia entre británicos y americanos. Y para conseguir su objetivo no le importaba desconcertar a Churchill.

Hopkins se lamentaba de la «maldita guerra italiana» de Churchill, y lanzó a Moran la siguiente advertencia: «Nos estamos preparando para librar una batalla en Teherán. Nos veréis alineados con los rusos». Sorprendido por la postura de los americanos con Churchill, el médico escribiría: «Se muestran mucho más escépticos con él que con Stalin». El entusiasmo de Hopkins por el primer ministro había disminuido, del mismo modo que lo había hecho su influencia en su propio país. El secretario de Roosevelt anotó con cierta lástima el siguiente comentario: «Pobre Harry, la opinión pública ya no está con él. Se ha convertido en un pesado lastre para el presidente». La delegación estadounidense presente en El Cairo se dedicó a filtrar libremente información a los periodistas. El Washington Post fue uno de los muchos diarios que más tarde revelaron a la opinión pública «la supuesta postura recalcitrante de Churchill» frente a los deseos estratégicos de Estados Unidos. El 27 de noviembre, cuando se aplazó «Sextant» para que los líderes volaran a Teherán, los británicos y los americanos no habían alcanzado ningún acuerdo militar.

Raras veces mostraba Churchill preocupación alguna por su seguridad personal, pero frunció el entrecejo cuando vio que su automóvil quedaba literalmente rodeado por una multitud al aproximarse a la legación británica en la capital persa. Roosevelt había aceptado alojarse en la vecina residencia de los rusos, y decidió entrevistarse por primera vez a solas con Stalin. La sesión inaugural de la conferencia tuvo lugar el día 28 de noviembre por la tarde, en la embajada soviética, bajo la presidencia de Roosevelt. Debe hacerse hincapié en que, para todos los asistentes con una pizca de imaginación, esas reuniones representaron una ocasión sin precedentes. Incluso Brooke, pese a su agotamiento y su cinismo, consideró que fue «muy apasionante» tener a los «Tres Grandes» por primera vez reunidos alrededor de una mesa. Todos los presentes eran perfectamente conscientes de su contribución a un acontecimiento histórico. La mayoría de ellos se esforzó porque sus palabras y sus actuaciones estuvieran a la altura del momento.

Churchill empezó asegurando su firme compromiso con el avance hacia la línea Pisa-Rímini en Italia, con un desembarco en el sur de Francia y con la operación «Overlord», siempre y cuando se aceptaran sus condiciones en lo concerniente al considerable control alemán en la zona de invasión. «Será nuestro duro deber», dijo en una especie de toque de llamada claramente discordante con mis vacilaciones respecto a «Overlord», «lanzarnos al otro lado del Canal contra los alemanes con todas nuestras fuerzas». Stalin preguntó con delicadeza: «¿Quién estará al frente de “Overlord”?». Con su cuestión logró un brillante golpe de efecto. Dijo que no podía considerar con absoluta seriedad ninguna operación hasta que se nombrara al encargado de dirigirla. Aunque en opinión de Eden Stalin fuera un individuo «horripilante» y estremecedor, el secretario de Exteriores británico supo reconocer en él, al igual que todos los delegados occidentales, a un verdadero maestro de la diplomacia: «Ni que decir tiene que era un hombre despiadado y que sabía muy bien lo que quería. Nunca hablaba por hablar. Nunca se ponía furioso, puede decirse que raras veces se mostraba irritado. Inexpresivo, tranquilo, sin levantar la voz, evitaba aquellas constantes negativas de Molotov que tan exasperantes resultaban a los que las tenían que escuchar. Mediante métodos mucho más sutiles lograba lo que deseaba sin dar la impresión de inflexibilidad».

Roosevelt garantizó al líder de los rusos que en los próximos días se procedería al nombramiento del comandante en jefe de la operación «Overlord». Stalin —«Ursus Major», como bautizó Churchill al «Gran Oso»— quedó satisfecho. Incluso demostró su entusiasmo por la campaña de Italia, pese a su consternación por el hecho de que las divisiones alemanas en el oeste de Europa siguieran siendo trasladadas al frente oriental para frenar el avance de los soviéticos. Churchill elogió los esfuerzos llevados a cabo por los partisanos en Yugoslavia, palabras que pensó que iban a ser del agrado de Stalin, y declaró su intención de ofrecerles el máximo apoyo. El líder ruso dijo que la Unión Soviética combatiría contra las fuerzas niponas cuando los alemanes fueran totalmente derrotados, lo que fue del agrado de los estadounidenses.

Por la mañana, durante todos los días que duró la conferencia, un grupo de oficiales del NKVD —entre los que figuraba el hijo de Beria, Sergo— entregaba a Stalin las transcripciones de las conversaciones interceptadas con los micrófonos que se habían colocado en las dependencias de los americanos. El líder soviético expresó su perplejidad por la libertad con la que los occidentales hablaban entre ellos, cuando debían darse cuenta de que se les estaba escuchando. De hecho, más tarde comenzó a preguntarse si en realidad eran tan ingenuos que ni siquiera lo sospechaban: «¿Creéis que saben que estamos escuchando?». Se sintió muy halagado cuando vio que Roosevelt hablaba bien de él. En cierta ocasión, al oír que el presidente americano aseguraba que no había «manera de engañar al tío Pepe», torció el bigote y murmuró, «el viejo pícaro miente». No le hicieron tanta gracia la conversaciones transcritas en las que Churchill repetía al presidente sus reservas respecto a la operación «Overlord». El joven Beria fue recompensado con un reloj suizo por la eficacia de sus escuchas.

El episodio más notorio de la conferencia se produjo cuando Stalin dijo, en un alarde de humor macabro, que, una vez ganada la guerra, habría que ejecutar a cincuenta mil oficiales alemanes, a lo que Roosevelt replicó que cuarenta y nueve mil bastarían. Elliott Roosevelt, el hijo del presidente, se levantó para decir que estaba totalmente de acuerdo con la propuesta de Stalin, y que estaba convencido de que Estados Unidos la avalaría. Todo esto provocó que Churchill abandonara furibundo y disgustado la sala. Aunque los rusos intentaron tranquilizar al primer ministro, lo cierto es que se vivió un momento tenso muy desagradable. Cuando Stalin tuvo esa ocurrencia, Churchill ya sabía que el dictador soviético era el responsable de la matanza a sangre fría de al menos diez mil oficiales polacos —el número real fue casi treinta mil—, así como de un sinfín de sus compatriotas. Además, la disposición del presidente americano a sumarse al macabro chiste puso de relieve una crueldad que era bastante real y que espeluznó al líder británico. Por último, la intervención de Elliott resultaba intolerable. Una de las curiosidades de la guerra fue que algunos grandes hombres consideraron apropiado ir acompañados de sus hijos a las misiones de estado. La presencia de Randolph Churchill en el norte de África, y en otros muchos lugares, fue un verdadero incomodo. Jan Smuts y Harry Hopkins fueron con sus hijos a El Cairo para asistir a «Sextant». Sin embargo, la actitud de ninguno de ellos fue equiparable a la estupidez demostrada por el hijo del presidente estadounidense. Churchill era perfectamente consciente de que, en pro de las relaciones angloamericanas, debía soportar todo lo que Roosevelt decidiera decir o hacer. Pero aquel momento en Teherán fue sumamente duro para él. Marshall diría a propósito de la actitud de Stalin en la conferencia que el líder soviético «lanzaba constantemente dardos contra Churchill, y el señor Roosevelt [FDR], en cierto sentido, colaboraba. Solía sentir cierto placer desconcertando a Churchill».

