Hundido en el Egeo
Una de las películas épicas más famosas sobre la Segunda Guerra Mundial es, sin duda, Los cañones de Navarone, de Carl Foreman, basada en la novela del mismo título de Alistair MacLean, publicada en 1957. Cuenta el desembarco de un equipo británico de fuerzas especiales en una isla griega del Egeo. Después de llevar a cabo magníficas hazañas, los ingleses logran anular las defensas alemanas, dejando el camino libre a los destructores de la marina real. La novela de MacLean se inspiraba en una serie de extraordinarios episodios que se sucedieron en el Mediterráneo oriental en el otoño de 1943, y que merecen que los que estudian la guerra los conozcan mejor. Pero no porque al final los británicos se alcen con el triunfo, cosa que no ocurrió, sino porque representa el estudio de un caso de locura de la que Winston Churchill fue el principal responsable. El relato merece un repaso y un análisis, pues constituye un ejemplo de las consecuencias de las decisiones temerarias e imprudentes que podía llegar a tomar el primer ministro. Aunque la campaña fue por suerte de poca envergadura, las meteduras de pata fueron muchas y muy graves. Nos ayudan a comprender por qué los estrategas que colaboraban estrechamente con Churchill a veces se desesperaban ante las obsesiones del primer ministro.
Rodas y las otras islas mucho más pequeñas del norte del Dodecaneso, situadas a pocos kilómetros de la costa de Turquía, están habitadas por griegos. Italia se había apoderado de ellas en 1912. Tres años más tarde, Francia y Gran Bretaña ratificaron esta vergonzosa empresa imperialista, como parte del precio que tuvieron que pagar para que el país alpino se uniera a la causa aliada en la primera guerra mundial. Desde entonces, las islas, que apenas tenían atractivos, a excepción de su árida belleza y su localización estratégica, habían estado guarnecidas por fuerzas italianas. Llamaron por primera vez la atención de Churchill en 1940. El primer ministro pensó, sin duda equivocadamente, que si los aliados conseguían echar a los italianos, este cambio de poder en el Mediterráneo oriental induciría a Turquía a entrar en guerra. Por orden suya, en febrero de 1941 los comandantes británicos llevaron a cabo una incursión que acabó en fracaso. Durante los dos años siguientes se consideró que las islas quedaban fuera del alcance de los aliados. Pero a medida que fueron disipándose las nubes en el Mediterráneo, comenzó a revivir el entusiasmo de Churchill por el Egeo. En Casablanca insistió a los americanos en la importancia de capturar Rodas y el Dodecaneso, y con este objetivo encomendó a sus jefes de Estado Mayor la tarea de preparar un plan. Además de las tropas, sería necesario contar con lanchas de desembarque y cazas americanos. El bimotor Lightning y el Beaufighter británico eran los dos únicos modelos de avión disponibles que tenían el alcance suficiente para dar cobertura aérea en aguas del Egeo desde las bases del norte de África. Churchill pidió que se utilizara la máxima «habilidad» y todos los «recursos» necesarios para garantizar la conquista del Dodecaneso.
Se planificó la campaña para dos escenarios alternativos. El primero preveía la «toma fácil» de Rodas con la conformidad de los italianos; el segundo ponía en marcha la operación «Accolade» para llevar a cabo una invasión afrontando la oposición alemana. La prioridad de la campaña de Sicilia, sin embargo, comportó que a finales del verano no se hubiera hecho nada. El 13 de agosto John Kennedy escribía: «Tendremos que anular lo del Egeo». El Departamento de Guerra se dio cuenta de que la invasión de Italia, y la preparación de la operación «Overlord», hacían imposible cualquier campaña en aquella zona del Mediterráneo. No obstante, la inminente rendición de Italia vino a reavivar las ambiciones del primer ministro por conquistar el Egeo. Churchill seguía convencido de que un golpe de los aliados en sus islas precipitaría la entrada de Turquía en la guerra.
Los americanos no tenían ningún interés en la campaña del Egeo ni en los turcos como aliados. Consideraban que las aspiraciones británicas en el Mediterráneo oriental respondían a su viejo imperialismo y no a razones estratégicas modernas, y se opusieron firmemente a cualquier diversión de los recursos destinados a la invasión de Italia, por no hablar de los de la operación «Overlord». Durante la primera conferencia de Quebec —la llamada «Quadrant»—, celebrada en el mes de agosto, elogiaron el entusiasmo de los británicos por una ofensiva en el Egeo, pero dejaron bien claro que lo que quisiera hacer Churchill en Rodas y el Dodecaneso tendría que llevarse a cabo exclusivamente con los recursos de los que pudiera disponer el general sir Henry «Jumbo» Maitland Wilson, por aquel entonces comandante en jefe de las fuerzas de Oriente Medio en El Cairo («su jumbónica majestad», como llamaba Macmillan a este corpulento dignatario carente de imaginación). En otras palabras, los británicos se quedaban solos. No iba a haber ni cazas Lightning de las fuerzas aéreas norteamericanas ni las pocas lanchas de desembarque tan necesarias. En un momento en el que la concentración de fuerzas para los principales objetivos de los aliados parecía más importante que nunca, las autoridades estadounidenses decidieron no efectuar una dispersión de recursos absolutamente gratuita.
El primer ministro no quiso dar marcha atrás. Presionó a Maitland Wilson para que desembarcara en Rodas fuera como fuese. El general, que no era precisamente uno de los grandes estrategas militares de su país, pero que siempre estaba dispuesto a satisfacer los deseos de Churchill, eligió a la 4.a División India para llevar a cabo la operación «Accolade». Luego, sin embargo, se decidió que los indios eran necesarios en Italia. La despensa de Maitland Wilson quedó prácticamente vacía de hombres que empuñaran las armas. El 31 de agosto el general mandaba un cablegrama a Eisenhower en los siguientes términos: «Cualquier ofensiva contra Rodas o Creta, con la excepción de una ocupación de las islas sin oposición, es actualmente inviable». El primer ministro no estaba de acuerdo con él. Los alemanes estaban en retirada en todas partes. En el frente oriental acababan de sufrir una derrota demoledora en Kursk. Habían sido expulsados de Sicilia. Italia estaba a punto de deponer las armas. En todos los frentes, los mensajes descifrados de Ultra ponían de manifiesto que los comandantes alemanes veían con consternación cómo flaqueaban sus fuerzas ante el avance aliado. En semejantes circunstancias, era evidente que incluso un número reducido de hombres capitaneados con audacia podían acabar con la presencia residual alemana en el Egeo. Si las operaciones en el Mediterráneo oriental debían efectuarse a una escala modesta, a ojos del primer ministro éstas adquirían mayor lustre, pues la rapidez, la precipitación y un toque de piratería podrían proporcionar a Gran Bretaña un triunfo exclusivo.
