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Lejos del desierto

En 1943, a Winston Churchill y a muchos británicos, rusos y americanos les dio a veces la sensación de que los aliados occidentales gastaban más tiempo hablando que combatiendo contra los ejércitos de Hitler. Desde luego, numerosos contingentes de aviones vapulearon a Alemania en una ofensiva de bombardeos a la que se dio mucha importancia en los periódicos y en los comunicados a Stalin. La marina real, cada vez más fuerte, más segura y cosechando más éxitos, seguía enzarzada en una lucha defensiva de vital importancia para mantener abiertas las rutas de los convoyes del Atlántico. Las fuerzas aéreas estadounidenses libraron batallas atroces con los japoneses en el Pacífico. Pero aquél fue el último año de la guerra en el que la escasez de recursos limitó gravemente las acciones de los angloamericanos por tierra. En 1944 una enorme variedad de barcos, aviones, armas y pertrechos generados por la movilización industrial de Estados Unidos inundó los campos de batalla, armando a las fuerzas aliadas de tierra, mar y aire a unos niveles que el mundo no había visto nunca. Hasta entonces, sin embargo, los ejércitos de Churchill y Roosevelt enfrentados al Eje habían sido terriblemente pequeños comparados con los de los soviéticos.

Los británicos emplearon trece divisiones en el norte de África, y los americanos seis. De esas diecinueve formaciones, ocho desembarcarían en Sicilia. Por otro lado, unas once divisiones británicas, cuyo número de integrantes y cuyo nivel de escasez de medios eran muy distintos, permanecían en Inglaterra, entrenándose para realizar operaciones en Francia o en el sitio en el que decidiera emplearlas el primer ministro. Además, cientos de miles de tropas británicas estaban diseminadas por todo el litoral del norte de África, en Egipto, Palestina, Siria, Irak, Persia y la India. Estas fuerzas realizaban funciones logísticas y de guarnición con distinto grado de utilidad, pero, como a menudo se encargaba Churchill de recordarle a Alan Brooke, a lo que no se dedicaban era a matar italianos, alemanes o japoneses. La marina de Estados Unidos estaba desplegada en el Pacífico, mientras que el general Douglas MacArthur capitaneaba un modesto contingente del ejército de tierra en Australia y Nueva Guinea. En 1943 esta campaña estaba dominada por tres divisiones australianas. En la India, un enorme ejército indio, complementado por unidades británicas, llevaba a cabo operaciones intermitentes, pero aquel año rara vez demostró ser capaz de desplegar más de seis divisiones contra los japoneses. En un momento en el que Stalin y Hitler tenían cerca de doscientas divisiones cada uno combatiendo en el frente oriental, no es de extrañar que los rusos miraran con desprecio las actividades de sus aliados en el Mediterráneo.

Los historiadores angloamericanos están mayoritariamente de acuerdo en admitir que si se hubiera llevado a cabo un Día D en Francia en 1943, habría sido un desastre. No hace falta más que considerar la ferocidad de la resistencia que ofrecieron los alemanes en Normandía entre junio y agosto de 1944 para imaginar cuánto más formidable habría podido ser su respuesta a una invasión un año antes, cuando el poder de Hitler era mucho más grande y el de los aliados mucho menor. Pero a los rusos les sacaba de quicio que británicos y americanos ejercieran la posibilidad que tenían de elegir dónde les convenía enfrentarse a un gran ejército alemán, lujo que Stalin no se podía permitir desde junio de 1941. Es posible que los aliados hubieran logrado desembarcar en Francia en 1943 y permanecer allí. Pero las bajas de la consiguiente campaña habrían sido horribles, hasta el punto de parecer pequeñas las sufridas en todo el noroeste de Europa en 1944-1945. Mientras que los rusos lucharon durante casi toda la guerra movidos por el triple estímulo del patriotismo, la coacción y la indiferencia por los costes en vidas humanas, los angloamericanos pudieron administrar las vidas de sus hombres hasta que fueron capaces de explotar sus recursos industriales con una ventaja insuperable, y prefirieron desplegar en primera línea unas fuerzas de combate de tierra mucho más pequeñas en proporción con la población de sus respectivos países que Rusia o que Alemania. David French, autor de un perspicaz estudio del ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial, comenta: «En términos absolutos, durante largos períodos de la guerra los británicos redujeron el número de bajas sufridas sencillamente absteniéndose de librar las batallas terrestres de carácter masivo en las que estaban condenados a sufrir graves pérdidas».

El 13 de febrero de 1943, cuando todavía se esperaba que la campaña del norte de África pudiera ser concluida en el plazo de un mes, Churchill se puso hecho una furia cuando le dijeron que el desembarco en Sicilia no iba a poder producirse antes de julio. Cablegrafió a Hopkins en Washington diciendo: «Me parece terrible que en abril, mayo y junio, no haya ni un solo soldado americano o británico matando a ningún soldado alemán o italiano, mientras los rusos andan por ahí persiguiendo a ciento ochenta y cinco divisiones». Al igual que los demás británicos, era perfectamente consciente del elevadísimo número de bajas sufridas por los rusos y de sus victorias en el Cáucaso, en Kharkov y en Stalingrado. Enviaba constantemente cables a Stalin contándole los progresos de la ofensiva de bombardeos de la RAF, y asegurándole falsamente que el plan de la invasión de Francia se mantenía «vivo semana tras semana». Cuando los jefes de Estado Mayor le pidieron que insistiera a los rusos para que le revelaran los planes militares de Moscú, objetó: «Soy tan consciente de la pobre contribución que están haciendo los ejércitos británicos y americanos… que no estoy dispuesto a exponerme al rechazo seguro que obtendría una solicitud de información». En un rapto de impaciencia, preguntó a sus jefes de Estado Mayor si los británicos iban a poder lanzar solos la operación «Husky», como era denominada ahora en clave la campaña de Sicilia. La respuesta que recibió fue un no rotundo. Pero al formular la pregunta, Churchill venía a desmentir las sospechas de los americanos, que recelaban que era reacio a enviar a sus soldados al combate.

La derrota sufrida en febrero en el paso de Kasserine, en Túnez, donde una ofensiva de los alemanes hizo retroceder en desbandada a unas fuerzas norteamericanas superiores, no tuvo ninguna importancia estratégica. Al cabo de unos días las tropas de Eisenhower se habían reagrupado y habían recuperado el terreno perdido. Pero asestó el golpe de gracia a las esperanzas de un final inmediato de la campaña. El 27 de febrero, Alexander envió un informe sobre el estado de las fuerzas norteamericanas y las tres divisiones francesas, en su mayoría tropas coloniales, que se habían integrado a la campaña: «A los estadounidenses les hace falta experiencia y a los franceses les hacen falta armas… detesto decepcionarles, pero la victoria final en el norte de África no (repito: no) está a la vuelta de la esquina».

Un rasgo perverso de la guerra fue que mientras que el pueblo británico sintió en todo momento una cariñosa admiración por las hazañas de los rusos, raramente mostró la misma generosidad hacia los americanos. La Gran Alianza dio lugar en Gran Bretaña a la aparición de una hueste de asociaciones de amistad anglosoviética, pero a pocas dedicadas al cultivo de la amistad angloamericana. Un informe del Servicio de Inteligencia Nacional de 14 de enero de 1943 afirmaba: «En el momento de lo de Pearl Harbor, el interés del público por Estados Unidos experimentó un auge momentáneo que no tardó en disminuir y (en marcado contraste con la actitud mostrada hacia Rusia y todo lo ruso) ha seguido siendo escaso desde entonces». Cuando se publicó en Gran Bretaña la noticia de la batalla de Kasserine, Violet Bonham-Carter anotó en su diario la anécdota de un amigo suyo que conocía a un verdulero de Covent Garden que dijo: «¡Hoy tenemos buenas noticias, señor!». «¿Han tenido algún éxito los rusos?». «No… A los americanos les han dado un buen palo». Este episodio, afirmaba Bonham-Carter, representaba «la reacción general» ante la noticia del revés sufrido por los ejércitos de Eisenhower. Una de las novelas más vendidas de la época era How Green was My Valley, (¡Qué verde era mi valle!), y Attlee hizo un chiste malicioso diciendo que Alexander estaba escribiendo en aquellos momentos una secuela: How Green is My Ally, (¡Qué verde está mi aliado!). Churchill eliminó del borrador de sus memorias una carta del mes de febrero al rey en la que escribió: «El enemigo comete un gran error si cree que todas las tropas que tenemos allí están tan verdes como las de nuestros amigos estadounidenses». Los americanos se sintieron muy molestos cuando leyeron los resultados de una encuesta Gallup que preguntaba a los británicos cuál de sus aliados estaba contribuyendo en mayor medida a ganar la guerra. Aproximadamente un 50 por 100 respondía: «Rusia»; el 43 por 100 decía: «Gran Bretaña»; el 5 por 100 decía: «China», y sólo el 3 por 100 opinaba: «Estados Unidos».

Los británicos sabían que la guerra estaba muy lejos de acabar pronto, y se habían resignado ante esta perspectiva. Pero después de más de tres años de bombardeos, privaciones y derrotas, se había abierto paso el cansancio. No cabe sobrestimar el impacto de los apagones sobre la moral interna. Año tras año, durante las horas nocturnas no había ni un resquicio de luz que aliviara la oscuridad de las ciudades de Gran Bretaña. Como observaba el novelista Anthony Powell, en 1943 no había muchos que tuvieran los nervios tan serenos como los tenían en 1939. Los británicos eran muy sensibles al triunfalismo americano, cuyos ecos llegaban a través del Atlántico desde el país de unos aliados que seguían teniendo comida en abundancia y no habían sido bombardeados nunca. Harold Macmillan escribía con arrogante desdén de los americanos que lo rodeaban en el Mediterráneo: «Todos ellos se parecen tanto a mí… como los japoneses o los chinos».

El diputado tory Cuthbert Headlam lamentaba la noticia de un éxito posterior de los estadounidenses en el campo de batalla: «Me han dicho que nuestros esfuerzos apenas reciben ningún comentario en la prensa americana. Me figuro que cuando acabe esta guerra los americanos estarán probablemente más engreídos e insoportables que cuando acabó la anterior; quizá nos den más problemas que los rusos». En el fondo de sus corazones, todos estos hombres sabían que su país no podía hacer nada sin Estados Unidos, y que sólo los recursos de los americanos habían impedido el triunfo seguro de Hitler. Pero a veces costaba trabajo no ceder a los sentimientos de ingratitud, cuando se era consciente, como eran los británicos, de que la guerra estaba reduciendo a su sociedad a la miseria, mientras que América incrementaba incesantemente su riqueza y su poder.