Cadogan recordaría la desazón de la delegación británica por la predisposición de Roosevelt a apoyar prácticamente todo lo que proponía Stalin. Cuando se abordó el tema de las futuras fronteras de Polonia, Averell Harriman quedó perplejo ante la visible indiferencia de su presidente. Roosevelt sólo estaba interesado en conseguir aquel poco que bastara para satisfacer a los votantes americanos de origen polaco, y que, por cierto, no era mucho. Las escuchas revelaron a los soviéticos las advertencias que Churchill hizo a Roosevelt acerca de los preparativos que se llevaban a cabo en Moscú para instaurar un régimen comunista en Polonia. Según Sergo Beria, Roosevelt respondió que, puesto que Churchill intentaba hacer lo mismo, pero en su caso con un régimen anticomunista, no tenía por qué quejarse.

El líder norteamericano estaba mucho más interesado en obtener el apoyo soviético para la futura organización de las Naciones Unidas, cooperación con la que los rusos supieron jugar muy bien. Complacieron a Roosevelt mostrándose totalmente dispuestos, aunque el propio Stalin expresara su escepticismo respecto a la idea del presidente de que China se uniera a Rusia, Gran Bretaña y Estados Unidos para dirigir el mundo de posguerra. Harriman se dio cuenta del peligro que suponía poner ante los rusos en evidencia el desinterés de Roosevelt por las fronteras de los países del este de Europa. El implacable avance de los ejércitos de Stalin haría muy difícil que Occidente pusiera freno al imperialismo soviético. Por el momento, Churchill aceptó correr las fronteras de Polonia hacia el oeste, compensando a los polacos con territorio alemán a cambio de la cesión a Rusia de parte de su zona oriental. La propuesta no dejaba de ser sumamente despiadada. Pero la postura del presidente estadounidense fue más allá, dejando claro que Stalin iba a encontrar poca oposición a sus planes en Polonia o en cualquier otro lugar.

Roosevelt, obsesionado con crear un futuro en el que las Grandes Potencias actuaran de común acuerdo, parecía obviar la realidad, a saber, que a Stalin no le importaban nada los consensos y que su único interés era contar con el beneplácito internacional para culminar sus propios objetivos. Entre los integrantes de la delegación americana, Charles Bohlen y George Kennan, del departamento de Estado, compartían las dudas de Harriman respecto a la idea de Roosevelt de que Stalin coincidía con él en su visión del mundo. Los temores del primer ministro en lo concerniente al futuro empezaban a materializarse. «El hecho de que el presidente tratara a Churchill y a Stalin como si ambos fueran iguales a ojos de los americanos supuso para el primer ministro británico una fuerte conmoción», escribiría Ian Jacob.

Pero lo cierto es que la mayoría de los integrantes de la delegación de Roosevelt abandonó la cumbre entre miradas de satisfacción por el compromiso formal de los participantes con la puesta en marcha de la operación «Overlord», tan anhelada tanto por Estados Unidos como por la Unión Soviética. Las constantes evasivas de los británicos en lo concerniente a esta cuestión habían irritado incluso a los americanos más anglófilos. La experiencia de Teherán daría lugar más tarde a una de las grandes ocurrencias de Churchill. La reunión, comentaría, había hecho que se diera cuenta de la pequeñez de Gran Bretaña: «Allí estaba yo sentado, con el gran oso ruso a un lado, con sus zarpas amenazantes, y con el gran búfalo americano al otro lado, y en medio de ellos se encontraba el pobre burrito británico, que era el único… que conocía el camino correcto que conduce a casa».

Stalin quedó muy satisfecho de todo lo que se habló en Teherán, pues se dio cuenta de que conseguía todo lo que quería. Pensaba que, a diferencia de Churchill, el presidente estadounidense era un tipo sincero, y a su regreso a Moscú dijo a los miembros de la Stavka: «Roosevelt se ha comprometido en firme a lanzar operaciones de gran envergadura en Francia en 1944. Creo que cumplirá su palabra. Pero si no lo hace, nosotros nos bastamos para acabar por nuestra cuenta con la Alemania de Hitler».

En opinión de Eden, las reuniones celebradas con los rusos en 1943 fueron las más satisfactorias —o las menos insatisfactorias— de la guerra, antes de que se produjera el abrupto deterioro de relaciones de 1944, año en el que quedó patente el afán expansionista soviético. Pero la delegación británica presente en Teherán deploraría la manera en que las conversaciones entre los Tres Grandes se convirtieron en divagaciones erráticas acerca de un sinfín de asuntos, sin llegar en ninguno de ellos a una conclusión definitiva, con la excepción de que a partir de entonces sería difícil incluso para Churchill escapar de la puesta en marcha de la operación «Overlord». Cunningham y Portal dijeron que la conferencia había sido una pérdida de tiempo. A los ingleses les mortificó especialmente que no se intentara obligar a los rusos a reconocer la legitimidad del gobierno polaco en el exilio en Londres, a cambio de la aceptación por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña de alterar las fronteras de Polonia.

Después de Teherán, es imposible que Churchill no se diera cuenta, al menos en su fuero interno, de lo poco que a Roosevelt le importaba Gran Bretaña como país, por no hablar de sus intereses o su relevancia en el panorama mundial. El primer ministro no cejaría ni por un momento en su empeño de procurarse la amistad del presidente norteamericano, incluso mediante halagos. Pero lo cierto es que cada vez le costaría más entenderse con Estados Unidos que con Rusia. Con Stalin, Churchill siguió con su política de intentar llegar a buenas ententes, pero siempre sin tener demasiadas expectativas. Mantener una estrecha relación con Estados Unidos, sin embargo, era fundamental para todas las operaciones de la guerra, para alimentar al pueblo británico y para la materialización de cualquier perspectiva de conservar el imperio una vez finalizada la contienda. Resulta sorprendente que muchos historiadores hayan calificado la relación existente entre Roosevelt y Churchill de amistosa y cordial. Es cierto que en su correspondencia y en sus discursos el primer ministro se dirigía al presidente norteamericano como «mi amigo». En ninguna faceta de su vida y de su conducta como líder de Gran Bretaña demostró Churchill un autocontrol más férreo que en sus relaciones con los americanos durante la guerra. «Cada mañana, cuando despierto», comentó en cierta ocasión, «mi primer pensamiento es cómo puedo complacer al presidente Roosevelt». Pero casi todo lo que ofreció FDR a Churchill entre 1943 y 1945 fueron mortificaciones y amarguras.