A instancias de Londres, Maitland Wilson volvió a poner en marcha la operación «Accolade», creando para ello un contingente de fuerzas con los hombres que pudo reunir rascando aquí y allá. El 9 de septiembre el primer ministro recibió con alegría la noticia de los progresos de su anhelado proyecto haciendo la siguiente anotación: «Perfecto. Ha llegado la hora de jugar fuerte. De improvisar y de ser atrevidos». Al cabo de cuatro días mandó un cablegrama a Maitland Wilson: «La conquista de Rodas en este momento con la colaboración italiana representaría una magnífica contribución a la guerra en general. ¿Puede improvisar la guarnición necesaria?… ¿Con qué cantidad total de víveres cuenta? Ha llegado el momento de acordarse de Clive y Peterborough, y de los hombres de Brooke en Gibraltar…». Ni que decir tiene que la alusión del primer ministro a la «cantidad total de víveres» no era más que una manera sutil de recordar al comandante en jefe que tenía a sus órdenes a un gran número de hombres, repartidos a lo largo y ancho de cientos de miles de kilómetros cuadrados, en su mayoría dedicados a tareas de logística o de guarnición. La conmovedora invocación de Churchill a aquellas históricas victorias del imperio ignoraba el hecho de que las tropas de Maitland Wilson estaban a punto de enfrentarse al ejército alemán.
A lo largo de la guerra persistió una diferencia de principios fundamental: a los británicos les gustaban las operaciones de una envergadura limitada, mientras que a los estadounidenses, con la excepción aislada de MacArthur, no. La doctrina estratégica de los americanos estaba dominada, al igual que la de los alemanes, por la fe en la concentración de fuerzas. El ejército de Estados Unidos realizó muy pocas incursiones como las que tanto les gustaba llevar a cabo a los británicos, y en particular a Churchill (Vaasgo, Bruneval, Saint-Nazaire, Bardia o Dieppe, entre otras muchas, dan fe de ello). Las fuerzas especiales atrajeron a un número elevadísimo de los soldados más valientes de Gran Bretaña, voluntarios que se sentían estimulados por la perspectiva de entrar en acción inmediatamente en una operación aislada, en vez de hacerlo encorsetados en una jerarquía militar en enfrentamientos retrasados una y otra vez. Brooke deploraba la proliferación de comandos en el ejército y la marina. En su opinión, probablemente acertada, las funciones de esos grupos habrían podido realizarlas unidades regulares entrenadas para llevar a cabo exclusivamente misiones específicas. El crecimiento masivo de fuerzas especiales británicas fue un reflejo de la convicción del primer ministro de que la guerra debía, en la medida de lo posible, mantener entretenidos a sus participantes y mostrar al mundo hazañas temerarias que sirvieran de inspiración al pueblo. En este sentido, los «ejércitos privados» de élite cumplieron su objetivo. Pero no contribuyeron a los intereses más generales del ejército británico, una de cuyas enfermedades crónicas era la falta de buenos soldados de infantería para los grandes campos de batalla. Demasiados soldados británicos de primerísima calidad se pasaron la guerra realizando actividades irregulares de dudoso valor estratégico, a las que eran tan aficionados.
Desde 1940 las operaciones en el Mediterráneo habían inspirado la creación de una serie de exóticas unidades que disfrutaban del apoyo del primer ministro y estaban dirigidas por figuras prominentes de la sociedad o por individuos excéntricos inspirados, y a menudo por ambos a la vez. El Servicio Aéreo Especial, el Escuadrón Especial de Lanchas, el Grupo del Desierto de Largo Radio de Acción, el Ejército Privado de Popski, el Grupo Especial para Interrogatorios y otros parecidos dieron muchas satisfacciones a sus integrantes, y supusieron para el enemigo graves inconvenientes de diverso grado de intensidad. En ausencia de fuerzas más contundentes, cuando Italia anunció de repente que pasaba al bando aliado, Maitland Wilson decidió recurrir a uno de los «ejércitos privados», el Escuadrón Especial de Lanchas, para efectuar los primeros movimientos en el Egeo. Mientras los incursores comenzaron a desembarcar poco a poco en todas las islas que tenían a su alcance, el jefe de las fuerzas de Oriente Medio envió al comandante de la unidad a entrevistarse con los italianos en calidad de emisario para instarles a rebelarse sin demora contra los alemanes que había en la zona, sin esperar a la llegada de las tropas británicas.
El comandante conde de Jellicoe, hijo del que fuera almirante en la primera guerra mundial, guió a sus hombres del Escuadrón Especial de Lanchas con notable arrojo y entusiasmo. La noche del 9 de septiembre, tras verse obligado a abandonar inesperadamente la vida de ocio en el Líbano, el aguerrido aristócrata fue lanzado en paracaídas sobre Rodas junto con un operador de radio y un oficial polaco que hablaba italiano, cuyo nombre de guerra era «comandante Dolbey» y que hasta entonces nunca había saltado en paracaídas. Dolbey se fracturó una pierna al tocar tierra. Jellicoe, que en cuanto pisó el suelo fue objeto de un intenso tiroteo, se sintió en la obligación de comerse la carta que le había entregado el general Maitland Wilson para el gobernador italiano, el almirante Iñigo Campioni. Cuando cesó el fuego, sin embargo, un grupo de soldados italianos condujo al grupo británico al cuartel general de Campioni. Una vez allí, con la ayuda de Dolbey, que hacía de intérprete a pesar del horrible dolor que le producía la fractura, Jellicoe comenzó a convencer al gobernador de que se uniera a la suerte de los aliados.
En un primer momento, Campioni se mostró entusiasmado con la idea. Pero su fervor se apagó cuando tuvo conocimiento de que los británicos sólo esperaban poder desembarcar en Rodas a unos pocos centenares de hombres, mientras seguía en la isla un importante contingente alemán. Todavía dudaba entre decantarse por una beligerancia activa o por un gesto simbólico, cuando seis mil hombres de la división de asalto alemana en Rodas protagonizaron su propio golpe de efecto, ocupando toda la isla y haciendo prisioneros a los treinta y cinco mil integrantes de la guarnición italiana. Jellicoe y Dolbey tuvieron la suerte de que Campioni les permitiera escapar en una embarcación, y se libraron de ser capturados. El general Maitland Wilson escribiría más tarde que el ánimo del almirante «se vio claramente afectado por el retraso y por el hecho de que los alemanes estuvieran allí, y nosotros no». El desafortunado gobernador italiano fue el que salió peor parado en todos los sentidos. Después de haber decepcionado a los británicos, acabó siendo fusilado más tarde por los alemanes.
La posesión de Rodas y de sus magníficos aeródromos permitió a las fuerzas de Hitler dominar el Egeo. La decisión más prudente que habrían debido tomar los británicos era admitir que su estrategia había sido un fracaso y dejar sus ambiciones a un lado. Sin embargo, en lugar de seguir ese camino, optaron por la alternativa opuesta que acabaría por empeorar el fiasco. Con el fin de revertir la situación reinante el 11 de septiembre, pensaron que si conseguían capturar otras islas vecinas, éstas podrían convertirse en una plataforma de salto que permitiera llevar a cabo un desembarco en Rodas en el mes de octubre. Fue una decisión temeraria, de la que Maitland Wilson sería el responsable directo, aunque la culpa en último término fuera de Churchill, que mandó un sinfín de mensajes instando al general a seguir adelante. No sólo se carecía de las fuerzas necesarias para luchar en el Dodecaneso, sino que un ataque contra Rodas, firmemente defendida por los alemanes, habría comportado un baño de sangre para la consecución de un objetivo, al fin y al cabo sumamente secundario desde el punto de vista estratégico. El 18 de septiembre The Times informaba a sus lectores de la puesta en marcha de una serie de operaciones en el Dodecaneso, y comentaba: «Es de prever que los alemanes intenten expulsar a los aliados con lanzamientos de paracaidistas, pero se espera… que las fuerzas aliadas sean suficientemente numerosas para frustrar las tentativas enemigas. Así pues, la suerte del Egeo depende de un abanico de posibilidades».