Si por un lado muchos británicos de las altas esferas esperaban que los rusos y los alemanes se destruyeran unos a otros a lo largo de la guerra, la mayoría de los americanos parecía encantada con la perspectiva de que el imperio británico se convirtiera en una víctima más de la victoria.

Los rusos expresaron una vez más su impaciencia por la falta de avances en el Mediterráneo. Stalin cablegrafió a Churchill diciendo: «El peso de la ofensiva angloamericana en el norte de África no sólo no ha aumentado, sino que dicha ofensiva no ha experimentado el más mínimo desarrollo, y eso que el límite de tiempo para las operaciones que ustedes mismos habían puesto ha sido ampliado». El líder soviético decía que treinta y seis divisiones alemanas provenientes del oeste estaban siendo redesplegadas en el frente oriental, testimonio que no decía mucho en favor de los esfuerzos realizados por los angloamericanos. Churchill se convenció a sí mismo de que aquella manifestación de cólera reflejaba la influencia de la jerarquía soviética. Seguía haciéndose ilusiones de que poseía un entendimiento personal con Stalin, que se rompía sólo cuando otros miembros del politburó de Moscú exigían adoptar una línea más severa con los imperialistas. Las relaciones anglo-soviéticas empeoraron de nuevo cuando el Almirantazgo insistió en la cancelación del envío de su convoy de marzo a Arcángel. Los grandes buques de guerra alemanes suponían una amenaza continua frente a las costas del norte de Noruega, y por otro lado los recursos navales británicos estaban al límite debido a sus obligaciones en el Mediterráneo y el Atlántico. A comienzos de la primavera, por última vez durante la guerra se interrumpió el desciframiento de los mensajes de los submarinos alemanes, con unas consecuencias catastróficas para varios convoyes en el Atlántico: 42 mercantes se perdieron en marzo, frente a los 26 que desaparecieron en febrero.

Churchill intentó apaciguar a Moscú prometiendo un espectacular aumento de las entregas de aviones a través de Persia, y el envío de 24 000 toneladas de víveres en agosto. Pero una vez más, las garantías británicas no fueron cumplidas debido a las dificultades encontradas a la hora de realizar los transportes y de organizar las escoltas. A Stalin le importaba un bledo todo eso. ¿Por qué le iba a importar? Sólo veía que sus ejércitos estaban empeñados en destruir a los de Hitler, ayudados más por las palabras que por las acciones de los occidentales. Después de la guerra, Brooke expresó su sorpresa por lo que había escrito en su propio diario: «Es bastante extraño que no hiciera referencia más a menudo a las noticias procedentes de Rusia». Desde luego que lo es. En 1943 murieron más de dos millones de soldados rusos —y varios millones más de civiles—, mientras que las fuerzas británicas y americanas enfrentadas a los alemanes perdieron alrededor de sesenta mil combatientes, incluidos los tripulantes de los bombarderos. A juicio de Moscú, era normal que los aliados suspendieran de nuevo el envío de víveres a Rusia, donde verdaderamente se estaba haciendo la guerra, por la conveniencia de las operaciones marginales que estaban llevando a cabo en el norte de África. Hugh Dalton preguntó al embajador británico en Moscú, sir Archibald Clark Kerr, si existía el peligro de que los rusos firmaran una paz por separado con Hitler: «Dice que no excluye esa posibilidad, si siguen teniendo la impresión de que no hacemos nada por ayudarles».

Las relaciones anglo-soviéticas se deterioraron todavía más cuando los alemanes anunciaron en abril el hallazgo de miles de cadáveres de oficiales del ejército polaco asesinados por los soviéticos en 1939 en Katyn, cerca de Smolensk. El día 15 de ese mismo mes Churchill dijo al general Sikorski, el líder de los polacos en Gran Bretaña: «¡Qué pena! Las revelaciones de los alemanes probablemente sean ciertas. Los bolcheviques pueden llegar a ser muy crueles». En la sala de fumadores de los Comunes, cuando Duff Cooper y Harold Nicolson mencionaron lo de Katyn al primer ministro, éste respondió secamente: «Cuanto menos se hable de eso, mejor». Instó a Sikorski a no dar demasiada publicidad al asunto, para no provocar a Moscú. Pero los polacos estaban escandalizados, y la advertencia fue desatendida. Los «Polacos de Londres» denunciaron públicamente a los rusos, que inmediatamente cortaron las relaciones con ellos y anunciaron la creación de su propio régimen marioneta, manipulado por los soviéticos. Churchill advirtió severamente a Stalin que Gran Bretaña, por su parte, no reconocería a los Polacos de Moscú. Las líneas habían quedado claramente trazadas. Moscú estaba decidida a imponer un pacto de posguerra que situara a Polonia en la zona de parachoques dominada por la Unión Soviética. Durante los dos años siguientes Churchill gastaría una energía inmensa y un capital político enorme en esfuerzos para evitar semejante resultado. Pero nada podía alterar la geografía: Varsovia se hallaba mucho más cerca de los ejércitos de Stalin que de los de Churchill y Roosevelt.

Cabría suponer que, en aquellos días, la existencia cotidiana del primer ministro se vio facilitada por varios hechos: muchas de las grandes decisiones ya habían sido tomadas; sus críticos habían sido puestos en fuga debido a los éxitos obtenidos en el campo de batalla; y la supervivencia de Gran Bretaña estaba ya fuera de toda duda. Pero no había forma de que se relajara un hombre que había optado personalmente por dirigir el esfuerzo de guerra, pese a tratarse de una lucha global, y cuya existencia estaba centrada por completo en acelerar la victoria de los aliados. Ian Jacob lo describe una mañana en la cama: «Sawyers trae el desayuno; luego Kinna es enviado a buscar algo abajo; mientras tanto hace sonar la campanilla para que se presente el secretario particular de turno, al cual se pide que dé las últimas noticias y que vaya a buscar a alguien, por ejemplo al jefe del Estado Mayor General del Imperio o a “Pug”. Luego lo que hace falta es la vela para encender los puros. Más tarde alguien tiene que llamar por teléfono a Hopkins. Y todo eso mientras el primer ministro está medio sentado, medio tumbado en la cama, haciendo un ruido estentóreo al respirar, y rodeado de papeles».

Elizabeth Layton, una de las mecanógrafas de Churchill, comenta que su jefe odiaba que cualquier miembro del personal a su servicio hablara, a menos que tuviera algo importante que decir: «No hay nada en el mundo que deteste más que perder un minuto de su tiempo», escribió en una carta a sus padres. «Es muy gracioso en el coche; puede empezar a dictar o puede ponerse simplemente a pensar durante la hora entera, murmurando y gruñendo para sí mismo; o puede ponerse a mirar las distintas cosas por delante de las cuales pasamos, haciendo de pronto pequeños comentarios, como por ejemplo: “¡Oh! Mire esos corderos…”; o “¿Qué clase de avión es ése?”. A lo cual no cabe responder gran cosa. Supongo que ya sabe que he aprendido a no hacerle perder el tiempo con observaciones absurdas, que cualquiera se sentiría obligado a hacer para romper el silencio». Aquel fin de semana, Churchill estuvo sumamente generoso. «Recibimos buenas noticias acerca de Túnez», escribió Layton a sus padres, «de modo que el jefe estaba de buenas, y de verdad que raramente me lo he pasado tan bien. Fue muy amable con todos nosotros y por una vez nos trató como a seres humanos. ¡Pobre hombre! No penséis que lo culpo por no hacerlo… ¡Es tan comprensible!».

El primer ministro no mostraba deseos de aliviar sus responsabilidades ni siquiera por algún tiempo, y aceptaba la compañía de otros sólo para poder tener público. A pesar de su sociabilidad, paradójicamente Churchill fue siempre una persona muy reservada. Moran pensaba que seguía el consejo que él mismo le había dado, de «no compartir sus pensamientos secretos con nadie… No hay nadie al cual abra su corazón. Brooke es demasiado frío y crítico; parece dudar siempre de los datos del primer ministro y a menudo echa jarros de agua fría sobre sus proyectos favoritos». Alexander, en cambio, era un adulador notablemente dotado. El complaciente general de la guardia escuchaba pacientemente los monólogos del primer ministro. Y cuando respondía, «resulta siempre tan tranquilizador», decía Moran, «siempre tan seguro de que los planes del primer ministro están bien». La compañía de cortesanos y visitantes permitía calmar la infatigable agitación de Churchill sólo durante breves períodos. Era animado por un ansia continua de movimiento, de acción y de la compañía de otros grandes hombres, con los que pudiera tratar grandes asuntos.

Había quedado patente que, aun cuando otros factores resultaran favorables, no habría lanchas de desembarco suficientes para llevar a cabo un Día D en 1943. La falta de medios de transporte obligó asimismo a abortar la propuesta de desembarco anfibio en Birmania. Churchill quería asegurarse de que los americanos seguían adelante con la estrategia mediterránea diseñada por él, y de que no preferían volcarse en el Pacífico si eran convencidos de que debían reservar sus fuerzas para una ulterior ofensiva contra Francia. Se sorprendió y se enfadó muchísimo cuando se enteró de que Eisenhower había dicho que la noticia del despliegue de dos divisiones alemanas en Sicilia quizá obligara a abortar la operación «Husky». El 8 de abril envió un informe a los jefes de Estado Mayor diciendo que no entendía cómo el general americano había podido mostrarse tan deseoso de llevar a cabo en 1943 una invasión de Francia a través del Canal, «donde se habría encontrado con mucho más de dos divisiones alemanas… Confío en que los jefes de Estado Mayor no acepten esas doctrinas pusilánimes y derrotistas, vengan de quien vengan».

John Kennedy escribió, mientras contemplaba al primer ministro componiendo otra de esas misivas: «Nunca lo había visto dictar con anterioridad, y fue de lo más interesante. Movía los labios y susurraba apenas cada frase hasta que la tenía bien hecha, y sólo entonces la decía en voz alta y se la dictaba a la mecanógrafa». Churchill propuso realizar otra entrevista con Marshall y Hopkins en el norte de África en el mes de abril, pero ni el gabinete de guerra ni los americanos se mostraron favorables a semejante encuentro. Entonces decidió desplazarse otra vez a Washington. El 4 de mayo salió de Londres con destino a Clydebank, y desde allí zarpó hacia Nueva York a bordo del magnífico transatlántico Queen Mary.