Desde Teherán, mientras Roosevelt volaba hasta Washington, Churchill lo hacía hasta El Cairo. Estaba exhausto y, de hecho, enfermo, pero las reuniones y las cenas se sucedieron una detrás de otra. En un mensaje reprendió a Mountbatten por haber solicitado los servicios de 33 700 combatientes para enfrentarse a un contingente de cinco mil japoneses en Arakan: «Los americanos han conquistado sus islas con una proporción de dos hombres y medio por cada japonés. El hecho de que sus generales hayan pedido seis hombres y medio por cada japonés ha producido una impresión nefasta». El 10 de diciembre cenó en la embajada con una comitiva formada, entre otros, por Smuts, Eden, Cadogan y su hijo Randolph, y luego, a la una de la madrugada, partió rumbo a Túnez. Su avión York aterrizó en el aeródromo equivocado, donde Brooke pudo contemplar al primer ministro «sentado en su maleta, en medio de un gélido viento propio de las primeras horas del día, como si no fuera nadie en este mundo. Estuvimos allí aproximadamente una hora antes de ponernos en marcha, y para entonces ya estaba helado».

Después de un breve vuelo, su avión volvió a aterrizar, esta vez en el aeródromo correcto, desde donde fue conducido a Maison Blanche, la villa de Eisenhower situada en las inmediaciones de Cartago. El 11 de diciembre durmió todo el día, y por la noche cenó con Ike, Brooke y Tedder, entre otros. Se acostó quejándose de que le dolía la garganta. A las cuatro de la mañana, una voz lastimera despertó a Brooke: «Hola…, hola…, hola». El jefe del Estado Mayor General del Imperio encendió una linterna y preguntó visiblemente enojado: «¿Quién demonios es?». El haz de luz iluminó al individuo en cuestión, que no era otro que el primer ministro enfundado en su batín de dragón, con una venda marrón alrededor de la cabeza, quejándose de una fuerte jaqueca y buscando a su médico. A la mañana siguiente a Churchill le subió la fiebre, y Moran telegrafió para que enviaran enfermeras y un patólogo. El diagnóstico fue pulmonía.

Durante los días sucesivos, aunque continuó recibiendo visitas y despachó un montón de mensajes, permaneció en cama, consciente de la gravedad de su afección. «Si muero», dijo a su hija Sarah, «no os preocupéis; la guerra está ganada». El 15 de diciembre sufrió un ataque al corazón. Sarah le leía en voz alta Orgullo y Prejuicio. La noticia de la enfermedad de Churchill provocó en el pueblo británico demostraciones de afecto y de solidaridad con su primer ministro. Un soldado inglés que se encontraba en el norte de África escribiría en su diario: «Todos esperamos su pronta recuperación, y rezamos por ello. Sería estupendo que el señor Churchill pudiera vivir para ver el final victorioso de su gran lucha contra los nazis». El día 17 por la tarde llegó Clementine Churchill, acompañada de Jock Colville, que había tenido que abandonar su puesto en la RAF para asumir la secretaría de Downing Street. Los nuevos antibióticos M & B estaban dando los resultados esperados. Aunque el primer ministro seguía débil, y pese a sufrir otro leve ataque al corazón, parecía que su vida ya no corría peligro. El día 19 Clementine escribía a su hija Mary: «Papá está mucho mejor hoy. Ha aceptado no fumar y beber sólo unas gotas de whisky con soda».

En aquellos momentos estaba furioso por la «escandalosa… paralización» de la campaña de Italia, y especialmente por no haberse utilizado las lanchas de desembarco disponibles para lanzar un ataque anfibio tras las líneas alemanas. Instó a Roosevelt a considerar con la mayor urgencia las propuestas británicas relacionadas con la reorganización de los mandos en el Mediterráneo, puesto que Dwight Eisenhower había sido nombrado máximo responsable de la operación «Overlord». Es harto probable que Roosevelt hubiera dado este puesto a Marshall si los británicos hubieran estado dispuestos a aceptar que el jefe del ejército americano asumiera las funciones de una especie de supercomandante en jefe de todas las operaciones contra los alemanes, tanto en el Mediterráneo como en el noroeste de Europa. Pero Churchill y Brooke querían conservar a toda costa al menos un cargo de comandante en jefe para un oficial británico. El presidente americano no estaba dispuesto a quedarse sin Marshall en Washington simplemente para ponerlo al frente de la operación «Overlord». Ante ese panorama, prefirió mantener al jefe del ejército a su lado, en calidad de supervisor general de todo el esfuerzo de guerra de Estados Unidos.

Los jefes de Estado Mayor británicos querían que Maitland Wilson fuera el sucesor de Eisenhower como máxima autoridad de las fuerzas aliadas en el Mediterráneo, y que su jefe del Aire, el mariscal sir Arthur Tedder, fuera nombrado segundo de Ike en la operación «Overlord». Churchill prefería que Alexander fuera el comandante británico para el Día D, y lo mismo deseaba Eisenhower. El gabinete de guerra puso reparos a la sugerencia del primer ministro y, en defensa de la opinión pública y de lo que parecía más conveniente desde el punto de vista militar, propuso a Montgomery. Churchill dio la sorpresa y aceptó la idea. Fue sin duda un nombramiento acertado, pues Montgomery era un general muy superior. Pero fue un hecho insólito que Churchill tolerara la oposición de sus ministros en un asunto de tanta relevancia. Lo más probable es que su decisión de permitir que Alexander siguiese en Italia fuera consecuencia de la gran importancia que daba a las operaciones en este país. Creía, erróneamente, que «Alex» podía dar aquel impulso que, en su opinión, faltaba. Macmillan exigió con firmeza que se nombrara a Alexander, haciendo notar que Maitland Wilson había sido comandante en jefe en Oriente Medio durante un año y que en El Cairo no había conseguido que la máquina de guerra británica en Egipto se sacudiera de encima su pereza. Al final, los americanos accedieron al deseo de los británicos de que Alexander asumiera el mando en el Mediterráneo, precisamente porque daban mucha menos importancia a la campaña de Italia que a «Overlord».