La fortuna, sin embargo, no sonreiría a los británicos. Lo que ocurrió en septiembre y octubre de 1943 fue una calamidad, salpicada de hazañas y actuaciones piráticas, a cual más merecedora de inspirar un guión para una película épica. Las patrullas del Grupo del Desierto de Largo Radio de Acción, que se habían quedado sin dunas en las que pelear porque había acabado la campaña del norte de África, empezaron a llegar al Dodecaneso a bordo de lanchas de desembarco, aeroplanos, falúas, caiques, canoas y barcas de la rimbombantemente llamada Flotilla Goleta del Levante de las Fuerzas de Incursión. Una compañía del Regimiento Paracaidista saltó sobre la isla de Cos desde aviones Dakota. Con la ayuda de dos motoras, un grupo de hombres del Escuadrón Especial de Lanchas de Jellicoe desembarcó en Kastellorizo, y desde allí se fue desplegando a otras islas. Varias compañías de la 234.a Brigada, la única fuerza de infantería británica disponible, fueron trasladadas poco a poco a Cos y a Leros, a medida que iban encontrándose embarcaciones para ello.
Un escuadrón de aviones Spitfire tripulados por sudafricanos fue enviado a Cos, donde había un aeródromo. Un oficial británico instaló allí su cuartel general al lado del de la guarnición de los italianos, los nuevos aliados que seguían claramente sin saber cómo actuar. Un oficial de la SOE llegó a Samos acompañado de varios centenares de soldados. Un general que hacía las veces de agregado militar en Ankara se dirigió a la zona desde Turquía. Pronto hubo unos cinco mil británicos repartidos por todo el archipiélago. Las disposiciones de los mandos eran caóticas, poniendo de manifiesto una absoluta falta de coordinación entre el ejército de tierra, la marina y las fuerzas aéreas. Pero en aquellos primeros días de ingenuidad, muchos de los recién llegados tuvieron la sensación de que protagonizaban una aventura en los mares de intenso color azul y las islas escarpadas de la mitología clásica. En medio de áridas colinas, olivares y casitas de pueblo pintadas de blanco, los bucaneros británicos, cargados con sus ametralladoras y sus granadas, se mezclaron con la población local griega, respiraron a fondo el aire que otrora estimulara a Byron, armaron sus tiendas de campaña y se pusieron a esperar la reacción de los alemanes.
No tuvieron que aguardar mucho. Hitler no estaba dispuesto a renunciar al control del Egeo. Los alemanes comenzaron a responder a los intentos de ataque de los británicos por mar y por aire con su habitual energía y efectividad. Casi todos los días se producía alguna escaramuza: los Beaufighter de la RAF lanzaban sus bombas contra los barcos alemanes; los aviones de la Luftwaffe atacaban la isla de Cos; y las patrullas del Grupo del Desierto de Largo Radio de Acción y elementos del Escuadrón Especial de Lanchas se enfrentaban a destacamentos alemanes allí donde los encontraban. Un oficial de otro grupo de inteligencia británico, el MI9, fue secuestrado —y herido en una pierna— por sorpresa por unos marineros pro fascistas que lo trasladaban en una lancha italiana de un puerto a otro de la zona. Esos hombres decidieron cambiar de bando cuando oyeron por la radio que Mussolini había sido rescatado de su prisión en las montañas por los comandos nazis de Otto Skorzeny. En varias islas reinaba el caos más absoluto entre italianos y británicos, pues ambos bandos desconocían las posiciones y la lealtad del otro. A dos oficiales británicos que habían sido hechos prisioneros, su guardia austríaco les propuso dejarlos escapar con la condición de que lo dejaran ir con ellos. Captores y cautivos intercambiaban a menudo sus papeles a medida que iban y venían las noticias relacionadas con el desarrollo de la pequeña campaña.
Sin embargo, las novedades no tardarían en apuntar hacia una misma dirección. Los alemanes estaban ganando. En Grecia y en el Egeo tenían 362 aviones operacionales, muchos de los cuales pudieron actuar en el Dodecaneso. El escuadrón de aparatos Spitfire pilotados por sudafricanos que se encontraba en Cos fue hecho añicos en el aire y en tierra por los Bf 109 enemigos. La RAF perdió un gran número de aviones Beaufighter en ataques contra la marina alemana que apenas infligieron daños a los barcos enemigos. Los bombardeos alemanes desmoralizaban a los británicos —y aún más a sus nuevos aliados italianos—, y contribuían a la destrucción de los Dakotas que hacían servicios de lanzadera a Cos. La marina real se exasperaba ante las dificultades que suponía mantener abiertas las vías de suministro a unas islas apenas controladas bajo el intenso ataque aéreo de los alemanes. Las tropas británicas de la región eran un baturrillo de fuerzas especiales, personal de inteligencia, artilleros, soldados de infantería e individuos de «todo tipo», carente de cohesión, coherencia y convicción. La fuerza principal, la 234.a Brigada, había pasado los últimos tres años guarneciendo Malta, donde sus hombres se habían convertido en verdaderos expertos en bombardeos, en pasar hambre y en permanecer con los brazos cruzados, pero no en batallas. En el quinto año de contienda, cuando en prácticamente todos los teatros de la guerra ganaban los aliados, en el Mediterráneo oriental Churchill creó una apurada situación en la que fueron localmente vulnerables por tierra, por mar y por aire.
La mañana del 3 de octubre, los seiscientos ochenta soldados, los quinientos hombres que formaban el personal de vuelo y de tierra de la RAF y los tres mil quinientos italianos que se hallaban en Cos descubrieron al despertar que los barcos alemanes anclados frente a la isla estaban desembarcando una fuerza invasora del volumen de una brigada, cuya llegada no había sido anunciada, y cuyas actividades no encontraron resistencia. Se atribuyó a la capacidad de improvisación de los alemanes que semejante operación pudiera haber sido llevada a cabo sin apenas el entrenamiento y la parafernalia especialista que los aliados consideraban aspectos esenciales para cualquier tipo de desembarco anfibio. Los alemanes organizaron la invasión de Cos con un contingente de hombres relativamente pequeño, apoyados por lanzamientos paracaidistas, contra los que la RAF respondió con ataques aéreos sin obtener los resultados deseados. Los defensores británicos, que carecían de movilidad y, además, no estaban dispuestos a abandonar sus posiciones, se dedicaron a lanzar rápidos contraataques.