Durante la primera mitad de la guerra, Gran Bretaña había tenido que enfrentarse a situaciones apuradas, y no había dispuesto de varias opciones entre las que elegir. En adelante, sin embargo, la mejora de las circunstancias traería consigo nuevas oportunidades y propondría diversas alternativas. La campaña del norte de África se acercaba, por fin, a su conclusión. El 8 de mayo, las fuerzas británicas entraron en Túnez, y los americanos tomaron Bizerta. Una vez más, las campanas de las iglesias de toda Gran Bretaña repicaron para celebrar la victoria. En Casablanca los americanos habían apoyado una visión predominantemente británica de las ulteriores operaciones en el Mediterráneo. Las dos siguientes conferencias angloamericanas del año, llamadas con los nombres clave de «Trident» y «Quadrant», se vieron dominadas por los esfuerzos de los británicos para conseguir que los estadounidenses mantuvieran el compromiso alcanzado en enero. Algunas de las evasivas de Marshall y sus colegas reflejaban su deseo de hacerse con el control del programa de acciones de los aliados, y de resistirse a los deseos británicos por el mero hecho de ser británicos. A los americanos les parecía intolerable que cuando su dinero, sus víveres, sus aviones, sus tanques y muy pronto también sus hombres iban a dominar de manera abrumadora las futuras operaciones de los aliados, Churchill y sus colegas fueran los que dictaran el carácter de las mismas.

Cada bando se hacía además sus propias ilusiones. Por ejemplo, los americanos no tenían ningún interés por las operaciones anfibias en el Sureste Asiático, porque no iban a contribuir en nada a satisfacer su principal interés estratégico en la región, a saber, colaborar con el precario esfuerzo de guerra de Chiang Kai-shek en China. En cuanto a Churchill, se desplazó a América en el mes de mayo decidido a oponerse a quedar atrapado en las mefíticas selvas de Birmania, y deseoso, por el contrario, de implicarse en una «operación “Torch” en Asia», es decir, el lanzamiento de posibles desembarcos en Sumatra, Java o Malaca, todos ellos imaginarios. Los estrategas más inteligentes, entre ellos en particular el general británico Bill Slim, sabían que el elemento clave de la derrota de Japón iba a ser la campaña de los americanos en el Pacífico central. Las operaciones de los británicos en Birmania tenían fundamentalmente por objeto «mostrar su disposición» a Estados Unidos, lo que permite explicar el cinismo del primer ministro sobre la mayoría de las cosas que decía que iba a hacer en la guerra de Asia.

Churchill y sus altos mandos tenían razón cuando insistían en que las operaciones en Sicilia y luego el aprovechamiento de las mismas en Italia, eran indispensables. En una reunión celebrada a bordo del Queen Mary el 10 de mayo, dijo a sus jefes de Estado Mayor: «El paso más importante que podríamos dar en 1943… sería la eliminación de Italia». Pero, por desgracia, los británicos subestimaron por un lado las dificultades que comportaba una campaña en el continente y por otro la fuerza de la resistencia que probablemente ofrecerían los alemanes. Fueron lo bastante imprudentes para inducir a los americanos a aceptar la idea, basada en su experiencia frente a las tropas italianas en el norte de África, de que ocupar Italia en su mayor parte iba a ser fácil.

Los ejércitos angloamericanos tendrían que aprender muchas lecciones sobre estructuras de mando, apoyo aéreo y desembarcos anfibios con una oposición a gran escala. El Mediterráneo se encargaría de dárselas en 1943. Pero cuando los rusos estaban librando las terribles y sangrientas batallas que estaban librando en el este, no es de extrañar que los oficiales americanos rechazaran la perspectiva de que sus ambiciones para el próximo año fueran tan modestas. Muchos personajes destacados del ejército norteamericano dudaban de que los británicos fueran sinceros cuando decían que apoyaban la realización de un Día D en Francia incluso en la primavera de 1944. Marshall y sus colegas, y desde luego Roosevelt, temían que, una vez que entraran en Italia, los aliados no pudieran prescindir de unas fuerzas que habría sido preciso hacer volver a Gran Bretaña antes de que acabara el año.

Durante los primeros días de su estancia en América, Churchill visitó el retiro de Roosevelt en Shangri-La, en los montes Allegheny, y pronunció otro magnífico discurso en el Congreso el día 19 de mayo. Cuando en la embajada de Washington Halifax se puso a dar la lata diciendo que, una vez acabada la guerra, los americanos pedirían a Gran Bretaña que pagara la deuda contraída por el Plan de Préstamo y Arriendo, Churchill adoptó un tono truculento y dijo: «¡Oh, cuánto me gustaría! Les diré, sí, sí, vamos a ajustar cuentas de todas, todas… Pero yo sacaré también mi propia cuenta; y la cuenta que voy a presentar será por haber tenido que atender al niño yo solito durante dieciocho meses. ¡Y menudo bestia era el niño!… No sé lo que voy a tener que cobrar por ello». Sin embargo, se sintió consternado por el deterioro que observó en la salud de Roosevelt. «¿Se ha dado cuenta de que el presidente es un hombre agotado?», preguntó a Moran. «Parece que tenga la mente entumecida; parece haber perdido su maravillosa elasticidad». Aunque era verdad que la salud del presidente se deterioraba, el verdadero significado de su cambio de humor era que estaba menos dispuesto a dejarse enredar por los halagos de Churchill.

El primer ministro se habría preocupado todavía más si hubiera sabido que en ese mismo momento Roosevelt estaba organizando en secreto un encuentro bilateral con Stalin, excluyéndolo a él, por medio de los buenos oficios del embajador de Estados Unidos en Moscú antes de la guerra, el egregio Joseph E. Davies. Al igual que Stafford Cripps, Davies era un ferviente admirador de la Unión Soviética. Durante el tiempo que permaneció en Moscú, intentó convencer a su esposa de que las descargas que oía cuando los pelotones de fusilamiento del NKVD ejecutaban a las víctimas de las purgas eran simplemente el ruido de las taladradoras de los obreros de la construcción. Davies formó una gran colección de arte con las obras que le vendieron las autoridades soviéticas a precio de ganga, tras robarlas de las galerías o confiscándolas a los enemigos del estado asesinados. Sus escandalosas y aduladoras memorias de la época que permaneció en Rusia fueron convertidas en una película de Hollywood en 1943, Misión en Moscú, con un guión autorizado por él mismo. En mayo, Roosevelt proporcionó a Davies un avión de las fuerzas aéreas de Estados Unidos para trasladarse a Moscú con algunas copias de la película para mayor edificación de Stalin. Aunque este personaje deplorable no consiguió concertar la cita que pretendía Roosevelt, la disposición del presidente a recurrir a él reflejaba el vergonzoso doble juego que estaba haciendo con Churchill.

La junta de jefes de Estado Mayor de los dos países permaneció recluida casi continuamente en sesiones de gran tensión a puerta cerrada, bajo la presidencia de Marshall. El 13 de mayo Brooke hizo ciertos comentarios que dejaron aturdidos y horrorizados a los americanos. Desechando las perspectivas de una inmediata invasión de Francia, dijo que «no será posible ninguna acción de envergadura hasta 1945 o 1946, pues debemos recordar que en otras guerras anteriores hubo siempre unas ochenta divisiones francesas disponibles a nuestro lado… La posición de los soldados británicos era muy débil». Marshall replicó en tono glacial: «¿Significaba eso que los jefes de Estado Mayor británicos consideraban las operaciones en el Mediterráneo como la clave para una conclusión con éxito de la guerra en Europa?». Sir Charles Portal replicó, en una intervención cuyo objeto era indudablemente limitar los daños causados por la brutal afirmación de Brooke, que «si Italia era quitada de en medio este año, quizá fuera posible luego en 1944 emprender un regreso al noroeste de Europa con garantías de éxito». El escepticismo británico, dijo Portal, se centraba en la idea de que una fuerza de unas veinte o veinticinco divisiones podría obtener resultados importantes cruzando el Canal y pasando a la Europa continental «siempre y cuando casi todo el grueso del ejército alemán se hallara en Rusia o en los Balcanes».

Brooke subrayó una vez más que sólo el Ejército Rojo poseía el volumen suficiente para enfrentarse a todo el peso de la Wehrmacht. «Rusia era el único aliado que poseía unas tropas de tierra lo bastante numerosas y nuestra estrategia debía consistir en ayudarla para que tuviera el mayor impacto posible». Aquella noche escribió en su diario: «Era bastante evidente que Marshall no era capaz de entender los objetivos de nuestra estrategia ni la magnitud de las operaciones que llevaba aparejadas la estrategia del cruce del Canal». El jefe del Estado Mayor General del Imperio encontró la conferencia «Trident» una de las experiencias más agotadoras y depresivas de la guerra. Ese día las conversaciones mantenidas pusieron de manifiesto su profunda cautela, cuando no su pesimismo. La reputación de Brooke como estratega se ha visto significativamente perjudicada por los comentarios que hizo en la junta de jefes de Estado Mayor de los dos países celebrada el 13 de mayo. Aunque Marshall se equivocó muchas veces en 1942-1943, más tarde serían los juicios de Brooke los que levantarían más sospechas. Si se hubiera impuesto la opinión de los británicos, es difícil imaginar que el Día D hubiera podido tener lugar en 1944. Da la impresión de que las autoridades militares de los dos aliados nunca estuvieron más lejos que entonces desde diciembre de 1941.

No obstante, cuando los americanos contraatacaban, los británicos cedían terreno. Al menos, el equipo de Brooke reconoció tener una «firme esperanza» en que en 1944 existieran las condiciones necesarias para una invasión de Francia. El día 19 los británicos aceptaron el 1 de mayo de 1944 como fecha para la realización de un desembarco de veintinueve divisiones en el norte de Francia. El teniente general sir Frederick Morgan fue nombrado titular de la Jefatura de Estado Mayor del Comandante Aliado Supremo. El resultado, según el cable que envió Churchill a Attlee el 21 de mayo, fue un pacto en virtud del cual Gran Bretaña tendría «las manos libres» en el Mediterráneo hasta noviembre de 1943. El éxito de Sicilia se aprovecharía para adelantar la eliminación de Italia de las potencias del Eje hasta que diera comienzo la concentración y el despliegue de fuerzas para los desembarcos en Francia. Al término de una reunión con Roosevelt y Churchill en la Casa Blanca el 21 de mayo, Brooke escribió en su diario: «No creo que se dieran cuenta de lo cerca que estuvimos de no alcanzar ningún acuerdo». Cuatro días después observaba que esas conferencias habían sido… los espectáculos más agotadores que cabe imaginar. Estoy convencido de que hacen mucho bien al permitir que haya un gran entendimiento entre nosotros, pero… no tienen nada de eso en la medida en que nuestras convicciones básicas siguen siendo las mismas. King continúa empeñado en insistir en el Pacífico a expensas de todos los demás frentes. Marshall desea asegurar la operación del cruce del Canal a expensas del Mediterráneo. [Yo sigo pensando] que el Mediterráneo ofrece muchas más esperanzas de contribuir al éxito final. Portal cree en el fondo de su corazón que si le dejamos las manos libres, sólo con los bombardeos podría ganarse la guerra. Y, cuando se despierta, mi querido Dudley Pound desearía que pusiéramos la guerra submarina por encima de cualquier otra consideración… ¿Y Winston? En un momento dado piensa una cosa y en otro otra. A veces puede ganarse la guerra por medio de bombardeos…, en otras ocasiones es imprescindible que nos desangremos en el continente, porque Rusia está haciendo lo mismo. En otras, nuestro principal esfuerzo debe centrarse en el Mediterráneo… con deseos esporádicos de invadir Noruega e «ir enrollando el mapa en dirección contraria a Hitler». Pero la mayor parte de las veces quiere que realicemos TODAS las operaciones al mismo tiempo.