El 22 de diciembre los jefes de Estado Mayor británicos comunicaron desde Londres que apoyaban la propuesta de Churchill de lanzar un nuevo ataque anfibio en Italia. En la planificación inicial se dio por descontado que sólo había barcos suficientes para trasladar a una división, mientras que Churchill y sus jefes de Estado Mayor querían desembarcar a dos. El día de Navidad, Eisenhower, Maitland Wilson, Alexander, Tedder y Cunningham volaron desde diversos puntos del Mediterráneo hasta Cartago para hablar sobre la puesta en marcha de la operación «Shingle», un desembarco en Anzio, localidad situada justo al sur de Roma, programado provisionalmente para el 20 de enero. En la reunión se acordó emplear a dos divisiones en el ataque inicial, siempre y cuando esta circunstancia no impidiera llevar a cabo la operación «Overlord» en la fecha prevista, esto es, en mayo.

El 27 de diciembre Churchill se desplazó a Marrakech para pasar allí unos días con la intención de mejorar su estado de salud. «Propongo quedarme aquí, al calor del sol», dijo en una nota a Roosevelt, «hasta que recupere las fuerzas perdidas». Al segundo día de su estancia en Villa Taylor, para su gozo y sorpresa, llegó la noticia de que el presidente americano había dado su aprobación a la operación «Shingle», con la única condición de que quedaba bien claro que no podía violarse la fecha fijada para la invasión de Francia. Ésta, sin embargo, se vería pospuesta un mes, esto es, a junio, ante la insistencia de Eisenhower y Montgomery en este sentido. Tras estudiar el plan del Día D por primera vez, los dos generales se convencieron de la necesidad de llevar a cabo más preparativos, así como de reforzar el desembarco inicial. La nueva fecha iba a ser un día de la primera semana de junio. Churchill era contrario a utilizar el término «invasión» en el contexto del Día D: «Nuestro objetivo es la liberación de Europa de la tiranía alemana… nosotros “entramos” en los países oprimidos, no los “invadimos”… el término “invasión” debe reservarse para el momento en el que crucemos la frontera de Alemania. No hay ninguna necesidad de regalar a Hitler la idea de que él es el defensor de una Europa que nosotros tratamos de invadir». Esta discusión semántica la acabó perdiendo, por supuesto, Churchill.

El 4 de enero de 1944 el primer ministro escribía a Eden en los siguientes términos: «Cada día estoy más fuerte… Todos mis pensamientos están puestos en “Shingle”, operación cuya puesta en marcha, como bien podrá imaginar, espero vivamente». Su convalecencia en Marrakech acabó el 14 de enero. Voló a Gibraltar, donde Maitland Wilson y Cunningham lo pusieron al día de los últimos preparativos para el desembarco en Anzio. Luego subió a bordo del acorazado King George V para emprender el viaje de regreso a Inglaterra. La noche del 17 de enero su barco atracó en el puerto de Plymouth, donde tomó el tren real que había venido a recogerlo. A la mañana siguiente, después de estar nueve semanas ausente de su país, Churchill cruzó los umbrales de su residencia en Downing Street. Envió inmediatamente un cablegrama a Roosevelt: «Aunque a veces las piernas parece que me flaquean, me siento bastante bien». Cuando llegó al palacio de Buckingham para almorzar con el rey, un secretario privado del monarca le preguntó si quería utilizar el ascensor. «¿El ascensor?», exclamó indignado, tras lo cual subió por la escalera a toda prisa, saltando de dos en dos los peldaños, y al llegar a un rellano, se volvió hacia el empleado de Su Majestad y le hizo un palmo de narices.

En la Cámara de los Comunes nadie supo nada de su regreso hasta que los parlamentarios miraron sorprendidos hacia arriba cuando se procedía con el punto de Cuestiones y Preguntas y, poniéndose en pie de un brinco, comenzaron a gritar, a aplaudir y a agitar los papeles con el Orden del día. Harold Nicolson describiría el sinfín de vítores con que le dieron la bienvenida, «mientras Winston, con las mejillas sonrojadas, más bien tímido, con una sonrisa dibujada en su rostro parecida a la de un niño travieso, avanzaba despacio por delante del banco principal para tomar asiento en su lugar habitual. Radiaba gozo y emoción, y aún no se había sentado cuando dos lagrimones comenzaron a caer por sus mejillas. No sin cierta torpeza, consiguió disimular el llanto limpiándose el rostro con un enorme pañuelo blanco. Al cabo de unos minutos se puso en pie para responder a las preguntas. La mayoría de los hombres no habrían resistido a la tentación, en una ocasión como aquélla, de revestir sus contestaciones de un toque dramático. Pero Winston respondió a todas las cuestiones como si se tratara del joven subsecretario, colocándose los anteojos, mirando entre sus papeles, contestando diplomáticamente a cuestiones adicionales y tomándoselo todo con la máxima seriedad posible. Me gustaría decir que por su aspecto parecía haberse recuperado por completo. Pero lo cierto es que cuando desaparecieron los primeros rubores de satisfacción, su rostro quedó pálido, y su voz carecía del vigor habitual». Pero Churchill no había perdido su extraordinaria habilidad para mantener la atención de la Cámara durante sus largas y discursivas valoraciones de la guerra. Después de una de esas estimaciones, se dirigió de pronto a la oposición, preguntando como el que no quiere la cosa: «¿Todo bien?». Los parlamentarios asintieron, sonriéndole con afecto. Su dominio de la Cámara de los Comunes, cuenta Nicolson, se debía a «esa combinación de oratoria de altos vuelos con frases con las que de repente bajaba a un plano más íntimo e informal».

El 19 de enero por la tarde Churchill presidió la reunión de los jefes de Estado Mayor, durante la cual instó a que se procediera al desembarco de comandos en la costa dálmata para ir despejando poco a poco de alemanes las islas situadas frente al litoral yugoslavo. Renacían las esperanzas que había puesto en Anzio. Habló de obligar a los alemanes a retirarse al norte de Italia, o incluso al otro lado de los Alpes. Si esto se lograba, los ejércitos de Alexander quedarían libres para avanzar hacia Viena y atacar en los Balcanes, o girar a la izquierda para dirigirse a Francia. Al cabo de dos días, mientras el cuerpo del general de división americano John Lucas se preparaba para dar el golpe en las playas de Italia, el V Ejército de Estados Unidos comenzó a cruzar el río Rápido al sur de Roma. Churchill envió a Stalin el siguiente cablegrama: «Hemos lanzado contra las fuerzas alemanas que defienden Roma el gran ataque del que le hablé en Teherán». A medianoche del día 22, treinta y seis mil soldados británicos y americanos con sus tres mil vehículos fueron desembarcados en Anzio, consiguiendo el efecto sorpresa deseado.