La isla medía unos cuarenta y cinco kilómetros de largo por unos diez de ancho, y tenía veinte mil habitantes aproximadamente. Sus accidentadas colinas, en las que resultaba imposible atrincherarse, llegaban a alcanzar una altura de ochocientos cincuenta metros. Tras dos días de combate, dos mil alemanes, apoyados por un número considerable de bombarderos en picado Stuka, se hicieron con el control de Cos sin sufrir apenas bajas (sólo quince muertos y setenta heridos). Cayeron en sus manos 3145 italianos y 1388 británicos, que fueron hechos prisioneros, junto con un montón de armas, depósitos de suministros y equipamiento. Ni los italianos ni el personal de la RAF presente en la isla demostraron grandes deseos de participar en la batalla terrestre. Fue una idea absurda por parte de Londres suponer que las tropas italianas, las cuales habían demostrado a lo largo de tres años su reticencia a combatir contra los aliados, iban a estar más motivadas para enfrentarse a los alemanes. Los hombres de la Infantería Ligera de Durham eran inferiores en número respecto a las fuerzas enemigas, carecían de experiencia y nunca tuvieron buenas perspectivas de éxito. Churchill calificó la defensa de Cos de «resistencia insatisfactoria». Aunque en sus palabras había mucho de verdad, lo cierto es que los principales responsables del fracaso fueron los que colocaron allí a la guarnición. Los que salieron peor parados fueron los italianos, que pagaron un alto precio por su breve cambio de alianzas. En Cefalonia, en las islas jónicas, los alemanes ya habían llevado a cabo una matanza masiva, acabando con los cuatro mil soldados «traidores» italianos que se rindieron a ellos. En Cos los vencedores se limitarían a ejecutar a 89 oficiales del país alpino. Gracias a su firme determinación, unas pocas decenas de fugitivos británicos consiguieron escapar de allí en lanchas y en barcas.
Durante los días y las semanas que siguieron a la pérdida de Cos, Churchill intentó en vano convencer a Eisenhower de que enviara recursos de Italia para reconquistarla. En otras islas las unidades de Hitler y las fuerzas especiales británicas estuvieron durante un buen tiempo jugando al gato y al ratón. Los alemanes realizaron otro ataque aerotransportado contra Astipalea. Las tripulaciones de la Luftwaffe, acostumbradas al desánimo de muchos de sus compatriotas que sabían que se estaba perdiendo la guerra, quedaron sorprendidas ante la extraordinaria actitud de los paracaidistas que transportaban en sus Junker, unos hombres que, mientras se dirigían a la zona de lanzamientos, cantaban, «Kameraden, hoy ya no hay vuelta atrás». En esta fase final de la guerra, los obsequiosos británicos proporcionarían a los Fallschirmjäger un escenario en el que todavía quedaban victorias por ganar.
El Grupo del Desierto de Largo Radio de Acción, cuyos hombres carecían de organización, entrenamiento y equipos para combatir como soldados de infantería, sufrieron importantes pérdidas en enfrentamientos irregulares. En aquellos momentos, la principal fuerza británica del Dodecaneso tenía su base en Leros, una isla mucho más pequeña que Cos, situada a unos treinta y dos kilómetros al norte. Cuando el comandante británico del lugar se enteró de que unos prisioneros alemanes de la vecina Lébita habían conseguido imponerse a sus captores y hacerse con el control, envió a cincuenta hombres del Grupo del Desierto a bordo de dos lanchas a motor a reconquistar la isla. Tras desembarcar, este contingente tuvo una serie de rifirrafes con el enemigo que acabaron con la muerte de cuatro de sus hombres y la captura de casi todos los demás. Sólo siete pudieron escapar al caer la noche, gracias a la marina real. Lébita se mantuvo firmemente en manos alemanas.
Churchill quedó sumamente consternado por las constantes desgracias sufridas en el Egeo, y con razón. El 6 de octubre Brooke escribiría: «Tengo muy claro que con los compromisos que tenemos en Italia no deberíamos embarcarnos en grandes operaciones en el Egeo… [no obstante], el primer ministro está por ahora firmemente decidido a ir a por Rodas sin tener en cuenta las consecuencias que de ello puedan derivarse en Italia». Churchill se impacientaba por viajar personalmente al norte de África e incitar a los americanos a emprender operaciones en el Egeo. Cadogan contaba: «Está entusiasmado por Cos y quiere conducir una expedición a Rodas». El primer ministro trató en vano de convencer a Washington de que Marshall se dirigiera a Túnez para entrevistarse con él, y poder así persuadirlo de las virtudes de la campaña en el Egeo. El 7 de octubre escribió personalmente a Roosevelt: «Nunca he pretendido enviar un ejército a los Balcanes, sino estimular la intensa actividad de guerra de guerrillas de la zona por medio de agentes y comandos. De esta manera pueden obtenerse unos frutos sumamente relevantes por sus consecuencias, y a un coste muy inferior al de las grandes operaciones. Lo que pido es la conquista de Rodas y de otras islas del Dodecaneso… Leros, que por ahora conservamos de manera muy precaria, es una valiosa fortaleza naval, y una vez instalados en la zona, las fuerzas aéreas y navales tendrían un importante papel que desempeñar… Le ruego lo considere detenidamente». Sostenía que las operaciones en el Mediterráneo oriental «bien valen al menos una división de primera categoría». Los americanos no estuvieron de acuerdo. Se limitaron a enviar unos escuadrones de cazas Lightning a Libia, para que sirvieran de apoyo a la marina real en el Egeo. No obstante, para ellos había antes otras prioridades, y al cabo de sólo cuatro días retiraron esos aparatos. De todos modos, como los alemanes utilizaban sus cazas de un solo motor Bf 109, a todas luces superiores, es harto improbable que los bimotores Lightning hubieran logrado alterar la balanza del poderío aéreo en la zona con más éxito del alcanzado por los Beaufighter de la RAF. Pero los británicos se sintieron muy molestos por tener que librar solos aquella batalla.
El 8 de octubre The Times decía desde Londres lo siguiente a propósito de la caída de Cos: «No puede esperarse que todas las empresas aliadas se coronen con éxito; pero tampoco puede negarse que el estado de las cosas en el Dodecaneso sea causa de una gran zozobra». El periódico planteaba cuestiones muy pertinentes, preguntándose a qué se debía la escasa envergadura de las fuerzas aliadas destinadas a esa campaña. Aquel día Brooke anotó en su diario: «¡Poco a poco voy convenciéndome de que, con el paso de los años, Winston está convirtiéndose en una persona cada vez menos equilibrada! Ya no puedo controlarlo. Se ha entusiasmado en grado extremo por el ataque de Rodas, ha magnificado su importancia, de modo que es incapaz de ver nada más, y ha puesto todo su empeño exclusivamente en la conquista de esta isla, incluso a costa de poner en peligro sus relaciones con el presidente y con los americanos, así como el futuro de la campaña de Italia. ¡Se niega a escuchar cualquier argumento y a ver los peligros!… ¡Todo esto es una locura, y está adoptando innecesariamente una postura muy delicada! Los americanos ya recelan de él una barbaridad, y esto no vendrá más que a empeorar las cosas».