Churchill se mostró animadísimo cuando llegó el momento de despedirse de Roosevelt. En su última conferencia de prensa conjunta en la Casa Blanca el 26 de mayo, hizo las delicias de los corresponsales reunidos para la ocasión subiéndose a una silla y haciendo su famoso signo de la victoria con los dedos. Luego despegó a bordo de un Boeing Clipper rumbo a Argel vía Gibraltar, acompañado por George Marshall y Brooke. Los tres viajaron juntos para informar a Eisenhower de las decisiones tomadas en la conferencia. Durante la travesía, el avión fue alcanzado por un rayo, lo que obligó a Churchill a despertar del profundo sueño en que se había sumido. Escribió en tono irónico: «Siempre me he preocupado por qué no importa que caiga un rayo en un avión. A un hombre con los pies en la tierra le parecería algo muy peligroso». El día de su posterior regreso desde Gibraltar, más o menos por la misma ruta que él siguió, un Boeing Clipper británico entre cuyos pasajeros iba el artista cinematográfico Leslie Howard fue abatido por un caza alemán, provocando la muerte de todos sus ocupantes. Aunque durante la guerra fueran inevitables los riesgos asumidos por muchos vuelos, el de Churchill y sus acompañantes a Argel seguramente comportó un peligro especial. Si el jefe de las fuerzas armadas estadounidenses hubiera perecido junto con el primer ministro británico y su jefe del Estado Mayor General del Imperio, el golpe infligido a la Gran Alianza habría sido realmente demoledor. No obstante, el grupo llegó sano y salvo a su destino. Cuando se acercaban al Peñón, Brooke se sintió curiosamente conmovido al ver al primer ministro tocado con lo que él califica de gorra de patrón de yate, mirando atentamente hacia abajo a través de las nubes con un puro en los labios, ansioso por divisar el primer vestigio de tierra. El militar, exasperado a menudo por su superior, vio en aquella actitud un atisbo de su «lado más humano y amable».

Churchill pasó ocho días muy felices en Túnez y Argelia, y uno de ellos pronunció un discurso ante una enorme masa de soldados británicos en el antiguo anfiteatro de Cartago. «Estuve hablando», contó esa misma noche a los invitados a la cena, «desde el lugar en el que desgarraban el aire los gritos lastimeros de las vírgenes cristianas al ser devoradas entre rugidos por los leones… Pero… yo no soy un león… y desde luego no soy ninguna virgen». Eisenhower y Montgomery expresaron su confianza en los planes realizados para el desembarco en Sicilia. Marshall, sin embargo, dejó patente que estaba decidido a reservarse su opinión sobre las futuras operaciones en Italia hasta tener claro el resultado de la campaña de Sicilia.

El 4 de junio, Churchill voló de regreso a Gran Bretaña en un Liberator. Cuatro días después ofreció a la Cámara de los Comunes un panorama de conjunto de la guerra que era con razón muy optimista, aunque Marshall y sus colegas habrían puesto en tela de juicio el risueño retrato que presentó de las relaciones angloamericanas: «Necesariamente tiene que haber todo tipo de divergencias, todo tipo de diferencias de perspectiva, y todo tipo de desagradables tropiezos mientras avanzamos pesadamente por el escabroso y accidentado camino de la guerra. Pero nada de eso significa lo más mínimo para nuestra concordia y nuestra unidad cada vez mayores, no hay nada que no pueda arreglarse cara a cara en el curso de una conversación sincera o de una discusión paciente. Mis relaciones con el ilustre presidente de Estados Unidos se han convertido a lo largo de estos años en unas relaciones de amistad y respeto personal, y no habrá nada que rompa nuestra camaradería y nuestra asociación de ideas y de acciones mientras sigamos siendo responsables de la dirección de los asuntos». Aquello era, naturalmente, más una expresión de deseo ferviente que una realidad evidente.

Si Churchill expresaba su satisfacción por el progreso de la guerra, Stalin no podía decir lo mismo. El líder soviético mandó un cablegrama a Roosevelt, con copia para Churchill, expresando su consternación por los continuos retrasos del Día D que imponían los angloamericanos, y luego, el 24 de junio, escribió directamente al primer ministro en los siguientes términos: «Ni que decir tiene que el gobierno soviético no puede tolerar semejante desprecio de los intereses más vitales de la Unión Soviética en la guerra contra el enemigo común». Dos días después, Churchill contestó enviando uno de sus mensajes más duros de toda la guerra al líder ruso: «Aunque hasta el 22 de junio de 1941 los británicos nos quedamos solos haciendo frente a lo peor que la Alemania nazi pudo hacernos, empecé inmediatamente a ayudar a la Rusia soviética con los mejores medios que teníamos a nuestro alcance, pese a ser limitados, desde el momento en que ella también fue atacada por Hitler. Estoy satisfecho de haber hecho todo lo humanamente posible por ayudarles. Por consiguiente, los reproches que lanza usted contra sus aliados occidentales no me conmueven. Y, aparte del perjuicio que pudiera causar a nuestros intereses militares, tampoco tendría inconveniente en presentar mis argumentos al Parlamento británico y a todo el país». Cada vez estaba más harto de los rusos, y quince días después escribía: «La experiencia me ha enseñado que no vale la pena discutir con los soviéticos. Lo único que hay que hacer es simplemente enfrentarles a los nuevos hechos y esperar su reacción».

Pero muchos ciudadanos británicos simpatizaban con la opinión de los rusos. «Soy el último que defendería a Stalin», decía en un cable Clark Kerr desde Moscú el día 1 de julio, pero al embajador inglés le parecía que la debilidad de la posición británica estaba «no en nuestra incapacidad de abrir ese segundo frente, sino en haberle inducido a creer que íbamos a hacerlo». Beaverbrook, desleal como siempre, escribió el 2 de julio a Henry Luce, amo y señor de la revista Time, en los siguientes términos: «En mi opinión, hay [en Gran Bretaña] un trasfondo de incertidumbre sobre si un ataque contra Italia podrá alcanzar, por lo que a Rusia se refiere, las proporciones de un verdadero segundo frente. El pueblo está convencido de que ha llegado la ocasión de aprovechar al máximo las ventajas de los éxitos rusos. Y cualquier operación en Occidente que no tuviera repercusiones sobre el despliegue de los alemanes en el este no contaría durante mucho tiempo con el favor popular». George King, taquígrafo de los juzgados de Surrey, estaba de acuerdo con Beaverbrook: «Cuando el señor Churchill recibió permiso de Londres la semana pasada», escribió el 7 de julio, «dijo que parecía estar claro que “antes de que caigan las hojas del otoño, estarán en marcha batallas anfibias de verdad”. Cabe esperar que así sea, pues por mucho que haya que temer al número de bajas, los aliados están obligados a llevar a cabo una acción de ese estilo por la deuda que tienen contraída con los rusos y los eslavos de Europa». Y Oliver Harvey escribió desde el Foreign Office: «A algunos miembros del gobierno les parece increíble, imperdonable, y realmente inadmisible que a los rusos puedan salirles tan bien las cosas. Tal es la actitud del Departamento de G[uerra]».

El 10 de julio los aliados desembarcaron en Sicilia al mando del británico sir Harold Alexander. En Washington y Londres, ministros y generales sabían que la operación «Husky» se había visto ensombrecida por toda clase de meteduras de pata, grandes y pequeñas. El ataque aerotransportado fue un verdadero caos. Las disposiciones del mando angloamericano fueron confusas a lo largo de toda la campaña. Las tropas italianas no mostraron deseo alguno de luchar en serio, pero las tres divisiones alemanas desplegadas en la isla hicieron gala de su profesionalidad habitual resistiendo los ataques de las fuerzas muy superiores de Alexander. La opinión pública inglesa y norteamericana, sin embargo, no llegó apenas a tener conocimiento de todas aquellas chapuzas. Se fijó sólo en la realidad primordial de que los desembarcos habían sido un éxito, y de que al cabo de unas semanas las fuerzas del Eje habían sido expulsadas de Sicilia. Brooke, que había estado profundamente preocupado por lo que pudiera ocurrir con la operación «Husky», pues constituía un proyecto británico, experimentó un gran alivio. Lleno de alegría, Churchill pidió el 13 de julio a los jefes de Estado Mayor que planificaran una ambiciosa continuación de las operaciones en la bota de la península italiana: «¿Por qué deberíamos extendernos como plaga de langosta por la pierna subiendo desde el tobillo? Golpeemos mejor en la rodilla». Quería que se llevaran a cabo inmediatamente desembarcos en la península, antes incluso de que quedara despejada Sicilia, dirigidos contra Nápoles y Roma. El 16 de julio dijo a Smuts: «Creo que el presidente está conmigo: Eisenhower en el fondo de su corazón naturalmente está a favor».

Macmillan compadecía a Eisenhower, que intentaba desempeñar su papel de comandante supremo del Mediterráneo en medio de un bombardeo constante de cables que llevaban el sello: «Privado, personal y con entrega inmediata», y que provenían de la junta de jefes de Estado Mayor de los dos países, de Marshall, de Roosevelt, de Churchill directamente, de Churchill a través del Foreign Office, o de Eden a través del Foreign Office. «Todas esas órdenes», observaba Macmillan lacónicamente, «son, como es natural, contradictorias y contrapuestas». El jefe de Estado Mayor de Eisenhower, Bedell Smith, y él se esforzaron en ordenar todos esos comunicados y conciliar unos con otros y decidir cuál había que ejecutar.