Pero durante los días siguientes, las noticias que llegaban de Italia comenzaron a ser preocupantes. El paso por el Rápido acabó en desastre. Los alemanes destruyeron una por una las precarias cabezas de puente americanas. Tras recuperarse de su asombro por lo de Anzio, Kesselring actuó con extraordinaria energía y concentró a sus tropas para aislar a los invasores. En poco tiempo, cuatro divisiones aliadas habían desembarcado, pero sin saber hacia dónde dirigirse. Los alemanes abrieron fuego contra la cabeza de playa, que quedaba hundida, y los soldados británicos y americanos encargados de las trincheras y las posiciones de la artillería se vieron atrapados en lo que acabaría siendo uno de los episodios más difíciles y dolorosos de la guerra. «Al final nos vimos convertidos en animales», diría un soldado de los Sherwood Foresters. «Permanecías clavado en el mismo sitio. No había adónde ir. No se podía descansar… No se podía dormir… Nadie esperaba ver el final de aquello. Simplemente nadie recordaba por qué estaba allí».

Las bajas se multiplicaron rápidamente, y lo mismo ocurrió con las deserciones. No había ningún lugar entre la playa y la línea del frente en el que poder refugiarse de los bombardeos. La Luftwaffe atacó a las naves que se encontraban frente a la costa con sus nuevas bombas guiadas antibuque, cuyos efectos eran devastadores. «Sería muy desagradable que quedara encajonado allí sin poder avanzar desde el sur», decía Churchill en un mensaje a Alexander el 27 de enero. El 8 de febrero el primer ministro envió el siguiente telegrama a Dill en Washington: «Todo esto ha sido una gran decepción para mí». Era cierto que las fuerzas alemanas que permanecían ocupadas en el sur de Italia no podían combatir en otros escenarios. «Incluso librar una batalla de desgaste es preferible a limitarse a contemplar cómo luchan los rusos. También tenemos que aprender muchas lecciones de lo que no hay que hacer que al final nos resultarán muy valiosas en “Overlord”». Pero ésa no era una buena manera de consolarse por lo que sin duda constituyó uno de los mayores fracasos de los aliados durante la guerra.

Anzio fue la última operación importante fruto de la inspiración personal del primer ministro. Sin su apoyo, ni Eisenhower ni Alexander habrían podido convencer a los jefes de Estado Mayor norteamericanos de que aportaran los recursos necesarios para tamaña empresa. Reflejaba su pasión por lo que Liddell Hart llamaba «la estrategia del enfoque indirecto», la utilización del predominio naval aliado para evitar las dificultades de un ataque frontal en uno de los terrenos más difíciles del mundo. En principio, «Shingle» era una operación válida. Pero los comandantes no supieron en absoluto elaborar un plan que previera lo que podía ocurrir tras el desembarco de las tropas. En este sentido, las deficiencias de la operación de «Anzio» fueron muy parecidas a las de otra célebre acción anfibia de Churchill que acabó en fracaso, la de los Dardanelos de 1915, como indicaría el comandante en jefe del cuerpo americano, el general de división Lucas, antes de que diera comienzo el desembarco. Alexander, en su calidad de máximo responsable, tiene parte de culpa de que la operación «Shingle» no estuviera planificada adecuadamente desde el punto de vista estratégico. Él y su equipo infravaloraron torpemente la capacidad de reacción y el potencial de los alemanes, pensando que simplemente con amenazar la retaguardia de Kesselring conseguirían que el general alemán abandonara la defensa de su frente en Monte Cassino. En ningún momento se dieron cuenta de la importancia de ocupar rápidamente las colinas situadas junto a las playas de Anzio, objetivo mucho más plausible que una carrera precipitada hacia Roma. Los americanos, tan escépticos como siempre, demostraron tener mejor criterio que los británicos respecto a las perspectivas de éxito de ese desembarco.

Además, en una guerra, hay que valorar todas las operaciones en el contexto de las fuerzas disponibles para llevarlas a cabo. Los aliados no tenían en el Mediterráneo bastantes naves para desembarcar un contingente suficientemente numeroso con el que mereciera la pena intentar un avance decisivo en el interior de Italia. A menudo se ha puesto en entredicho al general Lucas por no haber conseguido avanzar hacia Roma tras el éxito del desembarco de sus hombres. Es verdad que sus capacidades como comandante eran limitadas. Pero de haber hecho lo que insinúan sus críticos, esto es, dirigirse con ímpetu hacia la capital, habría dejado expuesto al contraataque enemigo a una sucesión de hombres formando desde la playa un saliente sumamente largo y vulnerable. Los alemanes castigaban siempre cualquier temeridad excesiva, como demostrarían un año más tarde en Arnhem. El resultado más probable de una carrera precipitada hacia Roma desde Anzio habría sido la aniquilación del cuerpo de Lucas. De hecho, a pesar de los cuatro meses de miserias que los defensores del perímetro de Anzio tuvieron que resignarse a soportar, al final vieron coronados con éxito sus esfuerzos.

Tan encarnizados fueron los combates en la costa, cuya dureza fue equiparable a la de la batalla que se libró más al sur por las montañas de Monte Cassino, que los aliados apenas manifestaron su alegría cuando por fin entraron en Roma en junio de 1944. Pero lo que ocurrió fue preferible a lo que habría podido ocurrir si un comandante más temerario hubiera estado al frente de la ofensiva de Anzio. La operación «Shingle» vino a reafirmar a los jefes de Estado Mayor americanos en su convicción de que Italia ofrecía únicamente frutos envenenados. «Cuantas más cosas se conocen de esta península, menos apropiada parece para una operación militar moderna», escribió Harold Macmillan. La campaña no podía ser abandonada, pero a partir de ese momento los estadounidenses la considerarían un pesado lastre, y no apoyarían más aventuras de Churchill ni en el Mediterráneo ni en ningún otro lugar del mundo.

Los hechos acontecidos en Italia en el invierno de 1943-1944 volvieron a poner de manifiesto el abismo existente entre las heroicas aspiraciones del primer ministro y las limitaciones de los ejércitos aliados que combatían contra los alemanes. «Deduzco que seguimos siendo más fuertes que el enemigo», decía el 10 de febrero en un mensaje a Alexander «y es natural que uno se pregunte por qué un contingente de más de setenta mil hombres, entre británicos y americanos, se ve obligado a mantener una posición defensiva tras verse cercado por lo que se calcula que son, como mucho, sesenta mil alemanes». El 27 de ese mismo mes escribió a Smuts manifestando que su confianza en Alexander no había «disminuido ni un ápice», para añadir con cierta tristeza: «pero si me hubiera sentido lo suficientemente bien para estar a su lado en los momentos críticos como me hubiera gustado, creo que habría podido darle el estímulo necesario. ¡Ay del tiempo, de las distancias, de las enfermedades y del paso de los años!». Si los generales de Gran Bretaña y de Estados Unidos hubieran sido Marlboroughs o Lees, si los reclutas hubieran demostrado el valor y el temple de los soldados espartanos, probablemente habrían realizado en el Mediterráneo tantas hazañas y proezas como soñaba Churchill. Pero ni eran como ellos ni actuaron como ellos. Eran simples mortales que hicieron todo lo que pudieron para contrarrestar a un comandante de excepción, Kesselring, y a uno de los mejores ejércitos que haya conocido el hombre.