Brooke tenía razón en todo lo que decía. Ese mismo día, el 8 de octubre, Churchill volvió a escribir un mensaje a los americanos, dirigiéndose a Eisenhower y al presidente: «Propongo… decir al general Wilson que es libre de ordenar la evacuación de la guarnición [de Leros] si considera la posición perdida… No perderé el tiempo en explicar cuán dolorosa me resulta semejante decisión». Pero Leros no fue evacuada, como debía haberlo sido. El 10 de octubre Churchill envió a Maitland Wilson un cablegrama en los siguientes términos: «Resista en la medida de lo posible… si, después de todo, se ve obligado a abandonar, lo apoyaré, pero el premio es la victoria».
El 13 de octubre John Kennedy anotaba en su diario: «Resulta verdaderamente sorprendente que el primer ministro se pase casi toda una semana en imponer sus ideas acerca de la conquista de una isla, pese a todos los consejos de los militares… Jumbo [Maitland Wilson] se ha arriesgado a ocupar Cos y las otras islas del Egeo». El 14 de octubre Churchill volvía a enviar un cablegrama a Maitland Wilson: «Estoy muy satisfecho por la manera en la que ha sabido utilizar esos restos y pedazos que le quedaban. Nil desperandum».
Y otro más, esta vez con copia a Eden: «Mantenga Leros a salvo». Absurdamente, Churchill hablaba de Leros como una «fortaleza», en este caso aún con menos sentido que cuando había utilizado ese mismo término para referirse a Singapur y a Tobruk. El comandante en jefe, en su desesperación por no decepcionar al primer ministro, aguantó. Visto el escepticismo de Brooke, ¿por qué no se reafirmó en su postura el jefe del Estado Mayor General del Imperio e insistió en la necesidad de retirarse del Egeo? La respuesta más plausible es que, en un momento en el que se enfrentaba con Churchill casi a diario por asuntos mucho más importantes, como, por ejemplo, una invasión de Sumatra, de la que el primer ministro era un entusiasta partidario, Leros parecía carecer de la suficiente relevancia para convertirse en un tema merecedor de otra confrontación. Se saldara o no con la victoria, la campaña representaba solamente un consumo de recursos marginal. Brooke no podía esperar apagar la pasión del primer ministro en todos los temas. Tenía que distanciarse y observar como se desarrollaba el consiguiente fiasco.
Durante otras cinco semanas sangrientas, los británicos siguieron luchando en el Egeo. Las batallas que en ese período se libraron por tierra, mar y aire fueron mucho más parecidas a las de 1941 que la mayoría de los enfrentamientos de 1943 entre aliados y alemanes. Los cruceros, los destructores, los submarinos y otros barcos de guerra más pequeños de la marina real intentaron hundir naves alemanas, y bombardear puertos y posiciones enemigas en las costas, sin dejar de verse sometidos al intenso ataque aéreo de los Ju88 de la Luftwaffe. Tras perderse el aeródromo de Cos, la base más próxima de la RAF se encontraba en aquellos momentos a quinientos kilómetros de distancia. Hasta los viejos bombarderos en picado Stuka, incapaces de enfrentarse al ataque de los cazas, se convertían en potentes armas cuando podían volar sin peligro de que éstos los acecharan.
Se llevaron a cabo pequeñas acciones navales de gran violencia en los estrechos canales existentes entre isla e isla. El 7 de octubre, por ejemplo, el submarino Unruly intentó sin éxito torpedear un convoy de soldados alemanes. Ante la frustración, salió a la superficie y empezó a disparar contra el enemigo con su cañón de cubierta de cuatro pulgadas, hasta que la llegada de la Luftwaffe lo obligó a sumergirse. Más tarde lanzaría sus torpedos contra un minador con 285 soldados alemanes a bordo. Durante uno de sus ataques, los cruceros Sirius y Penelope fueron alcanzados por los bombarderos alemanes, quedando el segundo gravemente dañado. El destructor Panther fue hundido el 8 de octubre, y el crucero Carlisle sufrió unos daños tan graves a manos de los bombarderos alemanes que, tras llegar con dificultades a puerto, nunca más volvió a salir. La Luftwaffe realizaba continuos ataques contra las instalaciones portuarias de Leros, por lo que los barcos de guerra británicos se veían obligados a entrar en ellas a toda prisa, descargar rápidamente las provisiones y los pertrechos y volver a zarpar en menos de media hora. La destreza de la RAF en los ataques navales seguía siendo inferior a la de los alemanes, lo que supuso que los Beaufighter británicos sufrieran en sus incursiones muchas más pérdidas que el enemigo. Incluso cuando los ataques se realizaban con éxito, como el llevado a cabo por los bombarderos Wellington la noche del 18 de octubre, el resultado podía inducir a error: los Wellington no sólo hundieron naves en las que viajaban 204 alemanes, sino también 2389 italianos y setenta y un griegos que habían sido hechos prisioneros. A fecha 22 de octubre, había perecido en alta mar un total de 6000 prisioneros italianos después de que los barcos que los transportaban sucumbieran al ataque aéreo de los británicos, mientras que 29 454 prisioneros, entre italianos y británicos, habían sido trasladados sanos y salvos a la Grecia continental, y de allí a Alemania.
Los cruceros Sirius y Aurora sufrieron graves daños a manos de los Ju88, y las minas alemanas acabaron con varios buques de guerra británicos, e incluso con el submarino Trooper, que desapareció al este de Leros. Casi todos los barcos de la marina real que salieron ilesos del Dodecaneso, incluidos los buques torpederos, las lanchas y los caiques, tuvieron que superar los bombardeos, el mal estado de la mar propio de un otoño que iba empeorando y los peligros naturales de las costas. El destructor Eclipse fue hundido el 23 de octubre, con doscientos soldados a bordo y diez toneladas de provisiones. Ante el absoluto dominio del cielo por parte de los alemanes, la marina decidió a regañadientes que sus destructores no podían navegar por las aguas del Egeo a la luz del día. La RAF continuó sufriendo graves pérdidas: el 5 de noviembre, por ejemplo, sus operaciones supusieron la destrucción de seis aviones Beaufighter y la desaparición de la tripulación de cuatro de ellos.
El 31 de octubre, el máximo responsable de las fuerzas aéreas británicas en el Mediterráneo, el mariscal del Aire sir Arthur Tedder, escribía: «Recibimos presiones para que sigamos malgastando los recursos. La situación es fundamentalmente insostenible». El 28 de octubre John Kennedy insistía a Alan Brooke en que «el precio que estábamos pagando [por Leros era] demasiado alto, y los frutos demasiado escasos, para justificar aquella retención». Brooke confesó que estaba de acuerdo, pero dijo a Kennedy que en la reunión celebrada por los jefes de Estado Mayor ese mismo día se había acordado seguir resistiendo. En aquellos momentos resultaba muy difícil retirar la guarnición por la superioridad aérea del enemigo. En su propio diario, Brooke diría de Leros que se había convertido en «un problema muy desagradable, [el mando de] Oriente Medio no ha sido ni inteligente ni astuto, y ahora se ve metido en la difícil situación de que no puede conservar Leros, pero tampoco evacuarla. Nuestra única esperanza es que Turquía colabore, disponer de unos aeródromos desde los que poder ofrecer la cobertura aérea necesaria». Pero esta colaboración no llegaba.