Aun cuando se entusiasmara por las perspectivas en el Mediterráneo, Churchill empezó de nuevo a mostrarse vacilante respecto a la cuestión de «Overlord», como en adelante pasaría a conocerse el Día D en Francia. El 19 de julio reveló a los jefes de Estado Mayor que ahora tenía dudas sobre si las fuerzas que iban a estar disponibles en Gran Bretaña el 1 de mayo de 1944 serían suficientes para efectuar un desembarco con éxito «en vista de la extraordinaria eficacia del ejército alemán en el combate, y de las fuerzas mucho más numerosas que con toda facilidad podrían poner a combatir contra nuestras tropas aun cuando los desembarcos se llevaran a cabo con éxito. Es conveniente por muchas razones hacer todos los preparativos con la mayor seriedad y la mayor energía, pero si más tarde todos los interesados se dan cuenta de que la operación está por encima de nuestras posibilidades en el mes de mayo y debe ser pospuesta hasta agosto de 1944, es fundamental que tengamos escondida esta otra consideración, como si fuera un as en la manga». Les instó a desempolvar la operación «Júpiter», su viejo proyecto de ofensiva contra el norte de Noruega.

El 24 de julio, Oliver Harvey escribió en su diario unas palabras de admiración sobre la firmeza con la que Churchill había rechazado una propuesta de Henry Stimson, de visita en Londres, para que se adelantara la fecha del Día D, prevista para el 1 de mayo: «Doy las gracias por poder decir que a eso el primer ministro se negará rotundamente a ceder. En cuestiones militares acierta instintivamente, del mismo modo que se equivoca en materia de asuntos exteriores. Como ministro de la Guerra es magnífico, dirigiendo a nuestros jefes de Estado Mayor, guiándolos como si fueran una cuadriga, aplicando el látigo o el freno según convenga, con la confianza y el toque del genio». Aunque efectivamente la propuesta de Stimson estaba equivocada, el desmesurado elogio de Harvey llegaba en el momento menos oportuno. Los nuevos aplazamientos propuestos por Churchill lo dejaban en muy mal lugar. Durante dieciocho meses había ido retrasando las exigencias de Marshall de llevar a cabo una acción inmediata en Francia. Los británicos disponían del mejor argumento imaginable, aún a costa de fomentar la desconfianza y el recelo de los americanos, que en aquellos momentos estaban profundamente arraigados. Ya en el mes de mayo, expresando su exasperación por la incoherencia que creía ver en los objetivos de los estadounidenses, Brooke había escrito: «Puede garantizarse sobre el papel un acuerdo tras otro, pero si no van de corazón, de nuevo se los lleva la corriente». Marshall y sus colegas habrían podido poner exactamente los mismos reparos a los británicos, y como mínimo con tanta razón.

El teniente general sir Frederick Morgan, nombrado por la junta de jefes de Estado Mayor responsable de la planificación de «Overlord», se enfadó luego muchísimo cuando se sintió marginado antes de que finalmente tuviera lugar el Día D. Sin embargo, las observaciones que hizo en privado una vez acabada la guerra no pueden ser descartadas del todo: «Creo firmemente», dijo al historiador americano Forrest Pogue en 1947, «que [Churchill y sus jefes de Estado Mayor] volvieron de Casablanca absolutamente decididos a rechazar el acuerdo [relativo a la invasión de Francia] que se habían visto obligados a firmar allí con los americanos… Aparte del mero desagrado que sentían por el proyecto, las autoridades británicas procedieron a dar todos los pasos posibles para impedir el avance por el noroeste de Europa haciendo una diversión de sus fuerzas lo más discreta posible hacia otros escenarios de la guerra». Expresó su opinión de que su nombramiento fue hecho con la esperanza de acabar sacrificándolo «como chivo expiatorio cuando se encontrara una excusa oportuna para retirar el apoyo británico a la operación». Morgan citaba el escepticismo del almirante Cunningham por la operación «Overlord», y citaba las palabras que pronunció: «Ya he evacuado a tres ejércitos británicos delante del enemigo y no tengo intención de evacuar a un cuarto». Morgan tenía una opinión mucho mejor de los jefes de Estado Mayor norteamericanos y de Eisenhower que de las autoridades británicas: «Por el lado británico… habían sufrido una larga serie de desastres y por eso habían decidido tener muy en cuenta el número de bajas. Las tropas británicas [se hallan] en un estado de bancarrota. Es inconcebible que los británicos puedan desempeñar otro papel que no sea secundario en… la reconquista de Europa de manos de los alemanes».

Naturalmente, los americanos no leyeron la hoja informativa presentada por el primer ministro a sus jefes de Estado Mayor el 19 de julio. Pero a partir de finales de verano de 1943 empezaron a notar continuas vacilaciones por parte de los británicos en torno al Día D, que ellos estaban implacablemente decididos a ignorar. Y con razón. Las dudas de Churchill respecto a la invasión en 1944 reflejaban sus aprensiones acerca de a la capacidad de lucha de un ejército angloamericano frente a la Wehrmacht, una capacidad impropia de la Gran Alianza, cuyos medios en aquellos momentos eran cada vez más numerosos y cuya enorme magnitud de movilización frisaba ya los límites de su madurez.

La nueva visión estratégica de Churchill daba aún cabida a algunas ideas disparatadas. El 25 de julio, Mussolini presentó su dimisión y el gobierno de Italia cayó en manos del rey Víctor Manuel III y del mariscal Pietro Badoglio. La caída del dictador italiano indujo a Churchill a resucitar uno de sus proyectos favoritos, el ataque contra la isla de Rodas, ocupada por los italianos, con el fin de obligar a Turquía a entrar en la guerra. Aquella ambición precipitaría un pequeño desastre a finales de ese mismo año, la campaña del Dodecaneso. La posición de Churchill a ojos de los americanos se vino abajo estrepitosamente entre el verano de 1943 y el final de la guerra, y él mismo fue en buena parte responsable de ello. Bien es cierto que sus sabias advertencias acerca de la futura amenaza planteada por la Unión Soviética no tuvieron eco suficiente. Pero se debió significativamente en parte a que los americanos habían perdido la fe en su criterio estratégico.

Convenció a Washington de que era preciso celebrar una nueva cumbre, para acordar los planes sobre Italia. Esta reunión, la operación «Quadrant», se celebraría en Quebec. El 5 de agosto de 1943 se plantó en el andén de la estación de Addison Road, en West Kensington, cantando «I go away / This very day / To sail across the sea / Matilda». A continuación el tren abandonó el andén en dirección al norte, a Greenock, donde su delegación, integrada por doscientas personas, zarpó a bordo del Queen Mary rumbo a Canadá. Churchill desembarcó en Halifax el 9 de agosto, y permaneció en Norteamérica hasta el 14 de septiembre, su estancia más larga con mucho en ese continente durante la guerra. Como era evidente que las grandes decisiones sobre la estrategia futura iban a tomarlas los americanos, intentó como de costumbre estar presente para desplegar el peso de su personalidad con el fin de influir en ellas. Mientras la junta de jefes de estado de los dos países empezaba sus debates en Quebec, Churchill se desplazó en tren con su esposa y su hija Mary a casa de los Roosevelt. En las Cataratas del Niágara dijo a los reporteros: «Ya las vi antes de que vosotros nacierais. Estuve aquí por primera vez en 1900». Un corresponsal le preguntó con engreimiento: «¿Y cree que están iguales?». Churchill respondió: «Bueno, el principio parece el mismo. El agua sigue discurriendo por ellas».

En Hyde Park hizo un calor sofocante durante la barbacoa, con hamburguesas y perritos calientes. Churchill se enfadó muchísimo al oír los informes acerca de las matanzas masivas perpetradas por los nazis en los Balcanes. Intentaba así despertar el interés del presidente por la región. Luego los dos líderes viajaron a Canadá para asistir a las discusiones de los jefes de Estado Mayor. El escenario de la conferencia había sido escogido con el fin de que resultara conveniente para las dos partes, sin tener demasiado en cuenta que se encontraba en territorio canadiense. Moran dice que el primer ministro de Canadá, Mackenzie King, parecía como aquél que ha prestado su casa a otros para que hagan una fiesta en ella: «Los invitados casi ni se fijan en él, pero en el momento de irse todos se acuerdan de que es el anfitrión y le dicen cosas agradables». Roosevelt permitió al secretario de Estado Cordell Hull que durante la operación «Quadrant» hiciera una de sus escasas apariciones en una cumbre, cosa que tampoco le satisfizo demasiado. Como no tenía ningunas ganas de compartir con Churchill las horas de la madrugada, una noche, en vista de que ya eran las doce, Hull anunció en tono malhumorado que se iba a la cama. El primer ministro expresó su sorpresa diciendo: «Pero, hombre, ¿por qué? ¡Si estamos en guerra!».

En la conferencia «Quadrant» se plantearon numerosas materias subsidiarias. Churchill volvió a insistir en lanzar un desembarco británico en Sumatra, evocando un audaz precedente histórico cuando afirmó que «por las consecuencias decisivas que prometía invitaba a establecer una comparación con la operación de los Dardanelos de 1915». Presentó a los americanos a dos nuevos héroes que contaban con su favor, el general de brigada Orde Wingate, que había marchado al frente de una columna de chindits detrás de las líneas japonesas en Birmania, y el comandante de ala Guy Gibson, que había capitaneado el heroico ataque de la RAF contra las presas del Ruhr. Al final Wingate duró poco tiempo como favorito: cuando lo conoció mejor, Churchill se dio cuenta de que estaba demasiado loco para confiarle un alto mando. Los superiores del aviador, por su parte, y en particular sir Arthur Harris, entre otros, creían que el viaje al otro lado del Atlántico había «echado a perder al joven Gibson» al exponerlo a los halagos de la popularidad en Canadá y Estados Unidos, que acabaron subiéndosele a la cabeza. Las estrellas de los campos de batalla, como las del mundo del arte en tiempos de paz, raramente han prosperado cuando han formado parte del séquito de un primer ministro.

Mientras tanto, Stalin exigía en tono amenazador que se permitiera a Rusia llevar la voz cantante en el gobierno de los territorios ocupados. Envió un cable desde Moscú reclamando la creación de una comisión militar conjunta, que debía celebrar su primera reunión en Sicilia. En Quebec, Churchill avisó a los americanos de las «sangrientas consecuencias en el futuro… Stalin es un ser inhumano. Habrá graves problemas». Tenía razón, por supuesto. Posteriormente, los rusos llegarían a la conclusión de que tenían derecho a dirigir la Europa del Este. Como los occidentales decretaron que debían gobernar los territorios que habían ido ocupando, la Unión Soviética consideró que estaba legitimada para hacer lo mismo en sus propias conquistas.