Churchill no se había equivocado en 1942 y 1943 al insistir a los americanos en la necesidad de emprender campañas militares en el Mediterráneo, cuando no había otro lugar en el mundo en el que pudieran luchar con ciertas garantías. El 22 de febrero dijo ante la Cámara de los Comunes: «En el marco de una estrategia general, la decisión de Hitler de enviar al sur de Italia hasta dieciocho divisiones, que suman, con sus unidades de mantenimiento, alrededor de probablemente medio millón de hombres, y de crear un gran frente secundario en dicho país, no está mal vista por los aliados… Debemos luchar contra los alemanes en algún lugar, a no ser que prefiramos quedarnos quietos y contemplar cómo lo hacen los rusos». Pero en aquellos momentos había cierta falta de convicción en esas ideas. En 1944 las teorías de Churchill sobre Italia habían quedado en un segundo plano tras la concepción de «Overlord», un plan americano de gran envergadura, considerado indispensable. Después de lo de Anzio, incluso el propio primer ministro admitiría implícitamente este hecho, y abrazaría la perspectiva del Día D cada vez con mayor entusiasmo. Aunque su pasión por las operaciones en el Mediterráneo nunca disminuyó, se vio obligado a reconocer que las grandes batallas del oeste de Europa iban a ser libradas en Francia, no en Italia.

En la primavera de 1944, Churchill tenía muchos temores, pues no sólo estaba preocupado por la operación «Overlord», sino también por el estado de ánimo del pueblo británico. Algunos individuos que se quedaron sin escaño tras perder las elecciones sacaron a relucir la falta de entusiasmo de los votantes por el gobierno de coalición y su inquietud por la guerra. Después de que el 18 de febrero un candidato independiente que se presentaba por el Partido Laborista en la circunscripción de West Derbyshire derrotara a lord Hartington, el candidato tory que había hecho su campaña con el apoyo manifiesto del primer ministro, Jock Colville escribió: «Sentado en una silla de su estudio en el Anexo, el primer ministro parecía viejo, fatigado y muy deprimido, y murmuraba incluso no sé qué acerca de unas Elecciones Generales. Con tantos grandes acontecimientos pendientes, decía, ahora era el momento en el que la unidad de la nación resultaba esencial, pues había que afrontar la cuestión de la aniquilación de grandes estados; comenzaba a parecer como si la democracia careciera de la solidez necesaria para llevar a cabo esa empresa, por mucho que hubiera demostrado su capacidad de defenderse». En el discurso pronunciado por Churchill en la Cámara de los Comunes el 22 de febrero, arremetió con dureza contra los que criticaban su gestión, a los que tildó de «gentucilla que se entretiene jugando con el monstruo de la guerra para ver qué diversión o cuánta notoriedad puede darles el desarrollo de los acontecimientos». Cinco días más tarde, en una carta a Smuts, se refirió de nuevo a esos individuos, diciendo que «sus voces chirriantes se verán silenciadas ahora por el estruendo de los cañonazos». El 25 de marzo, en una nota a Roosevelt, escribía con tristeza: «Ni que decir tiene que tenemos muchas cosas de las que preocuparnos, en particular ahora que nuestras respectivas democracias están plenamente convencidas de que toda la guerra puede darse ya por ganada». El diputado tory Cuthbert Headlam anotó en su diario el 14 de abril de 1944: «En la salita de fumadores de la Cámara de los Comunes se determina prácticamente a diario quién será el nuevo líder».

Muchas cosas afligían a Churchill, y la carga se hacía más pesada porque eran muy pocos los problemas y los peligros que podían ser reconocidos públicamente. Tuvo que dedicar un sinfín de horas a la cuestión de Polonia. El gobierno polaco en el exilio, que se hallaba en Londres, se oponía firmemente a cualquier cambio de sus fronteras —esto es, a correr todo el país hacia el oeste—, hecho que Churchill se había visto obligado a aceptar a regañadientes. Sus representantes insistían en proclamar su rabia hacia Moscú por las matanzas de Katyn. ¿Qué defensor de la libertad y la democracia podía negarles ese derecho? Pero era tan sorprendente la popularidad de Rusia en Gran Bretaña, que las encuestas demostraron una clara disminución del entusiasmo del pueblo británico por la causa de los polacos, debido a su manifiesta hostilidad hacia Moscú. Una y otra vez instó el primer ministro a los exiliados a bajar el tono de sus protestas. Como Rusia pronto iba a estar en posesión de su país, la buena voluntad soviética era indispensable para materializar cualquier posibilidad de entente en el gobierno de posguerra de esa nación. Stalin mintió descaradamente a Churchill cuando aseguró que no tenía intención alguna de ejercer su influencia en la política interna de Polonia, y que, una vez finalizada la contienda, los polacos serían libres de elegir a sus propios dirigentes. Pero en un prolongado intercambio de cablegramas y misivas, el caudillo soviético descargó toda su furia, con absoluta contundencia, por las declaraciones de hostilidad hacia la Unión Soviética por parte de los polacos de Londres.

Churchill cada vez tenía más claro que las probabilidades de una Polonia libre estaban disminuyendo, y menguando. Ante la obcecación de los exiliados por negarse a adoptar esa postura más realista que el primer ministro solicitaba, la batalla que había emprendido en solitario para restaurar la libertad en la nación polaca acabaría perdiéndose. Con toda probabilidad, nada de lo que los aliados occidentales podían haber hecho habría conseguido librar a Polonia de caer en las fauces de Stalin. Había una realidad fundamental e innegociable: la firme insistencia de la Unión Soviética en cobrarse los veintiocho millones de rusos muertos en la guerra contra el nazismo. El 3 de marzo, Eden pidió a Churchill que enviara personalmente un cablegrama a Moscú para interesarse por los dos hombres de la marina real que, tras haber sido detenidos borrachos en Murmansk por provocar una trifulca, habían sido condenados a cumplir una pena de trabajos forzados en Siberia. El primer ministro le contestó en los siguientes términos: «No puedo enviar un telegrama de ese tipo, pues no haría más que indisponerme con Bruin por una cuestión baladí en un momento en el que hay en juego muchísimos asuntos importantes». Pero también indicó a Eden que la sesión de preguntas en el Parlamento podría servir para hacer publicidad del caso: «En el momento actual, un poco de sentimiento antirruso en la Cámara de los Comunes podría resultar saludable». Cuando sir John Anderson escribió a Churchill diciendo que los rusos debían ser informados del proyecto «Tube Alloys» de los aliados —la creación de la bomba atómica—, el primer ministro anotó en el margen del apunte de Anderson: «Bajo ningún concepto».