El último acto del drama del Egeo comenzó el 12 de noviembre, cuando los alemanes atacaron Leros. La guarnición británica del lugar, formada por unos tres mil hombres, además de los cinco mil quinientos italianos que había en la isla, había tenido varias semanas para prepararse para lo inevitable. Sin embargo, cuando llegó el momento, salió mal todo lo que podía salir mal. Antes de producirse el desembarco enemigo, la 234.a Brigada había estado capitaneada por un oficial bajito, bigotudo y de rostro sonrosado llamado Ben Brittorous, que encarnaba prácticamente todos los defectos del ejército británico de los tiempos de la guerra. Brittorous, un hombre obsesionado con la etiqueta militar, atormentaba a oficiales y reclutas indistintamente remarcando la importancia de que lo saludaran como se esperaba. Durante las semanas que estuvo en Leros consiguió que sus hombres lo aborrecieran, y apenas hizo los preparativos pertinentes para afrontar la llegada de los alemanes. Cuando la Luftwaffe comenzó a bombardear a diestro y siniestro, se refugió en su cuartel general bajo tierra y permaneció allí hasta que fue relevado del mando una semana antes de que se produjera la invasión enemiga, siendo sustituido por un oficial de artillería, el general de brigada Robert Tilney. Tilney, que acababa de ser ascendido para ponerse al frente de unos hombres a los que apenas conocía, no estaba tan mal visto como Brittorous, pero, al parecer, también carecía de convicción. Lo primero que hizo fue ordenar el despliegue de sus tres batallones de infantería alrededor de toda la isla, con la intención de repeler la llegada de los alemanes a las playas. Con su plan no sólo provocó la dispersión de las defensas, sino que tampoco supo prever la escasez de radios y teléfonos. Las comunicaciones entre Tilney y sus unidades ya eran precarias antes de que los alemanes intervinieran.
El 11 de noviembre Ultra informó a los británicos que la invasión de Leros, la operación «Typhoon», iba a comenzar al día siguiente. Contaría con unos dos mil setecientos treinta soldados alemanes, un contingente inferior en número al de los defensores de la isla. Pero la RAF y la marina real no pudieron llevar a cabo ninguna acción eficaz para interferir en los preparativos del enemigo. El mal tiempo frustró los planes de los ingleses de bombardear los aeródromos griegos de la Luftwaffe. El comandante de una flotilla de destructores británicos que había en la zona decidió no arriesgarse a pasar por una zona que se sospechaba que estaba plagada de minas para atacar al convoy invasor. El capitán Stephen Roskill, historiador oficial británico, escribiría más tarde: «El enemigo había descartado con audacia que su convoy pudiera verse amenazado de manera efectiva a la luz del día, y de noche supo ocultar hábilmente sus barcos; pero parece evidente que no habría debido llegar a su destino sin sufrir prácticamente daño alguno».
Mientras el grueso de las fuerzas alemanas llegaba por mar, los Fallschirmjäger llevarían a cabo otro ataque desde el cielo increíblemente enérgico y audaz. La intervención de la RAF contra las naves invasoras fue claramente mucho menos efectiva que el apoyo cercano que prestó la Luftwaffe a sus hombres. Un cuarto batallón británico, que llegó para reforzar a la 234.a Brigada durante la batalla, no logró cambiar su resultado final. Algunos defensores de la isla combatieron con empeño, pero otros no. El número limitado de bajas británicas pone de manifiesto que fueron muy pocos los dispuestos a sacrificarse. De los batallones presentes en Leros, formados por quinientos hombres cada uno, el de los Royal West Kent perdió a 18 en acción, el de los Reales Fusileros Escoceses a 22, el de los King’s Own a 45 y el de los Buffs a 42.
Cuando los paracaidistas alemanes pusieron pie en tierra, los defensores —que tenían superioridad numérica— habrían debido lanzar inmediatamente un contraataque en la zona del lanzamiento antes de que los invasores pudieran reorganizarse. En cambio, la infantería británica se limitó a no moverse de sus posiciones, disparando desde ellas. Cuando los alemanes comenzaron a avanzar por toda la isla, un oficial británico quedó consternado ante el espectáculo que daban algunos hombres del batallón de los King’s Own que huían despavoridos del fuego de los morteros. A las seis de la tarde del primer día de batalla, la señal de llamada «Stupendous» del Grupo del Desierto de Largo Radio de Acción emitía desde Leros el siguiente mensaje decepcionante: «Falta de apoyo de la RAF absolutamente lamentable: barcos sin hacer nada en todo el día, y Stukas se ríen de nosotros». La defensa carecía de movilidad, pero lo peor fue que, a diferencia de los alemanes, los hombres no se sentían motivados y fueron dirigidos de manera incompetente. Jeffrey Holland, que sirvió como sargento de infantería en Leros, escribiría más tarde: «A medida que iba desarrollándose la batalla, se hacía cada vez más patente que el enemigo estaba utilizando… tropas de combate de primera categoría, que demostraban una habilidad, un arrojo y una confianza en sus capacidades evidentes». Un hombre del Escuadrón Especial de Lanchas describiría en los siguientes términos una de las escenas que pudo contemplar: «Quedamos estupefactos al ver a grupos de soldados británicos en orden con el camino despejado alejándose del escenario de la batalla… El coronel los detuvo y los interrogó, y dijeron que habían recibido la orden de retirarse hacia el sur Muchos no llevaban armas, y parecían muy abatidos y fatigados».
El general Tilney perdió el control del grueso de sus fuerzas en la primera fase de la batalla, y se puso hecho una furia cuando comprobó que las unidades se retiraban sin haber recibido órdenes en este sentido. Amenazó a los comandantes de dos batallones con llevarlos ante un tribunal militar por negarse a ordenar a sus unidades que atacaran. Jeffrey Holland seguiría contando que «los alemanes se movían con rapidez de una posición a otra, pero nunca en retirada; daba la impresión de que estaban dispuestos a aceptar un número elevado de bajas. Sus oficiales y suboficiales se exponían a nuestro fuego cuando dirigían una acción de ataque o defensiva. Parecían indiferentes al fuego británico que percibían como impreciso; nunca bien coordinado ni directo».
Los británicos lanzaron algunas contraofensivas valientes, en las que perecieron el jefe de un batallón y los comandantes de varias compañías. El 14 de noviembre, a medianoche, Bletchley Park descifró un mensaje alemán en el que se advertía de que la posición de las fuerzas invasoras en Leros era «crítica», y que era imprescindible el envío inmediato a tierra de armas pesadas para cambiar el curso de la batalla. Los alemanes vivieron una experiencia en Leros que no tuvo nada que ver con el paseo que habían dado en Cos. Pero los defensores, después de no haber sabido tomar la iniciativa desde un primer momento, no volverían a tenerla. El terreno hizo que fuera prácticamente imposible cavar trincheras en las que protegerse de las bombas. Como ocurrió en demasiadas ocasiones a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, los soldados británicos percibieron la superioridad aérea del enemigo como una excusa suficientemente válida para resignarse a la derrota.