Pero la principal cuestión que se discutió en Quebec fue la de la operación «Overlord». Los americanos estaban irremisiblemente empeñados en llevarla a cabo, mientras que los británicos continuaban escurriendo el bulto y vacilando. Wedemeyer escribió antes de la reunión que los jefes de Estado Mayor norteamericanos debían presentar una fórmula que «estimulara la imaginación y consiguiera el apoyo del primer ministro, si no el de sus recalcitrantes expertos en planificación y el de sus jefes de Estado Mayor». El autor de la biografía de Marshall, el magistral historiador americano Forrest Pogue, comenta a propósito de Churchill durante aquellos días: «Como de costumbre, estaba lleno de astucia». Parece una mala interpretación de la actitud del primer ministro. Lo que movía sus impulsos estratégicos eran el oportunismo y la volubilidad, más que una astucia meditada. Sin embargo, no hay ninguna fase de la guerra en la que la decepción de los americanos por el comportamiento de los británicos parezca más justificada que la correspondiente al otoño de 1943, como Eden y otros reconocieron. Churchill y sus altos mandos habían asegurado siempre que estaban seriamente comprometidos con el lanzamiento de una invasión de Europa en 1944. En las conferencias de Casablanca y de Washington, los británicos no se habían manifestado en principio contrarios a «Overlord», sino que simplemente habían luchado por su aplazamiento. Ahora daba la sensación de que no querían cumplir su palabra.

Churchill abrió su presupuesto en Quebec afirmando que apoyaba en principio la realización de una invasión. Pero insistió en que había que entender que si en la primavera de 1944 los alemanes desplegaban más de doce divisiones móviles en Francia, la operación no debía llevarse a cabo. El teniente general sir Frederick Morgan, jefe de Estado Mayor del Comandante Aliado Supremo, que había estado elaborando los planes de la invasión, indicó que si los alemanes parecían capaces de desplegar más de quince divisiones contra la cabeza de playa en los dos meses siguientes al Día D, no debía lanzarse la operación de desembarco. Cuando los alemanes inundaron las llanuras fluviales que rodean Caen unos días antes de que diera comienzo la conferencia, la sección de operaciones de la Jefatura de Estado Mayor del Comandante Supremo Aliado presentó el siguiente informe: «Las consecuencias de esta medida no han sido evaluadas plenamente, pero es bastante posible que acaben “matando Overlord”». Brooke dejó patente su escepticismo sobre la posibilidad de llevar a cabo la operación.

La postura de los británicos se basaba en que la prioridad estratégica más inmediata era aprovechar las oportunidades del momento en el Mediterráneo, en vez de jugárselo todo a un ataque sumamente peligroso y especulativo a través del canal de la Mancha. En la guerra, sostenían, las circunstancias eran siempre cambiantes. Demostraron ser más realistas que los americanos, al darse cuenta de que la decisión de entrar en Italia era irrevocable: «Si ponemos pie en la Italia continental», escribía John Kennedy, «nos exponemos a un gran compromiso… Estoy seguro de que los americanos no se dan cuenta de que una limitación de las operaciones en Italia, por ejemplo, contra Nápoles, es imposible. O nos detenemos en el estrecho de Messina o vamos a por todas». El 17 de agosto, Churchill recibió un comunicado típicamente triunfalista de Alexander: «A las diez de esta mañana, el último soldado alemán ha sido arrojado de Sicilia». El entusiasmo del primer ministro por su general favorito rara vez flaqueaba, y aplaudió las operaciones llevadas a cabo en Sicilia diciendo que habían sido «ejecutadas con brillantez». Sin embargo, las fuerzas aliadas, muy superiores en número, habían tardado treinta y ocho días en deshacerse de tres divisiones alemanas. Lejos de ser «arrojadas» de la isla, se había permitido de manera imperdonable que las tropas del general Albert Kesselring se retiraran ordenadamente a través del estrecho de Messina con la mayor parte de sus vehículos, sus equipos y sus pertrechos.

En todas las conferencias celebradas durante la guerra hubo un fuerte contraste entre las tensiones impuestas a los protagonistas principales, hombres de mediana edad o casi ancianos, que tenían que enfrentarse a importantes asuntos día y noche, y los placeres concedidos a los centenares de miembros del personal de apoyo, que no tenían responsabilidades. Estos últimos —los oficiales de Estado Mayor, funcionarios, secretarios, o encargados de labores de desciframiento de mensajes— trabajaban a brazo partido en las cumbres, pero también se divertían mucho. Los oficiales de servicio estaban siempre al pie de los teletipos, que trabajaban durante todo el día transmitiendo comunicados. Las mecanógrafas tenían que copiar las actas de las reuniones de cada jornada, y los encargados de planificación tenían que preparar los borradores para las sesiones del día siguiente. Pero a aquellos hombres y mujeres jóvenes —estas últimas no muy numerosas— les parecía un milagro poder escapar durante unas semanas de la Inglaterra de los racionamientos, los bombardeos y los apagones para disfrutar de la luz y de prodigiosas cantidades de comida y bebida, y encima gratis. La mayoría de ellos asistían frenéticamente a fiestas y a bailes que duraban toda la noche, mientras sus grandes hombres se peleaban de poder a poder. Los visitantes ingleses se permitían excesos desconocidos en Gran Bretaña durante cuatro largos años comprando todo tipo de cosas.

Los acontecimientos contribuyeron más que los cambios de parecer a saldar las diferencias existentes en Quebec entre ingleses y americanos. La notoria disposición del nuevo gobierno italiano a rendirse dejó claro a Marshall y a sus colegas que las fuerzas aliadas destacadas en Sicilia debían avanzar hacia Italia. Era impensable dejar un vacío que los alemanes habrían podido rellenar en cuanto quisieran. Los británicos, por su parte, declararon que apoyaban el plan para la operación «Overlord» presentado por Morgan y el personal de la Jefatura de Estado Mayor del Comandante Supremo Aliado. Se produjo un largo tira y afloja sobre la fecha límite en la que las divisiones aliadas previstas para la invasión de Francia debían ser retiradas del Mediterráneo, y por lo tanto sobre qué objetivos razonablemente viables en Italia debían ser alcanzados con anterioridad. Churchill, que soñaba con los ejércitos aliados marchando sobre Viena, aceptó a regañadientes la creación de una línea Livorno-Ancona para el mes de noviembre, diciendo: «Si no podemos tener la mejor opción, esta segunda mejor opción ya está muy bien». A la hora de la verdad, Livorno y Ancona no serían tomadas hasta finales de junio de 1944. Pero en aquellos embriagadores días de agosto los aliados seguían suponiendo que, tras la rendición de los italianos, los alemanes no lucharían demasiado por el país de Mussolini.

Cuando acabó la conferencia el día 24 de agosto, Ian Jacob escribió: «Parece reinar una satisfacción general, aunque no puedo ver que se haya decidido nada que nos lleve mucho más allá de lo acordado en “Trident”». La «satisfacción general» era simplemente cuestión de cortesía pública. Brooke escribió: «La conferencia de Quebec me ha dejado completamente hecho polvo». Posteriormente reconocería que por aquel entonces se sentía al borde del ataque de nervios. Los americanos, por su parte, estaban muy descontentos por las condiciones impuestas por los británicos a la operación «Overlord». El equipo de Churchill no había abandonado ni por un momento su determinación de mantener a los aliados intensamente ocupados en Italia, aún a riesgo del Día D. Tras un breve descanso de un día de acampada en la montaña para disfrutar de la pesca con mosca —pasatiempo que Churchill no practicaba con demasiada convicción—, el primer ministro viajó a Washington, donde pasó los cinco días siguientes insistiendo en la necesidad de acelerar las operaciones en Italia. El 3 de septiembre, los representantes italianos firmaron el documento de rendición en la localidad siciliana de Cassibile, mientras que al amanecer algunas unidades del VIII Ejército desembarcaban en la Italia continental al norte de Reggio. Cinco días después, la 1.a División Aerotransportada británica conquistaba el puerto de Tarento sin encontrar resistencia, acción que Churchill calificó de «golpe maestro» en un comunicado laudatorio enviado a Alexander.

El 9 de septiembre, el V Ejército de Mark Clark protagonizó un ataque anfibio contra Salerno, precipitando uno de los episodios más sangrientos de la campaña, que casi acabó en desastre. «Era como luchar contra tanques a puñetazos», escribió un coronel de infantería americano que tuvo que hacer frente a la ofensiva de los Panzer contra la cabeza de playa. «Vi a los fusileros lanzarse en manada contra las torretas de los tanques alemanes en movimiento, intentando disparar a través de las aberturas o lanzar granadas a su interior. Otros blindados los repelían a golpe de ametralladora. Corrían por encima de los heridos… y volvían sobre sus pasos». Durante las primeras horas, Clark sintió ganas de ordenar a sus hombres que volvieran a embarcarse, hasta que Alexander ordenó lo contrario. Aún a costa de pagar un precio altísimo, se consiguió establecer y mantener un perímetro. Aquel día, mientras las tropas alemanas corrían a ocupar las principales posiciones estratégicas del sur de Italia, la flota italiana zarpaba rumbo a Malta. Su buque insignia, el acorazado Roma, fue hundido por el camino por los bombarderos alemanes, que demostraron una vez más la habilidad de la Luftwaffe frente a los objetivos marítimos. Afortunadamente, un alocado plan de los aliados consistente en lanzar un ataque de paracaidistas contra Roma fue cancelado en el último momento. Hasta los angloamericanos más optimistas se vieron obligados a reconocer que, frente a los alemanes, la audacia excesiva era indefectiblemente castigada.