Eden haría el siguiente comentario en su diario, a propósito de Polonia: «La postura soviética en este asunto suscita una gran inquietud. ¿Llegará a cooperar alguna vez el régimen soviético con occidente?». Unos días después añadiría: «Debo confesar que aumenta mi temor en el sentido de que son muchos los objetivos de Rusia, y que uno de ellos probablemente sea la dominación de Europa oriental, e incluso del Mediterráneo, y la “socialización” de buena parte del resto». En Italia los soviéticos se negaron a tratar con la Comisión de Control de los aliados, y optaron por nombrar a un embajador propio con la orden de dificultar el trabajo a británicos y americanos. Fue muy doloroso para Churchill, que conocía la verdad de la tiranía de Stalin y los peligros que suponían las ambiciones del dictador soviético, verse obligado a tolerar las ideas románticas e ilusorias del pueblo británico, y hacerse eco de su gratitud por los sacrificios de los rusos. Incluso cuando estaba participando en un intercambio de cablegramas excepcionalmente duros con Moscú sobre una serie de cuestiones, el 26 de marzo, en un discurso transmitido radiofónicamente por la BBC, tuvo que cubrir de elogios al Ejército Rojo. Su ofensiva de 1943, dijo, «constituye la causa principal de la ruina de Hitler». El pueblo ruso había sido extraordinariamente afortunado por haber encontrado, «en medio de su sufrimiento y su dolor supremos, a un líder combativo, al mariscal Stalin, cuya autoridad le permite combinar y controlar los movimientos de unos ejércitos de millones de individuos en un frente de unos tres mil kilómetros, e imprimir una unidad y una coordinación en el desarrollo de la guerra en el este que han repercutido en beneficio de Rusia y de todos sus aliados». Sus palabras eran ciertas, pero reflejaban sólo una parte de la realidad.

Por otro lado, con los franceses seguía habiendo muchas dificultades. Harold Macmillan escribía desde Argel: «Preferiría conseguir lo que queremos —si al final podemos— a través de los franceses, que mediante imposiciones a los franceses. Pero me cuesta jugar esta partida… el problema es que ni el presidente ni el primer ministro confían en De Gaulle». Churchill había sufrido una gran decepción cuando, en julio de 1941, en Brazzaville, en el Congo, el intransigente general concedió una entrevista al Chicago Daily News, en la que daba a entender que Gran Bretaña estaba «llegando a un acuerdo con Hitler en la guerra». En diversas ocasiones, Churchill y Eden comentaron la posibilidad de que De Gaulle estuviera desequilibrado mentalmente. El primer ministro estaba más que harto de la petulancia y la descortesía calculada del francés. Resultaba intolerable que Gran Bretaña tuviera que defender en Washington la causa de la Francia Libre, que los americanos desdeñaban, y que la única recompensa que recibiera por ello fuera la ingratitud de su líder.

Durante el tiempo que Churchill estuvo en el norte de África, pasó muchas horas con Macmillan, De Gaulle y otros franceses importantes, intentando mantener una apariencia de unidad. Sus esfuerzos se vieron frustrados por el unilateralismo de De Gaulle. En cierta ocasión, el general ordenó detener a tres miembros prominentes del gobierno de Vichy en Argel, lo que provocó una explosión de furia churchilliana. Los políticos y los diplomáticos británicos intercedieron hasta la extenuación por De Gaulle, un transgresor habitual enfrentado a un juez acostumbrado a actuar con severidad. Tras una conversación, Macmillan escribiría: «A pesar de mi aprecio por Winston, no creo que pueda aguantar durante mucho más tiempo». Pero dos días después, como prácticamente todos los colaboradores más estrechos del primer ministro, comenzó a ceder: «Es un hombre realmente notable. Aunque a veces resulte agotador y sea sumamente obstinado, no hay otro como él. Es extraordinaria su devoción por el trabajo y por el deber».

Churchill nunca mostró signos de vacilación en su compromiso con la reinstauración de Francia al lugar que le correspondía como gran nación. Por ello, y por luchar tan denodadamente con los americanos por los intereses de ese país, el gobierno británico merecía, aunque nunca recibiría, la gratitud eterna de su vecino galo. Un año antes, en Quebec, Eden había mantenido una fuerte discusión con Cordell Hull acerca de las virtudes de la resurrección de Francia: «Llegado un punto, los dos nos acaloramos cuando dije que nosotros teníamos que vivir a treinta kilómetros de los franceses, y que, en la medida de mis posibilidades, yo quería reconstruir su país». Macmillan comentaría que, si bien Roosevelt detestaba a De Gaulle, los sentimientos de Churchill eran más complejos: «Con De Gaulle se siente como el padre que se ha peleado con su hijo. Estaría dispuesto a desheredarlo, dejándole sólo un chelín. Pero (en su corazón) sacrificaría al becerro más sano y robusto si ese hijo pródigo se mostrara dispuesto a confesar los errores cometidos y a acatar obedientemente sus órdenes en el futuro». Pero como eso no iba a ocurrir nunca, en 1943-1944 hubo muchos momentos en los que, de no haber sido por la lealtad de Eden a De Gaulle, Churchill habría dejado al francés a la deriva.

Incluso en aquellos momentos, con dos millones de hombres preparándose y armándose en Gran Bretaña para la invasión, Churchill decidió mantener su peligrosa pretensión —peligrosa, por la desconfianza en sí mismo que alimentaban los americanos— de que «Overlord» seguía representando más una opción que un compromiso en toda regla. En febrero invitó a los jefes de Estado Mayor a revisar los planes de la operación «Júpiter» —una ofensiva en el norte de Noruega—, por si el desembarco en Francia acababa en fracaso. Convocó un comité para que lo mantuviera informado semanalmente del desarrollo de los preparativos del Día D, y el 15 de febrero escribió a Marshall, diciendo: «A medida que va acercándose la hora, me siendo cada vez más decidido a llevar a cabo esta operación, en el sentido de que deseo dar un golpe definitivo en lo humanamente posible, a pesar de que las condiciones restrictivas que establecimos en Teherán no se hayan observado con toda exactitud». Las reservas seguían ahí, como seguirían en un mensaje dirigido a Roosevelt que preparó el 25 de marzo: «¿Cuál es la fecha límite para tomar una decisión sobre si “Overlord” se pondrá o no en marcha el día establecido?… En el caso de que… veinte o veinticinco divisiones móviles alemanas ya se hallen en Francia en esa fecha, ¿qué vamos a hacer?». Al final, después de meditarlo con prudencia, este cablegrama, que habría provocado una enorme consternación, y mucha preocupación, a los americanos, no fue enviado. Pero no cabe duda de que reflejaba las continuas vacilaciones de Churchill, diez semanas antes del Día D.