Maitland Wilson mantuvo vivas las esperanzas de Churchill de salir airosos de la batalla, enviando el 14 de noviembre un mensaje en el que afirmaba que las tropas británicas en Leros, aunque «algo fatigadas», estaban «llenas de espíritu combativo y bien fuertes». Hasta el último momento, el primer ministro insistió en que se adoptaran unas medidas más eficaces en apoyo de ellas. A última hora de la tarde del día 16, cuando se acercaba a Malta de camino a la conferencia de Teherán, envió al jefe del Aire, el mariscal Tedder, el siguiente mensaje: «Siento mucho no poder verle esta noche, pues habría debido hacerle hincapié en la necesidad vital de apoyar la campaña de Leros con todos los medios posibles. Se trata, sin duda, del acontecimiento más importante que tendrá lugar en el Mediterráneo en los próximos días… No entiendo cómo puede desinteresarse de lo que pueda ocurrir en Leros». Más tarde Tedder escribiría con dureza: «Cualquiera habría pensado que algunas de las amargas lecciones aprendidas en Creta estaban lo bastante frescas para no repetirlas… Sigue pareciéndome increíble hoy, como entonces, que tras cuatro años de experiencia en guerra moderna, la gente se olvidara de que el poderío aéreo depende de unas bases seguras, las condiciones climáticas y un radio de acción efectivo».
A las 16.00 del día 17 de noviembre, cinco días después de que los alemanes llegaran a Leros, Tilney se rindió. Fueron hechos prisioneros aproximadamente tres mil soldados británicos y cinco mil quinientos italianos. Casi un centenar de heridos había sido evacuado con anterioridad. Varios puñados de espíritus audaces, entre los que no podía faltar el invencible lord Jellicoe, lograron escapar en pequeñas embarcaciones, y al final llegaron a Turquía o a alguna isla, siendo posteriormente rescatados por la marina. Más de tres mil hombres, entre británicos, griegos e italianos, fueron evacuados con éxito de la vecina isla de Samos antes de que ésta fuera invadida también por los alemanes. Incluyendo a las tripulaciones de sus aviones, los británicos perdieron a unos mil quinientos hombres en las operaciones llevadas a cabo en el Egeo entre septiembre y noviembre de 1943: 745 de la marina real, 422 del ejército de tierra y 333 de la RAF. El Grupo del Desierto de Largo Radio de Acción sacrificó a más hombres en el Dodecaneso que en sus tres años de campaña en el norte de África. Cinco batallones de infantería británicos fueron borrados del mapa de un plumazo.
Hitler envió a sus comandantes en el Egeo un mensaje de felicitación que, por una vez, era totalmente merecido: «La conquista de Leros, emprendida con medios limitados, pero con gran coraje, conducida con tenacidad, a pesar de sufrir varios reveses, y llevada valientemente a buen puerto, constituye una hazaña militar que ocupará un lugar de honor en la historia de la guerra». En Leros los británicos contaron con varias ventajas —sobre todo la de tener el control del terreno— que habrían debido ser determinantes, incluso ante la superioridad aérea del enemigo. Fue vergonzoso que un grupo de paracaidistas alemanes consiguiera con tanta facilidad imponerse a aquel elevado número de defensores de la isla que estaba perfectamente al corriente de su llegada.
El almirante sir Andrew Cunningham, por aquel entonces Primer lord del Mar, arremetería contra el ejército de tierra: «Sigo teniendo firmemente la opinión de que habríamos podido conservar Leros», escribiría más tarde. El general de brigada Tilney, prisionero de guerra hasta 1945, se convirtió en el principal chivo expiatorio por la caída de la isla en manos de las fuerzas enemigas. La culpa, sin embargo, fue de una serie de decisiones tomadas por toda la cadena de mandos, desde la base hasta Downing Street. En 1943 no había más posibilidades que en 1941 de que los barcos de guerra culminaran con éxito sus operaciones debiendo afrontar la superioridad aérea enemiga. Los pilotos alemanes eran mucho más certeros en sus ataques contra las fuerzas navales que sus homólogos anglosajones. En Leros, los soldados británicos, como ya había venido ocurriendo en la guerra anteriormente, demostraron ser unos combatientes menos eficaces que sus adversarios. En lugar de un cuerpo de élite, la 234.a Brigada era una unidad de segunda categoría, cuya actuación fue la que cabía esperar en aquellas circunstancias. Lo que mejor disculpa su comportamiento es que de poco habría servido que sus hombres hubieran demostrado una valentía suicida, o aceptado unas pérdidas sangrantes, en una campaña que estaba casi con absoluta certeza condenada al fracaso, y en un momento en el que no se ponía en duda la victoria final de los aliados.
Si los defensores de Leros hubieran repelido el ataque alemán a mediados de noviembre, el prestigio británico tal vez habría salido reforzado, pero el equilibrio de poderes en el Egeo no se habría visto afectado, y la agonía no habría hecho más que prolongarse. La marina real se habría visto obligada aún a suministrar a Leros provisiones y pertrechos durante un tiempo indefinido bajo la constante amenaza aérea de los alemanes. Mientras Rodas estuviera en manos enemigas, la presencia británica en el Dodecaneso carecía de sentido desde el punto de vista estratégico. Lejos de ofrecer un trampolín para un futuro ataque contra Rodas, como insistía Churchill, Leros era simplemente una posición que comportaba innumerables riesgos. En la campaña del Egeo, la marina real sufrió muchos más daños de los que infligió, y sus logros fueron todos los que cabía esperar. Además de diversas embarcaciones costeras, un total de cuatro cruceros, cinco destructores, cinco dragaminas y dos submarinos acabaron en el fondo del mar o gravemente dañados. No puede culparse a la RAF de las dificultades que supuso llevar a cabo una serie de operaciones que quedaban lejos del alcance de una cobertura aérea efectiva, pero lo cierto es que su actuación como medio para contrarrestar las acciones navales enemigas fue muy poco convincente. Se perdieron 113 aparatos aéreos, siendo los escuadrones de cazas Beaufighter los más afectados tras sufrir unas pérdidas equivalentes al 50 por 100 de su potencial. Cuando los aeródromos de Cos cayeron en manos enemigas, y con ello desapareció la posibilidad de utilizar cazas de un solo motor, los británicos habrían debido cortar por lo sano y poner fin a su campaña.
En Londres las noticias provenientes del Egeo causaron consternación y desasosiego en una fase que, de no ser por eso, se habría caracterizado por una serie de victorias en el Mediterráneo. Desde el Foreign Office, Cadogan escribía el 16 de noviembre: «Malas noticias de Leros. Las conversaciones y los planes relacionados con su evacuación reviven los malos tiempos de 1940 y 1941. Aunque, por supuesto, la envergadura es menor». The Times, en su editorial del 18 de noviembre, comentaba acertadamente: «La caída de Leros debe servir para recordarnos que los principios de estrategia perfectamente establecidos no pueden ser ignorados con absoluta impunidad». Una semana después, el mismo periódico decía que «este lamentable episodio» había hecho que volvieran a cuestionarse diversos aspectos relacionados con «la estrategia general de toda nuestra campaña en el Mediterráneo… en la que habrá que devolver la confianza a la opinión pública».