Churchill se sintió mortificado una vez más al tener que recibir malas noticias en compañía de Roosevelt. Había presentado al presidente la perspectiva de una victoria fácil en Italia. Ahora, en cambio, se les comunicaba que los alemanes resistían con denuedo en Salerno. Los ingleses habían sido muy ingenuos suponiendo que la rendición del gobierno italiano iba a poner por sí sola a la mayor parte del país en manos de los aliados. Brooke había dicho a la junta de jefes de Estado Mayor de los dos países el 13 de mayo que «no creía que Alemania intentara mantener el control sobre una Italia que no estaba dispuesta a luchar». Tanto él como Churchill se engañaron al leer los mensajes descifrados por Ultra que demostraban que los alemanes tenían la intención de abandonar la mayor parte de Italia sin luchar. A la hora de la verdad, sin embargo, y como ocurría con frecuencia, Hitler cambió de opinión. Aquella actitud fue consecuencia directa de la mala actuación de los ejércitos aliados, a juicio de los alemanes, en Sicilia y en Salerno. Los altos mandos angloamericanos y sus hombres pusieron de manifiesto sus limitaciones. La actuación de Montgomery no fue mucho más impresionante que la de Mark Clark. Los alemanes quedaron sorprendidos al ver la facilidad con la que algunos soldados británicos y americanos permitían que los hicieran prisioneros. Kesselring, el comandante en jefe de las tropas alemanas en la zona, llegó a la conclusión de que defender Italia frente a semejante enemigo podía ser menos difícil de lo que había pensado. Y envió un comunicado en ese sentido a Hitler. El Führer respondió ordenando una vigorosa defensa de la península, tarea que el mariscal de campo —nombrado comandante supremo de las fuerzas alemanas en Italia el día 6 de noviembre— emprendió con extraordinaria energía y efectividad. La incompetencia de los aliados durante la primera fase de las operaciones en Italia tuvo, pues, unas consecuencias funestas para el resto de la campaña.

Durante aquellos días en Estados Unidos, Churchill se entusiasmó con la idea de un posible desembarco en la costa dálmata, utilizando setenta y cinco mil soldados polacos y posiblemente la División Neozelandesa. El 10 de septiembre Roosevelt se trasladó a Hyde Park dejando al primer ministro británico instalado en Washington: «Winston, por favor, utiliza la Casa Blanca como si fuera tu casa», dijo generosamente el presidente, animándole a invitar a ella a quien quisiera. Churchill utilizó esta licencia al máximo, convocando a Marshall para insistirle en la conveniencia de acelerar el envío de refuerzos a Italia. El 14 de septiembre regresó por fin a Halifax para subir a bordo del crucero de batalla Renown y zarpar rumbo a Inglaterra. Sus anfitriones americanos se sintieron encantados de verlo partir. Su entusiasmo por aquella presencia agotadora había disminuido tanto como su paciencia con las fantasías mediterráneas del primer ministro. El secretario de Roosevelt, William Hassett, escribió cuando se fue Churchill al término de su anterior visita en el mes de mayo: «Debe de ser un alivio para el jefe, porque Churchill es un huésped pesadísimo: bebe como una esponja y fuma como una chimenea, rutinas irregulares, trabajando por las noches, durmiendo por las mañanas, cambiando por completo los horarios… Churchill tiene cerebro, agallas… y la firme determinación de conservar el imperio británico… Tiene todo menos visión». Era aquélla una opinión que por entonces compartía casi todo el mundo en la administración de Roosevelt. Harry Hopkins dijo a Eden, cuando el secretario del Foreign Office visitó Washington, que al presidente —y por supuesto al propio Hopkins— «le encanta W. como hombre para la guerra, pero le horripila su actitud reaccionaria para después de la guerra». Hopkins habló de la edad del primer ministro, y de su «imposibilidad de ser educado».

Las autoridades de Estados Unidos estaban justamente convencidas de que ya había pasado el momento de elaborar estrategias mariposa. Las evasivas británicas a la realización de un ataque a través del canal de la Mancha habían dejado de ser justificables. Si los aliados occidentales querían poner tropas de tierra en la Europa continental con tiempo para obtener resultados antes de que los rusos derrotaran a Hitler solos, la operación «Overlord» debía tener lugar en 1944. En adelante, los compromisos en Italia tendrían que ajustarse para que encajaran con la prioridad de la invasión de la Europa noroccidental, y no al revés. Prácticamente no puede culparse a Marshall ni a sus colegas de que encontraran exasperantes las nuevas pretensiones de lanzar un ataque contra el norte de Noruega planteadas por el primer ministro, ni el ataque de furia que le llevó a realizar operaciones en el Mediterráneo oriental.

Tanto en Washington como en Londres eran muchos los que esperaban que Marshall fuera puesto al mando de «Overlord». Churchill había desvelado a Brooke en Quebec que la oferta de recibir este deslumbrante nombramiento que le había hecho anteriormente con excesiva alegría ya no era válida. Era una locura que tanto el primer ministro como el jefe del Estado Mayor General del Imperio supusieran ni por un momento que pudiera resultar aceptable para el cargo un oficial británico; y todavía más absurdo en el caso de Brooke, según admitiría él mismo, estar varios meses enfadado por la decepción sufrida. Brooke tenía un concepto elevadísimo y desde luego exagerado de su propia valía como estratega. Se había perjudicado lamentablemente a sí mismo, a juicio de los americanos, con sus evasivas en torno a la operación «Overlord», expresadas incluso más a las claras que las del primer ministro. Era absurdo suponer que Brooke hubiera podido reclamar el mando de una operación cuyo lanzamiento había declarado durante meses que iba a ser prematuro.

Sólo un americano podía dirigir de manera verosímil aquella cruzada predominantemente americana, pero Roosevelt dejó abierta hasta el mes de noviembre su decisión sobre quién iba a ser el elegido para el cargo. Es indudable que Marshall lo quería. El jefe de las fuerzas armadas norteamericanas abrigó incluso durante algún tiempo la fantasía de que sir John Dill fuera su lugarteniente, o incluso —si los británicos lograban convencer al presidente de que quien debía estar al mando de la operación era uno de los suyos— de que fuera nombrado comandante supremo el antiguo jefe del Estado Mayor General del Imperio. Stimson quería que fuera Marshall, pues creía que el jefe de las fuerzas armadas de Estados Unidos era el único que tenía suficiente autoridad y un carácter lo bastante fuerte para superar la «inconstancia mercurial» del primer ministro.

Churchill siempre fue paradójico como líder guerrero. Por un lado, tenía un instinto maravilloso para el combate, mucho más desarrollado que el de cualquiera de sus asesores militares. Pero su genio para la guerra se veía perjudicado por un entusiasmo excesivo por los lances, las incursiones sorpresa, las escaramuzas, las diversiones o las salidas, acciones todas ellas más propias —como los oficiales que trabajaron con él observaron con frecuencia— de un alférez de la caballería victoriana que del director de un inmenso esfuerzo de guerra industrial. La doctrina de la concentración de fuerzas, verdadera obsesión de los americanos y en especial de Marshall, era ajena a su naturaleza. Aunque Churchill abordaba sus obligaciones con una profunda seriedad en sus objetivos, quería que la guerra, como la vida, fuera divertida. Eso hizo que los jefes de Estado Mayor norteamericanos, todos ellos hombres graves, pensaran a menudo que pecaba de frivolidad y que perseguía unos objetivos nacionales egoístas. Brooke, por su parte, era tal vez el oficial de Estado Mayor más grande que había conocido nunca el ejército británico. Pero la experiencia de tener que combatir a los alemanes durante cuatro años estando a dos velas había hecho de él un estratega demasiado prudente, y en aquellos momentos del conflicto muy poco convincente. Al igual que los americanos, se impacientaba, y llegaba incluso a exasperarse con los descabellados proyectos de Churchill. Pero en el otoño de 1943 y desde luego hasta bien entrado el invierno, Brooke compartiría con el primer ministro un mismo recelo por la operación «Overlord». Sólo la determinación de los americanos consiguió que el calendario operacional del Día D siguiera vigente. Si Roosevelt y Marshall hubieran sido más maleables, los británicos habrían preferido mantener un número mayor de fuerzas en Italia, especialmente cuando los progresos de Clark y Montgomery empezaron a languidecer. En tal caso el Día D se habría retrasado hasta 1945.

Los aliados estaban por fin decididos a tomar el puerto de Nápoles y a aprovechar la ocasión avanzando hacia el norte en dirección a Roma. Aunque a regañadientes, habían acordado que después el futuro de la campaña italiana se decidiera a la luz de los acontecimientos. John Kennedy escribió el 3 de septiembre: «Será muy interesante ver si los americanos han tenido más razón que nosotros en sus juicios acerca de la guerra en el Mediterráneo». Él, por su parte, lamentaba amargamente la diversión de fuerzas de Italia hacia «Overlord» que estaba programada. «Pero no podemos dictar condiciones y dudo que hubiéramos podido hacer más para persuadir a los americanos. Están convencidos de que el desembarco en Francia es la única forma que hay de ganar la guerra con rapidez, y no escucharán ni un solo argumento relativo a las dificultades mecánicas de la operación o la necesidad de debilitar y de distraer a los alemanes por medio de acciones en el Mediterráneo». Un mes después, seguía escribiendo acerca de los argumentos relativos a la «estrategia del Mediterráneo frente a la estrategia “Overlord”», pero el Departamento de Guerra parecía resignado al verosímil triunfo de esta última: «Al final supongo que probablemente entremos en Francia con poca oposición y que los historiadores dirán que desperdiciamos unas oportunidades gloriosas un año antes, etc., etc.».

Beaverbrook había presentado una nueva moción en la Cámara de los Lores a favor de la apertura de un segundo frente. Últimamente se había permitido el lujo de dejarse cortejar para que volviera a formar parte del gobierno como lord del Sello Privado tras recibir garantías personales de Churchill de que la invasión había sido fijada para el verano siguiente. La vuelta de Beaverbrook exasperó a muchos ministros. Churchill habló apasionadamente de su amigo a W. P. Crozier, del Manchester Guardian. «Lo necesito, lo necesito. Es muy estimulante y, créame, es un gran hombre». Sir John Anderson consideró que era necesario llamar al orden a los ministros descontentos: «Dice que no debemos poner las cosas demasiado difíciles al primer ministro», anotó Dalton, «que está dirigiendo la guerra con gran habilidad. El primer ministro estuvo muy disgustado todo el tiempo que Beaverbrook permaneció fuera del gobierno. Es un artista muy sensible, que concede mucho valor a la “presentación” y a la calidad de la palabra hablada. Le gusta tener a su alrededor a determinada gente, cuyas respuestas no resulten discordantes ni inoportunas. Ha valorado a Beaverbrook por eso durante muchos años. Por lo tanto, no debemos ser demasiado exigentes, aunque a veces las cosas no se hagan de una forma demasiado ordenada ni como es debido». Entre las irregularidades de Beaverbrook estaba, por aquel entonces, el hecho de ayudar a Randolph Churchill a pagar sus deudas. Aunque ese subsidio no influyera desde luego en la actitud del primer ministro hacia su persona, reflejaba una relación básicamente insana, como la que Beaverbrook se las arreglaba para mantener con muchos de sus conocidos.