Desde el Mediterráneo, Harold Macmillan escribió: «Me preocupa sobremanera ver el empeoramiento de las relaciones angloamericanas en general desde la marcha de Eisenhower, y tampoco tengo muchas esperanzas de que el primer ministro cambie sus ideas por el momento». Hubo muchas discusiones y muchos cambios de percepción en lo concerniente a la operación «Anvil», un posible desembarco en el sur de Francia programado en un primer momento para que coincidiera con el de Normandía. Los británicos, que se habían mostrado favorables con el plan, comenzaban a verlo con malos ojos por las repercusiones que inevitablemente iba a tener en el poderío aliado en Italia. El 21 de marzo Maitland Wilson envió un mensaje recomendando la anulación de «Anvil». Tras largas conversaciones con Washington, principalmente relacionadas con la cuestión de las lanchas de desembarco, se acordó posponer la operación. El escepticismo de Churchill respecto a «Anvil» fue creciendo cada vez más, y al final el primer ministro se mostró totalmente contrario a su puesta en marcha. Prefería que varios comandos realizaran desembarcos de diversión en la costa atlántica francesa. También seguía siendo partidario entusiasta de una invasión en Sumatra, exasperando con su postura a los jefes de Estado Mayor y al propio Brooke. Éstos se oponían al plan por lo que representaba, y, además, eran perfectamente conscientes de que los americanos nunca aportarían los medios navales necesarios para llevarlo a cabo. A Washington sólo le interesaba una ofensiva en el norte de Birmania para abrir un corredor hasta China; ofensiva que, muy a regañadientes, los británicos aceptaron finalmente poner en marcha.

Los más estrechos colaboradores de Churchill durante la guerra, sobre todo los jefes de Estado Mayor, elogiarían al concluir la contienda la grandeza del primer ministro como estadista, pero deplorarían sus deficiencias como estratega. Pero lo cierto es que ningún líder aliado demostró una maestría infalible. La visión general que tuvo Churchill de la guerra fue magnífica. Aun reconociendo sus ideas ilusorias acerca del futuro del imperio británico, debemos admitir que expresó las esperanzas y ambiciones de la Gran Alianza como ningún otro hombre, incluido Roosevelt, supo hacerlo. Su currículo como señor de la guerra debe ser valorado por las cosas que se hicieron, y no por las que se dijeron. Se dejó llevar en muchas ocasiones por ideas quiméricas, pero insistió en la materialización de muy pocas. La aventura del Egeo en 1943 fue más una excepción que un hecho habitual. Las operaciones de la máquina de guerra británica no pueden ser enjuiciadas de manera aislada, sino comparándolas con las de los aliados y las de los enemigos de Gran Bretaña, y, consecuentemente, con las experiencias de todos los demás conflictos armados de la historia. En la misma medida, Churchill estuvo al frente de un sistema de planificación militar y de administración política considerado todo un referente.

No debemos plantearnos si, como creían los que colaboraban con él, en 1944-1945 ya no era lo que había sido en 1940-1941. En una ocasión, después del almuerzo, Smuts hizo a Eden el siguiente comentario a propósito del primer ministro: «Mentalmente tal vez sea el hombre que fue, tal vez, pero es evidente que físicamente no lo es. Me temo que se cree mucho más fuerte de lo que es, y acabará matándose si no se cuida». El astuto anciano sudafricano se encargó de hacer ese comentario de manera que lo oyera Churchill. A Ismay le divertía la combinación de ironía y dureza con la que Smuts solía instar a Churchill a cuidar su salud, aconsejándole siempre que se quedara más tiempo en la cama. El primer ministro replicaba «como si fuera un crío al que su madre manda que se acueste».

A pesar de su agotamiento físico y de su precaria salud, Churchill seguía siendo un hombre intrépido y audaz. Disfrutaba contemplando desde un tejado de Whitehall los ataques nocturnos que ocasionalmente lanzaba la Luftwaffe. «Ahora vale la pena observar las incursiones aéreas», escribiría el 4 de abril a Randolph, por aquel entonces en Yugoslavia, «por el brillo de las bengalas rojas que parecen mantenerse suspendidas en el aire, y el fulgurante rastro de la cortina de bombas incendiarias… a veces voy hasta la batería de María [la posición antiaérea de Mary Churchill] y oigo a los niños ordenar a los cañones que abran fuego». Este párrafo resulta conmovedor. El 4 de marzo, Jock Colville hacía una descripción de un sábado en Chequers con el primer ministro:

A última hora de la noche, tras la inevitable película, el primer ministro se sentó en su sitio habitual del Gran Salón y comenzó a fumar cigarrillos turcos —la primera vez que le había visto fumar uno de esos cigarrillos—, diciendo que eran la única cosa que había conseguido de los otomanos. No para de decir que le queda poco tiempo de vida, y esa noche, mientras el gramófono tocaba la «Marsellesa» y «Sambre et Meuse», nos dijo a Cunningham, a Harold Macmillan, a Pug, a Tommy y a mí que su testamento político para después de la guerra era el siguiente: «Mucho más importante que la India, las colonias o la solvencia es el Aire. Vivimos en un mundo de lobos, y de osos». Luego tuvimos que escuchar más piezas de Gilbert y Sullivan por el gramófono, antes de retirarnos a las tres de la mañana.

Una reunión con Roosevelt, cuya celebración se había programado para Pascua en las Bermudas, fue cancelada por problemas de enfermedad del presidente; de hecho, su salud nunca se recuperaría de la tensión y los esfuerzos derivados de la conferencia de Teherán. En cualquier caso, Brooke, Moran y otros se oponían a que el primer ministro realizara más vuelos de larga duración. Más que una necesidad real de ver a Roosevelt, lo que impulsaba a Churchill a entrevistarse con el presidente americano era su obcecada y exagerada fe en su capacidad de persuasión. El 4 de abril de 1944, Churchill dijo a la Cámara de los Comunes que el Reino Unido había perdido a 197 005 de sus habitantes desde el inicio de la guerra en septiembre de 1939. Esa cifra no incluía a muchísimos otros que figuraban simplemente como desaparecidos, pero que nunca más regresarían a sus hogares. El pueblo —e incluso algunos de los que se movían muy cerca de los círculos de poder— percibía que la guerra entraba en su fase final. Personalmente, Churchill no se dejaría engañar, sobre todo con la perspectiva de la operación «Overlord». Todavía tendrían que morir otros cien mil británicos antes de alcanzar la victoria. Debía sacar fuerzas, y preparar a su pueblo, para llevar a cabo nuevos esfuerzos.