El compromiso de los británicos con la zona del Egeo representó un episodio poco significativo en el marco general de la guerra, pero supuso un duro golpe para el orgullo y el prestigio de la nación, provocado por las decisiones personales del primer ministro. Una vez más, Churchill se vio obligado a enfrentarse a las limitaciones de sus propios soldados en comparación con los alemanes, y a la vulnerabilidad de las fuerzas británicas cuando no contaban con el apoyo de los americanos. John Kennedy describiría la operación como «un riesgo justificable… [Maitland Wilson] no podía saber hasta qué punto los alemanes iban a resistir». Pero cuatro años de experiencia de guerra contra Hitler habrían debido bastar para que el primer ministro y sus generales estuvieran vacunados contra la temeridad. Los mensajes interceptados por Ultra advirtieron a Londres de que la Luftwaffe estaba reforzando su presencia en el Mediterráneo oriental antes de que se procediera al envío de soldados británicos a la zona. Churchill se engañó una y otra vez pensando que la audacia sería por sí sola suficiente para obtener la ansiada recompensa. Esto puede ocurrir cuando se tiene delante a un enemigo débil o incompetente, pero constituye un error garrafal si se trata de un adversario extraordinariamente profesional que siempre hace pagar cualquier error que pueda cometerse. La actuación en el campo de batalla de los responsables de la campaña no estuvo a la altura de la osadía del compromiso del primer ministro. En el Egeo, como en otros escenarios a lo largo de la guerra, la rapidez de la reacción alemana a los cambios de circunstancias contrastó claramente con la vacilación de los aliados a la hora de tomar iniciativas.
Kennedy añade que, «sobre el papel, el primer ministro cuenta con el respaldo de los profesionales en todo lo que se ha llevado a cabo». Con esto quiere decir que los jefes de Estado Mayor y Maitland Wilson avalaron formalmente los compromisos adquiridos por Churchill en el Egeo. Pero lo cierto es que prácticamente la totalidad de los altos mandos militares permitieron que los deseos del primer ministro prevalecieran por encima de su propio criterio, por otro lado más acertado. De manera harto absurda, Brooke se unió al primer ministro cuando éste culpó a los americanos por no haberles prestado apoyo: «El jefe del Estado Mayor General del Imperio cree que la guerra probablemente se alargue hasta seis meses más porque los americanos no han sabido darse cuenta de lo importante que habría sido aprovechar la situación general del Mediterráneo y prestar apoyo suficiente a Turquía para que este país decidiera entrar en guerra». Pero ¿por qué los americanos habrían tenido que intentar salvar a los británicos del naufragio de una empresa en la que siempre habían dicho no creer? No hay, además, razón alguna que nos haga suponer que un apoyo aéreo por parte de los estadounidenses habría alterado el resultado de la campaña. Del mismo modo, el historiador oficial británico parece equivocarse cuando lamenta la diversión de la zona del Egeo en los primeros días de la acción de seis destructores de la flota de la marina real para que escoltaran a unos acorazados que iban de vuelta a Inglaterra. De haber permanecido en la zona, los destructores se habrían convertido simplemente en un objetivo más de la Luftwaffe. Incluso si los británicos hubieran logrado apoderarse de Rodas, es muy poco probable que Turquía acabara entrando en la guerra, y muy discutible que la ayuda militar de los turcos hubiera resultado de utilidad para los británicos.
Algunas de esas mismas objeciones habrían podido ponerse a la aventura de Churchill en el Egeo de 1943, como ocurriera con su anterior ofensiva en los Balcanes en 1915. La campaña de los Dardanelos, en la que se jugó y acabó perdiendo su reputación en la primera guerra mundial, fue concebida para abrir una ruta a través del mar Negro que permitiera armar a Rusia. Pero, aunque hubiera podido abrirse el corredor, los aliados de la primera guerra mundial tenían una escasez crónica de armamento para sus propios ejércitos, y apenas podían ayudar a Rusia. Análogamente, en 1943, aun cuando Turquía hubiera entrado en guerra, su ejército habría tenido que depender por completo de las armas y los equipos que pudieran proporcionarle ingleses y americanos. Y ya era muy difícil satisfacer las necesidades de las fuerzas rusas, estadounidenses, británicas y francesas. Como avisaron los norteamericanos, Turquía probablemente habría acabado convirtiéndose para los aliados en una boca que alimentar y no en una amenaza para los objetivos de los alemanes en los Balcanes.
Con amargura, Churchill describiría la campaña del Egeo como el primer éxito de los alemanes desde la batalla de El Alamein. El 21 de noviembre, en un cablegrama, hacía desde el norte de África la siguiente reflexión a su esposa Clementine: «Sigo sumamente afligido por lo de Leros, etc. Es terrible tener que luchar con las manos atadas a la espalda». Estaba, por supuesto, descargando la frustración que sentía por no haber conseguido convencer a los americanos de que apoyaran sus aspiraciones. En sus memorias de la Segunda Guerra Mundial califica este episodio de «la diferencia más grave que tuve con el general Eisenhower». Desde El Cairo mandó un mensaje a Eden, también el día 21 de noviembre, para indicarle que si en el Parlamento se formulaban preguntas relacionadas con el Egeo, el secretario de Asuntos Exteriores debía decir en tono desafiante a la Cámara que los peligros de la operación habían sido previstos desde un principio, «y si fueron desdeñados, fue porque había otras razones y otras esperanzas que se consideraron más importantes. Si sólo nos aventuramos a emprender acciones cuyo éxito esté asegurado, deberemos sin duda afrontar la perspectiva de una prolongación de la guerra». Era una excusa poco convincente, para justificar lo injustificable.
Sorprendentemente, en la reunión de la junta de jefes de Estado Mayor de los aliados celebrada en El Cairo el 24 de noviembre, el primer ministro volvió a insistir en la invasión de Rodas. Marshall recuerda aquel momento así: «Todos los británicos estaban en mi contra. La cosa comenzaba a calentarse cada vez más. Al final Churchill se agarró las solapas… y exclamó: “El gobierno de su Majestad no puede tolerar que sus soldados permanezcan ociosos. Los mosquetes tienen que arder”». La respuesta de Marshall fue en términos igualmente histriónicos: «Ni un solo soldado americano va a morir en [esa] maldita playa». Los altos mandos estadounidenses se mantuvieron firmes en su decisión, incluso cuando Maitland Wilson se unió al grupo para insistir en la invasión de Rodas. Los británicos, tras perder con los alemanes, también perdieron su batalla con los americanos. En una carta a Clementine de fecha 26 de noviembre, Churchill volvía a lamentar la caída de Leros: «No puedo pretender que cuento con una defensa adecuada que justifique lo ocurrido». En efecto, no la tenía. La campaña del Egeo representa un triunfo del impulso sobre la razón que nunca habría debido producirse. Dañó gravemente la confianza que pudieran depositar los americanos en las opiniones y compromisos del primer ministro con los objetivos vitales de la Gran Alianza. Fue una verdadera suerte para el prestigio de Gran Bretaña y para la reputación de Churchill que esa aventura tuviera lugar en un momento en el que las victorias en el resto del mundo evitaron que la opinión pública fuera plenamente consciente de una humillación tan gratuita.