Los americanos encontraron una causa más importante de disgusto con el comportamiento del primer ministro. El debate transatlántico seguía dominado por los intentos de los británicos de considerar el compromiso con «Overlord» como algo flexible, y por la insistencia de los estadounidenses en su inviolabilidad. Dada la supremacía de los americanos en la alianza, por entonces cada vez más explícita, Churchill debía de saber perfectamente en su fuero interno que el Día D iba a tener lugar casi con toda seguridad el verano siguiente. Pero sus intentos de dar a entender lo contrario dañaron mucho la delicada labor de encaje en la que se basaba la confianza de los aliados. Los americanos se equivocaban al suponer que la política de Churchill iba dirigida a conseguir que la operación «Overlord» no tuviera nunca lugar. La enorme y costosísima infraestructura que ya estaba creándose en Gran Bretaña con el fin de dar apoyo a la invasión de Francia —empezando por los puertos artificiales Mulberry, tan del agrado de Churchill— demostraba la falsedad de ese planteamiento. Las veleidades del primer ministro se referían exclusivamente al calendario, pero no por eso resultaban menos dañinas. En cuanto a la opinión pública británica, al taquígrafo de Surrey, George King, no le impresionaban ni poco ni mucho las pomposas frases de Churchill acerca de la campaña de Italia: «Dice que el segundo frente ya existe, pero yo no lo veo por ninguna parte».

La impaciencia de King con el progreso de la guerra era compartida por muchos. La izquierda mostró una saña increíble hacia el gobierno. La comunista Elizabeth Belsey, mujer sumamente culta, de gustos notablemente intelectuales, comentaba en una carta a su marido que la repentina muerte del canciller, sir Kingsley Wood, «permitirá que más tarde nos ahorremos una soga». En septiembre de 1943 escribió que sus amigos y ella «nos entretenemos confeccionando listas de las primeras personas a las que habría que fusilar cuando llegue la hora de los fusilamientos… Walter Citrine, [el secretario general de la confederación de sindicatos] Herbert Morrison, Halifax, [lord] Londonderry, lady Astor, [sir James] Grigg y un montón más». Se sintió muy dolida por la hostilidad hacia Rusia mostrada por el gobierno polaco en el exilio en Londres, y contentísima por las muertes en un accidente de avión en Gibraltar de su líder, el general Sikorski, y del diputado tory Victor Cazalet: «No se ha perdido nada… A mí no me gustó nunca tener al Sikorski ése a nuestro lado, ¿y a ti?».

Los rusos, por supuesto, celebraban cualquier manifestación de descontento público con las operaciones de los aliados. El 6 de agosto, Pravda ofrecía a sus lectores uno de sus comentarios más moderados:

Sería un error restar importancia a las operaciones militares de los aliados, al bombardeo de Alemania por las fuerzas aéreas británicas y norteamericanas, y a la importancia de las provisiones y del material militar que nos suministran. No obstante, sólo cuatro divisiones alemanas se enfrentaron a nuestros aliados en Libia, y únicamente dos divisiones alemanas y unas cuantas italianas en Sicilia. Estas estadísticas bastan para demostrar la verdadera magnitud de sus operaciones comparadas con las desarrolladas en el frente germano-soviético, donde Hitler tenía ciento ochenta divisiones alemanas y unas sesenta divisiones de sus «aliados» en el verano de 1942… Los ejércitos de nuestros aliados británicos y americanos hasta el momento no han tenido encuentros serios con las tropas de la Alemania de Hitler. El segundo frente hasta ahora no existe.

¿Qué es el segundo frente? No hay razón para prestar atención al parloteo de algunos que fingen que no saben de qué estamos hablando; que afirman que ya existe no sólo un segundo frente, sino también un tercero, un cuarto, y probablemente un quinto y un sexto (incluidas las campañas aéreas y submarinas, etc.). Si queremos hablar en serio de un segundo frente en Europa, éste supondría una campaña que, como señalara el camarada Stalin ya en el otoño de 1942, comportara la diversión de unas sesenta divisiones alemanas y de otras veinte de los «aliados» de Alemania.

Ya conocemos todas las excusas utilizadas para justificar los retrasos… Por ejemplo, las discusiones en torno al mítico «Muro Atlántico» [de Hitler], y el problema supuestamente insoluble de los medios de transporte. El «inexpugnable Muro Atlántico» existe sólo en las mentes de los que quieren creer en esas mentiras… Tras el éxito del gran desembarco aliado en el norte de África el año pasado, y el de la operación de los aliados en Sicilia, parece ridículo hablar de «problemas de transporte» en lo tocante a un desembarco en Europa occidental.

En medio del torrente de la propaganda, la altisonancia y los insultos soviéticos, a los ministros y diplomáticos británicos y norteamericanos les costaba trabajo discernir cuáles eran las verdaderas opiniones de Moscú. Mucho después de acabada la guerra, Molotov reconoció ante un entrevistador ruso que Stalin era mucho más realista de lo que nunca llegó a admitir ante Churchill. El antiguo ministro soviético de Asuntos Exteriores habló con gratitud de la campaña de Italia:

Incluso aquella ayuda nos resultó muy útil. Al fin y al cabo, no estábamos defendiendo a Inglaterra, estábamos defendiendo el socialismo, ¿verdad? ¿Y acaso podíamos esperar que contribuyeran a defender al socialismo? ¡Los bolcheviques habrían sido idiotas si hubieran esperado algo así! Sencillamente teníamos que poder presionarlos, decirles: «¡Qué cobardes sois!»… El pueblo [británico] naturalmente se daba cuenta de que los rusos estábamos luchando, mientras que su país no lo hacía. Y [los angloamericanos] no sólo se abstenían de combatir, sino que además nos escribían y nos decían una cosa, pero luego hacían algo completamente distinto. Eso hizo que su pueblo se diera cuenta de la verdad y preguntara a sus líderes: ¿por qué mentís? Eso socavaba la fe en los imperialistas. Y todo eso era muy importante para nosotros.

A finales de junio de 1943, Stalin mandó llamar a Ivan Maisky a Moscú y en agosto lo sustituyó formalmente como embajador en Londres. El caudillo soviético dijo al individuo que había nombrado como titular de la embajada, un apparatchik del partido de treinta y siete años llamado Fyodor Gusev, que Maisky «se había esforzado demasiado en justificar a los ingleses que están saboteando la apertura del segundo frente». Churchill se sintió consternado por la destitución de Maisky, y no quedó muy bien impresionado por Gusev, que apenas entendía el inglés y cuyas dotes sociales eran nulas. En su primera entrevista con el nuevo embajador, el primer ministro obligó al legado ruso, que se negaba a cogerla, a quedarse con una carta enviada por Stalin en la que denunciaba el envío de suministros británicos con retraso, y le dijo que no estaba dispuesto a aceptar aquel comunicado tan insultante. Gusev escribiría más tarde: «Literalmente me metió el sobre en las manos de un golpe, dio media vuelta y regresó a su escritorio». Tras comunicar esta entrevista a Moscú, no sin temor, se sintió aliviado al ver lo que le decía Molotov: «Te has comportado correctamente con lo del sobre. Consideramos la devolución del sobre simplemente un gesto más de histeria por parte de Churchill… A partir de este momento, entregarás las cartas del camarada Stalin y otros documentos sólo en ruso. Recuerda que en Moscú los ingleses sólo nos entregan documentos en inglés, incluso las cartas dirigidas al camarada Stalin». Pasaron seis meses antes de que Churchill aceptara recibir de nuevo a Gusev.

En 1943 hubo en Gran Bretaña más huelgas de mineros que nunca desde el año 1900. The Times publicó el siguiente editorial el 3 de septiembre, en medio de un nuevo paro en los pozos: «La propensión a la huelga… quizá tenga un origen común. Está muy extendida la idea de que la guerra marcha tan bien que el esfuerzo en la industria puede relajarse».

El sindicalista Jack Jones escribió a Brendan Bracken desde Cardiff el 3 de octubre de 1943:

Creo que puedo afirmar que sé lo que piensan nuestros trabajadores, que son tan leales como los hombres y las mujeres de las fuerzas armadas. ¡Pero hacen huelga! Y en un momento en el que es más importante que nunca que no la hagan. Es posible que el próximo invierno haya otros paros incluso más desastrosos.

El propio momento induce a la sensación de cansancio de la guerra y a la crispación, especialmente cuando lo que se está haciendo no tiene nada de espectacular, que llame la atención o que se salga de la monotonía… La duda constante es como una especie de cerilla capaz de encender un resentimiento infinito contra las condiciones de la guerra… Lo que hace falta para calmarlos es un tónico. Recuerdo durante la pasada guerra el efecto tonificante que sobre los mineros del sur de Gales tuvieron la visita y las palabras de L[loyd] G[eorge]… Pero la guerra actual deja pequeña a la otra, y el señor Churchill ha tenido mucho más que hacer que lo que tuvo nunca L. G. … Mi fe en el liderazgo del señor Churchill es más grande que nunca. Pero tengo la impresión de que ahora su capacidad de inspirar a los demás debería dedicarse, en la medida de lo humanamente posible, a calmar y a inspirar a la espléndida línea de producción de nuestro Frente Interno.

La incapacidad de Churchill de llegar a la clase trabajadora industrial, más allá de sus alocuciones por radio a nivel nacional y de sus discursos, reflejaba en parte una falta de interés. Prefería dedicarse a la dirección de la guerra y a los asuntos exteriores; y en parte también, estaba el hecho de que tenía muy poco que decir a los trabajadores de las fábricas que éstos quisieran oír. Confió en particular a Ernest Bevin la tarea de unir y levantar los ánimos de los mineros que votaban y de los obreros al Partido Laborista. Él no podía ofrecer a aquellas personas la imagen de la Gran Bretaña de posguerra y especialmente de cambio socialista en la que habían fijado su mente y su corazón. El firme compromiso de Churchill con la victoria era la base de su grandeza como líder de guerra. Pero, en el otoño de 1943, para una proporción cada vez mayor de su pueblo aquello no bastaba.

En aquel momento, entre la campaña de Italia y la de Normandía, realizó uno de sus últimos intentos de llevar a cabo una iniciativa estratégica explícitamente británica, en contra de los deseos de los americanos. Creía que el Mediterráneo oriental ofrecía unas oportunidades que Washington no era capaz de reconocer. Intentó, por lo tanto, sacar provecho de ellas utilizando fuerzas exclusivamente británicas. La consecuencia de todo esto fue un desastre, aunque menor en la escala de una guerra global, que vino a subrayar de la manera más dolorosa imaginable la fuerza residual de los alemanes, junto con las limitaciones del poder británico cuando Estados Unidos retiraba su apoyo.